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Entre puntada y puntada
(XXXVIII)
Venancio, después de hacer una simbólica entrega de poderes a Manolo el Garzo, la Perla mediante, y mantener una pequeña charla con él, se refugió en su habitación. Ni siquiera encendió la vela. Con la mente en blanco y negro cayó en la cama con la mirada perdida en el techo que apenas distinguía. Poco a poco, la cara de Reme fue tomando color ante la oscura y difusa realidad, hasta que sonrió al ver perfectamente cada una de las facciones de esa faz alegre y limpia de maldad. Luego vio cómo se alejaba con ese trotar tan propio y característico. Y cayó en la cuenta de que, entre unas cosas y otras, durante los últimos días, no le había dedicado ni la atención, ni el tiempo que ella se merecía. Los futuros de Joselillo y de Huerta Baja le habían tenido preocupado y ocupado. Pero una vez encaminados, se propuso que Reme fuera el centro de su vida, como deseaba y debía ser. La no obligación de trabajar el campo y de vender su fruto le ofrecían la posibilidad de ser el dueño de su tiempo. Su juventud y su deseo no le dejaron ver la realidad de cualquiera que vive un día a día entre otros que también lo hacen, no vio que su rutina la escribían otros . Decidió dedicar a Reme todo el tiempo posible, e incluso llevarla al baile, a la Inseparable de Pozuelo, y así le enseñaría su casa, Huerta Baja y su pueblo. Ahora podría hacerlo. Aunque en realidad, había poco que enseñar de un pueblo que ya se dibujaba como un refugio para los de la capital, cuando ésta hervía durante el verano. También debía ir a ver a don Mauro y entregarle parte del dinero con el que le habían pagado el arriendo del primer año. Aunque debía hablar antes con la señora Casta del hospedaje y manutención de José. Su madre siempre le había insistido en que fueran agradecidos y desprendidos. La verdad es que la madre de Reme nunca le había aceptado dinero que, en más de una ocasión, le había ofrecido por las molestias y las comidas de los dos, si bien no decía nada ni se oponía a todo lo que llevaban de Huerta Baja para la familia. Pero ahora, ya no sacaría verduras ni hortalizas del huerto, así que la señora Casta debería aceptar un estipendio por sus servicios. En eso iba a ser inflexible. Claro, que no contaba con la generosidad tan obstinada de aquella segunda madre que habían encontrado por el camino y en Españoleto. ¿Se pueden tener dos madres¿ ¿Y por qué no? Una lágrima solitaria salió de la esquina de su ojo derecho y se deslizó hasta su oreja, le molestaba, pero no se la secó. Con esa otra cara que la de José le recordaba continuamente, que intentó acariciar y que un día un desalmado quiso borrar. Venancio se durmió plácidamente, a pesar del tío Eliseo. En Venancio, como en tantos hombres y mujeres, el amor podía más que el odio. En sus sueños descubrió la dependencia de dos mujeres, Lorenza y Reme. Él no podía ser dueño de quienes eran sus dueñas. Y entendió el machismo de la mejor manera posible, como un servicio a esas mujeres, no como un arma contra ellas. Por primera vez en mucho tiempo le despertó el sol que entraba por la ventana. De la misma forma que la noche anterior tratara de acariciar la cara de su madre, el astro rey lo intentó con él por la mañana. Y lo consiguió, por ello despertó. Saltó de la cama asustado. ¡Se había quedado dormido! Los gallos ya no cantaban. La larga rutina le estaba jugando una mala pasada. Se asomó a la ventana y vio a la Perla junto al carro, pero desenganchada. Miró el jergón de su hermano y fue lo primero que ubicó. Es verdad, José estaba en Españoleto. Pero la Perla, ¿qué hacía ahí fuera? Se la había entregado el día anterior a Manolo, junto con el carro de varas, éste de palabra. Salió de la casa y vio a uno de los braceros con el que Manolo había apalabrado trabajo para un año y que le saludaba con una mano, mientras con la otra sujetaba un azadón. Aquél se llevó la mano libre a la boca y se dirigió a él con unas palabras gritadas que Venancio no oyó. Con paso cansino y arrastrando las alpargatas se llegó hasta él.
—Venancio, que ma decío el patrón quél ya tié dos pollinos y dos carros de varas, que no necesita los tuyos. Y que tú no pués bajar a la capetal como los señoritos, en tren o calesa. Que los daquí llegamos a Madrí andando o montaos en burro. Así que, ahí la tiés, pa lo que gustes. Ah, y que los cuartos no se tocan.
—Si le ves antes que yo, le das las gracias. Mi hermano se valegrar un montón cuando lo sepa.
—Y a ti, te vacer buen avío.
—Si, también. Gracias y buena jorná.
—Igualmente, chaval. Y gracias a ti.
—¿Por qué?
—Porque gracias a ti tengo tajo pa un año, y a lo mejor pa dos. Así, éste no pasaremos hambre, ni yo, ni mi familia. Los hijos no tién la culpa de la mala suerte de los padres.
Venancio volvió cabizbajo a la casa. “Hay niños que pasan hambre”. Pero la tristeza le duró poco, justo hasta que llegó a la altura de la Perla. La habló y acarició como si de una persona se tratara.
—Y no creas que se ma olvidao quel otro día me guiñaste un ojo, ¿eh? Ya me lo explicarás —. La burra sacudió la cabeza de arriba a abajo para librarse de las moscas, pero a Venancio le sirvió de excusa para alargar la conversación—. No digas que sí y hazlo, si no, no te traigo a José pa que le veas.
———— o O o ————
Antón no volvió la vista atrás. Sí oyó el motor del automóvil y los ruidos al maniobrar, al poco ya no oyó nada, tan solo el viento al acariciar sus orejas. No dejó de mirar hacia arriba. Era lo que Pantaleón le había dicho. “Desde donde te deje este sinvergüenza, lo primero es subir en línea recta dirección Sureste. He marcado en el mapa el punto inicial. Lo ves Feli, ahí le tienes que dejar”. Si bien no habían llegado al punto en cuestión, Feliciano le había dicho que habían parado, a pesar del árbol caído, muy cerca. No tardó en empezar a transpirar. El día era limpio, pero no lo apreciaba. Su experiencia en marchas por montes asturianos era nula. Sin parar de andar se quitó el gorro de lana e intentó quitarse la zamarra, pero la mochila se lo impidió. Paró, se la descolgó y se quitó la prenda que sujetó al morral con las correas de arriba. La transpiración seguía. De igual forma, antes de llegar a la primera cumbre, realizó la operación dos veces más. Vestirse al estilo cebolla tenía sus ventajas, otro buen consejo de los hermanos. Acabó en camiseta interior, y no quiso quitársela por el sol y su piel. Una vez en la cima, se quitó el peso, que había aumentado en su espalda, y se tiró en la hierba boca arriba. ¡Qué silencio! ¡Qué paz! ¡Qué frescor! ¡Qué bien olía! Aquello no tenía nada que ver con Madrid. No supo el tiempo que tardó en incorporarse. Y Lo hizo por sed y por hambre. Hubiera podido bajar unos metros y beber de un manantial, pero prefirió quedarse sentado y vaciar un poco la calabaza. Comió unas galletas que le llenaron enseguida. Le pareció mentira que le saciaran tanto. Echó otro trago de agua, se levantó y se estiró. Bostezó. Se palpo y encontró la leontina que salvaguardaba la brújula.
Buscó en un bolsillo lateral de la mochila y extrajo el mapa. Acopló la brújula sobre el mapa doblado como le enseñara también Pantaleón, y se giro hasta que encontró la referencia que buscaba. Sí, tenía que ir hacia el Sureste. Sintió fresco y antes de cargarse se puso la camisa de invierno. Se acomodó el bulto a la espalda y arrancó hacía el pequeño valle. En el camino se escurrió y cayó un par de veces. Rió alegre de su torpeza, pero se rehízo en ambos casos enseguida. Se puso serio porque recordó otro consejo. “Tenga cuidado, Antón, una torcedura en el monte puede representar la muerte. No debería ir solo”. Sí, había sido un osado. Pero ya no había vuelta atrás. Así que “para adelante” se dijo, “disfruta del día y del entorno, Antón”. La zona a batir para encontrar la quintana(1)
no era muy extensa, pero todavía quedaba un trecho para llegarse a ella. Reanudó la marcha tomando como referencia un gran roble, que antes viera desde el altozano, y hacía él dirigió sus pasos. Al pasar por el manantial, rellenó la calabaza, se lavó la cara y se mojo la nuca.
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———— o O o ————
Después de hacerse los cinco pisos de escalera, Susana, cansada y nerviosa comentó a su tía que iba a visitar a Reme y a Gertrudis. Así que, cogió la libreta de doña Consuelo, y se marchó rumbo a la calle Españoleto. Llegó cuando todavía las dos jóvenes estaban en clase con las señoritas del tercero. La señora Casta le informó de que en unos diez minutos bajarían. Ofreció café a Susana y ella lo rechazó por ser ya muy tarde.
—¿Y qué vas a hacer tú, Susana?
—Eso vengo a hablar con sus hijas.
—Ellas están un poco perdías y conmocionás. Les ha pillao de sopetón, como a tos nosotros, claro. Pero las tres teníais mucho roce con doña Consuelo. No sé si habrán hablao entrellas, conmigo desde luego no. Y tampoco he querío tocar yo el tema. Pero ya que tú lo has sacao…
—A mí se me está formando una idea en la cabeza, pero no sé si es un poco alocada. Mi tía opina que sí. Pero, antes de seguir dándole vueltas, querría hablar con las dos. Porque ellas también son las protagonista del plan que se me está ocurriendo.
—Tenéis la posibilidá de poneos a servir. La Gertru es como empezó aquí en Madrí.
—A mí me trajeron para lo mismo, pero yo no me veía. De todas maneras, así la fue a la pobre Gertrudis. No sé como no odia a los hombres. Aguantar todo el santo día a una familia que no es la mía, no me apetece nada, y menos si hay señoritos de por medio. Nunca sabes donde te metes. Y lo de no tener horario y estar disponible todo el día y toda la noche no me parece justo. Y si piensas en el poco jornal que te llevas a casa se asemeja más a ser una esclava que a otra cosa.
—Para ser tan joven tiés mucha labia, Susana. Y las cosas mu claras.
—La suerte que ha tenido una entre tantas. Aprendí a leer y escribir de chica y gracias a una muy buena maestra y persona, allá, en la escuela de mi pueblo. Nunca se lo agradeceré lo suficiente. No éramos muchos en el aula. Todas chicas, las más crías, porque los chicos ayudaban en las labores del campo y las madres también, así que las hermanas mayores se quedaban al cargo de las casas y de los hermanos pequeños. Las que nos reuníamos allí éramos las parías del pueblo. No sabían qué hacer con nosotras. No servíamos para nada. Si yo, en vez de las medianas, hubiera sido la mayor, jamás hubiera pisado la escuela. Los detalles son los que deciden sobre la vida de las personas, lo tengo muy leído. Dicen que son esos momentos los que hay que saber ver para decidir. Claro, eso ahora que eres un poco mayorcita, de niña todo es pura fortuna, puro azar. Solo piensas en el momento.
—Igual que nacer hombre o mujer.
—Sí, lo mismo es —ironizó Susana—. No digo que los chicos de mi edad lo tengan más fácil con eso de ir a la guerra, pero nosotras aun no yendo al frente, corremos más peligros. Y las guerras, tarde o temprano acaban y siempre nos afectan también a nosotras. Pero lo de ser mujer nunca termina, ni cuando te mueres. Y también de eso vengo a hablar con ellas. Si doña Consuelo hubiera sido Consuelo a secas, yo no estaría aquí, sería imposible seguir con su taller. Pero el doña la separó de la producción que delegó en nosotras. Vivía en su mundo y nosotras en el nuestro. Ahora sólo se trata de infiltrar a una de nosotras o a las tres en ese mundo.
—¿Eso es lo que piensas?
—Sí, por ese camino van mis planes.
—Hola, Susana —saludó tristemente Reme que entró en el chiscón y cerró la hoja inferior de la puerta.
—Buenos días, Reme. ¿Y Gertrudis?
—Ahora baja. Hoy he acabao yo antes quella. Madre, ya sé donde están Francia, Austria, Italia y Alemania. Ah, y Ingalaterra que no es Ingalaterra, sino el Reino Unío. La señorita Pepita tié un altas mu bonito con colores y manseñao, por eso de la guerra esa, donde están esos países. El mundo es mu grande. ¿Y tú, Susana, a qué has venío?
—Yo venía a hablar con vosotras de qué vamos a hacer ahora sin doña Consuelo.
—Pos buscarnos la vida ca una por su lao. ¿Aónde vamos a ir las tres juntas, al teatro? —bromeó tristemente Reme.
—Hay otras posibilidades, Reme.
—No me digas, ¿cuálas? ¿Servir, planchar o la calle?
—¡Reme! —gritó la señora Casta.
—Espera que baje Gertrudis y os lo cuento a las dos.
—Madre, ¿la dao a Joselillo algo de comer pal recreo, como dice él?
—Sí, no te procupes.
—Madre.
—¿Qué?
—¿Por qué no fui yo a la escuela como Susana y Joselillo?
—Ay, hija, qué pesadita te pones a veces.
—Sobre to cuando no me quié contar usté algo.
—Está bien. Te lo contaré, ya tiés edad pa eso y pa más. Tú empezaste a andar mu tarde, siempre has sío mu patosa, hija. Y luego los otros niños se reían de ti y tacían perrerías. ¿No te acuerdas? Te llevaban lejos y luego, cuando tú no sabías dondestabas, salían corriendo y te dejaban porque tú ni sabías ni podías correr. ¿No tacuerdas de verdá?
—La verdá es calgo recuerdo, llorar.
—Tu padre, que en paz descanse, y yo, siempre nos preguntábamos porqué los acompañabas si te decíamos que no lo hicieras y sabías que tiban a dejar sola. Aunque nos suponíamos el motivo. Una vez, no te quedaste quieta donde te dejaron, en vez de llorar te pusiste a andar. Así que, aunque preguntamos a los otros niños, donde nos dijeron no estabas. Tu padre se volvió loco. Nos separamos. Yo preguntaba a to el mundo si tabía visto. Eras inconfundible, hija. Hasta que cerca de la media noche tencontró tu padre arremetía en un zaguán llorando por el barrio de Tetuán de las Victorias. Me juró que jamás volverías a jugar con ellos ni a ir a la escuela. Discutimos, porque ni él ni yo sabíamos leer ni escribir, y claro, no podíamos enseñarte. Al final ganó él porque dijo que si otra persona hacía daño a su princesa, fuera niño a mayor, le mataría. Yo yo masusté. Tu padre, quen gloria esté, parecía una mosquita muerta, pero aquel día hablaba muy en serio, hija. Así queres analfabética por ser coja. ¿Y ahora me dirás tú pa que te sirve lo que te contao?
—Pa no hacer yo lo mismo con mis hijos o mis hijas —la señora Casta, ante la contestación de Reme puso cara de sorpresa y no supo qué responder, pero Susana sí.
—A veces los jóvenes son quienes dan lecciones a los mayores, ¿verdad señora Casta?
—Mira, ya oigo bajar a Gertru —cambió de conversación la señora Casta —. Anda, mira quien acaba de pasar.
—¿Quién?
—El hijo de los del segundo, el pequeño. Madre mía el tiempo que hacía que no le veía, está hecho ya un caballero. Cómo pasa el tiempo.
—Buenos días a todas. Hola, Susana. No sé porqué pero sabía que nos íbamos a ver. Claro, que lo que pasó ayer va ser difícil dolvidar. ¿Quién es ése?
—Na, del segundo, el hijo pequeño.
—Pos es mu guapo.
—Déjate de tonterías, Gertrudis, tenemos que pensar en nosotras, en lo que vamos a hacer de aquí en adelante —cortó Susana.
—¿Y qué vamos a hacer? De momento dejar de ir a ca doña Consuelo, y después encontrar otro taller. Y si no encontramos donde coser, habrá que ponerse a servir, nos guste o no.
—Sí, hija, to menos quedarse parás lamentando la mala pata. Aunque esa ya se la llevao toda doña Consuelo y parte esta bobalicona. El muerto al hoyo y el vivo al bollo
(2)
, como decía mi agüela —dijo la señora Casta.
—Eso está claro, chicas. La cuestión es, según el refrán, ¿cuál o qué es nuestro bollo? —preguntó Susana.
—No sé.
—Ni yo tampoco, no tengo nidea.
—Yo sí, pero quizá mencabezonado en que el bollo de vosotras tres es la costura.
—Sí, señora Casta, lo que tenemos que echarnos es a coser. Y más, teniendo una experta al lado como usted.
—¿Yo experta?
—Eso dijo más de una vez la muerta, que usté le había enseñado todo lo que sabía hacer con la aguja.
—Eso es mucho decir, hija. Sí le enseñé algunas cosillas, pero ella no sólo aprendía de una. Aunque la verdá, le gustaba más lo que pasaba entre puntada y puntada, y no parecía poner interés, pero sí, sí caprendía.
—Pero, ante cualquier duda, siempre podremos acudir a usté, ¿no?
—¿Ya me contarás, Susana, qué pintamos aquí nosotros después de haberos críao, si no es payudaros a seguir palante hasta que vengan los que os neseciten a vosotras?
—Pero, ¿questás proponiendo, Susana? —preguntó Reme— Expilícate, porque yo no te sigo, hija mía, siempre mago un lío contigo.
—Yo ya me perdío hace rato —dijo Gertru—. ¿Pero pa qué necesitamos a la señora Casta? Ella ya tié bastante con la portería y con tos nosotros. Madre e hija pensaban que se iban a sentarse solo las dos a la mesa, y ya nos sentamos cinco. Y desos cinco, cuatro dormimos en su casa. Así que tú verás, aunque si lo que pretendes es que le quite el trabajo a Marcos el sereno… —. Todas rieron por imaginar a la señora Casta con farol, chuzo, sobretodo gris y gorra.
—Lo entiendo perfectamente, pero si las tres sabemos que tenemos detrás a tu madre, estaremos más tranquilas. Y ahora os cuento la idea. Veréis, como sabéis, los últimos meses he sido la fámula de doña Consuelo.
—¿Fábula? —preguntó Reme.
—No, fámula, con eme, la criada para todo. Prácticamente, menos dormir, vivía en su casa. Así que, aunque no hubiera querido, me hubiera enterado igual de todo lo concerniente tanto a su vida personal, fiestas, amistades y todo eso, como a su vida, digamos comercial. La que, en definitiva, nos interesa a nosotras . Sé quienes son sus clientes, los que tienen encargos sin acabar, los que tienen deudas con ella, o tenían —Susana esgrimió la libreta—. Está todo aquí. Y aquí —después de dejar la libreta apoyó el índice en su cabeza—. Lo que os propongo es que sigamos con el taller de costura, porque, en definitiva, el trabajo lo hacíamos nosotras, ella sólo recibía los encargos y los cobraba. A última hora, yo era la que llevaba a domicilio todo lo que hacíamos, y los que pagaban me daban a mí el dinero, es decir, se fiaban de mí. Los que no, decían que hablarían con doña Consuelo, pero yo era la que volvía igualmente a cobrar. Ella jamás les contó quien era yo, si su hija, su criada o su costurera. “Déjales, así tienen de qué hablar”, decía. Tampoco se lo aclaré yo, claro. Conozco prácticamente a todos sus contactos. Y no sólo a sus clientes, sino también donde compraba, telas, hilos, todo lo que nosotras usamos, porque era yo quien iba a recogerlo —Susana hizo una pequeña pausa—. Bien, ¿qué os parece? —pero no esperó contestación—. Iríamos, por supuesto, a partes iguales, y pienso que deberíamos retirar una parte para los materiales y los gastos, y ver si se cumplen mis expectativas. Así que haríamos cuatro partes. De la parte de los gastos y materiales saldría también su estipendio, señora Casta.
—¿Qués el estupendo de mi madre?
—Sus dineros por ase…, por ayudarnos —rectificó Susana para no tener que dar más explicaciones.
—¿Y el taller? —preguntó Gertru.
—¿Cómo que el taller?
—Sí, ¿que dónde vamos a coser?
—Ah. Eso no lo he pensado, la verdad. Pero puede ser en alguna de nuestras casas.
—Aquí riba no podéis. Está Joselillo todas las tardes estudiando, y no quiero que le molestéis lo más mínimo. Además la casa es mu pequeña.
—Pues tendrá que ser en casa de mi tía, en mi alcoba. No hay otra. Hablaré con ella si queréis. Pero, conociéndola, seguro que algo nos saca. Por otra parte, es lo mejor para que nos conozcan.
—En eso llevas to la razón, Susana. Se van a enterar de que han puesto un taller de costura en su casa hasta en la Cochinchina. Ya por eso más duno pagaría. ¿A usted qué le parece, madre?
—A mí en principio bien. Si acaso veo un poblemilla. Esta gente es de un estirao casusta. No pué hablar con ella una mujer que no sea de su clase, o al menos que no sea de lo que llaman chusma, y que sepa una, todas las presentes formamos parte desa chusma.
—En eso sí he pensado. Antes os dije que nadie sabe quien soy, y como he tenido la suerte de estudiar con las monjas hasta el año pasado, hablo y entiendo el idioma de esa gente, incluso hasta un poco de francés y de inglés, si me aprietan. Y no estoy presumiendo, pero para algo me debe servir, ¿no? Así que, sin decirlo, pero insinuándolo, que no es mentir, me puedo hacer pasar por su sobrina. Es fácil, con solo decir el taller de mi tía…
—Claro, y no mentirías, porque el taller estaría en ca la señora Julia.
—Eso es, Gertrudis.
—Es verdá —exclamó Reme y se rió—. Eso estaría estipendio.
—Hija, no taclaras con lo bueno y el jornal. Pero está bien pensado eso, Susana.
—Claro, a ver quién va a decir que no lo soy. Si no tenía ni familia ni nada que la visitara. Al menos, desde que yo la conozco. Y no me ha contó nunca nada a ese respecto.
—Tampoco creo yo que tuviera sobrinas o primas o na. Y eso que la conozco mucho antes que tú. Sólo la visitaban y se visitaba con sus compañeras de meriendas los sábados. Anda que no le daban a la mui.
—Si lo sabré yo que en alguna he actuado de doncella. Por eso se llevaba tan bien con mi tía Julia. Tal para cual.
—Madre, yo creo que lo podemos intentar, ¿no?
—Ya, pero… —Gertru, que interrumpió, no terminó de arrancarse.
—Pero, qué, Gertrudis.
—Que si eres su sobrina, ¿por qué el cambio de taller?
—Eso es verdá, ¿por qué no has heredao el piso? —se preguntó la señora Casta.
—No, sé, algo se nos ocurrirá a alguna. Si queréis votamos.
—Sí, pa dar saltos estoy yo —se quejó Reme—. Tampoco estoy yo tan contenta como pa dar botes dalegría.
—No, no me entiendes, no me refiero a dar saltos, sino a decir sí o no al plan.
—La verdá es que no tenéis na que perder y algo que ganar. Vosotras veréis, hijas.
—A ver, ¿quién está a favor de que sigamos el negocio de doña Consuelo? Que levante la mano. Eso es votar, Reme.
—Yo sí.
—Y yo también.
—Usted también vota, señora Casta.
—Yo no digo na, ni ahora ni en un futuro, así no podrá haber los mismos votos al sí o al no.
—O sea, que se abstiene.
—Sí, eso. Pero nunca votaré. Es cosa vuestra.
—Y como yo también he levantado la mano, hay tres votos a favor y ninguno en contra. Así qué, a ver cómo nos va, chicas, porque el nuevo taller se ha aprobado por unanimidad.
—Pos habrá que celebrarlo, ¿no? —propuso Reme.
—Déjate de celebraciones, hija, que te gusta más la feria que a los churreros. Yabrá tiempo y dineros pa celebrar, si es que hay algo que celebrar. Ay, madre, esta chica...
———— o O o ————
Carmina oyó llamar a la puerta, pero aunque le sonó el ritmo de los ruidos, no terminó de reconocerlos. Mientras dejaba la labor en el otro sillón, pensó si esperaba a alguien. No recordó nada ni a nadie. “Salvo que sea Cirilo que se ha dejado las llaves, pero con lo perfectito que es, ya me extraña”. Cuando descorrió el disco de la mirilla, no se lo creyó.
—¡Israel! —exclamó al abrir la puerta con urgencias y nerviosa— Israel. ¡Qué alegría, hijo! ¿Cómo es que vienes a estas horas? Pasa, pasa. Dame un beso, cariño —fueron dos los que dio y recibió Carmina—. Cuéntame. Yo te hacía de viaje o en Inglaterra. ¿Quieres beber o comer algo? Ven, pasa a la salita, estaba bordando, no, mejor a la cocina, así termino de hacer las albóndigas. Qué casualidad, tu plato favorito. Es que las madres, ya sabes, tenemos una intuición… Te quedas a comer, claro. No son horas para irte de casa de tu madre con las tripas vacías. Además, a ver, déjame que te vea —Carmina empujó suavemente a su hijo hasta la puerta de la cocina y se echó para atrás—. Date la vuelta —Israel obedeció por agradar a su madre—. Sí, está más delgaducho. Por allí no se debe comer bien, ¿verdá? Si como en casa de tu madre…
—Pare un poco, madre, pare. Por favor.
—¿Y por qué he de parar? ¿No se puede poner una contenta porque viene a verme uno de mis hijos? Pues, entonces, estamos arreglaos.
—Madre, por lo menos déjeme saludarla a mí, ¿no? Y, además, usté está siempre contenta.
—Eso es verdá, pero ahora mismo soy la mujer más feliz del mundo. Ven, dame otros dos besos y un abrazo.
—Madre —protestó Israel arrastrando la primera vocal, pero se dejó hacer.
—¿Sabes algo de tu hermano Javier?
—No tengo otro.
—No te entiendo, Isra.
—Nada, madre. Sé lo que usté, nada.
—Pero, ¿estará bien, no?
—Digo yo, si no se hubieran enterado ustedes. Deberían poner teléfono. Así les podríamos llamar tanto Javier como yo.
—Eso, díselo a tu padre, ya sabes cómo es para el dinero. Cuando llegue, porque no está.
—Me lo imagino.
—Le he mandado a la compra, necesitaba unas cebollas y unas patatas para freír. Espero que no traiga dos como la última vez. Ya sabes como mira los céntimos y lo poco que le gusta la patata. Pero cuéntame tú algo, hijo, que hay que sacarte las cosas con ganzúa. Sois los tres iguales.
—Si no deja de hablar usté, madre, yo no puedo hacerlo. No nos entenderíamos, como les pasa a padre y a usté.
—Tu padre y yo nos entendemos a la perfección —se picó Carmina—. A ver tú qué vas a pensar, hombre.
—Yo no es que piense en eso, es que les he visto. A veces parecen dos chiquillos.
—Vaya respeto. Pero dejemos de hablar de tu padre. Cuenta, que ya me callo.
—Pues, acabo de llegar de Londres.
—¡Uy, estás cansado! ¿Por qué no te echas un rato en tu cama y te llamo yo a la hora de comer?
—Mamá, no me acuesto porque no tengo sueño y porque he venido a estar con ustedes un rato, si me acuesto, usté me dirá, ni hablamos ni nada.
—Pues, habla. ¿Quién te lo impide? —. Israel miró al techo de la cocina sin mover el cuello, mientras su madre removía las albóndigas en la olla—. Menos mal que he hecho para un regimiento. Será mi instinto maternal. Pero, dime, dime, Isra.
—No me llame así, madre, sabe que no me gusta ni un pelo.
—Perdón, don Israel.
—¿Quién es esa muchacha tan guapa que me encontrado al subir las escaleras?
—Ay, pillín, ¿te gusta?
—Es muy guapa sí, y tiene buen tipo.
—Pues olvídate. Creo que se va a prometer con don Mauro, el del primero, ¿te acuerdas?
—Sí, pero parecía una modistilla, y don Mauro…
—Ya ves. Espera, que oigo la puerta. Será tu padre —. Carmina tiró la cuchara de madera a la pila y salió acelerada de la cocina—. Cirilo, Cirilo, mira quien ha venido a vernos. Tu hijo, que cada vez está más delgaducho, aunque tiene buena cara. Ven, trae, dame eso. ¿Cuántas patatas has traído? A ver… Ay, menos mal. Porque se queda a comer, ¿sabes? Y fíjate, acaba de llegar a Madrí.
—Carmina —dijo Cirilo—, si no te tranquilizas, te meto en la olla con las albóndigas. Seguro que no le has dejado hablar. Cuando te pones nerviosa, te pareces a Castelar en el parlamento, pero solo en la verborrea. Ni me dejas pasar a verle, ahí en medio del pasillo, y ni siquiera me has dicho si es Javier o Israel.
—Anda, ¿quién va a ser? Israel.
—Sí, claro, no podía ser Javier porque no está, ¿no? Déjame, anda, déjame pasar —Cirilo pasó como pudo a la cocina con una sonrisa en la cara—. Hola, hijo. ¿Cómo estás?
—Bien, padre, muy bien —se estrecharon las manos y se dieron medio abrazo con el otro brazo—. ¿Y usté?
—Como siempre. ¿Y qué tal por esos mundos de Dios?
—¿Ahora cree en Él?
—No, no. Es una forma de hablar, ya sabes.
—Ya me extrañaba. Por Londres andan reconstruyendo, después de los bombardeos de los Zeppelines, se ha quedado deshecha. Es impresionante.
—¿Queréis un aperitivo? Tenía yo por aquí… —interrumpió Carmina más calmada.
—Carmina, calla y escucha a tu hijo, por favor.
—Vale, vale. Ya no abro la boca. ¡Cómo te pones, por Dios! Yo sólo quería ser hospitalaria con tu hijo, que le veo muy delgado.
—Bueno, pues como sigas hablando y no dejes a Israel contarnos cosas, me lo llevo a mi estudio. Decías, Israel.
—Que aquello está en ruinas. Mister Lloyd y los británicos tienen mucho trabajo que hacer.
—¿Y para qué necesitan bancarios? Mejor albañiles y arquitectos, como tu hermano, ¿no?
De wikipedia.org |
—Vente, Israel, ayúdame, anda.
—Pero no te lo lleves, quiero que me cuente cosas. ¿Alguna señorita?
—No, madre, de momento no tengo tiempo para esas cosas.
—Ay, hijo, qué dessaborío, como dicen los andaluces.
—Anda, Carmina, déjale en paz con esas cosas. Él sabrá lo que hace o no hace.
—O sea, que tú sí le puedes preguntar, pero yo no, ¿eh?
Ambos salieron de la cocina y el padre, en el recibidor, agarró al hijo del hombro.
—Me alegro que hayas venido, Israel. Tu madre os echa mucho de menos. Bueno, y yo también —. Cirilo, antes de liberar a Israel del abrazo, le apretó cariñosamente.
—Ya lo he notado, sobre todo a madre. Pero, eso sí, sigue tan alegre como siempre.
—Sí, ya le puede caer encima todo lo que cayó sobre Londres, que a ella no le afecta.
[Continuará]
(1)
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Quintana. Avande de la 23ª edición del DRAE: «[...]. 2. f. Ast. Espacio situado delante de una casa o de varias [...]».
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El muerto al hoyo y el vivo al bollo. La primera referencia escrita que he encontrado es de 1549: «[...]. El muerto a la fossada y el bivo a la hogaza [...]», Pedro Vallés, Libro de Refranes Copilado por el ordé del ABC, 1549. Otro antecedente de este refrán lo encontramos ya, cómo no, en nuestro Don Quijote : «[...]. no hay qué hacer sino retirarnos con gentil compás de pies, váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza [...]». Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha I, 1615, cap. XIX, pág. 173, edición del IV centenario, RAE, Santillana Ediciones Generales, 2004. Y un poquito más tarde Gonzalo Correas (1627), en su Tesoro de la lengua: «[...]. Al vivo la hogaza, y al muerto la mortaja [...]», edición de Louis Combet, Castalia, 2000, lo recoge en su pag. 283, refrán E880. Así que si no sabemos su origen, que se adivina popular, al menos sabemos que, como mínimo, es del siglo XVI y aún está en uso.
También tiene delito ser analfabeta por ser coja... pero eso pasaba... La Susana parece que tiene buenas miras de futuro, estupendo!! Y la Carmina, cada vez más entrañable. Gracias por otro capítulo entretenido. Abrazos
ResponderEliminarEs curioso lo que ocurre con Carmina. Yo extraigo de una persona una característica que me, digamos, molesta un poco, la magnifico y la escribo. Y, hete aquí, que me encuentro comentarios como el tuyo. No me digas que no te da que pensar, porque a mi sí, jaja. Un abrazo, JC.
EliminarBuenos días: muy bien por Susana. Me gusta la gente con las ideas claras pero también con decisión, que las ideas sólo no funcionan.
ResponderEliminarBonita alegría para Carmina y Cirilo. Eso no es pago.
Vamos a ver si Antón pronto da con resultados. Hasta el lunes y a disfrutar de éste.
Y del martes y del miércoles... Jaja, es una broma tonta. Muchas gracias Varinia. Un saludo. JC
ResponderEliminarJajaja, me ha hecho mucha gracia cómo contesta la Reme a Susana ("¿Aónde vamos a ir las tres juntas, al teatro?").
ResponderEliminarY que no falten las uvas con queso que saben a beso.
Cq
Es imposible alejarte de mi cabeza, y muchos más grato, por supuesto, que estés en ella. Y hacer gracia es difícil, ¿eh? Gracias. Cq.
ResponderEliminarOtro capitulo bastante entretenido, con tus pinceladas de esos entrañables personajes. Hoy me ha deleitado para antes de irme a dormir en vez de con el desayuno pero igualmente me voy con un buen sabor de boca.
ResponderEliminarSaludos y feliz semana.
Menos mal que no es un relato de terror, jaja. Gracias, Chary, un saludo, JC.
ResponderEliminarImagino la sensación de vacío que siente Venancio, espero que su cambio de vida sea para bien, de momento se levantó con una grata noticia, su Perla!
ResponderEliminarAntón nos está haciendo sufrir con tanta intriga...
Que buena idea ha tenido Susana, buena influencia para las chicas!
Carmina y su personalidad... =) Qué graciosa, al pobre Israel no lo dejaba "meter ficha" jejeje.
Besitos!
Si el texto te trasmite todas esas sensaciones que cuentas, Amanda, es que, a aparte de ser una persona sensible, eres una gran lectora. Muchas gracias. Un beso, JC.
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