CAPÍTULO 5
De cuando me quedo solo
noche, mientras me
dormía, recordé o más bien quise recordar a mi abuela Mayifa. Por el motivo que
fuera me sentía más solo que de costumbre. Acaso también extrañaba tu ausencia.
Ya no recuerdo cuando me dijiste que volvías, pero es igual. Y no me entiendas
mal, empiezo hoy así el relato para contarte que, a cambio de las cucharadas de
mijo que le cedía, ella me contaba historias de los suyos y que a mí se me han
escapado ya de entre los dedos. Quizá sea también por la culpabilidad que
siento por… Bueno, no sé, ahora lo entenderás. Después de la frugal cena,
mientras bajada poco a poco la temperatura y el fuego se extinguía dentro de la
choza (¡qué gran invento la calefacción!) mi abuela me dedicaba la hora bruja.
Esa hora que no sabes lo que dura, pero en la que cualquier historia contada puede
hacerse realidad. Así, escuché de sus labios cómo según los watutsi, (cuyo singular es batutsi, si bien se usa tutsi para un número indeterminado, para
que no te líes) explicaban la aparición de los seres humanos en la tierra: «Sabes, Dikembe, la primera pareja humana vivía en una
tierra maravillosa pero el hombre y la mujer no podían tener hijos. Los pobres
suplicaron a Imana que les ayudara, por eso oraban a diario. Y tú deberías
hacerlo también, que nunca te veo rezar —me regañaba—. Pues bien, dios tomó un montón de tierra y con saliva formó una pequeña
figura humana. Le pidió a la mujer que guardara la figurilla dentro de una
vasija con mucho cuidado ya que era muy frágil. También le ordenó que dos veces
al día echara leche dentro de la vasija, una por la mañana y otra por la noche.
Con otra advertencia más, que solamente podría sacar la figura cuando, después
de nueve meses, le hubieran crecido brazos y piernas. La mujer siguió estas
instrucciones al pie de la letra y, al cabo de ese tiempo, observó que la
figurita de barro se había convertido en un ser humano con todos sus miembros y
la sacó. Dios, al ver que la mujer seguía sus instrucciones, continuó creando hombres
y mujeres mediante el barro y su saliva. Después, estos comenzaron a
reproducirse y así los seres humanos fue que poblaron la tierra. Y ahora a
dormir, que es muy tarde. Y no te creas eso que te cuentan Kady y Mbo —ella
nunca usaba la palabra padres, siempre los citaba por su nombre de pila—. Venga, Dikembe que los viejos, aunque
menos, también necesitamos dormir. Buenas noches»(1). Me parece oírla
todavía con esa voz ronca pero llena de amor, y, a veces, también he pensado
que de lástima, pero bueno… Luego, la oía acostarse y yo, sin hacerle caso, me
quedaba comparando sus historias con las que me contaban mis padres de aquella
época. Claro, yo llegué a la conclusión, de que, en definitiva, los hombres
veníamos del barro, porque Adán también había sido creado de la arcilla, barro al
que cualquier dios había escupido o soplado, qué más daba. En eso coincidían
las dos versiones. Lo que ya no se parecía tanto era la presencia de la muerte
entre nosotros, aunque lo que sí dejaban claro las dos historias era que la
culpable de todo era una mujer desobediente. En un caso una joven y en el otro
una anciana que sale a por alimentos a su huerto desoyendo la orden de su dios,
como hiciera Eva en el primer caso al comer de la fruta prohibida. Claro, me
decía por aquel entonces, por eso la mujer debía sufrir más que el hombre. Por
eso las violaban y las usaban de esclavas y por eso gritaban tanto antes de que
naciera un niño. Como entenderás, con esa cultura, era muy difícil que
cualquier niño o niña saliera feminista. Es muy fácil hacer responsables a
otras de tus desgracias, y ya de paso, de tus culpas. Y no te digo nada si te
asomas a otras culturas, hasta las lapidan. Deshacerse del mito interesado de
que ellas son las malas, mon ami, es
muy difícil. Ni siquiera vosotros, con todo el avance de la civilización de la
que presumís, habéis podido olvidar lo que a todos nos han metido en la cabeza
como verdades absolutas: las mujeres son malas, trajeron a Muerte, el dolor, el
trabajo. Pero claro, para mí era muy difícil ver a Mayifa como una serpiente,
por eso aquella noche y la pasada, me dormí más tranquilo: no todas las mujeres
son malas, ni merecían castigo, mi verdadera madre y mis hermanas, eran otros
ejemplos. En el fondo, cualquier imposición de una fe sobre otra produce un
sincretismo. El ejemplo más notorio no es el nuestro, sino el de Sudamérica,
aunque en África tampoco nos quedamos cortos, no creas. De hecho, alguna de las
religiones con más feligreses no son más que eso, sincretismos. Y si no buceemos
en las costumbres más ancestrales en busca del origen de las fiestas y santos
cristianos, por ejemplo. Las sorpresas están a la orden del día. Mira, si se
estudia históricamente la figura de Moisés, sin ir más lejos, te encuentras que
este profeta está profundamente arraigado en tres religiones monoteístas, pero
no hay prueba alguna que indique que existió como cualquiera de las tres
reconoce hoy, incluso hay quien opina que era un noble egipcio cabreado con sus
iguales. ¿Qué te parece de lo que se entera uno? Eh bien, c'est ça, mon ami. Y te digo más, las
doce tribus de Israel tienen mucho que ver con las tribus wahutu y watutsi. Eh bien, que sin ser un docto, ni
siquiera un aficionado, solo un curioso de la historia, no puedo sacar
conclusiones que nadie pueda negar sin argumentar la fe, ¡qué más quisiera yo!
Pero a mí me sirven, oír predicar tantas veces lo contrario de lo que se hace
es lo que tiene: vuelve ateo a San José. Porque la otra fe, la que vulgarmente
llamamos esperanza no puede faltarnos viendo lo que vemos a nuestro alrededor.
Pero que cada uno crea, piense y espere lo que quiera. Es la mejor manera de
convivir con los demás y con nosotros mismos. Y no sobra la alusión a las
creencias propias porque algunos que darían su vida por su dios hecho hombre,
no comparten con él eso de poner la otra mejilla, sino que más bien secundan la
ley judía del talión, pueblo que, según ellos, mató a ese hombre. No hay mejor
forma para quitarse la competencia que manipular la opinión pública para que
vea a tu competidor como un asesino mientras la Santa Inquisición
busca a aquellos que matan niños para comérselos. Evidentemente los que así
proceden son también judíos y para más inri, van sus reyes, los Católicos, y les
expulsan de su propio país. Bueno, al fin y a la postre no les gasearon como
hicieran después otros más bárbaros y cercanos en el tiempo, según me has
contado tú mismo, que si en África se cometen atrocidades, que no las niego
porque las he vivido, aquí, en Europa, tampoco os cortáis un pelo con eso de
las limpiezas étnicas, que lo único que consiguen es manchar las manos de
sangre en vez de limpiar algo. La historia, mirada sin fe religiosa, es otra muy
distinta a la que cuentan los vencedores. Decir que Hitler, en su locura,
seguía buscando la lanza de Longino alumbra las paranoias de más de uno, pero
en todos los sentidos. Y de aquellos polvos, después de haber llovido, estos
lodos. Fangos que han dividido, y dividen, al mundo durante muchos años. Y lo
que te rondaré morena. (Me encanta esta expresión tan vuestra, es lo que tiene
vivir en la calle, que aprendes de todos y de todo). Todo eso es lo que le ocurrió a mi
alma. Yo no podía dejar de ver ‘buenas y sin pecado’ a Mayifa, ni a Delande, ni
a Keicha, ni a Mholie, ese era mi sincretismo con la educación recibida en gran
parte de Mayifa y en la otra por el reverendo europeo al que escuchaba en la
iglesia dominical y que nadie entendía salvo cuando nos abroncaba por ser tan
pecadores, tan prosaicos, tan promiscuos. Palabras que yo no entendía, ni me
las explicaban los mayores que con un «pecadores,
pero más» se quitaban de encima el problema, aunque mi supuesto padre ya
ejerciera de tal por aquel entonces. Y claro, se fue, como decía el reverendo Pierre, «derechito al infierno». Yo me
quedé en la tierra sin explicarme cómo todas las mujeres eran culpables sin
hacer nada malo y los hombres, que mataban, violaban y manipulaban, reverendo
incluido, no eran merecedores de castigo alguno. Claro, que ellos habían sido obedientes con los dioses. Y ya sabes, donde hay un dios no manda marinero, salvo que haya que traducir sus palabras.
Estoy de acuerdo
con Dikembe. Cualquiera puede inventarse una religión. Lo que nadie puede fabricar
es una fe. Yo, que en su momento la sentí, y muy fuerte, no me encuentro
desnudo sin ella porque quienes me la instauraban en la cabeza con miedos sospechosos , me la arrancaban del corazón con caricias también sospechosas. Tampoco
veo muy bien vestidos a otros que presumen de creer en un dios. Aparte de los
malos ejemplos, porque también los hay buenos, me veo incapaz de poner la otra
mejilla, o de rezar cinco veces al día, o de meditar las veinticuatro horas, o
de no calentarme la comida un sábado invernal. Tampoco me siento capaz de
llevarme por delante a una docena de personas para ganarme el cielo. Quieras
que no, al final, todas las religiones crean unos corpúsculos de intransigencia
que derivan en guerras santas como las Cruzadas, la Guerra de los seis días o
la Yihad. Incluso abocan en proselitismos desbocados como las diferentes
colonizaciones que destruyeron, como mínimo, tanto como construyeron. Estudiar
qué hubiera pasado si no se hubiera producido la Conquista del Oeste es tan
insondable como los repartos coloniales de África. En la vida lo positivo y lo
negativo no se compensa. En matemáticas un número sumado a otro igual en
negativo siempre da cero. Pero en este juego de necesidades las matemáticas no
funcionan. Por mucho que haga Cáritas no logrará borrar los actos de la
Inquisición. Por mucho que haga la Luna Roja no eliminará los atentados
yihadistas. Por mucho que haga Alemania ningún judío olvidará a los nazis. Por
mucha política que haga Otegi no revertirá los asesinatos de ETA. Por ello soy
partidario de una fe que no estorbe a nadie, una fe introspectiva. Son tantas
las normas absurdas que, desde fuera, es impensable que las dictara un dios o
un hombre con dos dedos de frente. Porque no solo se deposita la fe en un dios,
también las ideas y los hombres son depositarios de ella.
Cuando
mi padre se empeñó en echar los pulmones por la boca, mi madre, en contra del
parecer de mi hermana Delande, me mandó a ganarme la vida a la fábrica de
ladrillos, donde ocurrió todo aquello con Idriss y Nekiambe, ¿recuerdas? El
padre de este último, me acogió más que por pena, por la comisión que el mío le
había pasado durante el tiempo que trabajara allí. Y claro, el sagaz capataz,
no le dio de baja hasta que se murió, por lo que él no dejaba de recibir la
comisión y mi padre de cobrar y gastárselo en su enfermedad que se curaba a
base de lo de siempre, con lo que mi madre no consiguió dejar a un lado ni el
trabajo ni las palizas ni él curarse. Aunque como te he dicho, durarían poco. Así que, muerto
el perro, me refiero a Mbo, se acabó la rabia. Y me despidieron de la
fábrica, ya no había muerto que cubrir. «Este
no es lugar para ti», me dijo monsieur
Habib. Me imagino que se refería a que era demasiado bueno para mí, porque si
no, no me explico que allí trabajara su hijo. Ni que ya estuviera preparado el
hijo de otro acreedor moral para cubrir el puesto que se me negaba por no tener
padre. Desde luego, no puedo negar que esa fue una de las cosas buenas que
saqué de él mientras vivió. Por eso me vi compuesto y sin novia, o lo que es lo
mismo, en la puta calle, porque acto seguido, mi casero, sin darnos tiempo a
sacar ninguna pertenencia de la choza donde aguantábamos los Biyombo y no
Biyombo vivos, se enteró de mi despido y a su vez nos desahució por el artículo
treinta y tres, que algún día me tienes que contar cual es. No me extraña que aquel
último día Delande pusiera perdido de sangre el suelo de la choza y que a
Mholie, tras dormir un mes en la calle le picara ese mosquito asqueroso que se
la llevó. Después de enterrar el cadáver de mi última hermana en donde pude, ya
no tenía nada que hacer. ¿Dónde ir? ¿Sabes dónde se me ocurrió ir? ¿No? Pues al
mercado. Claro, después de ayunar dos días y cavar una tumba con mis manos, me
apetecía comer algo, y donde siempre hay comida es en los mercados, ¿no? Eh bien,
c'est ça, mon ami. ¿Y dónde va Vicente?, pues donde va la gente. Allí que me fui,
al mercado, huyendo de Muerte que, en poco, me pisaría los talones. Eso es lo
que tienen las historias que te cuentan de pequeño, que siempre las aplicas con
el paso del tiempo. Allí, el primer día lo sufrí al ver lo que se compraba y se
vendía. Me lo pasé imaginándomelo en la boca hasta que acabó la tarde. Los
vendedores recogieron sus apaños y alguno hizo criba entre lo que debía cargar
para la vuelta. Así que, allí quedaron, en el suelo, frutos con lesiones tales
que nadie los reconocería de no haber visto a sus dueños desecharlos del montón
sobre la estera, o sacarlos de los cestos que volverían al día siguiente. Y
esos descartes invendibles fue lo que comí aquella jornada, cuya noche pasé al
raso dándole vueltas a la manera de sacarme algo para comer sin tener que
esperar a los desechos.
Y, aunque no lo creas, encontré una fórmula. Verás. Con
el sol empezaron a llegar los agricultores y un poco más tarde los artesanos
con sus sandalias, cestos, telas, figuras talladas, cuencos y esas cosas. Un
poco más tarde se presentarían los compradores, mujeres en mayor medida. Esas
eran mis posibles clientas, porque la apropiación de cualquier bien ajeno tenía
un castigo popular que más vale no contar, vamos, que ahora no podría estar
escribiendo. El robo estaba descartado. Ya te he comentado que la valentía de
mis ancestros no la había heredado yo para vergüenza de mi abuela. En principio observé a las compradoras. Las más adornadas y exuberantes se
hacían acompañar por quienes supuse criados. Ellas elegían y pagaban, el
sirviente cargaba y seguía a su dueña tal que un perro hambriento como yo, eso
sí, con una obediencia rayana en lo indigno. Algunos, incluso sin mirarles a
los ojos y con un excesivo respeto que a mí se me antojó miedo. Entonces, ni
corto ni perezoso, me arrimé a una de aquellas orondas matronas que iban solas,
justo en un puesto de lo más internacional. Dirás porqué, pues porque vendía
barreños de plástico, eso sí, todos azules aunque de diferentes tamaños y formas.
Luego, pensando en aquella imagen, la he recordado aquí ya como un mar de
plástico, porque por aquel entonces yo ni siquiera imaginaba una ola, aunque
más de un lago ya había visto, nada del otro mundo. Mi intención no era
censurable, lo único que quería era una pequeña gratitud por cargar con la
compra. En definitiva un servicio, si no remunerado, sí agradecido con algún
fruto que pudiera comer. Yo creo que eso se lo podía imaginar cualquiera. Lo
que yo no imaginaba era por donde me iba a salir el tiro que se me había
ocurrido disparar a ciegas. Verás, aquella mujer resultó que se empeñó en
gritarme y darme órdenes sin venir a cuento mientras discutía el precio con los
mercaderes, hasta el punto de que yo sentí cierto temor. Una vez acabada su
compra salimos del pequeño laberinto de puestos y nos alejamos un poco del
bullicio. Cuando la pareció me ordenó parar y dejar la canasta en el suelo.
Creí llegado el momento del pago, pero no, me miró a los ojos y me hizo una
extraña pregunta, tras la cual arreó con su compra y me dejó allí con dos
palmos de narices y mi hambre. Con la pregunta en la cabeza y nada
debajo del brazo me refugié en la sombra de un árbol junto al que me acuclillé y
en el que recosté la espalda. Y fue allí cuando la pregunta que antes
juzgara inútil se trocó en un nuevo argumento para comer: «¿Qué creías, listillo, que me ibas a engañar?». Pues no, pero de
eso se trataba entonces, de quien engañaba a quien. Aquella lista mujer me había estado
amedrentando con gritos y órdenes para no ser engañada por un mocoso. Había
usado el miedo, mi miedo, para su beneficio. «¡Eh, ten cuidado con el capacho, no se te caiga. Si estropeas algo te
lo saco de las costillas, garçon!».
Tomé nota, no me quedaba otra. La próxima vez no sería yo el engañado, al menos
esa era mi intención. Y lo volví a intentar. El hambre es muy convincente. Esta
vez no elegí a mi futura benefactora al azar, sino que me acerqué al mercadillo
y observé a las diversas mujeres que deambulaban entre las mantas, esteras y
productos que algunos ponían sobre la tierra desnuda, casi como ellos. Elegí a
la más vieja, una anciana muy bien vestida y peinada, y con muchos adornos
multicolores. Me acerqué, tendí las manos hacia su cesta y le pregunté muy
educadamente si le ayudaba. La mujer, con una gran sonrisa en la boca expresó
su conformidad con una especie de “ajá” y me entregó el capacho vacío. Lo fue
llenando de mijo, plátanos, arroz y verduras, incluso una gallina que vi
estrangular por el gallinero después de ser elegida por la anciana, para lo que
echó un largo vistazo a todas las que llenaban una jaula de bambú. Rechazó que la desplumaran y “obligó” al gallinero a que le descontara el costo del
desplume. «Así sale más barato, ¿sabes,
muchacho», me dijo. Aquella mujer sabía regatear, no cabía duda. Todo
parecía ir a la perfección, incluso nuestra relación comercial, pues cada vez
que yo metía algo en el cesto me daba las gracias. Me las prometía felices,
aunque lo único que veía factible para que yo pudiera comerme eran los
plátanos, pero un par de ellos no me vendrían mal. Lo que también deduje para
mi desgracia fue que a mi anciana no la engañaba ningún mercader, y eso, por otro
lado, me empezó a preocupar, pero yo estaba haciendo bien mi trabajo. En esas
cavilaciones andaba cuando oí que me hablaba: «Ven, vamos, muchacho, que ya veo a mi nieto». “¿Su nieto?”, pensé, pero la seguí, claro. «Ha venido a buscarme, ¿sabes? Es un buen muchacho, como tú, siempre
dispuesto a ayudarme». Aquello casi me sacó de mis dudas y me confirmó que
había trabajado otra vez en balde. Pero no perdí la esperanza y me llamé
agorero. Cuando llegamos a la altura del joven, comprobé que aquel muchacho
tenía sangre de los batutsi porque
era muy alto, aunque su corpulencia lo negara. De modo que se hizo con la
compra sin esfuerzo alguno y con gran educación, me dio las gracias. A su vez,
la anciana, me revolvió el pelo, me dio un cariñoso pellizco en el escueto
moflete y también me dio las gracias. Vi cómo se alejaban no creyendo mi mala
suerte. Pero como no aparté la vista de sus espaldas, también vi que se paraban
y se giraban y el joven se acercaba a mí. Mis esperanzas renacieron con más
fuerza, y me volví a reprochar mi pesimismo. Al final, podría comerme un par de
plátanos. Vi que se metía la mano en el bolsillo del pantalón y me decía: «La abuela quiere que te dé algo por tu ayuda,
aparte de las gracias». Pensé que en vez de comida me iba a dar unas
monedas, a lo que yo no iba a poner pegas, pero lo que sacó del bolsillo no fue
dinero, sino un paquete de tabaco que me ofreció: «Coge otro para luego, chaval, te los has ganado». Yo, sorprendido
cogí dos cigarrillos y, sin saber porqué, le di las gracias. A lo mejor es que
ya intuía que te iba a conocer y los quería para ti, si no, no me lo explico. Y
todavía sigo sin entender el motivo por el que agradecí que me pagara con algo
que ni quería, ni me gustaba, ni necesitaba. Por eso acaso dije lo que dije: «Esto no se come, señor», a lo que él me contestó sonriendo: «No, claro, se fuma. Cualquiera te dará lumbre». Y se fue y yo saqué
una conclusión: Normalmente al que le sobra, si comparte algo contigo, desde
luego no es lo que necesitas, luego hay que pedirlo, no te puedes estar callado.
Yo no necesitaba tabaco ni lecciones sobre lo que se fuma o se come, sino algo
que llevarme al estómago, más vacío que el frigorífico de Adama, para que me
entiendas. Quería algo de aquello que había visto, que había tocado pero que no
era mío. Y ése era mi problema. Mis supuestos padres me habían insistido
siempre en que no dispusiera de aquello que no era mío, en contra de lo que
predicaba mi abuela Mayifa empeñada en que Imana había puesto a disposición del
hombre frutos y animales para que nos aviáramos con ellos libremente pero con
mesura y solo para comer. «Dikembe, si
tienes hambre come, si tienes sed bebe, y si te sobra, compártelo». En esto
último coincidían los tres, pero debían ser solamente ellos, porque los demás,
que yo viese, compartían poco. Eso sí, yo podía compartir algo que los demás no
querían pero que era lo único que tenía: hambre. Porque la sed la había calmado
en un cubo lleno de agua junto a un camello, si bien no totalmente porque el
camellero me tiro una boñiga al grito de: «¡Deja
eso, garçon, que es de Ata Allah!»(2)
. Aun así, la tercera
intentona fue la peor, primero porque ya el hambre me apretaba lo suyo, y
segundo porque acabó peor que las dos anteriores, ya que, a falta de recibir
estipendio alguno, lo que recibí fue una paliza. Te cuento. Después de las
experiencias anteriores, y creyéndome en mi derecho, antes de entregar la
tercera cesta se me ocurrió hacerme con un plátano de los que la joven había
comprado, eso sí, después de pedir permiso pero sin esperar a que me lo dieran,
por si las moscas. Aquello desató las iras de su dueña, una exuberante moza
ataviada con el típico traje estampado con alegres colores, que he de reconocer
bonita. A sus aspavientos y gritos acudió un mocetón que tras cruzar unas
palabras en un idioma que no entendí, porque si no hubiera salido por patas, la
emprendió a golpes conmigo. Y lo peor fue que no me había dado tiempo siquiera a
pelar la fruta, y que en vez de defenderme, defendía el plátano que tras el
tercer bofetón y primer empujón se me cayó de las manos. La distancia a la que
me alejó el empellón me dio la ventaja suficiente para correr y poner más
tierra de por medio, pero la fruta quedó allí. El mozo, más interesado en la
moza que en mí, no la abandonó para perseguirme. Es decir, que lo que en un principio
causó mi mal, terminó por protegerme, porque de ser otro el motivo de la
intervención del joven no sé cómo hubieran acabado mis huesos, y es que, como
decís vosotros, tiran más dos tetas que dos carretas. Así que, después de
aquello solo me quedaron ganas de acurrucarme abrazado a mí mismo y esperar a
que los comerciantes recogieran sus mercancías y desecharan aquello que ya no
tendría salida al día siguiente, y eso que no todos lo hacían, porque aquellos
agricultores tampoco tiraban mucho. No es como aquí, que yo he comido más de
dos meses con lo que se descarta para la venta en los mercados centrales porque
no tiene buena presencia. Menos mal que los minoristas y las grandes
superficies colaboran con Cáritas o la Cruz Roja, por ejemplo. Y no creas que
era tan fácil hacerse con aquellas sobras, porque no era yo solo el que sufría
hambres en aquella época sin tener recursos para alimentarme. De todas formas conseguí hacerme
con unos tomates y unas zanahorias podridas, con dos plátanos más negros que yo
y con unas raíces de mandioca que al final tiré porque Mayifa me había
advertido que, a veces, es venenosa si no se cuece, y cocer, la verdad, no las
iba a cocer, sino a roer, porque esa raíz es muy dura y leñosa. Primero
succioné la pulpa desecha de los plátanos y el resto lo saneé con esmero y me
lo comí despacito. Tenía que engañar al estómago de alguna manera. Mientras
hacía la suave digestión pensé en volver a la fábrica de adobes, pero al sentir
las magulladuras de la reciente paliza, se me pasaron las ganas, y la mente se
me fue a otros momentos en los que me comunicaron que ni padre ni madre
llevaban nada de valor encima. Era mentira, al menos mi supuesta madre llevaba
al cuello una cadena con una medalla que nunca se quitaba ni para trabajar.
Ella decía que tanto la cadena como el colgante eran de oro. Mi padre intentó
más de una vez arrancársela, pero ella la defendió siempre y en una ocasión le
gritó que si se la quitaba era borracho muerto. Claro, yo por entonces no
conocía el significado de la palabra corrupción. La descubrí aquí con vosotros,
pero no es exclusiva de ningún país. En África se da hasta en las selvas.
Cuanto más pobre es una sociedad más corrupta se vuelve. Todo el mundo tiene
que buscarse la vida, policías, funcionarios, enfermeros, médicos… Todos tienen
muchas bocas que alimentar. Pero una cosa es buscarse la vida y otra
enriquecerse. Aunque ambas sean corruptelas, hay una pequeña diferencia entre
robar para subsistir y robar para enriquecerse. Una cosa es pedir una caridad
para comprar una medicina y otra meter la mano en la caja de la sanidad pública
o montarte un entramado de empresas para desviar fondos públicos destinados a
la educación. Allí en mi país ocurrían las dos cosas, pero yo solo me enteré de
las menores, pero no menos punibles. Así, el que enterró a Mbo y Kady, que fue
el mismo enterrador al que di pena, por eso no me pidió dinero, me contó
después que, como los cuerpos de mis padres, aquellos que no pagaban las
correspondientes “mordidas” eran enterrados desnudos, porque todos los que
intervenían tras la muerte de una persona se iban haciendo con lo que
correspondía a su altura profesional, hasta llegar al último de la cadena, que
era precisamente él, el enterrador, que lo único que podía aprovechar de los
cadáveres eran los harapos. «No me llegan
ni los calzados en mal uso, hijo». Tras preguntarle cómo lo permitían las
familias me explicó el entramado. Una vez recibido el cadáver se avisaba a la
familia para que se despidiese. Ese era el último momento que veían al finado
porque según las normas de sanidad debía sellarse el féretro o el cajón. Normas
que no existían desde luego, pero que permitían esconder la desnudez final de
los cuerpos. Después del expolio se sellaba la caja con un emplasto de resinas
y caucho que los funcionarios mismos fabricaban y costeaban. El viejo
enterrador me contó que, a veces, hasta perdían dinero como en el caso de mis
padres. Yo le dije que no había visto el ataúd de ninguno de los dos. Y me
aclaró que, a partir del momento en el que se dieron cuenta de que a veces
perdían dinero, habían cambiado el protocolo. Solo usaban madera y emplasto
para los que valían la pena, a los demás los enterraban desnudos en una bolsa
de plástico que sufragaba el Ministerio de Sanidad. Así no palmaban y ganaban
algo al reutilizar la sencilla caja que ofrecían a buen precio a otro cliente y
que también estaba subvencionada por el gobierno. «Aquí se compra y se vende todo, hijo, hasta la dignidad propia y la
ajena». En esos pensamientos andaba cuando me vino el primer apretón.
Encima de frugal, la cena me había sentado como una patada en el estómago. La
parte indigerible tenía que salir de alguna forma, y salió en forma de líquido
por donde debe salir lo sólido y tras haber generado más gases de los normales.
Me pasé toda la noche con los pantalones bajados y en cuclillas. En fin, que cuando
abandoné aquel mercado lo hice más instruido que alimentado, aunque parezca mentira,
porque estaremos de acuerdo en que, para aprender, como en la calle en ningún
sitio, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Dejaremos
para mañana otros recuerdos que intentaré estructurar mejor en el tiempo para
que no te hagas líos. Empieza a gustarme este ejercicio mental. No suelo
acordarme por propia voluntad de todas estas experiencias vividas, pero tiene
su lado positivo. Incluso en algún momento de estos días he sentido algo
especial, algo parecido a la ternura por ese crío del que me pides
explicaciones. Lo que no sé es lo que vamos a hacer si vuelves antes de que
acabe con las peripecias de aquel que fui, pero eso, en todo caso, es un
problema tuyo, no mío.
(1)
[↑] Leído en ikuska.com.
(2) [↑] "Regalo de Dios", según los beduinos..
Tristes experiencias las de Dikembe en su niñez. Como para olvidarlas... Debió de quedarse de piedra con el episodio de los cigarros...Hasta el próximo. Abrazos
ResponderEliminarUn abrazo, Ligia.
EliminarA los hombres, ni aunque les abras la cabeza con martillo y cincel. Ese pensamiento, lo tienen incrustado.
ResponderEliminarSi, la verdad que es una niñez bien triste.
Hasta el lunes y abrazos.
Gracias, Varinia. Un abrazo, JC.
Eliminar"corrupción (...) En África se da hasta en las selvas." Jeje, me he imaginado una mezcla entre Kafka, Rebelión en la granja y El Rey León que podría dar mucho juego.
ResponderEliminarNo, si por imaginación no será, jaja. Gracias, JC.
EliminarAyer oí esta noticia en la radio y el primero que me vino a la cabeza fue Dikembe:
ResponderEliminarEl 90% de los niños refugiados llegan solos a Europa
¡Madre mía! Países. Si los habitantes de un país no saben, no se les enseña, no conocen, no salen… la ignorancia hace que cualquier cosa dicha o hecha se les haga creíble. A los mismos mandatarios les interesa divulgar historias, maldiciones o supersticiones para crear miedos porque son mentes fácilmente manipulables, no desean que sepan o aprendan, incluso prohíben estudiar a la mujer.
ResponderEliminarEl tercer mundo sigue siéndolo después de los años transcurridos.
A veces no hay que salir de las fronteras. Aquí mismo, en nuestra piel de toro, en el sur (no mencionaré población ni persona) sí género: masculino. Plantó berberechos en una maceta, a ver si salían…. No daré más datos, pero baste decir que el analfabetismo o ignorancia, la pura ignorancia como la de nuestro protagonista Dikembe es el peor estado mental de la persona lo que les lleva también a aprender de la peor forma, pero que desgraciadamente existe todavía. Es todo UNA M.
Nita, te has venido a arriba, o abajo, pero tienes razón. No es que la educación, pensar, sea el remedio para todos los males, pero para la mitad, seguro que sí. Y no hablamos de saber si el verbo haber se escribe con hache o sin ella. Saber el tamaño de nuestra libertad y saber usarla nos lo enseña muy poca gente, a veces a costa de la suya. Gracias, Nita. Un abrazo, JC.
EliminarPues siguen las desgracias que seguramente se convertirán en experiencia.
ResponderEliminarVeremos cómo se desarrolla.
Saludos.
Chary:)
Menos mal que así es, si no...
EliminarUn saludo y gracias, JC.
Cruda realidad nos muestra Dikembe...
ResponderEliminarDar las gracias por la fortuna que tenemos me parece poco y encima que la mayor parte de las veces no le damos valor.
Sigo...
Besitos
Gracias Amanda. Sigues leo que te leo, jaja.
ResponderEliminarUn beso, JC.