abía dejado a Adama, si no recuerdo mal, salta que salta sobre los charcos, cual niño travieso al grito de «¡Nos acercamos, nos acercamos!». Pero nunca dijo donde, aunque yo interpreté que rondábamos ya una tierra fértil que daba frutos para todos y donde íbamos a ser felices. Solo acerté en lo segundo, que ya está bien. En lo primero, por desgracia, erraba porque, si bien es verdad que hay para todos, no llega a todos. Este hecho es una constante en muchos de los países desarrollados. Tengo oído que algunas naciones europeas disfrutan de una justicia social que podría servir de ejemplo al resto del mundo, pero no he vivido en ellos, así que no puedo más que transmitirte una suposición. En este caso no sigo la norma de Adama: «Si no sabes, calla». Callo pues, aunque mi verborrea me lleva a escribir más de la cuenta. Eso te viene bien a ti, si es que lees mis cartas. Vale, es otra broma. Ya sé que te tomas muy en serio mis palabras, sean las habladas o las escritas. Teníamos claro que más el clima que la orografía nos facilitaba la marcha. También la cercanía entre los pueblos y las aldeas. Y sobre todo, la abundancia de agua. Recuerda que seguíamos la cuenca del río Ziz en la que se asentaban pequeñas aldeas, pueblos e incluso ciudades como Fez. Las gentes que encontramos eran afables y hospitalarias. Compartían con nosotros su té, su comida, su charla y su tiempo sin esperar nada a cambio. Al ver a los niños, que me recordaban a mí mismo, me di cuenta de que ya no lo era, ni yo, ni Adama que había crecido más que yo, pero sin superarme en complexión. Las miradas se nos iban hacia los ojos femeninos. Y la manera en la que esos ojos nos miraban también nos confirmaba que ya nunca volveríamos a ser críos. Habíamos dejado nuestra infancia en el desierto y tengo el deseo de que alguien se las encontrara y disfrutara de ellas. Con el paso del tiempo esa sensación se convirtió en certeza. Nunca racionalicé la necesidad que me empujaba a mi peregrinaje. Sé que he hecho referencia a Katuku, aquel joven que salió de mi aldea en busca de algo mejor, pero, en realidad, para mí todo lo oído de mis mayores no dejaba de formar parte de las leyendas populares, igual o parecidas a las historias que me contaba mi abuela Mayifa. De todas formas, nunca sabré la verdad sobre aquel muchacho. Quizá porque ni me preocupa ni me ocupa. He llegado a una conclusión respecto a aquella necesidad de salir de África: el mismo instinto que acompañó a aquellos pueblos primitivos que la abandonaron me motivaba a mí. Sin olvidar mi soledad y la influencia de mi amigo. Aun sabedores de que ya andábamos muy cerca de nuestro destino final no teníamos prisa. Ambos aprendimos que las premuras no son buenas nada más que para equivocarte. Y fíjate, tú que me conoces sabes que no soy impaciente, pues Adama no se apresuraba ni por una necesidad. Así que se juntaban el hambre con las ganas de comer. Mientras que yo corría cuando en el desierto encontrábamos agua, él no variaba, no ya el paso, ni siquiera el gesto. Se acercaba al agua como aquel que se acerca al estanco a por tabaco mientras fuma. Eso sí, nunca cejaba en su empeño si se proponía algo. Aparte de la vida, mi mayor maestro fue él. He de reconocerlo, pero cuando se lo he comentado siempre me ha contestado lo mismo: «Al revés, Dikembe». Y puede que ambos tengamos razón, porque cada uno aprendió del otro porque no teníamos otras referencias. En el fondo creo que ese es el éxito de nuestra especie. De ahí que sea partidario de estas corrientes que se evidencian en Internet. Esa voluntad que lleva a la gente a publicar sus logros para que otros los usen y mejoren, con la única obligación de compartirlos a su vez. Algo así como lo deseado por Nikola Tesla. Si este hombre hubiera cumplido sus sueños, en contra de los intereses de Thomas Alva Edison, todos dispondríamos de una electricidad, sino gratis, mucho más asequible. Y esto explica también mi sentimiento sobre la propiedad de mis actos hacia terceros. No los siento míos porque me veo como el eslabón de una cadena de transmisión en la que el anterior es tan importante como el posterior, sin entrar en valoraciones. ¿Acaso no he aprendido yo de todo lo leído en la biblioteca y que otros han compartido? Por ello me parece fuera de lugar lo acaecido en el negocio de las obras de arte. Es más, me parece una vergüenza. El hombre llega al arte por su imaginación y cuando fue capaz de crear tiempo para el ocio. Y se lo debemos a quienes lo consiguieron, igual que cualquier escultura se la debemos a su autor, no a su poseedor. Nadie debería ser dueño de una obra de Alonso Berruguete. El arte pertenece a todos. Se que en este caso soy un extremista porque, por ejemplo, los pintores tienen las mismas necesidades que los albañiles, pero sirvan mis palabras para que tires del hilo y saques tus propias conclusiones. Las artes implican técnicas, y esos métodos siempre se los debemos a alguien. Y por ello aprender debería ser una opción que cualquiera pudiera elegir. Todo lo nuevo tiene su valor pero está basado en un conocimiento y esfuerzo anteriores. Nuestro saber no es nuestro en su totalidad. Y si alguien debe pagar por lo nuestro, también deberíamos de pagar por lo suyo. Siempre le debemos parte a otros que crearon antes que nosotros. De ahí la diferencia entre las pinturas rupestres y las de Goya. Bon, creo haberte dejado mi punto de vista y mi postura. Ahora bien, para que encajen en una sociedad, alguien debería inventar otra forma de convivir. Mientras el sistema esté basado en quien más tiene más puede, o viceversa, la igualdad entre nosotros no será posible. El hombre, como individuo, tiende a querer ser más que el vecino y a demostrarlo. Y los motivos son muchos. Otra cosa es la postura y la forma de vivir de Adama, sencilla y práctica por cierto: «Vive y deja vivir», fórmula muy antigua y poco seguida, aunque mucha gente presuma de llevarla por bandera. Pero si a esto le sumamos el altruismo interesado que te propongo, iríamos más deprisa y más directos hacia la estabilidad, tanto individual como familiar o internacional. ¿Cómo es posible que con todas las campañas contra la violencia de género, por ejemplo, con todas las denuncias públicas de todo tipo y la mala o buena intervención de los jueces, las víctimas aumenten día tras día? Este es un agravio tan directo y rotundo contra la igualdad de derechos de las personas que solo es comparable al racismo dentro de nuestra sociedad. Y sobre este asunto, ¿es que no hemos aprendido nada de lo que se fraguó antes y durante el Tercer Reich, por ejemplo? No será por falta de información, porque novelas, películas y reportajes los hay a miles. Si hay cadenas de televisión que, prácticamente, solo emiten documentales al respecto. Pues aun así, los votos a los partidos xenófobos suman más en cada plebiscito que se efectúa. Y ni esto ni aquello es una cuestión penal, sino educativa. Pero para que sea efectiva esta formación los estados deben tomarse más en serio estas desviaciones anormales para la convivencia. Es decir, acomodar sus prioridades en otro orden en el que importe más la vida de un diferente que un diputado vaya con o sin corbata al trabajo. Y los primeros que deberían hacer un cursillo técnico y de concienciación serían los jueces y los policías, aunque sean a cargo de los presupuestos generales, porque se oye cada noticia que da miedo. Sí, me he quedado a gusto. ¡Qué quieres que te diga! Si no recuerdo mal, hay una canción cuya letra dice: “Sí, saldremos de esta”, pero es que se nos están acumulando tantas “estas” que no sé yo. Porque el speach que te he soltado no conoce nacionalidad ni ubicación geográfica alguna. Bon, dejémoslo, porque desde mi cocina es difícil arreglar el mundo. A ver si no, quién es el guapo de abandonar esta travesía que los poderosos nos han preparado. Si exterminar el machismo violento fuera negocio ya existirían empresas del ramo, te lo aseguro. Venga, Dikembe, a lo que te ocupa, no a lo que te preocupa. El agua, sí. Aquella travesía la recuerdo como la que más disfruté del básico elemento. Supongo que a Adama le pasaría igual por lo que te he contado al respecto. Además, no pasaba día sin que intentáramos que aprendiera a nadar. Pero fue imposible, jamás aprendería. Su cuerpo era como una piedra cuando se metía en el río. Después del esfuerzo baldío y estéril, cada uno por su cuenta y a su manera, disfrutaba, hiciera calor, frío o cayeran chuzos de punta. Siento envidia al ver a los críos como nadan en las piscinas, porque mucho hablar de la incapacidad de mi amigo, pero yo para mantenerme a flote quemaba más energía que el parque automovilístico en un día laboral. Eso sí, nunca habíamos estado tan limpios y aseados, aunque la roña se mantenía inmutable en zonas de nuestro cuerpo tales como codos y talones. Mucho tiempo tendría que pasar para que esa piel respirara y viera la luz. Si ya de por sí los jóvenes pasan una etapa en la que huyen del agua como gatos escaldados, imagínate si les facilitas la abstinencia de jabón. Pero el aseo personal, dentro de las circunstancias que vivíamos nosotros, era una cuestión insignificante. Además, nadie nos había educado para lavarnos los dientes después de cada comida. Bon, miento, porque me viene a la cabeza que el padre Pierre insistía en que a la iglesia debíamos ir limpios y bien vestidos porque no se conformaba con que asistiéramos a los oficios simplemente vestidos y sin mocos debajo de la nariz. Más de un capón me he llevado antes de la misa por llevar las uñas de las manos y de los pies largas y sucias. Hay que pensar que la diferencia entre vivir o morir muchas veces la marca la disponibilidad de agua. Y no estoy hablando de abrir un grifo y que salga agua caliente. O llenar un vaso para beber. Dejemos el agua. Tal y como nos avisó Belkassem, llegamos donde el río Ziz se estrechaba. Íbamos contra la corriente que bajaba de las montañas. Según el mapa y nuestro informador teníamos dos caminos para llegar a Fez. Una era mantenernos paralelos al río y hacer camino por la montaña, mientras que la otra nos alejaba de la corriente al tener que bordear la montaña y avanzar por las laderas del Atlas Medio. «Aunque es más costoso, yo os recomiendo que atraveséis la montaña. El camino es mucho más bonito y si nunca habéis pisado la nieve, con más motivo. Además es más corto». Esas fueron las palabras de Belkassem. Las mismas que nos convencieron para hacer montañismo. La nieve, como entenderás, nos intrigaba y no la asociábamos al frío. Desde que habíamos entrado en Marruecos sin saberlo, nos parecía que la vida nos sonreía, que ya no nos ponía zancadillas. Pero eso no dejaba de ser un trampantojo porque nos esperaba lo más difícil. Quizá fuimos nosotros quienes nos relajamos por el buen trato de la gente y del entorno. Un apunte: Me hace gracia oír por la radio como hablan de gente de origen subsahariano, porque es como hablar de gente de la cuenca amazónica. ¿Sabrán de la cantidad de gente que incluyen como un grupo aparentemente homogéneo? ¿Cuántas culturas y etnias están obviando? En fin, creo que esa indefinición demuestra lo poco que os interesa el origen de los que llegamos al mismo suelo que sin costo vital pisáis, pero que por ello no es vuestro. La tierra no puede ser de nadie, ni siquiera del que la trabaja. La tierra, en cuanto al mínimo minifundio y al máximo latifundio, no tiene dueño, aunque se vendan y compren islas. Si así fuera, si existiera la propiedad de la Tierra, cualquier potencia, la de turno, podría vender el planeta azul a cualquier marciano, como hizo con Alaska el imperio ruso en 1867. Y no es que el marciano no tenga derecho a su trocito de planeta, es que tampoco tiene derecho a poseerla. Sí, no te rías, porque sé que me entiendes perfectamente. Dikembe y sus metáforas: parece que te estoy escuchando. La Tierra hay que respetarla, cuidarla, no explotarla ni forzarla a que nos de aquellos frutos que ella sola no quiere. Los inventores de la agricultura y de la ganadería no podían medir la repercusión que iban a tener en el devenir del planeta. Pero nosotros, hoy, sí sabemos las consecuencias de ambas. Y no me olvido de que hay que comer, pero mercadear no es imprescindible, y menos con usura contra el productor. Seguimos violando a Gea. Nos da igual porque ella jamás nos denunciará. Eso sí, cuando se harte, dirá: “Hasta aquí hemos llegado” y nos tendremos que mudar a Marte. Ella seguirá de cualquier forma o tamaño y nosotros nos fundiremos con las estrellas. Después de todo no es un mal final para todo aquel que se vea atrapado en ese momento. Y, aun así, no entenderemos que hay algo superior a nuestros intereses particulares: El Pato Trump morirá como un héroe, si le pilla, cantando The Star-Spangled Banner a la vez que insulta por Twitter a los culpables del desastre: los mexicanos. Lo siento de nuevo, esto no tiene nada que ver con mi historia pasada, solo con la presente y esa no importa. Vimos pasar a un camellero con sus camellos y Adama y yo nos miramos y sonreímos. Ese fue el último guiño en común a Hamal. Ya no haríamos más alusión al buen camello, aunque tengo por cierto que mi amigo pensó en él más de una vez. Simplemente porque Adama piensa más que yo, sobre todo antes de expresarse. Pasó el camellero y vimos que las nubes quedaban atrapadas entre el litoral y el Atlas. Algunos jirones conseguían encumbrar los picos y cambiar de color el cielo. No conocíamos esas nubes blancas y alargadas que no dejaban agua a su paso. Las otras quedaban enganchadas en las montañas en forma de nieve. El cielo y el horizonte participaban del nuevo escenario que se abría ante
nuestros ojos. Y seguimos con nuestro caminar y aprendizaje. Adama estudiaba el mapa sin olvidar la información que Belkassem nos había dado. Encontró el paso del que nos hablara. Discurría entre los dos macizos montañosos. Era un valle estrecho por el que discurría el Ziz y que era perfectamente transitable a pie sin tener que acudir a técnicas de escalada que, por supuesto, no teníamos. Esa impresión la confirmamos en Kerrandou que se erigía a la vera del río. Hasta esos momentos no habíamos estado tan rodeados de verde. Aquello sí nos pareció el Paraíso, pero tan solo en cuanto a imagen. Sí, en todos los sitios cuecen habas y en algunos ni eso. Pero allí eran tangibles. Nos extrañó que rodeados de tanta riqueza vegetal, de tanto fruto, aquella gente viviera tan miserablemente. Menos mal que disponía de todo el agua que el Ziz podía suministrar. Nunca supimos el motivo de esa pobreza. Esas personas, nobles y acogedoras, jamás soltaron prenda sobre como vivían y trabajan de sol a sol, tanto hombres como mujeres como infantes. Llegamos a la conclusión de que allí no nos gustaría afincarnos. En aquel lugar había trampa, aunque no fuéramos capaces de verla. Si bien, tampoco nos preocupó mucho, la verdad. Y si a esa mala sensación añadimos la dificultad que tuvimos para comprar alimentos nuestra desorientación llegó a su clímax. Al final, encontramos a una mujer que, después de rogarle mucho, nos dijo que volviéramos allí, al huerto, a la puesta de sol. Así lo hicimos y, con desconfianza y parquedad, aquella hortelana recogió algunos frutos, pero no todos los que nosotros hubiéramos querido. Al ir a pagarle, se sorprendió al ver los dólares, y nos miró extrañada. Para ella, aquellos billetes no eran dinero. El problema surgió en medio de la nada y de la oscuridad, mitigada por la luz de la luna. Y no tenía solución. Vimos que teníamos que abortar la secreta compra. Aunque tampoco era solución para Mahraz. Según ella, no podía quedarse con los frutos arrancados. Y, como siempre, la solución hubo de plantearla Adama, aunque dejara en manos de la vendedora la decisión final. El asunto era que nos llevábamos la mercancía y volvíamos, una vez cambiados los dólares por dírhams. Claro, que todo pasaba porque se fiara de nosotros. La pobre llegó a decir que le habíamos buscado la ruina. A mí se me cayó el alma a los pies y me ofrecí de rehén. Así conseguí que el trato fuera más fiable. En ese momento el punto a solucionar era donde me quedaba yo con la fruta recolectada. En ese punto hizo hincapié Mahraz porque no quería que la pillaran a ella con toda esa fruta a esas horas. Fue de nuevo Adama quien marcó los pasos a seguir. En la primera visita a la luz del sol, habíamos visto, en la esquina del huerto un chamizo de piedras. Ella nos explicó que allí, atados con una cadena cerrada con un candado, dejaba los aperos pesados que no se llevaba a casa. Adama le explicó lo pensado y, aunque no le gustó, vio que era la única salida. Me rogó que no me dejara ver por nadie hasta que ella diera su consentimiento. La situación me recordó a aquella otra en la que tuve que dormir maniatado, en el comienzo de mi esclavitud, aunque las circunstancias no eran las mismas. Mahraz no podía compararse a Moussa. También me vino a la cabeza la noche que Abu Dharr me hospedó en un corral. Por eso recordé al viejo tuerto y mudo. Era inevitable. Pero no eran recuerdos tristes. Al fin y al cabo, aquel hombre fue la llave de mi liberación de aquellos terroristas. Todavía me recorrió un escalofrío por la espalda al visualizar a su jefe tumbado dentro de su tienda con el arma agarrada. Tras encadenarme la mujer a un pequeño arado, quedé solo. Pasé la noche intranquilo e incómodo. Nadie se relaja atado a una cadena y junto a la reja de un arado. Estuve más tiempo despierto que dormido. Además, no podía estirarme del todo dentro de aquel cuchitril y no me pareció oportuno sacar las piernas a la intemperie. Eso sí, entre cabezada y cabezada me comía una fruta. Los nervios, el aburrimiento, la falta de sueño… No sé. Pero no me sentaron nada bien. Y, aparte de no poder dormir, me dio por arrojar por la boca lo que había comido. Y claro, como no debía ni podía salir, regurgité la fruta a medio digerir bajo aquella techumbre. Ya sin nada en el estómago me sentí mejor y bebí un sorbo de agua. Pero el olor acre que se levantó, a pesar de no tener puerta aquella choza, no se iba del todo. Así que con un azadón hice un agujero en la tierra y traté de asear mi dormitorio. Vaya noche que pasé. Las veces que me arrepentí de haberme presentado voluntario de rehén. Rezaba porque Adama se presentara temprano para liberarme de aquel maloliente cautiverio. ¡Qué iluso! ¿Dónde iba a encontrar un banco y encima abierto por la noche? Las tarjetas de crédito son un gran invento para estos casos, pero como entenderás nosotros no habíamos oído hablar del dinero de plástico y Mahraz menos. Pero el deseo y la impaciencia nublan la razón. Descubrirte que mi refugio ha sido siempre la amistad, dice mucho de mi orfandad y mis miedos. No obstante, la amistad puede ser circunstancial o eterna y no por ello tiene menos o más valor.
Ahora se dice mucho eso de que algo está muy
sobrevalorado, pero yo jamás he oído esa afirmación sobre la amistad. Dikembe la
compara con un refugio. Y no le voy a quitar la razón. Ni voy a descubrir nada
nuevo sobre ella. Quizá sea de los sentimientos que no ocultan doblez alguna.
Se parece al amor si a este le quites el deseo y las obligaciones que conlleva.
No creo que haya nadie sin un amigo. Aunque este sea una mascota o un
desconocido. Si bien hay de todo en esta viña, pero será una excepción o un
cartujo que ni siquiera acude a su corto recreo diario ni al gran paseo, como
ellos lo llaman. Y también estoy de acuerdo que una amistad no se debe valorar
por su duración, sino por su intensidad. Y añado que un amigo nunca defrauda,
somos nosotros quienes malogramos la amistad por no cuidarla. Es esto sí se
parece a las cosas del querer.
Aquella
mujer volvió temprano. Actuó como una actriz consumada al obviar mi presencia
sin distracción alguna. Pero a mí sí me sirvió de distracción su presencia.
Viéndola trabajar me pareció que el tiempo pasaba más deprisa que durante la
noche. Y cuanto más pasara más cerca estaba la vuelta de mi amigo y mi liberación.
Después de la vomitona no volví a comer. Pero a la luz del sol supe el motivo
de mi malestar. Aparte de la gran cantidad de frutos ingerida en tan poco
tiempo, los frutos estaban verdes, sobre todo los tomates. Y ya sabes el dicho:
Un tomate verde, te pierde. Pero de noche todos los tomates son rojos. Si
hubiera hecho caso a los consejos de mi abuela Mayifa, no hubiera pasado tan
mala noche. Ella decía que los tomates en agraz podían hacer más daño que un
león. Había empezado mal mi confinamiento y los nervios se me agarraron al
estómago y tiempo tuvieron de medrar por él porque Mahraz se fue a comer sin
que Adama asomara por el huerto. Yo miraba la fruta y me venía a la boca una
arcada. Desde donde estaba no podía mirar muy lejos. Mis ojos solo alcanzaban
a ver parte del huerto y los árboles frutales me impedían la visión de un
horizonte más lejano. Si al menos hubiera podido andar hubiera descargado mi
impotencia, pero el poco espacio y la cadena me lo impedían. Me dolían la
espalda y las piernas de estar encogido y doblado. Entretanto volvió mi
secuestradora y esta vez venía acompañada de un niño. Eso hizo que me recogiera
más dentro del chamizo. Aquel crío no paró de trabajar durante toda la tarde.
Deduje muchas cosas durante aquel día pero ninguna de importancia y, al
atardecer, me llegó a la cabeza la peor duda que me podía llegar: ¿Y si le
había sucedido algo a Adama? Los nervios se convirtieron en desasosiego. No
podía estarme quieto y, a su vez, tampoco podía moverme mucho. Y cuando los dos
trabajadores abandonaron la faena, tuve que estirarme y sacar a la intemperie
parte del cuerpo. No sé si fue suerte o fue lógico que nadie viera mis piernas
subir y bajar para desentumecerlas. También hice flexiones de brazos. Pero de
la misma manera que no podía moverme del sitio, tampoco podía quitarme de la
cabeza la funesta pregunta. Y lo peor fue que me di cuenta que Adama no me
importaba en lo más mínimo, pero me consolé al decirme que, al menos, no dudaba
de él. Nunca me planteé que Adama se hubiera marchado con todo el dinero. Como
ves me dio tiempo a pensar muchas tonterías. Pero el abandono nunca formó parte
de ellas. No solo mata moscas con el rabo el diablo cuando no sabe qué hacer.
También cuando no puede hacer nada. Como yo en aquellos momentos que se
alargaban a un día y dos noches. Aún después de ese tiempo no sentía gana de
comer. El ácido olor del vómito, que todavía permanecía en mi boca, junto con
los retortijones de tripas y el recuerdo de los frutos inmaduros me disuadieron
del yantar. Solo bebía pequeños sorbos de agua como me había acostumbrado a
hacer durante las caminatas por el desierto. Unas veces por sed y otras por
hacer algo. Por más que luchaba contra mis suposiciones y por más que
racionalizaba mi confianza en Adama, aquella espera golpeaba mi seguridad como una
espada de Damocles. Al estirar los brazos sin medida mis manos toparon con la
chamiza del techo y lo rompieron. Por el agujero de la techumbre vi las
estrellas. Y al moverme, un trozo de luna apareció contra la oscuridad. Y en
esa blancura se dibujaron las siluetas de unos frutos. Resultaron ser manzanas.
Y no sé si por diversión o por hacer algo, me estiré más y llegué hasta una que
arranqué. La observé de cerca y me pareció roja. Así que le arranqué un pequeño
mordisco y su sonido me llegó amplificado por la boca. Dulce. Estaba dulce y
harinosa. Me la comí y noté que me sentaba el estómago. Hice otro esfuerzo y
conseguí otra pieza que fue a parar al mismo sitio que la primera y con el
mismo resultado. Al final, cayeron tres. Y no comí más porque mis manos no
alcanzaron la cuarta. Por primera vez disfruté de aquel huerto. La soledad, la
tranquilidad, el estiramiento de músculos y sentir en la boca el dulzor de la
fruta en sazón me hicieron ser menos pesimista. Y mi pequeña alegría salió por
mi boca en forma de grito. Enseguida me la tapé. Al recordar las palabras de
Mahraz, me puse en su pellejo y me acurruqué de nuevo sin dejar de mirar el
trozo de cielo con estrellas. La luna ya se había ido del marco de la forzada
ventana. Me dio por pensar que las manzanas no me habían sentado mal, pero me
habían abierto el apetito. La fruta de la que disponía ni la toqué. Recordé
entonces aquella otra noche que pasé en cuclillas después de comer los desechos
de un zoco, uno de los primeros tropezones de mis andanzas. ¿Qué le estaría ocurriendo
a Adama? Como pensé en todo, hasta me arrepentí de habernos parado en Kerrandou.
Habíamos divisado al otro lado del río otra aldea más grande. Pero ya no había
remedio. Estaba preso hasta que mi amigo llegara. Me maldije por haber dudado
de él, pero me di cuenta de que no lo había hecho. Egoístamente, solo me
preocupaba que le hubiera pasado algo, pero nada más. Era normal. El preso era
yo. Además, ¿qué le iba a haber pasado? Adama estaba mejor dotado que yo para
sobrevivir. Y con estas divagaciones me puse a mirar por el hueco del
tejadillo. Era mi segunda noche allí dentro. ¿Qué pensaría Mahraz de la
situación? ¿Sería viuda? Supuse que estaba en un sin vivir, salvo que nos
hubiera engañado. Que todo era posible, aunque mi intuición no era esa. No, a
aquella mujer le habíamos creado un problema. Había que corresponder como se
merecía. ¿Cuál sería el motivo para que no nos pudiera vender la fruta
abiertamente? ¿Tanto riesgo corría si lo hacía? Lo dejé por imposible. Cuanto
más lo pensaba menos lo entendía. Todavía no tenía tanta maldad como para recrearlo.
Como no estaba cansado, sino harto, no me entraba sueño. No sabía qué hacer.
Hasta que se me ocurrió fantasear sobre la vida que nos espera. Mi subconsciente
ya había asimilado salir de África, idea que yo no tenía en un principio. No
pienso contarte qué concebí en mi mente porque, obviando su insignificancia, te
reirías de mí. Si te digo que no tiene nada que ver con las experiencias que
vinieron después, ni con lo bueno, ni con lo malo, que de todo ha habido,
seguro que me crees. Y eso es suficiente. A mí, a ti, a todos nos ha pasado. Si
crees que va a ser así, será asá. Esa segunda noche sí dormí de un tirón. Tarde
en conciliar el sueño, pero caí. Los analfabetos no tenemos el recurso de
contar ovejas, porque llegar a diez no da sueño. Me despertaron los gritos de
un niño que avisaba a su madre sobre algo infrecuente. Y acaeció aquello que
ninguno queríamos que ocurriera. «¡Mamá,
mamá¡ ¡Hay un hombre en el cobertizo!», vociferó el crío según corría hacia
su madre y me señalaba a mí. La luz que entraba por el agujero del techo nos
traicionó. No obstante, era difícil verme, pero me vio. Su madre dejó a un lado
la azada con la que trabajaba la tierra, corrió hacía él y le tapó la boca
porque la sorpresa del niño le hacía repetir el descubrimiento:¡Hay un hombre en el cobertizo! ¡Mira!».
No sé qué palabras le susurró porque lo hizo a su oído y abrazando la cabeza de
su hijo, pero después de deshacer el abrazo, el chico se calmó y disimuló como
todos. Todo el tiempo que anduvo por allí uno de sus ojos no se despegó de la
entrada de mi celda. Desde luego, si alguien hubiera entrado en el huerto
hubiera sabido que dentro de aquel cuchitril se escondía algo. En principio me
sentí culpable, pero me dio tiempo a convencerme de que no había sido culpa
mía. La mente humana tiene esa capacidad: “¿Quién, yo? No, qué va. Yo no”. A
veces la culpa es de todos y otras de nadie. Como en este caso, ni tú ni yo
tenemos la culpa de que se haya hecho tan tarde y tenga que acabar esta carta.
Entre párrafo y párrafo he cenado y ahora me estiro un poco, me pongo el
pijama, me lavo los dientes y a la piltra. En la próxima te contaré cómo salí
de la "cárcel". Un saludo.
Imagen 1. Foto bajada de elrincondelmakandel.blogspot.com.es (en color).
Imagen 2. Foto bajada de commons.wikimedia.org (en color).
J.C. todavía estás a tiempo de dedicarte a la política, aunque no tengas piscina, ja, ja... porque no tienes verdad? Tus disertaciones (bueno, las de Dikembe...) son épicas... Yo tengo claro que a Adama no se le ocurriría abandonar a Dikembe para nada, y no sé qué final le espera (el de Dikembe ya nos lo podemos suponer...), pero creo que es una buena persona y quiere mucho a su amigo. Espero que salga pronto de su "cárcel"... Abrazos, J.C. y hasta el próximo día.
ResponderEliminarJa, ja. Por la boca muere el pez: Cuando mis hijos eran pequeños les pedía que no fueran ni curas ni políticos ni toreros. Como para meterme yo en ese circo ahora. Gracias, Ligia. Un abrazo, JC.
EliminarY ahora, ¿como me acuesto yo con esta intriga?
ResponderEliminarY así ¿hasta el lunes?.
Intentaré pensar en otra cosa. Jajaja
Hasta el lunes J.C.
Eres un cielo despejado, ja, ja. ¿Así tratado, quién no escribe? Un abrazo, Varinia. JC.
EliminarHola, hola, paso a saludar porque no me parece de recibo leer el presente capítulo sin haber leído los anteriores. Prometo poner el acelerador o la historia acabará antes de estar al día. ¡Ah! intuyo que estás muy ocupado con la nueva profesión. Un abrazo.
ResponderEliminarJa, ja. Éramos pocos y parió la abuela. Un abrazo, JC.
EliminarPues sí que le salió cara a Dikembe la fruta, espero que Adama lo rescate pronto!
ResponderEliminarBesitos
Todo llegará, ja, ja. Gracias, Amanda. Un beso. JC
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