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Entre puntada y puntada
(XL)
Durante buena parte de la mañana y de la tarde, Antón dedicó todos sus esfuerzos a atacar la subida al monte que llevaba marcado en el mapa. Sabía que después de coronarlo y comenzar a bajar su ladera sur empezaría lo difícil. A la izquierda quedaría Torín y a la derecha Melarde, junto al río Valomero. Dentro del ángulo que esas parroquias dibujaban teniendo como vértice Villamayor estaría la casa que buscaba, la de un tal Queitano Méndez y una tal Xana Uria. “No será tan difícil distinguir una casa entre tanto verdor”, pensó. Encontró un arroyo y se refrescó. La necesidad venía más por el esfuerzo que por el calor, porque había notado que, a pesar del sol, la temperatura había descendido inversamente proporcional a su ascenso. Antón cometería un error que Pulgarcito no cometería en su cuento, aunque de poco le valió. No iba marcando la ruta que seguía, ni en el mapa, ni en el entorno. Sintió un vacío en el estómago y en las piernas el cansancio por la desacostumbrada marcha por la montaña. Se sentó en una piedra, bajo un castaño, entre sol y sombra y se comió una tableta entera de chocolate con unas galletas caseras. Al mirar su envoltorio, su mente viajó hasta la fábrica, y de la fábrica a su casa y de su casa a la de sus padres. No supo lo que duró ese viaje mental porque no había consultado el reloj en todo el día. Lo que sí vio es que el sol estaba ya bajo, las sombras, en el fondo del valle, mataban el brillo de los verdes y los convertían en grises mates. Se estiró y calculó que le quedaría una hora de sol aproximadamente. Recordó los consejos de los dos hermanos y empezó a buscar un sitio para dormir esa noche. “Ha de estar en alto, no lejos de agua corriente, aunque sea poca, y debe tener una pared de abrigo, a ser posible que corte el viento”. “¡Pues no piden nada!, pensó. Cuando el sol rozó las crestas de los romos montes que le rodeaban creyó encontrar un sitio adecuado. Una gran roca pelada parecía haber sido clavada por un coloso entre tanto verde. Se deshizo de la mochila, rodeo la piedra y vio, por aquella otra parte, que ascendía hasta su máxima altura, el musgo había conquistado su superficie. Esa era la cara que daba al norte. Volvió a la parte sur. Lo siguiente era hacerse con leña. Bajó la pequeña cuesta hacia el sur y empezó a recoger ramitas. Hizo varios viajes. En el último encontró un tocón parcialmente podrido, del resto del árbol nada. ¿Quién o qué lo habría allí? Desgajó con las manos unas astillas que resultaron ser de un buen tamaño y muy secos. Volvió contento y con los bolsillos llenos de hojas secas que ardieron bien pero con mucha humareda junto a una hoja de periódico hecha una bola, tras lo cual, echó las ramas más pequeñas. Consiguió un fuego que ya le hacía falta, por la oscuridad y por el frío. Sacó el embutido y la hogaza de pan ya un poco duro, abrió la navaja y cenó parsimoniosamente. Disfrutó de la comida, del calor de la hoguera y de la luz de una luna que parecía más la sonrisa de un payaso que un satélite. Junto al crepitar y silbar de la madera verde, escuchó a lo lejos las largas oraciones de los lobos a su diosa nocturna. Una manada contestaba a otra, y, por unos instantes, sintió toda su soledad en total plenitud al ver el cielo totalmente estrellado. El miedo, a pesar del cansancio, le hizo encender otra fogata. Había recogido leña suficiente. Y si no, sabía dónde encontrar más. Palpó a su alrededor y percibió en las palmas de las manos la humedad de la yerba . Se arrepintió de no haber inspeccionado la zona de descanso cuando había llegado, todavía con un hilo de luz. Tendría que usar los periódicos viejos que le habían metido en un bolsillo lateral de la mochila. El papel le aislaría algo de la humedad, y junto con el pasto serían su cama esa noche. Cuando estaba acomodado en su lecho improvisado, le vino a la cabeza otro consejo de Feliciano: “Deja siempre la mochila en alto, colgada si es posible. No la uses de almohada”. Con la mirada buscó el bulto. “Vaya por Dios”, se dijo. Pero venció la pereza. Aprovechó para mear y alimentar más las fogatas que al principio perdieron lustre y ganaron en crepitaciones, pero se lo agradecerían más tarde. Volvió a envolverse en la manta y poco a poco dejó de oír el murmullo del fuego sin que éste se extinguiera.
Él se sentía admirado por su mujer, admirado y querido. Rafita le miraba con respeto y con esa creencia infantil que primero encumbra al cielo al progenitor para más tarde, sumirle en los infiernos. De momento, aunque su padre, él, fuera físicamente poca cosa, su hijo todavía le veía capaz de cualquier hazaña. Y así tenía que sentirse entre aquellos montes, pero no debía perder de vista la humildad ante aquella naturaleza que era un enemigo descomunal y cruel si se lo proponía. Por lo tanto era mejor aliarse con ella y tenerla como amiga. Aceptó su situación de desigualdad y se acabó el almuerzo. Vació en su boca el agua de la calabaza, se levantó de la piedra usada de silla, se cargó la mochila y se sacudió las migas de la pechera encerada. Reanudó camino después de usar la brújula. La niebla no levantaba. Tras una buena caminata coronó una larga y suave pendiente. Una luz mortecina teñía de grises el valle que se extendía a sus pies. Pero, al menos, las nubes bajas habían quedado a su espalda. Inició el descenso por la resbaladiza ladera y consultó la brújula de nuevo sin pararse. Ahora sí podría marcarse un objetivo cercano. Esa tontería, sumada a su torpeza le llevaron a bajar más deprisa y sin control, a pesar del peso que tiraba hacia atrás de su espalda. Terminó por resbalar y rodar pendiente abajo, en el mismo momento que la borrina tomaba el pequeño valle en un abrir y cerrar de ojos. En el incontrolado descenso su cabeza golpeó en una piedra y perdió el conocimiento. Y, por desgracia, no sólo eso. Cuando abrió los ojos, aturdido y dolorido, notó un pedrusco clavado en su espalda. No se incorporó a pesar de la incómoda postura. Se palpó la cabeza allí donde más le dolía y descubrió sangre casi coagulada. Después movió el otro brazo y las piernas que respondieron sin queja alguna. Se incorporó con gran esfuerzo y quedó sentado. Se puso las manos en los riñones y echó hacia atrás los hombros. Le dolía todo el torso y la cabeza, pero no parecía haber roturas ni torceduras. “¡Menos mal!”. Terminó de pie y toqueteándose los muslos, las tibias y los tobillos. Todo se había quedado en un sitio y en un susto y en unas contusiones leves, aunque se notaba algo mareado y desorientado. Comenzó a subir por donde tan malamente había bajado y no sintió más dolor que el que sintiera parado. Eso le animó y más al encontrar la mochila, a pesar de ver que una de sus correas de suspensión había cedido por su costura. Buscó el trozo de cordel que Pantaleón le había echado en un bolsillo exterior, y apañó como pudo la rotura. Una vez cargada a la espalda la mochila, anduvo un tanto descompensado, pero el invento aguantó. La calabaza estaba aplastada y rota. La desenganchó y la arrojó lejos con rabia. El agua no es problema, recordó, pero sintió sed. Lo que más tardó en darse cuenta sería lo peor. Consultó el reloj, pero, en vez de la hora, éste le informó de que el cristal se había roto y que la caída se había producido a las dos menos veinte y que, además, no pensaba dar más información horaria, al menos hasta no pasar por el relojero. “Vaya por Dios”. Volvió a introducirlo en el bolsillo, con dificultades por el capote que le cubría, y se palpó el otro bolsillo del pantalón de pana. Pero allí no tocó bulto alguno. Tiró de la leontina y vio que de su extremo colgaba un pequeño amasijo de latón deforme con restos de pequeños cristales, dejó la cadena colgando de la trabilla. Introdujo la mano hasta el fondo del bolsillo y antes de sacar la aguja imanada y restos de cristalitos se pinchó la yema de los dedos. Y en su cabeza resonaron las palabras de Pantaleón dichas en asturiano, pero entendidas perfectamente: “Acaso sea la herramienta más útil que lleve encima. Nun la pierda, pa ello doilu tamién esta cadena que la puede engabitar nel cintu o na mochila, onde usté quiera Ella le guiará con mis mejores deseos. Pero yo no dudaría en cambiarla por un buen guía, que falta le va a hacer, caballeru.” ¿Y dónde iba a encontrar él un guía por esos parajes? Incluso un perro le hubiera valido en esos momentos. El perro le llevó al lobo y desestimó rápidamente la idea. “Bueno, Antón, es lo que hay. Sólo sabes que tu rumbo era el suroeste. Así que busca referencias y una meta cercana que alcanzar, claro, cuando despeje la niebla. Al menos sabes de donde venías y hacia donde ibas en el momento del resbalón, torpe, más que torpe". Evidentemente sin brújula, sin sol, sin estrellas y sin experiencia hicieron que se perdiera antes de sentir el desasosiego de no saber donde se encontraban los puntos cardinales. Y le volvió a coger la noche. Pero, al menos, en esta ocasión tuvo suerte, porque el acercarse a una alta pared de rocas, encontró una abertura. Se introdujo, buscó las cerillas y prendió una. El parpadeo de luz le ubicó en una pequeña cueva. Allí pasaría mala noche y no dormiría al raso. El orbillo había aparecido después de levantar la bruma. Se dijo que mañana sería otro día. Salió a proveerse de leña, no muy convencido de poder encender un fuego. Y le costó lo suyo y media caja de cerillas que prendieran las hojas y la ramitas con las que inició la lumbre. El humo llenó la cueva igual que la niebla llenaba los valles, con la diferencia de que el tufo no dejaba respirar dentro de la covacha. Su abertura, una vez fuera, le pareció una chimenea. Esperó y respiró hondo. Cuando vio que no se intercambiaban demasiados gases entre el interior y el exterior volvió a entrar porque seguía la lluvia. Alimentó la pequeña fogata con ramas finas y paciencia. Tiró del queso, del pan duro y de las galletas para quitarse el hambre, y le vino a la cabeza lo que realmente le apetecía: una sopa de ajo, como la que le solía hacer para cenar Rogelia los inviernos. Cargó más la hoguera y pensó en encender otra junto la entrada, pero entre el cansancio, la pereza y el trabajo que le había dado la que ardía, desistió. Allanó un poco el suelo con unas ramas húmedas y con las manos, y entre la tierra y las piedras encontró una especie de croquetas oscuras que no identificó, pero que de haberlo hecho le hubieran obligado a salir como un alma que llevara el diablo de aquella osera. En este caso, la inexperiencia y la suerte jugaron a su favor, porque el depositador de aquellos excrementos no apareció por allí. Entró en calor al ponerse los guantes y cubrirse el cuello y la cabeza con la capucha de la zamarra. No se quitó el capote a pesar de estar chorreando. Y se quedó dormido en el punto más lejano a la boca de la cueva, junto al fuego y cubierto por la manta, y con el recuerdo de las sopas de ajo en la boca.
Antón se despertó hecho un ovillo. Necesitó unos minutos para saber dónde se encontraba, aunque hubiera sido más correcto decir que necesitó tiempo para saber que no se levantaba de su cama. Menos le costó reconocer que el día se presentaba húmedo. El sol, que el día anterior le molestara, no parecía que iba a hacer acto de presencia. Es más, ni siquiera se apreciaba el verde paisaje al mirar hacia el horizonte. Todo aparentaba tener el mismo color. Todo, claro, lo que podía verse, que no era mucho. No tuvo que sofocar las dos fogatas. Recordó que, si bajaba hacia el sur de la gran peña que le había cobijado, encontraría un arroyuelo. Bajó, encontró el agua límpida que corría al bajar la pendiente y se lavó la cara y el cuello. La frialdad del líquido termino por despejarle. Con otra actitud subió hasta el pie de la roca, buscó las galletas y desayunó. Sacó del fondo de la mochila el capote de monte encerado, recogió y organizó los pertrechos, y antes de echarse sobre los hombros el peso, y después de abrigarse, consultó el mapa brújula en mano. A partir de ahí debía seguir el mismo rumbo que hasta la noche anterior, hacia el suroeste. Y así lo hizo, aunque no pudo marcarse una meta cercana, con aquella borrina era imposible hacerlo. Anduvo y anduvo mientras, de vez en cuando, consultaba la brújula y corregía el sentido de su marcha. Durante el trayecto, todas las etapas de su vida pasaron por su cabeza. Pasó bajo un enorme castaño donde paró al creer que le resguardaría de la humedad, pero ésta no venía sólo de arriba, lo envolvía todo, hasta el tiempo de descanso, durante el cual el húmedo frío se le coló hasta los huesos. La humedad y los madrileños no se llevan bien. Ambas humedades, la externa y la que su cuerpo había generado al subir oteros y bajar laderas, se juntaron y los escalofríos recorrieron su cuerpo. “Sólo faltaba que me resfriara”. Pensó en abrigarse más, pero ya llevaba encima toda la ropa salvo la manta, unos calzoncillos y unos calcetines de repuesto aunque ya usados. No quiso sacar nada de ello de la mochila para que se mantuviera seco. Lo que sí sacó fue el embutido y el pan, que le pareció ya duro. La soledad volvió a caer sobre su espíritu. Su mente buscó un antídoto que encontró en Rogelia y en Rafita. “Para quien nadie espera, debe ser terrible”, pensó. Ese pensamiento le reconfortó al caer en la cuenta de que ése no era su caso.
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—Xuba usté, caballeru, y bonos díes—. Antón obedeció y con cierta dificultad y ayudado por la mujer se encaramó al pescante.
—Bonos díes. No saben ustedes lo que me alegro de verles.
—A mi, sicasí dame igual. ¿Ta usté, bien? —comentó y preguntó aquel hombre un poco mayor que él.
—Hai que ver lo bruto que yes, home —le recriminó la mujer.
—Ye la verdá —contestó el marido y se encogió de hombros.
—Mi marido le pregunta que si está usté bien —aquella mujer le hablaba sin mirarle a la cara, más bien parecía observar la de su presunto marido.
—Sí, sí, muchas gracias.
—Pos entós, impórtame menos.
—Es que él, más o menos, entiende el castellano, pero no lo habla. Yo sí, porque he estao de criada en Xixón unos años, antes de quedar en cinta— explicó la mujer sin dejar de marcar con la vista al carretero. Por ello, y por el pañuelo negro que la cubría el pelo y parte de la cara, Antón no se la vería hasta más tarde.
Aunque las palabras de aquel hombre no eran muy gratas, tanto el tono como lo que decía la mujer sí lo eran. Por lo que Antón concluyó que la aspereza de aquel labriego sería por desconocimiento propio del idioma asturiano. Y tras restregarse la palma de la mano en el pantalón, se la ofreció a la mujer, que la aceptó, y se presentó al acercársela al carretero. La mano no encontró lo que buscaba, sólo un roce de la que sujetaba una de las riendas, sin que el gesto fuera brusco.
—¡Ai, qué home esti!
—Bueno, de todos modos, yo me llamo Antón, para servirles.
—Y yo Xana y este borrico es Queitano, para servirle, aunque sea yo y esos otros animales, Toru y Güe.
—¿No me diga?
—¿Quién lo va a saber meyor qu'ella, qu'ayudó a parilos, caballeru? —intervino Queitano.
—No, me refiero a sus nombres, Xana y Queitano.
—¿Ye que lu suenen raru o qué?
—¿Cómo dice?
—Dice que si le suenan raros.
—No, al revés, me suenan muy familiares. ¿Su marido no se apellidará Méndez y usté, señora, Uría?
—¿Y cómo lo sabe?
—No es que lo sepa, es que a quienes estoy buscando son a ustedes —la cara de satisfacción de Antón era indescriptible.
—¡Yá m'estraña, caballeru! —volvió a intervenir el asturiano cerrado.
—Calla ya, home —dijo Xana a Queitano, y luego se volvió hacia Anton—. Supongo que no será por nada malo, ¿no?
—Cuando le diga a su marido el motivo de mi viaje, pensará de otra manera, ya verá. No se preocupe.
—¿Y a qué espera, home? —preguntó el padre de Gertru.
—Usté y su esposa tienen una hija que vive en Madrí, ¿verdad?
—¿Y a usté qué lu importa? —contestó Queitano, aunque Antón vio como se le iluminaba el rostro.
—La mio neña. Eso ye que ta bien, ¿eh ho? —. Esta vez Xana se expresó en asturiano.
—Sí, sí. Gertrudis está bien, no se preocupe, señora.
—¿Y cómo sabemos que nun ye una engañifla? —desconfió el hombre.
—¿Qué cómo sabemos qué?
—Que no es una mentira —aclaró la mujer.
—Ahora, cuando lleguemos a su casa, se lo demostraré.
—Eso yá lo veremos —dijo el boyero que animó con la aguijada a Toru y Güe.
Y ya no hablaron más hasta llegar a la puerta entreabierta del establo. El labriego echó pie a tierra y comenzó a desayuntar los bueyes del carromato, si bien comentó:
Y ya no hablaron más hasta llegar a la puerta entreabierta del establo. El labriego echó pie a tierra y comenzó a desayuntar los bueyes del carromato, si bien comentó:
—Yá tuvo usté cotilleando, ¿non?
—¡Queitano! —reprendió su mujer.
—¿Le ayudo? —se ofreció Antón.
—¿Sabe usté?
—No.
—Entós.
—¿Entonces qué? —preguntó el madrileño que no entendió al asturiano.
—Déjelo —recomendó Xana.
—Pero yo puedo cargar el yugo —insistió Antón.
—¡Eso ye lo que cree usté! —exclamó Queitano mirando a Antón de arriba abajo.
—La verdad es que no —reconoció el poco agraciado físicamente.
—Ustedes falen enforma.
—No le entiendo.
—Dice, que ustedes hablan mucho. Y en eso puede que tenga razón este cañuelu(4)
.
—Sí, pero es que no le entiendo porque sólo llevo unos días en su tierra.
—La mio muyer y yo llevamos más . Una vez separados los bueyes del carro y libres, se acercaron a un abrevadero de madera y bebieron—. Depués voi descargar el carru, lo primero son les persones. Venga usté.
Antón siguió a su anfitrión y a él la mujer de aquél. Cuando llegaron a la puerta principal, antes de abrirla el lugareño hizo sonar un cencerro que colgaba del pequeño tejadillo que guarecía la puerta, mientras el “extranjero” se hacía con su mochila.
—Eso quiere decir que tiene hambre, que es hora de comer, así es como me avisa cuando estoy en la quintana. Mi marido está hablando mucho para lo que suele. Pase y podremos comer algo caliente. Aquí nunca sobra.
—En la fábrica donde yo trabajo suena un timbre. Y eso mismo dice mi Rogelia.
—¿Rogelia?
—Sí, mi mujer. Yo también tengo un hijo, Rafita.
—Bueno, pues demuéstrele que viene con buenas intenciones mientras yo caliento el puchero.
—Sí, lo haré, y gracias.
—Nun ye favor, ye obligación. Si nun curiamos a los caminantes seríamos como los animales.
Una estancia oscura y sencilla se fue haciendo visible poco a poco a los ojos de Antón. El dueño y la dueña se movían sin dificultad, a pesar del cambio de luz. Se acercó al hogar, donde ya trajinaba la mujer, y donde el fuego jugaba al que te pillo con una gran olla renegrida por él mismo.
—Huele muy bien.
—Munches gracies, caballeru. Pero no tiene sal. Se nos ha acabado. Hasta que no le dé por pasar al buhonero no hay nada que hacer. Pensábamos mi marido y yo que era usté. Yo creo que por eso está de tan mal humor. A todo le echa sal —dijo Xana mientras servía un humeante plato de sopa con un cazo de madera, que Antón se llevó a la robusta mesa—. Cuidado, está muy lleno, pero si quiere más, hay más. Y no espere, ya sabe que aquí no hay educación, sólo necesidad y respeto.
Antón se sentó a la mesa donde una jarra de barro contenía cucharas de madera. Sacó una y se olvidó de la demostración de respeto que debía. La comida caliente le nubló la razón y más cuando sintió en el estómago el reconfortante calor del guiso. Tras lo cual, se le vino a la boca un regüeldo que no pudo reprimir ni disimular.
—Perdón.
—Yá sabes, Queitano, abondo arruina'l que nun come(6)
. Y usté, no se preocupe, no hay nada que perdonar. Si usté supiera… —dijo la mujer al colocarse el pañuelo con un gesto hábil y rápido que sorprendió y gustó a Antón. Después cogió otro plato de madera y lo llenó tanto como el del invitado—. Queitano, el to platu, a comer.
—Gracies, muyer. Pero enforma comer y pocu esplicar.
—Me lo traduce, por favor —pidió Antón a quien se servía su plato.
—Que mucho comer y poco explicar. Pero no le haga caso, primero es comer. Luego vendrán las explicaciones.
—No, si no me importa, señora.
—Pero a mí sí. Así que a comer todos en paz.
Antón comprobó el fuerte temperamento de aquella mujer que, en modo alguno, parecía una sargentona. Le sobraba tanto carácter como a él le faltaba a veces. Pero vivir en aquellas circunstancias y con aquel hombre, hubiera endurecido cualquier modo de ser.
—¿Y el luto?
—Me lo puse por mi Gertrudis. Y me juré que no me lo quitaría hasta que volviera a verla.
—Yá ve usté, tontures de les muyeres— soltó el labriego con la boca llena.
—Eso lo piensas tú sólo.
—Y esti caballeru —. Pero el caballero, a pesar de pensar como el hombre no quiso confirmarlo porque se sentía más cerca de la mujer que del marido, así que calló a la invitación envenenada de Queitano. Y cambió de conversación.
—Bien, ya está. Estaba delicioso —le dijo a la mujer, y al volverse, habló al desconfiado asturiano—. Voy a intentar convencerle del buen origen de mis itenciones, caballeru.
—Y yo voi descargar el carru.
—Pero, bueno. ¿No quiere oír ni ver lo que traigo de su hija?
—Xana va ver, ye más llista que yo. Y naide va venir a enllename'l payar.
—¿Qué dice?
—Que nadie va a venir a ayudarle a descargar el carro, que me lo cuente a mí. Él es así, siempre pensando en el trabajo, lo demás no cuenta.
—Pero su hija se merece…
—La mio fía merecer tou, caballeru. Y nun venga usté dando llecciones. Fiximos lo que fiximos por ella. Y nin ella nin usté van descargame'l carru. Asina que, ende tien a la Roxa por que la convenza. Y tenga curiáu, nun hai roxu bonu(7).
—Lo malo de vivir con un hombre que siempre tiene razón es que, a veces, no piensas lo que él y tampoco estás equivocada —dejó caer la Roxa(8)
como quien no quiere la cosa, y luego se dirigió a Antón —. A ver, ¿qué me tiene usté quenseñar?
—Voy.
Antón se levantó y acercó su mochila a la mesa mientras Queitano salía por la puerta y ella, sentada a la mesa, encendía una vela que alumbró algo más que el pálido sol que entraba por el ventanuco. Antón escarbó a tientas dentro de la mochila. Encontró lo que buscaba y lo puso encima de la mesa. Al ver la fotografía de su hija, la madre acercó todo lo que pudo los ojos a la imagen, la cara se le iluminó del lado donde era mirada por su invitado, y éste pudo comprobar que la belleza de Gertrudis era heredada. Aquellos ojos negros, matizados con un verde oscuro una vez vistos no podían olvidarse jamás. Ni la dulzura de la mirada. Ni el contraste entre el color del pelo y los ojos. Y aquella boca menuda, rematada por una fresa sin aditamentos. Él miraba a la mujer embelesado y, a su vez, ella miraba igual a su Gertrudis y la veía tal como la recordaba. A pesar de la admiración, Antón distinguió la lágrima que se deslizaba por aquel rostro castigado por los elementos, pero tan bello como el de su hija.
—¿Sigue rubita?
—No, ahora tiene el pelo castaño claro.
—Ya lo imaginaba yo, aunque tenía mis esperanzas.
—Pero, no se preocupe, es igual de bella que usté, si me lo permite.
—¿Eso, es bueno o malo?
—Ni lo uno, ni lo otro. Es la verdad.
—Ya —dijo la Rubia, que siguió con la mirada fija en aquella cara angelical y en aquella única fotografía—. Se la hizo un joven buhonero que andaba por estos montes cargado con una caja de madera grande a las espaldas. También recuerdo que llevaba unos palos muy raros sobre los que colocaba la caja. Creíamos que era una engañifla, y que nos quería sacar los cuartos, por eso no le pagamos hasta que no volvió con esta…, esta… Fotografía dijo que se llamaba. Él fue la que se la llevó. La fotografía y el viaje nos costó un caballo. El mejor que teníamos, Astur le decíamos. La hermana mayor de mi marido la esperaba en Villamayor. Y de allí partieron a Madríd. Nunca esperamos noticias y nunca llegaron… Hasta ahora. Lo que no me explico es cómo no estamos nosotros ahí. Imagino que no pude con ese bruto, pero ya no me acuerdo. No me acordaba ni de su carilla. Hace ya quince años.
—¿Por qué ni su marido ni usté me han preguntado cómo está Gertrudis? Me llama la atención.
—No tiene más que mirar a su alrededor para entenderlo. Ah, y no es mi marido, nunca nos hemos casado. Ni teníamos tiempo ni dineros. ¿Le parece mal?
—¿A mí? No, pero qué más da lo que me parezca a mí, señora.
—Pues porque es usté nuestro invitao y seguramente duerma esta noche en esta casa. Ya le he dicho que formalidades no usamos, pero el respeto está presente cada instante. De todas maneras, cuando vuelva Queitano, nos cuenta a los dos.
—Esperémosle pues.
—Hábleme de usté. ¿Por qué le eligieron para buscarnos?
—Creo que fue porque la persona que me hizo el encargo confía en mí. Y no por mis cualidades, sino por confianza, sabe. Yo debo mucho a ese hombre, y debió pensar que si conseguía encontrarles, quedaríamos en paz. Pero, ahora pienso yo que aunque no hubiera tenido éxito, la deuda con el contraída hubiera quedado igualmente pagada.
—El monte, ¿no?
—El monte, sí. He pasado mucho miedo, y he estado a punto de… Bueno, qué más da.
—Pero se lleva algo que muy poquitos tienen.
—¿Qué me va usté a dar?
—¿Yo? Nada. ¡Pobre de mí! Salvo mi gratitud y mi hospitalidad. Porque aquí no tenemos nada que le valga a un ciudadano y todo es imprescindible para nosotros.
—¿Entonces?
—Las horas que ha pasado usté consigo mismo, obligado, eso sí. Pero de algo le habrán servido. Lo sé por experiencia. Y, sí me lo permite, le voy a pedir una cosa.
—Por supuesto, dígame el qué.
—Cerillas.
—No hay problema, mujer —contestó Antón, un tanto sorprendido y con una sonrisa en la boca—. Me metieron varias cajas, sabe, pero en bolsillos diferentes, espere —. Mientras rebuscaba en sus bolsillos y en los de la mochila, volvió el hombre de la casa con la ropa llena de pajitas y polvo de heno.
—Ai, Queitano, les vegaes que te lo dixi, que te solmenes fora de casa, home —. Dijo Xana en un tono tal que hasta Antón entendió lo que querían decir sus palabras en asturiano—. Siempres se te escaez d'ónde vienes.
—Ye que siempres vengo de nengún sitiu, muyer, por eso escaézseme.
—Tu sabes lo que digo, non filosofes, que te gusta enforma. Anda, date priesa, que'l caballeru tien que cuntanos.
—Bah, yá voi.
Antón tardó poco en ponerles al corriente de la situación que vivía Gertrudis, entre otras cosas, porque poco sabía más de lo que le contara don Mauro y lo que decía la carta. Los tres terminaron sentados a la mesa y entorno al sobre, la fotografía y las cajas de cerillas. El padre cogió el retrato de su hija y miró con cariño.
—¿Esta ye la prueba, Antón?
—Sí, y esto otro —contestó el madrileño al coger el sobre.
—Nun sabemos lleer, nin la Roxa nin yo.
—Pero yo sí. Y no son ustedes nada tontos. ¡Qué más quisieran algunos de la ciudad que se las dan de listos!
—Bueno, pues lea y luego preguntaremos —solicitó la Roxa.
—Bien, pero antes quiero contarles algo. Yo trabajo de contable y secretario personal de un caballero muy cabal que tiene una fábrica de chocolates.
—Espere. Yo nun sé lo que ye un contable.
—No se preocupe, mi historia la entenderá sin ese detalle.
Antón continuó con el prólogo oral de la carta y habló despacio para que Queitano le entendiera. En esa entrada no relató ninguna de las desgracias sufridas por Gertru y tan solo una referida a don Mauro y por necesidad imperiosa y vital, tanto para el honor del caballero como para el buen fin de la misiva y el propio honor familiar.
—Bueno, les leo —dijo Antón después de carraspear—. En Madrid, a tal y tal… Muy señores míos, si llegaran a leer esta carta me harían el hombre más feliz del mundo. Por desgracia, a falta de padres a quien recurrir, lo hice a la persona que ahora cuida de su hija Gertrudis, por eso tengo el honor de presentarme ante ustedes como su prometido…
—Venga, Venga, al megollu —exigió Queitano.
Eh… Vale. Aquí, sí —buscó Antón entre las líneas escritas y prosiguió la lectura—. Como ya les digo, a pesar de su edad, su hija ha vivido ya muchas circunstancias que le han capacitado para decidir sobre dar o no este paso crucial en nuestras vidas. Es decir, contraer matrimonio. Por lo tanto, ruego tengan a bien personarse en Madrid para compartir con nosotros la dicha que nos embarga, y así reencontrarse con su hija, y ella con ustedes, después de quince años, según tengo entendido. Gertrudis, como les habrá dicho mi emisario, no sabe nada de esta decisión mía de encontrarles para traerles junto a ella. Por supuesto, todos los gastos que se produzcan o deriven de su viaje, serán atendidos a la mayor brevedad posible por mi parte. Suyo afectísimo y agradecido etcétera, etcétera. Firmado Mauro Pérez Martín, su seguro servidor —. Cuando acabó de leer, Queitano apagó la vela y Antón remató su relato—. Bien, por todo eso estoy yo aquí, porque don Mauro quiere dar una grata sorpresa a su prometida. Ofrecerla el mayor regalo que pueda, o que él cree que está en sus manos.
—Pero hubiera sido más fácil que ella viniera, ¿no?
—Sí, pero no hubiera sido una sorpresa para ella y ustedes no habrían podido asistir a su boda, que es lo que pretende ese caballero madrileño.
—¡Y eso qué más da! La Roxa y yo nun tamos casaos y yá ve.
—Ya, ya lo sé, pero no se crea que no me he dado cuenta que para vivir o sobrevivir aquí, las normas que me han enseñado sirven de poco, gracias al monte, como usté dice, señora. Y por cierto, esa educación es la misma que ella ha recibido y cuyos valores Gertrudis acepta y entiende. No se les olvide. A partir de los tres años se hizo madrileña por adopción, como muchos de los que vivimos en la capital.
—¿La carta ye d'ella? —preguntó Queitano que, a pesar de la lenta lectura de Antón, no había entendido del todo.
—No, ya les he dicho que ella no sabe nada de este asunto —volvió a aclarar Antón. Sí puedo decirles a este respecto, que está aprendiendo y que ya lee y escribe algo. ¿Me entiende, Queitano?
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—Pero una cosa, ¿entós la mio hermana ta muerta?
—Sí, su hermana fue quien crió a Gertru en Madrid. Lo que no puedo decirle es cuando murió ni la edad que tenía su hija, lo siento.
—La mires por donde la mires, la vida es injusta —se quejó a su vez la mujer, sin reprender esta vez a su compañero de fatigas por el exabrupto.
—No siempre, mujer —condescendió Antón.
—Será para usted.
—Y ahora para ustedes también porque la vida les brinda la posibilidad de verla, mujer.
—No lo creo. La vida nos trae a nuestra hija, pero no se olvide que puede hacerlo porque nosotros renunciamos a ella para que no viviera lo que ella, la vida, le había preparado. Y ya se ha dado cuenta ustedé solito, que no necesitamos nin reló, nin calendariu. Sólo cerillas y sal.
—Pero, de todas maneras, el hecho de que su hija no conozca detalle alguno de esta visita se debe a varios factores. El primero que de salir mal mi encargo, su disgusto hubiera sido notable. Segundo, que acaso, por ser como es, es decir, honrada a carta cabal, se hubiera opuesto a que don Mauro corriera con todos los gastos de esta operación, y acaso se opusiera por ello. Y tercero, que el prometido de su hija no podría hacerle este regalo.
—Pero nosotros no podemos dejar la quintana desatendida, caballero. Se perdería el trabajo no de un año, de toda la vida. Y, si bien para mi hija no queríamos esta vida dura y solitaria, nosotros la elegimos, y como los ríos, no podemos dar vuelta —declaró con tristeza Xana.
—Como va ver, tenemos un problema, amigu —remató Queitano.
—Sí, ya lo veo. Y de los gordos.
—Pero, no desatendamos el origen de su visita. Como bien nos ha explicado, nuestra Gertrudis nunca lo sabría y usté quedaría en paz con ese Mauro, que todo hay que decirlo, parece una buena persona. ¿Qué edad tiene, si no es indiscreción?
—Hombre, no es un muchacho, como la Gertru, pero tampoco un viejo chocho. No lo sé de cierto, pero no pasa de los treinta y cinco. En todo caso como yo, o algo más joven para que se hagan una idea. Pero, respecto a olvidarnos de la petición de mi jefe, piensen que la más perjudicada sería su propia hija.
—En eso se equivoca usté, amigu. Los más pejudicados serían nuestros animales y nuestros campos.
—Pero, ¿si tuvieran que elegir entre ellos y Gertrudis?
—Pensaba que yera usté más intelixente, rapazu. Yá lo fiximos, anque nos costar l'allegría de vivir. Nun nos obligue a escoyer otra vegada, nun sería xustu nin pa ella, nin pa nós —dijo algo enfadado aquel hombre de mirada triste y firme.
—Tiene usté toda la razón, les pido disculpas. No debería haberlo pensado siquiera. Lo siento de verás. No obstante, alguna solución habrá.
—Bueno, si quiere echar tiempo en pensamientos, hágalo. Usted es el dueño de su tiempo. Nosotros tenemos que pensar en otras cosas. Aquí pensar sólo sirve para enredarse con los sentimientos y las necesidades. Échese a descansar en nuestra cama y duerma un poco. Esta noche, ya veremos lo que hacemos y como nos apañamos. Ahí tiene dos tinajas con agua, la que tiene tapa es para beber y cocinar, la otra para lo demás. Y debajo de la cama hay una jofaina con un pocu xabón, por si quiere lavarse una miaja, aunque nosotros lo hacemos en el abrevadero. Ah, y si quiere más sopa, ya sabe. Vamos, Queitano, nosotros tenemos que seguir con la faena.
—Quiero darles las gracias por su hospitalidad.
—Todo el que vive como nosotros se toma la hospitalidad como una obligación, no como una opción, que es lo que hacen los de las ciudades como Xixón. Y de la misma forma que han acogido a nuestra hija en su Madrid, nosotros estamos obligados a acoger a quien viene en su nombre y para tan buen fin. Hasta luego, caballeru, que usté descanse bien —se despidió la mujer que salió tras el hombre por la puerta, momento en que se iluminó más la estancia.
Antón quedó solo y juzgó la cabaña como pequeña pero acogedora. Acaso porque venía de dormir a la intemperie y en una cueva. Una vez sobre el jergón de paja notó que ni faltaba ni sobraba nada. Tardó poco en dormirse.
[Continuará]
(1)[Volver]
A ojo de buen cubero. Casi todo lo encontrado respecto al posible origen de este dicho proverbial se refiere a la imposibilidad que tiene un artesano para fabricar dos objetos iguales. En la antigüedad era imposible pero conveniente que todas fueran lo más parecidas posibles tanto para el transporte como para la medición y el comercio. De esa necesidad de medir a ojo deriva la frase, porque los cuberos debían de calcular grosso modo tanto las circunferencias de sus diferentes aros como la altura de sus duelas. Fuente: Internet.
(2)[Volver]
Lavarse como los gatos. «[...]. La conocida aversión que siente el gato por el agua aparece estilizada también en la UF lavarse a lo gato, o en su variante con función comparativa lavarse como los gatos, es decir, 'lavarse sin apenas mojarse, solo un poco la cara con un paño humedecido' (Lema), exactamente como hacen los felinos domésticos, que se lamen las patas para pasarlas, húmedas, por su cara [...]». Contributi di lingua e traduzione spagnola, Elena Liverani, Tangram Ediczioni Scientifiche, 2012, pág. 93.
(3)[Volver]
Favor con favor se paga. «[...]. Frase de larga tradición oral, que aparentemente surgió espontáneamente entre los pobladores de algún lugar indeterminado. No obstante, los romanos ya habían acuñado una especie de lema que incluía un concepto similar, el “quid pro cuo”, que traducido sería “algo por algo”. Nos habla sobre la reciprocidad que debe reinar entre las relaciones humanas: si alguien fue generoso con otra persona, esa persona debe corresponder dicha atención. Guarda estrecha relación con otras expresiones muy usadas, tales como “hoy por ti, mañana por mi” y “nobleza obliga”». Fuente: sigificadoyorigen.wordpress.com.
(4)[Volver]
Zoquete, en asturiano. Aprovecho para pedir disculpas por 'mi asturiano de bote'. Si alguien con conocimientos de este precioso idioma leyera este relato y quisiera corregirme, le estaría eternamente agradecido. Gracias. Eslema es la fuente de todo “mi asturiano”.
(5)[Volver]
Parece que a este guaje le gusta tu guiso.
(6)[Volver] Bastante enferma quien no come. Refrán asturiano. Fuente: Centro Virtual Cervantes.
(6)[Volver] Bastante enferma quien no come. Refrán asturiano. Fuente: Centro Virtual Cervantes.
(7)[Volver]
Mi hija se lo merece todo, caballero. Y no venga usted dando lecciones. Hicimos lo que hicimos por ella. Y ni ella ni usted va a descargarme el carro. Así que, ahí tiene a la rubia para que la convenza. Y tenga cuidado, no hay rubio bueno.
(8)[Volver]
Rubia.
(9)[Volver]
Ay, Queitano, las veces que te lo he dicho, que te sacudas fuera de casa, hombre. […]. Siempre se te olvida de dónde vienes.
—Es que siempre vengo de ningún sitio, mujer, por eso se me olvida.
—Tú sabes lo que digo, no filosofes, que te gusta mucho. Anda, date prisa, que el caballero tiene que contarnos.
—Bah, ya voy.
—Y luego matas un pollo. Hoy es un día especial.
Mira por donde hemos conocido un poco más del Antón en la soledad de las montañas. El Queitano también debe ser un personaje especial de los que creo queden pocos, con una vida muy dura para los que afortunadamente no nos falta ni la sal ni las cerillas... Esperaré al próximo capítulo a ver qué deciden porque supongo que será una faena abandonar su vida para ir a la ciudad, aunque sea solo para la boda de la hija... Bueno, JC, gracias por adentrarnos un poco en ese mundo rural gallego tan apartado. Abrazos
ResponderEliminarMe gusta jugar al "quetepillo", por eso los personajes se definen al final, y si no, al tiempo. Me encanta contradecir o confirmar la idea que el lector (yo mnismo) se hace de los personajes, jaja. La idea de la escasez en la ciudad había que compararla con algo, ¿no? Siempre hay alguien que recoge lo que a ti se te cae o desperdicias (por desgracia). Nacer rico o pobre es una lotería que la sociedad debería corregir, si no, ¿qué sentido tiene la democracia? En fin, no nos pongamos serios. Sí, el problema que planteas tiene su enjundia. Abandonaron (?) a su hija por la quintana y ahora están en el brete de tener que abandonar ésta por aquélla. Buen marrón. Ya veremos. Gracias, Ligia. Un abrazo, JC.
EliminarMe incorporo tarde a la aventura de esta maravillosa historia, que he tenido aparcada a la espera de poder tomarla con el tiempo reposado que merece su lectura.
ResponderEliminarAcabo de leer el primer capítulo con la esa ilusión que se tiene cuando por fin puedes abrir ese libro que estabas deseando leer y nunca había momento.
Y, como imaginaba, he quedado prendada desde las primeras líneas y ya estoy deseando seguir adentrándome en el relato.
Felicidades JC, apúntame como una nueva fan incondicional. Un abrazo.
Un beso, Mary Carmen
¡Bueno, bueno, qué alegría!, Puri. Un nuevo lector es un tesoro. No sabes lo que representa para mí que te incorpores, aparte de las palabras que me han dado un subidón de ego. Muchas gracias, y aquí estamos para lo que necesites o quieras preguntar. Un abrazo, JC.
EliminarBueno, al menos los encontró que yo empezaba a tener dudas.
ResponderEliminarDe igual forma espero que la comodidad de dormir bien, le de a Antón la lucidez necesaria para encontrar una solución al problema.
Es que yo siempre quiero que las cosas salgan bien.
Qué vida más dura la de esta gente. Nada, a dar gracias por vivir como vivimos, aunque siempre andemos quejándonos. Je je
Bien eX presa da la historia. Hasta el lunes. Abrazos.
Ay, si no lo ves no lo crees, jaja, como yo. En cambio no compartimos el gusto por los finales. Ya sé que soy muy raro, pero aunque las historias piden un final (aunque sea para luego seguir) a mí me gusta que no acaben, que me dejen seguir la historia en mi cabeza y acabarlas yo. Si no, abusan (comercialmente) de ti y llegan a publicar el 15º volumen de una historia que se vendió bien. En fin, que me enrollo. Lo de bien "expresa la historia" me ha llegado al alma. Gracias, Varinia. Un abrazo, JC.
EliminarHe retomado la lectura de tus relatos y me encantan, espero no perderme niguno.
ResponderEliminarUn besote.
Felicidades por tu maquina nueva
Muchas gracias, Carmen, JC.
EliminarMe ha encantado, lo has descrito tan bien que me parecía estar en el monte con Antón y su soledad, y muy bien descrita la vida tan dura de los padres de Gertru en el monte, te puedo decir que lo leí esta mañana pero no pude comentar y ahora lo he vuelto a leer y me encanta.
ResponderEliminarSaludos y feliz semana.
Chary :)
O sea, que vales por dos (lectoras), jaja. Gracias, Chary. En más de una ocasiión he dicho que con vosotras no necesito abuela que me dé a valorar, jaja. Un saludo y feliz semana también para ti. JC.
EliminarJC, este me ha parecido uno de los mejores capítulos, lo has relatado tan bien que por un momento pude estar con Antón subiendo oteros y bajando laderas, hasta el chichón en la cabeza lo sentí jejeje.
ResponderEliminarMe llevé una alegría al leer que finalmente encontró a los padres de Gertru y yo, como Varinia espero que encuentren una solución y puedan reencontrarse de nuevo.
Gracias una semana más!
Besitos
Por supuesto, gracias a ti, Amanda. Y no sé porqué no puedo "Responder" directamente a tu comentario y tengo que "Añadir comentario", pero bueno, no importa, el caso es poder comunicarnos. Me alegro de que "te hayas dado una caminata" con Antón, jaja, eso siempre es "sano". Un beso. JC.
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