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lunes, 23 de mayo de 2016

CAP. 2. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo





Capítulo 2

De quien soy y de mis primeros padres conocidos




o te quiero ocultar a ti, ni a nadie, de donde vengo, si bien, verás que no sabía donde iba, como a muchos de vosotros os debió pasar allá cuando no os interesaba lo más mínimo alcanzar una meta. Yo nací cerca de Gwane, junto a la frontera de la República Centro Africana, si bien crecen otra cercana a Shasa, no lejos de Karuba, estas dos en la provincia de Kivu del Norte, y las tres en la República Democrática del Congo, tal llaman ahora a esta nación,
ubicada en la zona central del continente Africano. El país donde nací, que me es indiferente, no así el continente, tiene casi más nombres que el miembro masculino para los que hablamos el español, porque, a parte del histórico Zaire y anteriores Estado Libre del Congo o Congo Belga, también es llamado Congo-Kinshasa, Congo Democrático o RDC. Y todo ello sin entrar en los idiomas nacionales de mi gente como el kikongo, el suajili, el lingala o el chibula a los que habría que añadir el idioma francés traído por los belgas, como bien sabrás. Así que podemos pasar de Repubilika ya Kongo Demokratika a République démocratique du Congo sin ningún esfuerzo, aunque también en este recorrido podríamos decir Jamhuri ya Kidemokrasia ya Kongo, Republiki ya Kɔ́ngɔ Demokratiki y Ditunga día Kongu wa Mungalaata para que ninguno de mis compatriotas me tilde de acallar sentimientos nacionalistas, aunque los nuestros no sean como los vuestros. Cualquiera podría pensar que tal amalgama puede llevar a no entendernos, y, acaso, si lo pienso, tengáis razón por vuestras experiencias, pero allí en el centro del continente negro hablar thamasek o bambara, por citar dos lenguas foráneas, no tiene importancia. Aquí quizá extrañes tú el catalán o el asturiano. En fin, que no conozco si madre me parió en aldea, en selva o en mina a cielo abierto. El caso es que nací de mujer, como todos, y tuve abuelos y abuelas, como todos, aunque yo solo recuerde una, como algunos. Mayifa me crió y pasamos las hambrunas juntos, aunque mejor sería aclararte que yo viví una y ella una docena. También recuerdo, ya instalados cerca de Makumba que padre, por aquel entonces era Mbo Biyombo, se ganaba la muerte de minero extrayendo coltan, a pesar de su edad, porque decir que se ganaba la vida no sería preciso ni justo, bien porque se la jugaba a diario, bien por lo poco que llevaba a casa y lo mucho que se dejaba por el camino. Y no solo en la bebida, ya que consiguió el trabajo al compartir su sueldo con el capataz. Y, a veces, ni siquiera lo traía encima sin orinarlo siquiera, porque otros, más vivos, se hacían con lo que menos nos sobraba en casa y ya había sido compartido. A este respecto, recuerdo las palabras de madre cuando venía padre recién apaleado y sin el jornal: «Podrían quitarte el hambre en vez del dinero, nos iría mejor a todos y a ti el primero». O aquello otro cuando llegaba sin un rasguño y más borracho que una cuba: «Si lo malo no es que te bebas el dinero, sino que me lo mees encima por la noche». No había insultos, ni juicios, pero la mirada con la que acompañaba madre ese deseo o esa otra premonición era peor que la noche que pasaba mi padre al raso. Sí, madre, por aquel entonces Kady Bemba, hija de Mayifa, era más despierta y avispada que padre y encontró la manera de que el jornal que ella empezara a ganarse, obligada por las pérdidas de mi padre, llegara íntegro a casa, y, a veces, engrosado por otros jornales de aquellos que no conseguían llevar a sus hogares, cómo y por lo mismo que padre. Sabedora, por experiencia parida, de que ninguna hembra se salvaba allí de violación, dio la vuelta a la tortilla, como te he oído decir en más de una vez, y por unos francos evitaba sufrir la violencia entre sus piernas. A la vez que se la ahorraba al posible agresor y descargaba a padre de los deberes propios de un marido. Y si el cliente iba muy ebrio, cargaba en la factura una buena propina por los servicios realizados a la ciudad de Karuba, que era donde se acercaba a ejercer su ancestral labor. Cuanto mayor es el mercado más clientes puedes pescar. De hecho fue lo que ocurrió al engendrar en Gwane a mi hermana mayor, Delande, de la que ya te hablaré más adelante y que fue protagonista de mi vida. Y me alegro que no estemos frente a frente, porque me preguntarías el motivo, así, al yo escribirlo por tu gusto y tú leerlo cuando te llegue, me siento libre de no tener que responder al instante como siempre me exiges con tus prisas, mon ami. Más tarde, los peligros de la profesión de madre se lo harían pagar caro, y no solo a ella, sino también a padre. Pero eso es adelantarse a los acontecimientos que tengo que relatar y para salvaguarda de mi honor, ya que heredé poco de quien debía y no es que les juzgue, porque pobre de aquel que intente erigirse en juez de los hechos que allí se desarrollan día a día. Y no me refiero a los publicados en vuestros medios de comunicación o los que corren por las redes, sociales o no, del mundo y que yo he cogido prestado y conocido no hace tanto. Si tú mismo, o alguno más supiera lo que hay detrás de un artilugio digital de última generación, lo olvidarías tan rápido como pudierais para poder seguir con vuestras prácticas habituales, como yo te veo cada dos por tres, con esos soniditos que me crispan y rompen los silencios deseados y necesarios. Que se me antoja que el cacharro ese tiene más importancia que un amigo. El coltan o coltán solo interesa a las multinacionales, a los gobiernos vecinos del mío y a las mafias propias que lo mueven hasta aquí. A ti, como a la gente de a pie, os suena a chino, si es que no habéis nacido en China o en mi país o en Brasil, como he sabido desde hace poco. Y mientras mi padre se dedicaba a sacar partido del alcohol y mi madre a sacar partido de la carne, yo, las más de las veces, no sacaba partido de nada, así que me iba con Mayifa que me solía contar historias mientras me limpiaba el pelo de mosquitos «moribundos» como ella decía, porque los chicos de mi edad estaban como padre en la mina. Yo cuando iba, era para suplirle después de que los ladrones se excedieran en la paliza. Pero yo no traía los dineros, se los daban luego a él, y ya te he explicado en qué los ocupaba. Todos en la familia éramos católicos, mis tres hermanas mayores incluidas, aunque una de ellas sería algo más, como te he dicho. Bien es verdad que mi abuela rezaba por libre, pues libres habían sido sus ancestros. Se conoce que a mí me pillaban más lejos, pues la libertad llegué a sentirla muchísimo más tarde. Mayifa tenía un importante ramalazo de animista, religión de sus mayores que nunca pudo dejar a un lado, con lo que su dios solo lo reconocía ella, cuestión que no debe extrañar, pues creo que a todos vosotros, los católicos, os pasa lo mismo. Pero pronto acabó mi holganza y no tuve tiempo de oír más historias de mi Mayifa, porque, al final, madre acabó como padre, no en la mina, sino apaleada a diario. Los hombres congoleses son como mis actuales vecinos, aquello muy usado ya no les gusta y si se pone a tiro, pues se le da una patada en el culo, si lo tiene. Así es como me vi yo de minero a tiempo completo, con siete años y un mazo que pesaba más que yo y que usaba indistintamente contra un cortafríos o contra los dedos de las manos que sujetaban el enorme clavo. Claro está que el que hacía de mamporrero del cincel era menor que yo. A la hora de elegir herramienta, a parte de los años, se impuso mi tamaño que no era muy normal para mi edad. Aún de adulto me siguen llamando grande: «Señor Biyombo, es usted muy grande». Te aclaro que se refieren al tamaño corporal como ya he declarado y tú sabes, porque ver grandeza en un negro que viene de la selva por parte de un refinado occidental, solo se da una vez cada dos mil años. Bon, seamos justos, tres, si exceptuamos a Kin Kong o a Gargantúa, también llamado Buddy, uno de los gorilas más grandesjamás robados a la selva, allá por 1929. Y estoy de acuerdo con que los de mi raza compartimos con los gorilas la mirada, acaso porque vemos las mismas cosas y sufrimos las mismas vejaciones. Aunque algunos de mi color se lo tomen a mal, a mí la comparación me parece un halago.
Gorila Gargantúa o Buddy. Foto capturada en TheANIMATERRA






No sé lo que pensaría mi amigo Mendes al leer esta palabras, pero yo pienso que ya es bastante ser un niño para que encima te exijan resultados económicos. Ya no es por la falta de moral o por crueldad que la esclavitud infantil es execrable, sino porque no es exigible. Y eso la convierte en injusta. Aquel que aprovecha su experiencia para que un niño produzca, cual obrero adulto, es digno de ser colgado por las pelotas, metáfora que me permito por mi condición de varón. A una cría se le puede enseñar cualquier cosa, que la aprenderá. Pero lo primero debería ser que tomara conciencia de ser una persona que puede elegir. Un niño puede obedecer por respeto o por temor. Meter miedo en un cuerpo infantil es tan fácil que cualquier miserable es capaz. Que esa persona te respete, solo está al alcance de pocos, por muchos padres que lo intentemos incluso. El “aquí mando yo” y lo que sigue ha dejado de funcionar. La sociedad ya no lo admite, aunque un hijo sí, porque él admite cualquier cosa. Otra cuestión es la consecuencia que puede traerte poner tus cojones encima de la mesa. Cuando te arrastres en las arenas movedizas de la vejez seguramente pienses “porqué no me habré callado”. Aunque, tal como veo a mi alrededor, o hemos criado cuervos o somos muchos los que hemos exhibido nuestros atributos en bandeja de plata. Si no, no se explica la dedicación de algunos hijos frente al olvido de otros. Estos últimos deben pensar que no han nacido de mujer como por el contrario afirma Dikembe. Este tema me debería ocupar y no solo preocupar. “Ya es tarde” es la disculpa que hoy me doy, mañana buscaré otra para acallar una conciencia que nunca está de acuerdo con lo que hago o no hago. Yo diría que mi noción de la justicia me la dicta el perro de un hortelano que ni come, ni deja comer, pero que está todo el días jode que jode. Duele leer las cosas que cuenta Dikembe, pero duele más pensar que siendo estas una ficción otras no lo son. Pero sigamos con la carta, porque mis palabras sirven para poco o nada, por eso mejor me callo.








En la aldea cerca de Karuba, que no es en la que nací, como te he comentado, hablábamos mucho de un joven en ciernes de convertirse en hombre. Unos sin saber nada y otros de oídas. Katuku se largó antes de realizar el ritual de los guerreros watutsi y wahutu, cuya mezcla define nuestra tribu, para dejar la adolescencia y convertirse en adulto para siempre. Nadie supo si llegó a conseguir aquello que dejó pendiente. Pero lo que sí consiguió fue sembrar entre nosotros la semilla de la duda. Si bien, había quien opinaba que era un cobarde. Conversábamos sobre si era mejor trabajar en la mina o seguir sus pasos. No todos podían elegir, porque, cuanto mayor te hacías, menos posibilidades tenías de ser elegido por los amos del yacimiento. Y claro, con la edad ya sabemos que nos hacemos más cómodos, y preferimos morir en casa a recorrer un camino desconocido, salida que nadie dudaba había sido abierta por Katuku. Un paréntesis, mi padre encontró un hoyo porque untaba al capataz. Lo que nunca pensamos es que hubiera otra posibilidad, aquella que me ocurriría a mí, por ejemplo. Pero con la edad que teníamos ningún crío se pone en lo peor o relata lo que no imagina. Eso queda para los mayores. Los niños fantasean, no se mienten ni pretenden engañar a nadie, los de aquí y los de allí. Esos sí que son globales. Si tú no te crees que yo, tu amigo, he visto a Muerte en la selva, es tu problema, porque estoy seguro de haberla visto. Otra cosa es que aquello que imaginé se correspondiera con tu realidad. De Katuku y nuestras habladurías aprendimos que la cuestión no era mejorar, simplemente se trataba de vivir un día más. Lo que todos cobrábamos en la mina volvía a manos de sus dueños. A través de las pocas tiendas que podías encontrar en kilómetros a la redonda. Todas eran suyas. Por lo tanto, no se trataba de ganar más, pues los precios se ajustaban a los jornales. Allí, mucho y poco dinero era lo mismo. Cuando los cuartos dejan de tener importancia o sirven para poco, es cuando aparecen los problemas. La semilla de aquel otro camino contrario al de aguantar carros y carretas para llegar al día siguiente germinaba entre algunos. También nos influía ver a los pocos ancianos que sobrevivían a pesar de todo. Luchaban para que sus antepasados no se olvidaran de ellos. Mantenían vivo lo que representaban y de donde veníamos. Y todo para nada. Pero, cuando se es viejo, y ahora lo sé, y acaso tú también, recordar es una de las pocas motivaciones que encontramos para seguir adelante, aparte de pedirle a un amigo que te escriba sus memorias, y no uso la ironía. La falta de alimentos y de futuro para los jóvenes que te rodean, te recuerdan lo que tú pasaste para llegar hasta donde nadie quiere llegar. Todo viejo que todavía tenía algún diente, podía roer las raíces que los niños cogíamos y llevábamos a la aldea en un juego tan macabro como divertido. Y el que más raíces y bayas encontraba era yo. Sí, yo, no te extrañe. Todos mis amigos decían que era porque yo veía más lejos, por mi altura. Y puede que tuvieran razón, además porque yo nunca me miraba los pies. Eso sí, les despistaba una vez avistada la mata y recogía de ella todo lo que podía. Cuando ya no cabían más bayas o raíces en el hato que hacía con mi camiseta de tu equipo de fútbol favorito, mira tú qué casualidad, llamaba a gritos a mis colegas, que antes de llegar ya sabían a qué iban. Por ello me gané el respeto de todos. Mi abuela me lo decía, «Dikembe, tienes un aire tan despierto como tus ojos que brillan sobre una piel tan oscura como tu suerte». Nunca supe si era un piropo o una maldición, incluso hoy no sé cómo tomármelo. Acaso era simplemente una verdad. Eso era lo que admiraban mis compañeros de juegos, un chico grande y despierto, con la misma ventura que ellos, diestro en hallar lo que sus abuelos podían roer y que me agradecían dándose palmadas en la calva. Si a eso le sumamos mi altura, poco normal para nuestra edad y para ti, se puede entender que destacara, porque el resto de características, la delgadez, la oscuridad de la piel, ir medio desnudos y sin zapatos, las compartíamos todos, amen de nuestro tiempo venturo. Aunque había otro chaval, este de estatura normal y más bien tímido, como tú, que también destacaba y cuyo futuro se truncó tempranamente. Su diferencia no la marcaba un físico heredado de los Twa, sino una gorra blanca y sucia en la que
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aparecían unos símbolos para nosotros desconocidos. Hoy sé que componían el famoso logotipo que Milton Glaser creara para la ciudad de Nueva York, aunque por aquella época uno, o ninguno, supiéramos interpretar esas letras y ese corazón. Tanto la camiseta como la gorra habían llegado a la aldea siendo prendas portadas por miembros de la ONG que, de vez en cuando, aparecía sobre la caja de un camión militar que nos dejaba grano de mijo, arroz, ñame y maíz. Además algunos volvían con el torso desnudo o destocados, como fue el caso aquel día en el que yo me hice con mi camiseta y Kama con su gorra. Cuando el camión se alejaba, todos los críos corríamos detrás. Todos tragábamos polvo pero corríamos contentos y bulliciosos. Gritábamos agradecimientos, despedidas y saludos. Por algún motivo extraño mi amigo Kama encabezaba la muchachada porque, normalmente, mis largas piernas me permitían llegar antes a cualquier sitio. El caso es que en nuestra aldea el gesto de agradecimiento consiste en golpearse con la palma de la mano lo más alto de la cabeza, y eso es lo que hizo Kama para ahorrarse los gritos que no llegaban a ningún sitio. Allí plantado, en la cresta que nos ocultaba la senda que nos comunicaba con el mundo, agradeció a nuestro modo la visita que nos permitía, esa primera noche, llenar a tope nuestras barrigas. La cooperante curiosa y ufana que, además estrenaba su altruismo activo, desconocedora de nuestras costumbres tan tontas y, primitivas, como tú opinas, entendió que mi amigo le pedía su gorra. Elisabeth no lo dudó y a modo de frisbee, lanzó su cap agarrándola por la visera. Su vuelo no fue como el del Espíritu de San Luis
(1) , pero tardó lo suficiente como para que yo no llegara a recoger el tesoro. Sé el nombre de la cooperante por lo que ya te contaré, no te extrañe. Al alcanzar yo la altura del regalo ya tenía un dueño orgulloso de lucirlo. Así que yo corrí tras el camión con los brazos en alto y cruzándolos por encima de mi cabeza. No sé que entenderían por mi alegría dentro del camión, pero vi salir volando del vehículo un trapo que me pareció una bandera. Levanté del suelo el trapo y vi que era una camiseta. Y me la planté. Tardé más en quitarme mi camisola que Kama su gorra, porque yo no me quitaba la prenda ni para dormir y él sí, aunque obligado por su madre. Elisabeth McKee estudiante de derecho, le contaría a sus compañeros de universidad la anécdota vivida y así comparar mi gente con la suya, nuestras necesidades con las suyas, y cómo, sin estar inmersos en una sociedad consumista, se valoran más las gorras y las camisetas. Ya te he adelantado que el futuro de Kama no llegó nunca, cosa que, por otro lado no era extraño entre nosotros. Y lo cuento por si alguien se pudiera preguntar qué hacía una gorra de semejantes características en un altar funerario de una aldea de África central. Aunque en realidad, la muerte de mi aldea llegaría poco después. Kama moriría por una causa muy corriente entre los africanos: por el ataque de un animal. Pero no por la picadura de un mosquito que es una de nuestras principales causas de mortalidad, aunque parezca mentira, sino por el ataque de un león que es más creíble. Esa gorra blanca que tanto orgullo le provocara a Kama sería lo que nos llevaría a identificar lo poco que quedo de su cuerpo cuando le encontramos a cien metros de la prenda. Los despojos a nosotros no nos dijeron nada, al contrario que la gorra, pero a nuestros mayores fue al revés, reconocieron las heridas de león y pasaron de la gorra, tal como hiciera la fiera. Cosa que no hizo su madre, porque ninguno de sus amigos, incluido yo, se atrevió a recogerla de la tierra, bon, ni siquiera a tocarla. Y como quiera que en mi cultura solo se entierra a los varones que hayan pasado la prueba de los guerreros, la que nos hace hombres, privilegio que también ganan las mujeres después de parir, Kama solo quedó en la memoria de sus padres y en los ojos que veían la gorra en ese altar que le erigiera su madre junto a la puerta de su choza de adobe y ramas. Sus amigos le olvidaríamos pronto porque nunca más volvimos a hablar de él entre nosotros. Y si no vuelves a hablar de alguien es porque nunca existió, por eso he dado mi brazo a torcer y me he puesto a escribir como era tu deseo. Por eso escribo su pequeña historia, para resucitar su recuerdo y si pudiera a él. En aquel momento la muerte era tan normal como la vida. Incluso, desde nuestra perspectiva, algunos podíamos pensar que la muerte era una liberación, tal como aquella cooperante, la dueña de la gorra, comentara después de contar mal la vivencia habida entre ella y Kama: «Para vivir así, más vale morirse. Esa vida no merece la pena ser vivida». Sus compañeros de universidad nunca supieron si se refería al niño de piel oscura que no se la pidió, o, en general, a todos los africanos pobres. No creas que todos somos indigentes, los hay cresos, que lo sepas, y no son futbolistas. Pero, volviendo a Elisabeth, lo que quedaba claro era que estaba convencida de que su vida se la había ganado ella porque era capaz de viajar sola a África a ayudarnos, que ya tiene mérito, y no digáis que no, porque no todos lo hacéis. Regalar tu tiempo a esos «negritos que deberían morirse —como ella misma decía— para no vivir en el infierno, porque estoy segura de que van derechitos al cielo» no es una de las prioridades de la mayoría de occidentales. Y hacéis bien, qué caray, para eso están los Estados y las ONG, como Médicos Sin Fronteras, por ejemplo. ¿Qué va a hacer un bróker, un publicista, un reponedor de supermercado o un contable como tú en Karuba, por ejemplo? Eh bien, c'est ça, mon ami
(2). Pero esa futura abogada no volvería a África. La presión paterna después de informarse de lo que ocurría por estos lares, si no llegó a convencerla, sí a prohibirla más «aventuras locas y peligrosas», es decir, altruistas. Si su hija quería ayudar a los demás debía «apuntarse a un voluntariado local, nos va a salir más barato en todos los sentidos y a todos, hija». Y así, Elisabeth hubo de elegir entre la universidad y su conciencia. Y justo, por haber visto nuestra miseria, eligió su carrera judicial con todo lo que aquello implicaba. Los señores McKee, satisfechos por la respuesta a su veto, decidieron regalarla un coche pequeño y europeo para trasladarse a la universidad, lo que ayudó a su hija a olvidar las penurias africanas, aunque jamás olvidaría su único viaje a ese continente. De todo ello me enteré al hablar con ella no hace mucho. Mi corto conocimiento del inglés me ayudó. Conseguí localizarla a través de la ONG, me costó mucho tiempo, esfuerzo y paciencia, pero pensé que se lo debía a Kama. Y, aunque le mentí, porque me presenté como el crío que le pidió la gorra, ella enseguida ubicó a Kama. Y al yo suplantarle y ella recordarle fue como sentirle vivo después de tanto tiempo, amén de agradecerle a ella tanto la gorra como su ayuda. «Se lo tengo que contar a mis hijos, ya ni me acordaba», fue lo que me dijo entre otras muchas cosas, algunas que ya te he contado. Cuando colgué, caí en la cuenta de algo ya sabido, que todos tenemos un precio, y que todos tenemos la libertad de mirar a un lado y no escuchar aquello que no nos interesa o nos hace daño. Poco le había informado yo, y ella me había contado su vida entera desde que creyó tirarme a mí la gorra y el nacimiento de su último nieto. Pero para eso había llamado, ¿no?, para escuchar. Y tú por hoy ya tienes que leer y yo tengo que hacer compra, leche y eso, ya sabes. Así que te dejo, tu amigo












(1) [El Espíritu de San Luis pilotado por Charles Augustus Lindbergh (1902–1974) fue el primer avión en sobrevolar el Atlántico uniendo América con Europa en una travesía sin escalas. El vuelo partió de Nueva York y terminó en París, a más de 5.810 km. de distancia. Duró 33 horas y 30 minutos. Fuente: EcuRed.cu y National Air and Space Museum.
(2) [Pues eso, amigo mío (fr.).




10 comentarios :

  1. Parece que ya va tomando "forma" para mis entendederas... Me imagino la dureza en que debió vivir Dikembe, como tantos niños hoy día. Abrazos

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  2. Que decir de estas cartas que se vislumbran interesantes. Qué poco sabemos de las penurias del continente vecino!
    Abrazos y hasta el lunes.

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  3. Aquí dejo una búsqueda de Kivu Congo en Flickr para poner algo de color a las imágenes que evocas.

    Ya te dije que lo que veo más delicado es el tema del victimismo europeo y, por ahora, me va encajando.

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  4. Una primera pincelada de los orígenes de Dikembe. Si ya era suerte poder sobrevivir, un milagro llegar a viejo. Se viene encima un aluvión de infortunios.
    Saludos.

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    1. A veces creo que escondéis una bola de cristal, jaja. Un saludo JC

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    2. A veces creo que escondéis una bola de cristal, jaja. Un saludo JC

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  5. Pues ya se vislumbran las penalidades que ha pasado este chico y su familia...
    Voy a seguir...
    Chary :)

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    1. Gracias, Chary. También habrá buenos momentos. Un saludo, JC.

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  6. Y tanto que duele leer las cosas que cuenta Dikembe...
    Bss

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  7. Gracias, Amanda. Busca un poco el humor de Dikembe. Besos y gracias, JC.

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