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martes, 28 de febrero de 2017

Dear Jane

Vamos a presentar los bloques de Dear Jane de febrero.

¿Sólo cuatro?

Me han dado guerra como si fueran cuatrocientos.

Uno le he repetido varias veces, otro le he perdido y lo he tenido que volver a hacer, los melones, ay los melones!!!

En fin, que han estado muy accidentados, igual he trabajado más que otros meses pero con unos resultados diferentes, que no peores. Claro que no. Ahora me lo vais a decir.

A-7 Dad's Plaids

No es por nada, pero estoy más que orgullosa de como me ha quedado este bloque.
Los melones no me gustan nada, pero nada de nada, pero fijaos, si "casi" rozan la perfección.
Lo que os digo, de nota.



A8-Florence Nightingale

Sin palabras que os dejo, ¿a que si?
Está fenomenal.
Pues le tuve que repetir porque usé una fiselina que me salió "arrugativa"


F7-Star Struck

Este tampoco está mal.
La estrella del centro, prácticamente perfecta, pero hay una banda lateral que no me convence del todo.


I6-Viewer's Choice

Este no está perfecto, pero respecto a como estaba al principio, ya me siento más que satisfecha.
Hay que tener una paciencia para hacer los melones....
Y no todos los días estamos igual de inspirados.


Ahora vamos a ver los de Lola que seguro que le han quedado divinos como siempre.

Y sigo coso que te coso...

lunes, 27 de febrero de 2017

CAP. 42 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

ecuerdo que la última cerraba con la alegría y me regocijaba en ella. ¿Pues por qué no abrir esta de la misma manera? Es una buena forma de empezar una carta, ¿o no? Eh bien, c'est ça, mon ami, que en aquellos momentos de oscuridad, en los que, por hache o por be, te ves inmerso, la amistad y la compañía se elevan como un faro en mitad de la niebla. No es malo dudar de uno mismo, peor es dudar de tus demás, como me ocurriría cuando a punto estuve de contraer matrimonio. Pero bon, esa es una historia ya contada. Vayamos a la salida de Adrar, mientras curaba de nuevo la mano de Adama. Aquella noche nada más parar, me puse a hervir la hoja de llantén gracias a las matas que salpicaban el camino. Y ya puestos, aproveché para hervir unas verduras porque, aparte de provisiones, también habíamos adquirido una pequeña olla. Y fue una idea feliz, mía, pero acertada. La lata no me daba buena espina ni por la mano de Adama ni por la comida que pudiéramos cocinar en ella. Además era pequeña. Para un té valía, pero no para unas verduras. Nos tomamos hasta el caldo en dos cuencos de barro que también habíamos comprado en Adrar, junto con otro mapa y que nos durarían poco. Habíamos tirado la casa por la ventana aquella aciaga tarde. La acampada no empezó muy bien, porque volqué la olla después de haber preparado la cura y tuve que volver a empezar. Pero como te cuento, acabó mejor. Así que con los deberes hechos y la tripa caliente, nos acostamos junto al fuego que moría. Si bien antes, me di un paseo con Hamal para agradecerle su apoyo a solas. Me daba vergüenza hacerlo delante de Adama. No sé porqué. Aunque el camello, en vez de escucharme, se puso a mordisquear los arbustos que aguantaban como nosotros la desgracia de vivir que conlleva la alegría de estar vivo. Ellas, las plantas, acabarían en los estómagos de un camello o como combustible para hacer un té tuareg. Nosotros acabaríamos el día y la semana sin saber para qué habíamos nacido. Hoy siento que éramos daños colaterales de un sistema económico y social que no cuenta con todos. Yo más animado, Hamal como siempre y Adama más parlanchín que nunca, porque me dio las buenas noches, acabamos el día dormidos y en paz, como debe ser. Aunque Adama no sabía leer ni escribir, sí era capaz de localizar en el mapa las palabras que aparecían en los carteles a las entradas de los pueblos y aldeas. Siempre me preguntaba por ellos. Había manchado con un tizón los puntos que representaban los pueblos por donde habíamos pasado. Y te lo cuento porque tras un pequeño discurso busqué Adrar en el papel y pude explicarme su comentario. Si seguíamos hacia el noroeste y dejábamos la carretera no encontraríamos otro pueblo. Bon, había uno, pero muy lejano, Tabalbala. Silabeé el nombre y Adama lo repitió como un papagayo. «Es el pueblo más cercano hacia el oeste», le aclaré. Y como irónico ante mi indicación, él volvió a repetir: «Tabalbala». Evidentemente yo no podía aplicar la escala en el mapa para calcular la distancia entre Adrar y la otra ciudad. Si hubiera estado mejor preparado podríamos haber sabido que las separan 340 kilómetros de puro desierto. Pero, de nuevo como cada día desde que oyéramos el contenido de aquella carta fraternal, en el sentido de aconsejar insistentemente que se viajara hacia el noroeste, nosotros lo habíamos seguido a pies juntillas. Y no podíamos en ese momento volver atrás. Había que seguir hacia Tabalbala, estaba claro. No había otra. Pero también era cierto que no podíamos hacerlo con los alimentos que teníamos en las alforjas. Una opción era volver y hacernos con más provisiones y con más agua, aunque todo ello no sería ningún problema como sabíamos. Al final decidimos que si ya nos consideraban rateros de huerta, lo seríamos de verdad. Entraríamos ya anochecido en Adrar y asaltaríamos higueras sobre todo. Los higos, aunque pringosos, son los frutos más fáciles de hurtar. También pensamos en melones, pero su tamaño no nos permitiría pasarnos. Cogeríamos, a poder ser, más frutos sin madurar que maduros. Ya madurarían en las alforjas. No queríamos que nos ocurriera lo mismo que cuando me pasé al comprar dátiles camino a Tawrirt. Desde que había probado el melón, era mi fruta favorita. La de Adama, los albaricoques, aunque no los habíamos visto en aquellos huertos. Esa misma tarde emprendimos el regreso. Y la tarde siguiente, ya con Adrar a la vista, echamos siesta no fuera a ser que, en mitad del delito, nos quedáramos dormidos. Cuando despertamos quedaba poco para que el sol se ocultara. Y, como ya sabes, en África en cuanto desaparece el sol por el horizonte no tarda mucho en llegar la total oscuridad. Nos ayudaría la luna que apenas era un cuarto de su tamaño y las estrellas que en el desierto brillan más. Pero nos dimos tiempo para la cena. El miedo deforma la realidad, pues, a pesar de la escasez de luz, a mí, por lo menos, me parecía  que  el 
gajo de luna alumbraba más que el sol en su cenit. ¡Qué caprichosa es la percepción! Cuando deseas la oscuridad nunca desaparece la luz, cuando esperas la claridad hasta que no ves toda la circunferencia del sol no te das por satisfecho. Cuando mi amigo creyó oportuno comenzamos la marcha. Como estábamos muy cerca, nos aproximamos despacio por seguridad. El único extrañado era Hamal, aunque por mí hubiéramos andado como los cangrejos. Imaginaba a un Brahim voceador y con un alfanje entre las manos a la espera de dejarme tan manco como a mi amigo. Cuanto más nos acercábamos, más grande se hacía aquella espada curva e imaginada y más alto oía los rezos coránicos y los gritos fanáticos. ¡Vaya un delincuente estaba hecho! Cuando comprendí que mi compañía no parecía la más adecuada para perpetrar una fechoría, ideé un plan B. Siempre podíamos montar a Hamal y salir a toda pastilla de Adrar. Creo que fue la primera vez que pensé en una salida distinta de la pretendida. Empezaba a ser precavido y eso me animó y, además, mitigó el tremor que ya me cogía todo el cuerpo. Lo cierto es que aquella noche era más cerrada que la mente de un fascista. Y así terminé por reconocer que no podían vernos y más si íbamos desnudos, tal cual iba yo. Alguna ventaja había de tener ser negro, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Así que nosotros, que no éramos felinos, tampoco veíamos muy bien por donde caminábamos, aunque las luces de la ciudad, que no eran muchas, nos guiaban como un faro. Antes de pisar sus calles tuvimos que esperar y soportar una tormenta de arena. Seguramente en contra de tu parecer me alegré. Con aquel tiempecito y a aquellas horas nadie se movería de su casa. Y el que no tuviera qué comer se habría resguardo en algún lugar, incluso debajo de la tierra como yo había hecho alguna vez. La tormenta dejó un vientecillo que ponía la piel de gallina. No nos verían, seguro, pero quizás nos oyeran por los quejidos que soltábamos al tropezar. Ya dentro de un huerto grande, después de desestimar el hurto en uno pequeño y tras saltar un par de muretes de medio metro y dejar atrás a Hamal, avancé con las alforjas al hombro y ambos con los brazos extendidos hasta distinguir los árboles frutales, prácticamente, cuando los tocábamos. Había notado a Hamal un tanto incómodo. Lo mismo era consciente de ser un delincuente, como yo. Al verse solo en medio de aquella oscuridad, el animal empezó a llamarme y tuve que silbarle. No habíamos contado con eso. Pero es que él tenía la misma dependencia de nosotros que nosotros de él. Aprendí que el miedo no es privativo de los humanos. Pero Hamal, al escuchar mi silbo se tranquilizó. Al poco oímos voces y nos vimos rodeados de puntos de luz. Nos habían descubierto, cosa que era normal después de lo ocurrido. Entonces, mi amigo me exigió que sacara la cuerda de las alforjas. Antes de darle el rollo ya me empujaba para que me subiera a la higuera. Adama iba más deprisa con la mente que con la única mano que tenía. Al final hube de bajar y atarme la cuerda a la cintura según sus deseos. Después nos atropellamos al subir a la higuera los dos, uno por cada lado de su tronco. El jodío trepaba mejor que yo con una mano sola. Una vez arriba agarró la cuerda, me dio carrete y su ramal lo lío a una gruesa rama. Y con los pies apoyados en el tronco y con la cabeza lo más paralelo posible al suelo, me coloqué como si fuera la rama más gruesa de aquel árbol. En vez de negarme, me eché a reír al imaginar mis partes nobles sometidas al efecto de la gravedad. Pero Adama me urgió y me lanzó las alforjas para que me las colgara del cuello. Las antorchas estaban ya muy cerca. Y no tuve más remedio que confiar otra vez en el arcano plan de mi amigo. Agarrado a otra rama y después a la cuerda me deslicé hasta quedar de cara al suelo a unos dos metros. La cintura me ardía como si llevara puesto un  cinturón de fuego y notaba como la madera se clavaba en mis pies. Cuando mi amigo vio cerca una luz me susurró que moviera los brazos y las manos despacio para no perder el equilibrio. Y yo sumé el meneo lento y acompasado de cuello que hizo oscilar las alforjas. Poco tardaron en llegar. Primero lo hizo un chaval. Con una mano sujetaba un candil y con la otra la traílla de un perro que tiraba hacia mí y que, al descubrirme, empezó a ladrar como un descosido. La lucecilla de la lamparilla titilaba tanto como yo tiritaba. Aquella llama, apenas iluminaba su cara infantil y morena. Eran más las sombras deformes que sacaba de los objetos más cercanos. Al verme, el crío soltó tanto el perro como el candil, gritó como un demonio y le vi malamente alejarse a la carrera y gritando. Pero no tardó mucho en presentarse el grueso del cuerpo de guardia. No pude ni deshacer la incómoda y dolorosa postura. Vi varias luces que se acercaban entre las ramas de los frutales más o menos a mi altura. Eso sí, lo hacían muy despacio. Lo mismo se movían un tanto que se quedaban quietas otro rato, como si su portador saltara y luego, tras una brusca parada, continuara el desplazamiento unos instantes. Paré el movimiento pendular del cuello con todos sus músculos en tensión y lastimados, y lo giré para decirle a Adama que aquellos tíos nos iban a pelar como a dos gallos. Él me dio ánimos también a susurro limpio: «¡Tú aguanta, chaval! Que de esta salimos, ya verás». Y aguanté. ¿Qué otra posibilidad había? ¿Soltarse de la cuerda y caer de bruces al suelo? Eh bien, c'est ça, mon ami. Menos mal que la antorcha que vi acercarse no llegó a mi altura, si no, hubieran visto a un mozo desnudo subido a un árbol en un gesto tonto y ridículo, y con más miedo que vergüenza ardiendo como una tea. Pero aquel fuego,  al  estar unos  momentos debajo 
de unas ramitas las prendió. Y ya sabes, el fuego es tan avaro como los brokers de Walt Street. Las llamas trataban de hacerse con todo ayudadas por el viento. Pronto se olvidaron de nosotros y del fantasma que había visto el crío al grito de: «¡Fuego, fuego!». Aprovechamos la confusión y las llamas para deshacer la postura y bajar del árbol. Nos alejamos del incendio en dirección a Hamal, al que subimos desde el murete de tierra. Me extrañó que Adama se sentara delante de mí y tomara la rienda, pero antes de subirse me advirtió: «Lo guío yo». Así que me subí detrás y me abracé a él, como él hacia conmigo. Al ver que se metía en el huerto de donde habíamos salido, me entró el pánico y pensé que se había vuelto loco. Ante la imposibilidad de hacer otra cosa, me pegué a su espalda como una lapa. Buscaba protección. Cuando llegamos a poca distancia de la gente, que trataba de apaciguar el fuego con ramas mientras llegaba el agua, me ordenó que les preguntara en árabe si necesitaban ayuda. Nos gritaron que no porque llegaban más vecinos y más medios. Y entonces entendí el plan de mi amigo en su totalidad. ¿Cómo era capaz aquella mente de crear en un instante de apuro tal maquinación? La respuesta me daba y me da igual porque yo siempre me he beneficiado de esa capacidad creativa de Adama. Porque, como habrás adivinado, ahí no acabó la cosa, porque con la mitad de los vecinos de Adrar dedicados a contener el fuego, nosotros llenamos las alforjas tranquilamente en otro huerto. Después de todos los miedos y todas las dificultadas pasadas cometimos el hurto y pudimos recolectar a nuestro gusto y criterio los frutos. Por eso te he dicho tantas veces que no soy ningún santo ni tampoco un ejemplo a seguir. Sí reconozco que hasta que fui profesor de universidad luché con uñas y dientes por sobrevivir, pero eso lo hacen muchos todos los días. Pero en este caso acontece que tú conoces a fondo al protagonista. Y ahora más. Espero que no cambies de opinión, que motivos te estoy dando para ello. También cogimos agua, y aunque fue del ramal de los campos era la más clara que jamás habíamos bebido. Y tampoco estorbamos la sofocación del incendio. Siempre he considerado este episodio como un accidente, pero ahora me doy cuenta que si nosotros no hubiéramos sido unos ladrones no hubiéramos perjudicado a nadie. Las conciencias son tan plásticas como las mentes. En eso estaremos de acuerdo, supongo. Y más después de haber leído a Quevedo. Durante la recolección, siempre que miraba a mi amigo a la cara me parecía descubrir en ella una sonrisa de satisfacción. Gesto que terminó por dibujarse también en la mía al desaparecer la angustia acumulada durante nuestra actuación circense. Y tan campantes tomamos el camino que nos sacaba de los huertos y nos alejaba de Adrar. Cuando estuvimos lo suficientemente lejos, mi amigo empezó a convulsionarse. Pero no me dio tiempo a preocuparme porque a la vez me llegaron sus carcajadas que me invitaron a compartir su alegría sin saber de qué reía. No teníamos otra cosa que hacer, por eso dejamos que Hamal marcara la dirección de nuestro caminar, siempre que no nos acercara a Adrar. Nos volvimos y vimos su resplandor reflejado en lo alto. «Habrán apagado el incendio, ¿no?», comenté. Pero aunque era más un deseo que una pregunta, la contestación me llegó como un tren de mercancías a cien kilómetros por hora: «¿Ahora te preocupas?». Tenía razón. Lo hecho, bien o mal, ya estaba hecho. Y evidentemente era malo porque me remordía la conciencia. Levanté la vista hacia Sirio y la estrella polar, corregí el rumbo del camello. Acampábamos cuando la estrella más cercana se asomaba al horizonte y comenzaba a descubrir los tonos de la arena. Por ello montamos un toldo que nos ocultara, comimos y nos echamos a descansar. Cuando nos dormimos, la noche solo continuó en nuestros sueños. No lo sabíamos aunque mirábamos todos los días el mapa, pero según la dirección seguida desde hacía unos días, el siguiente oasis que nos podíamos encontrar estaba a unos cientos de kilómetros. A nuestro paso, tardaríamos unos treinta días en llegar como mínimo. Eso si no nos distraíamos. Te puedes imaginar que, de haberlo sabido, hubiéramos tomado otra dirección. Un odre para una persona llegaba muy, pero que muy justito. Y así fue, aunque yo calculo que tardamos un mes y medio en avistar Tabalbala. Por supuesto llegamos sin comida y con dos gotas de agua en cada pellejo. Se nos hizo interminable y fue un camino lleno de dudas sobre ir en la buena dirección, a pesar de que ni el sol ni el resto de estrellas nos mentían. Cuantas veces me pregunté “¿Dikembe, estás seguro?”. Quizá por ello Adama no lo hiciera ni una sola vez. Yo creo que confiábamos más en el otro que en nosotros mismos. Desde luego yo se lo tenía reconocido a Hamal, pero no así a Adama. Ahora me doy cuenta de ello. No te creas, que al revivir todo aquello yo también aprendo y corrijo, no solo tú conoces. Por eso te detallo tanto, porque no sé donde puede haber un error que corregir,  una idea que retomar o  una historia  que acabar.
Sé que en estas cartas que te escribo hay algo oculto que no se me muestra. No consigo dar con ello. Pero sé que al final lo descubriré. En tanto, sigamos. Vimos unos picos negros que se elevaban al cielo. Fue grato porque rompían la monotonía del paisaje y un poco más tarde, distinguimos unas murallas del mismo color que la tierra que ocupaban. Era la ciudad de Tabalbala. Antes de entrar encontramos entre unos altos de roca un pozo de donde nos servimos agua a nuestro antojo. Si no, no sé si hubiéramos llegado a entrar a la ciudad. Hamal, como siempre, se portó y nos hizo más llevaderos muchos tramos en los que nos llevó a cuestas. También bebió lo suyo a la vez que disfrutábamos nosotros. Simplemente con no tener la espada de Damocles sobre la cabeza, “¿nos dará el agua?, ya era un descanso infinito. Si a eso le sumas sentirla sobre tu piel y no tener miedo a que te falte llegas a disfrutar de la situación y a descansar la mente. Ahora a las presiones de las preocupaciones se las llama estrés y a las marcas que te deja una guerra le añaden el adjetivo postraumático, que queda muy chulo. No sé si recuerdo bien, pero no deja de ser curioso que de la única ciudad que no he huido y a la que he vuelto en paz es esta, Madrid. Ya en Tabalbala supimos que estábamos cerca de otro país sin necesidad de mirar el mapa. También supimos, después de mirarnos y reír, que debíamos mudar la ropa. Y no es que estuviera sucia, es que estaba destrozada. A mi amigo se le veía una nalga y yo parecía recién salido de una pelea con un felino. Te preguntarás, porque te conozco, porqué no llevábamos ropa en las alforjas. Y en esa supuesta pregunta está la diferencia entre el mundo que vivo hoy y aquel otro. Y aun así, hoy no puedo asumir la cultura de consumo que usáis aquí. A mí no me han metido por los ojos o el oído desde crío la necesidad de tener o comprar. A mí, a nosotros los africanos, también nos gusta tener objetos, como a todo el mundo. Pero pregúntate como sonarían entre Adama y yo los mensajes publicitarios a los que dices no hacer caso. Pensar que sin Coca-Cola no hay verano, hubiera sido muy triste. Yo creo que han conseguido implantaros un chip, que pronto llevaremos en los genes, a través del cual manipularán nuestras necesidades. Pero el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Si yo en Gwane o en Karuba hubiera recibido tal bombardeo publicitario y propagandístico en el que se dibuja un prójimo enemigo para mantener el círculo del sistema económico, seguro que también adoraría al dios consumo. Y no es que defienda mi cultura original, porque lo que llega desde mis tierras y su entorno, aunque manipulado, no oculta una verdad indeseable. La vida de cualquier persona no puede estar basada en pisar a los demás para subir un peldaño en el entramado socioeconómico, como tampoco en la exterminación de una tribu rival. La sociedad civilizada y la sociedad primitiva. Aunque ambas se den en todos los continentes. Y hemos llegado, más unos que otros, a un punto en el que para vivir ya no nos importa lo que le pase al otro, salvo que esté muy lejos. Los africanos no hemos dejado de ser salvajes a pesar de vuestros “intentos”, pero sí habéis llevado a vuestras colonias la cultura del consumo y no la cultura pacifista de los Verdes, aunque hay gratas excepciones. Trajisteis todos vuestros valores, pero nos quedamos con lo peor y vosotros tampoco hicisteis mucho por evitarlo. Os interesaba el enfrentamiento. Divide y vencerás. Nos hemos quedado con el maltrato de ríos, la caza furtiva, el deseo de poder, los prejuicios religiosos y étnicos, estigmatizamos al diferente, la esclavitud, etc. O quizá esté equivocado y todo eso estaba ya instaurado antes de que llegarais vosotros. No lo sé. De una cosa no hay duda, para bien o para mal, vuestra intervención modificó nuestro futuro para siempre. No hay que olvidar que el calentamiento global quien más lo sufre es quien menos contamina. Y eso si es que existe tal calentamiento global y no es otra plaga que nos manda vuestro dios por no creer en él. No te extrañe oír esto en breve. Da igual el origen, el caso es que los paganinis somos nosotros, pues la desertización y la eliminación de la vida se producen en nuestra tierra, en nuestros ecosistemas que no aguantan tanto humo como las ciudades y los urbanitas. Y si no, los estados aflojan vuestros bolsillos para comprar más aire que polucionar. Todo lo tenéis enfocado para que seamos desiguales en el sentido de parecer unos mejores que los otros, cuando la sonrisa o el llanto de un niño, sea de donde sea, iguala a todos. No es más feliz quien más produce y más consume. Hay culturas en las que es más importante cantar que fabricar. Y ahí siguen, cantando. Alguno dirá que con una esperanza de vida muy baja, a lo que yo añado que, a lo mejor, es una vida corta, pero plena. No como esas de las que están llenas vuestras residencias para mayores. Este pensamiento no es mío, pero lo comparto. Me lo expresó un personaje vestido muy raro, con melena y barba blancas, que nos encontramos en mitad de una tormenta de arena y en mitad del desierto. Y lo recuerdo porque al llegar junto a él, aunque la tormenta seguía a nuestro alrededor, la arena no impactaba contra nosotros. Fue muy curioso, tanto el hecho como el pensamiento, si tenemos en cuenta el cuando y el donde se produjo. También le recuerdo con unas gafas estrafalarias. ¿Sabes que un niño, según él, sonríe 350 veces al día? ¿Y sabes cuanto sonríe un adulto? Pues cuatro veces. ¿Eso qué te dice? A mí que perdemos mucho al hacernos adultos, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. También nos contó que en España el motivo por el que mueren más jóvenes es el suicidio(1). Alucinante, ¿verdad? ¿Cómo sabría aquel tipo que acabaríamos en España? Ah, y añadió que se cambia antes el curso de un río que el carácter de una persona, por eso la infancia también es importante. No sé el motivo pero me recordó a mi abuela Mayifa.
Cuantas veces ocurre que conoces mejor a una persona cuando se ha ido. ¿Será porque se piensa más ella? ¿Porque se recuerdan más sus vivencias? ¿Porque la ausencia agranda lo perdido? Es el caso de Dikembe cuando se refiere a Mayifa. Quizá por ello no es capaz de aclarar en su corazón si ella fue su madre, su abuela o su bisabuela. Y no me refiero a esta carta en particular. Es una conclusión debida a la lectura de todas sus cartas. Sí entiendo que fuera la persona que más le marcara. Aunque, a este respecto, pienso que no hay una única persona, ni tienen que ser familiares aquellos que dictan tu conciencia o condicionan tus decisiones. No veo a Dikembe distinto de mí. Es más, le noto muy cercano en ese asunto. Y, cada vez, al releerle más despacio, más cercano le siento. Y si hablamos de Adama, aunque le juzgo más inteligente y esclarecido que a su amigo, entiendo que una de esas personas que le marcaron fue él, el propio Dikembe. Otro asunto son las circunstancias vividas. Incluso me atrevería a decir que Adama sentía a través de Dikembe, porque, entre líneas, leo que a ese niño que fue Adama le arrancaron el corazón cuando debía sentirse inmortal. Su mente no fue capaz de suturar el tajo que provocó su orfandad y su desarraigo. Por otro lado Dikembe, acaso por la constante alusión a Muerte, pierde gradualmente esa sensación de inmortalidad. Creo que, mientras vivió estas andanzas que cuenta a su amigo José María, no era consciente de su invulnerabilidad. En cambio, cuando las escribe es cuando asume tajantemente la convicción de su inmortalidad. En ese momento, en el que yo le imagino muy mayor, es cuando menos vulnerable es un hombre ante la muerte. Ya no siente miedo. El tiempo y las ausencias son como la noche, mitifican y multiplican todo, en especial los sueños.
No me acuerdo ya a qué venía esto, pero bueno, ya me conoces. Hablemos de Tabalbala. Nos sorprendió su ordenamiento urbano. Las casas, en mayor número que las chozas, se aglutinaban en una zona, sin que se vieran otras dispersas. Los huertos y las zonas verdes se hallaban relativamente lejos del centro urbano. Nada tenía que ver con Adrar. No hace falta que te aclare porqué aquellas gentes también se dedicaban a la agricultura, pero sin olvidar la ganadería. Sobre todo vimos cabras. Ya sabrás que una cabra se come hasta las piedras si no tiene otra cosa a mano. Y, por supuesto, camellos que ya sabes también que sirven para todo y que si les dejas sueltos se buscan la comida como las cabras, aunque son más selectivos. Yo diría que es el equivalente a vuestro cerdo con la mejora evidente del trabajo que te pueden aportar. Vimos a unos extranjeros que bajaban de un coche muy peculiar que parecía militar, pero que no lo era. Al apearse les vimos abanicarse y resoplar, como sorprendidos del calor que les recibía en mitad del desierto. Aunque no sé qué esperaban, ¿las temperaturas del Ártico? Sacaron sus cámaras, fijaron sus recuerdos y siguieron camino. No sé hacia donde, bueno, sí lo sabía porque era evidente, hacía donde nos encaminábamos nosotros también, porque a Adrar no llegarían en una jornada ni con vehículo. Y no te olvides que por aquel entonces el único turismo que se hacía era el de hotel. Ya dentro de la ciudad, no tuvimos dificultad en encontrar un lugar donde descansar. Había muchos árboles que no estaban encerrados en huertas valladas. Tampoco nos costó nada encontrar agua y un zoco. Pero allí, si excluimos los cuatro extranjeros que habíamos visto, no encontramos más que vecinos. Nuestro dinero no había mermado, pero la verdad es que tampoco habíamos tenido la oportunidad de aumentarlo. Y era lógico porque al seguir la ruta del emigrante nos limitaba las posibilidades en ese sentido. Aunque no lo sabíamos, el goteo de personas como nosotros era constante, pero no era ni por asomo la riada que años después llegaría a ser como todos hemos visto. Hasta el extremo de que se ha convertido en una forma de vida más para los que no la eligieron. Si bien no estábamos intoxicados, tampoco éramos conscientes de todo lo que ocurría en el mundo. Era como si nosotros, que teníamos los ojos más abiertos que las ganas de comer, también fuéramos sordos, o mejor dicho, como si viviéramos dentro de una campana de cristal. No sé, pero si los africanos hubiéramos conocido antes nuestro futuro inmediato, este hubiera sido de otra manera. No lo sé te digo, porque África está muy atomizada. Ni siquiera los árabes consiguieron, o no quisieron o no pudieron, bajar más al sur. Prefirieron conquistar hacia el norte que, curiosamente, es otro sur para los europeos. Y por no saber, no sabíamos quien era Martin Luther King, y eso que por aquellos años(2) le premiaron con el Nobel de la Paz. Y todavía tengo la duda: ¿Mejor estar mal informado o mejor ignorar? Bendita es la ignorancia, pero el conocimiento es poder. El comentario es radical, pero en aquella época los grises no se tenían muy en cuenta. Ahí te dejo mi duda, para que pienses en ella y me cuentes cuando vuelvas. Un saludo.

 









(1VG) [↑][Volver] Dato dado por Javier Urra el 11/07/2016 a las 11:15 h. en el programa Hoy por Hoy de la SER.
(2VG) [↑][Volver] 1964.


Imagen 1. Foto bajada (y retocada) de www.travelblog.org ©David Vincent.
Imagen 2. Foto bajada de www.extremaduramente.com.
Imagen 3. Foto bajada de www.panoramio.com ©Ramón Azorín.

domingo, 26 de febrero de 2017

Agarradores


No es porque los haya hecho yo, que hoy estoy subidita, pero ¿pueden ser más bonitos?

Ya, lo sé, imposible.


Están hechos con tres telas vaqueras diferentes


Que no es que yo lo diga, es que se nota.


Y una tela de unos visillos de cocina de mi amiga Maytxe


Son bonitos por delante y por detrás


Me encanta acolchar a máquina, sobre todo en piezas tan pequeñas.

Bueno, que sepáis que al operario de la máquina de fotos le voy a nombrar Director artístico porque está que se sale con las fotos.

De momento como no me gusta hablar de banalidades, el sueldo no lo vamos a tocar.

Y sigo coso que te coso...

viernes, 24 de febrero de 2017

Sujetacables

Hoy os traigo algo que ya hice hace tiempo.

Un sujetacables. Bueno, bien, y os preguntaréis ¿qué de nuevo nos aporta?


En principio y hoy, bastante poco, pero "algo" si.


En estas fotos aún no se detecta...

Un poquito más de paciencia.

¿Os dais cuenta que el botón-pollo está muy metido?

Estaba harta de poner los botones al filo y que no quedase el cable bien cubierto, con glamour.


Pero seguí trasteando y algo nuevo descubrí....


Os lo contaré en el próximo video de Youtube.

Y sigo coso que te coso...

jueves, 23 de febrero de 2017

Sobre las redes sociales

Los que me seguís ya sabéis que no me suelo quejar, pero es que ayer tuve un mal día, bueno, eso es suave tuve un "malpeordía"

Hacia el medio día me hubiese ido a la cama, me hubiera tapado con una manta y a esperar que llegase otro día.

Pero no, todavía me faltaba....

Vamos a sonreír, porque es mucho mejor.

Como no me fui a la cama, me puse a hacer el 347 (un modelo informativo que requiere Hacienda y que hay que cumplimentar antes de finalizar el mes), de repente me entra un correo y con él la risa. 

Perdón, soy mala, pero me tuve que reír.

El correo era de un Anónimo con noreply que me pedía unos patrones de algo que no es mío e indicaba en el post su autor.

Anónimo+noreply. ¿Envío con paloma mensajera? De verdad que no "ensajero" nada.

Y si no es mío, que lo digo ¿por qué no se lo pide al autor?

¿Cómo se come?

Me acababa de contar una amiga que "alguien a quien no conoce" le había pedido todos los patrones de sus cosas para hacer una canastilla a un familiar. Sin por favor, ni nada.

De verdad, ¿nos estamos volviendo locos?

¿Y cuando te piden el tutorial, tutorial que está perfectamente indicado y enlazado en el post que están leyendo?

Yo pediría un poco de respeto al tiempo de los demás.

Si, ya sé que el tiempo es gratis pero si lo invierto en cosas que no me apetecen y me queman, se me gasta para lo que yo verdaderamente quiero.

Podría haber hecho un videotutorial pero escribir también me desahoga.

Os invito a que compartáis vuestras experiencias en modo de comentario.

Podemos publicar un NO SE DEBE   NO SE PUEDE   NI SE DEBE NI SE PUEDE
ESTO SI     ESTO NO

Ahí lo dejo.

Y sigo coso que te coso...

martes, 21 de febrero de 2017

Cómo hacer la técnica seminole de patchwork. Videotutorial.


Vamos con otro vídeo, el número 10.

En esta ocasión, he querido hacer la técnica seminole.

Siempre ve Raúl los vídeos y le faltó tiempo para facilitarme información:

Traducido con Google Translate y corregido a mano:

Poco antes de 1920, una nueva técnica decorativa fue desarrollada por las mujeres Seminole - el ahora famoso patchworkLos diseños tempranos eran bloques o barras de color alterno a menudo un diseño del diente de sierra. Estas bandas de diseños eran cosidas directamente en el cuerpo de la prenda, formando parte integrante de la misma.

El Patchwork se adoptó rápidamente como una forma de embellecer aún más la ropa ya coloridos. A medida que pasaba el tiempo, los diseños se hacían cada vez más intrincados a medida que las costureras se hacían más hábiles con su nueva habilidad. A menudo, los diseños usados ​​en las faldas de las mujeres hoy en día son extremadamente complicados.

Cuando ve el patchwork, la gente a menudo exclama sobre la complejidad y preguntan: "¿Las mujeres Seminole cosen cada pequeña pieza juntas?" No se puede negar que una gran cantidad de tiempo se requiere para hacer una prenda de patchwork. Sin embargo, la realización de patchwork es un proceso sistemático que permite que el trabajo avance mucho más rápido de lo que podría suponerse.

La invención y la utilización del mosaico ocurrieron aproximadamente al mismo tiempo que muchos Seminoles comenzaron a encontrar empleo en las atracciones turísticas. En estas atracciones, las mujeres de Seminole disfrutaban de la libertad de algunas de sus tareas diarias que eran rutinarias en sus campos de los Everglades. También se les animó a participar activamente en la fabricación de artes y artículos de artesanía para los turistas a ver y comprar. Esto creó un mercado comercial para los artículos del remiendo.

Hoy en día, las mujeres Seminole han estado haciendo su patchwork único por más de sesenta años. Varias generaciones de madres han pasado esta preciada técnica a sus hijas. Durante este tiempo, el mosaico ha sido un importante medio de ingresos, así como una fuente de orgullo tribal y creativo. El remiendo es cada vez menos importante como medio de la renta para la generación más joven, pero el remiendo como fuente del orgullo cultural y del logro artístico continuará por muchos años para venir. La ropa Seminole auténtica se puede comprar en el mercado.


También me envió este enlace que me encantó:



Cada día me engancha más el patchwork, porque cada día te das cuenta que sabes menos y te interesa más, mucho más.

Ahora os dejo con el vídeo, espero arrancaros una sonrisa, ese es mi principal objetivo. Bueno, ese y que hagáis la técnica porque haya sido capaz de transmitiros la curiosidad.


Y sigo coso que te coso...

lunes, 20 de febrero de 2017

CAP. 41 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo




on, supongo que lo habrás adivinado, porque tiempo has tenido. Y si no es así ahí va la respuesta a mi pequeño acertijo: Cuando el sol esté en lo alto, volveré aquí. ¿Un poco enrevesado? No tanto, teniendo en cuenta las circunstancias. El caso fue que Adama se percató de que yo sí entendía a la perfección sus señas, y pensé que tenía claro volver a oír su voz. Pero me puse contento, le di con un dedo en el hocico a Hamal, que me lo agradeció porque espanté las moscas, y le llamé tonto por no entender a Adama: «Yo sí lo he pillado, amigo», y se lo expliqué. Le dije lo mismo que a ti: «Ves, es muy fácil». Sin prisas me encaminé hacia ningún sitio por las calles de Adrar. Trataba de evitar que el camello bebiera de las acequias. Las pendientes eran muy suaves, parecían estudiadas para que el agua se deslizara tranquilamente, pero que no creara remansos ni se saliera en las curvas del caz. Por eso no costaba nada subir las cuestas. Todo parecía pensado para mimar el agua. Y no me extrañó porque todos cuidábamos del líquido cuando se juntaba con el desierto. Este apareció cuando se acabaron las casas, aunque el declive seguía, mientras el agua clara no dejaba de correr. Llegué a una pequeña construcción de madera en el suelo que se encargaba de dividir en tres el ramal que salía de dos oquedades de la tierra como la que ya habíamos visto, una más baja que otra. Allí me senté en una piedra y mi vista quedó atrapada por los dibujos que hacía el agua contra las maderas y sobre la piedra. Se
estaba fresco, a la sombra del montículo. En la boca de aquellos subterráneos se intercambiaban ambientes, el sofocante de fuera era tragado por el frescor que, junto con el agua, salía del interior de la tierra herida. Se notaba la antigüedad de la excavación por el verdín que adornaba algunas aristas de la piedra. No es que me asustara, pero sí di un respingo al notar movimiento dentro de la cueva mayor, de modo que me levanté. Me calmé, pero no del todo, al escuchar unas palabras: «No toques el agua ni dejes que tu animal lo haga». Contesté que no lo habíamos hecho y expliqué que veníamos siguiendo una acequia y que había cuidado de que mi camello no bebiera de ella. El muchacho, más o menos de mi edad, bajó el tono de sus palabras al comunicarme muy ceremoniosamente que era el responsable de todo aquello. Aclaración que acompañó de movimientos al girarse para un lado y para el otro con los brazos extendidos. «Mi nombre es Brahim, siervo de Alá». Yo me presenté a su vez y le pregunté si vivía allí. Y hubo de reconocer que no, que formaba parte de un equipo que se turnaba para cuidar aquel santo lugar, como cada uno de los pozos que formaban parte de la fogara. También, un tanto carrancudo, me dijo que si encimaba el montículo y seguía en línea recta me encontraría con todos ellos, ocho pozos en total. Pero también incluyó en su comentario que sus compañeros estarían un poco aburridos, como él. En ese momento, me sonreí y Brahim se dio cuenta. «Bueno, no es muy divertido, pero es importante». Y, de poder a poder, dejé claro que bien sabía yo de importancias y aburrimientos. Que mientras fungí de Señor de la Piedra en un pueblo más pequeño que Adra, aunque igual de verde y regado, me había hartado de soledad y monotonía. Y él terminó hasta por confesarme su jornal que simultaneaba con otro de la escuela coránica con lo que presumió un poco más. En cambio, yo no quise contarle más de mi vida y tomé el camino de vuelta con la excusa de un amigo y le prometí que no tocaríamos el agua corriente. Volví a cruzar el pueblo otra vez, pero de arriba abajo y llegué hasta los muretes de tierra rojiza que separaban las tierras agrícolas que más ventajas sacaban al sistema de regadío, que, por supuesto, eran las más extensas. Allí destacaban los árboles frutales y los campos de cereales. Estaba claro que en Adrar se comía bien. Ahora solo quedaba que Adama y yo no formáramos parte del grupo que pasaba hambre, que en cualquier lugar encuentras. Y pensé que no, que para eso teníamos el dinero. Distinguí gente que trabajaba en los huertos. Me asomé y terminé por montar a Hamal para cotillear mejor. Suponía que por allí debía andar mi amigo. Si no, no entendía donde había ido con aquellos otros que habían seguido al hombre rico. No le vi. Más que una sociedad, aquellos ciudadanos parecían una familia. Había personas de todas las edades. Todos ayudaban excepto aquellos que colgaban de sus madres, aunque más de uno estorbaba a sus mayores que, sin quejarse ni regañarles, tenían que sortearlos para no acabar también en tierra, junto con los frutos que cargaban. Nadie protestaba. Todos recordaban haberlo hecho en su momento sin ser reprendidos. Todos sabían que así habían aprendido al ver a sus mayores y al jugar entre las lechugas. Así lo hacíamos también nosotros en mi aldea. Aquello que había que aprender y que era esencial para sobrevivir nos lo enseñaban los mayores o se lo veíamos hacer. Y esos conocimientos jamás nos iban a sobrar. Aunque eso valga para todos los seres humanos, se eduquen donde se eduquen. Pero hay que reconocer que a un berebere le viene mejor saber cómo y donde buscar agua que no cómo y donde se desarrolló la batalla de las Navas de Tolosa, y no solo por su resultado. Ver a tus mayores cómo se comportan y resuelven los problemas diarios, sin olvidar el juego, es la mejor manera, y yo diría la única, que tiene el ser humano de cumplir fielmente las etapas infantiles. Incluso mientras cursamos estudios aprendemos más fuera de las clases que dentro. Y te lo dice un profesor. Si no te digo que sentí cierta envidia al ver a esa gran familia, te mentiría por omisión. En ese momento no pensé que Mbo no fuera mi padre o Kady mi madre. Todo me daba igual porque era consciente de que nunca iba a tener la oportunidad de ser otra vez un niño. No, no iba a ser otra vez hijo de unos padres que me quisieran como me quiso mi abuela Mayifa y que me transmitió todo aquello que de bueno creía que llevaba encima, así como sus dudas, sus miedos y sus esperanzas. Ella me protegió de Muerte y pude saber que el tiempo es aquello que necesita la vida para dar paso a otras vidas. Nunca le pesó dejarnos porque sabía que detrás veníamos nosotros. Menos mal que se fue antes que sus nietas. Por eso aquellos renacuajos no estorbaban entre los trabajados surcos de los huertos. Por eso, para unos el tiempo pasa, para otros corre y ahora vuela para mí. Como voló esa mañana. Cuando me quise dar cuenta, el sol ya caía de pleno. Me bajé de golpe de la nube, sentí hambre y prisa por llegar junto a la mezquita, donde Adama me había citado por gestos. Así que corrí para que el tiempo dejara de hacerlo. Y, detrás de mí, Hamal que se lo tomó a juego porque, de vez en cuando, me daba un topetón con su cabezota como le había enseñado los últimos días. Supongo que no entendía porqué no me tiraba al suelo y me hacía el muerto para luego restregar su morro en mi tripa y al rato resucitar con risas para abrazarme a su cabeza. Llegué en un santiamén frente a la mezquita, pero no había señales de Adama. Dudé entre esperar y acercarme a un mercadillo, que había evitado por el camello, y quitarme el hambre mientras daba tiempo a mi amigo para que apareciera. Supuse que con más ganas de comer que yo. Esa idea me hizo comprar el doble de lo que me apetecía a mí. Tuve algún problema con los campesinos que no admitían la moneda estadounidense. Solucioné el problema gracias a un crío que, al grito de «¿Change monsieur?», me guió a un zaguán, con fuente incluida y donde se estaba mejor que en la calle. Allí un anciano, como el que cambia sal por azúcar, me entregó unos billetes a cambio de los míos después de contarlos tres veces, y eso que solo le di dos. Ya con los nuevos billetes en mis manos, más sobados que la Declaración de Derechos Humanos, aunque con un poco más de valor, me dispuse a comprar la comida. El chaval no se despegó de mí hasta que no le di una moneda que me dieron entre las vueltas de mis compras. Y lo hice al recordarme a mí mismo en parecidos avatares en un zoco, hacía ya una eternidad. Aparte de fruta compré unos dulces que compartí también con mi guía, quien en este caso pareció un ilusionista al hacerlo desaparecer en un instante y poder decir claramente un “merci monsieur” con la boca llena. Ya sin su ayuda me dirigí hacia el mehari y metí toda la compra, menos los dulces, en las alforjas. Saludé al que no dejaba de mirarme, seguramente porque veía en mí a alguien a quien envidiar, e hice que Hamal me diera la pata. Así conseguí arrancarle una sonrisa y luego un movimiento de mano al despedirme de él con la mía. Lo cierto es que exageré un poco los gestos y engordé la voz al dar las órdenes a Hamal. Pocas veces me había sentido admirado y envidiado. La situación era pintiparada para presumir. No dejes de tener nunca en cuenta que jamás he dejado de ser el pequeño biznieto de mi abuela Mayifa. Cuando volví a la plaza, Adama no había vuelto todavía. Y me puse a comer porque no aguantaba con los dulces a mi alcance. Mi amigo tardó en aparecer, pero apareció y agradeció los dulces. Venía sucio y cansado: «Esto no es lo mío, Dikembe». Fue todo lo que dijo. De sus bolsillos y de debajo de la ropa sacó unos frutos. Algunos iguales a los que yo había comprado y me ofreció a mí. Negué con la cabeza y él se sentó y empezó a morderlos tranquilamente. Miraba el infinito, perdido en él. No le molesté hasta que vi la palma de su mano en carne viva. No le dije más que me esperara. Monté a Hamal y salí a los arrabales de la aldea. Me había parecido ver allí la baya que la madre de Kama usaba para hacer un ungüento y curar las heridas que nos hacíamos en las rodillas y en los codos.  Cicatrizaban enseguida. Pero no la encontré. Sí, en cambio, las hojas de una mata que mi abuela Mayifa usaba para las quemaduras. Cogía las hojas y las cocía muy poco en agua, y directamente las ponía sobre la piel quemada, si es que aún quedaba piel, y la sujetaba con una tira de tela que ataba. También me hice con un bote y con un poco de leña seca. Para sujetar las hojas hice tiras una hoja de palma todavía verde que encontré. Cuando Adama me vio llegar con todo le arranqué dos palabras más: «Aquí no».  Salimos de la plaza y buscamos una sombra. Le obligué a sentar en la
esquina de una acequia, mientras yo preparé todo. Como siempre, me costó encontrar las cerillas en el fondo de las alforjas. Daba igual si estaban llenas o vacías, siempre me costaba encontrar la caja de fósforos. Le dije que metiera la mano en el agua y la moviera contra la corriente. La cara que puso no fue de gusto precisamente, pero no se quejó. Tampoco estaba yo muy seguro de que sirviera para algo, pero mal no le iba a hacer. Cogí un poco de agua con el bote y lo puse al fuego. Luego metí varias hojas y enrollé las tiras de palma que también metí en la lata, aunque me costó y vertí parte del agua. Cuando vi que empezaba a cocer, rodeé el bote con otra tira de hoja de palmera, apreté los dedos contra ella y, a modo de asa, quité del fuego la lata. Esperé a que se templara el agua pero no lo suficiente como para no quemarme la primera vez y volcar el bote. Pero ni las hojas ni las tiras cayeron en la arena, solo el agua. Adama se sonrió con la mano sumergida. Probé la hoja sobre la palma de mi mano y no me quemé. Me senté junto a él e hice que reposara el anverso de su mano herida sobre mis rodillas. «Aprieta si puedes hasta que haga un nudo». Aquello parecía todo menos una cura, pero Adama solo dijo: «Mañana no me eligen». Y yo le contesté que no nos íbamos a morir de hambre y le conté el cambio de moneda que había hecho en el zoco mientras le esperaba. «Y todavía me ha sobrado más de lo gastado. Aparte de la fruta que no te has comido». ¡Ajá! Me acabo de 
acordar. La planta se llama llantén. Se me había olvidado. Desde aquel momento no he vuelto a emplearla. Mi memoria no es tan mala, ¿eh, mon ami? Llantén, sí señor. En mi aldea era difícil de encontrar, pero recuerdo que al subir hacia el norte, la había visto a menudo. «¿Qué tal?», le pregunté, pero me contestó a su aire: «Sabes para qué es el dinero ¿no?». Sí, claro que lo sabía. Ambos lo habíamos aprendido al oír aquella carta todas las noches. Nos serviría para dar el último salto, pero mientras llegaba esa última etapa del viaje, qué mejor empleo que para comer. Esa noche nos dormimos con el susurro del agua en nuestros oídos y después de acabar con la fruta y de que yo preparara malamente un té en la lata que no tiré. Al menos no nos sentó mal, aunque a mí me hizo levantar a media noche. Al quitarme la manta de encima noté un frío distinto que me hizo tiritar hasta resguardarme otra vez bajo la manta. Me arrimé a Hamal que ya se había acostumbrado a compartir cama conmigo y volví a cuajar. Desde luego el trabajo manual no iba con Adama. Y menos el del campo. Pero, ¿qué otra cosa podíamos hacer en aquella privilegiada ciudad? Adrar no dejaba de ser una contradicción: desierto-vergel. Cuando me desperté, mis amigos ya se habían adelantado, y Adama se apañó para tenerme preparado otro té. No quise rechazarlo por el detalle, pero, después de la cagalera nocturna, no me apetecía demasiado. Así que cuando no me miraba vertí el contenido de la lata en el agua del caz. Y la verdad es que estaba mejor que el mío, aunque más dulce para mi gusto. Pero ya tenía conocimiento de que mi amigo era mucho más goloso que yo. Por eso, cada vez que yo tenía ocasión de hacerme con un dulce, intentaba que fueran dos las raciones, una para él y otra para Hamal. He de decir, porque te conozco, que a mí tampoco me amarga un dulce. Aunque si me das a elegir entre dulce y salado, elijo esto último. Otra cosa es, y no te rías, que no te siente bien como te ocurre a ti, que parece que degustaras sal por la sed que te provoca. Pero te insisto, ni a ti te amarga el dulce. Es imposible, de la misma forma que no puedes espolvorear con miel unos pasteles. Dejemos esta discusión que yo solito he comenzado. Parece como si me fuera la marcha, ¿no?  Eh bien, c'est ça, mon ami. Como se venía venir, a la mañana siguiente no eligieron a Adama para la peonada. Pero lo raro fue que, presentándome yo, tampoco me seleccionaran. Mi planta, sin presunciones, destacaba de entre todos los candidatos. Aquello me alegró el día, porque, aun sintiéndome en deuda con mi amigo, no me gustaba nada trabajar la huerta ni el huerto. Como tampoco era lo suyo. Y ahí nos tienes, a mí de más y a él de baja laboral no remunerada. Por ello me decidí por enseñarle lo visto el día anterior. Con la idea de llegar al último pozo le propuse comprar provisiones por si nos entraba hambre y hacer una pequeña excursión. Y así lo hicimos. Visto desde la distancia aquel día me parece uno de vacaciones en el que te apuntas a una gira por la ciudad. Bon, que nos pusimos en marcha en dirección al puesto de Brahim, pero en vez de ir por el centro del pueblo, tomamos por el ramal que irrigaba los huertos por el lado este de la ciudad. Vimos trabajar a la gente que ese día había tenido suerte y más de uno saludó a Adama al pasar. Aunque ese canal era el de riego, cada vez que Hamal se acercaba a él, yo le retiraba. Pero si él hubiera querido beber, lo hubiera hecho a pesar de mi oposición. Cuanto más subíamos más estrecho se hacia el caz, pero también más profundo y melodioso. Cuando llegamos a la boca de la fogara, Brahim drenaba cuidadosamente una de las acequias. Trabajaba de espaldas a nosotros con una azada y con un pie en cada orilla. Seguramente no nos oyó llegar por el ruido del agua. Tampoco se sorprendió al oír mi saludo en árabe que él superó como es costumbre entre los musulmanes para ganar méritos ante Alá. Después le presenté a Adama y viceversa. Y le dejé claro que mi amigo no era musulmán ni hablaba el árabe. Brahim cambió el saludo y el idioma y se interesó por su mano herida. Durante la explicación caí en la cuenta de que había que cambiarle el vendaje. Y como Hamal era como nuestro caracol, allí mismo me puse a hervir el agua con la hoja, si bien, antes se lo anuncié a los dos: «Hay que cambiarlo todos los días». Mientras, Brahim explicó a Adama lo mismo que me había explicado a mí más o menos. Pero a él le enumeró los ramales: «Este para Alá, este para los hombres, este grande para las tierras y este pequeño para las bestias». En contra de la lógica islámica la acequia más pequeña era la reservada para la mezquita. Y me alegré porque ya sabía en qué caz podía echar sus babas Hamal. La excursión hasta allí no nos había costado mucho esfuerzo ni nos había llevado mucho tiempo. Se estaba tan fresco y tan a gusto que, entre la cura de Adama y la conversación de Brahim, llegó la hora de comer. Entre medias debimos orar, pero tampoco me costó trabajo. Ni liarla. Ya sabes qué me achaca tu hija, que soy un boca chancla y ningún ejemplo mejor para demostrarlo que la anécdota que te voy a contar, pero no se la cuentes a ella. Verás, saqué los frutos de las alforjas, y entre ellos  un melón amarillo pequeño,  como  los  que aquí  llamáis marroquíes. Al verlo, Brahim lo
metió en el canal más ancho, el que daba de beber a Gea. Me pareció una gran idea, así que yo metí el resto de fruta también. Pensé que merecía la pena esperar un poco y comérnoslas fresquitas. Lo primero que abrimos fue el melón. Tuvimos suerte, nos salió jugoso y dulce. Y Brahim quiso guardarse las semillas para secarlas al sol y luego comerlas, así se pasaba el rato más deprisa, como dijo. Después de que dimos cuenta del melón, me levanté y acerqué unos tomates y se me ocurrió gastar una broma a nuestro anfitrión. Y de paso a mi amigo, al que no gustaba robar en las aldeas donde pensaba quedarse un tiempo. «¡Qué bien sabe la fruta robada, ¡eh!». Por supuesto Adama torció el morro pero no dijo nada. Ya se encargó Brahim de meter bulla. ¡Cómo se puso, madre mía! Que si él no comía alimentos robados, que eso el Islam lo castigaba, que qué iban a decir sus vecinos, que si patatín, que si patatán. Se convirtió sin más en un ser atrabiliario y yo en una cócora. Hasta empezó a meterse los dedos en la boca para provocar el vómito. Viendo la importancia que daba al asunto, le grité, para que pudiera oírme por encima de sus protestas, que no se iba a enterar nadie. Y claro, metí más la pata y él se hundió en la garganta los dedos. Al darme cuenta, dije la verdad, que el melón lo había comprado, al igual que el resto de lo frutos. Entonces, dejó de hurgarse la garganta, e interpreté que me había creído. Pero no, no era eso, porque agarró el azadón y se lío a dar golpes con él a las frutas que se refrescaban en el agua. Yo miré a Adama, como pidiéndole ayuda, pero solo leí en su sonrisa bobalicona un “tú eres tonto, Dikembe”. Mi amigo no tenía ninguna intención de bienquistarnos a Brahim y a mí, estaba claro. Cuando Brahim acabó su fiero ataque, la corriente había arrastrado casi toda la pulpa y solo quedaban jirones de piel que no apetecía mucho comer. Pero ahí no quedó la cosa. Luego la tomó con nosotros al grito de que no quería nada con ladrones, que el Profeta no estaría nada contento y menos Alá, el único Dios, a los que debíamos el máximo respeto si no, la ley humana y divina, que para un musulmán es la misma, caería sobre nuestras cabezas. Sobre sus gritos yo no paraba de repetir que era una broma, que todo era comprado. Al final fue Adama quien zanjó el asunto: «Vámonos, Dikembe». Aun así, yo quise despedirme de Brahim, pero él se volvió hacia la boca de la fogara y nos dio la espalda. Estaba claro que no quería nada con nosotros. Mi amigo había empezado a subir y Hamal, libremente, le siguió. Ya solos en lo alto de la meseta, noté cierta tensión y quise rebajarla al sentirme un tanto culpable: «Ya. Vale. He metido la pata, lo siento». «Deberías aprovecharte de su fanatismo, no encenderlo más». «Oye, que yo me convertí al Islam para salvar la vida y casi la pierdo por ello», me defendí. Pero la contestación me dejó por los suelos: «Pues aprendiste poco para tanto riesgo, Dikembe». El que salió mejor parado con la huida fue Hamal porque, por la humedad del subsuelo, los matorrales luchaban y se aprovechaban de ella para crecer por todos lados. Sobre todo los más resistentes, los espinosos, que eran precisamente sus preferidos. Y como andábamos como andábamos, que nos daba igual correr hacia el norte o hacia el sur, o quedarnos quietos, el camello mordisqueaba a su gusto y gana. Estaba como en su casa y ya sabes el refrán: Hasta en casa, el culo descansa. Y por ello, esa tarde se olvidó del juego, lo mismo que yo, pero por otros motivos. «Se me ha pasado hasta el hambre. Vaya bronca». «Pues a este no y a mí tampoco». Estuve por volverme, pero ya estaba a la vista el pequeño brocal del primer pozo y me ape-
tecía verlo. Y creo que él también tenía interés en ello. No vimos a nadie por allí y al llegar, nos asomamos los tres al agujero. Sentimos el frescor que salía y escuchamos el sonido de goteo del agua que subía al golpear las paredes de piedra. Y también llegamos a ver el agua cuando nos acostumbramos a la penumbra. «¿Nos volvemos, Adama?», sugerí. «No es tan fácil. No quiero perder otra mano». No le entendí. ¿Cómo iba a quedarse sin mano y qué no iba a ser tan fácil? ¿Quién o qué nos iba a impedir volver a Adrar? Su respuesta, lacónica y breve también fue acertada: «Brahim». Al principio no caí, pero al ver el dedo de Adama dando golpecitos en su sien, me obligó a pensar y no a hablar. Pronto llegué a la misma conclusión que él había descubierto antes. Si aquel era un muchacho tan fanático y estudioso del Corán y quería ganar méritos ante su Dios y sus maestros, ¿quien le impedía irse de la lengua y denunciar mi tonta broma como un robo? Pero no, no. Le comuniqué mi negativa con movimientos de cabeza según andábamos y él levantó sus cejas y mostró sus dudas. Terminó por decir: «Al tiempo». Estaba claro. Nos habíamos puesto de acuerdo al ponernos en lo peor, pero uno en manos del fanatismo y otro de la buena fe de nuestro amigo. Y, a pesar del consejo, que me había dado Adama recientemente sobre no prender el fanatismo de Brahim, volví a hacerlo. Eso sí, apoyado por mi ingenuidad. Hamal seguía a su bola, come que te come, Adama abstraído pero preocupado y yo más feliz que una perdiz porque juzgaba a aquel muchacho como una persona de buena fe. Deshicimos el camino por la suave pendiente. Aunque estábamos acostumbrados a andar castigados por el sol, tampoco era cuestión de cocerse. Lógicamente, tardamos menos en bajar que en subir. Iba todo el rato con el pensamiento de aclarar a Brahim que todo había sido una chiquillada y señalarle a quien había comprado la fruta por si quería preguntar. Así que iba contento y deprisita. Lo que chocaba con el papo de Adama que parecía encontrar motivo en todo para retrasar el encuentro con Brahim. Pero este no se produciría. Llegué a la boca de la fogara. Ya a ras de agua, al no verle, grité su nombre. No obtuve respuesta. Sí me pareció ver que algo o alguien se movía dentro de la oscura cueva. Insistí en el nombre y en los gritos. Nada. Si no era Brahim, ¿por qué se escondían? ¿Le habrían puesto al corriente de que andaban por allí dos ladrones? Y si era él, ¿es que ya no se fiaba de nosotros? Agarré en corto a Hamal y me quedé con la vista clavada en aquella oscuridad que ya se cernía sobre mi ánimo. Adama me miraba desde lo alto de la galería abierta. Parecía decirme: “Lo siento, pero es lo que hay”. «¡A la mierda!», dije yo en árabe. Y después grité: «¡Allons!». Y nos fuimos. Pero antes de salir de Adrar, llenamos las alforjas y los pellejos, no sin mirar más de una vez hacia atrás. A Adama se le ocurrió comprar cuerda para atar las hojas a su mano, y a mí cerillas. Fue el único momento de hilaridad esa tarde porque a mi su compra me pareció más un ronzal que una guita. Ese oasis en medio del desierto tampoco nos servía. Adama no volvió a decir ni mu. Se dedicó a acompañarme y a hacer su parte de trabajo que no era nada porque yo no le dejaba. Tampoco es que yo hiciera mucho. Tan solo seguir con la cura de su única mano que ya mejoraba. Otra nueva etapa a través del Sahel. Y esta vez era yo el causante. Había estado en muchos lugares y en ninguno me había dado tiempo a echar raíces. Me dieron ganas de volverme y no parar hasta llegar a Shasa o Gwane, allí donde me crié. Pero enseguida llegó la realidad al recibir un golpetazo en el hombro. «Si sigues a ese ritmo, nos matas». Era Adama, ¿quién iba a ser si no? Había tenido que tomar medidas ante las prisas que me habían entrado. Hasta Hamal había pasado de mí y se había quedado atrás. Y mentí: «Es por si nos siguen». «Ya, ya. Por si nos siguen, eh». Para no volver a cometer el mismo error, volví a por el camello, agarré su jáquima y me dejé llevar. Volvía a acertar otra vez Adama al no dejarse engañar. No huía de Adrar sino que intentaba encontrar a mi abuela Mayifa allí donde hubiera ido. Si por un error la hubieran enviado a Hades, allí hubiera ido yo de cabeza aunque no tuviera ni una moneda para Caronte. Llegué a sentir sus suaves y extrañadas manos que tiraban suavemente de mí hacia delante: Sigue, mi gran guerrero, sigue. “¿Gran guerrero?, pensé irónicamente. Ella así lo quería, pero me había convertido en un homúnculo destripaterrones. Ni valentía, ni fuerza, ni batallar, ni vencer. Noté que se mojaban mis mejillas. Me limpié las lágrimas y la nariz con el dorso de la mano. No debí hacerlo muy bien, porque al poco hube de rascarme las piernas y Adama me sobrepasó. Se volvió y, al verme, me esperó y al pasar me puso la mano en el hombro. Fue un instante, pero fue el tiempo suficiente para dejar de sentirme solo y vencido como don Quijote al volver de Barcelona y encontrarse con el Caballero de la Blanca Luna.

Esta mención al Caballero de los leones me recuerda que yo hago lo mismo en momentos bajos. Y no creo que seamos solamente Dikembe y yo quienes recurramos a ella. Hay tantas referencias cotidianas a la novela de Cervantes en nuestra vida cotidiana que nos pasan desapercibidas. El Quijote es un compendio de la vida, una novela que, aun sin leerla, nos marca y recordamos. Hay un poema de León Felipe, titulado Vencidos que se hace eco de ese sentimiento de pérdida que atesora el caballero de la triste figura al volver de Barcino y caer derrotado en buena lid y en honor a su Dulcinea. Pero yo recurro a ella porque al final siento que el poema me obliga a seguir, a salir de esa sensación de derrota y de hartazgo de lucha para que, una vez recuperada la cordura, ya lejos de mis sueños, tener que dictar mis últimas voluntades y morir, tal como escribió Cervantes sobre el señor Quijano para cerrar la segunda parte de su novela. Y es así como acaba todo, hagamos o no testamento. 

Ya no era mi abuela Mayifa quien tiraba de mí, sino mi amigo. Y cuando me ponía en marcha otra vez, sentí los belfos de Hamal en mi espalda. Él también empujaba. No era uno solo quien me acompañaba, eran dos los amigos. Recuerdo haber sonreído con la cara sucia. Yo, al contrario que don Quijote no había perdido la honra, tan solo una batalla, aunque no me enorgullecí. Era a ellos dos a quienes debía lealtad y ayuda cuando la necesitaran. Era con ellos con quienes tenía que cumplir y no ser una rémora. Acaso había tocado fondo porque las lágrimas tardarían tiempo en acudir de nuevo a mis ojos. Y si no recuerdo mal, lo harían por júbilo. Y aquí te dejo, mon ami. Escarbar en la impotencia no conduce a nada, pero en la alegría, al menos, produce sonrisas. Un saludo,








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