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Entre puntada y puntada
(XLI)
Don Mauro mantenía la relación normal de vecindad con la pareja del segundo izquierda. Al vivir él en el principal, tenía menos roce con el resto de vecinos, pues el tramo de escalera, lugar de encuentro, que debía transitar era mucho más corto. Por lo demás, les tenía por gente de bien y educada. De nuevo fue el comandante Beltrán, quien le puso tras la pista de Cirilo. Tras sus muchas consultas, unas telefónicas, y otras a través de billetes que entregaba y recibía Balín, encantado de correr aun con traje, fue de nuevo su amigo militar quien acertó con lo que don Mauro buscaba para Anselmo.
—Tienes a uno de los mejores contables viviendo encima de ti.
—¿Cómo que encima de mí? No te entiendo, Beltrán —al otro lado de la línea se oyeron unas risas.
—Claro, encima de ti vive uno de los mejores contables de Madrid. Una eminencia, Don Cirilo Garcipérez. Y, además, también se ha dedicado a la enseñanza de la contabilidad. Un hombre sencillo y honesto, aunque un poco raro. Aquí, en la Comandancia ha dado unas conferencias que a un servidor le encargaron organizar. Por eso le conozco tan bien, tuve que investigarlo, ya sabes. Los oficiales y suboficiales de Intendencia quedaron muy contentos.
—¿No me digas?
—Hombre, Mauro, si quieres me callo.
—No sé cómo eres militar con ese sentido del humor. No se puede hablar contigo en serio de nada.
—Por cierto, ¿cómo van esos amoríos?
—Dicho así, suena muy mal.
—Igual que lo del humor y la milicia.
—Vale, perdone usté, mi comandante.
—Así me gusta, que respetes el escalafón. Venga, te dejo, Mauro, que tengo la mesa llena de expedientes.
—¿Ah, pero trabajáis ahí?
—Vete al carajo, pero mejor trabajar en eso que en nuestra especialidad, ¿no?
—En eso llevas razón. Gracias y un abrazo.
—Nos vemos.
Recordando la conversación con Beltrán, don Mauro preguntó a Servanda sobre los vecinos en cuestión, y ésta le puso al corriente de las costumbres diarias de la pareja. Tender en un patio de luces obliga a compartir algo más que unas cuerdas para colgar la ropa.
—Sí, al menos eso dice ella, que es con quien más hablo. A él le veo alguna que otra vez en la escalera, cuando sale sobre las diez y media a la compra.
—¿Él hace la compra? —se extrañó don Mauro.
—Sí, todos los días, creo. En eso es muy raro, siempre es él quien la hace, sobre las diez y media. Aunque espero que en un futuro no parezca tan raro.
—¿O sea que usté piensa que es un adelantado a su tiempo(1)
?
—Más o menos, pero mu educao, eh. Bueno, los dos. Tos los días al mercao, y el domingo también baja a por el pan. Deso no presume la señora Carmina, es que es cuando me le encuentro yo por la escalera, cuando voy a misa de once. Ya le digo, deso no alardea, pero de la joya que tié en casa y de las otras dos, sus hijos, que andan de viaje to el santo día, lo hace continuamente. Que si mi Cirilo ha arreglao esto, que si mi Cirilo me ha dibujao aquello. Se la ve muy orgullosa de sus tres hombres, como ella dice.
Pero no podrían salir a la hora consensuada. Las hebras del hilo que usaba Carmina no eran como las de Mari-moco(2)
, las suyas tenían fin, y las bobinas de donde salían también. Y, además, estas últimas no avisaban. Cuando llegó a la “i” de África, la bordadora se dio cuenta de que no iba a tener suficiente hilo para llegar a la “a” minúscula. Dejó los bártulos encima del otro sillón, prendió la aguja en su acerico preferido y metió el dedal en el costurero. Y con un “¡vaya por Dios!” salió hacia el pequeño estudio del pintor.
Y así, tocado con el gran caldero de hojalata, de forma que parecía que una persona caía de pies al suelo desde un barreño suspendido en el aire, Cirilo emprendió la vuelta a la calle Españoleto. Cuando la señora Casta le reconoció debajo del barreño, salió del chiscón a ayudarle. Juntos lo posaron en el suelo y después de que el vecino descansara, subieron entre los dos aquel trasto al segundo piso. Según subían, la portera comentó que Cirilo iba a comer morros.
—Más o menos, pero mu educao, eh. Bueno, los dos. Tos los días al mercao, y el domingo también baja a por el pan. Deso no presume la señora Carmina, es que es cuando me le encuentro yo por la escalera, cuando voy a misa de once. Ya le digo, deso no alardea, pero de la joya que tié en casa y de las otras dos, sus hijos, que andan de viaje to el santo día, lo hace continuamente. Que si mi Cirilo ha arreglao esto, que si mi Cirilo me ha dibujao aquello. Se la ve muy orgullosa de sus tres hombres, como ella dice.
—Muchas gracias, Servanda. Ya me hago una idea.
—De na, señor. A mandar. Voy a seguir lavando ropa.
—Pues yo voy a aprovechar para jugar un rato con Juanín.
A las once, don Mauro dejó al niño y al tren de madera con el que jugaba en la cocina, y anunció a Servanda que subía a ver al señor Cirilo. Antes de salir se arregló la indumentaria, se peinó y subió las escaleras.
—Buenos días, doña Carmina.
—Uy, qué agradable sorpresa. Buenos días, don Mauro. Sea usté bienvenido a ésta su casa.
—Gracias, es usté muy amable.
—Pero, pase, pase, no se quede usted en el descansillo.
—Gracias de nuevo —agradeció el vecino al entrar en el pequeño recibidor.
—¿Qué desea?
—La verdad es que vengo a ver a su marido, si tiene a bien recibirme, claro. Quiero hablarle de un asunto en el que estoy interesado personalmente. Tiene que ver con el carácter pedagógico de su actividad.
—¿Ah, le gusta a usté la pintura?
—No, no me he explicado bien, perdone. A su anterior profesión, con la que se ganaba la vida.
—Acabáramos, con la dichosa contabilidad. Su pasión, aparte de la pintura y yo. Y en ese orden, no se crea —se explicó una sonriente Carmina.
—Permítame dudarlo, y más teniendo el privilegio de estar ante toda una dama —. Si don Mauro hubiera sabido lo que sus palabras habían afectado a su vecina, se hubiera planteado subir todas las mañanas a saludarla.
—Uy, se me van a subir los colores. En otras circunstancias pensaría que está usté de cortejo conmigo.
—Nada más lejos de mi intención, señora. Pero toda la belleza debe ser admirada y admitida.
—¡Madre mía! Usté exagera. Pero, pase a la salita, por favor. Tome asiento, si lo desea, donde le guste. Cirilo debe estar a punto de llegar. Hoy se ha retrasado un poco —dijo Carmina al mirar el reloj de pared—. Suele volver del mercado a las diez y media. ¿Le apetece un café u otra cosa, don Mauro?
—No, muchas gracias, doña Carmina.
—Carmina, por favor.
—Entonces, Mauro a secas.
—De acuerdo.
—No es por hacerle un feo, es que acabo de desayunar con mi hijo. Hoy he hecho un poco de pereza y me he tomado en serio eso de ser padre. Y he estado jugando con él un ratito.
—Uy, qué hombre más completo. Si una fuera más joven no se me escaparía usté —río Carmina.
—Ahora soy yo el que se sonroja con sus palabras, Carmina.
—No van a ser ustedes sólo los que echan piropos. Y, hablando de hijos, nosotros tenemos dos, ambos varones y ya criados, claro. Uno está en Londres, el menor, y trabaja en banca. Y el mayor es arquitecto. Trabaja con don Antonio Palacios, y viaja mucho. Los dos están muy considerados en su… Ay, mire, ahí esta Cirilo —. Carmina se levantó del silloncito y corrió hacia el recibidor—. ¡Cirilo, Cirilo, mira quien ha venido a verte!
—Ay, Carmina, qué manía tienes de anunciarme las visitas como si fueran un acertijo. Déjame soltar la compra en la cocina y ahora estoy con vosotros.
—Parece antipático —dijo al volver a la salita Carmina—, pero sólo es conmigo, no se preocupe.
—Lo entendería, porque al fin y al cabo estoy invadiendo su intimidad.
—Uy, no. A mí no me importunan las visitas —Carmina bajó la voz—. Pero al él sí, no se crea. Es muy raro, se lo digo yo que le conozco bien. Pero muy raro. Aunque es una bella persona. No tiene nada suyo.
—Buenos días, caballero.
—Déjese de dones, esos son los que se suponen que da ese Dios que muchos defienden y que, por desgracia, tantas muertes ha causado y causará. Y no me entienda mal, es su defensa, no el propio Dios, el origen de tanta barbarie, por unos y por otros.
—Bueno, yo os dejo solos, voy con mi labor, que ya me está llamando.
—Adiós, doña Carmina —volvió a los dones Don Mauro.
—¿Desde cuándo eres doña, Carmina? —preguntó con sorna Cirilo. La contestación de su mujer fue un esguince en el que él leyó un “y a ti qué te importa” según salía de la sala—. ¿Bien, tome asiento, a qué debo su visita, Mauro?
—Verá, si no estoy mal informado, usted fue contable en una fábrica de curtidos.
—Entre otras, esa fue una de mis ocupaciones, sí. Otras fueron pedagógicas.
—Enseñaba contabilidad, ¿verdá?
—Es lo que conozco mejor, o conocía. ¿Qué otra cosa podría enseñar? La pintura vino después, con el ocio.
—Me han hablado de esa faceta.
—Espero no merecer ese honor por mis errores.
—No, muy al contrario, verá —Don Mauro puso al corriente a su vecino de la situación de Venancio, sin mencionar a su amigo Beltrán.
—Si no exagera usté, esos chicos han pasado lo suyo. Esperemos que el futuro les aleje de esos acontecimientos. Ningún crío se merece lo que ellos han vivido.
—Por eso, mi deseo es que se formen. El pequeño ya va por buen camino, como le he contado. Es al mayor al que ahora hay que echar una mano. Y según él mismo, le agradan mucho los números y yo voy a necesitar en breve un ayudante de contabilidad, otras manos en el área administrativa de la fábrica. Además, de alguna forma llevaba las cuentas de un pequeño puesto de frutas y verduras en el mercado de Olavide.
—Qué curioso, lo mismo le conozco. Es donde yo voy a veces a comprar.
—Venancio es un muchachote alto y fuerte y Joselillo es un tirillas, moreno y siempre despeinado.
—Sí, creo que me suenan de vista, sí. Se ponen delante de un carro con una borrica.
—Sí, en efecto. Bien, como le decía, estoy en un momento de vida muy importante. Tengo pensado contraer matrimonio y no quiero que me pase como con mi primera mujer. Quiero disfrutar de la vida con mi nueva esposa y con mi hijo.
—Le entiendo perfectamente. ¿Y quién es la afortunada?
—La conoce usté perfectamente.
—¿Ah, sí?
—Sí, es Gertrudis, la modistilla que vive con la Señora Casta, nuestra portera.
—Muy buen ojo, caballero. Si por dentro es la mitad de bonita que por fuera, su acierto será completo, Mauro.
—Lo es, pero en su totalidad.
—¡Ah, sí, espere! No hace mucho subió esa muchacha con productos de la huerta y dijo algo así como que se las había dado un tal Venancio. Ahora caigo.
—No me extraña, Venancio es el novio de la hija de la señora Casta a su vez.
—Vaya folletín me está usté contando, amigo.
—Es la verdad, las vidas se enredan sin que nadie sepa porqué. El futuro no lo conoce nadie.
—Sí, cuando yo cumplí los cincuenta, cerré una etapa de trabajo y esfuerzo, hice cálculos y me dediqué a mí mismo. Bien, es verdad que ello me obliga a ser más prudente con los gastos, pero… Dejémoslo, no quiero contarle mis penas. No ha venido usté a eso. Si no he entendido mal, quisiera usté que ese chico, ¿cómo se llama?
—Venancio.
—Sí, que Venancio aprendiera el arte contable. Y ha pensado en mí.
—Efectivamente.
—¿Por proximidad?
—No, por referencias.
—¿Y qué le hace pensar que yo estaría dispuesto?
—Las referencias también, en este caso de otra persona distinta a quien me dio las primeras. Dice que usté es una buena persona. Un tanto raro, como también opina su mujer.
—Veo que no nos engañamos.
—Sería una pérdida de tiempo.
—En efecto, y respecto a lo segundo, muchas veces llamamos raro a lo que no entendemos.
—En efecto. Y veo que después de lo hablado anteriormente no le vendrían mal unas pesetas sin mucho esfuerzo. Y no lo digo por desmerecer, sino porque creo que el posible alumno tiene buenas aptitudes y actitudes.
—Buen intento, pero a mí nunca me ha movido el dinero.
—Eso, ya lo había intuido, pero había que intentarlo.
—Vamos a hacer una cosa, Mauro. Déjeme conocer al muchacho y luego hablamos.
—Me parece muy acertado. Estoy seguro de que Venancio le convencerá.
—Mucho confía en él.
—Sí, pero más confía él en mí, se lo aseguro.
—¡Doña Carmina! —llamó Cirilo asomado al recibidor.
—¡Ya voy…! ¿Qué quieres, tonto?
—Que Mauro se va —anunció con una sonrisa en la boca Cirilo.
—Sí, señora, mis asuntos en la fábrica me reclaman. Hoy todavía no he aparecido por allí, y Antón no está. Si supieran a quién tengo al frente me tacharían de imprudente —sonrió don Mauro.
—Pues nada, me alegro de que nos haya visitado. Espero que no sea la última vez. Y si le apetece, la siguiente no venga solo —sonrió a su vez Carmina que dejó el comentario colgando para seguir—. Súbase a su hijo, tanto a mi marido como a mí nos encantan los críos, sobre todo a él —. Aunque los tres supieron a qué se refería Carmina que no ocultaba que había seguido la conversación desde la salita. Don Mauro estrechó la mano que le tendió Cirilo, le deseó buenos días y Carmina le acompañó al recibidor.
—Lo dicho, vuelva usté cuando quiera, caballero.
—No sería extraño que lo hiciese, son ustedes muy amables, y quedo a sus pies, señora —dijo don Mauro antes de besar la mano de su anfitriona—. Ah, y no pierda esa preciosa sonrisa.
—No pensaba. Adiós, adiós, don Mauro.
—Hay que ver qué hombre —Carmina volvió como loca al salón—, qué caballero. Podrías aprender de él.
—Él no vive contigo, no se te olvide. Pero sí, parece un hombre cabal que quiere hacer el bien. A mi también me gusta.
—¿Sabes qué me ha dicho al irse? —sin esperar Carmina se contestó sola—. Que tengo una sonrisa preciosa.
—No, Carmina. Lo he oído, ha dicho que no la pierdas.
—Pero, para poder perderla la tengo que tener ¿no?
—Efectivamente, la tienes. Pero él ha dicho lo que ha dicho.
—Sigues tan puntilloso como siempre, aunque algo se te ha pegado de él. Ese hombre tiene que venir más a esta casa.
—Para alegría de tus oídos.
—Y para que tú aprendas de un caballero.
—Yo nunca seré un caballero, Carmina, desengáñate. Por mucho que me acerque a Mauro. A propósito de venir a casa, a partir de mañana espero a un isidro. Bueno, si has oído la conversación, qué te voy a contar. Pero si no estoy, le haces esperar, nunca salgo por mucho rato, ya lo sabes. Y espero que le trates como al vecino. Es su recomendado, aunque creo que no va a ser tan delicado, ni se va a poner a tus pies, tiene otros problemas en qué pensar.
—Hablando de otra cosa, tenemos que salir a comprar el barreño grande, ya te dije que el estañador que subió el otro día me dijo que el nuestro ya no tenía solución, que mejor lo tiráramos y compráramos otro. De hecho se lo llevó.
—Pues yo no lo veía tan mal como para no arreglarlo y regalarlo, pero bueno. ¿Te dio algo por él?
—Si le dije yo que se lo llevara, hombre. Íbamos a estar aquí con ese trasto y con el otro nuevo. Que te lo has creído tú. Vamos, hay que gastar con alegría.
—Sí, como si no hubiera mañana, ni vejez, ni enfermedades, ni…
—Eh, pare usté. Que por ahorrarte unos céntimos para la vejez y la retahíla de desgracias que nos van a caer con la edá, eres capaz de cualquier cosa.
—Vale, mejor, dejémoslo. Pero podíamos ir ya, ¿no? Así no tengo que desvestirme y volver a vestirme. Y tú estás arreglada. Estos cuellos de camisa me matan. Y hoy la pierna me duele más que de costumbre, así que cuanto antes salgamos mejor.
—¿Qué hora es?
—A ver… Las once y cuarto.
—Mira, déjame acabar este nombre que tengo empezado y salimos. ¿Vale?
—Y eso en minutos, ¿cuánto será, Carmina?
—Más o menos una hora.
—Entonces me da tiempo a acabar a mí una cosa que tuve que dejar ayer por falta de luz. Pero si me meto con ello, no puedo dejarlo a medias, que por eso paré ayer. Si no la pintura…
—Pues anda, quítate el cuello ese y la chaqueta y ve, anda. No estés ahí como un pasmarote mirando cómo bordo. A lo tuyo, venga. Y yo a lo mío.
—A las doce y cuarto salimos.
—Sí, hijo, qué pesado. A las doce y media, digo a y cuarto. A veces, pareces un niño.
—¡Qué más quisiera yo! Pero ya he perdido la inocencia y no sé dónde.
—Anda, anda, no pienses tanto, que pensar aburre. Y sonríe más a la vida sin hacerte preguntas de esas.
Foto propia |
—Cirilo, perdona.
—Dime.
—Ay, no me hables con el pincel en la boca. Me da mucho asquito.
—A ver —Cirilo dejó de pintar y con la mano que sujetaba el pincel en uso, cogió el de la boca—. Como no te apures no vamos a poder salir a las doce y cuarto. ¿Qué te pasa ahora?
—A mi nada, pero al hilo sí.
—¿Al hilo?
—Sí, hombre, al hilo. ¿No sabes lo que es un hilo? Pues que le ha dado por acabarse a medio África.
—¿Y la otra mitad de África no?
—Déjate de bromas.
—Pero no dices que sonría a la vida, pues ríete tú de tu grave desgracia —ironizó Cirilo—, y déjame a mí hacer bromas en vez de pensar para aburrirme.
—Bueno, que no puedo seguir con la labor para mi amiga que se va a pasar por aquí antes de comer.
—Bueno, pues cuando salgamos a por el barreño compramos tu hilo y asunto arreglado. Sólo queda… —Cirilo soltó la paleta y consultó su reloj—. Media hora o así.
—No, Cirilo, no puedo perder media hora o así.
—Pues entonces, vete a comprarlo tú. No creo que tardes media hora en ir y volver de la mercería.
—No, porque cuando vuelva no puedo ponerme a bordar para diez minutos, y para luego salir otra vez. Y no voy a salir dos veces, y, además, no me daría tiempo a acabar. A saber lo que nos vamos a entretener con lo del barreño. Salvo que hoy no comamos, claro —. Carmina sabía perfectamente que el talón de Aquiles su marido lo tenía en el estómago.
—Vamos a ver, Carmina —dijo Cirilo con toda la razón y la paciencia que pudo acumular—. Te he preguntado antes que si salíamos ya para no tener que desvestirme y no perder tiempo. Me has dicho que no. Me he quedado incómodo con la ropa de calle a riesgo de mancharla de pintura. Y te he comentado que si me ponía a hacer esto no podría parar.
—¿Y qué quieres que le haga yo? El hilo ha dicho hasta aquí llego y yo no lo puedo rebatir. Ya me gustaría a mí poder estirarlo. Y además, el hilo rojo no lo puedo pintar. Si no tengo, pues no tengo, tendré que comprarlo, vamos, digo yo.
—Pero yo sí puedo pintarlo. Así que, tráeme hilo blanco. ¿O también se ha dado de baja del costurero, porque parece que tus hilos vivan su vida al margen de los mortales.
—No digas más tonterías, Cirilo. Vamos. Cuanto antes salgamos, antes volvemos. Si no, no me va a dar tiempo.
—No puedo, Carmina, lo siento, como mucho, puedo acabar en un cuarto de hora.
—No, yo no puedo esperar, Cirilo.
—Pues, ¿a ver qué coño hacemos? —preguntó enfadado Cirilo.
—Ay, no digas palabrotas, hombre, que no estás hablando con los del mercao.
—Los del mercao no me ponen en ningún brete.
—Bueno, venga, deja los pinceles y vamos. Con esta charla que te has inventado ya te has desconcentrado, como dices tú, y no hacemos más que perder el tiempo los dos.
—No, mira, yo no me he inventado esta filípica. Pero vete tú a la mercería, que ya iré yo solo a comprar el dichoso barreño que hemos regalado a un desconocido.
—Sí, hombre. ¿Y cómo lo vas a traer tú solo?
—Aunque sea rodando. Yo que sé… Ya lo solucionaré. Puedo tirar de un soguilla o un mozo de cuerdas. Pero no me entretengas más, la pintura me va a jugar una mala pasada, ya he encontrado la mezcla perfecta.
—Muy bien —dijo Carmina muy digna—, pues si quieres pensar sólo en tu cuadro, allá tú. Ya me gustaría verte por un agujero cómo te las apañas con el barreño, porque no creo que te gastes nada en un soguilla, que para eso están. Pues no miras tú el céntimo...
—Pues si tienes tanto interés —dijo Cirilo que ya pintaba y sostenía en la boca otra vez el pincel—, vente conmigo.
—Eres imposible. Y ya veo lo que te importan mis ascos. Ahí te quedas, que no piensas más que en ti.
Carmina salió del estudio, y después de coger su monedero, se fue a la calle, a comprar la bobina de hilo rojo. Y volvió a sumergirse en su mundo hasta la hora de preparar la comida. Había acabado con África. Bueno, y con quien se hubiera puesto en medio, claro. Satisfecha de su trabajo que admiró desde diferentes ángulos. Primero de lejos, luego torciendo el cuello hacia la derecha y después a la izquierda. Cuando se hartó de mirar su labor, fue a enseñárselo a su marido, como siempre hacía. Sus enfados eran como la gaseosa, perdían enseguida su fuerza. Además, Cirilo era su mejor crítico y ella lo sabía, aunque le discutiera sus peros, porque él no se andaba con paños calientes. Si él decía que no estaba algo bien, aunque ella siempre protestaba por su carácter negativo, sabía que tenía razón. Cuando llegó al estudio, éste estaba vacío. Recordó que le parecía haber oído la puerta, pero estaba tan ensimismada que no reaccionó. “Vamos, que no me ha dicho ni adiós. Pues peor para él”, pensó Carmina y después de dejar su "África" en el respaldo del sillón, se fue hacia la cocina, su sala de tortura.
Cirilo, por su parte, algo nervioso al principio siguió con su creación de brillos sobre la tela y consiguió rematar lo que se había propuesto. Se deleitó unos segundos al observar su pintura y se felicitó. Se limpió las manos, se quitó el guardapolvo, y se avió los puños de la camisa y las mangas. Más tranquilo y satisfecho, volvió al mundo real, al día a día y se acordó del barreño y todo lo que había traído el tema. Enfadado, Cirilo no tenía enfados como la gaseosa, sino como las manchas de vino tinto, se quedaban sabe Dios cuánto. Se puso la chaqueta y el sombrero, y salió a la calle sin bastón. “Sólo va estorbar, como…”. Se censuró por pensar así de Carmina y bajó las escaleras sin acordarse después de haberlo hecho. “Olvídate ya del asunto y vamos a la hojalatería, Cirilo”.
—¿Y cómo lo quiere?
—Grande. Mire, como esos que tiene usté ahí, ¿los ve?
—Pa no verlos. Pero esos son de hojalata, no de zinc.
—¿Y qué diferencia hay?
—El precio, el peso y la duración.
—¿Cuál pesa menos?
—El de hojalata, claro.
—¿Y cuál es más barato?
—También el de hojalata.
—Pues, entonces está claro.
—Pero duran menos.
—Deje, de que dure me encargo yo. Soy muy cuidadoso. Me llevo uno de esos.
—Está bien, como quiera, usté manda.
Cirilo salió a la calle acompañado por el hortera del comercio, que le echó una mano para sortear la puerta con la compra a cuestas y, cada uno, asido a un asa. Antes de despedirse el cliente explicó algo al dependiente.
—Mire, yo asgo de aquí, usté ase de aquí, volteamos y lo subimos sobre mi cabeza, para que yo pueda meterla un poco y sujetarlo por las asas.
—Mu bien, cuando usté diga.
—¡Arriba!
De creaclic.ch |
—¿Lo ha olido por el patio?
—No, no, pero me lo imagino.
—¿Por qué? —. Cirilo no supo interpretar la doble intención.
—Por la hojalata.
Cirilo quedó extrañado de la contestación de la portera, pero como ya había abierto la puerta y dejado el barreño en la entradita, se despidió de la señora Casta que se fue con una sonrisa en la boca, no sin recibir antes las gracias del vecino. “Por la hojalata…”, pensó Cirilo a la vez que gritaba “Ya estoy en casa”.
—Échame una mano, que lo mismo estropeo la pintura de la paré si lo llevo yo solo —. Cuando Carmina apareció en el oscuro recibidor no pasó más que agarró de un asa y mientras lo llevaban a la cocina comentó lo poco que pesaba el barreño—. Por eso lo he elegido, bueno, y porque los otros, más pesados, costaban el doble. Cuando Carmina lo vio a la luz en la cocina, Cirilo no pudo por menos que entender y dar la razón a la portera, tan sólo con oír las primeras palabras de su mujer.
—Pero, Cirilo, si has comprado uno de hoja de lata. Esto no lo quieren ni los traperos, hombre. Si es que no puedes ir solo a ningún sitio. ¿No sabes que la hojalata se oxida con mirarla? Y no la des un golpe... No dura nada, y además corta. Yo ahí no meto los pies. Así que, ya lo estás cogiendo y te lo llevas a cambiar por uno de zinc.
—Pero…
—Ni pero, ni pera. Yo no quiero un trasto inútil y peligroso en casa. Y con lo que abulta, ¡Virgen Santa! Venga, si te das prisita llegas antes de que cierren. Vamos, que te ayudo, coge de ahí.
Cuando la señora Casta vio a la pareja en el portal y tras la ayuda de la mujer, salir al barreño andante se sonrió y un “¡hombres!” salió de su boca. Ese mismo comentario le haría Carmina, seguido de un “buenos días, señora Casta”, antes de comenzar a subir las escaleras. Al final de la mañana, Cirilo regresó a su casa acompañado del hortera del almacén de metales y chatarra, quien le cogió de buena gana la propina y las gracias, que le dio un Cirilo sudado y cansado, y que el muchacho se había ganado no sólo por la ayuda en el transporte. Entró calentito en casa, porque, aparte de los portes, tuvo que pagar la diferencia de precio entre la hojalata y el zinc, amén de un suplemento que el dueño de la chatarrería se empeñó en cobrarle. Primero porque él no sabía si el caballero había comprado allí el barreño que devolvía. Aclarado por el dependiente este punto, el hojalatero cambió de pretexto pero no de idea, ya que justificó el suplemento porque todo cambio implicaba un trabajo, y nadie podía asegurar que el barreño devuelto era el vendido. A saber… Y le hago un favor.
—¿No ha visto usté el cartel de la entrá o egque el señor marqués no sabe leer?
Cirilo al salir leyó el anuncio citado, clavado a la pared y en letras de molde, aunque no todas: “NO SaZMITEN CaMVIOS POR IJIENE”. “¿Higiene?, pero si aquí hay más mierda que en el jergón de una casa de dormir“, pensó.
———— o O o ————
Después de organizarse, las tres modistillas se pusieron manos a la obra con los trabajos pendientes. Habían perdido un par de días de labor y había que recuperarlos, así que decidieron emplear parte de las mañanas también. Trabajaron juntas y en cadena bajo la supervisión de Susana, acabaron esa mañana dos encargos, y aún les dio tiempo a llevarlos. Susana volvió muy contenta porque ambos clientes le habían abonado los honorarios que coincidían con lo apuntado por doña Consuelo.
—Nuestros primeros ingresos, chicas. Diez pesetas. ¿Qué os parece? —entró en casa de su tía una Susana alborotada.
—¡Madre mía! ¡Diez pesetas!
—Lo que oyes, Gertrudis. Y lo que ves, mira.
—¿Y qué vamos a hacer con ellas? Son de doña Consuelo.
—Deso na —contestó la Reme.
—Reme tiene razón, son nuestras. Nosotras hemos hecho el trabajo. Y, además, ¿cómo narices le vas a dar a un muerto dinero si no lo necesita para nada? Y lo que vamos a hacer es guardarlas. Luego los sábados por la mañana haremos cuentas y dividiremos por tres las ganancias y nos las repartiremos.
—¿Las ganancias? —preguntó Gertru.
—Claro, no todo lo que cobramos son ganancias. Hay que guardar dineros para comprar lo que necesitemos, hilos, telas, agujas, alfileres. Ese tipo de cosas que necesitamos. Otra cosa, si os parece bien, mañana haré una ronda, como mi tío, pero yo para intentar cobrar a los morosos.
—Anda, ¿y quiénes son los mocosos esos? —preguntó Reme.
—Los mocosos tienen mocos, los morosos tienen la cara dura y no pagan, ¿entiendes Reme?
—Sí, pero yo a esos les llamo caraduras.
—Eso sí que son dineros de doña Consuelo, quen paz descanse.
—Sí, Gertrudis, que en paz descanse porque está muerta. Y como esta tarde he aprendido que la pena también ablanda los bolsillos y los abre, pues voy a presentarme ante esos caraduras como una pobrecita muchacha que ha perdido a su protectora.
—Mentiras no valen, eh, Susana.
—Pero bueno, Gertrudis —protestó con paciencia la aludida—. Yo no voy a mentir, pero tampoco voy a desmentir.
—¿Y qués desmentir?
—Desmentir, Reme, es no negar lo que el otro afirma o se cree.
—Ah, yo creía quera decir la verdá, como descoser es lo contrario de coser.
—No, en este caso no es lo contrario. Por ejemplo, si alguien me da el pésame por la muerte de mi tía Consuelo, yo no le digo que no era su sobrina.
—Pues como sentere la señora Julia, se va enfadar.
—Ca, mujer, se va a enfadar, se va a efandar...
—Uy, que no. Las muertes le dan muchaprensión.
—Pero sabe que no se refieren a ella. Ella está vivita y coleando. Bueno, ¿habéis acabado vosotras algo más?
—No, las sábanas esas nos van a dar mucho trabajo y lo cay que zurcir también.
—Hay que ver cómo son los ricos. Cuidan lo que se ve y lo que no se ve…
—Mujer, esas sábanas no se puén tirar, yo las zurciría también.
—Si tuvieras el dinero que tienen ellos, yo me las compraba nuevas. La caridad bien entendida empieza por uno mismo(3)
. Pero bueno, otra cosa que les he dicho a las clientes y que pienso decirles a todas es que nos hemos trasladado aquí por cuestiones de herencias.
—Eso sí ques mentir.
—Ay, Gertrudis, mira que te gusta y te preocupa la verdá —regañó con cariño Susana—. No, no miento. ¿O no es verdad que nadie sabe quién va a heredar los bienes de la muerta?
—Eso es verdá, Gertru. Tié razón la Susana.
—Sí, y por favor, olvidaros un poquito de la verdá y la mentira. Las dos son necesarias para comer. Entre Venancio y vosotras me tenéis la cabeza como un bombo.
—Es quel Venancio es mu conrao.
—Conrado es mi padre. Venancio en todo caso será honrao, Reme.
—Eso, ques mu honrao.
—Sí, demasiado para mi gusto. Pero, por lo menos, Gertrudis tuvo su radio. Otra cosa, antes de subir he hablado con mi tía. Y claro, le he dicho la verdá —Susana enfatizó la última palabra—, que venía de cobrar y me ha sacado cuánto. Los ojos le han hecho chiribitas, aunque no le he aclarado que las cinco pesetas eran de cada cliente, no de los dos juntos. Si le digo que en un día hemos cobrado diez pesetas y todavía quedan deudas que cobrar, manda a mi tío porra en mano. Y claro, también me ha preguntado que quién iba a pagar la luz que gastemos y el agua que bebamos. En fin, excusas para sacarnos algo. Ya os advertí. Y aunque yo la he insistido en que puede usar gratis la máquina de coser y la radio, me ha contestado que siempre ha estado sin ellas y que no las necesita para vivir, que por eso no las tenía y que, además le estorban aquí.
—No lo puedo negar. Pero veis a lo que conduce ir con la verdá por delante. Si en vez de decirle que he cobrado cinco pesetas le hubiera dicho una o dos, ahora no tendríamos otra socia con la que repartir.
—Pero verdá es también que estamos ocupando su casa.
—Y también que yo soy su sobrina, no te fastidias. Y se hartó de decir a mi madre que le quitaba una boca que alimentar. O que me tomaba a su cargo como si fuera la hija que nunca tuvo. Y a una hija no se le cobra nada, y menos un alquiler.
—Pero ahora vas a comer aquí, y a cenar.
—Sí, sólo me faltaba eso. Sí, casi siempre lo hacía en casa de doña Consuelo, por eso creo yo que mi tía está tan apenada con su muerte.
—Ay, madre, cómo eres, Susana.
—A ver si ahora quieres que seamos unas desas desvergonzás.
—No, pero tampoco quiero que nadie abuse de nosotras tres, una cosa es que seamos mujeres jóvenes y otra que seamos tontas, ¿o no? Pero bueno, dejemos eso. A mi tía la he dicho que iba a hablar con vosotras y que esta noche le contestaba. Y como no quiero intervenir porque somos familia y odio el nepotismo…
—Hala, vaya palobrota, Susana.
—No, Reme, el nepotismo es favoritismo entre familiares. Eso, que no quiero favoritismos, tenéis que ser vosotras las que decidáis sobre ese tema.
—¿Y cuál es el tema? Porque yo con eso del medotismo no menterao mu bien.
—Ay, Reme, a veces no sé donde tienes ni la cabeza ni la lengua, hija —se quejó Susana.
—Pos aquí mesmo—se tocó la cabeza y la boca Reme—, no me las quito pa na.
—A ver, mi tía quiere sacarnos unos cuartos por coser en su casa, pero no se atreve a decírnoslo a la cara. Veis, ella miente para su propio interés. Ese es el tema. ¿La pagamos o no? Y si la pagamos, ¿cuánto?
—Pos yo veo normal que la demos algo, vamos a trabajar en su casa pa ganarnos la vida.
A pesar del comentario de Gertrudis, ni ella ni Reme estaban educadas para tomar decisiones. En cambio, la rebeldía de Susana, forjada también durante una educación machista, superaba la sumisión que debía a sus salvadores y cuidadores, los hombres. Amén de otros sentimientos íntimos, algunos inconfesables en aquella época. Decidir es fácil, cuando va la vida en ello, es más un reflejo, pero convertir ese instinto en algo cotidiano es más difícil para aquel que ha sido machacado para actuar como títere en manos de padres, hermanos, novios, jefes, señoritos a los que servir, señores a los que agradar. Por ello, al final, quien tuvo que decidir fue Susana que, al haber estado en un internado de monjas se había tenido que buscar la vida y defenderse de tanta mentira y tanta agresión religiosa y machista, aunque esto último parezca mentira.
—A ver, ¿qué pensáis dar a mi tía, y que lo veis tan claro? Parece que estáis en deuda con ella por estar aquí.
—Es ques verdá.
—Y dale con la verdá —en esta ocasión Susana se enfadó—. ¿Que cuánto?
—Y yo que sé, Susana. No tengo nidea.
—Anda que yo. Nunca he tenío que pagar a naide par vivir o estar en su casa. En ca doña Virtudes, me pagaban poco, pero me pagaban. Y en ca desta no me quieren coger na por vivir allí.
—Vamos cuna sepa, no te pagaba mucho doña Consuelo —comentó Reme.
—Que en gloria esté —dijo con sorna Susana.
—Y en mi casa, quiba a pagar si salí con pañales. No macuerdo ni de la cara de mis padres.
—Total que le toca a la menda decidir, ¿no?
—Claro. Yo sé coser más que tú y tayudo. Pues tú sabes más destas cosas y nos ayudas.
—Yo sé lo mismo que vosotras.
—Pero eres más dispuesta y has estudiao —le regaló los oídos Gertru.
—Bueno, sea, dejadme pensar un momento…—se convenció enseguida.
Cada modistilla con la labor en su regazo, se fue con la cabeza donde le llevaron sus sentimientos. Reme viajó a Pozuelo de Alarcón, a la casa de Huerta Baja. Gertru se fue más cerca, a la casa de Españoleto, al primero derecha del número cuatro, y Susana, por el contrario, se quedó donde estaba. Al rato argumentó una idea. Así funcionaba la mente de la muchacha que soñaba nombre de niña en su almohada(6)
. Buscaba argumentos para convencer a quien representaba un problema, en vez de buscar soluciones, y de esa forma, las encontraba sin buscarlas.
—Vamos a ver, he pensado que paguemos a mi tía tres pesetas al mes.
—Pos me paece bien.
—Y a mí.
—No, esperar un momento, quiero decir una peseta cada una, que no es lo mismo.
—¿Ah, no? Yo pensaba que sí.
—No, verás, como yo soy su sobrina, no me puede cobrar. Así que sólo la daremos dos.
—Mejor.
—Y no te falta razón.
—Ni mentimos —ironizó Susana
[Continuará]
(1) [Volver] La idea es de Varinia: “27 de julio de 2015, 17:57. «Buen lunes, me gusta mucho el giro que está tomando la historia. El Cirilo, un adelantado a su tiempo. Muy bien [...]»”.
(2) [Volver]
La hebra de Marimoco. «[...]. La hebra de Mari-moco, que cosió siete camisas y aún le sobró un poco. Se les dice a las mujeres que, para coser una pequeñez, enhebran un hilo muy largo). [...]». Refranes y adagios - cantares y jotas - dichos y frases proverbiales, Segunda serie, de José Mª Iribarren, pág. 242.
(3)
[Volver]
La caridad bien entendida empieza por uno mismo. En el Diccionario de Autoridades, tomo I, 1737, pág. 309, edición facsímil, ed. Gredos, 2002, encontramos el origen de este proverbio: «[...]. La charidád bien ordenada empieza por sí mismo. Refr. traducido del Latin, con que se significa ser obligacion ò prudencia no hacer bien à otros con detrimento proprio. Lat. Charitas bene ordinata à semetipso incipit. [...]».
(4) [Volver]
Por el interés te quiero Andrés. Según el CVC este refrán es de fuente oral, aunque también cita que no es de uso frecuente, de lo cual difiero. Por otro lado en el Refranero Latino de Jesús Cantera Ortiz de Urbina, éste menciona que su origen es latino, pero más en cuanto al sentido que en cuanto a la forma, porque «[...]. Diligo te, non pro te; sed pro tua re [...]».” no tiene nada que ver con nuestro Andrés. Como para tantos otros refranes, la gente que formó nuestro idioma, se buscó una rima para hacer más sonoro o más simpático el dicho. En este caso, el tal Andrés sólo es culpable de hacer asonancia con interés.
(5)
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El que tiene vergüenza, ni come ni almuerza. Me ha sido imposible recabar alguna información sobre este refrán, que no parece demasiado antiguo comparado con otros.
(6)
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«[...]. Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman,/contra el niño que escribe/nombre de niño en su almohada/[...]». Federico García Lorca, Oda a Walt Whitman, Poeta en Nueva York, escrito en 1930 y publicado por primera vez en 1940. ed. Espasa, 2005. No puedo resistirme a comentar que es una de mis poesías favoritas, junto a Vencidos de León Felipe. Si quieres leerlas completas pulsa aquí o aquí.
Sin darme cuenta ha pasado media hora desde que empecé la lectura. Disfruto cada frase, cada nota explicativa y hasta he leído la Oda de García Lorca y Vencidos de León Felipe... Todo me ha gustado, y a Varinia le encantará que hayas tomado su idea...
ResponderEliminarA doña Carmina y don Cirilo solo me falta conocerlos en persona...
Hasta la próxima, muchos abrazos.
Si uno deja a un lado su timidez y comparte aquello que le parece íntimo, y viene alguien, tú en este caso, y lo recibe y le gusta, y no tienes motivos para sentir vergüenza por lo que sientes y te gusta. Aunque me parece a mí que moriré tímido, la naturaleza de cada uno es la que es, y si no, que se lo pregunten a la rana y al escorpión de la fábula. Mil gracias, Ligia. JC.
Eliminar¡La primera!
ResponderEliminarMe ha gustado mucho. Me gusta ue hayas decidido hacer los relatos menos "multi-temáticos" y que cada hilo sea más largo.
¡A seguir!
Cq.
Pd. Cirilo no dice "ya estoy en casa", Cirilo silba.
¡Qué jodía!, tú sabes mucho.
EliminarCq.
Coincido con los dos comentarios anteriores.
ResponderEliminarQue he pasado media hora sin darme cuenta, y que me ha gustado mucho el desarrollo en un par de escenas.
En cuanto a Cirilo, ahora dice HOLA, HOLA,....
No he parado de sonreír.
Muchas gracias por deleitarnos cada semana con tus relatos.
No sé qué has pensado para los lunes cuando éstos se acaben...
Pero algo tendrás que hacer.
Besitos.
Es verdad, "hola hola" también es un clásico. Los silbidos eran los días de diario sobre las 8 o las 9 de la noche.
EliminarPrimero, muchas gracias por comentar en este blog tan "seguido" de martes a domingo, jaja. Segundo, con usté no hay vergüenzas, ni con la que acepta el "hola hola" debajo tampoco, así que conocen todos mis "secretos inconfesables", todos mi errores y todos mis naufragios y vicios. Pero, arrancarle una sonrisa es algo que pienso seguir haciendo, al igual que echar de menos a mi Cq, esté donde esté ganándose su vida y su libertad a mordiscos. Y no se preocupe por los lunes, se hace ya lo que se puede para rebajar su audiencia, aunque le digo una cosa, jamás tuve tantas lectores, se lo aseguro. Gracias por todo que es más que mucho desde este corazón que las dos alimentáis. JC/Cq.
EliminarQue bien me lo paso con tu lectura. Me reafirmo en lo divertida que es la pareja de Cirilo y Carmina.
ResponderEliminarY la Susana, esa si que es una buena contable. Ya la veo yo con un negocio montado de costura, vamos como Coco Chanel o algo por el estilo.
No creas, que alguna que otra vez recuerdo algo, y voy a releerlo. Aunque no sea lunes. Jajaja
Saludos.
Vaya memoria que tienes, jaja. Te pareces a uno que yo sé. Muchas gracias, Varinia, un saludo, JC.
EliminarHoy he hecho un viaje a Madrid que se me ha hecho mas que corto mientras leía las andanzas de Cirilo y Carmina, he disfrutado con la visita de Don Mauro y su propuesta laboral (ademas de sus piropos para Carmina) con las ocurrencias de las chicas, con esta Susana de tan bien sabe buscarse las castañas y la vida.
ResponderEliminarGracias por este paseo por la fantasía ( o es realidad?..jejeje) que tanto me entretiene y me enseña..
bsss
pd: eso del "hortera" del comercio me ha hecho sonreír......no sabia yo que tenia ese significado..
Siempre aprende uno de los demás, como yo al leer vuestros comentarios.
EliminarNo sé si es realidad o ficción, tengo tal "empanada" con esos dos que no sé si estoy en 1925 ó en 2015, jaja. Yo me divierto mucho solo, fantaseando y ajustando hechos "que podrían ser verdad, pero que no han ocurrido" (tal como los leéis, claro. Lo entrecomillado es una frase de mi suegro Mateo). Susana también tiene un sustrato personal, pero ese no le voy a revelar, jaja. Muchas gracias, Lola. Un beso, JC.
Bueno pues llegó tarde, pero nunca es tarde para leer algo que me gusta y entretiene, y aunque lo leí la otra noche, decidí volverlo a leer y ya comentar, que me encanta, que esas relaciones personales tan de verdad, no me canso de volverlas a saborear y que Susana también le ha enseñado la vida muchas cosas.
ResponderEliminarAsí es que gracias de nuevo por estos relatos, coincido en la belleza del poema de Garcia Lorca.
Buen fin de semana.
Chary :)
Gracias, y no por coincidir, jaja.
ResponderEliminarBuen "finde" también para ti.
JC.
Don Mauro una vez más demostrando su gran corazón y Cirilo sigue sorprendiendo, ay que ver que completo nos ha salido!
ResponderEliminarÉl y Carmina en su línea, me encantan!
Y la aventura de las modistillas está teniendo buen comienzo, a ver que les depara el día a día.
Gracias una semana más JC!
Besitos
Muy cariñosos tus comentarios, sobre todo sobre el tal Cirilo, jajaja.
ResponderEliminarMuchas gracias, Amanda. Un beso, JC.