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lunes, 29 de agosto de 2016

CAP. 16 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo


ueno, pues ya estoy aquí otra vez. Acabé el libro y esta mañana lo he devuelto a la biblioteca. Leer Picaresca sabes que me encanta. Y esta edición del Marcos de Obregón era un facsímil además. Una preciosidad, aparte del texto de Vicente Espinel.  He pensado en hacerle una foto y enviártela  pero
durante su lectura no ha pasado por aquí ninguno de tus hijos con su móvil. Así que ellos tienen la culpa de que no lo puedas ver. Quizás cuando vuelvas, pero te advierto que tendrás que apuntarte en la lista para tomarlo prestado. Como sé donde me quedé en la anterior, no me ando con zarandajas y continúo donde lo dejé. Lo que aprendí de aquella, llamémosle anécdota de los cuencos, fue que si robas no te quedes con todo, y que si ofendes, debes deshacer la afrenta. El honor pocas ayuda ofrece para comer o sobrevivir. Ahora, si quieres morir, haz de él tu bandera. Un niño está más cerca de la ilusión que de la realidad. Lo recordé cuando vimos juntos esa película italiana. ¿Cómo se titulaba? Algo así como La bella vida. Seguro que sabes a cual me refiero. ¿Te acuerdas que te lo comenté? Versaba sobre un padre cómico al que destroza la vida el contacto con las tropas nazis en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Siempre presumes de tener mejor memoria y yo me resisto y me defiendo. Y creo estar demostrándolo, ¿no?¿ ¿Serías tú capaz de hacer el ejercicio mental que hago en estas cartas? Eh bien, c'est ça, mon ami. Ah, y también recuerdo que la banda sonora de la película era muy bonita. Te diré el nombre del compositor, a ver si eres capaz de decirme el apellido. Ah, y no vale mirar en Internet. ¿Nicola…? Sigamos con lo mío. Al escuchar las advertencias de Khadir sobre cómo había conseguido los cuencos en un lugar donde un hombre mata a otro porque no ha orado, se me pusieron los pelos de punta. Piensa que un cuenco va a contener el agua que has de beber y la comida que has de comer. Si no tienes, ni bebes, ni comes. El que no tiene cuenco, ¿dónde recibe su ración? «Yo, entre aquella gente he visto comer a alguno en su bota. A ti te darán el tuyo mañana. El primer día entre nosotros es el más peligroso para el que llega. Cualquiera puede dispararte hoy sin motivo y luego decir que no te ha visto orar. Ándate con ojo, y agrada a todo el mundo, Dikembe». Son palabras sabias de Khabir. Como ves, los objetos, depende donde estés, adquieren un significado especial. Un bol en el que desayunaban tus hijos es tan importante como el arma de un soldado, como se llaman ellos a sí mismos: soldados de dios. ¿Qué dios necesita soldados para que le defiendan? Dejémoslo. Me pongo de mal humor. Sigamos. Todo iba como la seda a pesar del peligro que se desprendía de los consejos que recibía del manco. Sobre ruedas, pero en el lugar equivocado. Volvían los hombres que se iban, pero el pastor me decía que no siempre volvían todos. Entonces tenía que oficiar un entierro sin cuerpo y por poderes como diría ahora. Yo sabía de donde y de qué venían porque antes de irse yo les aleccionaba y les recordaba que lo hacían en nombre de Alá el Grande y por mandato de su único profeta Mahoma. Muhammad para ellos. Ese era uno de los cometidos que Abu Dharr me había encargado. Y tenía que cumplirlo. Porque, aunque estuvieran en juego otras vidas, la mía también peligraba. He de confesarte que hasta este momento jamás había vuelto a soñar con la violencia vivida. Pero en aquellos días, acaso por el contraste entre la aspereza de mi interior y la suavidad que debía aparentar me hacían tener pesadillas sangrientas, como en las que mi aldea sucumbiera en su día. En unas mataba yo, en otras me mataban a mí. En fin, que en todas había sangre y violencia. Pero eso no era nada en comparación con lo que me esperaba. Una mañana mandó llamarme de nuevo el jefe. Estaba reunido en su tienda con otro yihadista que yo no conocía por lo que, después de darme paso el centinela y entrar, pedí disculpas y me volví para salir y dejarles solos. Corrigieron mi error a mi espalda y me ordenaron tomar asiento en la estera. Y me presentaron a Sayyid como un muyahidín recién incorporado. El jerifalte añadió múltiples halagos y elogios, lo que me extrañó porque a los conocidos no nos trataba muy bien ni parecía tenernos en gran estima, salvo que alguien se metiera con nosotros. Entonces éramos combatientes fieles y admirables. Algo así tan común y vulgar como que yo puedo cagarme en mi padre, pero tú no. ¿Entiendes? Acabó la presentación con la palabra mártir. La necesidad de ser preparado para entrar en la Yanna fue lo siguiente que oí. Y entonces lo entendí. Aquel muchacho, poco mayor que yo, se iba a inmolar en un atentado. Y era yo el elegido para prepararle mental y espiritualmente. «De cómo le prepares, dependerá si en el último momento accionará o no el detonador, Dikembe. Y tú Sayyid, escucha bien todo lo que te diga tu imán. Su conocimiento de Alá es más profundo que el nuestro, no le juzgues por la edad. Sabe que la guerra santa es la mejor forma de ganar el cielo. Tú entrarás derecho en él y en breve». Pensé que no había otro más cerca, aunque de los citados yo era el que no tenía que entrar en ningún sitio, gracias a dios. Lo que no deduje es lo que se me venía encima. Yo vivía el presente porque no sabía si habría un mañana. Hoy todavía siento la culpa por ayudar, aunque fuera con engaños, a perpetrar una salvajada como las que hoy leo en vuestros diarios. No sé si aquel fanático consiguió lo que pretendía. Eso a mi conciencia le es igual. Es una herida que jamás se ha cerrado. Y creo que jamás cicatrizará, a pesar de que, en esa preparación para matar muriendo, más de una vez colé dudas en Sayyid sin que se diera cuenta de ello. No desistí en que cejara en sus intenciones. Que yo luchara contra un fanatismo extremo me hizo daño. Se pusiera como se pusiera Abu Dharr yo no podía aportar nada a su robot. No tenía Dikembe en aquel entonces demasiada maldad. El pobre estaba tan convencido de que se iba a ganar la gloria divina y terrenal para él y su familia, como los nazis lo estaban en que su reich iba a durar mil años. Los extremos, salvo en la geometría, no son neutros. El día que se despidió Sayyid le hicimos una fiesta en la que no faltó la oración para estar en paz con dios, que no deja de ser curioso el asunto. Por supuesto, todos la encontraron menos yo. Siempre he tratado de apartar el dolor para no sufrir, así como arrinconaba los malos recuerdos. No me costaba excesivo trabajo pero, por algún mecanismo desconocido y por esos días empecé a sentir la soledad. Y con ella se recuperaron los hechos del ayer, hasta el extremo que el peso que había ganado durante los primeros días de convivencia con los yihadistas empecé a perderlo, según ellos, porque todo lo sólido que ingería no tardaba en vomitarlo. El enfermero del campamento me dio unas pastillas para echar al agua que no sirvieron para mucho. Tan solo cambiaron el lugar por donde evacuaba lo que comía. Ante los comentarios de los demás argüía que estaba ayunando en beneficio del mártir. No se me ocurrió otra excusa mejor. Y, la verdad, esa mentira también me hacía mal pero mi imagen lo agradecía. Me sentía como un imbécil. Mi cabeza llegó sin mi permiso a la única conclusión posible. Decidió que tenía que salir de aquella célula malsana y tóxica. Pero, claro, me dejaba a mí la obligación de llevar a cabo la huida. En definitiva, otro lugar del que las circunstancias me apartaban. Lo cual sería una constante en toda mi vida juvenil, como creo ya haberte dicho y tú habrás notado. Pardonnez moi, monsieur, pero la reiteración es inevitable. Para no hacerlo, antes de escribirte tendría que leerme todo lo escrito en días anteriores, y ni siquiera guardo copia. Para mi propia sorpresa no tardó en presentarse una posible ocasión para salir de aquel lugar y aquel ambiente. Y me la ofreció quien menos creía yo que iba a hacerlo: Abu Dharr. Tenía que viajar a una reunión y me eligió como salvoconducto. Por todos es sabido que los terroristas no admiten entre sus fieles ni niños, jóvenes sí, pero púberes no. Así que ir acompañado de uno le serviría para ahuyentar sospechas. Si bien, también se haría acompañar por dos de sus secuaces, pero a distancia. Me dijo que no me olvidara llevar conmigo mi Corán y la cuartilla con la dedicatoria de mi maestro, que sería él, con lo cual haría revivir en mi memoria a Abd al-Rahman por simple comparación. Partimos una noche los cuatro. El y yo como maestro y aprendiz, y los otros dos como desconocidos. Desde luego que no tenía pensado ningún plan, pero sí tenía claro que no volvería a ese campamento militar y nocivo. El precio por sobrevivir en esta ocasión se había convertido en impagable. Si lo conseguía sería un moroso orgulloso para el resto de mis días. Como muchos de vosotros también formaría parte de una lista de leprosos que no cumplen con sus obligaciones. Tenéis razón cuando decís que el dinero llama a dinero, pero se os olvida cerrar la frase. Deberíais añadir: y la pobreza más pobreza. Si eres pobre no eres nadie salvo entre los tuyos. Por eso no voto en las elecciones, aunque puedo. Tengo miedo a equivocarme y votar a quien perjudicaría mis intereses y los de otros muchos. Pero qué te voy a contar a ti de democracia. Sabes infinitamente más que yo. Nos crease quien nos crease, nos hizo a todos con los mismos derechos y los mismos defectos. Es lo único que sé. Un dios no se puede equivocar tanto. ¿Qué diferencia a una cebra y otra? ¿Las rayas? Sí, pero todas son iguales y a la vez distintas. Eh bien, c'est ça, mon ami. Incluso si hubiera sido Imana, no hubiera dicho a aquella mujer estéril que guardara en una vasija las figuritas de barro. ¿Para qué? ¿Para que estropearan todo lo que había creado anteriormente? Para eso les hubiera dejado vivir a ellos eternamente que, aun infértiles, no estropeaban nada. No, no les hubiera dado descendencia, salvo que todos salieran de las vasijas con los mismos derechos. Estoy seguro de ello. Si no, qué habría que hacer, ¿deshacerse del los inferiores? Yo he sido capaz de todo, de robar, de timar, de mentir de blasfemar, de aprovecharme de otros, hasta de matar, pero jamás sería capar de asesinar a nadie. En eso influyó mi abuela Mayifa en mí con su animismo. Ella veía vida en todo y no concebía que alguien quisiera eliminar una sola. Le dolía hasta que alguien echara abajo un árbol sin necesidad. Mis supuestos padres representan otra opción que no he seguido. No consiguieron que normalizara el asesinato del hijo de su dios por los propios hombres para salvarlos. ¿Qué necesidad había? Se da por hecho que un dios quiere a su creación. Eso le ocurre a cualquier creador sin que sea dios. ¿No crees tú que es ley de vida que los padres amen más a sus hijos que viceversa? Eh bien, c'est ça, mon ami. Mi caso no sirve. No soy quien para imaginar todo lo que te digo y siento porque tuve unos padres falsos y no tengo hijos. Así que, Dikembe, punto en boca. Y menos mal que los hombres de hoy no son como los de ayer. Aunque muchos no hayamos evolucionado demasiado y sigamos con los pensamientos y sentimientos como aquellos que organizaron en un principio este tinglado. ¿Cómo es posible que la ablación todavía se practique? No se necesita ninguna ley para que resulte una barbaridad, una mutilación sin sentido. Salvo para convencer del patriarcado o machismo. Llámalo como quieras. También es verdad que hubo quien se adelantó a su tiempo y criticó este tipo de prácticas como otras. Como por ejemplo sentirse dueños de Jerusalén o de hacer negocio con nuestra libertad. Pero a esos opositores al sistema imperante los tomaron por locos, herejes o genios, que de todo hubo. Como verás me cuesta callarme y hacer caso a Adama, aun proponiéndomelo. ¡Qué le vamos a hacer! A lo nuestro. El viaje no tuvo más incidencia que la separación del cuarteto en dos parejas que se encontrarían donde ellos eligieron. La otra pareja también se desharía al llegar a destino y ningún terrorista hablaría con el otro salvo fuerza mayor. Yo, si me lo permites no me cuento entre los extremistas. Supongo que ellos sí me contaban entre los suyos. Ni antes ni después de la ruptura hablamos mucho. El asunto era desconocernos. Tan solo me pidió Abu Dharr que le refrescara la memoria. «¿De dónde venías, dices?». «De Um Dukhun». «Pues si te preguntan de allí venimos y si insisten, les cuentas lo que te pasó, pero no digas que me mataron, yo soy tu maestro y escapamos juntos». Poco más hablamos. Ya nos había dado las órdenes oportunas antes de iniciar el viaje entre las que se contaba la prohibición de tocar el bulto que cargaron en Hamal. Tenía que tratarlo como a mi Corán pero no hurgar en él. Si bien, el motivo de la excursión, según sus palabras, no nos interesaba y era mejor que no lo supiéramos.  Eso sí, fui yo el que marcó las pautas diarias de la oración. Aunque sólo lo hice el primer día, cuando todavía no nos habíamos dividido. Al levantarnos al  siguiente, ya solos él y yo, y cuando le dije que íbamos a orar, me mandó al Yahannam(1) . Me recordó quien era el jefe y que ya no había necesidad de animar a nadie. Que él tenía claro los motivos por los que luchaba y hacía la guerra contra el infiel. Y sin saberlo, me lo puso más fácil. Si a él le importaba poco su religión, a mí me importaba menos, aunque puse cara de enfado todo el viaje. Había que mantener las formas y más con las intenciones que albergaba en mi interior. Me pasé todo el camino piensa que te piensa en mi huida. Fuga que cuando se produjo no tuvo nada que ver con los pensamientos tenidos. Tus planes solo sirven para que rías después al compararlos con la realidad: “Fíjate y yo pensaba que…”. Tiene narices la cosa. En cambio, no imaginé la ciudad que nos esperaba. Fue la primera gran ciudad que vi. También sería la primera vez que viera un teléfono. Nada más divisar la puerta de entrada ya me sorprendió. «Sabes dónde estamos, Dikembe?». No contesté. «Esto es Abeché. A lo que venimos no te interesa. De ahora en adelante actúa como si yo fuera tu maestro, pero no olvides quien soy. Vamos, apretemos el paso, no nos sobra el tiempo. Y ya sabes, tu carga ni la toques».

















Tanta precaución me había mosqueado y más cuando recordaba que era Hamal el que llevaba todo el peso de la expedición. Su camello, más enjaezado que el mío solo aguantaba el peso del camellero y un odre pequeño para el agua. Y no solo eso, sino que cuando cargaron el enigmático bulto, que parecía una caja, no me dejaron llevar a Hamal junto a la tienda que se encontraba alejada y vigilada. No hay que ser muy perspicaz para imaginarse que esa caja contenía explosivos o algo similar. Pero contenía muerte, seguro. Hoy sé que aquella ciudad chadiana fue capital de un reino hasta que llegaron los franceses. Yo jamás había visto tantas almas latiendo a la vez. Y el recuerdo que primeramente me viene a la memoria es mío, siempre es el mismo: mi aturdimiento según nos adentrábamos en sus calles. Ese desconcierto llegó a su culmen cuando, ya a pie, llegamos al zoco. Allí se vendía de todo. Allí se compraba de todo. Allí se hablaba de todo. Allí los colores eran todos. Me quedé boquiabierto y como una estatua. Abu Dharr me entregó la cuerda de su camello y se adentró entre el gentío. Pude seguir con la vista su turbante y cuando se me fue de la vista me subí a una caja. Después de deambular entre los camellos y los puestos se paró frente a uno en el que ofrecían alfombras. Miré a mi alrededor, sin perder mi referencia y distinguí a “uno de los que debíamos desconocer” entre los vendedores de alfombras. En ese momento, mi atalaya cedió. Y no vi más. Pero el contacto se había producido. Y no pude observar más porque un anciano me montó un pollo de aquí te espero porque le había roto la caja de madera. Advertido como estaba de no llamar la atención no supe qué hacer hasta que me vinieron a la mente aleyas del Corán, todos referidos al perdón, levanté el libro que llevaba abrazado y comencé a recitar con voz profunda y monótona: «¿Sabe lo que nos enseña el Corán, buen anciano? Pues el Perdón es debido por Allah solamente a los que hacen el mal por ignorancia: Sabed que Allah recompensará a quien por tener entereza y resolución es paciente y sabe perdonar»... Y menos mal que aquel paisano era musulmán, si no, no sé lo que hubiera pasado. Casi terminó pidiéndome perdón a mí. Y entonces me di cuenta de la fuerza de la religión, pues la fe de ese hombre había vencido su ira inicial. Y la cólera es un enemigo ciego y sordo. Aun así, aquel viejo oyó las palabras del profeta de mis labios. Imaginé que durante el percance, lo que tuviera que hacer allí mi maestro y mi jefe, ya lo había hecho. La verdad es que amoscado como estaba no sabía ni papa de qué iba aquel viaje. Y después de los fantasmas que en mi alma habían habitado después de mis vivencias con Sayyid y las conversaciones con Khabir, ya no tenía habitaciones para hospedar más miedos y temores. Estaba vivo, ¿no? Y seguro de que en aquel viaje tendría como mínimo una oportunidad para desaparecer.






















Más tranquilo volví a mi asombro ante aquella efervescencia de colores, de ruidos, de objetos, de animales y de hombres y mujeres que compraban, vendían y hablaban de sus cosas. Y lo curioso es que no entendía ni la mitad de lo que escuchaba. Hablaban lenguas de las que no conocía ni su nombre. Sí reconocí el tamashek, el idioma de los tuareg entre los que mercadeaban con animales. Así me enteré de lo que podría valer Hamal, pero en moneda chadiana, claro. O sea, que me quedé como estaba. Ya no me a cuerdo de la cantidad porque yo no sabía contar más allá del cien, lo mismo me daban mil quinientos que un millón. Me sacó de mis pensamientos aquello que debía estar yo haciendo: la llamada a la oración desde las dos mezquitas. Se confundían y para el que no supiera árabe, parecía que la llamada de un muecín era eco de otro. Fue impresionante ver aquello. Aproximadamente la mitad de los allí presentes dejaron todos los trabajos que hacían y se dispusieron a la oración orientados en la misma dirección noroeste. Eso me lo sabía bien gracias a mi verdadero maestro, el sol me lo indicaba según el momento del día. Una cosa es ver a dos docenas de orantes en el desierto y otra observar aquella multitud que, entre otros que seguían tranquilamente con sus quehaceres, paralizaban toda actividad mercantil y de cotilleo para acercarse a su dios. Oye, no viene a cuento, pero acabo de oír en la radio (sabes que casi siempre la tengo encendida) que las veinte familias más ricas acumulan la misma riqueza que los trece millones de personas más pobres (2) . Si es verdad, ¡joder! ¿no?





Según Dikembe, su último comentario no viene a cuento. Y tiene razón. Oída la noticia y sin contrastarla me pregunto quién se hizo eco de la misma, qué economista o político se cuestionó esa desigualdad. La respuesta es bien sencilla: ninguno. Por un oído nos entra y por otro nos sale. Y uno no es que sea un revolucionario, pero entendería una revuelta como la cosa más natural del mundo. ¿Para qué repartir si tengo poco pero más que tú? Y así vamos subiendo la pirámide hasta que llegamos a los veinte de arriba. ¿Bajar? A nadie le gusta. Así es que, sigamos a lo nuestro, es decir con las andanzas y tropezones de este caballerete. Ya habrá una ONG que nos lo recuerde y pasemos de ello.


Después de observar a tanta gente postrarse y rezar, me di cuenta y les imité. También podían estarme viendo a mí, pensé. Curiosamente el instinto de conservación fue más fuerte que el de ser libre, porque en esos momentos olvidé las promesas que me había hecho para no volver al campamento terrorista. Volví totalmente en mí cuando vi de nuevo a Abu Dharr dirigirse hacia mí. Tomé conciencia de donde estaba y de lo que pretendía. Pero aquel no era buen momento. Tenía muy cerca a tres de ellos y el terreno no era propicio. Si hubiera estado solo quizá, pero confundirse entre aquella gente con Hamal me hubiera sido imposible. «Vamos a la mezquita, me esperan». Obedecí cual autómata. Me despedí del viejo como un buen musulmán y salimos del gran mercado. «Cuando me he arrodillado te he visto de pie». No tuve que mentirle, le conté lo impactado que estaba y el incidente de la caja. Lo entendió a la perfección. «Pero hemos terminado los dos cumpliendo nuestras obligaciones. Era el viejo del que me he despedido». En esto sí le mentí, porque lo que menos hacía yo mientras ellos rezaban era pedir a Alá buenaventuras y alabarle. Hablaba eso sí, la mayoría de las veces con mi abuela Mayifa. Siempre he estado más cerca de ella que de un dios, y más después de muerta. Seguramente porque ella sea mi diosa protectora. No tardamos en llegar al pie de la mezquita. Blanca y pura como la que había dejado atrás. Y lo que es nuestra mente, pensé en los pobres que la pintaban. Reminiscencias del miedo que había pasado. Y sonreí al darme cuenta de las tonterías que pensada mientras mi vida pendía de un hilo. Un error mínimo o cualquier despiste me harían pagar con mi vida todas las mentiras montadas en torno a mi personaje. Me ordenó descargar el misterioso bulto y dejarlo junto a las puertas
azules de la mezquita. Cancela que daba acceso a un gran patio donde se alzaba el templo. Al descargar el fardo a tierra y tocarle por primera vez me di cuenta de que sí, sí era una caja de madera que pesaba lo suyo. Mi maestro empujó la verja y me franqueó el paso. Me eché el paquetón al hombro y entramos en aquel recinto sagrado. Accedimos al interior y, de pronto, me sentí como en casa. Prácticamente todas las plantas de las mezquitas son iguales. Y allí dentro mientras caminábamos añoré aquella vida que pude tener de no cruzarse en mi camino Nadjin. Llegamos a una habitación y eché la caja al suelo por orden de Abu Dharr. Al poco llegó una persona que le saludó muy efusivamente. Estaba claro que en aquella estancia sobraba, que yo solo servía como tapadera en el exterior, y una vez entregada la misteriosa mercancía, y allí dentro, yo no servía para mucho. No me extrañó que me echaran, estaba acostumbrado a que me largaran de todos los sitios. En esos momentos pensé en huir. Correr hasta Hamal y que luego corriera él. Pero se me vinieron a la cabeza los otros dos “desconocidos”. Seguramente estarían al acecho, y al loro de su jefe, por si algo se terciaba o se torciera. Me aguanté las ganas de poner pies en polvoroso y por el contrario, antes de salir, pedí permiso para subir al minarete. No me lo dieron y tuve que disimular mi miedo en la sala de oración. Antes me purifiqué en una pequeña fuente con cuatro caños y no hube de descalzarme porque todavía no había estrenado unos zapatos. En aquella gran sala, arrodillado y con el movimiento ritual de mi cuerpo, movía los labios como había aprendido a hacer mientras me quedaba absorto y me aislaba del exterior. Durante esos trances, a veces, mi abuela Mayifa me hablaba, me daba ánimos o me reñía por lo que ella creía mal hecho. En esa ocasión solo me preguntó porqué no había aprovechado para huir. Le contesté que no sabía el tiempo que iba a tardar aquel mal hombre en salir y le advertí que había dos más en el exterior. Me amonestó por no habérselo dicho y acabó la conversación. Si recuerdas, todavía me abstraigo de vez en cuando y pienso en mis asuntos. ¡Anda que no me preguntas siempre! Pues aquí tienes la verdadera respuesta, no el gesto que te hago para quitarle importancia. Tenías razón con tu empeño en que te escribiera y te contara mis correrías de niño y de joven. Ahora me doy cuenta de la cantidad de cosas que desconoces de mí. Bon, la verdad es que yo tampoco sé mucho de la tuya a este nivel. Nadie va contando por ahí su historia pormenorizada, y más si no te preguntan, como hemos hecho tú y yo hasta ahora. Pero, no te preocupes, no pienso pedírtelo a ti. A mí me basta con rozarnos día a día y tratar de las cuestiones del hoy y rutinarias que nos preocupan. En realidad, son las que interesan, aunque las pretéritas sirvan para conocerse mejor, o para presumir o hacerse el mártir. Cada uno tendrá sus motivos. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Mayifa, en este sentido, se parecía mucho a ti. Vivía de acuerdo a sus principios, lo único que se engañaba menos que tú. Cuando salió Abu Dharr de su reunión secreta me encontró como quería que me encontrara. Pendiente de la entrada de la gran sala de oración, al verle por el rabillo del ojo, me demoré un rato, hice unas cuantas inclinaciones más y me levanté. Sabía que él me iba a esperar en aras del disimulo. Debía aparentar que respetaba mis oraciones, pero en cuanto salimos de la mezquita me advirtió que no le hiciera esperar más, que su tiempo era más importante que el mío, incluso, aquel que Alá pudiera dedicarme a mí. «Quedas advertido, Dikembe. Que no vuelva a pasar». La última vez que había oído esas palabras en boca de mi maestro y jefe había sido en el campamento, se las recordaba a otro terrorista y el oyente acabó con una bala en la cabeza. Fíjate si me tomé el rapapolvo en serio. Pero, a decir verdad, todos los comentarios que me decían por aquel entonces me los tomaba así, vinieran de quien vinieran. El miedo siempre estaba presente. Un temor que no me había abandonado desde que aquel yihadista me diera el alto aquel aciago día. Me alegré de mi decisión de no salir por piernas de la mezquita porque, después de la regañina, vi a los otros dos terroristas, apostados en sendos puntos de la explanada. Cada uno platicaba con distintos hombres como tanto se suele hacer en esa cultura. Les encanta hablar en público, pero no al público, ¿me entiendes? Vamos que les vean en esa actitud, no que les oigan demasiados hombres. Eso las mujeres lo tienen vetado. No veras por las calles de los países musulmanes muchos grupos de mujeres reunidas y de charleta. Esa fue una de las cosas que más me chocaron al llegar aquí, tanto como el grifo en las casas. La presencia de grupos de mujeres por las calles sin ningún pudor, incluso sentadas en una terraza compartiendo un café y unas risas. Si bien, en mi país de origen la mujer no puede firmar nada sin permiso de su marido y las violaciones son el pan nuestro de cada día, no se llega a los extremos que se llega en la cultura islámica. Una excepción es el trato que ellas reciben en la cultura tuareg, pero es que este pueblo no siempre fue musulmán y mantiene muchas de sus tradiciones ancestrales. Lo que sí tenía claro era que con los que me juntaba no hubieran dado permiso a sus mujeres ni para parir ante un médico ni aun estando de parto. No sabía donde nos dirigíamos pero tenía bastante hambre y deseé que fueramos a reponer fuerzas. Miré un par de veces, como el que mira lo alto del minarete a nuestra espalda pero no vi ni rastro de nuestros guardaespaldas. Me llamó la atención la cantidad de casas bajas que dejábamos a cada lado de la calle, unas pegadas a otras. Desde luego, cabañas de madera no eran, ni tiendas tipo tuareg tampoco. Todas eran sólidas, del color de la tierra sobre la que descansaban y muchas estaban dentro de un terreno defendido por una tapia también del mismo color. En esas, Abu Dharr paró en seco y dijo: «Es aquí». Una puerta verde y pequeña, junto a otra de doble hoja mucho más grande era nuestro destino. Llamó con la aldaba contra los portalones con un repiqueteo rítmico y, al poco, se abrió un portillo disimulado en una de las hojas grandes. Escuché ruidos de cerrojos pero no vi con quien se saludó Abu Dharr. Cuando comenzaban a abrirse las puertas, se llegó hasta mí y me ordenó que yo siguiera calle abajo hasta encontrar una puerta de corral pintada de color azul, como la cancela de la mezquita, y hecha con tablones clavados. «Es la única así en toda la calle. No puedes equivocarte. Allí encontrarás albergue y alimentos para ti y tu camello, en el solar. Yo me hospedo aquí. No vengas bajo ningún concepto. Espérame allí, yo iré cuando pueda y volveremos al campamento». Hube de preguntarle qué era un solar y me volvió a mandar al Yamaham, como si él o yo supiéramos donde estaba. Y me insistió en que no pisara la calle hasta que no me fuera a recogerme o que me atuviera a las consecuencias. Que sería, como mínimo, al mediodía siguiente. Ni se despidió. Tras él y su camello se cerraron aquellas puertas. Pero antes de que desapareciera el culo de su camello, volvió a decirme que todo aquello era por motivos de seguridad, por el bien de todos. Cada uno de los cuatro nos alojaríamos en puntos diferentes. “Y los cojones treinta y tres”, como os expresáis aquí cuando no os creéis algo. Intuí mentira en sus palabras. No tenía que haber vuelto, por eso me escondí en un recoveco en la fachada de los edificios y esperé. Pronto se confirmó mi corazonada porque, primero uno y luego otro, llegaron los “desconocidos” y franquearon el portillo porque ellos venían solos, sin camellos. Y hasta aquí puedo leer, como dices tú cuando me lees algún documento del trabajo para que te dé mi opinión. Estoy dispuesto a dar la vida por ti, pero no mis ojos. No sé el tiempo que llevo escribiendo esta noche, pero me escuecen como nunca. Mañana te cuento más, tu amigo,











(1VG) [↑][Volver] Yahannam. Infierno musulmán según el Corán. Fuente: http://www.demonologia.net/el-infierno-del-islam.

(2VG) [↑][Volver] Noticia escuchada en la SER el martes 24 de enero de 2016 en el programa Hoy por hoy.


Imagen 1 Foto propia
Imagen 2 Foto Bajada de kigofwallpapers.com
Imagen 3 Foto Bajada de escuchara.es
Imagen 4 Foto Bajada de kigofwallpapers.com



Nota tras el comentario de Ligia:
En un principio, no tenía claro a qué te referías, Ligia. Pero ahora sí. Explico, a mi manera, aquello que Dikembe relata en esta carta a su amigo José María. Realmente, el primer conflicto en el que se habla de islamistas insurgentes es durante la guerra fría, cuando la URSS se involucra en 1978 en la guerra civil afgana, lo que hace que EEUU y Arabia Saudí, entre otros países, apoyen a los muyahidines (nacidos como tales en 1970), que, curiosamente, son yihadistas y les envíen gran cantidad de dinero y armas. Lo que luego, como todos sabemos, se volverá en contra de USA con el pasar de los años. Algo parecido a lo que ocurrió con Been Laden. El concepto de “guerra santa” (la Yihad) está presente desde el siglo VII a partir del momento en que Mahoma instaura la religión monoteísta musulmana y, a su vez, un estado colonialista que se expande, como todos sabemos, por el mundo. Ya desde el año 600 d.C. existe la creencia, entre algunos mahometanos, de que aquel que muere en su guerra santa tiene ganado el cielo, por lo tanto también está presente desde entonces la inmolación. Si bien es verdad que no todos los musulmanes entienden la Yihad como una obligación del buen musulmán, equiparable, aunque parezca mentira, a orar cinco veces al día. Hay muchas diferencias entre las cuatro grandes facciones musulmanas: en su mayoría Suníes, Sunitas, Chiítas y Chiíes. Hasta el extremo de estar también en guerra entre ellos. Realmente quienes más sufren el terrorismo islámico son ellos mismos. Eso no hay que olvidarlo, lo que ocurre es que nuestros medios de comunicación, normalmente, solo hacen verdadero hincapié en las noticias referidas a atentados en el primer mundo o en Turquía, como mucho. Otros, más lejanos, les ocupan menos. Me he extendido un poco para defender que esto que vive Dikembe en su edad adolescente es viable, aunque entiendo (a mí me ocurre) que cuando ubicamos en el tiempo esa lacra mundial lo hacemos en base a los atentados de las Torres Gemelas (11/09/2001). En cuanto a las otras dudas, yo creía haber dejado claro que el narrador había respetado la secuencia de las cartas y que las había ordenado. Todo lo que el protagonista escribe, salvo cuando habla con su amigo, el destinatario de las cartas, ocurre en su pasado. Para ayudar a ubicar al lector diré que en esta carta Dikembe habla de sus doce o trece años. Como se sabrá más adelante, él no conoce su edad, por eso no puede explicitarse en el texto. Es un ejercicio que le exijo al lector aunque sea injusto. Gracias y perdón.

8 comentarios :

  1. Leo con atención el capítulo y creo que tendré que volver a leer "con más atención" los primeros, porque hay cosas que se me escapan. No sé si es coincidencia o si realmente Dikembe está en Abéché situado en los sucesos del año 2007 con la ONG Arca de Zoé... No, no puede ser porque han pasado nueve años hasta ahora y supongo que Dikembe hoy día contando la historia sea un hombre "hecho y derecho", ja, ja...
    Por otro lado, lo de los niños que se inmolan lo sitúo también en la actualidad pero yo la verdad es que entiendo poco de "terrorismo islámico" y no sé desde cuándo está implantado...
    Bueno, perdona, J.C., que estoy escribiendo según pienso...
    O pienso según escribo...
    Espero que se vuelva a librar de otra muerte segura, claro que se libra, Ligia, si está escribiendo cuando ya es mayor...
    Hasta la próxima semana. Abrazos.

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  2. Aunque te parezca mentira, to también tengo que releer para explicarme o disculparme, quien sabe. Lo que sí acepto es el "lío" que posiblemente haga al lector si tú no lo has entendido. Te contestaré a lo que me expones. Gracias, Ligia, comno siempre. Un abrazo.

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  3. Jo. Me dejan de piedra los dos. Yo intento leer la historia y comprender los sentimientos, las vivencias, etc... y hacerla mía, es decir, vivirla yo también. Pero esta chica siempre ha destacado, como se ve que soy la torpe de la familia, jajaja.

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    1. De nosotros los torpes será el reino de los cielos, jaja. Y no tenemos porqué ser "rubias" si os sabéis el chiste, y si no me lo decís y trato de contarlo, aunque los chistes escritos hacen poca gracia. Jaja. Ánimo Varinia, nos vemos en el cielo dentro de eones, jaja. JC.

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  4. Ay, Varinia, tú siempre igual... ja, ja. Muchas gracias por la aclaración, J.C. Este tema es bastante difícil de entender para los que como yo, acaso "no queremos" entenderlo. Pero es mi curiosidad la que enseguida fue a buscar lo de Abéché en Sangugle...Abrazos de nuevo.

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    1. De nada, "listilla", jaja. Y no lo digo yo, soy demasiado cobarde. Ha sido ella, jaja. Un beso. JC.

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  5. Me cuesta pensar que un niňo de esa edad tenga que sufrir esas vivencias y más todavía que en algunos países sea habitual =(
    Espero la pronta huida de Dikembe.
    Besitos

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    1. No solo a ti porque es tan imaginable como real. Saldrá de esa.
      Gracias, Amanda. Un beso. JC.

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