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Entre puntada y puntada
4ª puerta
Al volver de entrevistar a Joselillo,
mejor dicho, a José, pensé que había un personaje de esos que consideramos
secundarios que parecía no tener mucha importancia dentro de nuestra historia. Ahora
bien, de no haber existido, no hubiera podido discurrir el relato tal como pensé.
Caso contrario, por ejemplo, al de Cirilo, personaje que pensé en omitir, y ya
sabréis el motivo más adelante, pero claro, si me cargaba a Cirilo, Carmina iba
detrás, y a mí, esa mujer me cae fenomenal. Bueno, al que me refería al
principio era a Antón. Un hombre en apariencia gris, como tantos otros que pueblan
el mundo, y que gracias a ellos funcionan los negocios y las relaciones
personales, incluso sirven de aglutinante de la sociedad con su quehacer
diario, su cariño y su lealtad a valores, que ya muchos tildan de trasnochados
y no por ello son menos importantes entre nosotros. Uno de esos valores es el
respeto, pero no aquel que emana de la autoridad que te obliga, sino que nace de
la igualdad, de sentir que uno tiene el mismo derecho que otro por ser igual
que aquel otro y viceversa. Antón, a pesar del extremismo al que sometió a
aquella sociedad la guerra civil, jamás pensó que don Mauro fuera su enemigo,
ni el patrón se sintió amenazado por su empleado. Ambos se respetaban porque se
veían de la misma pasta, compañeros de un proyecto que ambos veían viable.
Había que resolver los problemas para bien de las partes, no para el interés de
una. Con ese prejuicio me preparé la siguiente entrevista, y a parte de la
carta, me eché al bolsillo una pequeña grabadora, regalo de mi hija. No pensaba
sacarla a la luz la grabación, pero como mi cabeza se resiente del golpe que me
di al nacer, no me vendría mal el artilugio para traerme las declaraciones de
aquel personaje. La admiración hacía él había ido creciendo en mi interior
según emborronaba el papel. Cumplí la parafernalia que ya me aburría un poco
impuesta no sé si por Mendrugo o para diversión de las ranas, que algo se
debieron oler porque, antes de agarrar el picaporte de la cuarta puerta, me
dieron un abucheo digno de uno de esos políticos con los que pasamos hambre y
sed de justicia. Me sentí como si me hubieran hecho un “escraches”, como dicen los argentinos, porque las ranas incluso
portaban pequeñas pancartas, en las que pude leer cosas tales como: “No al aburromiento” o “Escritores = Traidores”
y cosas por el estilo. En fin, que esta vez cerré la puerta a mi espalda con un
portazo y me deslicé por el suelo diseñado en forma de damero donde el negro
era sustituido por el rojo como la tapicería de los bancos corridos y de las
sillas. Me senté a una mesa, junto al escaparate y me reconocí en el Gran Café
de Gijón, en Madrid, frente a un hombre sentado del que se podría decir que
“bailaba” en el banco corrido por su recogimiento físico.
—Buenos días, ¿Antón?
—Sí. Y que lo sean para todos,
caballero. Siéntese por favor y tenga en cuenta que estoy en horario laboral.
Y, aunque Mauro es muy permisivo, no quiero abusar de su bonhomía.
—Bonita palabra.
—Y que define perfectamente a la
persona de la que hablo, se lo asegura quien lleva con él alrededor de
veinticinco años, aunque le conozca de antes.
—Sí, lo sé. No se olvide que yo he contado
parte de sus vidas y he sido el primero en enterarme de todos sus buenos actos.
En efecto, yo también le considero un buen hombre, aunque no olvido otras
muchas virtudes que atesora.
—Tiene usté razón. Por ello no entiendo
el motivo de que quiera entrevistarme a mí y no a él. Aunque con este gripazo
que tengo no me entero de mucho, la verdá. Espero no pegárselo.
—No se preocupe. Y respecto a don
Mauro, todo se andará. Aunque si le matizo el motivo de esta entrevista, creo
que lo entenderá a la perfección, Antón —y, por supuesto, se lo maticé y él entendió.
Mientras, y disimuladamente, apreté el botón rojo “REC” de la grabadora que
llevaba y que deposite en la mesa bajo mi parpusa
de pata de gallo.
—Bien, tal como decía usté, ahora sí me
lo explico.
—Si le soy sincero, yo, en un principio
tampoco le había tenido en consideración para las entrevistas, pero luego, por
los comentarios de las lectoras y lo que usté influyó en el desarrollo del
relato cambié de opinión. Y aquí estoy, convencido de lo que hago.
—Claro, usté pensará que los personajes
seguimos con nuestras vidas aun cuando nuestra historia escrita es cerrada por
el autor, en este caso usté mismo, ¿no?
—¿Y no es evidente?
—En mi caso sí, desde luego. En ese
sentido sólo puedo hablar de mí y de los
míos, incluso de la gente que veo a diario. Pero eso no significa que en
otras fantasías ocurra, ¿no cree?
—Pues mire, en ese sentido he pensado muchas
veces qué perlas nos hubiera dejado Quevedo si en vez de un escritor real
hubiera sido una fantasía. Don Quijote, por ejemplo, cada vez que me pongo a
vivir con él sus aventuras, aun sabiendo que al final se produce su muerte, le
sigo viendo más vivo que muchos de los que deberían leer sus andanzas. Aparte
de lo que aprendo y me hace pensar, así que no me importaría estar rodeado de
locos como él o encontrar el modo de introducirme en su historia. De hecho lo
intenté, pero me hicieron trampas, bueno, no exactamente, pero me la jugaron.
En ésta he podido no sé como, acaso porque la escritura y las ranas —dije muy
bajito— me permiten esta licencia. Si en la vida real cualquier situación es
factible, ¿por qué no en la ficción?
—Pero Quevedo no es un personaje, es un
autor, como usté.
—Bueno, eso de que yo soy como Quevedo,
vamos a dejarlo a un lado. Lo que sí es cierto es que los dos escribimos, pero
la comparación no la admito. Hay tal abismo como entre Sancho Panza y don
Pablos. Aunque reconozco que tiene razón en su primera afirmación. Cambio el
comentario. Me gustaría ver al de Tormes deambulando por aquí, aunque
seguramente no tendría la lozanía que emana en esa historia que un desconocido
nos dejó para disfrutar de ella y para definir todo un género literario, aunque
algunos lo pongan en duda.
—La picaresca estará siempre presente
en nuestra sociedad, caballero. Pero me parece que nos hemos ido del tema.
—Como siempre usté tan preciso y
concreto.
—Deformación profesional, supongo.
—Perdone, pero es que me pongo a hablar
de estos temas y me olvido de todo lo demás.
—Rogelia también me critica que soy
puntilloso.
—Lo mío no era una crítica, sino un
halago, Antón.
—Se lo agradezco entonces.
—Por cierto, ¿qué tal su mujer y su
hijo? ¿Rafita, verdá?
—Sí, Rafa. Muy bien, gracias. Mi mujer
envejece mejor que yo. Acaso porque en lo físico ella es más mujer que yo hombre.
Y Rafa ya no es Rafita como le digo. No le va mal, la combinación de un hombre
enclenque y de una mujerona no ha resultado tan mala —sonrió feliz—. Se ha
casado y ya nos ha hecho abuelos, ¿sabe?
—Mi enhorabuena a los tres. Bueno a los
cuatro, su nuera también cuenta.
—Y mucho, sí. Muchas gracias en nombre
de todos, aunque, a lo mejor esto no le importa.
—No, no se equivoque. Al contrario.
Como le he explicado es a lo que he venido.
—Bien, ¿tiene alguna pregunta más?
—Sí, claro.
—Pues adelante.
—¿Cómo le afectaron los días que pasó
solo en la quintana de los padres de Gertru?
—Vaya, qué directo es usté. Bien, tengo
claro que perdí la razón que me guiaba y me guía aquí en mi vida normal y
cotidiana. Pero, más que perderla, la verdá es que yo creo que se ajustó. La
única forma que encontré para sobrevivir a esa soledad fue amoldándome a las
circunstancias que allí imperaban. Aunque no lo hice adrede. La mente humana es
una verdadera maravilla. Yo diría que tan maleable como la arcilla. Yo creía
que esa vivencia se había quedado allí, en los montes asturianos, hasta que un
día, después de cenar, siendo ya relativamente mayor Rafa, surgió la
conversación sobre la vejez, y eso siempre lleva a matar de palabra a alguien.
Mi hijo, en broma, insinuó que como yo era más débil que su madre, y como
siempre ocurre al revés de lo que se piensa, su madre “se iría al otro barrio”,
como él dice, antes que yo. Como ve, el tema de mi “enquenclez” sigue siendo
recurrente hasta en mi propia casa, pero ya no me molesta. Pues bien, esa noche
me di cuenta de que si la vida nos llevaba donde mi hijo proponía sería mejor
que fuera al revés. No sé porqué pensé que sin ella, sin Rogelia, estaría más
solo que en aquel valle. Allí, al fin y a la postre en la quintana podía
hablar con los bueyes. Luego sé que me afectó de algún modo. Después de aquella
conversación me volví más miedoso, cosa
que a mi edad es normal por otro lado. Como dicen por ahí según nos viene la
vejez nos vienen los miedos. Además, quedó en mi alma un desgarrón que nunca he
podido restañar, igual a la alegría que experimenté cuando supe que mi encargo
había llegado a buen término, incluso había superado las expectativas. Ese
equilibrio emocional es lo que creo que me ha mantenido lúcido hasta el día de
hoy. Eso y cómo me mira la señora Gertrudis. Aún hoy recuerdo también las
miradas de Xana y Queitano cuando nos volvimos a ver en Madrí. Por supuesto, al
final, la alegría minimizó la tristeza, pero a mí aquello me marcó para
siempre. Ellos no se dieron cuenta de cómo les miraba yo a ellos.
—¿Qué sintió cuando vislumbró la figura
de Feliciano en el horizonte?
—Su relato se ajusta mucho a la
realidad.
—Pero cuénteme.
—No sé, supongo que me volví loco o, al
revés, recobré la cordura. Sólo recuerdo un ímpetu por correr, por abrazar
cuanto antes a esa persona que se me acercaba, en la que desde que distinguí
había depositado todas mis esperanzas. Aunque también se me pasó por la cabeza
que eran imaginaciones mías. Luego, al sentir entre mis brazos a Feli, hube de
reconocer que esta enclenque persona importaba a alguien en su locura. Y no
sólo a los que tuve siempre presentes durante aquellos días. En definitiva, supe
que nunca había estado solo.
—¿Sigue en contacto con Feliciano?
—Por supuesto. Ahora tiene una flota de
taxis en Gijón. Pero nunca ha dejado de conducir para los demás. Más de un año
hemos ido a visitarle, a él y a su familia.
—¿Y cómo fue que se le ocurrió a su
amigo ir a buscarle? Eso no me quedó nunca claro.
—Por lo cotilla que fue.
—No entiendo.
—Verá. ¿Se acuerda de la nota que
escribí en la pensión, la que entregué junto con mis cosas a la dueña de la
pensión antes de salir hacia los montes? —preguntó Antón.
—¿El sobre que contenía dinero?
—devolví la pregunta.
—Sí, ése. Pues resulta que la buena
mujer vio excesivo el pago de sus servicios, así sacó del sobre los billetes
que creyó eran justo pago y sin ver mi nota volvió a introducir el sobre en la
maleta que me compró Rogelia, maleta que aún conservo, por cierto, y que dejé a
su cuidado. Feliciano, cuando empezó a preocuparse visitó la pensión y preguntó
a la dueña. El caso es que hurgó entre mi equipaje y encontró el sobre con el
dinero y la nota que yo había dejado por si me ocurría algo fatal. Así que se
puso en contacto con Mauro y éste le puso al corriente de todo.
—¿Y?
—Y el muy imbécil tomo la decisión de
que su cliente no merecía ser tragado por los montes. Y como en ese momento
tenía la misma información que yo cuando empecé a caminar por aquellos lares,
llegó también donde yo había llegado. Eso sí con más facilidad, a pesar de su
rodilla que se resintió, y de qué forma. Tuvo que operarse tres veces. Y, como
siempre, el ángel de la guarda de todos nosotros volvió a dar la cara y se hizo
cargo de todos los gastos.
—Don Mauro.
—¿Quién si no? Incluso de su
recuperación y de los pagos del Ford. Todos pensamos en aquellos momentos que
se quedaba cojo, que le cortaban la pierna, pero al final todo se arregló, y
aunque no quedó perfecto, apenas cojea y puede conducir, que era lo que a él le
preocupaba.
—Me alegro por él. Él y su familia son
unas buenas personas.
—¿Quiere que le dé su dirección?
—No me importaría hacerles una visita.
—Los padres murieron.
—Supongo que su hermano Pantaleón no.
—Supone mal. Después de entregar
Asturias a los nacionales, se echó al monte con una partida de guerrilleros.
Fue lo último que supo de él Feli.
—Vaya, hombre. Aún así, déjelo, no me
la dé, no tendría oportunidad. Tuve que seleccionar a los personajes para estas
entrevistas, Mendrugo así me lo estipuló, y al final decidí que sólo serían los
protagonistas de la historia.
—Es la primera vez que alguien me
califica de tal.
—¿Protagonista?
—Ajá. ¿Y quien es ese tal Mendrugo?
—No importa. Pero sin usté hubiera sido
imposible desarrollar mi relato por donde yo quería llevarlo. Y menos que
hubiera acabado tal como acabó. Bastantes penurias les he hecho pasar en su día
a día, como para que les diera un golpe bajo rematándoles con un final
doloroso. Aunque a punto estuvo, no se crea.
—Vaya, pues entonces se lo agradezco.
—No hay motivo. ¿Y Rogelia?
—¿Qué pasa con Rogelia?
—Que le dio por perdido.
—La verdá es que no lo sé, aunque me
extraña que se rindiera. Nunca ha querido compartir conmigo, y creo que con
nadie, aquellos días de angustia en los que no supo nada de mí. Al igual que
Mauro. Sólo sé, respecto a los dos, que desde el momento que regresé algo
cambió. Fue como si ambos me tratasen con excesivo respeto. Creo que, en el
fondo, ninguno de los dos pensaba que era capaz de hacer lo que ellos llaman la
gran aventura de Antón. Y Rogelia debió de hablar con su hijo, porque Rafa
nunca ha dejado de mirarme con una admiración anormal, sobre todo cuando le
tocaba pensar que su padre era un don nadie. Como si me viera siempre con los
ojos de cuando tenía seis o siete años y pensaba que su padre era un héroe que
todo lo podía. Su guasa respecto a mi constitución física esconde una pregunta
íntima. ¿Cómo fue capaz padre de hacer lo que madre me ha contado? En fin, que
aquella aventura, salvo el conocimiento amargo de la soledad y el desamparo,
sólo me ha traído reconocimiento de la gente que me importa. Y le aseguro que
es una satisfacción y una motivación inimaginables.
—¿Influyó su éxito en su sueldo?
—Su pregunta raya con el insulto.
—Perdone si le he parecido
impertinente, sólo me mueve el afán de recavar información. No pretendo
molestar a nadie ni prejuzgar nada. Si no quiere, no conteste. Lo entenderé.
—La respuesta es un no rotundo. Mauro
pagó de otra manera más elegante el encargo que me hizo.
—¿Puedo preguntarle cómo?
—Parece que se siente usté con
autoridad moral para hacerme cualquier tipo de pregunta.
—Si he de confesarlo, sí. Pero no por
mi mismo. Es aquella que me otorgan las lectoras de Entre puntada y puntada, no
es un privilegio mío. Por mí mismo no la tendría, como le he dicho.
—Bien, aunque creo que esta pregunta se
la debería hacer usté al interesado. Yo sólo puedo dar una opinión subjetiva.
Se la expresaré. Hablé con Mauro de este tema porque yo siempre había sentido
un gran agradecimiento y una gran
admiración por él. Pues bien, después del viaje a Asturias, él también sintió
lo mismo hacia mí. Me hizo partícipe de este negocio, lo que es también de
agradecer. Ese acto de cesión de propiedad le comparo con dejarme entrar en su
casa y compartir su herencia conmigo, un extraño al fin y al cabo. Le doy más
importancia que lo que representa económicamente. Por otro lado, el sueldo
seguimos tratándolo como jefe y empleado. Eso que quede claro. Jamás abusaré de
su confianza ni de su agradecimiento, tal como yo sé que él tampoco lo hará
hacia mí. Yo era su única salida para aquello. Y la señora Gertrudis se lo
merecía.
—Muchas gracias por participarme estos
asuntos tan delicados e íntimos, Antón. Muchos otros no lo hubieran hecho.
Gracias.
—Según usté, sus lectoras es lo que se
merecen y le obligan a ser curioso o entrometido.
—¿Quiere llamarme cotilla? Hágalo, no
me sentiré ofendido ni insultado. Le entiendo, yo también soy muy celoso de mi
vida.
—Pues quien lo diría, caballero.
—¿Se ha molestado?
—Un poquito. Pero no por mí, sino por
tener que hablar de otras personas.
—Bueno, Antón, sólo me queda
preguntarle por Balín.
—Y a mí contestarle que no puedo hablar
de aquel crío. Si bien Mauro aún puede desmentir o corregir mis opiniones,
Balín no. No se lo puedo decir más claro sin emocionarme.
—Tanto que no voy a insistir en ello.
—Se lo agradezco. Porque no me
encuentro muy bien.
—Y yo le agradezco a usted la claridad
y la precisión que ha usado para contestar mis impertinentes preguntas. Un
placer, Antón —me levanté y le tendí la mano que me estrechó también de pie.
—Lo mismo digo, caballero, y espero que
esas lectoras queden satisfechas. Adiós. Mi trabajo me espera. Aunque no sé yo…
—Y a mí el mío. Adiós. Y cuídese esa
gripe.
Antón salió primero por la puerta del café,
después de coger mi gorra y parar la grabación, me abrigué y lo intenté yo,
pero la puerta no se abría. Pensé que hasta ahí podía llegar con mis
movimientos en el tiempo, con lo que allí, de pie, saque la carta de mendrugo y
mire el recuadro. La palabra era lógica hasta cierto punto, porque en una
cafetería se podía tomar también un té, pero la escrita no tenía acento, así
que, la dije en alto: “TE” y antes de aparecer en casa vi la cara extrañada de
un camarero por pedir en la puerta una infusión. Lo que no sé es lo que pensaría
al verme desaparecer. Al verme sentado en el sofá con la pequeña grabadora en
la mano me alegré más de lo que estaba. Rebobiné la cinta y dispuse a escuchar
lo que había grabado, por primera vez no tenía prisa en volcar sobre blanco el
negro de mis palabras, las había almacenado con aquel útil artilugio. Pulse el
“PLAY”, cerré los ojos y me repanchingué a la espera de oír la voz de Antón y
la mía. Pero en vez de eso lo que escuché fue unas carcajadas corales de unos
anfibios que pasaron a emitir gritos de protesta sobre mí. Antes de apagar
escuché el motivo de que la cinta no reprodujera lo que yo esperaba: “Listo, en
aquella época no había grabadoras”. Así que, corrí a mi mesa de trabajo para
poder volcar en el papel lo que recordaba que Antón me había contado. Algo me
dejé en el tintero, pero creo que pude salvar la esencia de la entrevista.
Queda a vuestro juicio.