De cómo estuve a punto de servir a dios
e decía en la anterior que alguien que no ha pisado una casa de ladrillo
no se imagina que hay que mantenerla. Y, aun teniéndola, alguno de vosotros no
lo sabéis al comprarla. Cualquier propiedad, requiere cuidados y mantenimientos
si quieres conservarla en buen estado. Y cuanto más grande y representativa, más
obligaciones. Incluso legales. Y a mí, con el tiempo, me tocó ser bracero, aguador,
recadero, lavandero, barrendero. En fin, todo menos criador de cerdos y
viticultor. Una de estas actividades que jamás olvidaré fue la de pintor. A mi
jefe espiritual se le ocurrió remozar y encalar el almiar. Y como yo era el que
estaba más cerca, pues me tocó porque llevaba todos los números. Al yo
preguntar, me explicó en qué consistía la labor: reparar grietas y desconchones
y luego enjalbegar. Pero, claro, me dijo en qué consistía, pero no cómo iba a
desarrollarse la chapuza. No me enteré muy bien, pues en aquel entonces el
verbo enjalbegar no lo conjugaba muy bien. De todas maneras, yo creí que se
refería al interior y no entendí porqué me hizo coger unas sogas antes de
empezar la ascensión. Yo estaba un tanto ilusionado porque nunca me había dejado
subir las escaleras tan empinadas que él subía cinco veces al día para recordar
a los fieles que debían cumplir con las ordenanzas de Mahoma en cuanto al rezo. Íbamos a media ascensión, y ya me había arrepentido de
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tener la mínima
inquietud por subir. Él, con las manos libres, se conocía las alturas, las
grietas y las faltas de cada peldaño. Pero yo, cargado como iba, no. Así que
tropecé varias veces y, al menos una, llegó la sangre a correr por mi espinilla.
Fue ya arriba que supe de mi error. Y si me sobresalté por ello, peor fue
cuando miré por encima del murete hacia el suelo. El miedo se convirtió en
terror cuando entendí para qué eran las sogas. Según el imán era muy fácil
descolgarse atado con un cubo lleno de cal y agua en una mano y en la otra una
de las escobas. Difícil no parecía, pero peligroso sí. Bajé a por los demás utensilios
y, a punto estuve de no subir por4 el temblor de piernas y de ánimos. Vamos que
tuvo que llamarme varias veces porque me senté en el primer peldaño. Mis
piernas, o mejor dicho, mi mente no quería comenzar la nueva ascensión. La
demora y la cara con la que llegué arriba obligó a mi tutor a recordarme
aquello que tanto me decía y me deseaba: «Alá
te protegerá». Entenderás que me pusiera todavía más nervioso, porque si
era Alá quien me tenía que proteger lo llevaba clarinete, como dicen tus hijos.
Podemos engañar a cualquier humano, pero a cualquier dios no. Esos lo saben
todo, como en aquel momento recordaba por las enseñanzas del padre Pierre y
Mayifa. Si cualquiera de los tres dioses sabía lo que su siervo Dikembe hacía
para comer, más que protegerme, lo que haría sería castigarme por mis ardides y
sacrilegios. Estos pensamientos me hicieron dudar más de lo recomendado ante un
axioma musulmán. Y en ese ínterin, se pudo leer en mi rostro el terror que
sentía ante el trabajo que me proponía con tanta naturalidad para él como inseguridad
para mí. La verdad, aquel momento lo recordaré como el primero en echar en
falta una fe, que, por otro lado, nunca he depositado en ningún dios. El caso
es que no quedada otra alternativa que la mentira tras la pregunta: «¿Acaso dudas de Alá, Dikembe?». Me jugaba
el cocido. Había que apechugar, ¿no? Eh
bien, c'est ça, mon ami. Y le mentí. Le contesté que no, pero me encontraba
un poco mareado después de subir dos veces seguidas las altas escaleras de
caracol, que no estaba acostumbrado. Pero que con el aire que corría por allí
arriba ya se me pasaría pronto. Y añadí, para tranquilidad de ambos, que
confiaba plenamente en Alá el Grande. Y ahí me tienes, anudando una soga a mi
cintura y con las piernas más flojas que mi fe en cualquier dios. Entonces Abd
al-Rahman me dio otro respiro: «Espera,
muchacho, antes debes hacer la mezcla de cal, arena y pintura para encalar. Si no,
para qué los has subido». Para alargar la tregua, me enredé con la soga y
le contesté que estaba tonto y admirado por la belleza de la creación de Alá. Y
ya con eso se le fue cualquier residuo de titubeo que pudiera tener mi maestro
sobre mi actitud religiosa. Tuvo que darme un último empujón después de remover
y remover yo la mezcla con el palo de uno de los escobajos. Riendo me dijo que
había que mezclarlo pero no marearlo. Me disculpé: «Es que nunca lo he hecho». No sabía como
alargar mi estancia sobre suelo firme. Pero ya era inmediato e ineludible
encaramarse al murete. Y, después de revisarme yo los nudos de mi cintura y
atar él la soga a un gancho, me subí mientras él sujetaba la cuerda y yo
prometía a Alá que si salía de esa iría a La Meca, a Yhavé hacerme monje y a
Imana sacrificar un cordero en su honor. Y, aunque no me creas, sentí un poco
menos de terror al notarme suspendido y dependiente del almuédano que hacía verdaderos esfuerzos
por sujetarme. Tenía claro que uno de mis tres promesas era la correcta. Yo
antes no conocía más que esas tres religiones. Sin embargo no creía plenamente en
ninguna. Cosas de niños, porque, realmente, el único que me protegía era quien
me gritaba desde arriba del almiar: «¡Más
rapidito, Dikimbe. Que nos va a pillar la próxima llamada a la oración!».
Qué más quisiera yo, pensé. Y él siguió con sus intentos de tranquilizarme: «No te preocupes. Venga, rápido. Mira, ahí te
has dejado un trozo sin pintar». Y al señalarlo estornudó y se le escurrió
un poco la cuerda. Como decís por aquí se me pusieron de corbata y se me cayó
el escobón con la que manchaba la pared. «Maestro,
no mire al sol», le recomendé. Porque en la aldea donde crecí jugaba con
mis amigos a los estornudos y los provocábamos al mirar al sol. Al quedarme sin
herramienta tuvo que subirme a pulso y darme otra. Y, claro, al verme la cara,
volvió intentar quitarme los miedos. «Tranquilo,
hombre, que la soga es más corta que el minarete». Pero a mí me daban igual
las medidas. Y más al mirar hacia abajo. «Te
iré dando cuerda después de dar una vuelta completa, así podrás pintar en
anillos. Luego volveré a deshacer la vuelta y así hasta que llegues abajo. Y
cuanto más alto sea el trozo que pintes antes acabaremos». Y la pregunta se
me vino a la boca y le grité: «Y si al maestro
le pasa algo, ¿qué hace el discípulo?». Su respuesta fue clara y
contundente: «Orar el tiempo que pueda,
pero recuerda que no podrías entrar en la Yanna
(1)
si no fuera por mí».
Tenía toda la razón del mundo, si no fuera por él, no estaría colgado ni
fingiría ser musulmán. Y asumí la situación. Qué remedio. Con mi gran
envergadura no tardé en dar mi primera vuelta. Después de la segunda escuché la
voz de la experiencia: «Cuando se te
acabe el cubo, en vez de subirte te bajaré. Luego subes por la escalera, haces
otro cubo de revoque y, sin tocar lo pintado sigues». Tal cual ocurrió. Ataqué
las restantes vueltas hasta que mis pies rozaron el tejado plano de la mezquita
por segunda vez y acabé de una pieza mi trabajo al aire libre. No fueron los
momentos que más miedo he pasado en mi vida, pero casi. Eso sí, me sirvieron de
mucho. Por el acto en sí y por lo mucho que lo exploté. Lo primero que dije
cuando nos juntamos abajo otra vez, después de él llamar a la oración, fue: «¿Maestro, tengo o no tengo fe en Alá?».
Así terminé por ganarme la voluntad de aquel hacendoso y buen hombre que no sé
si se sentía más orgulloso de mí o del
minarete. Aunque yo creo que fue por él mismo al haber convertido en un buen
musulmán a un infiel. De tal guisa que en la clase nocturna, me regaló su
Corán. «Toma, Dikembe, así se usará más
tiempo para lo que fue concebido». Y no solo eso, sino que al día
siguiente, viernes, divulgó durante su khutbah(2)
entre
la feligresía que yo sería quien le reemplazaría. Lo cual me asustó más que
pintar el almiar del que todos dijeron algo bueno. Tampoco consideré un éxito
llegar a ser el guía espiritual de aquellas gentes, pero para mí era una
perspectiva agradable y tranquilizadora, tal como firmar vosotros un contrato
laboral en el que os hacen trabajador fijo, pero que en definitiva es una
ilusión. Creí que al fin tendría un futuro. Y pensé en Mayifa, pero enseguida
distraje el pensamiento porque no estaba yo muy seguro de que le gustara mi
futuro cargo. Pero había dejado uno peor, ¿o no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Al menos la comida y el cobijo estaban
asegurados por dar unos cuantos gritos al día y mandar a otros a hacer las
cosas. Y, además, como entre los musulmanes no está contemplada la figura del intermediario
entre dios y sus hijos, poco más había que hacer salvo buscarse un paria como
yo para que se hiciera cargo del mantenimiento de la mezquita. De aquesta
forma, como diría Cervantes, llegome tranquilidad y seguridad. Al menos esas eran
mis sensaciones. Ahora mismo podría estar allí, ya envejecido e inhabilitado
para subir los ciento setenta escalones cinco veces al día, para llamar a la
oración a una veintena de fieles y otras tantas mujeres, algo que ya sabían de
sobra que era su obligación. Pero, el diablo estaba detrás de la puerta(3)
. De nuevo la suerte me negó su favor y entró
en danza para modificar el curso normal de los acontecimientos. Un día de
aquellos ya rutinarios apareció otro viajero por la puerta de la mezquita. Este
hombre, ya entrado en años como mi maestro, pero sin ser viejo, nos dio una
noticia que cambiaría tanto el futuro de Abd al-Rahman como el mío. Después de los
consabidos “Salam malekum – Malekum salam”
el forastero se presentó como Nadjim Asad y cuñado de mi bienhechor. Y contó
que le había costado un año entero encontrar al hermano de su esposa que, por
desgracia, había muerto de fiebres dos años atrás. El hermano se tomó con
cierto escepticismo y pesar tanto el matrimonio como el fallecimiento de su
hermana. Más tarde me lo comentaría él mismo, y agregaría que su hermana era
muy rarita y muy fuerte. No soportaba a extraño alguno y menos si eran hombres,
a los que dejaba en evidencia por el vigor que tenía. Pero el caso es que todo
lo que contaba el viajero cuadraba con la vida de Raissa, al menos, la parte
que concernía a mi maestro, como también me contaría al preguntarle yo por su
cara de extrañeza al recibir la mala noticia. Aunque terminó por quedar
convencido tras varias sobremesas en las que Nadjin relató detalles y vivencias
entre los al-Rahman, de cuando eran niños. Cosas que según él solo conocían sus
familiares cercanos. Por lo tanto no tuvo más remedio que aceptar al recién
llegado como parte de su familia. Si bien, el familiar nunca aportaría prueba
fehaciente alguna del parentesco político. Quien no quedó convencido fui yo,
que intuí que aquel advenedizo quería quitarme mi herencia, mi trabajo y mi
seguridad. Desde el primer momento y sin saber quien era yo, ni mis
aspiraciones, ya nos caímos mal. La desconfianza entre uno y otro crecía según
pasaban las lunas y más al enterarse de mi futuro. Estas suspicacias, como no
podía ser de otra manera, violentaban sobremanera al titular de la plaza,
porque también él intuyó con el paso del tiempo que aquel supuesto hermano
político buscaba un sitio donde caerse muerto y, entre tanto, aprovecharse de
las circunstancias. Tanta adulación a Abd al-Rahman y tanto desprecio hacia mí,
así como mis razonamientos interesados sobre cómo enterarse de la vida de
alguien, hicieron mella en el criterio del almuecín. Cuando este no estaba
presente dábamos rienda suelta a nuestras desavenencias y llegábamos a los
gritos. Y nos espiábamos mutuamente. Yo por miedo a perder lo que tenía y el
por poseerlo. Según su planteamiento él tenía más derechos que yo, pero según
el mío yo sería el elegido: «Eso lo
veremos, mierdecilla», solía decirme. No sé lo que él descubriría en sus
pesquisas porque no había nada ni nadie que, salvo yo mismo, me conociera. Pero
yo, una mañana de las muchas que salía él, no sabía a qué, y aprovechando la
segunda llamada a la oración, entré en su habitación después de cerrar con
llave la puerta de la mezquita que siempre permanecía abierta. Tan solo descubrí
en un rincón unos hatos de ropa. Los deshice y no encontré nada raro salvo
herramientas para escribir. Pero en el jergón gemelo al mío, debajo de la
manta, di con un escrito arrugado, como si alguien se sentara sobre él, a medio
acabar. Leí todo, pero solo entendí parte porque estaba escrito en árabe. Era
una especie de presentación. Esa carta la volvería a ver, unos días más tarde,
todavía más arrugada, sucia y completa. Cuando se la entregó a su cuñado,
poniendo como excusa, sobre la tardanza, su creencia de haberla perdido, no dudé
en ningún momento: Nadjin Asad era un impostor. Y más cuando dijo que estaba
escrita de puño y letra del imán de su pueblo. Yo contesté que eso lo decía él.
La discusión no fue a más porque intervino quien intervino. En ese momento el
parecer de mi maestro y el mío divergieron respecto a la verosimilitud del
extranjero. Él creyó a pies juntillas el escrito y yo supe tanto de la falsedad
del documento como del personaje. Otra de las situaciones que coincidieron con
la llegada del farsante fue la visita casi diaria de uno de los fieles que solo
aparecía los viernes. Y aparecía siempre con la intención de hablar en privado
con el muecín. Yo no me atrevía a preguntar qué pasaba, porque, al poco, todos
los vecinos imitaron al primero. Aquello se convirtió en un ir venir que ya hubiera
querido la calle principal del pueblo. Mi curiosidad se vio una noche saciada
durante la noche. Nuestro anfitrión compartió con sus dos invitados lo bien que
el recién llegado se había ganado a los vecinos del pueblo, que todos hablaban
maravillas de él, salvo uno. Entonces imaginé donde y qué iba a hacer todas las
mañanas, pero guardé silencio. Él, en cambio, sonrió y alabó a Alá y a su
profeta. Y mi maestro añadió que estaba bien que un almuecín tuviera de su
parte a los fieles porque así cumplirían mejor con los preceptos divinos. El
muy ladino había hecho campaña, como dirías tú, entre los votantes. Siempre hay
alguien más preparado que tú para el engaño que, además, te toma la delantera
en tus fechorías. Un día cayó enfermo quien no debía porque desde su jergón y
ante mí, sin poder dejar de tiritar, rogó a mi enemigo que se hiciera cargo durante
su convalecencia de llamar a la oración, que él no se podía mover de la cama,
le dolían todos los huesos y era incapaz de subir un solo peldaño de escalera.
Y esa misma noche, al cenar el encargado oficial y yo solos, me ofreció seguir
en mi puesto cuando él se hiciera cargo de la mezquita. «Que te aviso, no será más allá de ramadán, si no es antes». Entre
ese comentario y la prohibición de no dejarme llevar los alimentos al enfermo
deduje, como Gila, que alguien estaba envenenando a alguien. Y me lo confirmó
un fiel que se acercó a hablar con Abd al-Rahman y que al no poder hacerlo por
expresa voluntad del almuédano de turno departió conmigo no sin rogarme que nos
alejáramos un poco de los muros de la mezquita. Vino a contarme, en resumen,
que aquel que había ido a hablar con él una mañana, no hacía mucho, no era otro
que un libertino y disoluto ladrón que se había topado en su estancia en el
pueblo de sus primos y del que todo el mundo huía por miedo y por vergüenza. No
era trigo limpio, pero no se llamaba en aquel entonces como decía, sino Abdel
Hadi el Divino. Se le apodaba así porque cuando se emborrachaba le daba por
recitar versículos del libro santo en voz alta. Por ello nadie podía decirle
nada. Incluso se hablaba en la ciudad de que era él quien se fabricaba el licor
con el que incumplía el mandato divino de no beber alcohol. Sí, le contesté yo.
Y cité: «Te preguntan sobre el vino y los
juegos de azar. ‘En ambas cosas hay un gran pecado y también algunas ventajas
para los hombres; pero su mal es mayor que sus ventajas’(4)
». Para algo debían servirme las clases de
Corán, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami.
A pesar de decirme que no estaba seguro del todo, quería avisar de ello. Que le
había costado decidirse pero que, al final, su mujer le había convencido porque
a ella también se lo parecía. Le tranquilicé y le prometí que haría llegar sus
palabras a nuestro imán en la primera ocasión que tuviera. Y el asunto es que ni
lo hice ni pude hacerlo. No lo hice porque lo veía todo perdido. Y no pude
porque, en las contadas ocasiones que le veía, estaba sumido en una
inconsciencia tal que ni conocía. Nadjin informaba a diario del estado del
convaleciente. Decía que cada día iba a mejor, y no nos dejaba verle porque
según él podía ser una enfermedad que se contagiara. Pero no desperdiciaba ninguna
ocasión para hacer méritos al añadir que con uno que se sacrificara ya valía.
Que nadie del pueblo debía entrar en contacto con la enfermedad porque se
propagaría como la langosta. Y que en último caso, cerraría la mezquita y solo
seríamos tres los perjudicados. Lo que no sabía el muy canalla es que yo me
colaba en la habitación de Abd al-Rahman porque tenía otra llave de su
cerradura. Y de que estaba mejor nada de nada, estaba cada vez más ido. Hasta
que se fue del todo. Por aquel asesino no soy yo muecín. Claro, que podría ser
producto de mi imaginación y ser todo un cúmulo de circunstancias que, al fin y
al cabo, no sería otra cosa que la vida. ¿Pero no tenéis aquí un refrán que reza:
Piensa mal y acertarás? Eh bien, c'est
ça, mon ami. Por ser malpensado y miedoso me alejé o me alejaron de aquella
vida regalada. Le comuniqué al nuevo almuédano, confirmado por los fieles en el
funeral de Abd al-Rahman, que había sentido la llamada de Alá el Grande. Me
pedía recogimiento. Con lo que me iba a convertir en un morabito más. Por ello,
partiría nen breve con el camello en el que todos me habían visto llegar. Eso
se lo aclaré por si las moscas creía que Hamal pertenecía a los bienes de la
mezquita. Aun así su contestación me dejó helado pues cuestionaba tanto la
propiedad del animal como mis intenciones de asceta. Si bien tenía razón en lo
segundo, no así en lo primero que en realidad era lo que me importaba. Le aduje
que yo había llegado allí montado en ese animal y que en él me iría. Tanto me
encendió su actitud que, olvidándome de que era un asesino, le espeté que solo
me faltaba permitir también el robo del camello tras el hurto del humilde califato
de Um Dukhun. Y me atreví a ir más lejos. Me apoyé en vuestro refrán: Calumnia
que algo queda. Le dejé claro quien yo creía que era y lo que había hecho. Y
que estaba dispuesto a pregonarlo a los cuatro vientos. De haberme visto Mayifa
en esos momentos se hubiera sentido orgullosa de su nieto. Pero no me movía la
valentía, sino la rabia. Y mi ciego ataque tuvo recompensa. Aquel tipejo debió
pensar que si yo desaparecía también resolvería un problema. En fin, que cedió
en su intento de robo a cambio de estar tranquilo
y perder de vista a un enemigo. Además, si sus fieles me habían visto llegar en
camello no podría él negarlo ni aducir añagazas. Y él sabía, como yo, que los
ingresos de la mezquita dependían de los vecinos del pueblo salvo que resucitara
aquel que hizo construir el templo. Y así, un día salí de la mezquita mejor que
llegué, montado en Hamal y con el Corán que me regalaran. Nadjin había
registrado mi habitación y se había hecho con todas las llaves. Menos mal que
el registro de celdas me pilló con el libro entre las manos en la sala de
oración, aunque no rezaba, sino que pensaba mientras hacía aquello que mejor
sabía hacer: mentir y disimular. Eso sí, salí con hambre y sin ningún
avituallamiento, no fuera que las hubieran envenenado como último acto de
venganza. Rechacé todo lo que me ofreció, pese a que no fuera mucho. Si hubiera
podido elegir en la despensa, sí me hubiera provisto de víveres, pero aceptar
cosas concretas de sus manos ni se me ocurrió sabiendo lo que creía saber. Con
mi pellejo vacío de agua me fui al pueblo, quería hablar con aquel vecino que
me contara sus dudas sobre el Divino. En el pueblo le encontré y le conté todo
lo vivido en la mezquita desde la llegada de Abdel Hadi, como él le conocía. Bon, todo lo malo referente al
advenedizo, claro. El buen hombre me felicitó por la decisión tomada. Incluso
me cambió por uno suyo mi pellejo de agua. Y aunque me negué no pude más que
aceptar sus favores, consejos, su agua y sus pobres viandas que compartió
conmigo. Me dio indicaciones de donde encontrar más agua y la dirección hacia
una aldea no muy alejada. Inicié mi nuevo deambular más tranquilo, pero con el
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desasosegante sentimiento de que me habían robado un futuro. Un porvenir si no feliz, sí
cómodo y seguro. Eso sí, ya te lo he contado, aprendí que siempre hay alguien
más listo que tú, alguien que está dispuesto a llegar donde tú no te ves capaz.
También supe que yo no podría matar jamás a nadie. Eso también lo tenía claro,
aunque estaba dispuesto a hacer cualquier otra cosa por sobrevivir. Aquel
convecino me había dicho que, si me daba el sol de mañana en la espada y en la
cara el de tarde, en diez jornadas, a la grupa de mi camello, llegaría a otro
pueblo más grande que Um Dukhun. Y aunque no podía darme raciones para tantos
días, también sabía que en el trayecto podría encontrarme con un oasis. Allí,
aparte de agua, conseguiría hacerme con algunos dátiles y alguna raíz para
proseguir camino. «No cojas
todos ni dañes nada», fueron sus sabías palabras. La primera tarde de viaje,
al ver cómo se ponía el sol, pensé en no tener en cuenta el oasis y cuando
parara a dormir hacer una valoración de mi despensa con el fin de alargarla
para los diez días. Lo cierto es que tenía miedo de no encontrarlo. Fui incapaz
de engañarme. No podría subsistir durante diez días con aquellos regalos. Tuve
que incluir el oasis en mis planes y reconocer que si no lo encontraba no
llegaría a ningún sitio. No obstante, comí y bebí prudentemente, la ración
mínima para poder seguir el día siguiente en busca de las palmeras. Aunque no
era la primera vez que sentía la más absoluta soledad, aquella noche me atrapó
y me dormí entre sollozos, envuelto en la manta que Hamal llevaba debajo de la
silla. Y pensé que siendo yo un hombre y él un animal le necesitaba yo más a él
que él a mí. Y no solamente para ir más rápido y descansado. Ahora veo irónico
que un animal racional, el todopoderoso hombre, dependiera de un bruto. Pero ni
fui el primero ni seré el último.
Relata Dikembe que sintió la soledad más absoluta.
Y le creo. Quien la ha sentido nunca deja de lado ese agujero negro. Siempre
intuye y reconoce el desamparo que conlleva. Es una neblina que te humedece
hasta la esperanza y que, incluso, la pudre. Te obliga a no ver más allá de tu
ahora porque en la soledad nada cabe, nada hay. Es un sentimiento individual y
no recíproco. Tiene su origen en el desamor y la imposibilidad de ser valiente
para, apoyándote en ella, llegar a ser quien puedes, pero no quien quieres. La
soledad solo lleva a la tiranía. Y la tiranía a la soledad. La compañía ni debe ni puede imponerse. Únicamente puede desearse. Y dar, si es que eres capaz
de estar cuando te has ido. La soledad es un canto desesperado a la tristeza. Y
sus notas son jirones de una partitura que nadie recuerda. Un pentagrama que
está ahí donde debía estar quien esperas que esté. Y, en cambio, encuentras ese
vacío húmido y déspota que te manosea el alma con manos pantanosas, conciencia
que se seca al sol del ayer o del pudo ser y no fue. Entiendo a Dikembe de la
manera que se me antoja. Ahora bien, de una forma absoluta. Empero tras esa
soledad insondable, recupero una voluntad que yo he perdido en algún punto del
camino. Ah, pero juego con ventaja, sé como acaba su historia. Tu crónica,
lector, por el contrario está por escribir: ¡Huye de la soledad!
No tuve que emplear los conocimientos que aprendí de Wahid Okoye porque viajé siempre de día. Cierto es que por el desierto se viaja peor con sol
que con luna, pero por el contrario se duerme mejor. Además nunca me he podido
quedar dormido, y es una exageración, con luz, salvo que estuviera reventado. Y,
a pesar del cansancio, no descanso el mismo tiempo. Cada vez que comía me ponía
de mal humor, al contrario de lo que me pasaba y pasa normalmente. Y es que en
ese momento veía que las provisiones mermaban más rápido de lo que yo
necesitaba, a pesar de que las raciones que me permitía me dejaban con hambre y
más débil. Pensaba que si me pasaba allí, en medio de la nada, lo mismo que
ocurriera junto a la mezquita, nadie habría para socorrerme. Si no encontraba
el oasis lo iba a pasar muy mal para llegar a algún lugar civilizado. Y es un
decir. Cuatro jornadas llevaba ya de camino y lo único que se veía era lo que
se tenía que ver: arena y más arena. Y mejor que estuviera calma, porque si se
aliaba con el viento sur no te quiero ni contar. Quien no ha sufrido una
tormenta de arena no sabe lo que es, como tantas otras cosas mejor no
conocerlas. Solo ves dunas que, cuando las atraviesas, no te dicen nada, parece
que transites siempre por la misma, como si anduvieras por una cinta continua
de arena caliente. El calor no viene solo de arriba, sino también de abajo, de
detrás y de delante, de la izquierda y de la derecha… He de reconocerte que en los
momentos difíciles me ha sonreído la suerte. Y en este caso también lo hizo.
Llevaba ya siete días de marcha. Ya no podía dividir más el rancho ni el trago
de agua que quedaba en el pellejo cuando a media tarde divisé el tan ansiado
oasis. Aquel campesino tenía razón. Hay que tener amigos hasta en el infierno.
Yo tengo alguno y también enemigos, como Dante. Primero arreé sin necesidad a
Hamal y luego, tras descabalgar, hice lo mismo que él una vez libre de carga,
metí la cabeza en el agua. Tumbado como estado boca abajo y una vez saciada la
sed y olvidad la angustia, roté sobre mí y contemplé el cielo azul a la sombra
de tres palmeras. La visión también me tranquilizó. El sol estaba ya muy bajo,
pero todavía no dejaba ver las estrellas. Pero yo sabía que estaban allí,
agazapadas tras su luz. No había caído hasta ese instante, pero si adoptas la
postura que yo tenía, dejas de ver la sempiterna arena y el azul te refresca la
mirada. Y pasé tan buen rato que no me di ni cuenta del cambio tan drástico de
panorama. Cuando me levanté, en el cielo brillaban millones de estrellas,
tantas o más que granos de arena había contemplado de día. Lógicamente pasé
allí la noche y cené dátiles recién cogidos. Trepar nunca se me ha dado mal. Ya
sé que ya no, pero seguro que, aún hoy, trepo mejor que tú, y más si lo hacemos
por palmeras. Tuve en cuenta el consejo de mi amigo y no cogí más de lo que
necesitaba. Es decir, que no me harté. Decidí descansar. Dejé para el día
siguiente el avituallamiento. Y me dormí enseguida, atado y muy cerca del
camello al que también noté satisfecho después de un recorrido por las matas
que teñían de verde el contorno de la charca. Él no dejó para el mañana lo que
pudo hacer ese día. Me desperté cuando el sol ya había asomado, pero no hice
nada. Me quedé arropado hasta que la manta me estorbó. Y ya con más calor que
frío se me ocurrió zambullirme en la pequeña laguna que daba vida a un pedacito
de infierno. Y así lo hice sin guardar el respeto debido, ¿pero quién me decía
a mí que no lo habían hecho otros antes? Me quité los pantalones cortos y mi
camiseta, o lo que quedaba de ella, y luego volví a ponérmelas porque pensé que
también se merecían un buen baño, que quizá fuera el primero y el último que
vivirían. Hoy recuerdo con cierto triunfalismo que fueron mis primeras
vacaciones. Con la mente en blanco y medio sumergido en el agua, me olvidé de
todo y de todos. Hasta de mi abuela Mayifa a la que siempre tenía en mente y en
el corazón. Y, mira, quizás haya llegado el momento de confesarte el motivo y
el modo por el que Dikembe vino a este mundo. Y no lo digo en términos
alegóricos, sino reales. Pero, espera, que ya es mucho lo escrito hoy, mejor lo
demoró. ¿Vale? Así te dejo un tanto intrigado que, mira tú por donde, lo
consigo muy pocas veces. Un saludo.
(3)[↑][Volver]
Refrán aprendido de Varinia, si no recuerdo mal.
(4)[↑][Volver]
Corán 2:220. Fuente: www.ahmadiyya-islam.org.
Totalmente de acuerdo conque "siempre hay alguien más listo que tú", como diría Dikembe. Yo añado "y más malo", aunque me hace gracia que hable de "la llegada del farsante" cuando el primer farsante es él mismo... Como te dije en algún comentario anterior, ya no me imagino a Dikembe como un niño, no logro ponerle edad en la historia, y no sé cuánto tiempo ha pasado desde que se inició el relato.
ResponderEliminarBueno, otro capítulo que dejar atrás en su vida y a ver qué se encuentra ahora...
Hasta la próxima, J.C. y abrazos.
Ya he tenido en cuenta tus aprecdiaciones, pero lo escrito escrito está y doy a basto, jaja. Socumentar el relato me lleva un tiempo que sería necesario para otras cosas, pero uno es un iletrado y tiene que leer mucho para, simplemente buscar un nombre a un personaje. De todas maneras, a lo largo del relato se define la edad de Dikembe en el relato y cuando escribe las cartas, así como el porqué de la forma de escribir. Evidentemente se hace notoria su lengua materna. Cracias por estar ahí y por tus comentarios, siempre he dicho que sois vosotras, tú, quienes escribís la historia. Y, mujer, también los habra "mejores", ¿no?, jaja. JC.
EliminarQué detalle!! Gracias por recordar mi refrán.
ResponderEliminarTiene miga la cosa, siempre se le tienen que estropear los planes. Ya se dice que unos nacen con estrellas y otros estrellados. Aunque bien mirado, disfrutar a veces de la soledad, de un cielo estrellado, etc... no está mal, lo peor es que está acompañado de hambre y a veces de malos tratos.
Hasta el lunes J.C. Un abrazo
No me queda otra que repetirme (jaja): "Siempre he dicho que sois vosotras, tú, quienes escribís la historia". Dicho esto, solo volver a agradecerte tus dichos y comentarios. Un abrazo, JC.
EliminarVaya mala pata perder su "trono", pero creo que si se llega a quedar en la mezquita hubiera llevado una vida de lo más aburrida y aún así sacrificada. Espero que no le deparen más desgracias a Dikembe, aunque lo dudo... =)
ResponderEliminarBesitos
Gracias, Amanda. Desgracias y alegrías, como a todos y todas. Un beso, JC.
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