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sábado, 31 de diciembre de 2016

Quilt viajero

Casi se me escapa este año sin enseñaros el último quilt que he acabado (tengo otro "a puntito").

De éste, estoy totalmente enamorada.

¿Puede ser más bonito?


Os diré como empezamos la relación. 


Mi hijo se ha marchado a vivir fuera y quería ir ligero de equipaje. Así que trajo a casa una maleta con un montón de ropa que no pensaba usar.

Camisas, practicamente sin estrenar, y pantalones vaqueros.

Como estaba en racha, lo hice en un visto y no visto.


Se lo pensaba regalar a mi hijo pero se mostró reticente. Mi madre me dijo que lo podía adoptar temporalmente, y le empezaron a salir novios.

Ya está, sería un quilt viajero y lo compartiría. 



Un pequeño intercambio: quien adoptara unos días el quilt, haría una casita y la pondría por detrás a modo de etiqueta. 


Hay 70 casillas disponibles.


Pero antes de empezar la ruta empezaron las incompatibilidades: había fechas en las que no podía estar en dos sitios a la vez.

En las fotos de abajo estoy en el taller de UFO's de Bea, en la primera hablando con su fraile.


Así que las familias adoptantes se han ofrecido a hacer una casita en cualquiera de los casos.

Son malas fechas, de momento solo está mi casita que ya le he dicho al fotógrafo que no le sacara un primer plano porque no me gusta y la voy a repetir.

Ya le he paseado por varias casas, también lo llevé a la última kedada, ahora le tengo en un sofá y me encanta mirarle, lo que os digo, que estoy enamorada.


Pero yo expreso mis sentimientos, no os creáis que me reprimo. 

Lo mismo hay alguien celoso. Si es así, que lo diga.

Hoy es el último día de un año que para mi ha sido muy triste. 

Estoy segura que 2017 solo va a traer cosas estupendas.

Os lo deseo de corazón a todos.

Y sigo coso que te coso...

viernes, 30 de diciembre de 2016

Tutorial llavero de tela

No quiero distraeros mucho de vuestros quehaceres en estos días de fiesta, por eso no publico ahora todos los días, para que podáis ir avanzando en vuestras tareas.

¿Tenéis todo a punto?

¿La plancha al día?

Lo más importante, ¿habéis comprado las uvas?

Yo si he comprado las uvas,  de lo demás no pienso hablar si no es delante de mi abogado.

A ver, que vamos a cerrar este año y queremos empezar el siguiente con mucha marcha y mucha energía por supuesto que "de la positiva".

Quiero dedicaros, y pediros, cinco minutos para que los pasemos juntos en esta vuestra casa y vuestro canal.


Que 2017 sea nuestro mejor año.

Y sigo coso que te coso...

miércoles, 28 de diciembre de 2016

Tutorial funda pañuelos de papel

Vamos con el segundo vídeo del canal.

Estamos buscando distintas localizaciones, intentamos sincronizar el cámara y yo, y lo hacemos de tirón y sin guión.

No me estoy justificando, las justificaciones no me gustan, sólo para que lo comprendáis mejor.

Tampoco creáis que me he puesto como el muñeco de Michelin, es que, definitivamente, la cámara engorda (bueno y los turrones también ayudan).

Solo deciros que lo he hecho con cariño para pasar un ratito juntos y esbozar una sonrisa.

Yo, al menos, ya me la he echado.



Y sigo coso que te coso...

martes, 27 de diciembre de 2016

Dear Jane

Sin prisa pero sin pausa, así llevamos Lola y yo nuestro Dear Jane.

Tengo que reconocer que hay veces que me da mucha pereza porque me apetece mucho más acometer nuevos proyectos pero tampoco quiero dejarlo y, como casi todo, es cuestión de disciplina. Faltaría más!!!

Comenzamos:

A-10 Which Pints West

No me ha quedado mal, si acaso "el melón central"podría mejorar bastante, ya me ha dicho una amiga que me va a tener que dar unas clases meloniles, yo encantada, ya os contaré...


B-8 Water Lily

Más melones, bueno ni que estuviésemos en verano y en Villaconejos, menuda cosecha tenemos...



F-9 Autumn Aster

Este bloque me ha dado mucha lata, bueno mucha no, muchísima, pero me ha gustado el resultado final, quizá la tela ha contribuído.


F-10 Potholder

Me ha quedado im-pecable. ¿Qué os parece? A mi me requeterechifla.


I-7 Mac and Muff

Que imaginación de bloques!!!

Este me parece muy elegante.


J-11 Twin Sister

Intento seguir los colores del Dear Jane original, hay veces que me cuesta mucho encontrar entre las telas alguna que se le parezca, pero en ello estoy.


Ahora, vamos a ver los de Lola que seguro están preciosos.

Y sigo coso que te coso...

lunes, 26 de diciembre de 2016

CAP. 33 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo


a estoy más sosegado. Desde luego no he nacido para líder. Hubiera llevado a mis gentes al desastre. Arengar sí que les hubiera arengado bien, pero una sola vez. ¿No te parece? Bon, que como ni Adama ni yo habíamos madurado, y yo dudo, todavía hoy, de haberlo hecho, con mirar el mapa por las noches teníamos bastante. Es más, con ello alimentábamos nuestros sueños. También, tanto el mapa como nustras nuestras miradas nos parecían acercarcarnos más a nuestro lejano destino. Por ello andábamos contentos y con miedo, aunque a esto último ya nos habíamos acostumbrado. Seguíamos con nuestras actuaciones, como no podía ser de otra manera. En ese momento las acababamos con el numerito de la enajenación mental de Hamal pero de una forma menos llamativa y violenta. De tal guisa, me preguntó Brahim si lo ocurrido en las calles había sido el ensayo de la escena final. Le dije que sí y se sorprendió: «Pues yo me lo creí. Pensé que tu camello se había vuelto loco de verdad». Se nos ocurrió que, para aflojar más el bolsillo de los espectadores, los artistas acompañaríamos a Adama cuando pasara el bote ante ellos. El buen camello había aprendido a abrir y cerrar las narinas no solo cuando había tormenta de arena, sino cuando veía que yo metía un billete en
el bote. Con ello divertía más, y en primer plano, a los turistas. Yo les decía que era la forma que él tenía de dar las gracias. Y algunos metían un segundo billete para ver como movía rápido las dos alas nasales. Lo cierto es que a mí también me hacia gracia. No sé qué hubiera sido de mí si no me hubiera fugado con él o si nos hubiéramos encontrado en aquel momento con su anterior dueño, Wahid Okoye. Me unía a aquel animal algo más que cariño y agradecimiento, pero jamás he encontrado las palabras para describir ante los demás esa sensación, porque, a lo mejor, no se han inventado todavía. O yo soy un exagerado y todas se me quedan cortas. No sé. O también puede que haya sentimientos que no seamos capaces de racionalizar con palabras. Acaso formen parte del mundo de las caricias y los besos. Yo, al menos, creo que viven allí donde mi abuela Mayifa esté. Fíjate que hoy en día tengo seguramente más años que ella, pero sigo viéndola mayor que yo. Es como si hubiésemos cumplido años los dos a la par. Es justo lo contrario que me pasa con Kama, el chico de la gorra que sirvió de alimento a un león, ¿recuerdas? Este, desde que desapareció, no ha cumplido un año en mi memoria. ¡Qué raros son los sentimientos y los recuerdos! Cómo deforman a su antojo la realidad de cada uno y de cada otro. Son como los sueños. Lo mismo nos ciegan que nos hacen abrir los ojos como platos. Dentro de la otra actuación, para no descubrir nuestra futura huida, cada vez temíamos más que nos cazaran. Y era porque teníamos mucho que perder. Ya no podíamos ocultar el dinero porque era evidente, ante los ojos de Brahim y Abdul, que todos los días llenábamos el bote. Y aunque Adama trataba de ocultar algunos billetes, nuestro contable espía se podía ir de la lengua en cualquier momento. Y tampoco era cuestión de subirle el sueldo. Le daríamos pie a la extorsión y, al entrar el miedo ajeno en la ecuación, se nos iría el asunto de las manos. Si la siguiente vez que nos asaltaran no nos encontraban encima los dólares, nos preguntarían por ellos. Fueran o no sicarios mafiosos nos daría igual, no pararían hasta que les dijéramos donde escondíamos los ahorros. Ya sabes, el dinero no se puede esconder en ningún sentido porque si consigues ocultarlo no sirve para nada. Además los avariciosos suelen ser también exagerados e impacientes. Solo cabía una solución, y, claro, fue la que ya habíamos adoptado. Teníamos que volver a huir. Y esta vez la culpa era nuestra, por haber buscado a quien no teníamos que buscar porque, al final lo encuentras. Eso sí, teníamos que preparar nuestra fuga para tomar ventaja sobre nuestros perseguidores. Sería otra vez Adama el cerebro de la operación. Y en este caso, llevó al límite la situación. Si algo fallaba lo perderíamos todo, inclusive nuestras vidas. Aquella gentuza no podía dejarse engañar ante los ojos de los demás. Su dominio se basaba en el terror, y eso pasaba por escarmentar a quien no se sometía o a quien intentaba engañarles. El plan, en sí mismo, era muy sencillo. Verás. Primero pediríamos una cita a Mohamed a través de Brahim. Le comunicaríamos nuestra firme intención de comenzar cuanto antes nuestro viaje porque ya habíamos reunido el dinero. Por supuesto sabíamos que nos pediría más con cualquier excusa. Querría seguir explotando el camello de los huevos de oro. ¡Uy, qué mal suena eso! Pero lo escrito, escrito está. Yo tenía que negarme a pagar más y Adama trataría de convencerme sin negar ninguno que teníamos más dólares. Al final yo tenía que decir que no, que no estaba dispuesto a perder al camello. Eso debía dejarlo claro. Y mi amigo pediría a Mohamed que lo dejara en sus manos, pero que como yo era tan tozudo le diera dos días para convencerme. Y que como además de cabezón era desconfiado debía retirar la vigilancia de Brahim. Y que si yo veía algo extraño se acabaría el juego. Mohamed dudó. Eran muchas condiciones y una apuesta fuerte y arriesgada. Y todo por dejarnos dos días a nuestro aire a cambio de hacer un mejor negocio. Contábamos con que los informadores, a los que conocíamos de sobra, hubieran exagerado un poco respecto al número de turistas que aflojaban la mosca en el bote. Mohamed cruzaba la información de Abdul y Brahim, seguro, y ellos lo sabían. Así que no se la podían jugar y siempre tendían ponerse de acuerdo para agradar a su jefe. No supimos si fue por eso, por avaricioso o por ver ya cerca el final de nuestra operación, que tras dos sorbos de té aceptó los términos del acuerdo que le habíamos propuesto. Dos días para reunir todo el dinero, previo convencimiento de una de las partes que seguía negándose a pagar los cuatrocientos dólares por cabeza y a ceder a Hamal. Precio que había alcanzado aquella tarde nuestra libertad. Porque, en el fondo, se trataba de eso y de robarnos al mehari. Nos despedimos dándome Adama un empujón. Habíamos quedado en reflejar así nuestras desavenencias. Pero yo debía estar muy atento a Mohamed. Porque debía ver a quien hacía la seña para encargarle que nos siguiera. Eso era primordial. Y reconocí al nuevo soplón como uno de los que nos habían atracado con garrotes, justo el que llevaba al cinto el cuchillo tan reconocible. Ya sabíamos a quien teníamos que despistar, aunque no iba a ser fácil.  Estábamos seguros que Mohamed no dejaría en ojos de Brahim nuestra vigilancia. Ya valíamos mucho para confiar en un crío recién incorporado a filas. Y también sabíamos que el del cuchillo andaba con los del garrote. No, fácil no iba a ser, pero, como dicen ellos, siempre hay que confiar en Alá. Y verás porqué. No teníamos tiempo que perder. La noche anterior, ayudados por la oscuridad y el sigilo, habíamos desenterrado todos nuestros tesoros y se los habíamos confiado a nuestro mejor aliado: Hamal. Él llevaría bajo la silla los dólares y el mapa. Si alguien quisiera echarle el guante, yo solo tenía que silbar para que corriera y me esperara lejos. Era como jugar al escondite, porque, a veces, cuando depuraba con él su aprendizaje parecía que se escondía como haría cualquier crío. Era gracioso verle como se alejaba para meterse detrás de una duna o de un árbol cuando yo empezaba a contar en voz alta y le avisaba de que empezaba a buscarle con un silbido especial. Lo singular era el tiempo que era capaz de esperar a que le encontrara. Tenía más paciencia que el santo Job. Y lo aburrido era que siempre la ligaba yo, porque él ni sabía contar, ni sabía silbar. Ahora en serio, pensamos que el camello era el mejor dotado para defender nuestra pequeña fortuna, aunque nosotros nos metimos algunos billetes entre los nuevos turbantes que habíamos tenido que comprar. Si te atracan es mejor que te encuentren algo. No vaya a ser que pagues más caro la frustración de los maleantes. Recuerda que a mi abuelo le quitaron la vida por eso precisamente, porque solo llevaba su vida encima. Y lo curioso fue que era lo único que tenía, aparte de su familia. Pero claro, eso el ladrón no lo sabía pero tampoco le serviría de nada. Como te avancé, nos agarramos a Alá para podernos deshacer de la vigilancia de Mohamed y compañía. Bien es verdad que también se lo debimos a Abdul y su hijo, aunque mejor dicho, también se lo pagamos a ellos. Nos costó la broma veinticinco dólares y convencerle de que, de todas formas, nos largábamos. Aunque estoy seguro que fue el dinero el motivo por el cual terminó por aparcar sus miedos. Total, hijos tenía para dar y regalar sin que se le acabasen. Como habrás observado, todo el mundo en Tamanrasset jugaba a dos o más bandas. Nos llegó por fin la noticia de que saldríamos de viaje hacia Europa. Lo haríamos desde la puerta de la mezquita, al salir el sol. Antes debíamos pagar los billetes, pero Adama se negó en base a mi desconfianza. Lo haríamos justo en el momento de partir. Tuviera, lo que tuviera pensado, a Mohamed no le quedó más remedio que aceptar. Después de verle, fuimos a nuestro solar. Nos la teníamos que jugar al dejar solo a Hamal allí. Era la única grieta que tenía nuestro plan. Si alguien se lo llevaba o le daba por seguir a un camello nos chafaría la fuga. Le propuse al camello jugar al escondite y le hice salir por la linde contraria a la puerta. Tuvo que destrozar un seto, pero salió y se escondió sabe dios donde. Nosotros, cambiamos nuestros turbantes por otros mucho más llamativos que habíamos comprado a la par que los blancos que usábamos para sustituir a los robados y, con la cara tapada, nos acercamos a la mezquita. La intención era atraer la atención sobre nosotros. Es decir, sobre nuestros nuevos turbantes que destacaban contra nuestras blancas túnicas. Al salir de casa y antes de entrar en la mezquita, comprobamos que nuestro amigo, el del puñal bonito, nos seguía, como era de esperar. Entramos y allí estaban Abdul y su hijo, ambos también vestidos de blanco pero con turbantes negros. Todos esperamos a que cayera la noche, unos rezando a Alá por su vida y otros porque no nos pillaran. Llegada la oscuridad, intercambiamos los turbantes y nuestros anzuelos salieron a la calle, con la cara tapada, y se dirigieron a su hacienda, que no era otra que nuestro domicilio. Allí dormirían aquella noche. Nosotros, que vigilábamos a nuestro vigía, vimos cómo les seguía. Se había tragado la artimaña de los turbantes. Lo cierto es que cualquiera hubiera hecho lo mismo. Suponíamos que cuando nos creyera dormidos, él haría lo mismo. Y, entonces, Abdul y su hijo regresarían a su hogar. Pero eso ya no nos importaba a nosotros. Era el riesgo que corría el portero del hotel por los veinticinco dólares. Por eso esperamos a que nuestros suplentes continuaran con la farsa y se durmieran. La prueba de que durante la noche, mientras dormíamos, no nos vigilaban ya la habíamos hecho porque Hamal y yo habíamos ido a por agua al pozo a unas horas intempestivas y nadie nos había seguido. Y así se lo hicimos saber a Abdul. Él sabría lo que tenía que hacer para salvar el pellejo. Nosotros por nuestra parte dimos un rodeo y yo silbé para que Hamal apareciera. No tardó y le di un par de terrones de azúcar. Se los había ganado de largo. Esperamos por ver si mi silbido había alertado a alguien pero en los alrededores no se veía ni se movía nada. Y allí comenzamos nuestra huida real. No sabríamos nunca si el portero de hotel disfrutaría de los veinticinco dólares o de una buena muerte. Y en aquellos momentos, ¿a quién le hubiera importado?, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. A nosotros no, desde luego. Y así, a hurtadillas y sin pensar en qué o quien dejábamos atrás, salimos de Tamanrasset rumbo al suroeste, que es de donde habíamos llegado, para luego virar hacia el norte, según habíamos decidido ante nuestro mapa. Íbamos con más miedo que dejábamos porque el nuevo enemigo era mucho más cruel y fuerte que Mohamed. Nos esperaba ni más ni menos que el Sahara. Teníamos que cruzarlo de sur a norte con la única ayuda de un mapa de tres dólares, un camello y las viandas y agua que cargaba aquel animal que no tenía precio. Y por mucho dinero que escondiera bajo la silla, allí donde íbamos, no nos serviría de nada porque en el desierto no hay merenderos. Habíamos elegido esa dirección porque de buscarnos, nos buscarían directamente hacia el norte. Pensamos que hasta que se les pasara la perra deberíamos dar un pequeño rodeo antes de arrostrarnos contra ese otro animal de arena. También era verdad que si conseguíamos llegar a otros pueblos, podríamos hacernos con más víveres, aunque correríamos el riesgo de ser reconocidos por alguien a quien podrían haber puesto en alerta. Jamás he achicado a nadie, y menos a un enemigo, aunque sí me he achicado yo muchas veces. En aquel momento no teníamos muy claro hasta donde alcanzarían los tentáculos de estas mafias. Si solo cubrían áreas que, como los leones, defienden a muerte o, por el contrario, eran multinacionales como los mercados de la droga. Sí sabíamos que les habíamos herido y una fiera herida es mucho más peligrosa. De ahí nuestra prudencia que confundíamos con el miedo que no nos abandonaba nunca del todo. No sé si te he dicho ya que por el desierto se viaja mejor de noche que de día. Eso sí, tienes que saber donde vas y leer en el cielo. Mi arte de leer palabras y estrellas estaba a la misma altura. Ambas se me resistían pero siempre sacaba algo en claro. Y como Adama confiaba en mí, más que yo mismo, no tuve más narices que tomar decisiones, algo imprescindible para vivir. Como disponíamos de Hamal, pudimos montar una estructura de viaje que nos hacía avanzar más rápido que si hubiéramos viajado sin él. Aunque mejor sería hablar de alejarnos y no de avanzar o viajar, la verdad. El sistema consistía en que quien montaba el camello debía dormir. Para lo cual iba atado a la silla para no caer. Hamal descansaba poco. Así nos acercábamos a Silet, pueblo que habíamos evitado en nuestro camino a Tamanrasset. Allí mentimos respecto de nuestro punto de origen, pero sí fuimos fieles a nuestro destino, el norte. Y fueron los propios paisanos los que entonces hablaron de la ciudad de donde huíamos. No notamos nada extraño. Es más, nos recomendaron ir a allí porque sabían que desde aquella ciudad, que pillaba a cinco o seis días de camino, salían caravanas hacia el norte con jóvenes como nosotros que buscaban algo más de lo que aquella tierra hostil ofrecía. Por ello dedujimos que Silet estaba libre de parásitos explotadores que, aunque tuvieran el “Salam malekum” todo el día en la boca, la paz interior te la robaban de un mordisco en cuanto tenían ocasión. Parece mentira que de una religión, en que la paz interior e individual es tan importante, nazcan grupos tan extremistas y violentos que, encima, vendan atajos para ver a Alá. Me recuerdan, salvando las distancias, a aquellos buleros que en la Edad Media hacían  negocio mientras vendían parches para saltarse la ley de dios sin pecar. Hay que estar ciego o alucinado para creerse que es viable cualquier atajo que incluya inmolarse. Si todos los musulmanes acudieran a esa senda, el Islam desaparecería de la faz de la tierra por falta de fieles. Si a eso le sumamos que debían llevarse por medio a todos los infieles que pudieran, quizás muchos de esos héroes no encontrarían ya ningún descreído que les acompañara si sus antecesores hubieran hecho las cosas bien. Pero bueno, dejemos que cada uno crea lo que quiera, a condición de que no nos metan en la cabeza sueños imposibles como ganar la gracia pagando, y menos si es con la vida de uno mismo o de otros. ¿Qué dios lo aceptaría? Hombres sí que los hay, ¿pero un dios? Vive y deja vivir, gran frase utópica. Lástima que no haya una tecnología o una droga para convertir ese deseo en un hecho real y ecuménico. Yo, a mi lado, llevaba a quien mejor cuajaba con aquello deseado. Y verás el motivo. En Silet, como te digo, negamos la mayor. No nos interesaba ninguna caravana que saliera hacia el norte desde una gran ciudad. Por una vez dije una media verdad, que era tunecino e iba de regreso a mi casa con un amigo. Nos dijeron que su pueblo no era pisado por muchos viajeros, pocos y despistados como nosotros, pero que un poco más al sur, se encontraba Timiaouine, dejando al este Abalessa y que por allí sí pasaban expediciones, pues formaba parte de la ruta de la sal alternativa, cuando Tamanrasset entraba en conflicto. Aunque insistieron en que el mejor punto seguía siendo aquella otra ciudad, que era de donde veníamos, confirmé yo. Y ahí metí bien la pata al negar y luego afirmar de donde procedíamos. Vi la cara de extrañeza de los, hasta ese momento, amables ancianos. Algo había roto entre ellos y nosotros al mentirles. Quizá la confianza y la hospitalidad que se ofrece al viajero perdido. La mentira te convierte en indeseable, en un foco de duda que nadie busca ni necesita. Así pues, cuanto antes nos fuéramos de allí mejor. Y eso es lo que hicimos. Solo repusimos la poca agua gastada y salimos hacia Abalessa por donde nos habían indicado, porque tampoco quisimos que vieran nuestro mapa. Nada más quedarnos solos reconocí ante Adama mi metedura de pata y le pedí perdón. Supongo que me perdonaría porque, aunque no dijo nada, seguimos juntos y nada cambió entre nosotros. Por eso te digo que mi amigo era fiel reflejo del vive y deja vivir. ¿Tengo o no tengo razón? Eh bien, c'est ça, mon ami. Sabíamos que íbamos contra corriente, pero si no quieres pagar en sal, tenías que pagar con azúcar. A falta de padrino, al final siempre se paga. Aunque, como en nuestro caso, es más barato apoquinar con lo que te sobra, el tiempo, que con aquello que te falta, el dinero. Luego sabría que el dinero solo es útil si lo gastas. Si lo guardas, lo único que te da son problemas. Salvo que lo uses tú para eso mismo, para crear problemas a otros y así tener más. Ese  nunca fue el caso de Adama, ni el mío. Y menos en aquella época, que pensábamos que el dinero lo compraba todo. La felicidad y el dolor se ven mejor cuando no hay riquezas de por medio. Tanto una como otro están desnudos ante los ojos de los demás y ante los tuyos poco disimula, aunque sí crees que te parapeta. En fin, que ya en camino, le prometí a Adama que en siguiente pueblo no abriría mi bocaza. Me miró dubitativo, como que no se lo creía del todo y dijo: «Todos tenemos boca, Dikembe». Lo más al suroeste que llegamos fue precisamente a Timiaouine. Y allí fue donde fungí de mudo con gran sentimiento de mi parte y al suyo, porque tuvo que ser él quien preguntara a pesar de que se quejaba de fuertes dolores de cabeza. Todos las indicaciones coincidían en Tamanrasset, aunque también sacamos en claro que había dos rutas definidas. De las dos solo reconocimos una por incluir el único país europeo del que yo, al menos, tenía noticias: “La France”. Decidimos seguir ese ramal, porque allí era donde, en principio, quería llegar Adama. Aunque nunca llegaríamos a pisar ese país, como verás más adelante. Bon, sí, pero no durante aquel viaje. Y no serían los Pirineos la barrera que nos frenaría. Fue algo más sutil, más cercano y más común. Fueron los españoles como tú. Pero eso, dentro del relato es futuro, aunque sea pasado. Por el momento decirte que no tuvimos mucha suerte al entrar en Timiaouine. Adama tuvo que hacerlo montado y atado a la silla de Hamal, no podía con su cuerpo porque ya no era un crío escuchimizado. Sudaba como no lo había hecho jamás. Tiritaba. Tenía los ojos hundidos y rojos, como la tierra al salir el sol. No comía casi y lo poco que le obligaba yo a ingerir lo devolvía. Solo bebía y sin tino, algo extraño en él. Además, las pocas palabras que decía no eran más que disparates. Nada tenían que ver con la situación ni con las circunstancias que vivíamos. Y se me vino el mundo encima. Mi amigo estaba enfermo y el suyo no podía hacer nada por él. La impotencia solo me dejó una salida a elegir entre conformarme o acercarme a la fe, que, al fin y al cabo es lo mismo. Opté por la segunda y antes de acercarme a la mezquita, instalé lo mejor que supe a Adama debajo de un árbol y de las dos mantas. El pobre no estaba para muchos trotes y yo encima le abrigaba. Le dejé a mano un pellejo de agua y me llevé el otro para rellenarlo. Llegué a la mezquita envuelto en mis vivencias de aprendiz de almuecín. Me abrieron todas las puertas y me ordenaron llevar a mi amigo cuanto antes. Cada vez que le movía sentía como si le diera una paliza. Si bien me decía que era por su bien. Y con eso me quitaba un poco el sentimiento de hacerle sufrir innecesariamente. Allí, en la mezquita, nos dieron cobijo y bajaron la fiebre de quien decía llamarse Adama en vez de Alí, no conocer a su dios Alá, el único dios en el que siempre había creído, no querer saber nada de mí y que no decía más que tonterías: «Es como si se hubiera vuelto loco». El almuecín me explicó que eran delirios provocados por las altas fiebres. Y que tendría suerte si volvía a ser el Alí que yo había conocido. Cada equis tiempo le sumergían en un baño de piedra con agua fría y le dejaban un rato. Jamás habló tanto Adama ni tan a la ligera y sin sentido. Citaba a gente que yo ni conocía como un tal Abbas y los mezclaba con Hamal, conmigo, con Emmanuel, con Mohamed sin orden ni concierto. En su momento, los estudios médicos en la cultura musulmana y árabe fueron punteros, los más avanzados del mundo conocido, pero desde las apropiación de los números árabes por occidente, empezó su declive y aquellos califas y emires de antaño, tampoco dieron mucha importancia a la salud de sus súbditos, moda que empieza a aparecer otra vez por estos tiempos. Poco más que hidratar y aliviar el estado febril pudieron hacer el muecín y familia. Otro fiel me propuso que llevara a mi amigo al único hospital que conocían en todo el entorno. Se encontraba en las afueras de Tamanrasset y era un hospital de campaña que había montado la Media Luna Roja. La otra alternativa era un sanador que, a través de plantas, ofrendas y rezos a dios, mejoraba a los enfermos. Ese estaba más cerca. Lo más fácil hubiera sido lo más seguro, alejarnos de aquella maldita ciudad, pero Adama me importaba un poco más que volver a encontrarme otra vez con Mohamed o su gente. Y me decanté por lo más peligroso para mí y lo más seguro para Adama: El hospital. Antes de trasladarle, construimos unas parihuelas con dos palos, unas cuerdas y nuestras mantas. Colgada la camilla portátil de la silla de Hamal, este tiraría de ella y mi amigo podría ir tumbado y tapado con una tela que trajo una mujer que también le puso algo a Adama en la frente. Nunca había visto nada igual y me pareció un gran invento para la comodidad de Adama, que seguía con fiebre y con los delirios. «Date prisa, muchacho. Porque si es malaria cuanto antes llegues al hospital, mejor». Fue el último consejo que me dieron. Cuando estaba subido en el camello me di cuenta de que aquella gente se había portado muy bien con nosotros. Me quité el turbante, le hice un lío y se lo tiré al imán: «Es para agradecerles su hospitalidad y sus cuidados. Entre la tela encontrará otra cosa. Salam malekum». E inicié el camino de vuelta a Tamanrasset. Ellos quedaron pagados y tranquilos, porque la enfermedad nunca es bienvenida ni aunque se la espere. Entre la aldea de Timiaouine y el hospital se encontraba la aldea donde pasaba consulta el curandero, si bien tenías que hacer una pequeña excursión hacia el sur. Eso me explicó la mujer de uno de aquellos paisanos que nos ayudaron, al leer en mis ojos los miedos y las dudas. En realidad cuando me subí en Hamal ni yo mismo sabía donde me iba a dirigir. Durante la marcha, en la que exigí al camello todo, me paré muchas veces para dar de beber a Adama y cambiarle el paño mojado que aquella mujer le pusiera sobre la frente al salir de Timiaouine. Las dudas no se aclaraban en mi cabeza. Era mucho lo que nos jugábamos al volver junto a Mohamed. Todo eso se lo contaba a Hamal que parecía entenderlo porque, cuando parábamos para que mi amigo bebiera, el bicho no se meneaba ni un milímetro. Y así llegué al punto crítico donde debía decidir entre el curalotodo y el hospital. Entenderás que en aquella situación la incultura pesara lo suyo, porque hoy no habría titubeado. 
Dikembe se tacha de inculto por dudar entre la medicina y la hechicería, pero, de ser así la duda por ignorancia, incultos seríamos casi todos los seres humanos. Unos en primera intentona porque van derechos al hechicero y otros en último término porque, o bien los médicos nos dicen que ya no pueden hacer más, o bien porque nos piden el dinero que no tenemos para seguir. El caso es que el ser humano todavía no se ha arrancado de la cabeza al brujo primitivo. Pero es que es imposible. Si consiguiera erradicar ese recuerdo, se lo inventaría porque si con algo no puede el ser humano es con la certeza de que Muerte, como dice nuestro amigo, siempre gana. Si a un hombre o una mujer le quitas la esperanza lo hundes por más que sea o por más que tenga. Pero, como todo, la esperanza tiene otra cara. A veces es perversa y se camufla de conformismo. Hay que tener mucho cuidado y hay que tener muy claro que no siempre la espera nos va a reportar la felicidad.
La referencia para desviarme era un pequeño oasis que, de no ser por una notoria  y  solitaria  palmera  me  hubiera  pasado desapercibido, 

aunque estuviera avisado por los paisanos que habían cambiado la ruta por la que nosotros habíamos llegado al pueblo. El agua no estaba a la vista, había que arrancarla del interior de la tierra a base de subir una bolsa de cuero. El pozo estaba tan bien cuidado que daba pena usarlo, aunque es un decir. Antes de sacar agua, limpié las facciones de Adama tal y como había visto hacer a aquella buena musulmana con el paño. Usé el agua de los pellejos sin miramientos y dejé a mi amigo a la sombra de la palmera, mientras yo mismo me refrescaba y bebía a placer. Y aproveché para ponerme yo el turbante de Adama. Después de rellenar los pellejos para lo que tuve que sacar tres bolsas, le llegó el turno a Hamal que también lo agradeció. Como el pozo no tenía brocal, era un simple agujero en el suelo, puse sumo cuidado, pero no por el peligro de caerme, sino para no echar tierra dentro. No quise librar a Hamal del peso de Adama por no ser capaz luego de volver a colgar de la silla las angarillas. Lo que hice fue decirle al mehari que comiera, que no importaba que se moviera. Me entendiera o no, no se movió ni un ápice de debajo de la palmera. Vi que la soga del pozo andaba algo deteriorada por el punto donde rozaba más con la tierra. Me vinieron a la cabeza imágenes de cuando fungí de Señor de la Piedra. Y cuando volví en mí, el desperfecto de la cuerda estaba solucionado y Adama estaba al sol tapadito con el fino paño, como si la palmera fuera otro enemigo a tener en cuenta. Y era verdad, en el desierto cualquier aliado puede convertirse en adversario por cualquier circunstancia mínima. Acabada la parada obligada, descansado un poco el animal, yo refrescado y Adama como había llegado o peor, hube de decidirme entre el medicastro, que me recordaba a Makondele, y el peligro de Mohamed, que me recordaba la muerte. Me jodió que Adama estuviera en otra dimensión. No tomé la decisión porque mi valentía me apoyara, sino porque mi amigo se merecía correr el peligro. Aun con todos mis prejuicios tuve claro que eran mejor las medicinas que los rezos. Quizá porque mis oraciones jamás habían servido para nada y Adama se merecía el mejor trato. Como verás tu amigo tiene razón cuando dice que un socio se puede convertir en tu peor rival, porque a partir de ahí todo lo que ocurrió fue culpa de mi único amigo en aquel momento. En vez de tirar hacia Tinzaouten, donde vivía el curandero, tome la carretera que iba hacia el noreste y que me metía de lleno en la boca del lobo. Observé que, a pesar de la presencia del sol, la luna se resistía a reinar solo durante la noche. Como si asomara durante el día por coquetería. Y me pareció más hermosa que cuando paseaba junto a las estrellas. A ella sí se la podía admirar sin cerrar ni guiñar los ojos. Tampoco supe el motivo, pero Selene me llenó de esperanzas y buenos presentimientos al verla enfrentada a su hermano Helios. Este jamás osaría interrumpir la hegemonía de la luna durante la noche, mientras que ella tenía la desfachatez de airearse en pleno dominio solar. No voy a caer en el machismo de acabar este pequeño cuento con la típica frase: “Las mujeres son así”. He aprendido que aunque luches contra ese prejuicio, siempre se te cuela tu actitud de supremacía que te han inculcado contra las mujeres y que tanto daño hace a nuestra sociedad machista y segregacionista. Mandé parar a Hamal y descabalgué sin que se agachara. Efectivamente, mi amigo se movía bajo aquel lienzo negro. Medio incorporé al enfermo y le di de beber. Tenía los ojos abiertos y vidriosos. Hablaba y movía levemente las manos como si quisiera explicar algo, pero no a mí, porque no me hacía ni puto caso. Le refresqué la cara y se la tapé con la tela para que el sol no le hiriera en los ojos. Y me quedé con la mirada fija en aquella silueta negra que seguía habla que te habla. Y en aquel momento empecé a entenderle, hablaba de su propia vida, de la que jamás había mencionado nunca. Contaba a cualquiera que le oyera, las peores vivencias que aquel joven tuviera jamás. No sé yo si la naturaleza aprovechaba la enfermedad de aquel lacayo para que su mente y su espíritu no se pudrieran entre sinrazones vividas en la niñez. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión. Por hoy ya está bien, amigo. Un saludo,









Imagen 1. Foto bajada de www.viralizalo.com
Imagen 2. Foto bajada de todofondos.com


sábado, 24 de diciembre de 2016

Estuche con el cuello de una camisa


Como no me ha tocado la lotería, no me queda otra que reciclar.

Así que como he hecho acopio de cuellos de camisa, he cosido algunos para usar como estuches de bolis


funda para gafas

y cubertero.

La idea me la dio Beatriz, yo la verdad es que no lo había visto nunca, lo busqué por la red y nada.

Bea, que es muy dispuesta me pasó por washap unas fotos pero yo, que voy muy a mi bola, creo que no seguí fielmente sus instrucciones.

Se empeña en que no cierran, y quién quiere que cierren?

Bueno, el que quiera que ponga un botón, un snap, velcro, que añada una tapeta, lo que quiera....

Yo bastante hago con enseñar hasta donde he llegado.

Y sigo coso que te coso...

jueves, 22 de diciembre de 2016

Yo y mis arrugas



Que nerviosa estoy!!!

Pero mucho, mucho...

No es para menos, hoy vais a ver el primer video de mi canal y me preocupan las críticas como a cualquiera, bueno, tampoco tanto.

Sé que le falta mucho para ser medio bueno, pero es lo que hay y así os lo presento.

No tengo aspiración alguna, sólo arrancaros una sonrisa cada día, si lo consigo me doy por satisfecha.

Me hará mucha ilusión que deis dedito arriba, pero si lo que me merezco es dedito abajo también lo asumiré, que remedio.

Deciros que le he puesto mucha ilusión y que intentaré aparecer semanalmente.

Muchas gracias por los comentarios de aliento en el post de ayer, me sirvieron como último empujón.

Y sigo coso que te coso...

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Seguimos reciclando


No me gusta hacer la pelota pero hoy no tengo más remedio.

Muchísimas gracias por todas las visitas de ayer, no me imaginaba que la mayoría no conociese la funda con el puño de las camisas, bueno de ayer y de todos los días anteriores, ahora que estamos en momento crisis también en los blogs, os tengo que agradecer más que nunca lo que me acompañáis a diario.

Y me he venido tan, tan arriba que por fin me he decidido ser youtuber, si como lo leéis, vais a poder ver mi falta de vergüenza en vivo y en directo.

Ayer hice mi primera grabación, no estoy muy satisfecha con ella pero voy a tirar para adelante porque prefiero arrepentirme de los errores que de la falta de toma de decisiones.

Cada uno es como es, que se le va a hacer!!

Os avisaré, claro que sí, lo publicaré también aquí.

Bueno esa foto que veis arriba, que no se me ha olvidado, es un detallito que llevé a mi hermano el otro día.

Lo gracioso es que el mini mantel está hecho con una camisa suya y con un vaquero de mi hijo.

La funda "paloquequiera" es de un puño de una camisa suya.

Él me da la materia prima y yo se la devuelvo trabajada.

Y sigo coso que te coso...

martes, 20 de diciembre de 2016

Reciclaje camisas


Que está todo inventado lo sabemos, claro que si.

Pero que nos gusta comprobar que podemos hacerlo también.

¿Cuantas veces habré visto los puños de las camisas convertidos en carteritas porta objetos?

En estas fechas, a veces, tenemos que dar dinero a alguien, o queremos tener un detalle con unos auriculares, ¿qué mejor envoltorio que un puño de camisa?

Igual piensan que les estamos mandando a freír puñetas. 

No, no es eso, nosotros las cosemos que no las freímos. Mucho más divertido.

Al puño de la izquierda le he cosido un botón más, en la parte de abajo, así he hecho la carteritamonederocontenedordecosas más chiquitito.

Ahora me han dicho que también de los cuellos se obtienen estuches, habrá que probarlo y, como no, enseñarlo, pero eso será otro día.

Y sigo coso que te coso...


lunes, 19 de diciembre de 2016

CAP. 32 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

Enlace a LISTA DE PERSONAJES











De cómo comprar un mapa sin que nadie se entere


omo te decía, a los guías no les pagaba nadie. Vivían de las propinas y de las comisiones que les daban los comerciantes de las tiendas donde llevaban a los grupos. Operaban en connivencia con los recepcionistas de los hoteles a los que también les llegaba su parte. También algún agente de viajes se beneficiaba bajo cuerda porque las empresas en las que trabajaban organizaban las excursiones. Las agencias sacaban suficiente con aquellas que diseñaban a medida para los turistas más adinerados que no querían ir en grupo como borregos, sino a su aire. De alguna manera sacaban pingües beneficios de muchos que querían significarse y no ser confundidos con sus iguales. Durante todo ese tiempo no fuimos capaces de encontrar un lugar de nuestro gusto donde dormir. Hasta que se lo comentamos a Abdul que también resultó ser dueño de un aprisco a las afueras de la ciudad. Nos lo ofreció por cinco dólares al mes que Adama consiguió rebajar a tres. Firmado el contrato de alquiler con un apretón de manos, esperamos y seguimos al portero esa noche. El lugar no era el palacio de un califa, pero sí un sitio fuera de las calles y del desierto donde cobijarnos. Una verja que parecía un somier funcionaba de puerta y daba paso a un rectángulo de tierra con un chamizo en su centro. Nos dijo que podíamos hacer fuego, eso sí, fuera de la enramada, y usar cualquier cosa que hubiera por allí, aunque no se veía mucho trasto por el medio. Le preguntamos por el agua, él nos había vendido que la tendríamos cerca. Nos explicó que siguiendo el camino, en la primera hondonada, había un pozo que tenía hasta un pequeño brocal con cubo. Eso sí muy visitado por el día por camellos y camelleros, pero que nosotros no destacaríamos por el nuestro. A Hamal pareció gustarle el hotel porque, antes de que se fuera Abdul, ya había encontrado un lugar donde asentar sus reales. Esa noche solo limpiamos por encima el rincón donde dormiríamos. Ya tendríamos tiempo y luz para más. Lo del fuego nos gustó porque podríamos cocer algo y comer caliente, aunque fuera por las noches. Incluso hacer té que a Adama le gustaba mucho si estaba muy dulce, como cualquier otra cosa. Con todo ello entramos otra vez en una etapa tranquila y ordenada. Y cumplimos aquel deseo de cenar caliente que, para nosotros, era un verdadero lujo. Y por supuesto, ni la sal ni el azúcar nos faltaron. El té lo hacíamos en una lata que encontramos y la comida en una perola de barro que compramos con tapa y todo. El primer día que le dio el fuego cambió de color y se puso como nosotros. Lo vimos al día siguiente que, para desayunar, calentamos los restos de la cena. El  agua  lo  
cogíamos por la noche, al otro lado de la loma, muy cerca como había dicho Abdul. Apenas había gente a esas horas, y había días que no encontramos a nadie. Un día, después de pasar el bote tras el espectáculo, se nos acercó Brahim y nos dijo que Mohamed quería vernos esa misma tarde y en el mismo bar. Nos extrañó porque para nosotros estaba todo hablado hasta que dispusiéramos del dinero oportuno. Comimos, descansamos y nos acercamos al lugar de la cita, sin muchas prisas, con cierta curiosidad y con mucha precaución. Tanta, que dejamos el dinero enterrado en nuestro jardín. Mientras Adama lo enterraba, yo vigilaba por si alguien nos veía. A mi amigo le daba mala espina la llamada del mafioso: «Me da que este quiere más dólares, verás». Y tenía razón. ¿Qué iba a querer si no? Entre las informaciones verídicas que nuestro supervisor le pasaba, veraces porque Brahim no se la podía jugar, y el resto de informantes, entre ellos el propio Abdul, Mohamed había deducido que la cosa no nos iba mal, a pesar del reparto de ingresos. Había olido, que, si bien la lata no se llenaba todos los días de billetes estadounidenses, sí caían los suficientes para que no fuera un mal negocio. Por ende, no tendríamos mucho problema en pagar la última suma que nos pidió. Según él, las circunstancias políticas y militares habían cambiado en los últimos días y, en consecuencia, los pasajes habían experimentado una variación al alza. «Ya os dije que los trescientos no eran seguros y que tenía que pensármelo. Ahora son doscientos por cabeza más tu camello, claro». Esto último no había variado. Nunca pensé que Hamal tuviera tantos novios. Y me atreví a preguntar cuanto habría que pagar para quedarnos con el animal. Pero no me contestó Mohamed, sino Adama: «¿Todavía no te has dado cuenta de que han echado el ojo al camello porque saben que no te lo puedes llevar a Europa? Da igual el dinero que puedas ofrecer, dinero que no tenemos, porque siempre estará incluida la coletilla: ‘más el camello’». Después de intentar abrirme los ojos, Adama trató de cerrar con nuestro agente el nuevo precio. Desconfiaba de que no hubiera más subidas. Y lo hizo de una forma muy decidida y directa: «Bien, ¿cuándo pagamos y cuándo salimos?». A Mohamed no le gustaron esas prisas ni esas exigencias. Y argumentó que aquello no funcionaba así, que cuando surgiera la ocasión para viajar se nos comunicaría y añadió con retintín: «Por medio de vuestro amigo el vigilante». Que no nos durmiéramos porque podía ser cualquier día y a cualquier hora. Incluso de urgencia porque se dieran las circunstancias oportunas. Y acabó haciéndose valer: «No creáis que no hay que trabajar para montar estas excursiones». Adama se había dado cuenta que había metido la pata al haberle ido con exigencias a nuestro agente de viajes. Y con un aire más humilde le preguntó si se podía saber cuanto podía faltar, más o menos, para nuestra partida, porque todavía no teníamos el suficiente dinero. «Entonces, ¿para qué vienes con esas prisas? Cuando lo tengáis podréis decir algo, mientras tanto a callar. Y ahora idos». Durante el camino de vuelta a casa la cara de mi amigo cada vez reflejaba más su preocupación. Cuando llegamos le pregunté y él contestó: «Nos van a exprimir, Dikembe». Sí, nos iban a sacar hasta los ojos. Los mafiosos eran tan listos como avariciosos. Querían todo aquello que tuviéramos y pudiéramos producir. Por eso el precio iba a subir cada vez que nos viéramos con Mohamed. Ellos no tenían prisa, no les costaba nada esperar. Nosotros éramos quienes teníamos el tiempo en contra. Ellos sabían que íbamos a conseguir el dinero. Lo extraño es que todavía no nos hubieran pedido una señal para reservar los pasajes. Pero todo se andaría. La competencia había sentido la baja de Abdelkader y todavía no le habían encontrado sustituto. Y eso también lo sabían. Teníamos que pensar en algo porque aquella gente nunca iba a tener suficiente, siempre querrían más. No querían una parte del pastel como Abdul, querían la tarta entera, como sufrían todos aquellos que hacían tratos con ellos. Habíamos tenido suerte al dejar fuera de combate al enterrado en el desierto, pero con Mohamed no íbamos a tener la misma fortuna. O la misma desgracia, según como lo vieras. No nos desharíamos de él. Era como un cocodrilo que cuando muerde una presa no la suelta hasta que no da el giro de la muerte y la despedaza. Con esos pensamientos y deducciones me entró de nuevo el terror en el cuerpo porque el miedo le sentía todos los días. Lo cierto es que no podíamos vivir tranquilos durante mucho tiempo. Hoy creo que sin la ignorancia que nos sobraba y la inocencia que todavía nos quedaba no hubiéramos podido salir adelante. Durante esa etapa y las siguientes esos ojos soñados se me olvidaron, aunque no para siempre, menos mal, porque después empecé a sublimarlos. Decidimos seguir como si nada pasara ni pensáramos. Nadie debía notar los recelos que había levantado la última entrevista con Mohamed. Los dos, Adama y yo, conocíamos la solución, pero ninguno la expresa en voz alta. De hecho, nunca la explicitaríamos, ni cuando la llevamos a cabo siquiera. Sí hablamos de la forma de llevar a la práctica esa resolución consensuada en silencio. No podíamos adquirir de golpe grandes cantidades de alimentos, llamaríamos la atención de aquellos soplones, porque sabían que comprábamos a diario. No sentíamos resquemor por Brahim, él tenía sus problemas y nosotros los nuestros. Además, aunque interesadamente, nos había ayudado. Decidimos engordar la despensa poco a poco sin que se notara. Lógicamente, los comestibles no podían ser frescos, pero eso nos daba igual. A los dos nos chiflaban las galletas, sobre todo a Adama si llevaban azúcar o miel por encima. También acudimos a los frutos secos, sobre todo nueces, que no abultaban mucho y saciaban el hambre, como las de cola, de mondongo, de boabab y de madula.  Cambia-
mos la costumbre de comprar una vez cada día por días alternos, así, con la mayor compra pasaría desapercibido el volumen de más. Nadie se extrañaría porque ya teníamos casa donde dejar los alimentos. Y comprar frutos secos era normal para picar durante el día. No nos fiábamos ni del tendero. Se nos planteó un problema logístico. ¿Dónde almacenar las provisiones? A este que te escribe, tan lúcido como siempre, se le ocurrió que las enterráramos. Menos mal que Adama no era tan soso como yo. «Dikembe, ¿pero no sabes que estas frutas son semillas?». Pues no, no lo sabía, ni tenía porqué. Me imagino haberlas enterrado y que hubiera florecido un árbol nuevo cruce de todas las simientes. Todavía me río, aunque la cosa no hubiera tenido ninguna gracia después de todo el esfuerzo. Tampoco podíamos dejarlas en el suelo porque entonces las hormigas se las hubieran llevado, créeme. Así que compramos una tela, que podía ser para dormir o cualquier otra cosa por el estilo, echábamos en ella la compra y hacíamos un hato que anudábamos y colgábamos dentro del chamizo. Luego los tapábamos con ramas por si a alguien se le ocurría echar un vistazo dentro. También, todas las noches, no sé porqué, desenterrábamos el tesoro, le uníamos la recaudación del día y volvíamos a enterrarlo. Aunque poco tiempo pasó hasta alegrarnos de nuestra decisión. Y acertamos de pleno. Porque verás, una tarde, casi noche, al volver de la compra Adama y yo solos, a Hamal le habíamos dejado en nuestro jardín, nos salieron al paso en un descampado, ya cerca de casa, media docena de jóvenes. Unos mayores que nosotros y otros, más o menos, de nuestra edad. Algunos llevaban unos buenos garrotes que lucían con gestos chulescos y uno, quien habló, además, un cuchillo muy ostentoso metido en la cintura de sus pantalones. No se conformaron con quitarnos la compra, también se llevaron parte de nuestra ropa y nos instaron a entregarles todo lo que llevábamos, que por suerte y por la precaución de Adama, no fue mucho: las vueltas de la compra y poco más. Por supuesto, se lo entregamos todo sin rechistar y, como autodefensa, nos comportamos más acojonados de lo que estábamos. Después de que nos cachearan ninguno de aquellos esbirros pareció defraudado por el botín. Ninguno protestó por el escaso botín. Por lo que dedujimos que no era un atraco, sino una operación de reconocimiento o intimidación. Fue el único susto que sufrimos mientras hacíamos acopio de todos los productos que creíamos necesarios para nuestro viaje por libre. También compramos dos mantas nuevas y las viejas las usamos como toldos para resguardar a Hamal del sol. A Adama se le ocurrió comprar un mapa. Dijo que nos serviría de mucha ayuda y yo accedí por ignorancia y porque confiaba en él.  Pero el problema era donde y como adquirirlo. Brahim no nos quitaba ojo de encima y tampoco sabíamos si en las tiendas también tenía ojos aquella mafia. Y claro, si nos veían comprar ese tipo de cosas, saltarían todas las alarmas y se volverían contra nosotros. Salvo que la atención estuviera fijada en otra cosa. «¿Pero en qué?», preguntó mi amigo. Le contesté que en Hamal. Y le expliqué lo fácil que era que un camello llamara la atención o metiera el miedo en el cuerpo a la gente. Por lo que solo quedaba localizar una tienda donde vendieran ese tipo de cosas. Dedicamos las tardes a recorrer calles que no conocíamos, como si paseáramos, en busca de algún comercio donde viéramos un mapa. No éramos tontos, sino ignorantes, porque ese lugar lo teníamos enfrente todas las mañanas: El hotel. Pero no lo sabíamos. Al final quien se lo imaginó, o lo dedujo, fue Adama, al ver como más de un turista desdoblaba el suyo y lo consultaba. Pero claro en el hotel de Abdul no podíamos entrar, era como ir a decírselo a Mohamed. Así pues tuvimos que elegir otro. No nos costó encontrarlo. Al día siguiente, durante la comida hicimos los planes. Y salimos un poco más tarde. A partir del encuentro con aquella pandilla, no volvíamos nunca a casa sin sol y siempre acompañados de Hamal. Cuando íbamos a abandonar las calles, si íbamos andando, nos subíamos los dos y hacíamos el último tramo hasta llegar a casa montados en él. Eso se me ocurrió a mí. A dios lo que es de dios y al Cesar lo que es del Cesar. Mientras caminábamos hacia el hotel le dije a Adama que no comprara él el mapa, que se lo pidiera a un o una turista con la excusa de que a nosotros no nos lo querían vender. Así si el recepcionista pertenecía a la nómina de Mohamed, nuestra compra pasaría inadvertida. «Buena idea Dikembe. Pero tendrás que alargar la locura de Hamal». «Por eso no te preocupes, Adama». De nuevo los juegos con el camello me ofrecieron la oportunidad de salir de un apuro. Ahora me parece mentira la cantidad de asuntos que resolvimos, y resolví, gracias al juego con el mehari. Aunque después de leer y ver documentales sobre la vida animal no me extraña, porque el juego es la única manera que tienen los cachorros de parecerse a sus padres. Y si no, obsérvalo. Bon, que nos encaminamos  hacia el hotel seguidos por Brahim, como no. Tanto les interesaba vernos como que supiéramos que éramos vistos. Y he de reconocer que la presión funcionaba a las mil maravillas, aunque nuestro vigilante también fuera nuestro contable. Antes de llegar nos separamos Adama y yo, como si fuéramos a diferentes lugares. Dio la casualidad que yo fui el seguido, acaso porque iba con Hamal. Aunque en realidad no importaba mucho porque yo esperaba que en un momento determinado todo el mundo miraría al camello. La calle del hotel no era muy larga, pero sí lo suficiente para que hiciéramos el numerito. Bon, en este caso solo el animal, porque yo me limitaría a sorprenderme y asustarme. A mí era el juego con el que más disfrutaba y era el que más le había costado aprender a Hamal. No habíamos incluido este sketch en nuestra representación por miedo a que algún turista se asustara y pudiera salir golpeado. Pero en aquella ocasión, si se producía alguna situación no deseada, no afectaría al negocio y parecería fortuito. Y hasta podría venirnos bien. Era muy simple, consistía en lo siguiente: Yo gritaba: «¡Está loco!», y Hamal empezaba a actuar como tal, es decir, corría, se paraba, se volvía, se tiraba al suelo, iba de un lado a otro sin orden ni concierto, berreaba e incluso echaba baba espumosa por la boca. Hasta que yo no le silbaba no paraba. Y todo eso ocurrió en aquella calle cuando vi a Adama que se acercaba a la puerta del hotel. La gente que pasaba por la calle se pegó a las paredes de los edificios, unos se metieron en los comercios y en el hotel. Los que venían hacía nosotros se pararon y por supuesto todos miraron al animal que corría y berreaba de un sitio para otro. Quienes mejor lo pasaron fueron un par de grupitos de niños que, ajenos al peligro, reían con la reacción del camello que menos mal no causó ni daño ni desperfecto alguno. Al fin y al cabo, para él era un simple juego. Cuando al rato vi salir a mi amigo, silbé y el espectáculo concluyó. La vida en esa calle volvió a la normalidad si bien, cuando sujeté la jáquima al camello y empecé a andar con él todo el mundo se apartaba, excepto los chavales que se acercaron para mirarle más de cerca y preguntarme qué le había pasado. Les contesté que no sabía, les sonreí y seguí mi camino. Cuando nos encontramos Adama y yo me dijo con una sonrisa en los labios: «Todo bien. Pero menuda la has liado». «Yo no he sido, ha sido él», contesté divertido y seguro de que nadie en aquella calle había advertido la presencia de Adama en el hotel. Al final, el plano lo había comprado un botones al que convenció mi amigo con uno de
nuestros billetes. Poderoso caballero es don dinero. Cuando llegamos a casa me lo enseñó y lo desplegamos. Aunque impreso en blanco y negro, era precioso. Yo leía cosas en francés y hasta aparecía la Méditeraneé y l’Espagne. Aquel papel se convirtió en un tesoro que ocultábamos a todo el mundo. Nadie lo vería jamás en aquella ciudad. Estaba a la altura del dinero, y junto a él lo enterramos. Al visualizar parte de Europa la decisión adoptada por Adama tomó más peso. Quería llegar allí como fuese. Y yo la racionalicé. Fui consciente de mi deseo de salir de África, porque Europa existía. Ya lo había visto. Todas las noches, al desenterrar para volver a enterrar todo el dinero junto, lo sacábamos y nos regodeábamos con el camino a seguir. Y hasta localizamos Tamanrasset a la luz de una vela. Y ese punto quedó marcado por una mancha que hice yo al señalar en el mapa para indicárselo a Adama. Fue lo primero que buscamos juntos. Bon, lo primero que nos preguntamos donde estaba en el mapa, porque él no sabía leer y a mí me costaba lo mío. Nos llevamos una gran alegría al encontrarlo. Fue una sensación muy curiosa aquella de 'saberse allí'. Y ese primer día con mapa nos acostamos más tarde por su culpa. Ahora, cuando veo a alguien con cara de tonto y absorto, con la mirada fija en un mapa me viene a la memoria la cara de Adama durante aquellas noches. Como no teníamos conocimiento sobre el concepto de escala nos teníamos que imaginar las distancias que en el papel aquel se reflejaban. Aunque nos daba igual. Sí nos llamó la atención que hubiera más pueblos junto a la zona del mar que no alrededor de Tamanrasset, por lo que llegamos a la conclusión que en la zona central de Argelia estaba el desierto, porque sabíamos que había que cruzarlo para llegar a Europa. Quizá sea por esas vivencias que me gustan tanto los atlas geográficos. Tú lo sabes bien, porque me has regalado más de uno. Recuerdo tus palabras: «Europa ya no es como era. Toma». Y eso me hacía preguntarme cómo cambiaba el orden mundial de los países y la rapidez de esos cambios. Si no fuera por las guerras, es fascinante lo fácil que aparecen nuevos países y desaparecen otros. Cómo se mueven las fronteras. Un ejemplo es el mío, bon, de mío tiene poco porque tampoco tengo muy claro donde me parieron ni quien es mi padre. Menos mal que Mayifa me dio unos orígenes que, aunque inventados o reales, me sirvieron para no caer en una de esas milicias entretejidas con odios, fanatismos y exclusiones extremistas. Allí es donde acababan la mitad de los críos que son arrancados de sus hogares como creo que le pasó a Adama. Los otros eran como yo, niños sin pasado, sin presente y sin futuro a los que les daban drogas y un arma, y les decían que se hicieran con lo que era suyo en nombre de algo que no sabían ni qué era. Y hoy ocurre lo mismo, pero por otros motivos muy diferentes y más cercanos a mis problemas de identidad. Si no te sientes perteneciente a un grupo te juntas con quien sea. Y más si eres un adolescente al que le das un motivo para vivir o morir. Porque eso es lo que hoy ocurre todos los días aquí, entre nosotros. Personas que viven en sus países con la nacionalidad alquilada porque sus padres han mantenido su cultura, extraña a la que sus hijos están inmersos, y por la que, precisamente, son rechazados. No son de ningún sitio. Donde han nacido les llaman extranjeros y de donde vienen no les conocen. Gentes que no ven una mínima oportunidad de futuro, que se sienten acorralados y hasta enemigos de sus paisanos, de aquellos otros jóvenes que les niegan el saludo y les marginan, como las propias autoridades. ¿Cuándo se enterará el primer mundo que la mejor arma contra la violencia y el terrorismo es la educación? Pero la de todos, hasta de los que se creen educados. Un ejército de maestros mandaba yo y me quedaba con la soldadesca para que buscara en sus propios países a los hipócritas que trafican con las armas que matan, cuyos beneficios viven en paraísos fiscales o no, creados por esas mismas gentes que se dicen soporte de una sociedad que se sabe avanzada para cualquier cosa que les beneficie, sin que les importe el precio que otros pagan. Son los daños colaterales de los negocios genocidas. Sí, me acabo de enfadar. Estoy cabreado por las noticias que oigo en los medios y en la calle. La cantidad de inocentes que pagan con su vida, o simplemente con su bienestar, la avaricia de un sistema de vida que alimenta el odio a cambio de poder, que alimenta la confrontación en busca de votos, porque si hay “malos” a los que matar, tendrá que haber “buenos” que los maten. Y claro, esos “buenos” son ellos, a los que debes tú tu puesto de trabajo, si es que lo tienes, a los que debes tu felicidad, tus vacaciones y tu tranquilidad, si es que las disfrutas, y si no, es por tu culpa, por haber estudiado la carrera equivocada, el máster equivocado y el posgrado erróneo o haber confundido la vida con un juego que podías ganar. Hay que hablar idiomas te dice el gobernante de turno que solo habla, y mal, tu idioma. Pero claro, siempre que no pertenezcas a una minoría. Esos grupos estorban porque no aceptan la globalización, porque están a gusto y orgullosos de ser diferentes. Y ya sabes, si sacas la cabeza, te la cortan. Déjame que me desahogue, incluso que llore si me dan las ganas por tanto niño ahogado y no solo en el agua, en su propia hambre, por sus propios padres o por las lágrimas de los que piden consuelo. Acabo de dar un grito sin dejar de escribir, que supongo ha sorprendido a la vecina, porque doña Carmen me tiene por un profesor sesudo y educado. Pobre mujer, qué engañada está. Cuando veo el mundo desde esta perspectiva, me convierto en otro animal más, en otro terrorista que arramplaría con todo y con todos. No sé cual es el mecanismo que nos permite a los humanos vivir con estas contradicciones, pero bienvenido sea, porque si no, sería imposible intentar ser un poco justo y engañar a nuestros jóvenes con la posibilidad de alcanzar una felicidad material y que, de adultos, no podrán comprar ni aquellos que se fuguen a esos paraísos donde solo existe el dinero o el poder. Sí ese poder para hacer con el dinero lo que quieras, hasta comprar conciencias a precios de ganga y pujar por dignidades en almoneda. Si somos capaces de vender honestidades y subastar honras más vale que no nos juzgue nadie. No merecemos la pena porque somos una especie fallida. Y, desde luego, no me mueve el pesimismo porque me declaro utópico convencido. Pero los hechos que yo conozco me muestran una realidad, sin negar que haya otras, con la que no me alineo. Aunque otros, como ya te he dicho, lo hagan. Sí, que hagan cambiar el mundo a base de matar a una mitad para que sea feliz la otra mitad, la suya. Y, después, ¿qué, a ser felices sin nadie a quien odiar? Por propia definición y por la experiencia nazi es una solución que se autodescarta sola. Lo siento. Me he ido arriba y me he olvidado del objeto de estas cartas, aunque motivos hay para distraerse de cualquier objetivo. Pero sigo sin explicarme cómo una vida puede ser ilegal o alegal. Hay días que me entran ganas de desandar el camino, de buscar a Hamal y dedicarme a jugar con él por el Sahel. En serio te lo digo. Sin ver, sin oír y sin decir nada. Como verás tanto las personas como sus sueños cambian y yo no me he librado de esa metamorfosis. Y aquí lo dejo porque lo tengo que dejar, si no esta se va a convertir, si no la he convertido ya, en un mitin sin valor alguno, en un brindis al sol. Un saludo,




No quería dejar de aprovechar estas últimas palabras de Dikembe, porque a mí, al leerlas también se me ha acelerado un tanto el pulso. De hecho tengo una nota de cuando leí esta carta por primera vez, referida a la defensa de los muros que separan los mundos y a las personas: Las vallas son neutras, no son asesinas, como quienes las fabrican, a pesar de estar dotadas de elementos contra quien quiera traspasarlas para herirlos o matarlos: cuchillas, "concertinas", altura, anti-escalada, etc. Los asesinos son quienes deciden usarlas para evitar que otras personas, tan dignas como ellas, puedan moverse libremente y busquen no ya el lujo, sino un trabajo para sostener a una familia que se ve obligado a abandonar y que en equis meses se morirá de hambre. Y, encima, esos asesinos tienen la desfachatez de acogerse a la defensa del bienestar de sus gobernados. Porque no es equiparable una vida a un bienestar. Y yo estoy seguro que algunos, o muchos, de esos votantes que les han puesto ahí, no se sienten precisamente bien por la existencia de esas vallas. Eso sí cuando les recuerdan que están ahí para lo que están. Erigidas por asesinos para disuadir a cualquiera que tenga necesidad de saltarlas. No, ni los muros ni las vallas disuaden, está más que demostrado, pero si pueden matar y evitar que muchos peleen por la vida de otros. Eso lo saben hasta los chinos.






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