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Entre puntada y puntada
Puerta 9
Esta penúltima entrevista me apetecía
en particular. Me la preparé a conciencia, y he de reconocer que tardé en
hacerlo, porque, entre apunte y apunte, me quedaba pensando en esa mujer que
vertebra nuestro relato como la quilla de un barco. Acaso la señora Casta sea
en realidad la protagonista de Entre puntada y puntada, aunque habrá opiniones
para todo y tan respetables o más que la mía. Sea porque proyecto mi figura
materna sobre ella, sea porque tengo razón, el caso es que gracias a personas
como esta portera, que no pasa de personaje, muchos de mis coetáneos andamos
dando guerra por este mundo. Lo sacrificaron todo por sus hijos, y eso que tenían
poco para que unos estudiáramos en colegios nacionales y otros pudiéramos salir
simplemente adelante y que, todos, conformaríamos la masa trabajadora de los
sesenta, setenta y siguientes del siglo pasado, y que ahora llamamos a las
puertas de una jubilación incierta por unas leyes que nada tienen que ver con
nuestro esfuerzo y nuestros méritos. En fin, dejemos a un lado la cruda realidad,
ahora no me interesa, prefiero sumergirme en la fantasía de esta entrevista tan
apetecible para mí como necesaria para el relato que siente el honor de hablar
de ella. Y como no quiero distraerme, paso de ranas y ranos. Espero que me lo
perdonen, si no, voy aviado.
—Hola, buenos días, Reme. Nos volvemos
a ver —saludé.
—Sí, así es, caballero. Pase, pase.
Está usté en su casa.
—Como quedamos, vengo a ver a su madre.
—No hemos elegido un buen día, ¿sabe?
No sé si va a poder ser. Está un poco malita. Desde anteayer muy católica, como
dice ella, no está.
—Pues si quiere vengo otro día, lo
dejamos para más adelante. No quiero causarles ninguna molestia.
—No sé yo si no sería lo mejor. Ya de
por sí se cansa mucho…
—Entonces, decidido, lo dejamos para
otro día, Reme. No me importa, de verdá.
—Mami, mami —interrumpió una personilla
que podría confundirse con su madre si no hubiera sido porque la criatura no
cojeaba.
—Eh, ¿y tú quién eres? — pregunté y me
agaché—. Eres igual que tu madre.
—Sí, igual mami —la niña no se soltaba
de la pierna de su madre, tras la que escondía su gracioso cuerpecillo.
—¿Qué haces aquí Lorencita? ¿No te he
dicho que te quedaras con labuela?
—Eg que la güela quere ver al señó.
—¿Y a ti quién te ha dicho eso, vamos a
ver?
—La güela, está despetada.
—Espere usté un momentito, voy a ver si
es verdá. Esta cría tiene mucha imaginación a veces —mientras Reme desaparecía,
agachado como estaba, me puse a jugar con Lorenza.
—¿Sabes entrar a por uvas?
—No, señó.
—Tienes que meter tu naricilla entre
estos dedos, mira así —y fui yo el que se metió entre mis dedos anular e índice
la pequeña nariz—. ¿Has visto?
—Sí, yo sabo hacelo.
—Pues venga, ahora te toca a ti —la
animé. Y ella pegó su cara a mis dedos suavemente, mientras no dejaba de
mirarme. Mientras yo remataba el juego cambiando la voz como todos solemos
hacer cuando hablamos a un niño pequeño o a un bebé—. Pues te ha pillado el
guardia —tras lo que presioné levemente su naricilla. Después la solté y me reí—. Mira tu
nariz —. Y le enseñé la primera falange de mi pulgar que asomaba entre mi índice
y mi pulgar. Ella también rió sin creérselo porque se tocó el pegote que tenía
en medio de la cara. Y sin esperar mucho quiso jugar más.
—Ota ves, señó, ota ves. Quero que me
pille el guadia ota ves.
—Vale. A ver, ¿quieres entrar…? —. Si
hubiera sido por ella todavía estaríamos jugando, bueno, y por mí también, me
encantan los críos de visita. Cuando vienen a casa me dan una alegría, pero
cuando se van también. El caso es que su madre apareció al poco, en medio de la
cuarta ronda y, como siempre, estropeó el juego. Las madres, ya se sabe.
—Deja en paz al señor, Lorencita. Que a
ti te dan la mano y…
—No te preocupes, Reme —dije al
incorporarme—. He sido yo, ella sólo ha consentido.
—Pues usté verá si atiende a la abuela
o a la nieta, porque esta metomentodo no mentía —Reme hizo cosquillas a su hija
que rió encogiéndose pero sin retirarse—. Son las dos igual de cabezonas. Le ha
oído y quiere verle. Volví a agacharme y me dirigí a la sonriente princesita.
—Ahora no debo seguir jugando contigo,
Lorencita, quiero hablar con tu abuela y no quiero hacerla esperar. ¿Entiendes?
—Pos luego —contestó convincentemente
la cría que, de buen talante, me cogió de la mano y tiró de mí hacia el
pasillo—. Ven —ordenó, tras lo cual soltó un grito—. ¡Agüela! ¡Agüela! —. Reme
no pudo más que apoyar la iniciativa de su hija.
—Ya está usté bien atendido, ahora el
problema que tendrá es cómo despegársela. No diga que no se lo he advertido.
—No importa —dije un tanto forzado por
la impetuosidad y determinación de la mocosa, aunque estaba encantado de ser
arrastrado por ella a los dominios de su “agüela”.
—Ven, ven —insistía arrastrándome.
—Sí, voy, voy —no pude hacer otra cosa
que seguirla—. Giré el cuello y vi sonreír por última vez a Reme, feliz de
contemplar la determinación de su hija pequeña. Al entrar en la alcoba, tan
limpia como una patena, la luz, en vez de entrar por la ventana, parecía salir
de la almohada en la que descansaba la cabeza una anciana, la señora Casta. La
cara que yo había imaginado, es decir, sus facciones se habían afilado. Aún así
se leía la dulzura entre las arrugas de una piel clara salvo en las manos que
descansaban sobre la colcha, estas con manchas marrones. Aquellas manos
llevaban tantas fregadas y tanta tralla que aparentaban estar en carne viva.
Con la mano derecha, que parecía muy pesada, golpeó la cama un par de veces.
Era la manera de condicionar a su nieta porque me soltó la mano y como un
resorte puso su culete allí donde la abuela había golpeado.
—Es que su madre la tié dicho que no lo
haga, que no se suba encima la cama, a pesar de saber que a las dos nos gusta
que se siente ahí. Ya ve lo que le importará a ella que agüela y nieta estén
cerca, porque la cama la tié cacer tos los días desde que me metí en ella. Y como
yo la digo, anda que no mecho yo camas… —. Su voz me llegó cansada y sin ningún
tono hostil a pesar de las palabras críticas hacia su hija—. Siente usté
también, así no nos regañará, verdá, pequeñaja.
—No, no señora. No estaría cómodo.
—Pos el colchón es bien blando,
caballero.
—No me refería a eso, señora.
—Ya lo sé. Soy vieja, no tonta.
—Tonta, tonta —repitió Lorencita—.
Lagüela no es tonta.
—Entonces, acerque esa silla y siente.
Me es más cómodo mirarle si está su cabeza más bajo —. Le hice caso, cogí la
silla baja de enea y me senté junto a la cabecera de la cama. Mientras,
Lorencita la informó de nuestro juego. Lo que hizo sonreír a la enferma —. Ay,
madre. Me se había olvidao a mí esa cuchufleta de críos —. Tras tomarse un
respiro que respetamos la visita y la nieta, volvió a hablar—. Siente más
detrás, no le veo la cara, haga ustél favor. Me cuesta mover los ojos, y la
cabeza más entoavía.
—Como usté prefiera —dije y me moví
para ponérselo más cómodo.
—Lesperaba, ¿sabusté?
—¿Que me esperaba a mí? —. Ella afirmó
levemente con los ojos y apretando los labios—. Si no sabe usté quien soy ni a
lo que he venido, ni lo que he hecho.
—Lo primero, sí, es verdá que no lo sé,
pero no mimporta. Pero lotro sí que lo sé. Siempre lo supe. Lo que vivíamos no
era real, alguien manejaba los hilos.
—Me sorprende usté y mucho, señora
Casta.
—Y usté a mí también me sorprendió
muchas veces, caballero. Y no todo fueron alegrías, bien lo sabe.
—Pero, pero ¿cómo es posible? ¿Cómo lo
supo?
—No, no lo supe. Ahora es cuando lo sé.
Antes de su contestación lo intuía. Como decía mi Jesús, es usté un pardillo. Era una sensación demasiao
fuerte como pa que no fuera verdá. Pero no se procupe, sólo hay una cosa que no
le perdono.
—¿Qué? —. Tenía que aguzar mucho el
oído e inclinarme y acercarme a ella para poder escuchar sus palabras, con lo
que puse mi cara muy cerca de Lorencita, que sin ningún pudor me pellizcó la
nariz.
—Enta a pol las uvas. Ves ta pillao el
guadia —. Tras lo que la cría rió y estuvo a punto de caer de espaldas sobre su
abuela.
—Estate quieta, Lorencita —dijo la
abuela en un tono plano y bajito—, aunque tú no lo sepas, no son momentos pa
juegar, hija. Deja quescuche este caballero. No le perdono que me dejara sin mi
Jesús —susurró la señora Casta—. Y una no lo dice por lo que tuve que bregar
tras perderle.
—Lo siento. Nunca me preocuparon los
personajes, sólo las lectoras.
—Ya podía haber repartío un poco. Y
usté mismo también se importaba, no mienta. Quería escribir la mejor novela de
tos los tiempos, sin saber que yastáscrita.
—En lo primero tiene usté razón, señora
Casta. Pero en lo segundo le aseguro que no. Sólo me tengo por un aprendiz, por
eso he venido a hablar con ustedes, esa es la verdá. No por informar a mis
lectoras, aunque estoy descubriendo que no he hecho mal, que son ustedes más
interesantes de lo que yo creía, ahora que dicen lo que quieren.
—Pero no se procupe usté—. Parecía que
no me escuchaba, que seguía su discurso sin tener en cuenta mis palabras—.
Pronto lo va solucionar.
—¿Qué pronto lo voy a solucionar?
—Sí.
—¿Y cómo lo sabe?
—Porque las personas viejas, como yo,
siempre pensamos en lo peor. Aunque como lo que va a ocurrir es casi el final
de su obra, no mimporta, pero a lo mejor a alguna de sus lectoras sí —. Apenas
la oía.
—No sé de lo que me habla, señora Casta
—. Yo también bajé la voz y no supe el motivo.
—No me mienta. Aproveche el tiempo. Las
mentiras, en algunas ocasiones, no son más que pérdidas de tiempo.
—Está bien, como quiera. No he venido a
discutir con usté, sino a disfrutar de su compañía y a preguntar un par de
cosillas. Y sin saber nada de esta mocosa, si no, hubiera venido antes.
—Mocosa, mocosa —repitió ella misma.
—¿Qué quiere saber? —. La señora Casta,
aunque lo intentó, no sonó cortante.
—Quiero saber lo que le ha ocurrido
desde que abandoné el relato.
—De todo —contestó ella en un susurro—.
Pero lo más importante es lo que ve. Tengo otra Reme, pero ésta no es coja.
—Deme, mi mamá —interrumpió Lorencita.
—Sí, hija, tu mamá. Eres igualita
quella —dijo la abuela con una mirada plena de orgullo y ternura. Luego me miró
a mí y prosiguió—. Aunque a la otra no laído tan mal, verdausté. En el fondo es
más madre que yo —. Noté un tono alegre en su inapreciable voz. Pero, usté me
quiere preguntar otra cosa, me paece a mí.
—Sí. Me gustaría, aunque creo que no es
el mejor momento, que me contara sus experiencias. Las de después de que
llegaron los padres de Gertru. Pero si está usté cansada, lo dejamos, ya
volveré otro día.
—Mucho quié usté saber, buen mozo.
—Sí, siempre me ha pasado eso, siempre
he querido saber demasiado, me parece.
—Sabrá que aunquescuche con
muchatención hay cosas que no podrá aprender, ¿verdá?
—Sí, estoy a las puertas de tener esa
seguridad, si es que no he llegado ya al punto en el que ves que no hay
retorno.
—Nunca hay retorno, amigo. Si no, nos
volveríamos locos. Es mejor vivir la vida hacia delante y olvidarte de lo que pudo
ser. Si tienes cacer algo, hazlo y punto —. La rotundidad de sus palabras, a
pesar de la dificultad para hablar, chirriaba por el tono sereno con las que
eran dichas.
—Entonces, ¿no se arrepiente de nada?
¿Ni siquiera de no haberse permitido una alegría personal? Se lo dio todo a
ellos —. La señora Casta me miró, pero no fui capaz de leer en ellos lo que
trataba de decirme. Supongo que en su respuesta sobraban las palabras, aunque
luego vinieron tras un sonido ronco que no se ajustaba a su imagen.
—Dice usté darrepentirme. No sabe lo
que dice —. De nuevo la dureza no se ajustaba ni al tono ni al volumen—. ¿Ha
visto usté a mi familia, al Venan, al Joselillo, a la Gertru, a la Reme… y a
tos estos monicacos?
—Deme, mamá —interrumpió su hija de
nuevo—. Deme es mami —. Su abuela, trabajosamente, le puso una mano en el
muslo. La niña respondió poniéndose a jugar con sus dedos. Luego siguió
conmigo—. A mí la Gertru me lo ha contao to. ¿Ha hablao con el Venan y
Joselillo?
—Sí, señora Casta, con todos menos con
Cirilo.
—Buena persona ese Cirilo, como usté.
Ya sabe a qué me refiero —. Por un momento pareció irse de la conversación, al
menos pensé que deliraba, porque yo no sabía de qué hablaba, aunque después,
cuando hablé con el vecino del segundo supe a lo que se refería. Creo que la
señora Casta lo sabía todo. Pero sigamos.
—Señora Casta —llamé en un susurro.
Pero quien me contestó fue su nieta.
—La güela sa dormío, señó.
—No, pequeña, no me dormido. Si ya ha
visto a tos los chicos, ¿cómo pué preguntarme eso, que por qué me dejé la vida
en ellos? —. Entonces sí entendí la mirada que antes me echara. Era de
incredulidad ante el hecho de que yo pudiera dudar de que no había tenido más
opción que dedicarse por entero a sus cuatro hijos, porque en eso se resumió su
vida después de la muerte de su marido. Y entendí el motivo por el que me
censuraba haberle quitado por el camino a su compañero. Porque él no pudo hacer
lo que ella, disfrutar según remaba. Volvió en sí y yo también—. Si no
entendemos que todos los niños y niñas deste mundo son hijos nuestros, mal
iremos. Bueno, como hasta ahora, porque, desde luego, los que no lo pensaron
fueron esos políticos de pacotilla y esos militaruchos de las narices que andan
por ahí creyendo que su Patría y su Dios están por encima de la vida de
cualquier crío, ¿verdá Lorenza?
—Sí, güela.
—La veo muy cansada, señora Casta.
¿Quiere que llame a Reme? Creo que estoy abusando de su amabilidad y de su
persona.
—No se procupe, ya no puedo estar más
cansada —contestó con un hilo de voz que me costó entender.
—Güela, güela, mete aquí la naris —. La
cría había dejado de jugar con los dedos de su abuela y estaba aburrida.
—No, mi niña, tienes cacercar tu los
deditos a mi nariz, lagüela no se pué levantar.
—Vale. ¿Quedes entar a pod uvas?
—Sí.
—Ja, ja. Ta pillao el guaddia. Mida tu
nadís.
—Serás sinvergüenza, ratoncita —. La
niña siguió riendo y quiso repetir la experiencia, pero al ver que su abuela
había cerrado los ojos saltó de la cama y me avisó que guardara silencio igual
que lo haría un mayor, pero con el dedo índice estirado sobre la nariz, no
sobre los labios. Su chistar fue más un escupir sobre su mano que se limpió en
el vestidito blanco.
—Ven, que la güela sa momío —dijo sin
bajar un tono la voz—. Vamos con mami.
—Sí, espera, voy a abrigarla no sea que
tenga frío —la mentí con el dedo en la nariz haciéndome cómplice de su gesto.
Me acerqué a aquella dulce cara, y con disimulo, puse dos dedos sobre el cuello
de la señora Casta. No sentí su pulso e insistí en el otro lado, ya sin disimular.
Tampoco lo encontré.
—¿Qué hases?
—Ver si tiene frío —volví a mentir a la
preguntona, y entonces acerqué mi mejilla a su nariz. No sentí su aliento. Pero
la nieta me agarró de la mano con las suyas y tiró de mí.
—Vamos, mami nos regaña, deja momir a mi
güela. Vamos —levantó la voz olvidando el pacto de silencio. Ya en el pasillo
llamó a gritos a su madre que contestó desde la cocina.
—Mami, mami, lagüela sa momío, pedo Lodensita
y ezte señó nos hemos ido codiendo.
—Muy bien hecho, hija. Así me gusta, que
no la molestes y que seas obediente. Esta noche, antes de que te vayas a la
cama le pediré a tu abuela que te cuente una de sus historias. Pero si está
despierta y bien, ¿eh? Y si no papá.
—¡Ben! ¡Ben! —gritó y saltó la cría, y
salió corriendo de la cocina. De lo que yo me alegré.
—Ay, madre. A ver si le deja a usté un
rato —. Mire a los ojos a Reme, me aclaré la voz y esperé. A pesar de mi
carraspeo y de mi posterior silencio
Reme seguía con la cabeza gacha, con la atención puesta en el cuchillo
con el que pelaba las patatas. Entonces rodeé la mesa y le cogí del brazo
suavemente. Ella dejó de mondar la patata y me miró a los ojos.
—No —dije y confirmé con un movimiento
de cabeza.
—¿No qué, caballero?
—Que su madre no está dormida y que no
va a contarle más historias a su nieta, Reme.
—¡Dios mío! —exclamó Reme, que soltó
cuchillo y patata, y se tapó la boca para ahogar un grito—. Y salió corriendo.
No podía quedarme. No me correspondía.
No me importó lo que Reme pensara de mí, si es que iba a echarme de menos. Yo
no tenía importancia. A pesar de todo se me cruzó por la cabeza hacerme cargo
de Lorenza, pero aquella generación a la que pertenecía esa cría no conoció la
muerte en la televisión, sino en los cuartos de sus abuelos porque vivían con
ellos y ellos murieron con sus nietos al lado, en la otra habitación. Aquel día
no sólo Reme quedó huérfana, todos, incluso yo, perdimos una madre aunque fuera
proyectada. Y allí mismo, en su cocina, abrí la carta para volver cuanto antes
a una realidad, en ese momento menos dura que la imaginada. Una lágrima cayó
sobre el papel. Luego la vi sobre la tarima, no quedó atrapada en la hoja que sostenía ya lejos, en otro instante de mi tiempo,
y cuyo “recuadro al uso” mostraba la palabra para haber realizado mi viaje de
vuelta: PUNTADA. En realidad la última, porque la entrevista que falta también
podría entenderse como un monólogo. Pero no adelantemos acontecimientos, dejemos que llegue tranquilamente el último lunes de Entre puntada y puntada.