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Entre puntada y puntada
(XLVIII)
Don Mauro estaba muy preocupado. Sentía que el asunto de los padres de Gertru, se le había ido de las manos. Ni siquiera sabía donde estaba su secretario, y más después de recibir aquella llamada de un tal Feliciano, que se había presentado como chófer de Antón, y que le había comunicado que salía en su búsqueda después de leer una carta remitida a él en la que expresaba su deseo de que alguien contactara con su jefe si algo salía mal. Bien estaban las mentiras y evasivas que ofrecía a Gertrudis porque, al fin y a la postre, le evitaba posibles disgustos y decepciones. Además, de acabar bien los empeños de Antón, cosa que ya dudaba, presumía que, aparte de su prometida, más personas iban a ser felices. Pero, otra cosa eran los embustes y los circunloquios con los que se manejaba con Rogelia para que ésta no viviera en vilo como él. Así, la mujer de Antón, menos preocupada y más feliz y orgullosa de su marido, salía de su despacho cada vez que se acercaba a la fábrica, aunque pasada la noche, mandaba a su hijo por si hubiera noticias. El efecto balsámico de reconocer el amor de esa mujer camuflado en su preocupación le calmaba durante breve tiempo. Hacía ya una semana que no sabía nada de su contable. Y se temía lo peor. Aunque se mintiera, realmente lo que no le dejaba en paz era la suerte corrida por su empleado. Jamás se perdonaría que le ocurriera una desgracia. No podía gestionar que, no un capricho, pero sí algo no vital, fuera la causa de una desgracia irreparable. Ya empezaba a notárselo todo el mundo, no sólo Gertrudis y Servanda. Incluso su hijo, la noche anterior le había acariciado la cara mientras decía un “papi” que le llegó al alma. ¿Serían imaginaciones suyas? Tenía que hacer algo. No podía quedarse de brazos cruzados. Había estado toda la noche dando vueltas a una idea que le desagrada en gran medida. Así que, se tragó su orgullo y usó el teléfono. El otro pretendiente de su difunta Adela, que antaño se prepara para policía, hoy era inspector. Fueron amigos, a pesar de su diferencia de edad, no hasta el extremo de parecer padre e hijo, pero sí lo suficiente como para competir en la vida con distintas armas. Pero lo que les separó definitivamente fue el amor hacía Adela. No discutieron por respeto a ella, pero no se volvieron a ver después de que aquella preciosa criatura se decidiera por el más joven. El último comentario de Cayetano fue brutal: Como verás, Mauro, el dinero lo puede todo. Un día, en el periódico, apareció la noticia de su nombramiento y don Mauro revivió los tiempos pasados, e incluso recortó y archivó la página del diario. Lo curioso es que se alegró de los logros de su ex rival. Era el mejor contacto que tenía para localizar a Antón, y lo sabía. Y de ahí, que guardara en el cajón de su escritorio el orgullo e intentara contactar con el ahora inspector.
—Sí, señorita, quería hablar con la comisaría de policía de Arganzuela, si no recuerdo mal… Sí, sí, espero, gracias… Hola, sí, buenos días, mire soy Mauro Pérez Martín, e intento localizar al inspector Mínguez, don Cayetano Mínguez. Sé que fue destinado hace unos tres años a esa comisaría… Sí… Sí… Tomo nota, dígame… Sí… Cuenca, ¿verdá?... Muchas gracias, agente, muy amable —. Y volvió a intentarlo con la nueva información obtenida —. Sí, con Cuenca, gracias, señorita. Ah, bien, espero su llamada, señorita. ¿Sabe lo que tardará?... Ah, bueno, gracias —. Don Mauro salió al antedespacho y le dijo a Balín que no hiciera uso del teléfono hasta que él se lo avisara—. Estoy a la espera de una conferencia. Y si llama alguien apuras sin ser descortés—. A los tres cuartos de hora de seguir imaginando desgracias y pasear como un león enjaulado por su despacho, sonó el timbre del teléfono y descolgó —. ¿Sí…? Muchas gracias, señorita… ¿Oiga, hablo con la comisaría de Cuenca…? Bien, quisiera hablar con el inspector don Cayetano Mínguez… Sí, le oigo… De un —dudó—, de un amigo, Mauro Pérez Martín, de Madrid… Bien, espero… —. Al poco escuchó su nombre en tono interrogativo—. Sí, Cayetano, soy yo, aunque te parezca mentira… Mira, no quiero ser insincero. Te llamo porque…
Don Mauro puso en conocimiento del inspector las circunstancias por las que había perdido el contacto con su secretario, si bien no le contó el motivo de su viaje a Asturias, sino la preocupación de Rogelia y Rafita y algo más. Ese añadido no fue sino la pérdida del motivo de su distanciamiento. Y como las desgracias unen más que las alegrías, Cayetano dejó a un lado sus reticencias y se interesó, no sin hacerse de rogar, por la presunta desaparición.
—Tienes razón en todo lo que has dicho, pero eres la única posibilidad que tengo, Cayetano. Mi cabeza me dice que espere, que tenga paciencia, pero mi corazón se encoge cada vez que pienso en mi secretario —. Su interlocutor, ante la aparente sinceridad y preocupación de su ex amigo le pidió tiempo para hacer unas llamadas. Así, el nervioso don Mauro volvió a salir de su despacho e insistió en que Balín dejara la línea libre.
—Sí, don Mauro. ¿Le pasa usté algo hoy? Yo nunca tiro desto —el muchacho colocó la mano sobre el aparato telefónico—. Sólo contesto cuando suena, y porque me lo ha mandao usté. Hablar por un canuto no me gusta na. Ni oír a la gente, paece questoy chamullando con un muerto. Me da un poco canguelo —. No es que Balín le pusiera en su sitio, pero le hizo pensar en su estado de nervios al que también se había referido Cayetano. Y se dijo que no podía ceder a la presión de la angustia, si no, todo se iría a pique. Tenía que mantener la compostura y la cordura, como había hecho hasta ese momento, más o menos. Así que salió por tercera vez del despacho y pidió al crío que se hiciera con una tila.
—¿Y aondencuentro yo eso, don Mauro? ¿Qués una tila?
—Bueno, déjalo, ya no importa.
—Sí, don Mauro.
Ante la tesitura de salir él y que le llamaran desde Cuenca y quedarse para atender la conferencia, se decidió por esperar en su despacho. Intentó distraerse con los apuntes contables pendientes desde que Antón se fuera, pero sumado su recuerdo, por lo que leía en el diario, a los errores que cometía, decidió dejarlo por respeto al ausente. Déjelo, no contabilice, ese es mi trabajo, y además, con todo respeto, luego tengo que rehacerlo las más de las veces, don Mauro. Las palabras de su contable le resonaron en los oídos y sonrió. Y se le vino una idea a la cabeza: llamar a Gertrudis y ponerle al corriente de todo lo que sucedía. Seguro que ella le entendería y le ayudaría. Pero, al final, se impusieron su cariño y su machismo. ¿Qué podía hacer una joven en aquella coyuntura? Pregunta que, curiosamente y sin darse cuenta, había propuesto después de la respuesta a la misma, al pensar que Gertrudis podría entenderle y compartir su inquietud. En esos jardines se adentraba cuando sonó el timbre del teléfono. Contestó antes de llevarse el “canuto” al oído. Cuenca, llegó a oír.
—Sí, sí. Claro, claro… ¿Sí? ¿Sí? Dime, Cayetano, dime… Ajá… Sí… Bueno, algo es algo… Bien… Sí, claro… Sí, sigo viviendo donde antes… Sí, apunta…
Acabada la conversación, don Mauro no colgó el auricular, se desplomó sobre el respaldo del sillón, resopló y arrastro el aparato al tirar del cable. Por suerte, y por unos centímetros, no cayó al suelo. Se dio unos golpes en la palma de la mano izquierda. Poco a poco se incorporó y lo dejó sobre la horquilla. En principio las noticias no eran malas. No se había encontrado ningún cadáver en Asturias, ni había cuerpos pendientes de identificar, en toda la semana pasada y presente, pero, como el propio inspector Mínguez le había dicho, el monte asturiano era uno de los lugares que más gente se tragaba, junto con los Pirineos. Bueno, todo lo que podía hacer, salvo ir a buscarle él mismo, lo había llevado a cabo, aunque eso no le pareciera satisfactorio. Tenía que confiar en el propio Antón. Hasta ese momento jamás le había fallado. Se sirvió un vaso de agua de la jarra y lo apuró de un trago. Tenía que sopesar mejor sus decisiones, aquella chiquilla le había sorbido el seso. No veía nada más que al través de sus ojos, ojos que le atraían con un magnetismo irresistible. No podía dejarse llevar por sus sentimientos de esa forma, y sobre todo cuando sus resoluciones implicaban a terceros. Ya había aprendido la lección. Faltaba ver qué precio había pagado Antón por ello. Don Mauro sentía que había llegado al límite de su aguante.
———— o O o ————
Queitano no bajó solo del ómnibus que les llevaba a Oviedo, otro par de caballeros, que tuvieron la misma curiosidad que él, se le unieron en el pasillo. El primero en hablar fue un representante de lencería, según se presentó él mismo, que informaba, de no muy buenas maneras, al conductor de su necesidad de llegarse a Madrid para la firma del mejor contrato de su vida. El pobre e inculpable chófer, apoyadas las dos manos en el capó abierto, encorvado y con la vista clavada en el humeante motor, respondió en una mezcolanza de español y asturiano sin deshacer su postura.
—Y qué quie que le diga a usté, caballeru. Ye questo no anda oh. Y fumia, enforma, nun lo ve, home —. Y se encogió de hombros. El otro caballero, éste con pinta de labriego, confirmó lo evidente.
—Sí, sí qu'echa fumu, sí. Y enforma —opinó el otro viajero.
—Pero la compañía tiene que tener prevista una eventualidad como ésta, ¿no? —insistió el bien trajeado.
—Y tien, caballeru.
—Vaya, menos mal. Y me imagino que será una solución rápida. Ya le digo que tengo mucha prisa y si pierdo el expreso… ¿Cuando llegará el otro ómnibus?
—Mire, bruxes hai en Galicia non n'Asturies, ¿o qué cree, caballeru, que nos ven por un gujerito? —usó el conductor la ironía entre sus dos lenguas.
—No me río de ustedes. Pero esto no funciona así. Verá, cuando hayan pasado dos horas de nuestra llegada prevista a Oviedo, y no hayamos aparecido, llamarán por el teléfono a Villamayor para confirmar la salida, la hora de la misma. Una vez confirmada nuestra partida, decidirán mandar de la posta intermedia dos jinetes, uno hacia Oviedo, y otro hacia Villamayor. Uno nos encontrará y seguirá camino para informar de lo que haya ocurrido.
—¿Y el otro? —preguntó el que parecía del terruño, con lo que demostró sus luces.
—Calle usted, no pregunte tonterías, qué más nos da el que no nos encuentre, hombre —le contestó con mal humor el de las prisas.
—Tampoco se ponga usté asina conmigo. Tengo'l mesmu derechu de cualesquier a preguntar.
—Diga usté que si, oh —los dos asturianos hicieron piña.
—Bueno, dejemos de discutir, no lleva a ningún lado.
—Ye que si llevara, agora mesmu dicía-y a tol personal qu'aldericara
(2)
, jaja —. El chófer estaba resultando un guasón, y al representante se le llevaban los demonios con sus salidas.
—Nos ha salido graciosillo el paisano. Mire usted que mi asunto no es de risa, no sea usted payaso.
—Oiga, nun lu consiento que fálteme. Ta bien que sía usté el cliente, pero eso nun-y da derechu a faltame, oh —. El chofer bajó los brazos, se enderezó y se encaró con el viajero que, al ver bien las hechuras del asturiano, se avino a razones, no sin que antes el “paisanu” sentenciara.
—Pocu y en paz muncho, se me haz.
—El caballeru tien razón —dijo Queitano por primera vez, y todos se volvieron y vieron como hacía un gesto de tranquilidad con ambas manos, como si mullera un colchón.
—Está bien, mantengamos la fiesta en paz —dijo el representante a la defensiva—. ¿Y qué pasará cuando llegue ese jinete, si se puede saber?
—Pos colo que vea él y cúnto-y yo, el xefes van tomar una decisión.
—¿Cuál?
—Y unu que sabe, ye la primer vez que tengo una avería por el camino. Y si saber nun taría equí, oh.
—Pues estamos arreglados.
—Puede usté volver nel caballu, si quier.
—¡Qué dice! Uno es de la capital. ¿Sigue usté con sus tonterías? ¿Cuándo se me ha visto a mi montar en un animal de esos? ¿Por qué cree que hemos cogido este trasto? Porque no me gustan los caballos ni su estiércol, entérese.
Queitano, sin decir una palabra, se acercó a la ventanilla donde veía a Xana. Y ella con la oreja pegada al cristal, escuchó el resumen de la conversación del tratante con el chófer.
—Asina, qu'hasta ye posible que pasemos equí la nueche, Roxa. Vamos tar como en casa, con pita y con un toru de la capital.
Al final, a pesar de que la temperatura no invitaba a pasear, todos los ocupantes del ómnibus, a excepción de la gallinera, bajaron a tierra, a tomar el sol que se reinaba sobre los montes. Y, también poco a poco, el humo, o lo que fuera, que salía del motor fue a la mengua, al contrario que el nerviosismo del antiequino, desazón que se denotaba en la cantidad de veces por minuto que tiraba de su leontina y consultaba, sin ver, su reloj de bolsillo. Como el vehículo enfermara del motor en plena subida a un pequeño puerto de montaña, en pleno monte, no fue difícil abastecer a los viajeros de agua. Otra cosa fue cuando el hambre empezó a aparecer. Aquel que llevaba haterías, como los pastores o mineros, no tuvo problema alguno, caso de Queitano y Xana, pero los que habían salido con alforja vacía, caso del agente comercial, ya se sabe que con alforja vacía, mal se empieza el día(3), no sabían dónde mirar. Aunque más de uno echara un ojo dentro del vehículo averiado al oír protestar a la gallina. El chófer, que debía cubrir también el trayecto de vuelta, iba bien avituallado. Así, cuando protestaron sus tripas, abrió la puerta del conductor, metió medio cuerpo junto al volante y sacó una talega. Buscó una piedra donde sentarse y, tranquilamente, comenzó su almuerzo. Pero hubo de interrumpirlo porque se había olvidado la bebida. Aquel labrador que se bajara el primero, al ver la bota de vino se acercó, y tras cruzar unas palabras, y sin sentarse, se echó un buen trago del caldo oscuro. El representante madrileño, que no se perdía nada de lo que ocurría a su alrededor, con más disimulo terminó por pasar delante junto a la pareja que atendía a la bota.
—Mucho tarda ese jinete —dijo por decir algo en tono conciliador y acento humilde.
—A saber —contestó el chófer con la boca llena de “pan preñáu“. Y con un gesto de invitación levantó la bota.
—Se agradece —comentó después de beber el lencero—. Yo contaba con las tabernas, pero por aquí hay pocas —sonrió y volvió a echarse al coleto otro largo trago de vino.
—Nesti trabayu ye meyor llevarlo tou encima —fue la respuesta del conductor—. Acostuméme de guaje y non me foi mal.
—¿Tien usté fame? —preguntó el aldeanu al capitalino.
—Un poco sí, pero espero que no tarde mucho ese mecánico.
—Muncha ciencia pon-y usté al caballeru qu'apaeza.
—¿Es que no mandan a alguien capaz de arreglar la avería?
—Dacuando sí, dacuando non. Dacuando ye posible l'arreglu y otres hai qu'arremolcar —contestó el dueño de la bota.
—Ande, sentir equí con nós y coma usté d'esti chorizu —invitó el paisano—. Les penes con pan son menos penes—. A punto estuvo el tratante de lenceria de rechazar el ofrecimiento por la mala sangre que otra vez le subía a la cabeza por los comentarios del chófer pero, hombre de tripa oronda, tuvo más en cuenta el efecto de los jugos gástricos y la saliva en su boca que el de la sangre en la cabeza. Terminó por sentarse en una piedra y aceptar la navaja y el chorizo que le ofrecían.
—Es picante —se sorprendió el convidado con el primer bocado en la boca.
—¿Le pone usted peros?
Mientras, Xana y Queitano sentados en el estribo de la puerta de los pasajeros comían de lo sacado del hatillo por la mujer, y bebían del agua que había traído el hombre en la calabaza que llevaba atada al cinto con una cuerda.
—Ves, esto a un asturcón o a Toru nun los pasa. Y si pásalu, sacrifícase-y y hai comida pa toos. Teníamos que tomar la dilixencia, Roxa.
—A coyón vistu, toru seguru —contestó Xana que masticaba una castaña.
—Yo nun quiero más nueces nin castañes, depués duelme la tripa. Voi dar un plasmu a la pita —dijo Queitano al levantarse y estirar las piernas. Xana se echó a un lado para dejar subir a su compañero, y ya dentro del ómnibus, y desde el pasillo, gritó a la única ocupante.
—Que dicen los que nun tienen qué comer que se comíen una pita asada.
—Percima del mio cadabre, oh —. Y con la navaja en la mano, que levantó, aquella mujer que siguió con la defensa —. Que vengan a por ella, yá van ver, al meyor comemos gochu.
—¿Ónde la tien, que nun la veo?
—Na cesta, nun puedo comer con ella brazos, nun fai más que picar el pan, asina que-y eché un tozo y ende ta.
—¿Y por qué nun la llevó ende tol camín?
—Porque sufre la probina.
—Cagume'n diez ¿Ya impórtalu más la pita que yo?
—A usté nun lu conozo.
—Pero yo nun soi un animal, soi una persona humana.
—Pa mi tolos homes son unos animales. ¿Ve esti güeyu? —se señaló el morado ojo derecho con la navaja—, pos nun me lo punxo asina la pita d'un picotazu. ¿Entérase? —Queitano lo dejó estar, aunque pensó para sí: “Daqué fadríes, muyeraca”, al más puro estilo ibérico. Cuando volvió junto a su Roxa, que había oído toda la conversación, le recriminó su sorna, y más le hubiera recriminado si hubiera hecho público sus pensamientos.
—Déxales en paz, ho.
—A eses yá los punxeron nel so sitiu.
—Pos tu tendríes de quedate nel tuyu, nun sía que te pase igual.
—¿Oyes?
—¿Qué? —. El ruido del aire venía acompañado del sonido de unos cascos sobre el suelo.
—Daqué o daquién vien. Oyo un caballu.
En efecto, recién vieron a un jinete que asomaba por la cresta de la cuesta. Todos, excepto la maltratada, se pusieron de pie y el chófer saludó bota en mano. A él se acercó el presunto mecánico.
—¡Ojalá me recibieran siempre así! —descabalgó y con la mano libre de la rienda, destapó con la boca la boquilla de la boa, y como un experto echó un buen trago de vino—. ¡Ag, qué bien sienta esto después de una hora de cabalgada. Así da gusto. ¿Qué ha pasao?—preguntó e hizo un gesto con la cabeza que involucraba al vehículo en el comentario.
—Xubíamos la cuesta, empezó a faer ruídos y a echar fumu y paróse ahí mismo —comentó el conductor que seguía con su particular mezcla de idiomas.
—¿Es usté mecánico? —preguntó el mejor vestido, reloj en mano.
—Sí, desde hace cuatro años. Aprendí en Madrí, soy de allí.
—Vaya, menos mal, otro madrileño —se alegró su conterráneo.
—¿Cuánto hace que pasó?
—Pregunte a su paisanu, yo nun uso reló.
—Tres horas y media aproximadamente —contestó el aludido.
—Es que no he podido salir antes, estaba acabando otro arreglo. Bueno, no exactamente, porque no he podido. Me faltaba una pieza. Parece que hoy estas máquinas no tienen un buen día. Vamos a ver. ¿Seguro que era humo y no vapor lo que soltaba?
—Fumu —dijo el chófer.
—Vapor —dijo el representante.
—Fumu y vapor —dijo el labriego.
—Entonces está claro —contestó con sorna el recién llegado, y se dirigió hacia el morro del ómnibus tirando de las riendas de su caballería. Una vez frente al capó, echó un vistazo, se volvió y sacó un trapo de las alforjas al que sobraba grasa. Intentó abrir un tapón que solo él vio, y al cabo de tres o cuatro esfuerzos, desistió—. ¡Joder!, no puedo. ¡Cómo está esto! —. Queitano que se había sentado otra vez junto a Xana, oyó las quejas del mecánico y se acercó. Xana le siguió.
—¿Qué pasa, Queitano?
—Nun lo sé, a eso vengo, Roxa —. El caballero que gustaba de las mujeres bonitas, aunque ésta le cogía joven, contestó a la pregunta de Xana con cierto aire de superioridad.
—Que el circuito del agua ha hecho vacío y no hay quien abra el tapón del radiador —. Se lució el mecánico, aunque el resto de presentes sólo entendió parte del final de su declaración—. Va a haber que esperar a que se enfríe más.
—¡Si eso está más congelao que la nieve! —contradijo el representante—. Lleva casi cuatro horas pasando frío, como nosotros —. Xana miró a Queitano que sabía que tenía una fuerza desmedida en sus brazos y en sus manos como animándole a intervenir.
—Va, Roxa —. Queitano se chupó el dedo y tocó el tapón rebelde por si el bien trajeado se equivocaba. No lo estaba, así que colocó el cuerpo y asió el tapón. Su cuerpo se tensó y sus ojos adquirieron más protagonismo en su cara, contraída por el esfuerzo. Un silbido anunció que el tapón había cedido. Al oírlo Queitano, se relajó, soltó la presa y se retiró como si no hubiera hecho nada. La Roxa en cambio, cambió el gesto a un ademán de orgullo.
—Gracias, caballero —dijo con menos prepotencia el mecánico—. Es la primera vez que veo algo así. Muchas gracias, ahora necesitamos agua. ¿Le importaría? —señaló la calabaza de Queitano.
—No, tome usted.
Al recibir el agua en sus tripas, el motor lo agradeció con unos ruidos de tubería de casa vieja. Y los presentes se miraron unos a otros sin saber qué pensar.
———— o O o ————
—¿Qué quieres ser de mayor, Joselillo? —preguntó la señora Casta al servirle las patatas al crío.
—¿Yo? —se extrañó Joselillo que pensaba en la última carrera con su amigo.
—Sí, tú. Que yo sepa eres el único que se llama así aquí, ¿no?
—Pos buscarme un trabajo como el de Balín.
—Pero José, no te vas a pasar la vida corriendo pa dar recaos —objetó Venancio.
—Sí, hijo. Eso es una cosa pa críos. Los questudíais tenéis que pensar en otras cosas. Podrías ser médico o abogao —se terminó por sentar a la mesa la portera.
—Ya, pero lo que a mí me gusta es correr… —contestó el crío con la boca llena.
—Y comer —se sonrió la señora Casta.
—Y Mendrugo me dijo una vez ques mejor correr con las piernas que con la cabeza, que las prisas no son buenas paná.
—¿Y eso qué quié decir? —preguntó Reme—. ¿Y cómo se pué correr con la cabeza?
—Eso quié decir que no tiés que precipitarte cuando pìensas en algo y que no tiés cacer las cosas atropelladamente —fue Venancio quien dio la explicación.
—¿Perecifitarte? —volvió con sus preguntas la joven.
—Sí, precipitarte es pensar en tirarte por la ventana y hacerlo enseguida y no pensar que te pués matar, por ejemplo.
—Eso es ensuciudarte, que lo sé yo.
—Sí, suicidarte, y también precipitarte, Reme, no seas tozuda —recomendó la señora Casta.
—Entonces, ¿pa que voy a pericipitarme? Cuando maga como el Venan lo pienso, yo no tengo prisas. Yo no corro por eso, sólo quiero hacerlo con las piernas. Además, lo questoy aprendiendo en lascuela servirá palgo, ¿no? Ya sé leer y escribir como tos mis compañeros. Y sumar bien tos los números.
—Claro. Tú dí que sí, Joselillo. No tengas prisas —le animó Gertru—. Ya decidirás.
—Sí, porque si no es peor —remató la señora Casta—. Los indecisos son los peores. Lo malo es quen lascuela no os enseñan a ser carpinteros o albañiles. Mi Jesús, quen gloria esté, lo aprendió dun vecino suyo, cuando era como tú, de chico.
—¿Quire usté decir que Joselillo debería entrar daprendiz en una carpintería en vez de ir a la escuela?
—La verdá es que no sé, Gertru. To lo questá aprendiendo éste con los curas esos, yo no sé pa qué le va servir, al menos lo que me cuenta él y que yo, claro, no entiendo ni la mitá, eso es verdá.
—Mendrugo también me dijo que si alguien fuera capaz de saberlo to, sería libre pa elegir que quisiera hacer.
—Pero, José, tu no vas a sabértelo to. Eso es imposible. Y no pringues to el cacho pan en el caldo, corta un poco y yastá.
—Ya, ¿y qué? —preguntó el regañado sin hacer caso a su hermano.
—El Mendrugo ese tiene razón —confirmó Gertru—. Cuanto más cosas sepas más podrás elegir. Mira, solo Dios lo sabe todo.
—Y, además, no tiés que conformarte con poco. Si sabes tan poco como yo y encima eres coja, solo pués coser o planchar o limpiar, na más queso.
—Pero también pués ser feliz, hija. Y pués tener hijos y criarlos y darlos de comer y divertirte…
—Ya lo sé, madre, pero nunca voy a poder ser médico o arquitiesto. Eso es lo que quería decir. To ese personal gana muchos dineros.
—Ves, Reme, eso no importaría.
—¿El qué, Joselillo, costruir tiestos —sonrió Venancio y miró a Reme— o curar a los enfermos?
—Costruir puentes. Mendrugo me dijo que una de las mejores cosas que se pué hacer en esta vida es costruir puentes y abrir puertas. Y a mí, no me gustaría ser cerrajero ni abrir puertas pa que otros pasen. Menudo aburrimiento. Tiés questar ahí parao, plantao delante una puerta y abrirla pa que pasen los ricos o alguien. Y, además, te tiés que disfrazar y llevar siempre los zapatos limpios, así con un abrigo verde y largo con botones doraos. Que los he visto yo.
—Eso, esta noche te los tiés que limpiar, que no te se olvide, eh.
—¿Y por qué no puedo ir a lascuela en alpargatas, Venan? —Joselillo cambió rápido de conversación—. Los zapatones estos no me dejan correr ni la mitá de lo deprisa que corro con las alpargatas. Pierdo to las carreras por su culpa.
—Pos cuando te los traje no decías eso. Y tanto Mendrugo pacá y tanto Mendrugo pallá… Pos fue él que te los eligió y pagó.
—Yo nunca he decido que Mendrugo no sequivocara, Venan.
—Anda, come y calle, que cuando llueve o hace frío nos vienen mu bien.
—Joselillo, tu hermano tié razón. No sabes tú lo bien que vienen unos zapatos como los tuyos cuando nieva y no tiés más calpargatas.
—Pero es que pa correr…
—José, no te quejes más. No seas cabezón. Vas a llevar los zapatos te guste o no te guste.
—Y limpios —matizó la señora Casta.
—Es mejor pa ti —siguió el sermón Venancio cual madre cualquiera—. ¿O no tacuerdas de las gripes y los sabañones? Cuando estabas con ellos o en la cama tiritando, tampoco podías correr. Así que, ya sabes, taguantas y te los pones. Y limpios, como dice la señora Casta. Que no mentere yo que te los tié que limpiar ella o la Reme.
—O yo —dijo Gertru que sonrió y miró a Joselillo a hurtadillas.
—Desde que los llevas no has estornudao siquiera, ni tan salío sabañones.
—¿Los sabañones comen? —preguntó Reme.
—No, hija, es una forma de decir que Joselillo come mucho y con ansias.
—Ah.
—Y no los tiene, porque no le dejo yo arrimar los pies al brasero, no vaya a ser que sestropeen los zapatos. Si fuera por él me metía en las ascuas. Pos no es friolero, ni na.
—Ya sé lo que va ser de mayor Joselillo.
—¿El qué, Venan?
—Friolero, ja ja ja —rió el hermano mayor que dio una colleja al menor y éste se revolvió y le tiró el resto del trozo de pan. Tras lo que le mandó a la mierda, obligando a la señora Casta a intervenir.
—Eh, con el pan no se juega. Cógele y le besas. Y en la mesa no se dicen esas palabras. Y tú, paece mentira, deja en paz a tu hermano. No sé quien es peor de los dos… Así cómo te va a obedecer… —. La reprimenda de la señora Casta, cambió el ambiente festivo de la comida, y los dos hermanos se pusieron serios—. Bueno, tampoco os he reñío tanto como pa que pongáis esas caras de abobaos —. Pero la comida no acabaría con risas. Notar la autoridad moral de la señora Casta por primera vez en primera persona hizo que todos los jóvenes menos Reme comieran y callaran hasta acabar sus platos sin decir una palabra, ni gruesa ni fina.
———— o O o ————
—Podríamos irnos de excursión, no sé, a algún pueblo de Madrí, por ejemplo. No compartimos nada de tiempo.
—Pero estamos juntos casi todo el día. ¿Te parece compartir poco tiempo?
—Tú sabes lo que quiero decir, Cirilo. No sé, ir y venir en el día a la sierra. Ahora con esos nuevos coches grandes que han puesto y que llevan a tanta gente a la vez no se tarda mucho, eso me ha dicho mi amiga Amelia. También me lo ha comentado Espe, que se va con su marido, Basilio, todos los sábados. Dice que hay pueblitos muy bonitos y que no se come mal. ¿Me escuchas, Cirilo?
—¡Qué remedio! Entre oírte o leer, siempre pierde el libro que no da voces.
—Yo no grito, guapo.
—Más que él sí. ¿Pero qué necesidad tenemos de salir de casa? Con lo bien que se está aquí, tú borda que te borda y habla que te habla, y yo en el intento de leer o de pintar.
—¿Habrá que oír qué dirán de nosotros? Nadie nos ve nunca juntos por la calle.
—Y si nos vamos a un pueblo, tampoco nos van a ver, ni juntos, ni separados.
—Pero, es que no me sacas.
—Y tú estás todo el día con la queja en la boca de que no tienes tiempo para tus labores, que el día debería de tener cuarenta y ocho horas. ¡Como si fueras a convencer al sol de que se tome un día libre! Aunque conociéndote, eres capaz.
—Claro, porque es verdá que me falta tiempo para todo, hasta para salir con mi marido por ahí y que nos dé un poco el aire. Se nos va a poner cara de nabo cocido, como decía mi madre.
—También sabría tu madre que más guapos no vamos a ser, te lo aseguro, Carmina. Es lo que tiene la vejez, que es fea y que nos afea.
—Será cuando te miras al espejo, No te digo… Porque yo…
—A ver si te crees que eres única en tu especie y que no pasa el tiempo por ti.
—Yo sé lo que me digo.
—Como siempre, porque los demás…
—Bueno, eso. ¿Me llevas a Aranjuez o no?
—O no.
—Venga, hombre. Y así comemos por ahí y yo me libro de la cocina un día. Sabes que es lo que menos me gusta de la casa.
—Pues tapiala.
—Sí, y perder una habitación.
—Ya sabía yo… Pero, que no, mujer, que yo aquí en casa estoy muy a gusto.
—Ves, es mejor no tapiar la cocina, así puedes meterte tú también y guisar.
—¿Y qué iban a decir mis amigos, eh?
—Las mismas tonterías que si no lo hicieras. Y, además, ¿de qué amigos hablas?, si se puede saber —. Ante la desastrosa perspectiva de tener que meterse en la cocina y guisar, su casa ya no le pareció a Cirilo un remanso de paz, ni su hogar tan acogedor. Así que, a sabiendas de lo que iba a perder, terminó por dar su brazo a torcer.
—Está bien, pero mejor vamos más cerca. Vamos si quieres a San Lorenzo, a visitar el Monasterio, al menos veremos algo interesante.
—Ah, mira, pues me parece estupendo. Qué buena idea has tenido. No si cuando quieres… Entérate de donde salen esos ómnibus, creo que los llaman así. Aunque me han dicho que muchos salen junto al hipódromo.
—O sea, que la interesada eres tú, pero, encima, tengo que ser yo quien se encargue de todo. Podías informarte tú, pero nada, que si quieres arroz Catalina
(7)
.
—No te quejes, anda. Que no tienes ni un solo motivo. Siempre con tu pesimismo a cuestas. Bastante tengo yo con pensar qué me voy a poner.
—No se te ocurrirá comprarte nada. Sólo me faltaba eso, ir de compras.
—No, no te preocupes. Y no sufras. No quiero descubrirme ni delante de Amelia ni de Espe, sobre todo. Pero no sé qué es lo adecuado para estas ocasiones. Como es la primera vez… Le preguntaré a mi hermana Pura, ella sabe mucho de estas cosas del protocolo.
—No, no te preocupes. Y no sufras. No quiero descubrirme ni delante de Amelia ni de Espe, sobre todo. Pero no sé qué es lo adecuado para estas ocasiones. Como es la primera vez… Le preguntaré a mi hermana Pura, ella sabe mucho de estas cosas del protocolo.
—Pero, ¿de qué protocolo hablas? ¿Acaso piensas que nos va a recibir Felipe II?
—No, listo, que no soy tonta. Pero un viaje así hay que prepararlo y cuidar hasta el último detalle.
—Sí, como si fuera el último, que todo puede ser.
—Y dale molino.
—No lo digo porque vaya a pasar ninguna desgracia, sino porque yo me harte de viajecitos.
—Ya me encargaré yo de que te sea agradable y así repitamos.
—Eso me temo.
—Anda, que siempre me distraes de mis cosas. Sigue leyendo un ratito.
—Claro, como ya has conseguido lo que buscabas… —contestó Cirilo sin caer en la cuenta de que había sido su mujer quien le había distraído a él de su lectura.
—Hombre, si quieres te sigo dando la murga y no te dejo leer, yo puedo seguir con mi labor y la cháchara. No como tú.
—No, mejor, déjalo Es mucho más útil que cada uno siga a lo suyo sin hablar.
—¿Lo ves? Siempre tengo razón. Luego dices que no.
—Dejémoslo, Carmina, que, encima, vas a conseguir que me suba el mal humor.
—Ah, no. Pues eso no, que luego no hay quien te aguante.
—Eso, como siempre, pensando en mí.
—Ahora no te entiendo, Cirilo.
—Que lo que te preocupa a ti es aguantarme, no que me disguste yo.
—Venga, no digas tonterías, te vas a disgustar tú…
Podríamos esperar al día de marras, pero para qué. Viene más a cuento relatar lo que ocurrió el domingo siguiente y quedar todos contentos. Bueno, todos no, como veremos al final. El caso es que, el domingo siguiente, saldrían de excursión un Cirilo serio y de sport, junto a una Carmina risueña y disfrazada de madrina de boda. Ella se negó a llevar paraguas porque el color no la combinaba con los tonos otoñales tanto del traje, como del bolso y del sombrero. Él, porque todo le estorbaba, anillos, colgantes, sombreros, corbata…, todo le molestaba. Ni la una ni el otro habían subido nunca a uno de esos ómnibus que devendrían con el tiempo en autobuses o autocares que desde aquellos tiempos vienen recorriendo nuestras carreteras y nuestras ciudades y pueblos, vehículos a motor que sustituyeron a las antiguas diligencias de tracción animal, haciéndolo antes en las grandes ciudades y en su periferia; lo que dio lugar al nacimiento de empresas de transporte que todavía prestan estos servicios hoy en día. Salieron con tiempo nublado aunque asomara de vez en cuando el sol, de ahí el cuestionarse coger o no el paraguas negro que molestaba o no combinaba.
—Espero que por San Lorenzo se abra el cielo del todo —fu la súplica que soltó Carmina al salir del portal y despedirse de la señora Casta que les deseo un bonito día.
—Tú siempre esperas, yo, en cambio, no tengo demasiadas esperanzas puestas en la esperanza.
—Tú siempre igual, qué más da, con tal de que no nos llueva… Este sombrero no se puede mojar y menos este abrigo, los dos son de entretiempo, no para la lluvia.
—Me parece que te las prometes muy felices, Carmina.
—Ya estás con tu pesadumbre. Como para fiarse de ti.
—Si de quien no te tienes que fiar es del tiempo, yo no te voy a mojar el sombrero.
—Anda ya.
Y volvieron a hablar lo imprescindible hasta que pisaron de nuevo el portal de Españoleto. Y no es que estuvieran enfadados, es que se tuvieron que volver. Es fácil adivinar el motivo. Y es que en las cercanías ya de San Lorenzo empezó a llover y cuando llegaron a la plaza del pueblo, y paró el autocar, diluviaba.
—Madre, mía. Y yo así. No puedo bajarme de este trasto —notificó públicamente Carmina.
—Pues ya me dirás —. Cirilo fue el único que se sintió aludido por el anuncio de su mujer—. Si es que se adivinaba. Deberías haber cogido el paraguas como te dije. Pero tú todo lo arreglas al acudir a mi pesimismo que yo confundo más con realismo…
—Sí, como que iba a ir yo con algo negro y que no me conjuntara. Parece que no me conoces. La culpa la tienes tú por no cogerlo. A un hombre un paraguas siempre le hace más elegante. Israel dice que él siempre lo lleva en Londres, y todos sus compañeros también.
—Es que si yo viviera allí me tendría que haber acostumbrado. Y la que no me conoce a mí eres tú. ¿Cuándo me has visto tú a mí con paraguas? A mí me estorban todas esas cosas, incluso el sombrero que se lleva sin ocupar las manos. Y, además, a mí no me importa mojarme.
—Pues ya te puedes bajar y comprarme uno.
—¿Hoy domingo? Tú estás loca.
—¡Y qué más da que sea domingo! Esta gente debe vivir de los que venimos a ver el Monasterio y los alrededores, así que estará todo abierto, seguro. Incluso lo mismo hay mercado al aire libre, de esos que ponen en las plazas. Ah, y que sea de tonos otoñales, eh.
—Ay, Cirilo, por favor, no te pongas grosero, sabes que no lo aguanto.
—Si mintiera…
—Me da igual que sea verdá o mentira.
No hubo forma. Tuvieron que bajarse del ómnibus por la invitación del chófer
para cumplir con su obligación y por temor al inspector. Se refugiaron en los soportales del ayuntamiento. Y allí quedó Carmina, rezando porque las pocas gotas que le habían caído, a pesar de que Cirilo le prestara su chaqueta para taparse, no le arruinaran el chaquetón de ante, aunque resguardaran perfectamente su tocado. Cirilo, ya con la americana húmeda puesta, inició la búsqueda de un comercio por las calles y plazas de San Lorenzo, eso sí, sin prisas y preguntando a los pocos gurriatos (sinónimo de sanlorentino) que encontraba por las calles. Salió de la plaza por
la calle del Rey, no podía ser de otra manera, y piso la plaza de la Cruz, allí preguntó por primera vez y le mandaron un poco más allá, a la plaza de San Lorenzo, como tampoco podía ser de otra manera, pero todo comercio que le indicaban los vecinos estaba cerrado. Cruzó la calle Real y llegó a la del Duque de Alba. Nada, nada de nada, todo cerrado, salvo alguna posada, pocas panaderías y muchas tascas, donde algún difunto de
taberna(9) esperaba la resurrección, a pesar de la hora temprana. Volvió a subir y desde la plaza de la Virgen de Gracia atisbó el Monasterio a lo lejos. Los comercios estaban cerrados o ya había pasado por ellos. Pronto se le acabaron las ganas, ya que le informaron que ese día el mercadillo de la calle del Rey no se iba a celebrar precisamente por el tiempo tan lluvioso. “Claro, así no veo nada abierto, si no hay competencia...”, con lo que decidió volver a los soportales de ayuntamiento junto a Carmina. Y no es que Cirilo se alegrara de la situación en la que la lluvia había puesto a su mujer, pero negar que se divirtiera, y más después de su infructuosa búsqueda, sería no ajustarse a la verdad. Mientras volvía a la plaza, después de preguntar por enésima vez, pensaba en lo caprichoso que, a veces, era el destino...Él había salido descontento de casa y con la sensación de que no iba a pasar un día demasiado agradable. Carmina, por el contrario, vestida como una princesa y con la mejor sonrisa en sus labios, había empezado la excursión con la certeza de que iba a ser un día inolvidable. Y, desde luego, memorable iba a resultar, pero no por los motivos que ella deseaba. Y después de aproximadamente, tres horas, él se divertía de lo lindo y ella aguardaba enfurruñada y preocupada por su atuendo, con la esperanza de que él apareciera con una solución en tonos otoñales, remedio que, además, no llevaba. Por eso pudo aguantar sin responder a la increpación de una impaciente Carmina al verle llegar sin nada en las manos y hecho una sopa: "Pero, ¿cómo vienes así? Vas a coger lo que no tienes". El silencio de Cirilo extrañó a Carmina, y como éste no dijera nada, ni a favor, ni en contra de llevar a cabo la excursión pasada por agua, fue ella la que no tubo más remedio que plantear la vuelta. Y claro, tuvieron que volver en el mismo vehículo que fueran. La tormenta se había convertido en una cansina y continua caída de gotas, como les confirmara el chófer al volver a subir al mismo ómnibus para comenzar el regreso.
para cumplir con su obligación y por temor al inspector. Se refugiaron en los soportales del ayuntamiento. Y allí quedó Carmina, rezando porque las pocas gotas que le habían caído, a pesar de que Cirilo le prestara su chaqueta para taparse, no le arruinaran el chaquetón de ante, aunque resguardaran perfectamente su tocado. Cirilo, ya con la americana húmeda puesta, inició la búsqueda de un comercio por las calles y plazas de San Lorenzo, eso sí, sin prisas y preguntando a los pocos gurriatos (sinónimo de sanlorentino) que encontraba por las calles. Salió de la plaza por
la calle del Rey, no podía ser de otra manera, y piso la plaza de la Cruz, allí preguntó por primera vez y le mandaron un poco más allá, a la plaza de San Lorenzo, como tampoco podía ser de otra manera, pero todo comercio que le indicaban los vecinos estaba cerrado. Cruzó la calle Real y llegó a la del Duque de Alba. Nada, nada de nada, todo cerrado, salvo alguna posada, pocas panaderías y muchas tascas, donde algún difunto de
taberna(9) esperaba la resurrección, a pesar de la hora temprana. Volvió a subir y desde la plaza de la Virgen de Gracia atisbó el Monasterio a lo lejos. Los comercios estaban cerrados o ya había pasado por ellos. Pronto se le acabaron las ganas, ya que le informaron que ese día el mercadillo de la calle del Rey no se iba a celebrar precisamente por el tiempo tan lluvioso. “Claro, así no veo nada abierto, si no hay competencia...”, con lo que decidió volver a los soportales de ayuntamiento junto a Carmina. Y no es que Cirilo se alegrara de la situación en la que la lluvia había puesto a su mujer, pero negar que se divirtiera, y más después de su infructuosa búsqueda, sería no ajustarse a la verdad. Mientras volvía a la plaza, después de preguntar por enésima vez, pensaba en lo caprichoso que, a veces, era el destino...Él había salido descontento de casa y con la sensación de que no iba a pasar un día demasiado agradable. Carmina, por el contrario, vestida como una princesa y con la mejor sonrisa en sus labios, había empezado la excursión con la certeza de que iba a ser un día inolvidable. Y, desde luego, memorable iba a resultar, pero no por los motivos que ella deseaba. Y después de aproximadamente, tres horas, él se divertía de lo lindo y ella aguardaba enfurruñada y preocupada por su atuendo, con la esperanza de que él apareciera con una solución en tonos otoñales, remedio que, además, no llevaba. Por eso pudo aguantar sin responder a la increpación de una impaciente Carmina al verle llegar sin nada en las manos y hecho una sopa: "Pero, ¿cómo vienes así? Vas a coger lo que no tienes". El silencio de Cirilo extrañó a Carmina, y como éste no dijera nada, ni a favor, ni en contra de llevar a cabo la excursión pasada por agua, fue ella la que no tubo más remedio que plantear la vuelta. Y claro, tuvieron que volver en el mismo vehículo que fueran. La tormenta se había convertido en una cansina y continua caída de gotas, como les confirmara el chófer al volver a subir al mismo ómnibus para comenzar el regreso.
—¿Saben ustedes?, cuando se pone así, no para en tres días, lo menos. ¿Ven las gotas cómo al caer sobre los charcos hacen ondas y no salpican? Eso quié decir que va pa largo. Ya les digo yo que soy daquí, del mismísimo San Lorenzo, un gurriato de los de verdá —. Cirilo risueño cerró la conversación con un gracias, caballero. Cuando el chófer arrancó con dificultad el vehículo, se giró y les gritó—. ¡Pos van a viajar ustedes solos, a estas horas y con lo questá cayendo… Ya les digo yo, que soy daquí, un gurriato de los de verdá.
Durante el periplo, Cirilo que se sacudía el agua como podía con una ridículo, por su tamaño, pañuelo de mujer en tonos otoñales, no quería hablar porque prefería que Carmina no notase su alegría y buen humor por lo que se había encontrado sin esperarlo, por lo que no se le había ocurrido proponer el inmediato retorno a Madrid. Y Carmina callaba por miedo a convertirse en el objetivo de las ironías de su marido. Así, el trayecto fue anodino y, tanto a él, como a ella, se les hizo largo, a pesar de que el chófer les seguía gritando frases desde su puesto con el soniquete del guarriato, a las que ponían oídos sordos. Cuando por fin se apearon, junto al hipódromo de Madrid, verificaron que las nubes se habían desplazado más deprisa que ellos, y descargaban su agua sobre la ciudad sin reparo alguno. La pareja siguió silenciosa. Rompió el mutismo Carmina al anunciar que no tenía nada preparado para comer, si bien, antes, se había negado a admitir que Cirilo hiciera el camino a casa en mangas de camisa y chaleco.
—No quiero gripes ni toses. Bastante agua te ha caído ya encima. Sólo me faltaba eso, tener que cuidarte. Así que no te quites la chaqueta y comemos ensalada y huevos fritos. Supongo que encontraremos pan por el camino —. Planteamientos que a Cirilo no le apetecieron contestar porque en el fondo los consideró acertados porque gustaba de los huevos fritos y de las patatas fritas, pero de éstas últimas no quiso hablar en esos momentos, porque, mira si es fatalidad que Carmina, metió el pie sin querer dentro de un charco que también albergaba cieno y lo sacó de aquella manera. Sus gritos los oyeron hasta los vecinos de Españoleto.
—Cirilo, haz algo.
—Y que quieres que haga, no llevo capa así que no puedo tirarla a tus pies para que no te manches los botines.
—A buenas horas. ¡Madre mía!
—Si me das tu pañuelo, a lo mejor puedo limpiarte algo.
—Vaya ideas, usar la seda de gamuza para los zapatos. Anda, anda, ya me los limpiaré en casa. Vaya facha que debo llevar.
—No mujer, de excursión siempre se vuelve con algún desavío. Y, además, nos han visto salir juntos y nos van a ver volver juntos —. Esa fue la única ironía que se permitió Cirilo aquel día sobre la dichosa excursión, temiendo que no se frieran patatas ese mediodía a pesar de ofrecerse a pelarlas. Aunque Carmina tardaría meses en volver a insistir, pero lo haría con intensidad, como ella lo hacía todo. Y como Cirilo no era de esos que recordaban a los demás las malas decisiones tomadas, terminaría por hacerle caso otra vez, pero con una condición: “Cuando llegue el verano”. Ninguno de los dos olvidaría nunca la fallida escapada al Monasterio de El Escorial de ese otoño pasado por agua.
[Continuará]
(1)[Volver]
Corito. «[...]. CORITO. s. m. Nombre que se daba antiguamente a los Montañeses y Vizcainos. Son varias las opiniones sobre el origen de esta palabra. Covarr. siente que viene del nombre Griego Corytus, que significa Aljaba o carcax, porque llevaban un haz de dardos o lanzuelas arrojadizas dentro de ella. Otros pretenden sea nombre proprio del Dardo, que en Griego [ii.597] se dice Corythaix, que vale ímpetuoso, o violento; pero lo más verisimil es que viene de la voz Latina Corium, que significa Cuero, porque usaban de ellos, y se cubrian para su defensa. Oy se les da este nombre a los Asturianos por zumba y chanza [...]». Diccionario de Autoridades, tomo II, 1729, pág. 596, edición facsímil, ed. Gredos, 2002. El DRAE actual (2014, 23ª edición,) ha simplificado mucho, en su cuarta acepción de corito dice escuetamente: «[...] 4. m. asturiano (‖ natural de Asturias) [...]». He leído unas cuantas opiniones respecto al origen de esta palabra, que se situa en el siglo XVII y que “designaba” al asturiano venido a Madrid. Hay defensores del cuero, de que el origen nace en un pueblo asturiano llamado Cue, de que eran sacerdotes celtas (curétes), etc., etc. Fuentes: las citadas, La pícara Justina e Internet.
(2)[Volver] Es que si llevara, ahora mismo le decía a todo el personal que discutiera.
(3)[Volver] Con la alforja vacía, mal se inicia el día. Refrán anónimo. Hay quien dice que es de origen árabe.
(4)[Volver] Dabuten, dabuti, de buten. «[...]. bute o buten. de ~. 1. locs. adjs. jergs. Excelente, lo mejor en su clase. U. t. c. locs. advs [...]». DRAE, 2015, avance 23ª edición, entrada buten. El origen de esta palabra es ‘but o buté’ (muy o mucho) de la lengua caló. Desconozco si se usa en otras partes, pero en Madrid, aunque ya ha pasado al hablar juvenil, se consideraba como una palabra de la jerga castiza.
(5)[Volver] Yo no quiero más nueces ni castaña, luego me duele la tripa. Voy a dar un susto a la gallina — dijo Queitano al levantarse y estirar las piernas. Xana se echó a un lado para dejar subir a su compañero, y ya dentro del ómnibus, y desde el pasillo, gritó a la única ocupante.
—Que dicen los que no tienen qué comer que se comían una gallina asada.
—Por encima de mi cadaver —. Y con la navaja en la mano, que levantó, aquella mujer siguió con la defensa —. Que vengan a por ella, van a ver, a lo mejor comemos cerdo.
—¿Dónde la tiene, que no la veo?
—En la cesta, no puedo comer con ella brazos, no hace más que picarme el pan, así que le he echado un tozo y ahí está.
—¿Y por qué no la ha llevado ahí todo el camino?
—Porque sufre la pobrecita.
—Cagume'n diez ¿Y le importa más la gallina que yo?
—A usted no le conozco.
—Pero yo no soy un animal, soy una persona humana.
—Para mí todos los hombres son unos animales. ¿Ve este ojo? —se señaló el derecho con la navaja—, pues no me lo ha puesto así la gallina de un picotazo. ¿Se entera? —Queitano lo dejó estar, aunque pensó para sí: “Algo habrás hecho, mujerzuela”, al más puro estilo ibérico. Cuando volvió junto a su Roxa, que había oído toda la conversación, le recriminó su sorna, y más le hubiera recriminado si hubiera hecho público su pensamiento.
—Déjalas en paz, hombre.
—A esa ya le han puesto en su sitio.
—Pues tú deberías quedarte en el tuyo, no sea que te pase igual.
—¿Oyes?
—¿Qué?
—Algo o alguien viene. Oigo un caballo.
—Será ese al que estamos esperando.
(2)[Volver] Es que si llevara, ahora mismo le decía a todo el personal que discutiera.
(3)[Volver] Con la alforja vacía, mal se inicia el día. Refrán anónimo. Hay quien dice que es de origen árabe.
(4)[Volver] Dabuten, dabuti, de buten. «[...]. bute o buten. de ~. 1. locs. adjs. jergs. Excelente, lo mejor en su clase. U. t. c. locs. advs [...]». DRAE, 2015, avance 23ª edición, entrada buten. El origen de esta palabra es ‘but o buté’ (muy o mucho) de la lengua caló. Desconozco si se usa en otras partes, pero en Madrid, aunque ya ha pasado al hablar juvenil, se consideraba como una palabra de la jerga castiza.
(5)[Volver] Yo no quiero más nueces ni castaña, luego me duele la tripa. Voy a dar un susto a la gallina — dijo Queitano al levantarse y estirar las piernas. Xana se echó a un lado para dejar subir a su compañero, y ya dentro del ómnibus, y desde el pasillo, gritó a la única ocupante.
—Que dicen los que no tienen qué comer que se comían una gallina asada.
—Por encima de mi cadaver —. Y con la navaja en la mano, que levantó, aquella mujer siguió con la defensa —. Que vengan a por ella, van a ver, a lo mejor comemos cerdo.
—¿Dónde la tiene, que no la veo?
—En la cesta, no puedo comer con ella brazos, no hace más que picarme el pan, así que le he echado un tozo y ahí está.
—¿Y por qué no la ha llevado ahí todo el camino?
—Porque sufre la pobrecita.
—Cagume'n diez ¿Y le importa más la gallina que yo?
—A usted no le conozco.
—Pero yo no soy un animal, soy una persona humana.
—Para mí todos los hombres son unos animales. ¿Ve este ojo? —se señaló el derecho con la navaja—, pues no me lo ha puesto así la gallina de un picotazo. ¿Se entera? —Queitano lo dejó estar, aunque pensó para sí: “Algo habrás hecho, mujerzuela”, al más puro estilo ibérico. Cuando volvió junto a su Roxa, que había oído toda la conversación, le recriminó su sorna, y más le hubiera recriminado si hubiera hecho público su pensamiento.
—Déjalas en paz, hombre.
—A esa ya le han puesto en su sitio.
—Pues tú deberías quedarte en el tuyo, no sea que te pase igual.
—¿Oyes?
—¿Qué?
—Algo o alguien viene. Oigo un caballo.
—Será ese al que estamos esperando.
(6)[Volver] Comer como un sabañón. «[...] Comer en abundancia. Es curioso el cruce de significados que se produce en esta expresión. En los siglos XVI y XVII comer significaba, aparte de lo habitual, picar. Los sabañones que, a causa del frío, salían detrás de las orejas o entre los dedos, comían, o sea, picaban. A raíz de un juego de palabras basado en esta dilogía, nace la expresión que nos ocupa y que hace referencia, únicamente, a la alimentación. Valga, para ilustrar el dicho y el juego de palabras, un párrafo de Quevedo, perteneciente al capítulo III de El Buscón, al del Dómine Cabra: 'Y todo esto creerá quien supiere lo que me contó el mozo de Cabra, diciendo que (...) una Cuaresma topó con muchos hombres, unos metiendo los pies, otros las manos y otros todo el cuerpo en el portal de su casa, y esto por muy gran rato (...); y preguntando a uno un día que qué sería (...), respondió que los unos tenían sarna y los otros sabañones, y que, en metiéndolos en aquella casa, morían de hambre, de manera que no comían' [...].». Fuente esacademic.com. Y todavía se mantiene en el DRAE, 2014, 23ª edición, entrada sabañón: «[...] comer alguien como un ~. 1. loc. verb. coloq. Comer mucho y con ansia [...]».
(7)[Volver] Que si quieres arroz Catalina: Diccionario de refranes, dichos y proverbios, Luís Junceda, Espasa Calpe, 2006 : «[...]. Vivía en la provincia de León un judío converso cuya esposa se llamaba Catalina. A ésta le gustaba tanto el arroz que lo consumía a diario y además se lo recomendaba a todo el mundo, como el remedio ideal para los males. Un día Catalina cayó enferma y como rechazara todo tipo de medicamentos, sus deudos decidieron servirle una escudilla de arroz, pero ésta lo rehusó también. ¡Que si quieres arroz, Catalina!, le gritaban éstos una y otra vez. Pero Catalina entregó su alma a dios, rechazando lo que con tanto entusiasmo había aclamado en vida [...]».
(8)[Volver] Encima de cornudo, apaleado. Este refrán o dicho proverbial debe datar de hace mucho, mucho tiempo, por lo que sólo podemos apuntar que es de tradición oral. Imposible conocer el origen o el autor de frase tan popular y vigente. Ya Quevedo lo reconoce a principios del siglo XVII como un refrán: «[...]. Entré en casa con la cara rozada de puros mojicones y las espaldas algo mohínas de los varapalos. Reíase el catalán mucho y decía a la niña que se casase conmigo, para volver el refrán al revés, y que no fuese tras cornudo apaleado, sino tras apaleado cornudo [...]», Francisco de Quevedo y Villegas, Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños (1626), libro III, cap V, pág. 594, La novela picaresca española, edición Florencio Sevilla, Castalia, 2001.
(9)[Volver] Difunto de taberna. DRAE, 2014, 23ª edición, entrada difunto: «[...] difunto de taberna. 1. m. coloq. Borracho privado de sentido [...]».
El vídeo lo he bajado del sitio web del Ayuntamiento de San Lorenzo de El Escorial.
El vídeo lo he bajado del sitio web del Ayuntamiento de San Lorenzo de El Escorial.
Buenoooooo, hoy soy la primera se nota que no hay nadie que me coja el ordenador... Y sólo puedo decir que me encanta como se desenvuelven las historias de los personajes, y que pronto va a haber reencuentro...
ResponderEliminarSaludos y feliz semana, esta semana será más larga para mi,hasta que llegue el próximo capítulo.
Chary :)
Eso está bien, ser la primera y tener una semana larga, así se vive más, jaja. A mí se me pasan las semanas más rápido que los días. Gracias Chary, un saludo y buena semana larga, JC.
EliminarBueno, bueno, con video incluido también... Por esto habría que pagar más, ja, ja... Memorable la excursión de Cirilo y Carmina... Hay que entender a los dos, pero más a Carmina, porque el paraguas siempre debe conjuntar con la ropa, jeje. Espero que el próximo día logren llegar los asturianos, qué mala suerte...
ResponderEliminarLo de comer como un sabañón no lo conocía, pero sí recuerdo el picor en las manos cuando era pequeña.
Muy jocoso el capítulo de hoy. A esperar al siguiente. Abrazos
Como se os ve el plumero, ay ese corporativismo femenino... Y al pobre Cirilo nadie le defiende, jaja. Jocoso es un adjetivo muy apropiado, sí señora. Gracias, Ligia. Un abrazo, y feliz cuesta de enero, jaja. JC.
EliminarMenuda excursión. Es verdad que el paraguas debe ir a juego, pero, pobre hombre, todo encharcado, si no coge catarro....
ResponderEliminarPues a mi me gustaría que Antón volviera sano y salvo. Pero claro la historia es de quien la escribe no de quien la lee. Si no, ya veríamos algún que otro libro cambiado.
Esperaremos al lunes y ver como sigue desarrollándose la historia. Y .. pobre gallina.
Saluditos.
Siento diferir contigo, Varinia. Yo creo que la historia es tanto vuestra como mía, lo digo con toda humildad porque es como lo siento. Sin vuestros comentarios, por ejemplo, no hubiera seguido adelante y seguro que este relato no sería el mismo. Cómo me alegro de que te preocupes por Cirilo, jaja. A lo mejor descubro demasiado, pero no te preocupes por Antón. Un abrazo y gracias, Varinia.
EliminarPobre Carmina y su orgullo!! Cirilo pese a la mojada se divirtió mucho 😊
ResponderEliminarBonito capítulo JC
Besitos
Gracias, Amanda. Y no te preocupes del orgullo de Carmina, es a prueba de bombas, jaja. Un beso, JC.
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