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lunes, 13 de marzo de 2017

CAP. 44 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo






De cómo fungir de agricultor y pinche el mismo día



ue allí, en Merzouga, donde compramos nuestro segundo mapa. En una tienda a la que haría florecer la curiosidad de los occidentales y los orientales. Actualmente esta ciudad es el mayor polo de atracción turística de cualquiera que quiera pisar el desierto sin verse inmerso en una aventura con final desgraciado. El desierto, en contra de lo imaginado, es el hogar de muchas personas que han terminado o empezado allí, bien por voluntad propia o porque no tenían otro remedio. Esto último les ocurrió a los pobladores de Khamlia, descendientes de los esclavos negros subsaharianos. No solo se exportaron esclavos a América, otros no salieron del continente y perdieron igual su libertad. En el fondo, todos somos iguales. La naturaleza es creadora y siempre que engendra, acierta. Otro asunto es que su creación se sienta superior a todo, incluida ella misma. Esta idea puede tomarse por la desobediencia de Eva, pero no es más que la demostración de nuestra soberbia y altanería. Espero que estas digresiones te agraden porque te permiten asomarte a mi interior sin riesgo de ser tachado de cotilla. Uno no es tonto, ya te he comentado que mi mejor arma de defensa es mi mente. Supongo que estarás de acuerdo conmigo, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Pero volvamos a aquella ciudad, Merzouga, que se nos quedó grabada en la memoria. Al salir de ella volvió a encogérsenos el alma, pues, al hacerlo, solo pudimos contemplar otra vez los componentes básicos del desierto: sol y tierra. Ambos jugaban al escondite. Las dunas, de más de treinta metros de altura, solo permitían que los rayos de luz iluminaran de naranja una de sus pendientes, salvo a medio día, claro. La otra ladera se ocultaba y creaba un color que no tiene nombre, ni pintor que la pueda plasmar. Ni siquiera las fotografías, que posteriormente he visto, reflejan ese espectáculo. Y te hacen entender que alguien viaje miles de kilómetros para contemplar durante breve tiempo la complicidad entre el astro rey y la arena. El motivo de salir de aquella fortaleza fue tan sencillo como curioso: No encontramos ningún lugar entre sus calles para que Hamal pudiera estirarse tumbado y descansar a gusto sin molestar a nadie. En esa ruta nos encontramos con muchos pueblos contiguos. Nunca lo habíamos visto. Nos dimos cuenta de que algo cambiaba a nuestro alrededor. Ya el desierto no era tan desierto y Hamal se alimentaba a diario  y no tenía que tirar de sus reservas de grasa que acumulaba en la joroba. Y una aclaración a propósito de su giba. Hamal no era propiamente un camello, pues solo tenía una. Por lo tanto era un dromedario, aunque yo siempre le haya llamado camello o mehari por mi francofonía inicial que he ido perdiendo en beneficio de tu idioma y mi persona. Al fin y al cabo aquel animal pertenecía a esa especie de mamíferos artiodáctilos. Esta última palabreja tiene que ver con el número de dedos que poseen y con cuantos plantan al pisar. No te creas que no son curiosas las extravagancias de los científicos. Fíjate tú en qué se fijan ellos para agrupar en subespecies a las bestias y las fieras. Pero yo, de animales sé poco, salvo que hablemos de los de nuestra especie. Y tan próximas eran las aldeas por aquella zona que,a poco más de una caminata,nos encontramos con otro pueblo, Hassilabied. No habíamos hecho ni hambre. Y como quiera que era un tanto anodino, seguimos camino. Pero ya no encontramos gente hasta varios días después. ¿Sabes?, los días son incontables en el desierto. Pero en el sentido de que no eres capaz de saber cuantos han pasado desde que comenzaras a contarlos. Ni aunque hagas muescas en un palo, si es que lo encuentras. ¿La habrás hecho o no? ¿Habré hecho dos marcas hoy? Al final, tiras el trozo de rama porque no te sirve para nada. Respecto a esto recuerdo un chiste que me contaron en la panadería sobre un automovilista que se come el tarro mientras se acerca a un chalé. Se encamina con la duda de si le dejarán llamar por teléfono. Tanto se come la cabeza con esa incertidumbre que al abrirle la puerta, en vez de saludar, le dice a quien le recibe que se meta el teléfono por donde le quepa. Hoy ya no puedes contar ese chiste porque todo el mundo tiene un teléfono móvil, salvo que ubiques el chascarrillo en el siglo pasado que, por otra parte, no hace tanto tiempo que acabó. Aunque con ello corras el riesgo de que te vean como eres: viejo. Es lo mismo que calcular en pesetas delante de algún joven. Y si no me crees, hazlo delante de tus hijos y verás. Ellos no se cuestionan, y no tienen porqué, que todos hemos sido jóvenes y hemos criticado, en mayor o menor medida, a nuestros mayores. Y soy de la opinión que cuanto más crítica más se perfecciona aquello criticado, salvo que mueva la envidia. Bon, calculo que tardaríamos entre siete y diez días en volver a ver a un semejante. Esta vez también nos encontramos con un cartel que anunciaba el siguiente pueblo y animaba a seguir. Y como habíamos comprado suficientes alimentos en Merzouga, no andábamos intranquilos ni preocupados. Aunque nos alegró sabernos cerca de Aoufous, por lo evidente y porque era el pueblo que buscábamos por indicación de Said. Pocas aldeas y ciudades me había encontrado anunciadas antes de llegar a ellas. De ahí que lo cite cada vez que recuerdo un hecho así. Con ello quiero resaltar el cambio que se había producido al dejar el desierto desnudo, sin que por ello quiera decir que anduviéramos entre vergeles, pero ya, a nuestro alrededor, no faltaba un palmeral o una pradera llena de matojos verdes. Amén de que la tierra que pisábamos no era polvo, sino granulada, dura y llena de piedras. También noté por aquel entonces un cambio en el humor de Adama. Andaba más contento. Igual de suyo que siempre pero con el talante más alegre. El pueblo no nos pareció muy allá, era un simple palmeral. Después de Merzouga iba a ser difícil que una población nos sorprendiera. Tampoco es que Aoufous fuera fea. Entre el blanco y el negro hay muchos grises. Y, además, era nuestro destino voluntario. Cuando entramos en la aldea hicimos lo de siempre. Nos relajamos y buscamos un lugar para descansar. Lo encontramos, comimos algo y nos echamos un rato. El hombre, y no te descubro nada, es un animal de costumbres. Y no sé el motivo. Acaso porque en el fondo es un animal. Nosotros habíamos abrazado esa costumbre. Lo digo porque estoy seguro de que en tus viajes de negocios, lo último que debes hacer es precisamente lo primero que hacíamos nosotros. No creo que suelas llegar a la ciudad de turno, te relajes, te vayas al hotel y tras un refrigerio uses la cama. . ¿O sí? Eh bien, c'est ça, mon ami. Durante un buen trecho de la etapa, habíamos avanzado, sin saberlo, paralelos a un río. Ya hay que ser tontos. Nos dimos cuenta desde lo alto de la aldea. Pero la verdad es que no habíamos necesitado agua para beber, pero los dos nos miramos apesadumbrados por no haber tenido la ocasión de darnos un chapuzón y quitarnos parte del polvo del camino. Eso, sí, un poco más tarde lo haríamos. En particular, recuerdo que aquel río se llamaba Ziz, por eso no se me ha olvidado. Ahora, desde el idioma que hablamos, me suena a nombre de perro, no sé porqué. “¡Ziz, ven aquí!”. “¡Ziz, sienta…!”. Tú me entiendes. Ahora sé que nace en las montañas del Atlas Medio y muere, como casi todo, en el desierto. No todas las corrientes acaban en un mar, en un lago o en un océano a la vista. Otros son asesinados por la sequía y otros se filtran bajo la tierra y sus aguas acaban donde menos te lo esperas. Después del descanso, nos acercamos al centro del pueblo y preguntamos por las señas que nos diera Said. En las aldeas, la mayoría de las calles, por llamarlas de alguna manera, no tienen nombre. Pero eso no dificulta encontrar el domicilio  de cualquiera.

Todos se conocen y todos tienen referencias de cada domicilio y su dueño. La casa en cuestión, un poco apartada, era humilde, pero resultaría un palacio. Saludamos en voz bien alta antes de entrar en el patio. Oímos una respuesta apagada que nos llegó del interior del edificio de adobe. Entendimos que nos daban paso franco y entramos. La voz cascada nos animaba a seguir y nos guiaba. Tras acostumbrar los ojos a la oscuridad del interior, descubrimos a un anciano que nos recibía con palabras educadas y con gesto sereno y alegre. «Pasad, pasad. Aquí no llegan muchas visitas. Sed bienvenidos a la humilde casa de Kassem». Después se disculpó por no atendernos mejor, pero, según él, sus piernas ya estaban con Alá. Eso sí, nos ofreció un té tibio que, según sus palabras, se lo había dejado preparado su buen hijo antes de irse a la labor. Aceptamos por educación y nos sentamos en el suelo, sobre una estera, junto al colchón sin bastas en el que yacía nuestro anfitrión. Después nos pidió que le ayudáramos a incorporarse para mejor hablar y quedó apoyado con la espalda en la pared y frente a nosotros. Pero Adama, al ver el gesto de incomodidad del viejo, se apresuró a colocar unos almohadones, no muy limpios, entre su espaldar y el adobe. «Gracias, hijo. Que Alá te lo premie. Este inútil ya está disculpado hasta de las oraciones. Pero no creas que he dejado de orar, no. Incluso me oriento como puedo hacia La Meca». Adama, como acostumbraba, le contestó con un gesto. En este caso con una tierna sonrisa. Al notarla, el buen hombre siguió con su cháchara. «Y, ahora, ya cómodos, decidme, ¿en qué os podemos ayudar?». Y, ahí, intervine yo. Le conté que buscábamos a Belkassem con buenas intenciones y que veníamos de parte de Said, un antiguo amigo suyo, que nos había facilitado muy amablemente su dirección. «Pues habéis atinado a la primera. Esta es su casa porque él es mi inestimado hijo». Y, como es lógico, nos contó su desgracia, historia que escuchamos, a pesar de su contenido, con agrado. Resulta que él, como todos los varones de la aldea, se dedicaba a la agricultura. Su familia siempre había trabajado los árboles frutales y él, por la herencia recibida, siguió con los limones y las naranjas. La huerta familiar no era muy grande, por lo que, para llegar al día siguiente, había que recoger hasta el último fruto del último árbol. Mal que bien, había sacado siempre adelante a su mujer y a su prole, incluso pudo mandar a algún hijo a la ciudad para que pudiera estudiar. De la misma manera y por el mismo motivo que todos los hombres trabajaban la tierra, todas las mujeres soportaban los trabajos domésticos que incluían el aprovisionamiento de agua a las casas. «Hace unos años, se invertía mucho más tiempo que ahora en ese cometido, sabéis». Eso quería decir que tenía que ser él solo quien cuidara de los frutales y del huerto del que todos comían. Hecha la introducción, pasó a relatarnos «el día más largo» de su vida que yo te resumo en una caída desde lo alto de un limonero. «Y gracias a Alá que caí de pie sobre aquella piedra que llevaba más tiempo allí que el árbol». Se quebró ambas piernas. Y algo más. Estuvo allí tirado con dolores hasta bien entrada la noche, cuando su mujer, preocupada por su tardanza, salió a buscarle con algunos vecinos y algún hijo. «Desde ese mal llegado día, no he dejado de tener dolores ni he podido servirme por mí mismo». Cuando el hijo estudiante se enteró de lo acaecido, volvió, abandonó los estudios y se hizo cargo de la huerta. Y unos años después también tuvo que ocuparse del resto de ocupaciones porque «su madre murió después de una corta enfermedad. Fue como un relámpago. Al menos ella no sufrió». Por eso la casa no estaba tan limpia y ordenada como debería estar, «pero es que el pobre Belkassem no tiene tiempo para más. Bastante tiene con la huerta y conmigo y con hacer la comida y con traer el agua y con todo. Un día dura lo que dura». Encima de recibirnos y atendernos, era él quien nos pedía disculpas a nosotros. Muchos aquí, en España, con la atención más a menos suficiente de la Seguridad social, nos hubiera echado de su casa con cajas destempladas por invadir su intimidad. Desde aquel aciago día era pues su hijo el único útil de la familia, y como quiera que en el pueblo nacían más varones que hembras, era muy difícil encontrar una esposa para su hijo. Y más si no se dedicaba en buscarla ni un minuto. «Y mira que yo le insisto. Pero qué voy yo a buscarle si me tengo que arrastrar por ahí. ¿Una lombriz? Una mujer por lo menos es imprescindible para la vida de un hombre. ¡Si lo sabré yo!». Por todo lo dicho era muy fácil, hasta para mí, deducir donde se encontraba su hijo en esos momentos. La historia de aquellos dos hombres me entristeció. Y para sentirme un poco mejor me ofrecí a traer agua. Cargué como pude sobre Hamal un cántaro y cogí también el pellejo casi vacío que tenía junto a él, en el suelo, el viejo Kassem. Antes de salir, me dio las indicaciones necesarias para encontrar el pozo y vacié del todo el pellejo en una tetera en la que Adama se puso a calentar agua para hacer té, al son de las pautas que le dictaban. Tardé un tanto, y cuando volví noté que en la casa, o al menos en la habitación en la que estábamos, alguien había empleado su tiempo en limpiar y ordenar las cosas. Me esperaban con el té servido, esta vez caliente. «¿Quién ha ordenado todo esto?», pregunté a mi amigo. Él me miró como quien mira a un tonto y no contestó. Tenía razón, ¿quién, si no él, podía haberlo hecho? Adama, como deberíamos hacer todos, obviaba las preguntas cuya respuesta conoce de antemano quien las formula. No nos dimos cuenta del tiempo pasado con el anciano hasta que nos sorprendió su hijo sin haber acabado el té. Un hombre joven con su turbante y su chilaba, apareció en la puerta de la estancia con un gesto de extrañeza en la cara. Un tanto susceptible, y sin saludar, preguntó: «¿Y ustedes, quienes son?». No contestamos nosotros, sino su progenitor: «Son gente de paz, Belkassem. Y mis invitados. Incluso han limpiado la casa y han atendido a tu padre. Y eso no lo hace cualquiera. De hecho, son los primeros. Así es que, no te preocupes. Y no lo entiendas como una queja. Para ti, hijo, solo puedo tener cariño y agradecimiento». Entonces, el hijo ya puesto al día, cumplió con los saludos de rigor. Y después, de una manera indirecta, pidió disculpas a los invitados de su padre. Yo quité importancia a su conducta anterior porque «Es normal que un hombre, al llegar a casa de su padre tullido, dudara de dos extraños que se habían colado en ella». Como viera que a su padre no le faltaba la razón volvió a preguntar, ya más educadamente, cuales eran nuestros deseos y no nuestras intenciones. «¿En qué podemos ayudarles?». Le relaté la conversación mantenida con su amigo Said en Merzouga, además de trasladarle las salutaciones que para él me diera. Mis primeras palabras hicieron que su cara tomara el mismo rictus de cuando entró a la habitación, pero después de mirar a su padre, le explicó que Said fue un compañero de universidad. Y que al volver a Aoufous había perdido el contacto con él. «No sabía que se había asentado tan cerca y que tuviera tanta progenie. En la primera ocasión que tenga, iré a verle». Y ahí cortó la conversación porque había vuelto para que su padre comiera y, por supuesto él. «Espero que nos acompañéis y sepáis perdonarme». No vi justo que, encima de su buena acogida, nos comiéramos sus provisiones, pero Belkassem insistió y nos ofreció el fruto de sus árboles. «Pocas veces podemos comer caliente, salvó el té». Era una época del año en la que tenía mucho que hacer en el huerto. «No pidas disculpas, hijo. Cuando uno comparte lo poco que tiene honra a sus huéspedes y se honra a sí mismo». Ese comentario jamás se me olvidará. Aquel anciano sabía mucho más de lo que a primera vista pareciera. Con su buen criterio, conseguiría que su hijo cumpliera con su amigo Said yéndole a ver. De lo que más disfrutamos Adama y yo fue de la naranja que compartimos. Aunque el melón amarillo, que también dividimos, estaba exquisito, dulce como el arrope. No sé el motivo, pero el caso es que el sabor de la fruta me recordó las caricias de mi abuela Mayifa. La sinestesia es cotidiana, aunque no lo parezca ni le demos importancia. Y, por asociación de ideas, al acordarme de Mbo, le dije a Belkassem la suerte que tenía al ser hijo de un padre como Kassem. Al comentario contestó quien se sintió aludido y negó la mayor. Explicó que quien había tenido buena ventura había sido él al engendrar un hijo así. «Tonterías, padre. Cualquiera haría lo mismo que yo». Y en esas me llamó la atención que Adama hablara después de que el padre llamará mentiroso al hijo con la boca pequeña. Bueno, hablar, hablar, no. Tan solo contestó con un “no” rotundo a las palabras del joven anfitrión. El tono tan tajante de mi amigo cortó el hilo de esa conversación. Ese momento fue aprovechado por Belkassem para anunciar que debía volver a la labor y nos invitó a acompañarle para hablar del motivo de nuestra grata visita. Y Adama volvió a abrir la boca: «Ve tú, Dikembe». La sugerencia implicaba que él quedaría a cargo del anciano. Apunto lo evidente porque hoy me doy cuenta que era lo normal, pero en aquel momento no pensé que Adama, a su vez, pensara en el viejo tullido.
Nuestros mayores. Su cuidado y bienestar. Gran asunto. Y cada vez más, porque más somos los que aspiramos a despedirnos tarde. Y con “gran tema” no solo me refiero al acto familiar de no dejar de incorporar a los viejos a nuestra vida cotidiana, como se hacía antes por no tener posibles, para ahora mandarlos a cualquier sitio a que “les cuiden”. La evolución, a través de la ciencia, ha conseguido darnos más tiempo, aunque algunos nos cuestionemos para qué, porque el tiempo, en sí mismo, no sirve para nada si no se dan las circunstancias oportunas. Y muchas de esas circunstancias dependen de nosotros y no las aprovechamos. Bien es verdad que muchos de nuestros mayores, y a nosotros nos ocurrirá lo mismo, no llegan en condiciones de disfrutar mucho de esa prorroga citada por los motivos que todos vemos a diario. Yo, particularmente, pienso mucho en este oxímoron: la muerte en vida. Y encima con dolores o con la cabeza llena de pájaros que volaron en tiempos pretéritos. Y no es que sea partidario de poner una edad tope para estar vivo. Y dejar el asunto en manos de dios nunca me ha convencido. Todos deberíamos tener claro qué queremos cuando llegue el momento de esa muerte en vida que nos permite la medicina. Dejar escrito nuestra voluntad. Así, las familias se evitarían dispendios y dolores físicos y espirituales. Ver sufrir a tu madre o a tu padre no es plato de buen gusto, y más si sabes que la situación siempre va a ir a peor. Insisto, gran asunto este que está sin resolver para nuestros mayores porque nosotros lo hemos resuelto al quitárnoslos de encima.
Es curioso, convencido de que Adama no me sorprendería más, según te escribo estas y las anteriores letras, descubro nuevos matices en la personalidad de mi amigo. Al final no va a ser tan inútil contarte mi historia, como tú la llamas. Sí sé que Adama elige a sus amigos escrupulosamente. Y no lo digo por mí, bien lo saben todos los dioses que conozco. Excepción que también te aplico a ti. ¿Cómo te pudiste arrimar a un negrazo con mis pintas y tan ignorante como yo era? Nunca entenderé cómo no te dio miedo siquiera. Porque la amistad entre Adama y yo se entiende por las circunstancias. Aunque, a lo mejor, la respuesta que busco en nuestro caso, sea la misma. Pero contigo, algo más tuvo que haber. Eso lo pusiste tú. Yo solo tenía necesidades. En fin, que cada uno hizo lo que quiso y Adama quedó en la casa y yo me fui al huerto, sin querer decir que alguien me llevara. Aunque los frutales no estaban demasiado lejos, montamos en Hamal, más que nada para presumir de él y aprovechar el tiempo de Belkassem y la luz del día. En el campo sin sol no haces nada. Durante el trayecto se habló poco, tan solo él, para darme las indicaciones oportunas. Tanto la posición como mi propia costumbre al llevar montado detrás a Adama ayudaron. Pero al apearnos, aquel hombre joven me aclaró que su padre no sabía nada de su vida en la ciudad. Los detalles de la forma en que se ganaba la vida durante sus estudios, para no mermar más la economía de su familia, ya no tenían importancia. Y que le gustaría que su padre siguiera en esa ignorancia. No le iba a aportar nada y, en cambio, le podía hacer mucho daño. «Esos tiempos ya pasaron y nunca volverán. Y él no se merece que le hagamos sufrir más. No me explico como, un hombre en sus circunstancias, ha luchado contra la adversidad. Y no hablo ya de su invalidez, sino de que ha perdido tres hijos después de dejarse el alma para sacarlos adelante». «¿Cuatro hijos y tan solo le vives tú?», pregunté. «No, vivimos todos los hermanos, pero son tres los que no quieren saber nada del tullido de su padre. No olvides que no tiene afectado el culo, ¿entiendes?». Claro que lo entendía. Aunque de otro modo. Yo había ostentado el título de señor de la mierda entre los tuaregs, amén de otras señorías. En dos minutos me había puesto al día de una vida sencilla que antes no lo fuera tanto. Y me dio rabia que solo me interesase la vida secreta de Belkassen. La oculta y la abandonada. Y apunto estuve de no contestar su siguiente pregunta: «¿Qué es eso que os ha traído hasta aquí? ¿Qué interés tenéis en mí?». Primero le aclaré que no era él nuestro interés, sino su pasado, o más bien su anterior trabajo y su experiencia. «Vamos, que queréis cruzar a España», resumió. Y yo le confirmé lo evidente. Y él me contestó con otra certidumbre: «Pues tu camello lo va a tener difícil, Dikembe. Tanto llegar como vivir allí», y sonrió. «Muy a mi pesar, ya cuento con ello». Mientras intercambiábamos impresiones, él no había dejado de trabajar la tierra. Repartió el agua de regadío al cerrar y abrir pequeñas exclusas que hicieron que las acequias recibieran su correspondiente ración de alimento. Después me señaló que tenía que recolectar los frutos que ya maduraban en las copas de los árboles,  sino los pájaros  darían buena cuenta de ellos.  «Y  tengo 
que aprovechar hasta el último fruto, ¿sabes?». Cuando vislumbré la fruta a la que había que acceder no creí que se pudiera, salvo que… Y en ese momento vi la forma de echar una mano a Belkassem. «Esas frutas corren por cuenta mía y de Hamal, no te preocupes. ¿Por cuál empezamos?». Me contestó que daba igual porque había que recoger todas las que viéramos más a menos en sazón. Si eran suficientes las llevaría al mercado y si no para consumo propio. Me recomendó partir del centro del huerto y moverme dibujando la forma de un caracol, hacia fuera, así no me dejaría ningún árbol por el camino. Como no estaba seguro de que pudiéramos hacerlo o porque sentía curiosidad, observó nuestras maniobras circenses. Ordené a Hamal que se agachara, me senté a horcajadas en la silla y tiré de la jáquima para que se levantara. Así lo hizo. Y después fui yo quien se alzó sobre él. Cuando lo hacía, mi cabeza topó contra una rama. Aquello arrancó una risa a Belkassem y a mí, a parte del dolor, me trajo a la cabeza la caída que sufrí al reparar el techo de la choza de Thais. Un tanto avergonzado y con más precaución terminé por erguirme y sujetarme a las ramas del frutal. Hamal seguía la inercia de mis movimientos que parecía intuir y pronto lancé el primer fruto a quien nos miraba con sorpresa y admiración. Después desapareció y tuve que esperar para lanzar la segunda pieza. Apareció rápido con unas esteras y unas cestas que colocó en la periferia del árbol mientras me gritaba que intentara encestar. La segunda fruta cayó dentro de una cesta y nuestro espectador aplaudió mi acierto. No todas cayeron dentro, pero todas acabaron en las cestas. En el trayecto hacia el segundo árbol, que hice sentado en la silla, tras recibir el visto bueno de nuestro capataz, este desapareció de nuevo, después de acercarnos las esteras y los cestos. Al poco apareció cargado con una escalera de mano que más parecía un arbolito contrahecho con múltiples añadidos atados con cuerdas de cáñamo. Estaba construida con dos largas ramas y con travesaños tan irregulares como mal colocados. Esta vez quien rió fui yo al señalar el artilugio. «Ya ves, las escaleras no son lo mío ». «No, no hace falta que lo jures», le contesté. , «Pero hace su labor, como yo». En menos de lo que yo pensaba acabamos el trabajo. Entre Hamal y yo recolectamos más que Belkassem con la escala y un recogedero, como era normal. Yo no tenía que bajarme para cambiar de sitio ni de árbol, él en cambio, cada vez que acababa con los frutos a su alcance, tenía que bajar a tierra y trabajarse la seguridad del siguiente apoyo en función de los frutos por cosechar. Me sentía tan útil y confiado que, a pesar del dolor que tenía en todos los músculos de la cintura para arriba, hubiera sido capaz de recolectar toda la fruta de la aldea. Acabamos con el último naranjo cuando empezaba a faltar la luz del sol. Y vi tan satisfecho a Belkassem como yo me sentía. Aunque sus motivos eran otros. Él se sabía más que útil, pero había ganado dos días de trabajo según me confesó agradecido y ufano. Tiempo que podría utilizar en otras labores en la huerta. El descanso para los agricultores es menos que efímero. Volvimos a casa a pie porque Hamal era el único que no había acabado su jornada laboral, todavía le quedaba transportar la fruta recogida que sería suficiente para venderla en el zoco. Hecho que nos alegró a los dos. En el camino me propuso que si al día siguiente Hamal ayudaba a llevar la fruta hasta el puesto de su comprador habitual, él me pasaría toda la información que disponía sobre el asunto que nos había llevado hasta allí. Me sonó a petición más que a condición, porque yo sabía que nos iba a dar esos datos de todas maneras. Pero estaba tan contento y agradecido que acepté sin decir más sobre el asunto: «De acuerdo, mañana al zoco». Pero puse una condición que le volvió a hacer gracia: «Si es que nos das de cenar esta noche», con ello mantenía el sesgo de la conversación que él había iniciado. «Cena y techo. En casa sobra sitio, aunque no fruta, y mi padre agradecerá poder hablar con alguien que no sea yo». También me ofreció una especie de pesebre que había en el patio trasero de la casa en el que sesteaba un borrico que me pareció pequeño y que acogió sin problemas a Hamal. «¿Has oído Hamal?, hoy duermes en hotel y acompañado». Y así, los tres conformes y en silencio anduvimos hasta llegar a su hogar. Una vez allí y con Hamal instalado junto al jumento, Belkassem advirtió que íbamos a tardar en cenar un poco porque quería preparar cuscús con verduras. Su padre apoyó sus intenciones y le animó a que echara también carne. Y después, se dirigió a Adama y a mí, y comentó que iba a tratar de que todas las noches hubiera invitados para cenar como Dios manda. Todos sonreímos al menos y su hijo siguió la chanza: «Así será, padre, pero solo cenará caliente aquel que haya trabajado en la huerta». Y tras las risas vino otra ocurrencia de Kassem: «Adama, lo dice por ti, porque yo he trabajado allí cincuenta años». Y sí, sí que hicimos hambre porque apoyado por el padre el hijo salió a cambiar fruta por un poco de carne que coció en agua, aceite y especias que nosotros desconocíamos. Y también fue la primera vez que hice de pinche de cocina: Ayudé a trabajar las verduras y hortalizas del propio huerto. Recuerdo aquella cena, a la que todos llegamos con hambre desatada, convertida en carpanta, como una de las más entrañables y contundentes de mi vida. Sentados en la estera en torno al plato común no tuvimos ninguna dificultad, ni siquiera Adama, en tomar porciones con la mano derecha, si bien mi amigo estaba exento de esa obligación como es lógico ¡Qué rico estaba aquello! Belkassem explicó con dulzura que si estaba bueno era gracias al hambre y a su madre, que le enseñó a cocinar el cuscús antes de irse a la universidad. «Era lo que más la preocupaba de mi estancia lejos de esta casa. Decía: ¿Qué vas a comer si no tienes una mujer al lado que te cocine?». Como entenderás, cada uno puede interpretar estas palabras como quiera. Bien desde el machismo, bien desde el maternalismo. Pero no se puede dudar del cariño y el sentimiento con las que estaban dichas. La época y el lugar tampoco deben dejarse a un lado en su interpretación. No sé si en Marruecos este comentario se entendería hoy día tal como lo entendemos aquí, espero que sí, pero me cuesta creerlo. África, en muchos aspectos negativos sigue siendo África, ya me entiendes. El caso es que en aquel momento yo solo percibí cariño en los recuerdos de Belkassem y sentí un honor especial al llenar el buche con aquella comida. Y no solo me empeñé yo en no dejar ni un grano en el alcuzcucero.  To-
dos ayudamos a que el plato quedara resplandecientemente vacío. El anciano, siempre con la boca llena, no se cansó durante toda la cena de alabar a su hijo, y con razón: «Te ha salido como a tu madre, Belkassem». No le podía hacer mayor alabanza desde luego. Hasta Adama habló y agradeció el manjar. Aunque fui yo quien más importancia dio a su comentario, naturalmente, ya que sabía de qué pie cojeaba. Y, hablando de cojear, cuando me levanté después de la larga sobremesa, en la que el viejo no nos dejó meter baza, no había un punto de mi cuerpo que no me doliera. Y así me fui a la cama, renqueante, porque esa noche no dormimos en el suelo pelado. Y ahora, déjame cenar, porque entre las horas que son y el recuerdo vívido de aquella comilona, me ha entrado más hambre de lo normal. Así que te dejo, mon ami, un saludo.








Imagen 1. Foto bajada de www.lunasurmarruecos.com (original en color).
Imagen 2. Foto bajada de www.elhuertourbano.net (original en color).
Imagen 3. Foto bajada de www.emaze.com (original en color).

6 comentarios :

  1. He visto una "viuda" en lugar de una "vida", ja, ja... (casi al final cuando Dikembe habla de la cena contundente). La historia de Belkasem y familia también llevaría varios capítulos para ser contada. Espero que no se detengan ahí mucho y no tengan muchas dificultades para cruzar el charco... Hasta el próximo capítulo, J.C. Abrazos

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    1. Ja, ja. Como si estuvieran en Navidad, turrones de la viuda, ja, ja. Ahora lo corrijo. Belkassem, como verás, es muy importante en la vida de Dikembe. Ahí dejo la cosa, ja, ja. Pero todavía les queda para cruzar el Mare Nostrum.

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  2. Bueno, al menos no les van pasando cosas desagradables. ¿Será Belkassem su nuevo amigo? ¿el que los ayude a cruzar el charco?
    Hasta el lunes, J.C.

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    1. Ah, ¿quién sabe? Pero me extraña que no hayáis caído ninguna en un hecho muy importante que tarde o temprano tiene que acaecer. Quizá sí, no lo sé. Hasta el lunes, Varinia. JC.

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  3. Creo que Hamal ya tiene casa! Y pienso que no puede estar en mejores manos, mejorando las presentes claro. Belkasesem parece buena persona.
    Que bien cuando les pasan cosas buenas =)
    Besitos y feliz fin de semana JC

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    1. Gracias, Amanda. Creo que todo lo que sigue es alegre. Un beso, JC.

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