De cómo salir de Malaga
y meterte en Malagón
Por dónde íbamos? Sí, habíamos dejado
atrás la noria y todo lo que suponía. Aquella fue la primera vez que huía en
primera clase, si me permites la metáfora. Subido a la grupa de aquel grandioso
animal llegué a sentirme el rey del desierto. De vez en cuando miraba hacia
atrás. No por precaución o miedo, sino por ver cómo se manejaba mi amigo
Toujoursoui que, la verdad, no había cambiado el gesto por seguir un camino
recto. Durante el poco tiempo que le dejaba descansar buscaba en sus ojos ese
brillo que me confirmara la misma alegría que yo sentía por no tener dueño. Hasta
que me di cuenta de que él seguía bajo el yugo de un amo. ¿Qué más daba que
estuviera gira que te gira en una noria que sigue que te sigue mi escabullida?
Él siempre tendría un dueño, esa era la diferencia entre un animal amaestrado,
aunque fuera un hombre, y un animal salvaje, civilizado y libre si era racional.
Aunque yo me sentía más como un guerrero que había conquistado su libertad a
base de mandobles y estocadas. Tal era mi estado mental de euforia. Si bien caí
en la cuenta de mi contradicción: los victoriosos guerreros no huyen de sus
enemigos. «Bon, pues no soy un guerrero, grand-mère.
Yo tengo miedo», confesé tanto a Hamal como a Toujoursoui. Y esa vez no
miré hacia atrás para interesarme por este último. En el desierto, si vas solo,
sirve de poco mirar hacia atrás, tanto como mirar hacia delante. Y me da la
impresión que en pocas circunstancias sirve para algo. Acaso para aprender de
los errores, aunque quienes lo hacen pueden ser contados con los dedos de una
mano. No contaba con que la comida de Toujoursoui me fuera a durar lo que me
duró, porque el pollino no aguantó la jornada completa. A punto de agotarse la
luz, se agotó él. Noté un tirón y que el camello se paraba, incluso pareció
protestar. Me volví y el pobre animal ya no estaba en pie. Había hincado las
rodillas de las patas delanteras. No hacía nada por levantarse. Descabalgué y
cogí entre mis brazos el cabezón de mi compañero de trabajos. A punto estuvo de
caer sobre mis piernas. Tumbado, la respiración se le aceleró. «Por lo menos eres libre», le dije para
consolarme yo. Pero enseguida me di cuenta de la estupidez que había dicho, así
que me quedé callado junto al moribundo. Así estuvimos un rato, el camello
esperándome a mí, yo al burro y el burro a Muerte, que no tardó en llegar para
bien de todos. Me alegré de no ser yo la causa de que el jumento me dejara.
Aunque allí le dejé yo, en medio del desierto, en su último viaje y con el
deseo que el otro animal y yo no corriéramos su misma suerte en nuestra
travesía. Al dejar atrás el cadáver de Toujouroui, comencé a dudar si le había
ayudado o no. Llegó el amanecer y seguía con mi huida y mis dudas. Y así hasta que llegó el
ocaso.
De afinitrip.com
Solo había parado para comer y beber dos veces. Ya había recorrido
suficiente trecho como para que no me encontraran. Y tampoco me creía tan
importante para que se preocuparan de la pérdida de un esclavo, aunque me entró
la duda sobre si el robo del camello no era suficiente motivo para montar una
partida de búsqueda. Con otra duda enredada en la cabeza y las riendas del mehari anudadas a mi tobillo, como había
aprendido de Wahid, pasé
la noche. Los animales son los mejores centinelas, huelen el peligro y se sobresaltan
con facilidad. Pero aquella noche nadie tuvo a bien, ni a mal, alterar a Hamal.
Por precaución enterré las sobrantes que me había entregado Sinafasi, me
envolví en las viejas y raídas pieles que todas las noches ponía sobre los
lomos de los animales y, menos cansado que otros viajes a pesar de llevar dos
días despierto, dormí plácidamente bajo las estrellas. Amodorrado, caí en la
cuenta de que aquella era la primera vez que viajaba solo por el desierto. No
tuve tiempo de racionalizar el descubrimiento pues me quedé frito. Cuando el
sol me despertó no desayuné. Llevaba, a los posibles perseguidores del mehari, en el peor de los casos, una
ventaja de más o menos una noche. Que, por otro lado, se habría esfumado si no
hubieran parado a hacer noche como yo. Así que, me olvidé del hambre y me
preocupé de seguir con la espantada. Le exigí más al camello, y me lo dio sin
problema alguno. Noté en los ojos el aire cálido por la velocidad. Sabía que no
era aconsejable esa marcha tan rápida. En el desierto, como en la vida, hay que
ahorrar esfuerzos para no escatimarlos cuando son necesarios. Pero la
posibilidad de verme alcanzado me obligó a ser un tanto imprudente. El miedo es
el peor de los consejeros. Durante toda la mañana giré el cuello infinidad de
veces. Cuando vi que apenas hacíamos sombra me paré sobre una duna, desde donde
oteé el horizonte a mi alrededor. No me dejé ni un punto de aquella virtual
circunferencia sin escudriñar. Nada. Entonces me di cuenta que el desierto no
era solamente mi enemigo, acaso también era mi aliado. Si durante la primera
noche de mi huida el viento había borrado mis huellas, y lo hizo porque más de
una tormenta de arena sufrí, nadie sabría qué dirección había tomado. Era
imposible ponerse en mi lugar, y más si hubieran sabido lo mismo que yo: cuando
entré en la pequeña ciudad con Wahid no me
fijé por donde lo hacíamos, por lo que había elegido un punto al azar para
salir. Pero aunque hubieran acertado, ahora sé que un grado de desviación,
respecto a un rumbo, podría convertirse, en la distancia, en muchos kilómetros.
Ese cálculo no lo hice allí, subido en el camello, él sobre la duna y el sol sobre
todo. Por algún motivo me tranquilicé. Eché pie a tierra con la intención de
dar un descanso merecido a mi cabalgadura y yo estirar las piernas. Pensé que
el tiempo, según pasara, que es lo único que sabe hacer, me sentiría más
impaciente. Pero no fue así. Ni siquiera volví a mirar hacia atrás y hasta
rebañé con cierta tranquilidad las últimas sobras a la sombra de Hamal. Y
cuando creí oportuno, reanudé la marcha sin ninguna prisa. En el fondo era
cuestión de suerte, hoy diría de probabilidades. Cuando no razonamos, sentimos.
Cuando no somos capaces de entender, nos aflora una fe oportunista. La soberbia
del ser humano le ha hecho situarse en el centro del mundo, donde antes había
colocado a Dios. El Renacimiento dejaba atrás la Edad Media, pero no en todos
los lugares, como ya sabes. Al final hemos derivado en ser nosotros, como
individuos, no como especie, el centro de todo. Excluyendo la conjugación fuera
de la primera persona del singular, aunque, a veces, se cuele el plural. Del
“cualquiera que haga el bien se merece”, hemos pasado al “yo que solo hago el
bien me merezco”, cuando, por ejemplo, el cristianismo predica el eres y el
son. En defecto de lo que se me pasaba por la cabeza según me balanceaba sobre
el Hamal te cuento lo que me ocupa ahora la mente. Mis pensamientos pasados ya
no mueven mi voluntad y expresarlos solo serviría para reconocer errores. Y no
es que me importe hacerlo, es que no le veo el interés. Pero no sé porqué me da
que a ti sí te interesan, si no, ¿a qué viene tanto interés por saber de mi
anterior vida? Contéstate tú mientras yo te cuento. No omitiré entonces esos
pensamientos que, por otro lado, a cualquier crío y a cualquier joven se le
pasan por la cabeza. A todos, en mayor o menor grado, nos preocupan las mismas
cosas, sobre todo porque cualquiera sería capaz de escribir una lista de esas
preocupaciones. Catálogo que coincidiría con el mío o con el tuyo. Insisto, el
grado es otra cosa. Eso es cuestión del individuo y como no hay dos iguales, eh bien,
c'est ça, mon ami. A mí no me cuesta
reconocer mis errores. Ni ahora, ni entonces. Si bien encuentro cada día más en
las decisiones tomadas. Ni en las discusiones he sido partidario del “tú más”
como suelen hacer por aquí los que salen en las noticias. No me gusta defenderme
al ataque, sino pensando sobre aquello que me achacan. Es más productivo. Hay
que tener en cuenta la posibilidad de que el otro tenga razón. Más que nada
porque acertar siempre es imposible. Y no es la fórmula del éxito, como atracar
tampoco, porque, al final, siempre te quedas contigo mismo, y ante ti debes
responder. Contarte que la parte vespertina del día no pasó nada suena a huero,
pero es lo que ocurrió, por eso me adorno un poco, jeje. Hice noche bastante
después de que se ocultara el sol. Al bajar la temperatura, disfruté del
momento subido a Hamal. Las clases gratuitas y teóricas que Wahid me diera, al
presumir de montar mejor que nadie un camello, me sirvieron después de todo. Ni
él ni yo hubiéramos imaginado que sus consejos no iban a caer en saco roto, al
menos tan pronto. Al igual que los primeros conocimientos de astronomía: «Mira, Dikembe, aquello que más brilla, ¿lo
ves?, no es una estrella, es Venus. Y, aquel otro punto que tanto brilla y sí
es una estrella, siempre te dirá donde está el norte». Nunca pensé que
aquello pudiera ayudarme y mira tú por donde, lo estaba usando, igual que el
recorrido del sol. Yo iba hacia aquella estrella, hacia el norte, luz que
también me servía junto con el sol para no viajar en círculos, error muy grave
para quien huye de un punto en concreto, como era mi caso. Aprendí a no desoír
nada de lo que me dijeran, viniera de amigo o de enemigo. Los mentirosos, a
veces, también dicen verdades, no te creas. Así que también hay que escucharlos
por si acaso. Seguí la rutina del desierto y cené poco o nada y bebí algo. Me
abrigué con las pieles y me dormí como un bendito. Siempre he dormido muy bien,
salvo con luz, menos ahora que no tengo problemas ni preocupaciones acuciantes
como antes. La vida es pura ironía, mon
ami, te lo dice un viejo. Como me había dado cuenta en el pesebre, el calor
de lo vivo es el más confortable, por eso me arrimaba a mi compañero de viaje.
Los animales nos damos calor de muchas maneras. Calor rima con amor. Por algo
será, digo yo. He de reconocerte que el español, como bien sabes, cada vez me
tiene más enamorado. Y me refiero al idioma como podrás suponer. Te lo aclaro
para evitar la sarta de bromitas que seguro encadenarías de no hacerlo, ¿o no?,
bien, c'est ça, mon ami, que nos
conocemos. Me desperté sin saber donde iba. Lo sabría después cuando ya no
tenía posibilidad de tomar alguna medida para evitarlo, aunque, la verdad es
que pocas veces en aquel tiempo pude elegir. Lo máximo que conseguí, y no
siempre, fue forzar situaciones o huir de ellas, como era el caso. Menos al
sur, podía elegir cualquier otro punto, si bien lo más aconsejable era seguir
hacia el norte. De esa manera me igualaba a mis posibles perseguidores, en el
sentido de no encontrar nada, porque si yo conseguía escapar me metería en el
desierto como me habían dicho siempre todos mis mayores: «Al norte solo hay fuego y arena, arena y fuego». Si bien mi abuela
Mayifa agregaba: «No pises nunca el
fuego, Dikembe». A pesar de ello seguí adelante, tan recto como pude. Por
referencia aquella estrella que solo veía por la noche, y que confirmaba que
durante el día el sol no me había mentido. Seguía tranquilo y sin mirar atrás.
Llegué a la conclusión: excepto el tiempo que pasé con mi familia, había estado
mejor solo que acompañado. Así que no me importaba no encontrar a nadie. Me
mentía, pero solamente podía consolarme yo. El gran problema era la comida. El
hambre ya me arañaba el estómago y dormía más cada día. O encontraba algo o a
alguien, o me iba a importar poco tanto el norte como el sur. El agua empezaba
a escasear. Y tomé la decisión de girar hacía el oeste, ¿por qué? ¿Y por qué
no? Quizás por no llevar la contraria a mi abuela. Y llegado a este punto creo
que es el momento de aclararte las posibles incongruencias que hayas leído en
las cartas anteriores al referirme a mi familia. Verás. El caso es que cuando
yo nací, no de quien crees, las cosas por mi aldea no andaban bien pero tampoco
tan mal como unos años atrás. Ahora sé que la guerra la provocaba la avaricia
de los hombres que querían hacer negocio con el mineral que gente como yo y mis
hermanas sacaban de las minas. Por eso, día sí, día no, aparecían por la aldea
aquellos hombres vestidos de uniforme a los que tanto temíamos. Unos con razón
y otros por imitación. Y, aunque después mi familia dejó de serlo, en aquel
momento, antes de nacer yo, todo según Mayifa, ella, mis padres y mis hermanas eran
una familia normal. Yo lo cambié todo. Pero no, creo que me adelanto, que
todavía no es el momento. Más adelante caerá solo. Sigamos mejor con el viaje. Lo
peor era que ya no me veía en peligro. Es decir, que no sentía la necesidad de
tirar hacia delante sin pensar en nada más que huir. Seguía por la inercia. Si
hubiera sabido a qué distancia se encontraba la aldea más próxima me hubiera
ayudado a seguir, por muy lejana que estuviera. Pero lo ignoraba, en realidad
desconocía todo. Una tarde, da igual cual porque todas eran la misma, vislumbré
unos puntos oscuros en la lejanía, muy cerca del horizonte. A pesar del
sentimiento de soledad, de mis
pensamientos y necesidades mi primera reacción fue el miedo, pero al momento me
calmé porque los puntos venían de frente. La posibilidad de que me buscaran a
mi era muy remota si venían del norte. La vuelta que tenían que haber dado los “norianos",
como yo les llamaba, era tan extraña y retorcida que me convenció de acercarme
en vez de esconderme. La suerte estaba de mi lado, al menos es lo que me hacía
creer mi estómago vacío. Las personas, a veces, pensamos con él, aunque los
hombres también discurrimos con los cojones, como dice tu mujer, sin que le
falte razón. Además, si me querían robarme, aparte del agua y del mehari agotado y más delgado que yo,
poco se iban a llevar. No valíamos ni medio esfuerzo, o eso creía yo por aquel
entonces. Ya te he dicho que lo ignoraba todo. Así que calculé su velocidad y
me dirigí hacía el punto donde creía que íbamos a coincidir. Ya seguro de que
me habían visto, no observé ningún movimiento extraño entre los doce camellos
que componían la caravana, siete de ellos montados por jinetes cubiertos todos
de azul índigo salvo los ojos. Cuando llegaban a mi altura, yo hube de pararme,
el que abría la marcha frenó, y en consecuencia el resto de la caravana. Se
descubrió la boca y me saludó en tamashek.
Nuestros idiomas no eran compatibles, pero con los gestos y lo que sabía yo de
su idioma fue suficiente para entendernos.
¿No es curioso que para entenderse no haga falta
hablar la misma lengua? De la misma manera que no es difícil no entenderse aunque
se maneje el mismo idioma. Lo que cuenta, y creo que coincido con Dikembe, es
la intención, la voluntad de querer compartir lo que da a luz la maravilla del
lenguaje hablado. ¡Qué sería de la especie humana si no hubiéramos compartido! Si
no hubieran contado los padres a los hijos sus experiencias. Las mismas que
ahora, en principio, no les sirven a los jóvenes y que tiene que pasar el
tiempo para que se hagan verdades otra vez. Es más, yo creo que es esa
necesidad la que nos llevó a hablar, a que, incluso, nuestro cuerpo se
modificara morfológicamente para poder emitir sonidos y hacer la comunicación
más fácil, más fluida que con los gestos. Pero doctores tiene la iglesia, lo
mío es pura intuición que en estos casos sirve para poco, aunque en otros, como
en la escena que nos describe nuestro protagonista le sirviera a él para salir
del paso. Con la escritura intuyo que fue otro el caso, que fue la necesidad de
controlar lo que nos llevó a anotar lo que teníamos en los graneros y quien
traía o dejaba de traer lo que correspondía al rey de turno. Y no hay que
olvidar que si la escritura se la debemos a los persas, los números se los
debemos a los árabes cuando sus idiomas nos resultan tan ajenos.
Me alimentaron ligeramente, como debe hacerse
con un estómago que lleva tiempo sin recibir nada, e incluso se pusieron
pesados para que comiera despacio y bebiera entre bocado y bocado. Les hice
caso. Tenían razón porque después del té caliente que me prepararon, era un
poco temprano para ellos. Me sentí como nuevo. Quizá también ayudara el verme
atendido. Te recuerdo que seguía siendo un niño. Me ofrecieron seguir con ellos
ya que no iba a ninguna parte, pero rechacé su oferta muy educadamente y sin
dar razón alguna porque me dijeron que se dirigían al sur, a Gogrial si no
recuerdo mal. Luego me dieron comida y agua y yo les ofrecí mis dos bolsas de
piel vacías para demostrarles mi agradecimiento y que no tenía más que
ofrecerles. Me transmitieron sus prisas que no había notado. Yo, humildemente,
les entregué el otro pellejo que no me habían llenado de agua. ¿Para qué lo
quería?, ellos le darían mejor y más utilidad. Les vi partir con los pies en la
tierra, más consciente que nunca de que me quedaba solo ante un infinito de
arena y viento, con una sola recomendación: «Si sigues derecho hacia el norte encontrarás agua en cinco jornadas. La
estrella de arena te lo indicará. La comida es otro cantar». Allí plantado vi
pasar y saludé agradecido a cada uno de los siete nómadas que me habían
socorrido. Luego les vi alejarse y dudé por última vez. Pero no, no podía,
llevaban rumbo hacia donde yo huía. Seguí sus huellas con la vista hasta donde
pude. A partir de ese momento debía fiarme de mi instinto. Las estrellas me
ubicaban, pero no me decían, como a los tuaregs, donde había agua. ¡Ojalá
hubiera tenido una de esas matriarcas elefantas que te enseñan eso y mucho más!
Pero donde yo estaba ya no era tierra de elefantes, como lo es la televisión de
National Geographic, donde sentados en un cómodo sofá de tu casa podemos
disfrutar de tanta belleza como nos ponen ante la vista. Mi realidad ante aquel
desierto era otra. Sí sentía su fuerza, pero no disfrutaba de ella. La sufría.
¡Cuántas veces me has preguntado por el desierto! Y tus hijos también.
Entenderás ahora porqué no me he extendido más como suelo hacer sobre otros
temas. El desierto es como el mar, inmenso. Pero mientras este último es
generador de vida, aquel solo encierra la muerte para el hombre, con una
paradoja: es uno de los alimentos por los cuales la selva amazónica es tanexuberante.
Y aunque los científicos se empeñen en demostrar la vitalidad que guarda bajo
su manto de arena, yo me inclino a pensar que está más cerca de la supervivencia
de un tiempo fértil que de la vida, acaso por haberlas pasado tan canutas como
las pasé allí. Pero ya sabes, cada uno cuenta la feria como le fue. La vida
ante la muerte siempre toma la misma decisión: sobrevivir. En fin, que mi
intuición matizada por mi miedo, tan grande e inabarcable como el desierto, no
me ayudó esta vez. Un amanecer, sentado en la cresta de una duna, me pareció
ver algo diferente frente a mí. Eché la culpa a las sombras que, a aquellas
horas, juegan y cambian a su antojo el color y la forma del paisaje. Una vez
fijados los brillos y los tonos, y tras pasarme por la cabeza los consabidos
espejismos que descarté al restregarme los ojos, vi una gran roca que se erguía
sobre la arena. Tanto me llamó la atención que pospuse el desayuno, aunque no
me venía mal ahorrar alimentos. No me encaramé al camello y me acerqué a pie a
ese capricho de la naturaleza. Según me acercaba, el brillo de aquella pequeña
pared de piedra brillaba más. La arena que vuela con el viento es un gran
bruñidor.
De travelblog.org
La desnudez de la roca era absoluta. Parecía asentada sobre otra más plana y semienterrada por el oeste, de donde soplaba un vahaje, hermano menor del viento, que había corrido toda la noche y que había obligado a la arena a enterrarme mientras dormía. De repente, aquella brisa creció a vendaval y vi venir la sombra de la tormenta de arena. Prevista su llegada, me parapeté en la cara este de la roca. Por una vez me iba a salvar de los mordiscos del viento con dientes de arena. Esperé bien protegido. «Bien haces, muchacho». El susto fue morrocotudo, pegué un brinco que casi me encimó a la roca, y luego me pegué a ella y volví a escuchar la misma frase. Y me volví. Un anciano totalmente desnudo, en pelota picada como decís por aquí, me miraba con ojos menos sorprendidos que los míos. «No me mires así, hijo. No son alucinaciones tuyas. No te preocupes, Makondele es tan real como la ventisca». Y soltó unas risotadas que se fueron con el viento. Después se sentó a mi lado y en ese momento llegaron las ráfagas de arena. A pesar de estar resguardado, me tapé la boca y escondí la cara entre mis rodillas. Pero no me azotó ningún grano de arena. Sí noté, por el ruido y la falta de luz, que teníamos encima la nube terrosa. Levanté la cabeza y miré al viejo que, a su vez, con las manos levantadas y las palmas hacia arriba miraba hacia el cielo con ojos de súplica. Le pregunté qué hacia, y me contestó cuando quiso. «Makondele oraba. Y nunca debes interrumpir en sus rezos ni a él ni a nadie». No terminé de oír su contestación y se me vino a la cabeza el camello. Entre el susto que me había dado aquel vejestorio y la tormenta se me había olvidado Hamal. No me acordaba ni donde ni cuando había soltado las riendas. Te podrá parecer una estupidez, pero se me había olvidado por completo. «Tranquilo, joven, tu camello está a buen recaudo, en casa de Makondele». Al punto le pregunté por ella y supe que estaba al otro lado de la gran roca. «Tú no las has visto porque no la buscabas. Makondele te la enseñará». Salí hacia la derecha, como podía haber tomado la otra dirección. El caso es que me corrigió, si bien antes me sujetó del brazo. Sus dedos eran fríos y duros como el metal. «Makondele te aconseja que vayas por el otro lado, tardarás menos y vivirás más, el norte es el mal». Y soltó tres risotadas y luego a mí. No es que no me fiara, pero quería ver con mis propios ojos y no con los del tal Makondele a Hamal. Cuando me asomé a la otra cara de la roca, miré hacia arriba. En principio no vi nada, pero cuando empecé a distinguir los perfiles de las sombras pude ver un hueco en la piedra. Subí hasta allí y entré por una abertura casi oculta. Apenas tuve que agacharme un poco. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra noté el perfil del camello que descansaba arrodillado. Solté un suspiro de tranquilidad y sonreí. En la cueva no había nada, salvo el animal, un lío de ropa en un rincón y yo mismo. En un instante se me pasó por la cabeza una pregunta: “¿Cómo se alimentaba aquel morabito?”. Pero al oírle gritar tras de mí se me fue el hilo de mis pensamientos. «¿Y mi paja?». Al encogerme yo de hombros continuó con sus quejas según miraba y palpaba por los recovecos de la gruta, que no eran muchos por su tamaño, apenas cabíamos los tres. «Makondele no lo ha tocado, así que solo te has podido llevar tú su almocela, muchacho ladrón». Le contesté que si se refería al trapo asqueroso que yacía en un rincón, nadie se lo había quitado, pero que llamar a eso colchón me parecía una exageración. Al observar y ver mejor al camello me di cuenta que de su labio inferior colgaba una brizna de paja. Esta vez el que soltó las carcajadas fui yo. Extrañado y enfurecido, el anciano Makondele se preguntó, y me preguntó, de qué narices me reía. Yo, sin poder articular palabra por la hilaridad de la situación, señalaba la cara del camello, que ya rumiaba el colchón. Cuando pude balbucí que la paja no había salido de momento de la cueva y que estaba a buen recaudo en las tripas del camello. Por fin se enteró Makondele del destino de su jergón por lo que se encaró con Hamal. Yo seguía con mis risas y él con sus quejas y protestas que el animal soportaba perfectamente. La escena era digna de la obra cumbre del absurdo: un anciano desnudo y más delgado que un junco, que pedía explicaciones a un camello feliz dentro de una roca en el desierto. Y así siguió un buen rato, hasta que el protestón se fijó en el odre que yo llevaba tapado para que no le diera el sol. Entonces vio la oportunidad de resarcirse de su pérdida. «Al menos me darás un trago de agua, ¿no?, muchacho ladrón». Esta vez le reprobé el insulto y bajé la guardia. Sin perder la sonrisa y con las defensas bajas cometí el error de entregarle el odre, porque bebió a su antojo. Cuando tuve que arrancarle el pellejo ya me había arrepentido de habérselo ofrecido. Eso sí, me dio las gracias y me pidió perdón por ofrecerme solo cobijo, compañía y alimento para mi camello. La pregunta salió espontáneamente de mi boca: «¿De qué vive aquí?». Me explicó que me sorprendería la cantidad de viajeros que, como yo, se acercaban a la roca. Vamos, que vivía de la caridad. Pensé. Luego le pregunté el motivo de vivir allí, y también me mintió: «Meditación y oración, muchacho». Tras lo cual pregunté desde cuando. Respecto al tiempo no me mintió, no había motivo para ocultar que llevaba allí lo menos cinco de sus sesenta años, aunque insistió en que no le hiciera mucho caso porque había perdido la noción del tiempo. Tras preguntar el porqué, miró el techo de la gruta, repitió mi pregunta, cambió la voz y se contestó: «Por Alá, muchacho, por Alá, el más Grande». Al menos esa noche, yo dormí más caliente. Hamal con su gran corpachón mantuvo la temperatura dentro de aquel agujero. Los dos cuerpos humanos, aunque esqueléticos, también aportaron lo suyo. En cuanto al olor, más vale dejarlo, ya te he explicado para lo que no se usa el agua en el desierto. Después del palo que el vejestorio había dado a mi pellejo, y como pretexto para usarlo de almohada, lo puse a salvo de sus manos y su boca bajo mi cabeza. No me fiaba de aquel hombre. El problema se presentó cuando necesité mear. A veces, la naturaleza es muy caprichosa e inoportuna. No podía dejar el agua a su alcance, era mi bien más preciado. Es más, era la diferencia entre la vida y la muerte. Así que me dio igual lo que pensara Makondele. Me colgué al hombro el odre y salí de la cueva a lo mío. Lejos de criticar mi acto, me prohibió otra vez ir a la cara norte de la gran roca: «Está maldita». Aun en la certeza de que estaba loco, le hice caso. No discutí por no dar pie a que habláramos del agua. Así que salí rápidamente y me dirigí allí donde nos habíamos resguardado de la tormenta. Meé y me eché un corto trago de agua después de sopesar el pellejo. Y me censuré por no haber sujetado yo el odre mientras él bebía. Cuando el bien no es tuyo no te importa agotarlo. Y esto no pasa solo con el agua, como bien sabes. Si el dinero no es tuyo, ancha es Castilla, ¿no?, Eh bien, c'est ça, mon ami. Al menos eso te he oído decir mientras hablas de la corrupción entre los políticos de este país. Ese sentimiento indescriptible, que te recorre el cuerpo cuando otros hacen de tu capa su sayo ante tus mismas narices, es el que sentía yo. Después de controlarme hasta el extremo de pasar sed a diario, llegaba otro y se beneficiaba sin freno de mi sacrificio. Si en ese momento hubiera estado a mi lado Hamal, me hubiera largado sin decir ni una palabra más a aquel anciano que me daba tan mala espina. Por el camello y porque estaba muy cansado, cuanto menos comes más duermes, decidí quedarme un día más en aquella espelunca junto al viejo disipador de agua. No me hagas caso, pero anoche, mientras me dormía descubrí la diferencia entre tú y yo, o lo que es lo mismo, las diferentes circunstancias que nos circundan. Verás, yo no sé a partir de qué momento sentí la necesidad de dedicarme todo el tiempo a mí y no a mis obligaciones. En cambio tú, sigues fiel a ellas, cumplidor hasta de la más pequeña, sobre todo de aquellas que no te afectan a ti. Espero que no leas ningún juicio en mis palabras, tan solo quiero entenderte y entenderme, no enseñar a nadie lo que yo no he aprendido todavía. El derecho a equivocarse, aunque no lo recoja la Declaración Universal de Derechos Humanos, es tan importante como cualquiera de los que se relacionan en ese documento, pisoteado tantas veces por otro lado. Ya tienes en qué pensar esta noche, mon ami. Mañana te contaré más.
De cómo salir de Malaga
y meterte en Malagón
Por dónde íbamos? Sí, habíamos dejado
atrás la noria y todo lo que suponía. Aquella fue la primera vez que huía en
primera clase, si me permites la metáfora. Subido a la grupa de aquel grandioso
animal llegué a sentirme el rey del desierto. De vez en cuando miraba hacia
atrás. No por precaución o miedo, sino por ver cómo se manejaba mi amigo
Toujoursoui que, la verdad, no había cambiado el gesto por seguir un camino
recto. Durante el poco tiempo que le dejaba descansar buscaba en sus ojos ese
brillo que me confirmara la misma alegría que yo sentía por no tener dueño. Hasta
que me di cuenta de que él seguía bajo el yugo de un amo. ¿Qué más daba que
estuviera gira que te gira en una noria que sigue que te sigue mi escabullida?
Él siempre tendría un dueño, esa era la diferencia entre un animal amaestrado,
aunque fuera un hombre, y un animal salvaje, civilizado y libre si era racional.
Aunque yo me sentía más como un guerrero que había conquistado su libertad a
base de mandobles y estocadas. Tal era mi estado mental de euforia. Si bien caí
en la cuenta de mi contradicción: los victoriosos guerreros no huyen de sus
enemigos. «Bon, pues no soy un guerrero, grand-mère.
Yo tengo miedo», confesé tanto a Hamal como a Toujoursoui. Y esa vez no
miré hacia atrás para interesarme por este último. En el desierto, si vas solo,
sirve de poco mirar hacia atrás, tanto como mirar hacia delante. Y me da la
impresión que en pocas circunstancias sirve para algo. Acaso para aprender de
los errores, aunque quienes lo hacen pueden ser contados con los dedos de una
mano. No contaba con que la comida de Toujoursoui me fuera a durar lo que me
duró, porque el pollino no aguantó la jornada completa. A punto de agotarse la
luz, se agotó él. Noté un tirón y que el camello se paraba, incluso pareció
protestar. Me volví y el pobre animal ya no estaba en pie. Había hincado las
rodillas de las patas delanteras. No hacía nada por levantarse. Descabalgué y
cogí entre mis brazos el cabezón de mi compañero de trabajos. A punto estuvo de
caer sobre mis piernas. Tumbado, la respiración se le aceleró. «Por lo menos eres libre», le dije para
consolarme yo. Pero enseguida me di cuenta de la estupidez que había dicho, así
que me quedé callado junto al moribundo. Así estuvimos un rato, el camello
esperándome a mí, yo al burro y el burro a Muerte, que no tardó en llegar para
bien de todos. Me alegré de no ser yo la causa de que el jumento me dejara.
Aunque allí le dejé yo, en medio del desierto, en su último viaje y con el
deseo que el otro animal y yo no corriéramos su misma suerte en nuestra
travesía. Al dejar atrás el cadáver de Toujouroui, comencé a dudar si le había
ayudado o no. Llegó el amanecer y seguía con mi huida y mis dudas. Y así hasta que llegó el
ocaso.
Solo había parado para comer y beber dos veces. Ya había recorrido
suficiente trecho como para que no me encontraran. Y tampoco me creía tan
importante para que se preocuparan de la pérdida de un esclavo, aunque me entró
la duda sobre si el robo del camello no era suficiente motivo para montar una
partida de búsqueda. Con otra duda enredada en la cabeza y las riendas del mehari anudadas a mi tobillo, como había
aprendido de Wahid, pasé
la noche. Los animales son los mejores centinelas, huelen el peligro y se sobresaltan
con facilidad. Pero aquella noche nadie tuvo a bien, ni a mal, alterar a Hamal.
Por precaución enterré las sobrantes que me había entregado Sinafasi, me
envolví en las viejas y raídas pieles que todas las noches ponía sobre los
lomos de los animales y, menos cansado que otros viajes a pesar de llevar dos
días despierto, dormí plácidamente bajo las estrellas. Amodorrado, caí en la
cuenta de que aquella era la primera vez que viajaba solo por el desierto. No
tuve tiempo de racionalizar el descubrimiento pues me quedé frito. Cuando el
sol me despertó no desayuné. Llevaba, a los posibles perseguidores del mehari, en el peor de los casos, una
ventaja de más o menos una noche. Que, por otro lado, se habría esfumado si no
hubieran parado a hacer noche como yo. Así que, me olvidé del hambre y me
preocupé de seguir con la espantada. Le exigí más al camello, y me lo dio sin
problema alguno. Noté en los ojos el aire cálido por la velocidad. Sabía que no
era aconsejable esa marcha tan rápida. En el desierto, como en la vida, hay que
ahorrar esfuerzos para no escatimarlos cuando son necesarios. Pero la
posibilidad de verme alcanzado me obligó a ser un tanto imprudente. El miedo es
el peor de los consejeros. Durante toda la mañana giré el cuello infinidad de
veces. Cuando vi que apenas hacíamos sombra me paré sobre una duna, desde donde
oteé el horizonte a mi alrededor. No me dejé ni un punto de aquella virtual
circunferencia sin escudriñar. Nada. Entonces me di cuenta que el desierto no
era solamente mi enemigo, acaso también era mi aliado. Si durante la primera
noche de mi huida el viento había borrado mis huellas, y lo hizo porque más de
una tormenta de arena sufrí, nadie sabría qué dirección había tomado. Era
imposible ponerse en mi lugar, y más si hubieran sabido lo mismo que yo: cuando
entré en la pequeña ciudad con Wahid no me
fijé por donde lo hacíamos, por lo que había elegido un punto al azar para
salir. Pero aunque hubieran acertado, ahora sé que un grado de desviación,
respecto a un rumbo, podría convertirse, en la distancia, en muchos kilómetros.
Ese cálculo no lo hice allí, subido en el camello, él sobre la duna y el sol sobre
todo. Por algún motivo me tranquilicé. Eché pie a tierra con la intención de
dar un descanso merecido a mi cabalgadura y yo estirar las piernas. Pensé que
el tiempo, según pasara, que es lo único que sabe hacer, me sentiría más
impaciente. Pero no fue así. Ni siquiera volví a mirar hacia atrás y hasta
rebañé con cierta tranquilidad las últimas sobras a la sombra de Hamal. Y
cuando creí oportuno, reanudé la marcha sin ninguna prisa. En el fondo era
cuestión de suerte, hoy diría de probabilidades. Cuando no razonamos, sentimos.
Cuando no somos capaces de entender, nos aflora una fe oportunista. La soberbia
del ser humano le ha hecho situarse en el centro del mundo, donde antes había
colocado a Dios. El Renacimiento dejaba atrás la Edad Media, pero no en todos
los lugares, como ya sabes. Al final hemos derivado en ser nosotros, como
individuos, no como especie, el centro de todo. Excluyendo la conjugación fuera
de la primera persona del singular, aunque, a veces, se cuele el plural. Del
“cualquiera que haga el bien se merece”, hemos pasado al “yo que solo hago el
bien me merezco”, cuando, por ejemplo, el cristianismo predica el eres y el
son. En defecto de lo que se me pasaba por la cabeza según me balanceaba sobre
el Hamal te cuento lo que me ocupa ahora la mente. Mis pensamientos pasados ya
no mueven mi voluntad y expresarlos solo serviría para reconocer errores. Y no
es que me importe hacerlo, es que no le veo el interés. Pero no sé porqué me da
que a ti sí te interesan, si no, ¿a qué viene tanto interés por saber de mi
anterior vida? Contéstate tú mientras yo te cuento. No omitiré entonces esos
pensamientos que, por otro lado, a cualquier crío y a cualquier joven se le
pasan por la cabeza. A todos, en mayor o menor grado, nos preocupan las mismas
cosas, sobre todo porque cualquiera sería capaz de escribir una lista de esas
preocupaciones. Catálogo que coincidiría con el mío o con el tuyo. Insisto, el
grado es otra cosa. Eso es cuestión del individuo y como no hay dos iguales, eh bien,
c'est ça, mon ami. A mí no me cuesta
reconocer mis errores. Ni ahora, ni entonces. Si bien encuentro cada día más en
las decisiones tomadas. Ni en las discusiones he sido partidario del “tú más”
como suelen hacer por aquí los que salen en las noticias. No me gusta defenderme
al ataque, sino pensando sobre aquello que me achacan. Es más productivo. Hay
que tener en cuenta la posibilidad de que el otro tenga razón. Más que nada
porque acertar siempre es imposible. Y no es la fórmula del éxito, como atracar
tampoco, porque, al final, siempre te quedas contigo mismo, y ante ti debes
responder. Contarte que la parte vespertina del día no pasó nada suena a huero,
pero es lo que ocurrió, por eso me adorno un poco, jeje. Hice noche bastante
después de que se ocultara el sol. Al bajar la temperatura, disfruté del
momento subido a Hamal. Las clases gratuitas y teóricas que Wahid me diera, al
presumir de montar mejor que nadie un camello, me sirvieron después de todo. Ni
él ni yo hubiéramos imaginado que sus consejos no iban a caer en saco roto, al
menos tan pronto. Al igual que los primeros conocimientos de astronomía: «Mira, Dikembe, aquello que más brilla, ¿lo
ves?, no es una estrella, es Venus. Y, aquel otro punto que tanto brilla y sí
es una estrella, siempre te dirá donde está el norte». Nunca pensé que
aquello pudiera ayudarme y mira tú por donde, lo estaba usando, igual que el
recorrido del sol. Yo iba hacia aquella estrella, hacia el norte, luz que
también me servía junto con el sol para no viajar en círculos, error muy grave
para quien huye de un punto en concreto, como era mi caso. Aprendí a no desoír
nada de lo que me dijeran, viniera de amigo o de enemigo. Los mentirosos, a
veces, también dicen verdades, no te creas. Así que también hay que escucharlos
por si acaso. Seguí la rutina del desierto y cené poco o nada y bebí algo. Me
abrigué con las pieles y me dormí como un bendito. Siempre he dormido muy bien,
salvo con luz, menos ahora que no tengo problemas ni preocupaciones acuciantes
como antes. La vida es pura ironía, mon
ami, te lo dice un viejo. Como me había dado cuenta en el pesebre, el calor
de lo vivo es el más confortable, por eso me arrimaba a mi compañero de viaje.
Los animales nos damos calor de muchas maneras. Calor rima con amor. Por algo
será, digo yo. He de reconocerte que el español, como bien sabes, cada vez me
tiene más enamorado. Y me refiero al idioma como podrás suponer. Te lo aclaro
para evitar la sarta de bromitas que seguro encadenarías de no hacerlo, ¿o no?,
bien, c'est ça, mon ami, que nos
conocemos. Me desperté sin saber donde iba. Lo sabría después cuando ya no
tenía posibilidad de tomar alguna medida para evitarlo, aunque, la verdad es
que pocas veces en aquel tiempo pude elegir. Lo máximo que conseguí, y no
siempre, fue forzar situaciones o huir de ellas, como era el caso. Menos al
sur, podía elegir cualquier otro punto, si bien lo más aconsejable era seguir
hacia el norte. De esa manera me igualaba a mis posibles perseguidores, en el
sentido de no encontrar nada, porque si yo conseguía escapar me metería en el
desierto como me habían dicho siempre todos mis mayores: «Al norte solo hay fuego y arena, arena y fuego». Si bien mi abuela
Mayifa agregaba: «No pises nunca el
fuego, Dikembe». A pesar de ello seguí adelante, tan recto como pude. Por
referencia aquella estrella que solo veía por la noche, y que confirmaba que
durante el día el sol no me había mentido. Seguía tranquilo y sin mirar atrás.
Llegué a la conclusión: excepto el tiempo que pasé con mi familia, había estado
mejor solo que acompañado. Así que no me importaba no encontrar a nadie. Me
mentía, pero solamente podía consolarme yo. El gran problema era la comida. El
hambre ya me arañaba el estómago y dormía más cada día. O encontraba algo o a
alguien, o me iba a importar poco tanto el norte como el sur. El agua empezaba
a escasear. Y tomé la decisión de girar hacía el oeste, ¿por qué? ¿Y por qué
no? Quizás por no llevar la contraria a mi abuela. Y llegado a este punto creo
que es el momento de aclararte las posibles incongruencias que hayas leído en
las cartas anteriores al referirme a mi familia. Verás. El caso es que cuando
yo nací, no de quien crees, las cosas por mi aldea no andaban bien pero tampoco
tan mal como unos años atrás. Ahora sé que la guerra la provocaba la avaricia
de los hombres que querían hacer negocio con el mineral que gente como yo y mis
hermanas sacaban de las minas. Por eso, día sí, día no, aparecían por la aldea
aquellos hombres vestidos de uniforme a los que tanto temíamos. Unos con razón
y otros por imitación. Y, aunque después mi familia dejó de serlo, en aquel
momento, antes de nacer yo, todo según Mayifa, ella, mis padres y mis hermanas eran
una familia normal. Yo lo cambié todo. Pero no, creo que me adelanto, que
todavía no es el momento. Más adelante caerá solo. Sigamos mejor con el viaje. Lo
peor era que ya no me veía en peligro. Es decir, que no sentía la necesidad de
tirar hacia delante sin pensar en nada más que huir. Seguía por la inercia. Si
hubiera sabido a qué distancia se encontraba la aldea más próxima me hubiera
ayudado a seguir, por muy lejana que estuviera. Pero lo ignoraba, en realidad
desconocía todo. Una tarde, da igual cual porque todas eran la misma, vislumbré
unos puntos oscuros en la lejanía, muy cerca del horizonte. A pesar del
sentimiento de soledad, de mis
pensamientos y necesidades mi primera reacción fue el miedo, pero al momento me
calmé porque los puntos venían de frente. La posibilidad de que me buscaran a
mi era muy remota si venían del norte. La vuelta que tenían que haber dado los “norianos",
como yo les llamaba, era tan extraña y retorcida que me convenció de acercarme
en vez de esconderme. La suerte estaba de mi lado, al menos es lo que me hacía
creer mi estómago vacío. Las personas, a veces, pensamos con él, aunque los
hombres también discurrimos con los cojones, como dice tu mujer, sin que le
falte razón. Además, si me querían robarme, aparte del agua y del mehari agotado y más delgado que yo,
poco se iban a llevar. No valíamos ni medio esfuerzo, o eso creía yo por aquel
entonces. Ya te he dicho que lo ignoraba todo. Así que calculé su velocidad y
me dirigí hacía el punto donde creía que íbamos a coincidir. Ya seguro de que
me habían visto, no observé ningún movimiento extraño entre los doce camellos
que componían la caravana, siete de ellos montados por jinetes cubiertos todos
de azul índigo salvo los ojos. Cuando llegaban a mi altura, yo hube de pararme,
el que abría la marcha frenó, y en consecuencia el resto de la caravana. Se
descubrió la boca y me saludó en tamashek.
Nuestros idiomas no eran compatibles, pero con los gestos y lo que sabía yo de
su idioma fue suficiente para entendernos.
De afinitrip.com |
¿No es curioso que para entenderse no haga falta
hablar la misma lengua? De la misma manera que no es difícil no entenderse aunque
se maneje el mismo idioma. Lo que cuenta, y creo que coincido con Dikembe, es
la intención, la voluntad de querer compartir lo que da a luz la maravilla del
lenguaje hablado. ¡Qué sería de la especie humana si no hubiéramos compartido! Si
no hubieran contado los padres a los hijos sus experiencias. Las mismas que
ahora, en principio, no les sirven a los jóvenes y que tiene que pasar el
tiempo para que se hagan verdades otra vez. Es más, yo creo que es esa
necesidad la que nos llevó a hablar, a que, incluso, nuestro cuerpo se
modificara morfológicamente para poder emitir sonidos y hacer la comunicación
más fácil, más fluida que con los gestos. Pero doctores tiene la iglesia, lo
mío es pura intuición que en estos casos sirve para poco, aunque en otros, como
en la escena que nos describe nuestro protagonista le sirviera a él para salir
del paso. Con la escritura intuyo que fue otro el caso, que fue la necesidad de
controlar lo que nos llevó a anotar lo que teníamos en los graneros y quien
traía o dejaba de traer lo que correspondía al rey de turno. Y no hay que
olvidar que si la escritura se la debemos a los persas, los números se los
debemos a los árabes cuando sus idiomas nos resultan tan ajenos.
Me alimentaron ligeramente, como debe hacerse
con un estómago que lleva tiempo sin recibir nada, e incluso se pusieron
pesados para que comiera despacio y bebiera entre bocado y bocado. Les hice
caso. Tenían razón porque después del té caliente que me prepararon, era un
poco temprano para ellos. Me sentí como nuevo. Quizá también ayudara el verme
atendido. Te recuerdo que seguía siendo un niño. Me ofrecieron seguir con ellos
ya que no iba a ninguna parte, pero rechacé su oferta muy educadamente y sin
dar razón alguna porque me dijeron que se dirigían al sur, a Gogrial si no
recuerdo mal. Luego me dieron comida y agua y yo les ofrecí mis dos bolsas de
piel vacías para demostrarles mi agradecimiento y que no tenía más que
ofrecerles. Me transmitieron sus prisas que no había notado. Yo, humildemente,
les entregué el otro pellejo que no me habían llenado de agua. ¿Para qué lo
quería?, ellos le darían mejor y más utilidad. Les vi partir con los pies en la
tierra, más consciente que nunca de que me quedaba solo ante un infinito de
arena y viento, con una sola recomendación: «Si sigues derecho hacia el norte encontrarás agua en cinco jornadas. La
estrella de arena te lo indicará. La comida es otro cantar». Allí plantado vi
pasar y saludé agradecido a cada uno de los siete nómadas que me habían
socorrido. Luego les vi alejarse y dudé por última vez. Pero no, no podía,
llevaban rumbo hacia donde yo huía. Seguí sus huellas con la vista hasta donde
pude. A partir de ese momento debía fiarme de mi instinto. Las estrellas me
ubicaban, pero no me decían, como a los tuaregs, donde había agua. ¡Ojalá
hubiera tenido una de esas matriarcas elefantas que te enseñan eso y mucho más!
Pero donde yo estaba ya no era tierra de elefantes, como lo es la televisión de
National Geographic, donde sentados en un cómodo sofá de tu casa podemos
disfrutar de tanta belleza como nos ponen ante la vista. Mi realidad ante aquel
desierto era otra. Sí sentía su fuerza, pero no disfrutaba de ella. La sufría.
¡Cuántas veces me has preguntado por el desierto! Y tus hijos también.
Entenderás ahora porqué no me he extendido más como suelo hacer sobre otros
temas. El desierto es como el mar, inmenso. Pero mientras este último es
generador de vida, aquel solo encierra la muerte para el hombre, con una
paradoja: es uno de los alimentos por los cuales la selva amazónica es tanexuberante.
Y aunque los científicos se empeñen en demostrar la vitalidad que guarda bajo
su manto de arena, yo me inclino a pensar que está más cerca de la supervivencia
de un tiempo fértil que de la vida, acaso por haberlas pasado tan canutas como
las pasé allí. Pero ya sabes, cada uno cuenta la feria como le fue. La vida
ante la muerte siempre toma la misma decisión: sobrevivir. En fin, que mi
intuición matizada por mi miedo, tan grande e inabarcable como el desierto, no
me ayudó esta vez. Un amanecer, sentado en la cresta de una duna, me pareció
ver algo diferente frente a mí. Eché la culpa a las sombras que, a aquellas
horas, juegan y cambian a su antojo el color y la forma del paisaje. Una vez
fijados los brillos y los tonos, y tras pasarme por la cabeza los consabidos
espejismos que descarté al restregarme los ojos, vi una gran roca que se erguía
sobre la arena. Tanto me llamó la atención que pospuse el desayuno, aunque no
me venía mal ahorrar alimentos. No me encaramé al camello y me acerqué a pie a
ese capricho de la naturaleza. Según me acercaba, el brillo de aquella pequeña
pared de piedra brillaba más. La arena que vuela con el viento es un gran
bruñidor.
De travelblog.org |
Por momentos se me va transformando Dikembe y ya pocas veces lo veo como un niño, como lo veía en los primeros capítulos. Probablemente vaya cambiando su forma de ser o sus ojos que ya no tienen la inocencia de sus primeros recuerdos, o la visión del propio autor... Hasta la próxima semana y abrazos.
ResponderEliminarPara todos pasa el tiempo, jaja. Pero, de eso se trataba. Gracias, Ligia. Un abrazo.
EliminarDa la sensación, tal y como describes con tanto detalle la vida en el desierto, que has vivido algún episodio parecido.
ResponderEliminarAl menos hoy ha tenido más suave la jornada.
Hasta el lunes J.C.
La verdad es que, físicamente, lo más cerca que he estado del desierto ha sido en Ceuta y en Lanzarote, pero, desde el 31/10/2015, vuelvo todas las mañanas de pasear hasta el "culo" de arena, jaja. Hasta el lunes y gracias, Varinia. JC.
EliminarQué penoso es descubrir y aprender por uno mismo las cosas de la vida a una edad tan temprana. Pasar de niño a adulto puede derivar tanto a ser una persona honorable como un enemigo de la sociedad. Y me quedo casi con la última frase. No recuerdo dónde lo leí pero ciertamente tiene su lógica. A veces damos consejos a los hijos para que no les ocurra, ésto o aquello y nos quejamos de que no hacen caso. Sin embargo se dice que "los jóvenes también tienen derecho a equivocarse". Pues sí, también se aprende de los fallos y tropiezos. Es un mini cursillo acelerado. Je,je,je.
ResponderEliminarBueno voy a estar ausente el resto del mes y quizá parte del próximo, de manera que me tocará leer todo de un tirón a la vuelta. Feliz Agosto para tí y los tuyos, que sean días de tranquilidad y sosiego. Yo huyo del calor, que no es poco. Besos.
Buscándole tres pies al gato, siempre huimos de algo, jaja. Haces bien, el calor asfixia los sentidos, al meos a mí. Que disfrutes en compañía de los tuyos de unos días alegres y fresquitos. Un beso y mil gracias, Nita. JC.
Eliminar