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miércoles, 31 de agosto de 2016

Mochila para Noa


Esta mochila es para Noa, como podéis leer vosotros mismos.

Unos elefantes de colores es la tela que eligió mi hija para regalar.

Por dentro vichy rosa y poco más porque esta vez el fotógrafo no hizo el bordado en primer plano.

Entre quilt y quilt, mochila.

Y sigo coso que te coso...

martes, 30 de agosto de 2016

Uno, dos, tres manteles

Jerusalem ya está viviendo en su casa (que duro suena, parece como si ésta no fuera la suya, que lo es) y necesita "cositas".

Me va diciendo... "mamá, ¿podrías hacerme...?, pero sin prisa.

Lo del sin prisa, se lo agradezco, pero estaréis conmigo en:

1) si nos piden algo que nos gusta hacer lo hacemos a la de YA
2) si lo que nos piden no nos gusta lo hacemos antes para quitárnoslo de en medio.
3) si creemos que lo tenemos que hacer, lo hacemos y PUNTO

Esta vez el pedido era de un mantel en color burdeos.

Dejo a vuestro criterio el encaje en los puntos anteriores.

Ayer me puse a primera hora con el mantel burdeos. Tenía las medidas y la tela encajaba, más o menos.

Me pareció muy minimalista, pero sabía que no podía poner florituras porque a mi hija no le gustan. Pero yo necesitaba meterle color.

Entonces, eché dos pensamientos y me pregunté

1)¿y si ponemos un par de manteles individuales encima?)
2)¿reversibles?

En un momento tenía las tres piezas hechas.

Los individuales, por un lado manzanitas 


y por el otro vichy verde y blanco

El fotógrafo le pareció bien poner estas tazas que tenía de atrezzo para otras fotos, yo hubiera puesto unos platos, cubiertos, copas... vamos otra cosa, pero hay que dar libertad al creativo.


Pero, hay que admitir, que el objetivo de enseñaros los individuales está más que conseguido.


Lo más importante a la niña le gustó, yo ya tenía plan b) si no le gustaba me los quedaba que a mi me encantaron.

Y sigo coso que te coso...

lunes, 29 de agosto de 2016

CAP. 16 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo


ueno, pues ya estoy aquí otra vez. Acabé el libro y esta mañana lo he devuelto a la biblioteca. Leer Picaresca sabes que me encanta. Y esta edición del Marcos de Obregón era un facsímil además. Una preciosidad, aparte del texto de Vicente Espinel.  He pensado en hacerle una foto y enviártela  pero
durante su lectura no ha pasado por aquí ninguno de tus hijos con su móvil. Así que ellos tienen la culpa de que no lo puedas ver. Quizás cuando vuelvas, pero te advierto que tendrás que apuntarte en la lista para tomarlo prestado. Como sé donde me quedé en la anterior, no me ando con zarandajas y continúo donde lo dejé. Lo que aprendí de aquella, llamémosle anécdota de los cuencos, fue que si robas no te quedes con todo, y que si ofendes, debes deshacer la afrenta. El honor pocas ayuda ofrece para comer o sobrevivir. Ahora, si quieres morir, haz de él tu bandera. Un niño está más cerca de la ilusión que de la realidad. Lo recordé cuando vimos juntos esa película italiana. ¿Cómo se titulaba? Algo así como La bella vida. Seguro que sabes a cual me refiero. ¿Te acuerdas que te lo comenté? Versaba sobre un padre cómico al que destroza la vida el contacto con las tropas nazis en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Siempre presumes de tener mejor memoria y yo me resisto y me defiendo. Y creo estar demostrándolo, ¿no?¿ ¿Serías tú capaz de hacer el ejercicio mental que hago en estas cartas? Eh bien, c'est ça, mon ami. Ah, y también recuerdo que la banda sonora de la película era muy bonita. Te diré el nombre del compositor, a ver si eres capaz de decirme el apellido. Ah, y no vale mirar en Internet. ¿Nicola…? Sigamos con lo mío. Al escuchar las advertencias de Khadir sobre cómo había conseguido los cuencos en un lugar donde un hombre mata a otro porque no ha orado, se me pusieron los pelos de punta. Piensa que un cuenco va a contener el agua que has de beber y la comida que has de comer. Si no tienes, ni bebes, ni comes. El que no tiene cuenco, ¿dónde recibe su ración? «Yo, entre aquella gente he visto comer a alguno en su bota. A ti te darán el tuyo mañana. El primer día entre nosotros es el más peligroso para el que llega. Cualquiera puede dispararte hoy sin motivo y luego decir que no te ha visto orar. Ándate con ojo, y agrada a todo el mundo, Dikembe». Son palabras sabias de Khabir. Como ves, los objetos, depende donde estés, adquieren un significado especial. Un bol en el que desayunaban tus hijos es tan importante como el arma de un soldado, como se llaman ellos a sí mismos: soldados de dios. ¿Qué dios necesita soldados para que le defiendan? Dejémoslo. Me pongo de mal humor. Sigamos. Todo iba como la seda a pesar del peligro que se desprendía de los consejos que recibía del manco. Sobre ruedas, pero en el lugar equivocado. Volvían los hombres que se iban, pero el pastor me decía que no siempre volvían todos. Entonces tenía que oficiar un entierro sin cuerpo y por poderes como diría ahora. Yo sabía de donde y de qué venían porque antes de irse yo les aleccionaba y les recordaba que lo hacían en nombre de Alá el Grande y por mandato de su único profeta Mahoma. Muhammad para ellos. Ese era uno de los cometidos que Abu Dharr me había encargado. Y tenía que cumplirlo. Porque, aunque estuvieran en juego otras vidas, la mía también peligraba. He de confesarte que hasta este momento jamás había vuelto a soñar con la violencia vivida. Pero en aquellos días, acaso por el contraste entre la aspereza de mi interior y la suavidad que debía aparentar me hacían tener pesadillas sangrientas, como en las que mi aldea sucumbiera en su día. En unas mataba yo, en otras me mataban a mí. En fin, que en todas había sangre y violencia. Pero eso no era nada en comparación con lo que me esperaba. Una mañana mandó llamarme de nuevo el jefe. Estaba reunido en su tienda con otro yihadista que yo no conocía por lo que, después de darme paso el centinela y entrar, pedí disculpas y me volví para salir y dejarles solos. Corrigieron mi error a mi espalda y me ordenaron tomar asiento en la estera. Y me presentaron a Sayyid como un muyahidín recién incorporado. El jerifalte añadió múltiples halagos y elogios, lo que me extrañó porque a los conocidos no nos trataba muy bien ni parecía tenernos en gran estima, salvo que alguien se metiera con nosotros. Entonces éramos combatientes fieles y admirables. Algo así tan común y vulgar como que yo puedo cagarme en mi padre, pero tú no. ¿Entiendes? Acabó la presentación con la palabra mártir. La necesidad de ser preparado para entrar en la Yanna fue lo siguiente que oí. Y entonces lo entendí. Aquel muchacho, poco mayor que yo, se iba a inmolar en un atentado. Y era yo el elegido para prepararle mental y espiritualmente. «De cómo le prepares, dependerá si en el último momento accionará o no el detonador, Dikembe. Y tú Sayyid, escucha bien todo lo que te diga tu imán. Su conocimiento de Alá es más profundo que el nuestro, no le juzgues por la edad. Sabe que la guerra santa es la mejor forma de ganar el cielo. Tú entrarás derecho en él y en breve». Pensé que no había otro más cerca, aunque de los citados yo era el que no tenía que entrar en ningún sitio, gracias a dios. Lo que no deduje es lo que se me venía encima. Yo vivía el presente porque no sabía si habría un mañana. Hoy todavía siento la culpa por ayudar, aunque fuera con engaños, a perpetrar una salvajada como las que hoy leo en vuestros diarios. No sé si aquel fanático consiguió lo que pretendía. Eso a mi conciencia le es igual. Es una herida que jamás se ha cerrado. Y creo que jamás cicatrizará, a pesar de que, en esa preparación para matar muriendo, más de una vez colé dudas en Sayyid sin que se diera cuenta de ello. No desistí en que cejara en sus intenciones. Que yo luchara contra un fanatismo extremo me hizo daño. Se pusiera como se pusiera Abu Dharr yo no podía aportar nada a su robot. No tenía Dikembe en aquel entonces demasiada maldad. El pobre estaba tan convencido de que se iba a ganar la gloria divina y terrenal para él y su familia, como los nazis lo estaban en que su reich iba a durar mil años. Los extremos, salvo en la geometría, no son neutros. El día que se despidió Sayyid le hicimos una fiesta en la que no faltó la oración para estar en paz con dios, que no deja de ser curioso el asunto. Por supuesto, todos la encontraron menos yo. Siempre he tratado de apartar el dolor para no sufrir, así como arrinconaba los malos recuerdos. No me costaba excesivo trabajo pero, por algún mecanismo desconocido y por esos días empecé a sentir la soledad. Y con ella se recuperaron los hechos del ayer, hasta el extremo que el peso que había ganado durante los primeros días de convivencia con los yihadistas empecé a perderlo, según ellos, porque todo lo sólido que ingería no tardaba en vomitarlo. El enfermero del campamento me dio unas pastillas para echar al agua que no sirvieron para mucho. Tan solo cambiaron el lugar por donde evacuaba lo que comía. Ante los comentarios de los demás argüía que estaba ayunando en beneficio del mártir. No se me ocurrió otra excusa mejor. Y, la verdad, esa mentira también me hacía mal pero mi imagen lo agradecía. Me sentía como un imbécil. Mi cabeza llegó sin mi permiso a la única conclusión posible. Decidió que tenía que salir de aquella célula malsana y tóxica. Pero, claro, me dejaba a mí la obligación de llevar a cabo la huida. En definitiva, otro lugar del que las circunstancias me apartaban. Lo cual sería una constante en toda mi vida juvenil, como creo ya haberte dicho y tú habrás notado. Pardonnez moi, monsieur, pero la reiteración es inevitable. Para no hacerlo, antes de escribirte tendría que leerme todo lo escrito en días anteriores, y ni siquiera guardo copia. Para mi propia sorpresa no tardó en presentarse una posible ocasión para salir de aquel lugar y aquel ambiente. Y me la ofreció quien menos creía yo que iba a hacerlo: Abu Dharr. Tenía que viajar a una reunión y me eligió como salvoconducto. Por todos es sabido que los terroristas no admiten entre sus fieles ni niños, jóvenes sí, pero púberes no. Así que ir acompañado de uno le serviría para ahuyentar sospechas. Si bien, también se haría acompañar por dos de sus secuaces, pero a distancia. Me dijo que no me olvidara llevar conmigo mi Corán y la cuartilla con la dedicatoria de mi maestro, que sería él, con lo cual haría revivir en mi memoria a Abd al-Rahman por simple comparación. Partimos una noche los cuatro. El y yo como maestro y aprendiz, y los otros dos como desconocidos. Desde luego que no tenía pensado ningún plan, pero sí tenía claro que no volvería a ese campamento militar y nocivo. El precio por sobrevivir en esta ocasión se había convertido en impagable. Si lo conseguía sería un moroso orgulloso para el resto de mis días. Como muchos de vosotros también formaría parte de una lista de leprosos que no cumplen con sus obligaciones. Tenéis razón cuando decís que el dinero llama a dinero, pero se os olvida cerrar la frase. Deberíais añadir: y la pobreza más pobreza. Si eres pobre no eres nadie salvo entre los tuyos. Por eso no voto en las elecciones, aunque puedo. Tengo miedo a equivocarme y votar a quien perjudicaría mis intereses y los de otros muchos. Pero qué te voy a contar a ti de democracia. Sabes infinitamente más que yo. Nos crease quien nos crease, nos hizo a todos con los mismos derechos y los mismos defectos. Es lo único que sé. Un dios no se puede equivocar tanto. ¿Qué diferencia a una cebra y otra? ¿Las rayas? Sí, pero todas son iguales y a la vez distintas. Eh bien, c'est ça, mon ami. Incluso si hubiera sido Imana, no hubiera dicho a aquella mujer estéril que guardara en una vasija las figuritas de barro. ¿Para qué? ¿Para que estropearan todo lo que había creado anteriormente? Para eso les hubiera dejado vivir a ellos eternamente que, aun infértiles, no estropeaban nada. No, no les hubiera dado descendencia, salvo que todos salieran de las vasijas con los mismos derechos. Estoy seguro de ello. Si no, qué habría que hacer, ¿deshacerse del los inferiores? Yo he sido capaz de todo, de robar, de timar, de mentir de blasfemar, de aprovecharme de otros, hasta de matar, pero jamás sería capar de asesinar a nadie. En eso influyó mi abuela Mayifa en mí con su animismo. Ella veía vida en todo y no concebía que alguien quisiera eliminar una sola. Le dolía hasta que alguien echara abajo un árbol sin necesidad. Mis supuestos padres representan otra opción que no he seguido. No consiguieron que normalizara el asesinato del hijo de su dios por los propios hombres para salvarlos. ¿Qué necesidad había? Se da por hecho que un dios quiere a su creación. Eso le ocurre a cualquier creador sin que sea dios. ¿No crees tú que es ley de vida que los padres amen más a sus hijos que viceversa? Eh bien, c'est ça, mon ami. Mi caso no sirve. No soy quien para imaginar todo lo que te digo y siento porque tuve unos padres falsos y no tengo hijos. Así que, Dikembe, punto en boca. Y menos mal que los hombres de hoy no son como los de ayer. Aunque muchos no hayamos evolucionado demasiado y sigamos con los pensamientos y sentimientos como aquellos que organizaron en un principio este tinglado. ¿Cómo es posible que la ablación todavía se practique? No se necesita ninguna ley para que resulte una barbaridad, una mutilación sin sentido. Salvo para convencer del patriarcado o machismo. Llámalo como quieras. También es verdad que hubo quien se adelantó a su tiempo y criticó este tipo de prácticas como otras. Como por ejemplo sentirse dueños de Jerusalén o de hacer negocio con nuestra libertad. Pero a esos opositores al sistema imperante los tomaron por locos, herejes o genios, que de todo hubo. Como verás me cuesta callarme y hacer caso a Adama, aun proponiéndomelo. ¡Qué le vamos a hacer! A lo nuestro. El viaje no tuvo más incidencia que la separación del cuarteto en dos parejas que se encontrarían donde ellos eligieron. La otra pareja también se desharía al llegar a destino y ningún terrorista hablaría con el otro salvo fuerza mayor. Yo, si me lo permites no me cuento entre los extremistas. Supongo que ellos sí me contaban entre los suyos. Ni antes ni después de la ruptura hablamos mucho. El asunto era desconocernos. Tan solo me pidió Abu Dharr que le refrescara la memoria. «¿De dónde venías, dices?». «De Um Dukhun». «Pues si te preguntan de allí venimos y si insisten, les cuentas lo que te pasó, pero no digas que me mataron, yo soy tu maestro y escapamos juntos». Poco más hablamos. Ya nos había dado las órdenes oportunas antes de iniciar el viaje entre las que se contaba la prohibición de tocar el bulto que cargaron en Hamal. Tenía que tratarlo como a mi Corán pero no hurgar en él. Si bien, el motivo de la excursión, según sus palabras, no nos interesaba y era mejor que no lo supiéramos.  Eso sí, fui yo el que marcó las pautas diarias de la oración. Aunque sólo lo hice el primer día, cuando todavía no nos habíamos dividido. Al levantarnos al  siguiente, ya solos él y yo, y cuando le dije que íbamos a orar, me mandó al Yahannam(1) . Me recordó quien era el jefe y que ya no había necesidad de animar a nadie. Que él tenía claro los motivos por los que luchaba y hacía la guerra contra el infiel. Y sin saberlo, me lo puso más fácil. Si a él le importaba poco su religión, a mí me importaba menos, aunque puse cara de enfado todo el viaje. Había que mantener las formas y más con las intenciones que albergaba en mi interior. Me pasé todo el camino piensa que te piensa en mi huida. Fuga que cuando se produjo no tuvo nada que ver con los pensamientos tenidos. Tus planes solo sirven para que rías después al compararlos con la realidad: “Fíjate y yo pensaba que…”. Tiene narices la cosa. En cambio, no imaginé la ciudad que nos esperaba. Fue la primera gran ciudad que vi. También sería la primera vez que viera un teléfono. Nada más divisar la puerta de entrada ya me sorprendió. «Sabes dónde estamos, Dikembe?». No contesté. «Esto es Abeché. A lo que venimos no te interesa. De ahora en adelante actúa como si yo fuera tu maestro, pero no olvides quien soy. Vamos, apretemos el paso, no nos sobra el tiempo. Y ya sabes, tu carga ni la toques».

















Tanta precaución me había mosqueado y más cuando recordaba que era Hamal el que llevaba todo el peso de la expedición. Su camello, más enjaezado que el mío solo aguantaba el peso del camellero y un odre pequeño para el agua. Y no solo eso, sino que cuando cargaron el enigmático bulto, que parecía una caja, no me dejaron llevar a Hamal junto a la tienda que se encontraba alejada y vigilada. No hay que ser muy perspicaz para imaginarse que esa caja contenía explosivos o algo similar. Pero contenía muerte, seguro. Hoy sé que aquella ciudad chadiana fue capital de un reino hasta que llegaron los franceses. Yo jamás había visto tantas almas latiendo a la vez. Y el recuerdo que primeramente me viene a la memoria es mío, siempre es el mismo: mi aturdimiento según nos adentrábamos en sus calles. Ese desconcierto llegó a su culmen cuando, ya a pie, llegamos al zoco. Allí se vendía de todo. Allí se compraba de todo. Allí se hablaba de todo. Allí los colores eran todos. Me quedé boquiabierto y como una estatua. Abu Dharr me entregó la cuerda de su camello y se adentró entre el gentío. Pude seguir con la vista su turbante y cuando se me fue de la vista me subí a una caja. Después de deambular entre los camellos y los puestos se paró frente a uno en el que ofrecían alfombras. Miré a mi alrededor, sin perder mi referencia y distinguí a “uno de los que debíamos desconocer” entre los vendedores de alfombras. En ese momento, mi atalaya cedió. Y no vi más. Pero el contacto se había producido. Y no pude observar más porque un anciano me montó un pollo de aquí te espero porque le había roto la caja de madera. Advertido como estaba de no llamar la atención no supe qué hacer hasta que me vinieron a la mente aleyas del Corán, todos referidos al perdón, levanté el libro que llevaba abrazado y comencé a recitar con voz profunda y monótona: «¿Sabe lo que nos enseña el Corán, buen anciano? Pues el Perdón es debido por Allah solamente a los que hacen el mal por ignorancia: Sabed que Allah recompensará a quien por tener entereza y resolución es paciente y sabe perdonar»... Y menos mal que aquel paisano era musulmán, si no, no sé lo que hubiera pasado. Casi terminó pidiéndome perdón a mí. Y entonces me di cuenta de la fuerza de la religión, pues la fe de ese hombre había vencido su ira inicial. Y la cólera es un enemigo ciego y sordo. Aun así, aquel viejo oyó las palabras del profeta de mis labios. Imaginé que durante el percance, lo que tuviera que hacer allí mi maestro y mi jefe, ya lo había hecho. La verdad es que amoscado como estaba no sabía ni papa de qué iba aquel viaje. Y después de los fantasmas que en mi alma habían habitado después de mis vivencias con Sayyid y las conversaciones con Khabir, ya no tenía habitaciones para hospedar más miedos y temores. Estaba vivo, ¿no? Y seguro de que en aquel viaje tendría como mínimo una oportunidad para desaparecer.






















Más tranquilo volví a mi asombro ante aquella efervescencia de colores, de ruidos, de objetos, de animales y de hombres y mujeres que compraban, vendían y hablaban de sus cosas. Y lo curioso es que no entendía ni la mitad de lo que escuchaba. Hablaban lenguas de las que no conocía ni su nombre. Sí reconocí el tamashek, el idioma de los tuareg entre los que mercadeaban con animales. Así me enteré de lo que podría valer Hamal, pero en moneda chadiana, claro. O sea, que me quedé como estaba. Ya no me a cuerdo de la cantidad porque yo no sabía contar más allá del cien, lo mismo me daban mil quinientos que un millón. Me sacó de mis pensamientos aquello que debía estar yo haciendo: la llamada a la oración desde las dos mezquitas. Se confundían y para el que no supiera árabe, parecía que la llamada de un muecín era eco de otro. Fue impresionante ver aquello. Aproximadamente la mitad de los allí presentes dejaron todos los trabajos que hacían y se dispusieron a la oración orientados en la misma dirección noroeste. Eso me lo sabía bien gracias a mi verdadero maestro, el sol me lo indicaba según el momento del día. Una cosa es ver a dos docenas de orantes en el desierto y otra observar aquella multitud que, entre otros que seguían tranquilamente con sus quehaceres, paralizaban toda actividad mercantil y de cotilleo para acercarse a su dios. Oye, no viene a cuento, pero acabo de oír en la radio (sabes que casi siempre la tengo encendida) que las veinte familias más ricas acumulan la misma riqueza que los trece millones de personas más pobres (2) . Si es verdad, ¡joder! ¿no?





Según Dikembe, su último comentario no viene a cuento. Y tiene razón. Oída la noticia y sin contrastarla me pregunto quién se hizo eco de la misma, qué economista o político se cuestionó esa desigualdad. La respuesta es bien sencilla: ninguno. Por un oído nos entra y por otro nos sale. Y uno no es que sea un revolucionario, pero entendería una revuelta como la cosa más natural del mundo. ¿Para qué repartir si tengo poco pero más que tú? Y así vamos subiendo la pirámide hasta que llegamos a los veinte de arriba. ¿Bajar? A nadie le gusta. Así es que, sigamos a lo nuestro, es decir con las andanzas y tropezones de este caballerete. Ya habrá una ONG que nos lo recuerde y pasemos de ello.


Después de observar a tanta gente postrarse y rezar, me di cuenta y les imité. También podían estarme viendo a mí, pensé. Curiosamente el instinto de conservación fue más fuerte que el de ser libre, porque en esos momentos olvidé las promesas que me había hecho para no volver al campamento terrorista. Volví totalmente en mí cuando vi de nuevo a Abu Dharr dirigirse hacia mí. Tomé conciencia de donde estaba y de lo que pretendía. Pero aquel no era buen momento. Tenía muy cerca a tres de ellos y el terreno no era propicio. Si hubiera estado solo quizá, pero confundirse entre aquella gente con Hamal me hubiera sido imposible. «Vamos a la mezquita, me esperan». Obedecí cual autómata. Me despedí del viejo como un buen musulmán y salimos del gran mercado. «Cuando me he arrodillado te he visto de pie». No tuve que mentirle, le conté lo impactado que estaba y el incidente de la caja. Lo entendió a la perfección. «Pero hemos terminado los dos cumpliendo nuestras obligaciones. Era el viejo del que me he despedido». En esto sí le mentí, porque lo que menos hacía yo mientras ellos rezaban era pedir a Alá buenaventuras y alabarle. Hablaba eso sí, la mayoría de las veces con mi abuela Mayifa. Siempre he estado más cerca de ella que de un dios, y más después de muerta. Seguramente porque ella sea mi diosa protectora. No tardamos en llegar al pie de la mezquita. Blanca y pura como la que había dejado atrás. Y lo que es nuestra mente, pensé en los pobres que la pintaban. Reminiscencias del miedo que había pasado. Y sonreí al darme cuenta de las tonterías que pensada mientras mi vida pendía de un hilo. Un error mínimo o cualquier despiste me harían pagar con mi vida todas las mentiras montadas en torno a mi personaje. Me ordenó descargar el misterioso bulto y dejarlo junto a las puertas
azules de la mezquita. Cancela que daba acceso a un gran patio donde se alzaba el templo. Al descargar el fardo a tierra y tocarle por primera vez me di cuenta de que sí, sí era una caja de madera que pesaba lo suyo. Mi maestro empujó la verja y me franqueó el paso. Me eché el paquetón al hombro y entramos en aquel recinto sagrado. Accedimos al interior y, de pronto, me sentí como en casa. Prácticamente todas las plantas de las mezquitas son iguales. Y allí dentro mientras caminábamos añoré aquella vida que pude tener de no cruzarse en mi camino Nadjin. Llegamos a una habitación y eché la caja al suelo por orden de Abu Dharr. Al poco llegó una persona que le saludó muy efusivamente. Estaba claro que en aquella estancia sobraba, que yo solo servía como tapadera en el exterior, y una vez entregada la misteriosa mercancía, y allí dentro, yo no servía para mucho. No me extrañó que me echaran, estaba acostumbrado a que me largaran de todos los sitios. En esos momentos pensé en huir. Correr hasta Hamal y que luego corriera él. Pero se me vinieron a la cabeza los otros dos “desconocidos”. Seguramente estarían al acecho, y al loro de su jefe, por si algo se terciaba o se torciera. Me aguanté las ganas de poner pies en polvoroso y por el contrario, antes de salir, pedí permiso para subir al minarete. No me lo dieron y tuve que disimular mi miedo en la sala de oración. Antes me purifiqué en una pequeña fuente con cuatro caños y no hube de descalzarme porque todavía no había estrenado unos zapatos. En aquella gran sala, arrodillado y con el movimiento ritual de mi cuerpo, movía los labios como había aprendido a hacer mientras me quedaba absorto y me aislaba del exterior. Durante esos trances, a veces, mi abuela Mayifa me hablaba, me daba ánimos o me reñía por lo que ella creía mal hecho. En esa ocasión solo me preguntó porqué no había aprovechado para huir. Le contesté que no sabía el tiempo que iba a tardar aquel mal hombre en salir y le advertí que había dos más en el exterior. Me amonestó por no habérselo dicho y acabó la conversación. Si recuerdas, todavía me abstraigo de vez en cuando y pienso en mis asuntos. ¡Anda que no me preguntas siempre! Pues aquí tienes la verdadera respuesta, no el gesto que te hago para quitarle importancia. Tenías razón con tu empeño en que te escribiera y te contara mis correrías de niño y de joven. Ahora me doy cuenta de la cantidad de cosas que desconoces de mí. Bon, la verdad es que yo tampoco sé mucho de la tuya a este nivel. Nadie va contando por ahí su historia pormenorizada, y más si no te preguntan, como hemos hecho tú y yo hasta ahora. Pero, no te preocupes, no pienso pedírtelo a ti. A mí me basta con rozarnos día a día y tratar de las cuestiones del hoy y rutinarias que nos preocupan. En realidad, son las que interesan, aunque las pretéritas sirvan para conocerse mejor, o para presumir o hacerse el mártir. Cada uno tendrá sus motivos. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Mayifa, en este sentido, se parecía mucho a ti. Vivía de acuerdo a sus principios, lo único que se engañaba menos que tú. Cuando salió Abu Dharr de su reunión secreta me encontró como quería que me encontrara. Pendiente de la entrada de la gran sala de oración, al verle por el rabillo del ojo, me demoré un rato, hice unas cuantas inclinaciones más y me levanté. Sabía que él me iba a esperar en aras del disimulo. Debía aparentar que respetaba mis oraciones, pero en cuanto salimos de la mezquita me advirtió que no le hiciera esperar más, que su tiempo era más importante que el mío, incluso, aquel que Alá pudiera dedicarme a mí. «Quedas advertido, Dikembe. Que no vuelva a pasar». La última vez que había oído esas palabras en boca de mi maestro y jefe había sido en el campamento, se las recordaba a otro terrorista y el oyente acabó con una bala en la cabeza. Fíjate si me tomé el rapapolvo en serio. Pero, a decir verdad, todos los comentarios que me decían por aquel entonces me los tomaba así, vinieran de quien vinieran. El miedo siempre estaba presente. Un temor que no me había abandonado desde que aquel yihadista me diera el alto aquel aciago día. Me alegré de mi decisión de no salir por piernas de la mezquita porque, después de la regañina, vi a los otros dos terroristas, apostados en sendos puntos de la explanada. Cada uno platicaba con distintos hombres como tanto se suele hacer en esa cultura. Les encanta hablar en público, pero no al público, ¿me entiendes? Vamos que les vean en esa actitud, no que les oigan demasiados hombres. Eso las mujeres lo tienen vetado. No veras por las calles de los países musulmanes muchos grupos de mujeres reunidas y de charleta. Esa fue una de las cosas que más me chocaron al llegar aquí, tanto como el grifo en las casas. La presencia de grupos de mujeres por las calles sin ningún pudor, incluso sentadas en una terraza compartiendo un café y unas risas. Si bien, en mi país de origen la mujer no puede firmar nada sin permiso de su marido y las violaciones son el pan nuestro de cada día, no se llega a los extremos que se llega en la cultura islámica. Una excepción es el trato que ellas reciben en la cultura tuareg, pero es que este pueblo no siempre fue musulmán y mantiene muchas de sus tradiciones ancestrales. Lo que sí tenía claro era que con los que me juntaba no hubieran dado permiso a sus mujeres ni para parir ante un médico ni aun estando de parto. No sabía donde nos dirigíamos pero tenía bastante hambre y deseé que fueramos a reponer fuerzas. Miré un par de veces, como el que mira lo alto del minarete a nuestra espalda pero no vi ni rastro de nuestros guardaespaldas. Me llamó la atención la cantidad de casas bajas que dejábamos a cada lado de la calle, unas pegadas a otras. Desde luego, cabañas de madera no eran, ni tiendas tipo tuareg tampoco. Todas eran sólidas, del color de la tierra sobre la que descansaban y muchas estaban dentro de un terreno defendido por una tapia también del mismo color. En esas, Abu Dharr paró en seco y dijo: «Es aquí». Una puerta verde y pequeña, junto a otra de doble hoja mucho más grande era nuestro destino. Llamó con la aldaba contra los portalones con un repiqueteo rítmico y, al poco, se abrió un portillo disimulado en una de las hojas grandes. Escuché ruidos de cerrojos pero no vi con quien se saludó Abu Dharr. Cuando comenzaban a abrirse las puertas, se llegó hasta mí y me ordenó que yo siguiera calle abajo hasta encontrar una puerta de corral pintada de color azul, como la cancela de la mezquita, y hecha con tablones clavados. «Es la única así en toda la calle. No puedes equivocarte. Allí encontrarás albergue y alimentos para ti y tu camello, en el solar. Yo me hospedo aquí. No vengas bajo ningún concepto. Espérame allí, yo iré cuando pueda y volveremos al campamento». Hube de preguntarle qué era un solar y me volvió a mandar al Yamaham, como si él o yo supiéramos donde estaba. Y me insistió en que no pisara la calle hasta que no me fuera a recogerme o que me atuviera a las consecuencias. Que sería, como mínimo, al mediodía siguiente. Ni se despidió. Tras él y su camello se cerraron aquellas puertas. Pero antes de que desapareciera el culo de su camello, volvió a decirme que todo aquello era por motivos de seguridad, por el bien de todos. Cada uno de los cuatro nos alojaríamos en puntos diferentes. “Y los cojones treinta y tres”, como os expresáis aquí cuando no os creéis algo. Intuí mentira en sus palabras. No tenía que haber vuelto, por eso me escondí en un recoveco en la fachada de los edificios y esperé. Pronto se confirmó mi corazonada porque, primero uno y luego otro, llegaron los “desconocidos” y franquearon el portillo porque ellos venían solos, sin camellos. Y hasta aquí puedo leer, como dices tú cuando me lees algún documento del trabajo para que te dé mi opinión. Estoy dispuesto a dar la vida por ti, pero no mis ojos. No sé el tiempo que llevo escribiendo esta noche, pero me escuecen como nunca. Mañana te cuento más, tu amigo,











(1VG) [↑][Volver] Yahannam. Infierno musulmán según el Corán. Fuente: http://www.demonologia.net/el-infierno-del-islam.

(2VG) [↑][Volver] Noticia escuchada en la SER el martes 24 de enero de 2016 en el programa Hoy por hoy.


Imagen 1 Foto propia
Imagen 2 Foto Bajada de kigofwallpapers.com
Imagen 3 Foto Bajada de escuchara.es
Imagen 4 Foto Bajada de kigofwallpapers.com



Nota tras el comentario de Ligia:
En un principio, no tenía claro a qué te referías, Ligia. Pero ahora sí. Explico, a mi manera, aquello que Dikembe relata en esta carta a su amigo José María. Realmente, el primer conflicto en el que se habla de islamistas insurgentes es durante la guerra fría, cuando la URSS se involucra en 1978 en la guerra civil afgana, lo que hace que EEUU y Arabia Saudí, entre otros países, apoyen a los muyahidines (nacidos como tales en 1970), que, curiosamente, son yihadistas y les envíen gran cantidad de dinero y armas. Lo que luego, como todos sabemos, se volverá en contra de USA con el pasar de los años. Algo parecido a lo que ocurrió con Been Laden. El concepto de “guerra santa” (la Yihad) está presente desde el siglo VII a partir del momento en que Mahoma instaura la religión monoteísta musulmana y, a su vez, un estado colonialista que se expande, como todos sabemos, por el mundo. Ya desde el año 600 d.C. existe la creencia, entre algunos mahometanos, de que aquel que muere en su guerra santa tiene ganado el cielo, por lo tanto también está presente desde entonces la inmolación. Si bien es verdad que no todos los musulmanes entienden la Yihad como una obligación del buen musulmán, equiparable, aunque parezca mentira, a orar cinco veces al día. Hay muchas diferencias entre las cuatro grandes facciones musulmanas: en su mayoría Suníes, Sunitas, Chiítas y Chiíes. Hasta el extremo de estar también en guerra entre ellos. Realmente quienes más sufren el terrorismo islámico son ellos mismos. Eso no hay que olvidarlo, lo que ocurre es que nuestros medios de comunicación, normalmente, solo hacen verdadero hincapié en las noticias referidas a atentados en el primer mundo o en Turquía, como mucho. Otros, más lejanos, les ocupan menos. Me he extendido un poco para defender que esto que vive Dikembe en su edad adolescente es viable, aunque entiendo (a mí me ocurre) que cuando ubicamos en el tiempo esa lacra mundial lo hacemos en base a los atentados de las Torres Gemelas (11/09/2001). En cuanto a las otras dudas, yo creía haber dejado claro que el narrador había respetado la secuencia de las cartas y que las había ordenado. Todo lo que el protagonista escribe, salvo cuando habla con su amigo, el destinatario de las cartas, ocurre en su pasado. Para ayudar a ubicar al lector diré que en esta carta Dikembe habla de sus doce o trece años. Como se sabrá más adelante, él no conoce su edad, por eso no puede explicitarse en el texto. Es un ejercicio que le exijo al lector aunque sea injusto. Gracias y perdón.

domingo, 28 de agosto de 2016

Mantel africano


Hoy vengo a poneros los dientes largos, fijaos que tela más divina.

También es africana, como la tela de ayer, y también regalo de la misma amiga.

En cuanto me la ofreció, la visualicé de mantel de terraza, y ahí la puse.

Ahora un secreto, que no se entere nadie, puesta está hace un par de semanas y el mantel sin hacer.

Creo que tengo cosas más interesantes por explorar que hacer un dobladillo.

A ello que voy.

Y sigo coso que te coso...

sábado, 27 de agosto de 2016

Mug rug

Se está acabando agosto y "casi" todo ha fluído en "modo quilt camisas".

Efectivamente, éste es un bloque del quilt, que me cargué con la plancha y pensé hacer una prueba para ver como quedaba enmarcándole para hacer un mug rug.


Ni que decir tiene que me encantó, y que ya he hecho varios más, no tengo arreglo, las cosas de una en una, para mi, imposible.

¿Qué me decís del reverso?


Es de una tela africana que me ha traído una amiga.


Como algo tan simple, tan rápido de hacer (de satisfacción inmediata "versus Beatriz") te puede hacer tan feliz?

Y sigo coso que te coso...

viernes, 26 de agosto de 2016

Quilt camisas de Mateo

Buenos días, a ver que no publico a diario porque estoy muy enganchada a los, de momento, cuatro quilt de camisas que tengo en marcha.

Pero, no voy a tener más remedio que hacerlo, porque sino mi Jc se hace con mi blog, que nos conocemos....


Como soy de "antes muerta que sencilla", estoy en pleno montaje con una falda de patchwork "a conjunto" con lo que hago.


Que divertido es jugar con los bloques!!

Así queda...



Otra foto

Otra más

La verdad que, a pesar de que no es malo el fotógrafo, ganamos mucho al natural, tanto el quilt como yo.

Y sigo coso que te coso...

miércoles, 24 de agosto de 2016

Cómo rematar la cola de ratón u otros cordones



Ya que MC anda un poco “perra” con el blog y a mí eso no me gusta, me he animado a publicar este post que tiene que ver con vuestros trabajos. Descubrí un material que me encantó y enseguida pensé en ella y en la cola de ratón. Andaba MC con la queja de que no le gustaba cómo quedaban las puntas una vez quemadas. Y tenía razón. Alguien se tenía que haber inventado algo. Y en efecto, lo hay y su uso es muy sencillo. A la derecha los materiales y las herramientas necesarias, aunque se puede sustituir el mechero por un potente secador de pelo. Este ejemplo está realizado con encendedor. No hay que quemar ni hacer llama en el material, sino calentarlo y trabajarlo con los dedos. Cuidado no os queméis. Yo compré los “tubos de plastiquillo" en Amazon, pero tienen que venderlos en muchas tiendas on•line. No es caro y vienen de distintas medidas de diámetro y de distintos colores. Esta vez, me cuelo en su blog y espero que nadie se moleste, pero me ha parecido útil.

El material no sé si tiene nombre específico, pero yo lo he comprado con estos nombres:
—Poliolefina Tubería Termoretráctil Cable Manga 8,97, en bolsa. 
—Water & Wood 280 Pcs 1.8" Polyolefin 2:1 Heat Shrink Car Electrical Wire Cable Tubing Tube Sleeving Wrap With Box 10,53€, en caja. Aparece en la foto.

Ah, y os digo una cosa, mi chica sigue coso que te coso, claro.

martes, 23 de agosto de 2016

Quilst de camisas de Mateo

No me gustan los secretos, ni los misterios, bueno los misterios me gustan servidos en formato libro o formato película.

Bueno, al grano, la semana pasada os comentaba que me tenía absorbida un proyecto, pues bien, este fin de semana "lo acabé" y deseando estoy de compartirlo con vosotros.


Se trata de los más de 300 bloques que he hecho para los quilts confeccionados con las camisas de mi padre.

La verdad es que he sido una máquina, los he hecho en unos dos meses.

Empecé con diferentes técnicas y ninguna me convencía, no hay que olvidar que estamos hablando de telas finas y desgastadas, que no admiten cualquier cosa.

Pero viendo un post de Isabel, se me encendió la bombilla, es curioso pero las dos veces que he empleado el exploding block ha sido por CVCQ (culo veo, culo quiero) de Isabel.

Me ha apetecido usar las etiquetas de las camisas, algún puño, y cualquier elemento de la camisa que me llamara la atención.

Al final voy a hacer 4 quilts: uno para mi madre, otro para mi hermano, para mi hermana y para mi.

Los tamaños de cada quilt: 7 x 10 bloques de 7 pulgadas (aprox 17,5 cm)

Mi propósito es que sirvan como mantitas de sofá.

Aunque mi intención es regalárselo a cada uno para su cumpleaños, creo que no me voy a resistir y cuando los tenga hechos se los voy a dar.

Eso si, les digo que me peloteen mucho que si no se quedan sin él.

Y sigo coso que te coso...

lunes, 22 de agosto de 2016

CAP. 15 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo











De almuecín a terrorista

e de pedirte disculpas. Esto no es un juego y en la anterior jugué contigo. Lo siento. Très bien, despejado el sentimiento que tenía, te contaré de donde vengo. No quiero darle ni darte importancia, pero esto no lo sabe ni siquiera Adama. No le hace falta, bueno, a ti tampoco, porque nada cambia. Si yo fuera un famosete sí tendría cierta relevancia, pero siendo quien soy no, no la tiene… Verás. El asunto es un tanto engorroso para mí y, a punto he estado de contártelo un par de veces. Pero creo que ya va siendo hora de que conozcas los orígenes verdaderos de tu amigo africano. Aquellos hombres de la guerra que pisaban la tierra de mi abuela Mayifa sembraron de todo entre la población, incluso su simiente en muchas de las adolescentes que pillaron por medio. Una de ellas fue Delande, mi hasta ahora hermana según yo mismo. Sí, Delande fue violada. Y, aunque después mi familia cambió, en aquel momento, antes de nacer yo, todo según Mayifa, ella, mis padres y mis hermanas eran una familia normal. Yo trastoqué todo. Bueno, yo no, sino la violencia contra mi hermana, que en realidad era mi madre, porque yo soy el fruto de esa agresión tan deleznable como indeseable. Cuando mi madre, o sea Kady, supo que yo venía en camino, obligó a toda la familia a cambiar de aldea. Estuvieron dando tumbos cerca de siete meses, hasta que yo nací debajo de un árbol. Después se establecieron en el primer lugar habitado que pisaron, pero yo en el camino dejé de ser hijo de Delande, para convertirme en su hermano, porque mi madre era mi madre, bueno, perdona, mi madre era mi abuela Kady y mi abuela Mayifa era mi bisabuela. Aunque yo siga llamándole abuela, abuela Mayifa. Ese es uno de los motivos de mis dudas y líos. Todo esto, pero con más detalle, me lo contó una noche mi abuela Mayifa, poco antes de morir. La excusa que me puso coincidió con sus razones, para mi de peso: «Dikembe, tenías derecho a saberlo, y solo yo podía contártelo y no me quiero ir sin que lo sepas». Tenía razón, la mujer. Ella fue la que se tuvo que hacer cargo de mí porque ninguna de mis dos madres estaban en situación de atenderme. Y, acaso también tenía razones mi padre para beber. Por todo esto mi primera carta, si la recuerdas, es prácticamente una mentira. Pues no vengo de donde te he contado, pero cuando tenía seis o siete años yo tampoco sabía nada de esto, por lo que los sentimientos que te describo eran verdaderos, aunque las relaciones no. En efecto, Mbo Biyombo, el pobre y padre borracho, no era nada mío y por eso Delande cambió tanto y se suicidó. Por eso soy yo tan alto y tan fuerte, siendo el resto de mi familia de estatura normal, tirando a pigmea, como Sinafasi. Entiende que no podía contártelo así de sopetón en mi primera carta. Tenías que conocer un poco más de ellos y de mí para que lo entendieras. Bien es verdad que he tardado un tanto en aclarártelo, pero es que no suelo querer acordarme de ello. Como habrás notado a quien más nombro es a mi no abuela Mayifa, pero es que entre unas cosas y otras, fue quien estuvo a mi lado siempre. Vosotros diríais que fue la que me crió y educó. Y así fue, aunque reconozco que los demás también lucharon por mí, pero sus sentimientos me llegaban mezclados con otros que no reconocía mi corazón. En cambio, el amor de Mayifa era limpio y robusto. Bon, luego dirás que no te cuento secretos. Estarás satisfecho con lo que me has sacado. Si no es así, date con un canto en los dientes, porque no te voy a contar más lances de este calibre. En definitiva, que esto que me contara la abuela Mayifa clandestinamente, como las razones de la religión de sus ancestros, ordenó todo aquello que descuadraba mis sentimientos y recuerdos. Como, por ejemplo, el hecho de que Delande se refiriera a Mbo como mi abuelo, no como mi padre. O su celo para conmigo en algunos momentos. Su mirada triste e ida, de alguna manera me acercaba a su dejadez por vivir… La preocupación de Mayifa cuando aquellos hombres entraron en la mi aldea... Si no te lo he contado antes es porque creo que hubiera adulterado la historia. Hubiera sido un lío tratar de desentrañar se-
mejante asunto a la vez que relatarte mis primeros pasos. Bon, ya cada cosa en su sitio volvamos a aquel oasis donde pasé mis primeras vacaciones. ¿Te parece? Y no es coincidencia que haya elegido este momento del relato para revelarte este hecho transcendental para mí, porque allí, sumergido en el agua, con solo la nariz fuera del agua, al aire, se me desanudaron todas las inquietudes. Desterré el odio que llegué a sentir por mi no padre por tratar a mi no madre como lo hacía. Podía intuir el motivo, pero ya no me dolía tanto. La relativa frialdad con la que me sentí tratado por ella se reveló más lógica. Y las preocupaciones de Delande, qué quieres que te diga, me acercaron a ella. La figura de la abuela Mayifa fue la única que quedó inalterada porque ella era inalterable. Acaso fuera esa la razón por la que se convirtió en una obsesión, buena, pero que siempre tuve en mente. Necesitaba que en mi pasado hubiera algo sólido e incorruptible, porque ni siquiera mis hermanas eran mis hermanas. Te lo cuento así porque no creo que haya una palabra que exprese esta idea, la de obsesión positiva. ¿Quizá un modelo a seguir? El caso es que sabiéndome tío de mis hermanas, había actuado como tal cuando nos quedamos solos. Salí del agua limpio y con todos los sentimientos en su sitio. Ahora me sería más fácil despreciar a Mbo, aunque seguiría con mi apellido Biyombo. ¡Qué más me daba! También comprendí más a Kady y amé más a Delande. Con la abuela Mayifa siguió todo igual. Y por primera vez compartí en voz alta mi estado de ánimo. Y lo hice con el camello: «¿Sabes, Hamal?, hoy ya es un buen día». Evidentemente no me contestó y siguió con su rumia que te rumia. Ya me dirás si no es una obsesión. Soy incapaz de dejar de escribir del tema, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Una vez abierta la caja de Pandora… Quería omitirte mi opinión sobre mí mismo, pero tras releer el párrafo anterior estoy seguro de que lo hubieras echado en falta. Y, además, no me hubiera sentido a gusto conmigo mismo. Si no me hubiera dado cuenta, pase, pero al ser consciente de la omisión debía repararla. Porque, en el fondo no expreso nada vulgar ni corriente, en el sentido que a toda persona le ocurre. Noté, como te he dicho, que cada pieza encajaba en su lugar. También noté que otras se deformaban a su antojo sin que pudiera controlarlas con el mismo fin: ensamblarse. Hoy sé que estas no eran otra cosa que hormonas, sobre todo aquellas que más afectan en la adolescencia: la testosterona y el crecimiento desmedido de extremidades en los hombres. Y yo, al fin y al cabo, lo era. De alguna manera reconocí quien había sido y desconocí el que sería. Expresado más claramente, el final de una etapa y el comienzo de la siguiente. Pero, claro, eso lo veo ahora. En aquel entonces, una vez aclarado el ayer y con el presente tan incierto como el futuro no veía aquello que debía preocuparme. Solo tenía una opción: seguir. Conseguir que el presente fuera pasado, costase lo que costase. Ante esta necesidad tan involuntaria como elemental, entenderás que aquel Dikembe dejara a un lado las tonterías, las leyes y la propia moral y se atreviera a pensar que la dignidad, aun siendo consciente de que nunca la había perdido por completo como Mbo y Kady, me sirviera para sobrevivir. Bon, que me sequé a la sombra de las palmeras. El sol, ya inaguantable, había alcanzado una altura considerable y sus rayos caían verticalmente sobre el desierto. Una vez seco, y sin decidirlo, ensillé a Hamal y me di cuenta que ni siquiera había rellenado el odre. Así que me puse a ello y después a recolectar dátiles y a buscar raíces que pudiera roer cuando los primeros se acabaran. Cuando estaba en lo alto de las palmeras me entró hambre y, aparte de recolectar, comí despacio. Si comes despacio comes menos. No sabía el motivo, pero lo había aprendido. Igual que beber. El turbante que me regalara Abd al-Rahman el día que me dijo: «Todo musulmán y hombre que se precie, debe vestir turbante, si vive en el desierto como si no». Nunca se lo agradeceré bastante. Y nunca me culparé bastante por haberle engañado como le engañé. Debería haber trasquilado pero no desollado. Y, encima, para nada, para que otro viniera que me robara el botín de mis mentiras y mi trabajo. Que también me lo gané, y más que Abdel Hadi alias Nadjim Asad. Cuando dejé de ahoyar bajo los matorrales, el sol ya caía y se había hecho otro agujero, este en mi estómago. Lo tapé sobre Hamal porque, al no sentir cansancio y ver a mi compañero también más que descansado, se me ocurrió seguir viaje con el fresco de la noche. Antes me había echado sobre los hombros la manta. No era mi primera etapa nocturna, pero sí en solitario. Los viajes sin compañía suelen reforzar los lazos con uno mismo. Se discute menos y se piensa más. Si una travesía compartida se tuerce puede que una amistad se desbarate. Si no ocurre tal cosa la amistad sale reforzada. Y yo, después del baño durante el que cada quien ocupó su lugar en mi historia y en mi corazón, me sentía más Dikembe que nunca y más nieto de mi abuela Mayifa. Soy tan rígido conmigo como tolerante con los demás. Por ello me exigía en exceso. Mirar el cielo y no acordarme de todas las enseñanzas de Moussa y sus consejos, me puso de mal humor. Y como no tenía a quien traspasar mi desazón, terminé por olvidar mi enfado. Por eso y porque al ver las estrellas de la constelación del carro recordé parcialmente una de las instrucciones del tuareg y me puse de buen humor. Es cierto que por la noche se viaja mejor por el desierto. Y también cunde más. Hamal parecía moverse con más facilidad. El caso fue que pasó la noche rápidamente, más limpia allí que aquí, y me pilló de buen talante, pero como siempre, en medio de ningún sitio. También es cierto que por esa rigidez personal nunca me he sentido formar parte de los escenarios en los que actuaba. En cambio, cuando sueño despierto, sé perfectamente donde estoy y sé que formo parte de mi sueño. Pero no me extraña, mi entorno, con la salvedad que conoces, y hasta encontrarte a ti, casi siempre me fue hostil. Por ello no pido nada a quien acompaño. Aquella fue la única travesía de la que no esperaba nada. No estaba ni preocupado porque mis provisiones dieran de sí lo suficiente. Espera…. Era el café que ya está listo. Odio que se salga y me manche la cocina. Pardonnez moi, monsieur. Te decía que viajaba despreocupado. Aquel baño en la charca del oasis me había cambiado. Bon, el baño no, pero ya sabes a qué me refiero. Yo lo describiría así: “Es como si el mundo se hubiera parado. Como si me hubiera permitido bajar un instante y ver, desde el espacio infinito, la realidad de mis sentimientos”, aunque no sé si soy muy original. A veces pienso que jamais he vuelto a ver el mundo desde ahí arriba, jaja. Es una broma. Y, mira, creo que a ti no te vendría mal, bajarte un momento y echar un vistazo desde allí. Respirar en ese espacio sin oxígeno, en el que no te ahogabas. ¿Pero quién soy yo para dar consejos? Volvamos. Tan despreocupado viajaba que al distinguir una fina columna de humo, ni siquiera me alegré. Pero no creas que la obvié. Corregí el rumbo y me dirigí hacia aquella señal de vida humana, porque incendios en el desierto poquitos, como imaginarás. Cuanto más me acercaba, más me olía a chamusquina. No era normal. No veía ninguna tienda ni caravana. Todo eran manchas de animales por la forma y sus movimientos. Cuando supe adonde me acercaba ya era tarde. A mi espalda escuché un saludo militar y religioso a la vez. Y después me dieron el alto y me pidieron que me identificara. «¿Y qué busca por aquí Dikembe Biyombo». Y al oler el peligro tras la pregunta, volvió a aparecer ese crío despierto que decía mi abuela Mayifa y que siempre llevaré dentro de mí. «Ando en busca de un grupo de hombres que defiende a nuestro Alá el Grande. Soy un aprendiz de almuecín que ha tenido que huir de su mezquita». Después obedecí la orden de volverme. Vi a uno de esos rebeldes que ya creía conocer que con la boca del fusil mirando al cielo, hizo un disparo. Pronto acudieron otros dos más. Y gracias a las clases de árabe de Abd al-Rahman entendí lo que hablaban y, lo que era más importante, su decisión. Porque pensaba que el siguiente disparo no iba a ser al aire, tal y como se presentaba la discusión de qué hacer conmigo. En definitiva, que me llevaban al campamento. Me hicieron descabalgar y uno se hizo con la rienda de Hamal sin que yo le perdiera de vista. Nos encaminamos entre las dunas hasta llegar donde esperaban sus compañeros ya avisados por el ruido de la detonación. La única construcción era el brocal de un pozo. Y ahora me vienen a la cabeza las palabras de Antoine de Saint-Exupéry: “Lo bueno del desierto es que en algún lugar esconde un pozo”. Era de allí de donde salía el hilo de humo.  Cosa  que no entendí, salvo por el vigía. Supuse que  ante la persona que me arrastraron era el
cabecilla de aquel grupo armado. Después de los saludos de rigor, a pesar de lo ilógico que resultaban entre cautivo y captor, insistió en saber quien era, qué hacía por allí y si les seguía. Contesté muy escuetamente con mi nombre, error craso, y le referí mi huida de una aldea donde no querían saber nada de la Sharia, de la que yo era defensor a ultranza. La mezquita ni la nombré, ¿para qué? Quien le informó que yo era muecín, omitiendo el “aprendiz”, fue aquel que me diera el alto. Me pareció que algo cambiaba en el gesto adusto de aquel barbudo. Y, a partir de ese momento, comenzó un examen sobre mis conocimientos del Corán. Entre medias de las aleyas que me hacía completar me hacía preguntas personales. Allons, que sabía lo que había que hacer en un interrogatorio. En lo que más ahondó fue en mi juventud. Le extrañaba que aquel imberbe negro supiera tanto y se le presentaran como almuecín. Al final aclaré lo que el bocazas había omitido, que tan solo era un aprendiz, que me estaba preparando un imán y que nunca había ejercido salvo cuando mi maestro no había podido por enfermedad. Añadí que a al-Ramhan le habían asesinado. Y no mentí en esta ocasión. «Malditos bastardos», contestó él. Su enfado, mis comentarios junto con mis aciertos en los versículos del Corán y la dedicatoria escrita en mi libro santo, que le habían entregado, terminaron por minar la desconfianza de aquel gerifalte terrorista, en cuyas manos estaba mi vida. Nunca le agradecí más a mi maestro las palabras que escribió en un papel y que introdujo en mi regalo: “Para mi negro, Dikembe. Alá le guiará hasta ser un buen almuecín y entrar en la Yanna. Abd al-Rahman”. Era imposible que aquel líder me viera como un consumado imán. Mi edad me delataba. Pero reconocer que era un simple aprendiz delante de aquella soldadesca, me hubiera desacreditado. El incierto orgullo esgrimido jugó a mi favor. Todo ello sumado a que tan solo llevaba el turbante y el Corán, algún dátil y alguna raíz fue mi salvoconducto. Me perdonaron la vida, como habrás entendido, si no, no estaría aquí. Después despertó su interés Hamal. Y me preguntó sobre él al hacer una afirmación: «El camello es tuareg por la argolla de la nariz y la silla». Por ello intenté defender mi propiedad sin desmentirme. «El camello lo robé, no sé», les confesé. Lo que también era cierto. Y les expliqué que Alá el Grande no me había dejado otro camino que arrebatárselo a los infieles, por lo que creía no me sería tenido en cuenta, sino al revés. De no ser por él, no hubiera podido salir de aquella aldea donde me llevaron, de la que ni siquiera sabía el nombre. Solo que, como todas, estaba en mitad de la nada. Nada que, aun siendo así, era nuestra. Reconocí cierto beneplácito en mi improvisada homilía. Mi discurso no solo demostraba mi fe en Alá, sino también mis aptitudes como pastor de fieles. Desperté el mismo sentimiento que despierta un hombre honrado ante otro que no comparte su calaña. Más seguro de mí mismo, y al ver la altura del sol, les advertí que, aunque no tenía minarete, debía llamar a la oración. Esa era mi obligación tal como me había enseñado mi buen maestro asesinado. Así que, sin pedir permiso, cogí a Hamal por la cuerda, y me acerqué hasta lo alto de una duna. Allí, me subí de pie a la silla, y, como pude y en equilibrio, imité las llamadas de Abd al-Rahman. Después me bajé y yo mismo fingí orar. Aunque, en realidad, lo que hacía era dar las gracias al animal por su complicidad y destreza para mantenerme erguido sobre él. Fue una de las primeras veces que aprecié las actitudes de mi amigo. Los terroristas no tuvieron más remedio que hacer oído a mis llamadas. Todos nos volvimos hacia la dirección de la Meca, se levantaron los que estaban sentados, salieron algunos de dentro de las tiendas, y hasta los que hacían guardia se postraron y agacharon como mandan los cánones musulmanes para el Salat(1). Acabé mi interpretación con su rezo y volví adonde había partido y entregué la jáquima del camello al mismo que, previamente, se la arrebatara con cierto orgullo. Y, a continuación el caudillo de aquella gente acabó por aceptarme: «Sé bienvenido, amigo. Que Alá camine contigo y con todos nosotros hasta la victoria». Palabras que yo agradecí con una especie de reverencia y rebosante de humildad y recogimiento abrazado a mi Corán. De esa manera me vi integrado en una célula terrorista, embrión de las que hoy azotan países de cualquier creencia y condición con el propósito de imponernos unas leyes cuya no aceptación solo tiene la alternativa de tu muerte y, a veces, de los que engañan con una caña, como a los tontos de Carabaña. Ya no hay lugar a la que esta plaga no haya llegado. Ha tardado en llegar hasta aquí, pero el fanatismo es casi peor, diría yo, que la peste bubónica o la fiebre española. Muchas mentiras y mucho disimulo, pero todavía dudaba: “¿Había salvado el pellejo o no?", me preguntaba. En el fondo todos nos vendemos al mejor postor. Yo lo hice por salvar la vida, al menos es lo que mi conciencia me dicta. Vosotros por un sueldo que, en definitiva, es lo mismo, porque sin él no estaríais vivos tal como entendéis la vida. Vuestro sistema se parece mucho al que te he contado que se daba en las minas de mi tierra. ¿Te acuerdas? Te decía que, al minero, el dinero que recibe no le sirve de mucho, porque quienes le pagan son los que marcan los precios en las tiendas donde pueden comprar alimentos. Y me da la impresión de que el sistema capitalista funciona más o menos igual. Yo, lo del mercado libre que se regula él solo por la oferta y la demanda no lo veo muy claro. No me veo con el potencial de crear demanda u oferta, pero hay otros que sí pueden, tienen los medios y la ocasión, como dicen. Y, como te digo, no he sentido remordimiento alguno por formar parte del mal. Y mi honor, como lo perdí de muy chico y sin saber donde, tampoco me ha dado ni me da la brasa. Antes porque no era consciente del problema y ahora porque no tiene remedio. ¿Qué le voy a hacer, no? Eh bien, c'est ça, mon ami, que ni pensé ni participé en matanza alguna, solo mentí para poder llegar hasta aquí. Y que no te suene a disculpa, porque no lo es. Volvería a hacer lo mismo una y mil veces. De lo que sí soy consciente ahora, mientras te escribo, es de la capacidad que tenía y tengo para ser feliz. En eso sí me siento muy diferente a vosotros y a ti en particular. Tú, como todos tus paisanos, mamasteis de chicos la querencia de la felicidad. Yo, en cambio he llegado a sentirla en mi vejez. Y otros tantos como yo no la llegan a sentir nunca porque jamais se la pueden llegar a plantear. Me río yo de la DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS, en mayúsculas o en minúsculas. Y pido perdón por ser un contestatario incrédulo, pero es lo que veo. Es mi manera de pensar, y a estas alturas de mi vida, no voy a cambiar. Bon, ni yo ni nada. ¿Pesimista? Sí, ¿por qué no? Es una opción. Aun así, me siento feliz por desarrollar esa tardía facultad de ser dichoso a sabiendas de lo vivido hasta que nos conocimos.





Siempre a cuestas con la dualidad del ser humano en cuanto a optimismo y pesimismo. Me llama la atención que Dikembe se lo plantee tan joven. Pero claro, me hago trampa, porque quien se lo propone no es el joven que nos describe, sino el anciano que escribe. Los optimistas llaman pesimismo a aquello que los pesimistas nombran como realismo. Y los pesimistas adjetivan de banal todo aquello que los optimistas tachan de positivo. Y ni el refrán que dicta aquello de la virtud está en el término medio nos sirve. Yo, que también soy ‘realista’, pienso que el realismo y la banalidad sirven según las circunstancias. No es lo mismo morirse con una sonrisa que con una queja, pero, en el fondo, lo importante en este caso es la muerte de una persona, el vacío que deja entre los vivos. Y habrá quien piense el muerto al hoyo y el vivo al bollo y quien saque toda su ropa negra y se recoja en casa. Entre estas dos posturas están las que no llaman la atención. Son aquellas que cada uno decide y no rayan con ninguno de estos extremos. Y que son normales precisamente por eso, porque las tomamos individualmente y a diario. Esas características son las que califican estas alternativas como vulgares y corrientes. Las dualidades no hay motivo para enfrentarlas. Está claro que son incompatibles, pero el ser humano participa de cada una en sus dos extremos, pero puede modularlas, eso también está claro. Seamos como queremos ser. Luchemos por ello. No se gana siempre, pero alguna vez sonará la flauta.






Como era más de medio día y los terroristas tenían que comer, pues me invitaron. Y recuerdo la comida como opípara porque hacía mucho que no comía cordero asado. Y me sentó genial como puedes imaginar. La inquietud no se me fue del todo pero fue más llevadera y me fue más sencillo disimular. Con el estómago lleno y caliente me quedé dormido allí mismo, donde me había sentado con otros. También me ayudó la noche que había pasado a lomos de Hamal después de mis primeras vacaciones. Pagada la factura del sopor y mi arrogancia viajera, me desperté también donde me había dormido pero solo, el corro alrededor de la tetera se había esfumado. Y me costó lo mío reconstruir la realidad. En un principio no me ubicaba. No me explicaba el ir y venir de la gente que me rodeaba. Otras salían o entraban de tiendas tipo tuareg pero menos pomposas, más humildes y prácticas. Se notaba que allí no había mujeres. Y no es un comentario sexista. Pero, por lo general, la mano de una mujer se nota, igual que la de los hombres. Y no preguntes porqué. Busqué con la vista a Hamal, ya de pie y girando sobre mi mismo. Supongo que al verme muy dubitativo, uno de aquellos soldados de Alá se acercó y me tranquilizó: «Tu camello está con nuestros animales. Y no te preocupes, que está bien atendido. Que Alá sea contigo». También me comunicó que Abu Dharr quería hablar conmigo. Supuse que quien quería verme era el mismo que me había interrogado al llegar. Pero antes me acerqué donde estaban los animales y encontré a Hamal. Por cierto, le encontré más feliz que de costumbre y pensé que era por tener compañía o por alguna camella. Después de echarme un trago de mi odre, volví al centro de las tiendas en busca de quien me buscaba a mí. Atisbé por allí, desde el centro del campamento y distinguí una tienda más grande que las demás en la que ni entraba ni salía nadie. Delante de ella había dos hombres que franqueaban el paso a su interior, ambos armados y en actitud marcial y algo exagerada diría yo. Pero mi opinión en temas militares no debe ser tenida en cuenta. Todas las tiendas, de un color terroso, pero no uniforme, estaban cubiertas por unas especies de redes de pescadores más livianas y rotas en muchos casos y con parches de color beige. Los cortavientos también eran del mismo color porque estaban hechos de cañas secas. De entre todas destacaban aquellas dos vigiladas, una cercana y otra que parecían haber desterrado. Al acercarme a la primera reconocí a quien me ‘capturara’ esa misma mañana. Parecía tener el día muy ocupado. A él me dirigí y le transmití los deseos de la persona que custodiaba para conmigo. Muy formalmente me instó a esperar y desapareció dentro de la tienda. Tardó poco en salir y ordenarme entrar. Y hablo de mandato porque sus palabras distaban mucho de ser una cordial invitación. Entré y me quedé un momento parado a la espera de que mis ojos olvidaran el sol e hicieran caso a la penumbra que reinaba allí dentro. Una vez recuperado en parte el sentido de la vista, distinguí una silueta que debía pertenecer al tal Abu Dharr, tumbado en un rincón sobre una estera agarrado, eso sí, a su arma. Me conminó a ocupar el lugar de sus pies en la estera mientras se incorporaba. Uno frente a otro, sentados, me puso al corriente de lo que se esperaba de mí en aquella sociedad, a pesar de mi corta edad y mi inexperiencia militar en la guerra santa. Por aquel entonces nadie les llamaba yihadistas, como ahora. Me ocuparía del bienestar material del ganado y del espiritual de la soldadesca. En definitiva, que me dedicaría en cuerpo y alma a todos los ‘animales’. Amén de la correcta aplicación de la Sharia. Ya había sido el señor del agua y el señor de la mierda, y ahora me tocaba ser el señor de los animales. Al menos mejoraba. Te habrás imaginado que todo eso lo pensé yo porque él se refirió a la tropa como «mis hombres fieles a Alá». Supongo que al ver mi cara de satisfacción por no ser entendido como un estorbo para los planes de su dios y haber sorteado otra vez a Muerte, malinterpretó mi lenguaje corporal y añadió: «Veo que te satisface la labor que te encomiendo y eso me satisface a mí». Le seguí la corriente. Le informé que ya con anterioridad me había encargado de bestias, pero lo que no entendió de mis palabras fue la ironía con la que estaban dichas. Y sobre todo la última. «Y ahora vete. Pregunta por Khabir. Él te contará todo lo que necesitas saber para andar por aquí y para el trabajo con los animales. La otra labor, mejor que tú, no hay quien lo pueda saber». Me levanté presta y obedientemente, repetí dos veces un saludo de despedida y, antes de abandonar el puesto de mando, escuché a mi espalda una última orden: «No se te olvide insistir en la llamada a la guerra santa a mis hombres en nombre de Ala el Grande. Cuantos más infieles se lleven por delante con su vida antes entrarán en la Yanna». Me quedé de piedra en el umbral de la tienda, pero reaccioné porque le eché la culpa al coup de lumière que recibieron mis ojos al asomarme al exterior. Tan parado e impresionado quedé que uno de los guardias hubo de darme un pequeño empujón en el hombro que acompañó de otra advertencia: «Muévete. Ahí no te puedes quedar». Disimulé y me tapé mal los ojos con las manos y comencé a andar lo más deprisa que pude mirando entre mis dedos. Sentía la ardiente arena en mis pies y en mi cabeza el retumbar de las palabras del más bestia de todos. Luego de atisbar a mi rededor, me dirigí hacia los pobres animales en busca del tal Khabir, con la carga en la conciencia de ser el imán de unos asesinos. El precio por mantenerme vivo no desmerecía del provecho conseguido, desde luego. Pregunté a uno con quien me crucé cerca de la hilera de camellos, caballos y burros. Me señaló a un hombre que se agachaba tras un animal. Cuando llegué a su altura ni siquiera me dejó preguntar y me ordenó que le ayudara: «Tres manos trabajan mejor que dos. Venga muchacho». Entonces me di cuenta de que la camella estaba pariendo. A pesar de haber andado con animales, era la primera vez que se me presentaba tal situación, por lo que no sabía muy bien qué hacer. Pero Khabir enseguida me lo dejó claro. Se trataba de que la madre no aplastara al hijo una vez salido de su vientre. El resto debía hacerlo la naturaleza, según sus palabras. Este hombre incompleto lo tenía claro. Una vez hubiera salido un poco más la cría, yo debía tirar de ella con todas mis fuerzas y, tras caer sobre una piel, arrastrarla lo más lejos posible del culo de la madre. Él, mientras tanto, se ocuparía de la camella para que no se tumbara. Y así lo hicimos. Y lo hicimos bien. La madre, cuando acabó el parto se echó sobre su tripa y el camellero me grito que le soplara en la boca al recién nacido. No he visto una madre más despegada. No hizo ni caso al que yacía en el suelo. Después de despertar las mamas de la camella me ordenó que limpiara al pequeño y él se sentó en el suelo. Tras quitarle restos de placenta al pequeño, me senté junto a él. «Soy Dikembe. Y me han encargado que cuide de los animales». «Pues ya tienes trabajo», me contestó. Nos quedamos mirando los inútiles esfuerzos de la cría por ponerse a cuatro patas. Cuando lo consiguió y no sin esfuerzos, el yihadista me dio un codazo y se levantó. «Vamos, ahora este tiene que mamar, pero antes lo haremos nosotros que nos lo hemos ganado. Y siendo dos, lo podemos hacer. Hazte con un cuenco». Yo me quedé sin saber qué hacer otra vez. “¿Y dónde encuentro yo un cuenco?”, pensé. Como respuesta a mi pregunta recibí un empellón y me recomendó robarlo si era preciso. Corrí hacia las tiendas y entré en la primera que pude. Estaba ocupada por cuatro de aquellos soldados, cada uno con su arma. Me miraron con recelo y se me ocurrió preguntar: «¿Alguien quiere leche de camella recién parida?». Más de uno contestó que sí. «Pues, venga esos cuencos, que hay para todos». Volví con tres junto al manco. «Chico, tú y yo nos vamos a entender si antes no te matan». No supe si reír o echar a correr. Debería pensar en poner la despedida y la firma. Esta carta me ha traído recuerdos de mucho peso, aunque podría seguir, como seguiré, con el hilo de mi historia sin cansarme en este caso. Solo acabaré el asunto de los cuencos.  Más que nada porque me espera el libro de turno, del que, por cierto, me quedan dos capítulos. Así que Khabir y yo nos pusimos a ordeñar a la camella, primero los calostros que él guardó para la cría. Ya sabes que se necesitan dos personas para hacerlo. Engañamos a la madre al acercar a sus mamas al pequeño y yo me puse a llenar dos cuencos. Nos los bebimos de un tirón. Ambos nos limpiamos los morros con el dorso de la mano y el brazo. Expresamos nuestra satisfacción con sendos bufidos de placer. Y pensé en mi abuela Mayifa: “Esos ojos despiertos”. Después llené el tercero y el pastor me miró con extrañeza y a punto estuvo de llamarme avaricioso. Me adelanté y le expliqué: «Es mi seguro de vida». No se si me entendió, pero volvió a agarrar con su único brazo al recién nacido y le acercó a la teta de su madre sin decir nada. El guelfo(2) se enganchó como cualquier mamífero al pezón, si bien todavía le temblaban mucho las patas. Mientras metí un cuenco en otro y con sumo cuidado me fui hacia sus propietarios. No quería verter ni una gota de aquel preciado líquido. En el trayecto me limpié bien la boca, no quería que supieran que yo había bebido. Entré, repartí los dos primeros cuencos a sus dueños y luego, tranquilamente, distribuí la leche tan justamente como pude en tres raciones. No esperaron a nadie. Cada uno bebió cuando tuvo la ración en su cuenco. «No da para más, la cría tiene que mamar y los cuencos son muy grandes». Los tres prestamistas acabaron con bigotes blancos y agradecidos a un extraño. Ninguno tenía cara de entender el motivo de tan altruista donación y del servicio tan esmerado. Pero sí me preguntaron, en tono amigable, quien narices era yo. Les conté lo mismo que a su jefe, pero un poco más resumido. Salí de la tienda con tres amigos más en el haber. Tres camaradas que, en otras circunstancias, hubieran sido mis verdugos. En la siguiente te contaré las consecuencias que deduje de aquello. El libro está impaciente por que lo acabe. Saludos,     












(1) [↑][Volver]  Salat. Verbo árabe que equivale a orar o bendecir. Se refiere también a las oraciones de los musulmanes y, en particular y comúnmente, a cada una de las cinco veces que rezan al día.
(2) [↑][Volver] Según el Diccionario de la Academia de la Lengua Canaria, guelfo es la cría del camello mientras mama. En honor a las lectoras de aquella tierra.

Imagen 1: Bajada de viajar.tarrazona.net y allí  publicada por Daniel García i Tarrazona
Imagen 2:  Bajada de lachachipedia.blogpost.com.es