Seguidores

lunes, 20 de marzo de 2017

CAP. 45 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo






De cómo conformarse



amás olvidaré aquella estancia en Aoufous y qué me dejé allí. Pero cada cosa a su tiempo. A pesar de estar molido por la poca costumbre de trabajar, no solo con las piernas, y de descansar sobre una cama, dormí perfectamente, aunque no todo el tiempo que hubiera querido, pues Belkassem me despertó a hora temprana, antes de que asomara el sol. Había que aprovechar el día y el fresco de la mañana para desplazarse hasta el almacén de frutas a fin de que estas, y quien las llevara, sufrieran lo menos posible en el trayecto. Así pues, con un té caliente en el estómago («Desayunaremos por el camino») y después de sumergir las cestas con los frutos en agua, nos pusimos en marcha hacia Er-Rachidia. Adama, que se levantó al oírnos, ideó una forma de amarrar con cuerdas los cuatro cestos y cargárselos a Hamal. Y así, fresca, reluciente y tapada, la mercancía llegaría a su destino. «No sabes como os lo agradezco, Dikembe. Esta vez Massoud no podrá decirme que la fruta no llega fresca ni demasiado madura. No tendré que venderla en almoneda». Después de sus palabras de agradecimiento me anunció que antes de dormirse se había acordado de un amigo de antaño con el que podría ponernos en contacto. Él creía que esa amistad todavía seguiría en la brecha porque al amigo le gustaba vivir bien. «Seguro que ha progresado dentro de la organización. Ahora, deberéis tener cuidado porque ya por aquel entonces no tenía muchos escrúpulos». Nos daría una carta para que nos trataran como amigos de un antiguo camarada. También me habló, sin recato alguno, de la mafia que se dedicaba a pasar gente al otro lado del mar. No todos eran marroquíes, solo aquellos que daban la cara, es decir, los últimos monos. Quienes hacían de verdad el agosto eran casi todos extranjeros. La trama funcionaba sin que nadie conociera a nadie fuera de su grupo. Si había alguna baja, el propio equipo se encargaba de cubrirla. Así se conocieron Said y Belkassem. «A mí me reclutó él para la causa». Con aquella estructura, la empresa estaba bien protegida, pues aunque las autoridades se preocuparan de estropearles el negocio, a lo sumo desarticulaban una cuadrilla, ya que sus componentes no podían identificar a más personas. Las órdenes se recibían por escrito y los mensajes los llevaban niños. Todos tenían la obligación de memorizar y quemar las misivas recibidas. Otra de sus defensas era que los propios clientes, al contactar con las siguientes células, eran preguntados por el dinero que habían pagado en la etapa anterior. De esa manera, también controlaban a su personal. Si alguna cuenta no cuadraba, alguien aparecía destripado y punto: Problema resuelto. De esa manera también el flujo de dinero subía hacia los jefes y estos jamás soltaban un dirham. La vacante era fácilmente cubierta, siempre había alguien dispuesto a ocupar el puesto que, por otro lado, era vitalicio. «Aspirantes no faltaban, te lo aseguro, Dikembe». Además, según Belkassem, el trabajo no era nada difícil y las dos empresas que él conocía dedicadas al curioso turismo, hoy de masas, no se interferían. También eran niños quienes transportaban ese efectivo, aunque desconocían que lo hacían. Como te digo, el negocio iba viento en popa y había para todos. Y el empleo tenía otra ventaja: No necesitaba dedicación exclusiva. Así, podías ayudar en los trabajos familiares sin que estorbasen mucho a tu oficio sumergido. Por eso, también era muy difícil saber quien estaba en el ajo y quien no. Aunque el sueldo no era para tirar cohetes, sí lo era para llegar a fin de mes. Tarea que no todos podían cumplir por allí. Lo más sustancioso era para los de arriba, es decir, para quienes menos arriesgaban y menos trabajan. Y fíjate si son listos los crápulas, que obligaban a los clientes a desembolsar a poquitos el coste del viaje. Quien no puede pagarse el siguiente trayecto es abandonado a su suerte, después de ser exprimido hasta la última moneda. Si el estrujado hubiera sabido el importe total al principio, como no lo hubiera tenido, no habría empezado. Aquellos otros que llegan hasta el final, es decir, hasta la orilla africana del mar, y que han dejado muchos poquitos por el camino, o pagan el último trayecto en patera a precio de crucero de lujo o se las tienen que buscar para cruzar a Europa. Aunque te dan otra posibilidad: seguir trabajando o trapicheando para que te pagues esa última travesía. Estos últimos acaban por abandonar porque si llegan a juntar los posibles que les han pedido, les dicen que el precio ha subido y les tienen enganchados hasta que se dan cuenta y, como te digo, abandonan y engrosan el grupo de perseguidos por las policías locales. No me digas que no está bien pensado el asunto, porque el negocio no necesita invertir en materia prima, y ya me dirás qué vale una patera con cincuenta años de servicio o una barca hinchable de juguete que, encima, tienen que inflar los viajeros. Todo eso me contó Belkassem durante el camino. Y como quiera que no podíamos montar a Hamal por ir cargado con la fruta nos fue más fácil charlar, aunque en este caso solo hablara él. Pensé que debíamos ir muy lejos porque Belkassem no cogió provisiones ni me dijo que llenara el pellejo de agua. Pero después de habernos alimentado con el peso que quitamos al camello y empezar a ponerse el sol, me expliqué el motivo por el que la fruta no llegaba al mayorista fresca. Y más, al decirme que su pollino apenas podía con la mercancía y tenía que hacer dos viajes. El caso es que llegamos a Er-Rachidia de noche, y aun así el comerciante recibió a mi compañero. Asistí al tira y afloja entre comprador y vendedor. De lo cual saqué la conclusión de la vulnerabilidad del agricultor. Su posición es de las más débiles del entramado comercial, a pesar de que todos dependemos de ellos. Luego supe que la deducción podía generalizarse sin ninguna excepción. Si no te interesa el precio del kilo de naranjas, te vas por donde has venido y te comes tú tus frutos o haces mermeladas. Bastaba con mandar un aviso de tu “rebeldía” a los otros mayoristas para que te cerraran todas las puertas, sin contar que los frutos se amustiaban. Así funciona el mercado “libre”. La ley de la oferta y la demanda. El mercado no tiene dueños, pero sí manipuladores. Como verás hay múltiples modos de explotación. Unas suenan legales, otras ilegales y otras alegales. Que también las leyes tienen zonas muertas.
Estoy totalmente de acuerdo con Dikembe en su apreciación sobre el mercado libre. Si bien quienes compramos y vendemos en él no funcionamos de la misma manera. Ellos, los africanos, encuentran una lata tirada en la calle y la cogen para venderla o darla un buen o mal uso, que de todo hay. Nosotros, ciudadanos del mundo civilizado, la pisamos con saña, le damos un puntapié, acaso regresando a la niñez, y pensamos que el único guarro de la situación es quien tiró al suelo la lata. A veces, la educación no es sinónimo de progreso. Y eso que el fabricante de la lata se ha preocupado de imprimir en ella un muñeco blanco tirando un bote a una gran papelera. 
Después de que salieran del garito del mayorista en el almacén y dejáramos atrás este, como ya había pasado el momento de la negociación, Belkassem demostró su alegría y me dio un abrazo. Le había ido mejor que las veces anteriores. Y quiso agradecernos muestra ayuda en metálico. Acostumbrado a la compañía de Adama, aquello me pareció un detallazo, hablo del abrazo, naturalmente. En relación a nuestros honorarios, le invité a que se entendiera con Hamal, ya que era él quien llevaba los asuntos monetarios. Se tomó la chanza con una sonrisa y un sincero deseo de que Alá nos bendijera a los tres y a su vez que se cumplieran nuestras esperanzas. «Y, ahora, vamos a comprar las medicinas de mi padre. Hace ya tres meses que se le acabaron y, aunque no se queje, con dolores se levanta y con dolores se acuesta». Después pasamos por el zoco y compró un almohadón que cuando lo apreté me pareció abrazar una nube. «¿Tú crees que le gustará?», me preguntó. «Yo creo que sí, Belkassen, está relleno de tu cariño, no te preocupes». Me agradeció el comentario y a punto estuvo de darme hasta un beso, pero se cortó. A la vuelta tardamos menos porque durante una parte del trayecto el único que anduvo fue Hamal. Belkassem era feliz cada vez que le decía que subiera detrás de mí sobre el camello. Y yo creo que no era por dejar de andar, ni por Hamal. Pero esto es tan solo una impresión sin importancia. Cuando llegamos a Zoula comentó que aquella aldea era ganadera y quería pasar por  la  carnecería.  Yo  quise
adelantarme a los acontecimientos, me puse serio y le advertí que dejara a un lado la hospitalidad. Si volvía a gastar su dinero en sus invitados nos marcharíamos de su casa. Su gesto me desconcertó, pero cuando habló lo entendí perfectamente: «Dikembe, déjame pagar mis deudas al menos. Te prometo que después de esta vez no comeremos carne hasta que hayáis partido». Después de haberme topado con tantos personajes que optaban al cetro de mayor egoísta del año, la generosidad de esta otra gente me sobrepasaba. Me venía grande tanta dadivosidad que, también hay que decirlo, me he encontrado más de una vez. Sabía que me iba a costar mucho dejar atrás el hogar del viejo Kassem. Eso sí, ignoraba que a Adama le iba a doler más. Y eso que todavía, ni él ni yo, sabíamos lo peor o lo mejor, según se mire. Incluso, en contra de su costumbre, mi amigo haría público sus sentimientos, aunque solo le oyera yo: «Si no hubiera sido otra carga para Belkassem, me hubiera quedado de charla con su padre». En broma le espeté que él no charlaba y me contestó en serio: «Quien debe hablar es quien tiene que decir algo y yo poco sé». Me he dejado en el tintero que, cuando Belkassem y yo volvíamos de Er-Rachidia, me puso al tanto sobre todo lo necesario para cumplir nuestro sueño, como él decía. Me aconsejó cómo tratar con los guías intermedios de las mafias y me aleccionó sobre como negociar los precios de los trayectos. Entre otras cosas me exhortó a que jamás enseñáramos ni dijéramos el dinero que teníamos. Si lo hacíamos nos duraría menos que un pastel en la puerta de un colegio africano. También me asesoró sobre la última etapa: el viaje por mar. Insistió en que nos dirigiéramos a Ceuta: «Aunque, a partir de ese momento todos dependéis de la suerte, pero elegir la mejor patera y el trayecto menos peligroso también ayuda, Dikembe. Y una vez en el mar tampoco hagáis ninguna referencia al dinero. No todos los compañeros de viaje están dispuestos a compartir lo suyo, aunque sí los bienes ajenos. Cuanto más pese la barca más posibilidades hay de naufragar. Recuérdalo, Dikembe y ten cuidado». No dejó a un lado que la embarcación hiciera aguas así que me hizo prometer que nos haríamos con un chaleco salvavidas, a pesar de decirle que yo sabía nadar un poco. Y que no esperáramos para comprarlo hasta el último momento o nos sangrarían. «Mejor adquirirlo en un bazar para pescadores». Me dio pautas sobre qué hacer si los guardacostas nos localizaban antes de llegar a la playa peninsular y qué haría él al pisarla. En fin, que me trasmitió todos sus conocimientos como si se tratara de informar a un hermano que marcha a la aventura. Aunque no mencionaré mucho a Belkassem de aquí en adelante, fue una persona decisiva en el devenir de nuestras vidas. Quién nos lo iba a decir en aquel entonces. Y no le citaré por el dolor que siento al recordarle, como cuando te escribo sobre nuestra estancia en casa de su padre, y no por ellos, como verás. También es cierto que su generosidad sería premiada. Pero, como digo, cada cosa a su tiempo. Antes, sobre el mapa, él lo interpretaba perfectamente, organizó el resto de etapas de nuestro recorrido por el continente africano. El anciano estaba encantado con nosotros, sobre todo con Adama que, al sentir la necesidad de agradecer y no ser un peso muerto para la familia, se dedicó a sus labores. Se hizo cargo de todo, desde la limpieza de la casa hasta del uso del fogón. Y ello incluía el cuidado personal de Kassem que amenizaba el trabajo de mi amigo siempre que podía con sus historias. Ambos andaban encantados. Uno por hablar, el otro por escuchar y no tener que abrir la boca nada más que para comer y dar los buenos días. Desde que llegamos con sus medicinas, al viejo se le veía más animado, más vivo, y era capaz de no dejar de hablar durante las veinticuatro horas del día si le hubiéramos dejado su hijo y yo. Pero ambos también éramos de lengua fácil. Incluso, más de una noche, Belkassen reñía a su padre porque este, después de apagar la vela, seguía con su charla. Y ese detalle tenía su importancia porque el hijo se levantaba antes que el sol y dormíamos todos en la única habitación de la casa. Que curiosamente, como tantas otras de su tamaño, parecen estar hechas de chicle por lo que dan de sí, en contra de aquellas otras que debido a la cantidad de habitaciones que albergan no pueden acoger más que a visitas diligentes. Lo importante de una casa, creo yo, es que esté viva, que lata al ritmo del corazón de quienes la habitan. Siempre pondré la tuya como ejemplo de ello. Bien es verdad que no conozco a fondo muchas otras, pero sea por la juventud que desfila por ella, sea por los adultos que tan bien se comunican con ellos y entre hombres y mujeres, el caso es que tu hogar se parece a un tiovivo si me permites la licencia. Y no lo digo por los giros y la música, que también, sino por la imagen que evoca la palabra que he usado para la comparación. También podría hablar de la mía, en la que era muy difícil que, durante los antiguos periodos lectivos, no se produjeran algunas visitas de mis alumnos. Es más, una vez jubilado, todavía vienen por aquí y creo que con más frecuencia que antes, si bien algunos ya se han licenciado. Son ellos quienes me hacen pensar las más de las veces. No permiten que me quede anclado en mis recuerdos, como pretendes tú, todo sea dicho de paso. No, es una broma, y quizá cruel, pardonnez moi. Tacha este último comentario cuando lo leas. Si lo haces, me sentiré mejor. No pretendo engañarte en nada por eso no rompo esta cuartilla y empiezo otra. Estábamos tan a gusto con aquel padre y aquel hijo que se nos pasaban los días como las horas. A los cuatro nos pasaba igual. Me planteé lo difícil que iba a ser, sobre todo para el anciano, asumir nuestra marcha y volver otra vez a su soledad parcial y rutinaria. Pero, aunque no me faltara razón, quien peor lo iba a pasar habría de ser yo mismo. Adama supo el motivo antes que los demás nos diéramos cuenta. O, al menos, se lo imaginó. Lo sé por sus posteriores comentarios. Aunque prudente, como siempre, no quiso compartirlo conmigo hasta después de producirse la situación. De nuevo debí darle la razón: ¿Para qué iba a servir que yo lo supiera antes? O quizá daba la posibilidad a que los hechos se desarrollaran de otra manera a la imaginada. Cuando Belkassem vio las virguerías que éramos capaces de hacer Hamal y yo juntos, se enamoró del camello también y quiso aprender a jugar de la misma manera con él. «Enséñame, Dikembe, enséñame, por favor, te lo ruego». Le contesté que encantado, pero que él no disponía de tiempo para ello. «Se lo quitaré al sueño, pero enséñame». Así pues, a partir de aquella noche, después de cenar y todos los días, salíamos al patio o a la calle, y a la luz de la luna o de un candil, intentaba dar al camello las mismas órdenes que le daba yo. Realmente quien aprendía era el mehari, que se acostumbraba a la voz de Belkassem y a sus silbidos. Le aconsejé que fuera él quien llevara al pesebre al animal y que le hablara un ratito antes de dejarle dormir. «¿Y qué le cuento?». Le contesté que yo le contaba todo aquello que se me pasaba por la cabeza y que no le contaba a nadie. «¿Ni a Adama?». «Ni a Adama siquiera». Y me contestó que, entonces, tenía mucho que contarle. Y se fue tan contento con su nuevo juguete hacia el dornajo, como dicen en las Islas Canarias. El hombre disfrutaba tanto como yo a pesar de la edad. Yo creo que rondaba la treintena, si no más. Aunque su carácter le hacía parecer más joven. Más de una vez le robó tiempo al sueño. Y algunas noches me pedía permiso para llevarse consigo a Hamal al día siguiente. Ponía como excusa que así le ayudaría en el huerto. Apoyo que yo también le presté muchos días. Durante nuestra estancia no dejó una sola jornada de trabajar, aunque Adama y yo le quitábamos las obligaciones caseras y para con su padre quien, por culpa del camello, vio alargadas sus sobremesas nocturnas con Adama. Esos días que Belkassem volvía a mediodía, acompañado del camello, a veces entraba en la casa con una sonrisa de oreja a oreja. Y, entonces, todos sabíamos que algo positivo había sacado de los juegos con el animal, así que le preguntábamos qué tal les había ido. En cambio, cuando llegaba cariacontecido, nadie abría la boca nada más que para saludarle. Pero su padre, en cualquier caso, siempre terminaba por echarle en cara que más le valía dedicar el tiempo a buscar una esposa que a jugar con un camello. Un día de esos funestos, Belkassem pareció hartarse de la cantinela de su padre y le contestó, por primera y única vez, de malas maneras: «Padre, a mí no me gustan las mujeres». En ese momento pensé con ingenuidad que el exabrupto había sido producto del mal humor que traía y solo pretendía que su padre le dejara de dar la matraca con el asunto del matrimonio. Pero tiempo después, cuando fui consciente de las opciones que tiene un hombre, llegué a la conclusión que aquellas palabras no escondían ningún significado y que dichas en un lugar pública le hubieran traído muchos problemas a Belkassem. Y quizá también explicaran lo mucho que lloró aquel hombre cuando llegó el momento de nuestro despedida. Si bien hay que decir que no fue el único. Seríamos tres quienes quedaríamos heridos sin cura posible y con una pérdida irremplazable en nuestros corazones, porque, en un principio, no incluyo a Adama. Y, por supuesto, darían sentido al cariño y al mimo con el que siempre me tratara Belkassem mientras estuvimos allí. Después sí fuimos cuatro los afectados, porque Adama me confesó que había dejado atrás a un maestro que, aunque musulmán, se cuestionaba todo. Kassem tenía una mente abierta en contra de lo que pueda pensar cualquier occidental. Y eso encajaba perfectamente con la forma de ser de mi amigo. Amén de que a uno le gustaba hablar y al otro escuchar. Y así, tiempo mediante, cayó la breva. Llegó el día en que si no partíamos, no nos moverían de allí. Hacía mucho tiempo que Adama y yo no hablábamos ni lo poco que solíamos. Y no lo hacíamos precisamente por eso, por no abordar el tema de nuestra marcha. Pero esa no fue la breve conversación que más temíamos, aunque él ya hubiera puesto el dedo en la llaga. Y la úlcera era por supuesto Hamal. Y yo, aunque no lo quisiera tener presente, también lo sabía. Pero en una charla con Belkassem, este me lo dejó claro: «¿Sabrás que no puedes pasar a España con tu animal, no?». Quien calla otorga. Y fue él quien tuvo que decir las palabras que yo no quería ni oír ni pronunciar: «Lo mejor, y no lo digo por mí, sería que me dejaras el camello. Aunque también puedes venderlo y sacarte un dinero. Pero nunca sabrás si cae en buenas manos. Conmigo estaría cuidado y seguiría con sus juegos». Al final la impotencia me salió por la boca: «O sea, que quieres quedarte con Hamal, ¿no?». Y en esta ocasión fue él quien calló, aunque yo sabía que no otorgaba. Alguien tenía que pagar por mi frustración y él era quien estaba más a mano. En el fondo eran las dos únicas opciones lógicas que cabían: o venderlo o regalarlo. En cualquier caso, me tenía que separar de mi gran compañero de fatigas. ¿Cómo se puede agradecer a un mehari todo el cariño y la ayuda que te ha prestado? La mejor manera, desde luego, sería dejarle en buenas manos, como decía Belkassem. Mi conciencia y mi corazón no me dejaban tratarle como un objeto y venderlo para aprovecharme de él. Lloré mientras Hamal me lamía la oreja y yo me dejaba hacer sin encontrar el consuelo que solía embargarme en esa situación. A decir verdad, es la pérdida que más he sentido en mi vida. Y lo digo para hacerle los honores que se merece, no en otros sentidos. No quise ponerme nunca en contacto con aquella familia por varios motivos, entre ellos, ya puedo contarte que había dado la posibilidad de que Belkassem no solo estuviera enamorado del camello. No quise hacer más daño, solo aquel que ya hubiera hecho con nuestra partida. Cuando salimos de Er-Rachidia, Adama hubo de darme más de un empujón porque me quedaba parado y dudaba entre seguir o volverme. Y como él sabía el motivo, me animaba a su manera siempre silenciosa. A pesar de que él también era consciente de que el dolor silente duele más. Por ello, la última vez que titubeé, grité como un poseso. Era mi despedida definitiva de Hamal. A partir de aquel grito asumí que la amistad entre el camello y yo había pasado a la historia. Seguramente por eso no nos dimos cuenta de que parecía empezar la última etapa de nuestro viaje a la tierra prometida. Cada paso que daba y me alejaba más del mehari, por el contrario, calmaba la rabia que sentía por tener que dejarle. Esa misma zancada me acercaba más a mi destino soñado. Es el tiempo, que todo lo puede, el que pasa, calma y trae de nuevo la ilusión. Suplí la presencia del animal con el sentimiento de añoranza. Siempre que comentaba algo, le incluía, si correspondía, en el sujeto de la observación: «Hamal y yo hubiéramos elegido aquel…», «Ya es hora de que descansemos los tres…». Al fin y a la postre, estamos preparados para asumir las acciones de Muerte contra los viejos, por eso, la pérdida de mi abuela Mayifa, aunque yo fuese un crío, me dolió en su momento menos que la privación de la amistad y compañía de Hamal. Para eso no estaba preparado, es más, no quería estarlo. Todavía le extraño y todavía le hablo, como a mi abuela Mayifa. Deseé, y aun lo hago, que Belkassem disfrutara y se apoyara en él como yo hice. Se me empañan los ojos, así que, dejemos el tema y pasemos página. Es lo mejor. Nunca he sido melodramático y no voy a empezar ahora. La nueva caminata se me hizo más llevadera que a Adama. Primero, habíamos dejado atrás el desierto y la ausencia de semejantes, Hamal me ocupaba continuamente el pensamiento. Y era yo, o mi inconsciente, quien buscaba los detalles de las vivencias pasadas. Y hay que decirlo todo, no solo me dolía, también disfrutaba de los momentos tan gratos que me había hecho vivir. Creo que tú nunca has tenido animales, corrígeme si me equivoco, si fuera así, me entenderás perfectamente. La relación con un animal, te la inventas tú a tu medida según actúe el animal. Haberla la hay, sin duda. A veces depende él de ti y a veces ocurre lo contrario, pero te insisto, cada persona pone los adjetivos y las razones de ese vínculo emocional. Cuando oigo en la radio que todavía hay gente que maltrata a los animales que les sirven o les han servido dudo de quien es más animal, el maltratado o el maltratador. La gratitud ha empezado a ser un bien que escasea. Es de malnacidos no ser agradecidos. Pero actualmente surgen otros sentimientos más útiles y beneficiosos, por lo tanto positivos, para el personal tal como sentirse en deuda por recibir un favor porque eso implica deber una. Deber una contra sentir agradecimiento. Así ha evolucionado una sociedad que hemos hecho tan competitiva. Y no es que la competencia sea negativa, no. Es positiva, pero siempre que entre los competidores no haya desigualdades tan evidentes. La sociedad no es tan solidaria como vemos en los maratones televisivos destinados a recolectar dinero para las ONG. Será un mal pensamiento por mi parte pero creo que esas aportaciones semivoluntarias, porque nos las piden, no son más que la compra de las bulas virtuales, antes llamadas papales: “Como ya he colaborado con equis euros mi conciencia está tranquila. Aunque se sigan muriendo de hambre esos niños ya no es culpa mía, es culpa de los que no dan”. Nuestra caridad es puro egoísmo y flor de un día, porque a la mañana siguiente nos dan asco los niños gitanos sucios y con mocos. Nos pone de los nervios que uno de esos gandules nos limpie el parabrisas del coche en un semáforo. Me quedo más con que la caridad bien entendida empieza por uno mismo. O como se dice en la Lozana Andaluza: Allégate a la peña, mas no te despeña. Y no es que esté en contra de uno mismo, sino de esa filosofía farisea tan barata y tan habitual. Pero lo cierto es que durante mucho tiempo yo sentí pena de mí mismo por haber dejado atrás a Hamal. Aunque en realidad había elegido entre él o yo. Y, claro, ante ese brete siempre gana el mismo. Siempre, en cualquier binomio está ese ganador. Hay quien opondrá a esta deducción el amor. Pero se olvida que este sentimiento, necesario para procrear, es uno de los sentimientos más egoísta que pueda albergar el corazón humano. A cambio de querer, queremos que nos quieran; a cambio de respeto, queremos que nos respeten, a cambio… Prefiero la amistad o la gratitud, contienen menos componentes tóxicos y menos intereses. Ah, y tampoco soy misógino, no me entiendas mal. Solo me faltaba eso. Y ser homosexual no me hubiera importado, pero en ese caso no me hubiera separado de Hamal, sino de Adama aunque 
te extrañe. El caso fue que después de muchos empujones de mi amigo llegamos a lo que con los años sería la presa Al-Hassan Addakhil, tal como nos había indicado Belkassen si seguíamos rumbo norte. Allí, junto a la anárquica agua, decidí sonreír en vez de llorar cada vez que me acordara del animal. Ya te he dicho que el tiempo lo puede todo y la voluntad mueve montañas, como la paciencia. Poco a poco me cambió el humor para bien. Y empecé a comer como siempre. No hay mal que mil años dure. Y tampoco es que se me pasara el dolor. Quizás un clavo con otro sale, pero asumí que convivir con un camello en una ciudad occidental es harto difícil, por no decir imposible. Sé que me pongo pesadito con el tema, pero no te queda otra que aguantarte porque jamás me he podido sacar ese clavo del corazón. Aquel camello no solo fue un juguete para mí. Me hubiera sentido menos culpable si hubiera tenido que elegir entre Adama y él. Pero te prometo que, salvo extrema necesidad, no volveré a nombrarle más en mis cartas. Eso sí, ambos humanos sabíamos que íbamos a recorrer menos kilómetros diarios sin ayuda del animal. Aunque su nuevo dueño nos informó que, más o menos, nos quedaban 650 Kilómetros para ver el mar y que eso no era nada, si lo comparaba con el camino que yo había hecho desde mi país hasta Er-Rachidia. «Ya veréis, todo será coser y cantar». Belkassem no sabía que ninguno de los dos sabíamos hacer ni una cosa ni otra, pero bueno, situaciones peores habíamos afrontado ya. Nuestro siguiente destino intermedio era la ciudad de Fez. Una vez allí deberíamos contactar con su amigo, presentarle su carta y acometer las últimas etapas. Llegar a esa ciudad era sencillo, bastaba con seguir el río ante el que estábamos. Donde hay agua, hay vida, ya sabes. Cuando el río discurriera por las montañas y se hiciera estrecho, deberíamos tomar rumbo oeste, ya pasado el pueblo de Kerrandou hasta llegar a Tahmidante donde, a su vez, cambiaríamos otra vez de dirección, esta vez hacia el norte. Así nos encontraríamos con Fez. Nos animó encontrarnos con un terreno duro, y que no se hundiera al pisar. Ni que hubiéramos de soportar, cada dos por tres, una tormenta de arena. Eso sí, encontraríamos nieve, por ello Belkassem nos obligó a aceptar cuatro mantas, con lo cual tanto su padre como él se quedaron sin abrigo para la noche. «A vosotros os va a hacer más falta. Ya me haré yo con otras». También, a cambio de arena, las tormentas serían de agua, y contra la que nos caería del cielo no teníamos defensa, salvo el cobijo de un techo que no necesitamos, porque lo cierto es que tanto Adama como yo disfrutamos como niños de aquellas lluvias y nevadas. También de los charcos posteriores. Y, curiosamente, mi amigo se convertiría en el más ganso del trío, perdón, de la pareja. Quizás porque era el que menos tiempo había sido niño. Si cuando caían las gotas se empapaba y corría con los brazos abiertos, igual que la boca, gritaba de placer y describía círculos, cuando escampaba, caminaba en zigzag y trataba de meterse en todos los charcos para salpicarme. Y para mi sorpresa, repetía una y otra vez: «Dikembe, nos acercamos, nos acercamos». Daba gusto verle disfrutar así. Después de tantas penas y tropezones que te he contado en las anteriores, en esta quiero dejarte con esta imagen alegre de la que yo también disfruto ahora mismo. Hasta la próxima, un saludo,






Imagen 1. Foto bajada de www.disfrutandoelmundo.com. Original en color.
Imagen 2. Foto bajada de culturaesvidadotcom1.wordpress.com

10 comentarios :

  1. Qué felicidad disfrutaron nuestros personajes en este capítulo!! No sé si había algo que entender, pero la relación Kassem- Adama, me deja un poco en treinta y tres. Tengo un mal presentimiento con Adama, espero que no se haga realidad. Y la expresión de Canarias, sinceramente no la había escuchado, para mí un dornajo siempre ha sido y es donde comen o beben los animales. El más típico es uno alargado de madera (mi recuerdo hoy para mi suegro, que los tenía en La Palma mientras tuvo animales...). Abrazos, J.C. y hasta el próximo día.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Según El DRAE dornajo también es en Canarias un pesebre para toda clase de caballerías, aparte de lo que tú dices. Yo leo el DRAE como un libro más y anoto palabras que me gustan. La he usado por honor a vosotras si bien no sé la vigencia que puedan tener porque yo desconozco su uso. También las empleo para reforzar el dominio del español que debe tener Dikembe por haber sido profesor de nuestra lengua, filólogo en cualquier caso.
      No, te aclaro que el binomio Adama-Kassem se desarrolla por insistir en la capacidad del primero para escuchar y aprender. A partir de este capítulo no hay desgracias, tan solo el acercamiento a su destino ya conocido en el que se encontrarán a buena gente. Dejar aq Hamal es el último revés, si descartamos algún constipado, ja, ja.
      En cambio, la relación de Belkassem con Dikembe si tiene un mensaje, para mí, evidente. Y es pretendido: "Belkassem era feliz cada vez que le decía que subiera detrás de mí sobre el camello. Y yo creo que no era por dejar de andar, ni por Hamal".
      Me he levantado un poco torcido, pero tu comentario me ha enderezado. Gracias, Ligia. Un saludo. JC.

      Eliminar
    2. Ja, ja, a mi edad todavía soy muy inocente...el mensajito no tiene desperdicio... Abrazos

      Eliminar
    3. Mantener la inocencia no es nada fácil. Enhorabuena. JC

      Eliminar
  2. Pues si, dornajo tengo yo entendido al recipiente donde comen los animales. Aunque en el sur de la isla hay un restaurante con ese nombre.
    Como disfruto cuando todo le va bien a estos chicos. El único pero... que tenga que abandonar a Hamal, aunque eso ya se veía venir.
    Hasta el lunes J.C.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ya llegan las alegrías, ja, ja.
      Respecto a dornajo, me remito a la respuesta a Ligia. La incultura es muy atrevida, ja, ja.
      Gracias, Varinia y hasta el lunes. JC

      Eliminar
  3. Bueno... ya estoy por aquí, pero me encuentro perdida en el desierto (como Dikembe)... He perdido totalmente el hilo de la narración y por tanto no puedo opinar al respecto. De momento he de retroceder hasta donde lo dejé y empezar a leer, que no es poco. En realidad pensaba que el relato ya había acabado, así que me llevará su tiempo. Nos vemos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Qué alegría me das, Nita! ¡Ánimo y al toro! Nos vemos y gracias, JC.

      Eliminar
  4. Me alegra saber que a partir de ahora se acaban las desgracias a pesar de la tristeza que supuso separarse de Hamal. Gracias a la capacidad humana de aprender a vivir con el recuerdo =)
    Besitos y feliz semana JC

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Tienes mucha razón: el alma es tan plástica como nuestro cerebro. Gracias, Amanda. Un beso, JC.

      Eliminar