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Entre puntada y puntada
(XLII)
Todas las tardes, ya sin sol, don Mauro y Gertru paseaban un rato. Partían siempre de la portería de Españoleto cuatro, donde la muchacha esperaba con impaciencia el ruido que hacía la puerta del primero al abrirse y cerrarse. El tiempo entre los dos sonidos, le indicaba a Gertru si su prometido venía acompañado de Juanín. Si era breve, venía solo. Como fue el caso esta vez. Y no sólo ella estaba pendiente, también la señora Casta, que, por si ella no lo había oído bien, cosa que ambas dudaban, se lo repetía como un anuncio de algo no sabido: “Ahí, le tiés, hija”. Todas las tardes, la tercera en discordia, sorda por la inocencia que le envolvía, preguntaba lo mismo: “¿Quién?”. Pregunta que jamás tuvo contestación oral, porque la portera miraba a su hija con un rictus de cariño en la cara y una negación rítmica en la cabeza, mientras Gertru salía despacio del chiscón; hacía tiempo para que don Mauro bajara rápido las escaleras y coincidir a la vez en el portal. Era un rito que le gustaba provocar. Partían hacia una punta del barrio indefinido, era lo que menos importaba. Hablaban de su día a día, de sus prójimos, de sus trabajos, de sus deseos y de sus sueños. Pero ninguno entraba en las decisiones del otro. Bien es verdad que don Mauro, desde que se conocieron, había fungido de ángel de la guarda de Gertru, pero se había convencido de que en el caso del nuevo taller de costura no debía intervenir, ni directa ni indirectamente, una cosa era acudir al rescate en una emergencia, y otra muy distinta, mover los hilos para manejar un futuro querido, pero ajeno. Por su parte, Gertru seguía con la sensación de que su prometido era reservado en un punto que ella no imaginaba, como si después de invitarla a su casa le hubiera negado el acceso a una de sus habitaciones, y la mantuviera cerrada con llave y sin explicación alguna.
—Pero, ¿qué te voy a ocultar yo? Pobre de mí, pero si mi vida no puede ser más transparente y sencilla. Deberíamos integrarnos más con mis amistades, así recabarías la opinión que los demás tienen de mi persona.
—Eso me sigue dando miedo, Mauro. Pero mientes muy mal. No se qué te traes entre manos, pero… Y no digo que sea algo malo, que es lo que tú crees que creo yo. Eso, sí, cuando estoy contigo, como ahora, me siento muy segura, pero todavía no me siento preparada pa eso que tú dices. ¿De qué hablaría yo con esas personas? Políticos, miliares, doctores y con sus mujeres. No, Mauro, todavía no.
—Pero algún día tendrás que hacerlo. La señorita Paulita te enseñó tanto como tú has aprendido. Mira, por ejemplo, te expresas ya casi perfectamente. Como decías tú, ya no te comes letras ni juntas las palabras.
—No del todo, se me escapan más de lo que una quisiera. Y, quizá te convendría conocer de donde vengo. Así verías lo que nos separa.
—Gertru, convendrás conmigo en que es más importante lo que nos une que lo que nos aleja. Porque lo primero representa las personas que nos importan, tú, Juanín…
—¿Por qué no ha venido? Perdón.
—Porque estaba dormidito. Anda un poco pachuchejo.
—Vaya... Perdona sigue, te interrumpido.
—No pasa nada. Te decía que tú, Juanín, tu Reme, tu señora Casta, mi Servanda, yo mismo, es lo que nos une, las personas que nos importan, además de nuestra relación que a mí, personalmente, me ha hecho revivir. Lo que nos separa no son más que convencionalismos y falsas excusas.
—Lo de las excusas lo entiendo, lo otro no sé qué es. Pero, entonces ¿por qué hablas de tus amistades?
—Por lo que tú me decías de tus orígenes, yo también tengo un pasado que ni debo, ni voy a negar, porque en él he sido feliz y está al alcance de la mano. No niego que la madre de mi hijo me hiciera feliz. Tú me has demostrado que no debo renunciar a esa felicidad que conocí.
—Y a mí me da miedo conocerla.
—Pero ya estás inmersa en ella.
—¿Inmersa?
—Sí, quiero decir que ya estás sumergida, dentro de ella. ¿No lo sientes así? —. Gertru se apretó más al brazo que tenía entrelazo de don Mauro, y apoyó la cabeza en él sin dejar de caminar. Él no necesitó confirmación verbal a su pregusta—. ¿Sabes?, estoy pensando llevar a una escuela a Juanín el año que viene. Por él y por Servanda.
—No, Mauro, Todavía es muy chiquitín, ya tendrá tiempo. Y a Servanda le gusta acarrear con él, no está tan mayor. Aunque no soy yo quién pa decirte na. Eres su padre. Deberías consultarla a ella.
—Lo haré, pero tú pronto vas a ser su madre. Si no opinas tú ¿quién tiene derecho? Y no quiero que tenga que pasar por lo que estás pasando tú. ¡Que, anda que no te está costando, zoquete! —bromeó don Mauro.
—Oye, cuna ya sabe leer y escribir casi to. Todo —se corrigió Gertru—. Y ya me como menos sílabas. ¿Sabes tú acaso qué es una sílaba, listo?
—Sí, hay muchas, más que letras.
—Muy listo, sí. Así que no puedes tener dudas sobre Juanín. De tal palo, tal astilla(1)
. Y con lo que yo he aprendido ni te cuento. Aunque espero que sea tan listo y tan humilde —ironizó Gertru— como su padre. Y tan guapo como su madre. Si no…
—Ja, ja, ja —se rió don Mauro—. Eres un cielo. ¿Así que Adela te parece guapa?
—Mucho más que yo. Digamos que no tienes mal gusto.
—Ja, ja —volvió a reír—. ¿Quieres conocer una anécdota antigua que cuentan de un rey muy sabio y de una reina preciosa, aunque menos que tú?
—Sí, porque supongo que una anédota es una historia. Y los cuentos me gustan mucho y más si son de verdá.
—Sí, una a-néc-dota, con ce, es un hecho breve y curioso que ha acontecido, aunque muchas veces es inventado, y tiene alguna relevancia para quien la cuenta o en general.
—Pues cuenta, cuenta —. Y Don Mauro, más o menos adornado, contó lo sucedido entre el rey Salomón y la Reina de Saba que pasaron a la Historia, él por su sabiduría y ella por su hermosura.
—Ésta quiso tener descendencia y pensó en el sapiente rey como padre de su progenie. Le mandó una misiva en la que describía unos hijos tan inteligentes como Salomón y tan bellos como ella. El rey, que hizo honor a su fama, le contestó con una pregunta: ¿Y qué pasaría si los hijos salían tan feos como él y tan tontos como ella? Con lo cual, la correspondencia se interrumpió, claro.
—¿No me digas? —exclamó más que preguntó Gertru—. El rey Salomón ese sería sabio, pero nada románico.
—Romántico.
—Eso, ni pizca de romántico. Tratar así a una bella reina. Vamos, hombre.
—¿A ti te gustaría ser reina?
—A mí, ca, hombre, ca.
—¿Ni siquiera mi reina?
—¡Qué tonto eres a veces!
—O sea, que criticas al rey sabio por no ser románico como tú dices, y cuando lo soy yo, me criticas a mí.
—Yo no te critico a ti, ya me ha enseñó la señorita Pepita qué es hablar con la boca pequeña, y que nada tiene con poner los morros así —Gertru hizo una mueca, entreabrió y sacó los labios hacia fuera—. Don Mauro no pudo dejar de responder a tan dulce invitación, y depositó un beso en esos labios que sin proponérselo había ofrecido la joven.
—Eso no vale. Es trampa y a traición.
—No, no señorita. Eso forma parte del romanticismo. Lo siento, pero no he podido resistirme.
—No tienes porqué disculparte, yo de niña hacía muchas trampas.
—O sea, que eres una tramposilla.
—Digamos que sí. Hace fresco, ¿no?
—Si quieres volvemos ya.
—Será lo mejor. Nos hemos alejado mucho y quería ayudar a la señora Casta a envolver y a freír las cocretas.
—Croquetas.
—Pues las croquetas.
—Mira, el plato preferido de Juanín. Servanda se las hace mucho, dice que tienen mucho alimento.
—Pues luego le subo unas cuantas, para que las fría mañana mismo, si no se estropean.
No hablaron más hasta la despedida. No lo necesitaban. Con solo tenerse al lado y revivir, por ejemplo, la última media hora, les era suficiente. Cuando llegaron al portal, ni se despidieron. Tan solo una mirada y un roce de manos, mientras él comenzaba a subir los escalones y ella a abrir la puerta del chiscón.
—¿Por qué has vuelto tan pronto, Gertru? Ya henvolvío yo las cocretas…
—Croquetas, Reme.
Don Mauro sonrió al alcanzar el primer rellano de la escalera mientras metía la llave en la cerradura.
———— o O o ————
Hay quien opina, sin negar otras opciones, que al hombre le distingue del resto de su entorno su capacidad para crear arte, su imaginación. Otros, su capacidad de raciocinio. Y otros, como yo, aunque no sé quienes, opinamos que es la intuición, en su más extenso significado, la que nos dota de esa particularidad, de esa distinción de ser distintos. Y estoy seguro, porque no todos estamos dotados para el arte, y muchos, ni siquiera “razonan”, pero todos sin excepción intuimos en mayor o menor grado. Y cuando lo hacemos, los errores se cuentan con los dedos de las manos. No pongo la intuición por encima de la razón o del arte, sólo digo que estos dos últimos están basados en nuestras percepciones físicas y los científicos han demostrado que, a través de ellas, nos engañamos a nosotros mismos y a los demás. Vemos movimiento donde sólo hay imágenes estáticas, eso sí, proyectadas secuencialmente a una velocidad determinada, por ejemplo. Un círculo negro parece más pequeño que el mismo circulo pintado de blanco. Pero si intuimos que algo o alguien nos va a hacer daño, siempre respondemos, nos preparamos para defendernos, no nos engañamos ni aún equivocándonos. Y eso le pasa a Gertru, aunque ella no columbre peligros. Intuye un secreto. No sabe cual. A través de su inocencia, y su confianza en don Mauro, no juzga ni prejuzga. La fuerza de una intuición supera la de un razonamiento y nos ayuda a elegir un camino u otro, a pesar de que nuestra razón nos dicte lo contrario. Así, Gertru, siempre acertará más que se equivocará. ¿Acaso la esperanza no es una intuición?
———— o O o ————
Cuando Antón abrió el ojo, como en los últimos días, necesitó cierto tiempo para ubicarse y más teniendo en cuenta el motivo de su despertar: el canto del gallo. Al caer dónde estaba, percibió que la luz que reinaba en la estancia era mejor que la tarde noche anterior. Pero se equivocaba, la luz que penetraba por el ventanuco, siempre cerrado, era nula. Eran sus ojos los que se habían ajustado a la situación. Se incorporó y se notó solo. A pesar de ello levantó la voz con un “¿buenos días?”. Nada, de la pareja sólo vislumbró sus enseres y escuchó el crepitar de su hogar. Recordó entonces la palancana y los dos cántaros de agua y usó la potable. Salió al campo y una bofetada de frío le hizo volver de inmediato a la cabaña. A punto estuvo de cerrar y olvidarse del mundo exterior. Pero se sobrepuso y se dirigió donde el día anterior habían bebido las reses bautizadas como Toru y Güe. Se lavó la cara y el cuello, y se restregó las manos y los brazos. Se secó con un paño que colgaba de un clavo, aunque no estaba todo lo seco que hubiera necesitado. El jabón casero que yacía sobre la esquina del bebedero lo vio tarde. No le ocupó porque no pintaba muy bien. El día ya anunciaba su llegada por sí solo, aunque los montes luchaban por mantener la intimidad de los valles. Trató de escudriñar el horizonte, pero le fue imposible distinguir nada, y supuso que Queitano y Xana habían salido ya a sus quehaceres. Para cerciorarse, a pesar del frío dio la vuelta a la casa, por el lado del gallinero, y cotilleó de nuevo en el interior del pesebre. Volvió a encontrarlo vacío, pero al entrar un poco más pudo distinguir unas manchas rectangulares sobre el heno. Se acercó y pudo ver dónde habían pasado la noche sus anfitriones. Soltó la esquina de la manta con un sentimiento mezclado de agradecimiento y de vergüenza por haber sacado de su cama a la pareja. Otra sensación le cruzó por el estómago. Era hambre. Volvió a la casa abrazado a su corto cuerpo y golpeándolo por el frescor del alba. Buscó la mochila y extrajo todas las provisiones que le quedaban. Su manía por el orden le hizo colocarlas sobre la mesa como si los alimentos fueran a pasar una revista militar. El aroma que impregnaba todo y la escasa luz que salía del hogar le invitaban a comer algo caliente. Recordó las palabras de la mujer que le ofrecían la posibilidad de repetir del guiso. Se decidió por éste. Buscó un plato y el cazo de madera y se sirvió una generosa ración humeante que acompañó con las galletas que le suministrara Pantaleón. Cuando sorbió la última cucharada, que en realidad fue directamente del plato, quedó satisfecho. Al dejar los utensilios en el limpio fregadero, distinguió en la pared un rectángulo más claro que el resto de la estancia. Era la luz que peleaba por entrar en la caballa, la luz de ese sol que ya empezaba a reinar sobre todo lo que alimentaba. Volvió a salir más abrigado y pudo distinguir todos los tonos verdes que renacían de los grises de la noche. El nuevo azul se oponía al nuevo verdor, pero unas nubes que venían del norte amenazaban la primacía del astro rey. A pesar de recibir ya de lleno sus rayos, el frío y la humedad se colaban entre sus ropas. “Habrá que caminar para entrar en calor”, se dijo Antón. Ubicó, más o menos el punto donde le parecía que el día anterior había localizado a la mujer y hacia allí se dirigió tranquilamente. Pero en el trayecto, la preocupación ganó a la tranquilidad. Su encargo no iba a terminar bien. ¿Cómo iban a dejar estas gentes todo esto abandonado? Otra vez las necesidades primarias se imponían a todo lo demás, recortaban la libertad de las personas sin recursos, individuos que se partían la espalda y el alma para sacar a la tierra un mendrugo de pan, mientras esa misma tierra y esos mismos hombres recibían una simiente que al florecer dividiría a los españoles en dos facciones irreconciliables unos años después. Cuando alguien no tiene qué perder, ni la libertad siquiera, y se junta con otros tantos en su misma situación, es la desesperación lo que se hace con la voluntad. La ideología viene después, cuando los historiadores buscan respuestas a las atrocidades, para poder ofrecérselas a los demás, y cuando el poder de los mandos necesita que los integrantes de cada facción se odien, porque al odiar se mata más y mejor. Y eso sin olvidar a los terceros en discordia que con sus dineros terminan porque la balanza de las guerras caiga para un lado o para otro. La pesadumbre de Antón por sus pensamientos, le hizo ralentizar el paso y parecer más pequeño de lo que ya era. Llegó al lugar donde se subiera al carretón, paró y miró a su rededor.
Pero nada, no vio a ninguno de los habitantes del valle, sólo animales, algunos maniatados con apeas. Siguió su leve subida hacia la ladera del monte. Al rato escuchó unos golpes secos y acompasados. Cuanto más se alejaba de la casa, más claros los oía. Pero seguía sin ver a nadie. Cualquier aldeano que hubiera oído aquellos sonidos, los hubiera reconocido como los que produce el hacha al herir el tronco de un árbol. Pero Antón de lugareño asturiano tenía poco. Dentro del bosquecillo al que había llegado siguiendo el eco de los golpes, se despistó más. Salió de entre los robles y comenzó a recorrer el perímetro del robledal siempre con la vista fija entre los árboles. En un momento determinado, le pareció ver una nube de polvo que salía de detrás de unos troncos alineados. Se introdujo en el bosque y distinguió por fin a la mujer.
De pacma.es. Caballo "patiatado" con apea. |
—Buenos dies —gritó Antón, pero Xana seguía con su duro trabajo de espaldas a él. Se acercó más, esperó el golpe del hacha y después repitió el saludo asturiano—. Buenos dies, Xana.
—Ah, buenos dies —contestó la leñadora al volverse— Ya veo que se ha levantado.
—Y usté antes que yo.
—Una ya está acostumbrada. Nuestro reloj es el gallo, con su canto nos levantamos y con su canto nos acostamos. Y el hambre también, contra él vivimos. A ver si han puesto las gallinas y almorzamos huevos. Luego tenemos pollo para comer. Espero que me dé tiempo a todo.
—Entonces, me gustaría ayudar, sabe.
—Pues espere que eche abajo este pobre y me ayuda a desramarlo. Porque no le veo a usted planta de leñador.
—Déjeme intentarlo, no parece difícil.
—Como quiera, pero el hachu pesa lo suyo, eh. Tome.
Antón comprobó el peso del hacha al levantarlo, y atacó malamente el roble. A punto estuvo de causar una desgracia. Al asir del centro el astil de la herramienta, y golpear con todas sus fuerzas el tronco, la cabeza afilada no hendió la madera, sino que, al entrar con el ángulo equivocado, rebotó con violencia y Antón no pudo amortiguar la protesta del hacha que voló por los aires. Por suerte no encontró nada que estorbara su vuelo. Ninguno de los dos dijo nada, pero el hombre, pálido como la cera, se acercó a la herramienta, la recogió y se la entregó a aquella mujer que era de las de digo y hago(2)
.
—Está claro que así no voy a ayudar, sólo a estorbar. Soy un desastre.
—¿Le parece poco lo que ha hecho ya?
—No he hecho nada. Bueno sí, casi le corto a usté la cabeza.
—¿Llegar hasta aquí desde Madrid, no le parece suficiente?
—Bueno, si habla de eso, sea, porque a mi también me parece mentira, se lo aseguro.
—Déjeme acabar y podrá ayudar. Me ahorrará mucho tiempo, eso también se lo aseguro yo a usted.
Antón obedeció y se retiró un poco del roble herido. Observó la gracia de aquel cuerpo que, a pesar de la rudeza del esfuerzo, no perdía los movimientos femeninos de una danza ancestral. Con más maña que fuerza, Xana terminó por herir de muerte al gran roble enfermo y seco , y que terminó por caer por la gravedad . Todo ello después del grito de la leñadora que avisaba de la caída. El ruido que produjo el árbol al venirse abajo, largo y rotundo, jamás se le olvidaría a Antón. Sonido que, en un principio, le pareció lastimero y terminó por ser un quejido doloroso. A pesar de la humedad, el entorno se llenó de polvo y maderas partidas y astilladas.
—Espere a que baje el polvo y la hojarasca y podrá ayudar. Mire —señaló Xana un talego apoyado en otro roble—. Coja uno de esos hachos y limpie de ramas el tronco del carbayu(3)
. Métase con las más finas, las otras me las deja a mí.
—De acuerdo.
—Y quítese algo de ropa, va usted a sudar mucho y eso no es bueno, luego uno se queda helado y entra en enfermedad. Por mucho que se quite, va a entrar en calor enseguida. Y empiece por la copa y vaya bajando hacía mí.
Antón no pasaría frío. El trabajo nuevo no se le daba mal, aunque llegó un momento en que su hacho ya no horadaba la madera. Al verle parado de pie, Xana le preguntó y él le contó lo que le ocurría.
—Es que rebota como el otro. Hasta aquí he llegado.
—Eso que lo dice usted, pues no nos queda. Es que pierden el filo, y debe afilarlo. Dentro del saco hay una piedra de afilar. Afile el suyo y luego me la pasa, este está ya igual. Aunque está llegando a las ramas gordas y poco avanzará ya. Haga lo que pueda —. Y así fue, una vez afilado su hacho volvió al tajo, pero las ramas ya empezaban a tener un grosor que necesitaban de una herramienta más contundente para ser desgajadas del tronco —. La madera del carbayu ye bien dura, pero muy buena para el llar. Aunque tiene que secarse cerca de un año, si no da humo y no prende bien. Déjelo ya. Ahora póngase a quitar lo verde de las ramas y córtelas de su tamaño.
—¿Qué tamaño es el suyo?
—Del suyo, de su altura más o menos.
—Pequeñas, quiere decir.
—No, de su tamaño. Aquí los homes no se miden por su altura, sino por hasta dónde están dispuestos a llegar. Mire, allí tiene un tocón en el que apoyar las ramas. Luego, colóquelas fuera del bosque para que Queitano pueda llegar bien con el carro y cargarlas.
—De acuerdo.
Todavía andaban en ello cuando Antón sintió el aguijón del hambre, pero no dijo nada, tan sólo bebió de la calabaza que había visto junto al talego de herramientas. Al poco fue ella la que tomó la iniciativa.
—Mejor será que repongamos fuerzas, si no, no vamos a poder seguir —. Cuando regresaban a la cabaña, oyeron el tañido de la pequeña campana—. Mire, no somos sólo nosotros los que hemos hecho hambre. ¿Se imagina no tener algo que llevarse a la boca?
—La verdá es que no. Nunca me ha pasado, aunque tampoco me ha sobrado.
—Pues nosotros sí. Ha habido años que nos teníamos que beber el caldo de cocer el heno y comer las bellotas. Pero ya no, hemos aprendido mucho desde entonces. Aunque las bellotas nos siguen gustando, las recogemos para los animales. A Toru y Güe les gustan mucho.
———— o O o ————
—No sé, Carmina. Ponerme otra vez a enseñar me da pereza, después de tantos años.
—Pero tampoco nos vendrían mal unas pesetas.
—Mujer, ya sabes que yo no pienso en eso.
—Nunca lo has hecho, es verdá, y no lo vas a hacer ahora.
—Pero nunca hemos pasado penalidades ¿no?
—En eso te doy la razón, penalidades no, si exceptuamos.... Pero ahora deberías hacerlo por necesidad.
—¿Necesidad? No te entiendo.
—Hablo de la necesidad de tu supuesto alumno.
—Ah, qué susto.
—No me has dicho que es un isidro, que vive en Pozuelo de Alarcón, y que tiene un hermano pequeño a su cargo.
—Así es, es lo que me contó Mauro.
—¿Y no te has llenado siempre la boca de la igualdad de oportunidades que debería existir? Pues ahora tienes la oportunidad de actuar en consecuencia.
—Lo que no sé, es si me llega tarde. Eso ya deberían arreglarlo, o al menos intentarlo, Javier e Israel.
—¿No me digas que vas a tirar la toalla? Vaya ejemplo que les vas a dar. Venga, hombre, que te lo pide un caballero de la cabeza a los pies. Y además de forma altruista.
—Porque no soy celoso, si no… —bromeó Cirilo.
—¡Qué tonterías dices! Soy una mujer casada, tú mejor que nadie lo sabes.
—Sí, pero dime si no eres coqueta.
—Pero no coqueteo con nadie. ¿Qué te has creído? Aunque tienes razón si lo que has querido decir es que soy sensible a la educación y la caballerosidad. Y no me olvido de la generosidad de Mauro. Eso sí, tú deberías tomar nota.
—¿Tomar nota? Si el que tiene que invertir tiempo y esfuerzo no es tu caballero andante, sino un servidor. Pero si insistes…
—No. No quiero que lo hagas porque quiera yo, sino porque quieras hacerlo tú. No me apetece que luego vengas con facturas, como tantas veces.
—Está bien, me he convencido, bajaré a comunicárselo a Mauro. Aunque si quieres le dejo recado de que suba a verte, digo, a vernos —Cirilo usó el error voluntario y el retintín.
—No —Carmina no se dio por aludida—. Mejor será que vayas a la fabrica, a estas horas estará en el trabajo.
—Bien, pues me acerco antes de hacer la compra. ¿Necesitas algo?
—No, lo de diario, pan y leche, dos cuartillos. Ah, sí, y súbete cuatro huevos.
—Me arreglo y me voy.
—Ah —gritó Carmina al irse Cirilo a la alcoba—. Y una bobina de hilo blanco. Dile a la dependienta que es para mí, ella sabe la que gasto.
—¿Algo más? —contestó también a gritos Cirilo.
—No, eso es todo. Gracias.
Cirilo salió a la escalera y, al llegar al primer piso, se volvió. Entró en casa, fue a la cocina, y revisó el fogón. Después fue a la salita y dio un susto de muerte a Carmina que no le esperaba ni le había oído volver.
—Uy, por Dios, casi me da algo. ¡Qué susto!
—Lo siento, creí que me habías oído entrar.
—¿Con la radio puesta?
—¿Y yo qué sabía, mujer?
—Menudo susto, Cirilo. Otra vez avisas al entrar en casa si no te espero. Siempre lo haces
—Vale, lo haré, aunque esté recién ido.
—¿Y a qué narices has vuelto, si se puede saber?
—¿Se te ha quemado algo?
—¿A mí?
—Ya, ya sé que en casa no, pero en la escalera huele a quemado.
—Será el brasero de algún vecino que no tira bien.
—Será. Me voy, hasta luego.
El mismo comentario que hiciera a su mujer Cirilo se lo hizo a la Señora Casta, que también lo había notado. La portera le informó de que no se veía humo por la escalera, cuestión que él confirmó. Y llegaron a la misma conclusión que Carmina, un brasero que tiraba mal.
—Buenos días —saludó Cirilo un tanto extrañado de ser recibido en la oficina de don Mauro por un crío.
—Buenos días —contestó Balín.
—Perdona —la diferencia de edad con el niño le hizo usar el tuteo al recién llegado—, busco a don Mauro.
—Está ahí dentro. Pué pasar, pero antes toque la puerta, podría llevarse una sorpresa.
—¿No está solo? —se extrañó Cirilo.
—Sí, claro questá solateras.
—Ah —más sorprendido, Cirilo siguió la recomendación del chaval, y se anunció con dos taques antes de entreabrir la puerta del despacho—. ¿Mauro?
—Sí, pase.
—Buenos días —terminó de abrir la puerta el visitante.
—Hombre, don Cirilo, no le espera a usté.
—Si sigue con el don, me voy.
—No se lo tome así, hombre —dijo don Mauro al rodear su mesa y salir al encuentro del que le sobraba el don con una sonrisa. Le tendió la mano y aquél se la estrechó con firmeza—. Tome asiento, por favor, está usté en su casa, bueno en su despacho.
—Gracias, verá, he estado pensando sobre el asunto que le ocupa. ¿Ése es el muchacho en cuestión? —señaló la visita hacia atrás.
—No, para nada. Balín es de los que quieren aprender trabajando. ¿Pero, tiene importancia de quién se trate?
—No, para nada. Ya me ha puesto usté al corriente de su situación, la persona, da igual. Era simple curiosidad. Me ha caído bien el crío.
—¿Debo entender que acepta mi encargo?
—Sí, puede decirse que sí.
—Me alegro. Por cierto, seguramente conozca ya a su alumno. Come con su hermano todos los días en la portería, con la señora Casta e hijas. Allí quizá le haya visto, es muy fuerte y grandote.
—Creo que sí, creo que le tengo visto. Siempre me he preguntado si serían sobrinos o familia de la portera.
—No, el muchacho en cuestión, Venancio, es el novio de la hija de nuestra portera.
—¿Ah, sí? Esa muchacha es muy agradable, y la otra, su amiga también. Ahora recuerdo que un día, la más guapa, nos regaló unos frutos de huerta y, si no recuerdo mal, me parece que dijo que los había traído un tal Venancio. Sí, sí, ahora me acuerdo perfectamente.
—Sí, los dos hermanos son buenos muchachos. Recientemente han pasado por situaciones muy dolorosas que no vienen a cuento. Ahora, el pequeño, Joselillo, va a la escuela, ahí cerca, en el nuevo colegio que han abierto los hermanos Maristas. Y el otro, como creo haberle dicho, no tiene trabajo y, como dice él, lo único que sabe es trabajar la tierra y vender lo que produce.
—Pues aquí en la ciudad, poco labrantío hay ya, y menos trabajo de labriego.
—Algo queda, si, pero trabajo no dan. Es la era de las fábricas, caballero. Bien, Cirilo, ahora que ha aceptado, deberíamos fijar sus honorarios. Y antes de ello quería pedirle que no se lo comentase al mozo, ya que yo me haré cargo personalmente de la mitad de lo que usté decida cobrar.
—Bien, como nadie sabe el tiempo que va a necesitar Bernardo…
—Venancio —corrigió don Mauro.
—Venancio, sí. Como no sabemos el tiempo que vamos a usar, me veo obligado a darle un precio por hora, si le parece bien.
—Claro que me parece bien. No veo otra manera de saber a priori un importe fijo sobre el que negociar. ¿Ya tiene pensado el precio de la hora?
—Sí, un céntimo.
—¿Cómo que un céntimo?
—No se sorprenda, a usté sólo le repercute la mitad. No es tanto, ¿no?
—Pero es ridículo.
—Perdone, ¿pero me está usté llamando ridículo a mí?
—No, no, perdone. Lo que quiero decir, es que el precio es ridículo. Va usté a trabajar, prácticamente gratis.
—Bueno, pues si usté se siente mal, puede enviar unos bombones todas las semanas, mientras dure el cursillo. ¿Eso le parece más justo?
—Pues no, pero algo es algo. Aunque aún así…
—No intente entenderlo, yo mismo no lo entiendo.
—Cirilo, esta conversación comercial con usté es la más rara que he tenido jamás en mi vida.
—Eso me achaca Carmina, que soy muy raro. Yo no lo veo así, pero son los demás los que nos juzgan, si bien a mí sólo me influye lo que yo mismo pienso de mí. Y por ahí podríamos encontrar el motivo que buscamos sobre mi aparente rareza.
—Pues bien, sólo falta que fije usté el día y la hora, y que yo se lo comunique a Venancio. Salvo que quiera ser usté…
—No, no. A mí no me gusta ser protagonista de nada. Sea usté quien se lo anuncie.
—Como quiera.
—Dígale que el próximo lunes a las diez suba a mi casa.
—Me parece muy bien.
—Lo dicho, dígale que el lunes le espero.
—¿Necesita llevar algo?
—No, yo tengo en casa de todo, soy muy fetichista con mis utensilios de trabajo.
—O sea, que el precio incluye material, ¿no? —bromeó don Mauro.
—¿Cómo no habría de incluirlo?
—Sí, claro, su precio lo justifica —sonrió el bromista al levantarse.
—Pues eso —también se levantó la visita—. Venía con ciertas dudas, pero al hablar con usté, se han disipado todas. Muchas gracias.
–Todas las gracias debe llevárselas usté, aquí no debe quedar ninguna.
—Lo dicho —. Se estrecharon las manos y ambos, satisfechos y orgullosos, siguieron a lo suyo. Si bien, otro tinte tendría la siguiente entrevista de Cirilo tras la compra, ésta en su casa con Carmina por el precio de los honorarios de su marido:
—Pues para eso, no haber cobrado nada. Eres muy raro Cirilo, que te lo digo yo.
—La rara eres tú por no enfadarte.
—Anda que no me tiene que pasar nada a mí para enfadarme. Me voy a enfadar yo, sí, y menos por hacer lo que hay que hacer. Más quisieras tú verme triste y enfada.
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De nuevo la tragedia zarandeó a los vecinos del numero cuatro de Españoleto. En esta ocasión les visitó uno de los tantos accidentes caseros que se producen a diario, y que, afortunadamente, no todos acaban como terminó éste. La visita se produjo en el tercero derecha, y un brasero y una mesa camilla fueron su origen. Como todos los días de invierno la señorita Pepita encendía el brasero, prendía el cisco y le dejaba en el descansillo de la escalera tapado con la clásica caperuza a modo de chimenea. Su hermana Paulita, que sufría de la reuma, era, además friolerilla. Aquella bendita mujer tenía la costumbre, durante su mucho tiempo libre, de sentarse a leer pegada a un balcón con las cortinas y visillos descorridos. Entre las dos hermanas, no sin esfuerzo por la edad y la reuma, colocaban la mesa camilla, vestida como ellas hasta los pies, con unas faldas pesadas y verdes, junto a la ventana. Después, la mayor verificaba que la combustión del brasero fuera la correcta. “Si supieras cuánta gente ha muerto asfixiada, Paulita. Con el brasero hay que andarse con mucho ojo, deberías abrir una rendija el balcón, mujer. Por eso lo enciendo en la escalera, y por eso lo
dejo fuera a la noche”. Es lo que Pepita decía siempre, mientras encajaba el recipiente, ya sin tapa pero con rejilla, en el agujero practicado en la balda inferior de la camilla. Para ello Pepita sujetaba las pesadas faldas para que no rozaran en la brasas y tras la admonición de Pepita, hablaban de su día a día, y ese día tocaron el tema de sus dos alumnas y de sus respectivos novios. En especial alabaron a las muchachas por su interés en aprender y su rapidez en hacerlo. “Las dos son unas pispas, pero inteligentes, Pepita, ya te lo dije yo nada más hablar con ellas”. Una vez sentada, Pepita con las faldas de la mesa arremangadas y sobre el regazo, abría el libro y, al calor del brasero leía, bien los Evangelios, bien a San Agustín o a cualquier otro u otra prócer de la Iglesia. Rara vez leía otro tipo de literatura. Esa mañana, antes de que empezara, Pepita la interrumpió, cosa que rara vez hacía, para indicarle que se iba a la compra y a encargar más cisco y astillas a la carbonería. Paulita, con esa mirada tan dulce que la caracterizaba, le dio a entender con un gesto que le había entendido, y sin una palabra se despidieron. Sería la penúltima despedida, y la última vez que Pepita viera con vida a su hermana menor. El paraguas que levantara, a modo de saludo, hubo de usarlo nada más salir a la calle. Unos nubarrones negros cubrieron el cielo y comenzó una lluvia persistente y cansina. Mientras, Paulita leía cada vez con más dificultad por la falta de luz natural. Y llegó un momento en que la claridad que entraba a través del balcón no servía para nada. Pepita se destapó las piernas, achacó a su Señor la bendición del agua, puso la señal en el libro, una estampita del Cristo de los Faroles, lo cerró y se levantó. Retiro la silla y la alejó. Después le tocó a la mesa, y con menos éxito también consiguió moverla como para poder abrir una rendija el balcón. Ahora que se iba a colocar en el centro de la habitación, podría tener abierto un poquito, por seguridad y recordó con una sonrisa en la boca el comentario diario de su hermana: “Si supieras cuánta gente ha muerto asfixiada, Paulita…”.
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—No, no lo sé, Pepita, pero si tú quieres que tenga cuidado, lo tendré. Dios, Nuestro Señor, te pague tus cuidados, Pepita.
Tras esta contestación que, por supuesto, su hermana no oyó, se puso a la tarea de llevar la mesa al centro de la habitación, debajo de la lámpara de cinco brazos que, en su momento, les instalara el pobre señor Jesús, “que en gloria esté”. "Ahí veré mejor". A pesar del dolor de pierna que, a veces se mudaba a la otra, y otras a los brazos y espalda, y que le recordaba la cantidad de articulaciones que tiene el cuerpo humano, asió la mesa por el tablero y con los brazos abiertos y el tablero redondo apoyado en su estómago, intentó alzarla un poco para moverla. No lo consiguió, y miró el enorme volumen que descansaba sobre el tapete de ganchillo almidonado. Había encontrado que el amigo se había convertido en enemigo, pero no lo trató así. ¿Quién puede llamar pillín al primer libro que Gutemberg imprimió? Ella. Agarró el volumen con las dos manos, lo abrazó y lo llevó al aparador. “No me extraña que peses tanto con todo lo que tienes dentro, pillín”, y le sonrió. Aprovechó para encender la luz, cuya llave estaba junto a la puerta, frente al balcón. Volvió a la mesa y pensó en el gran invento que era la electricidad. “¿Cuántas sorpresas más nos tienes preparadas, Señor?”. Esta mujer veía a su Dios en cualquier acto, en cualquier objeto y en cualquier cosa. Sólo tenían que cumplir un requisito: no ser malas. Las que no tienen importancia, las indiferentes, los objetos más cotidianos podían contener la gracia de Dios o ser motivo de alegría por su manifestación a través de ellos. Otras personas hemos nacido con miopía, qué le vamos a hacer. Hizo el segundo intento, ya sin el pillín jugando a favor de la gravedad y esta vez sí logró que la mesa se despegara del suelo, aunque los faldones, junto a sus pies, rozaran contra él. Y ese detalle tan nimio fue lo que provocó el incendio. Al sentir todo el peso sobre sus maltrechos riñones quiso ser rápida. El primer paso lo dio, pero el segundo se lo impidieron los faldones o la alfombra, eso jamás lo sabría nadie. Tropezó y cayó antes que la mesa camilla. De no haber estado sola en casa, el accidente hubiera sido menos grave, si acaso una cadera o un brazo roto y unas cuantas contusiones, unos faldones chamuscados y una alfombra para tirar. Pero estaba sola. Su Dios la reclamaba para disfrutar de su sonrisa
(4)
. Al caer, por lo menos perdió el conocimiento y las brasas del oculto brasero tomaron posesión de todo lo que podía arder bajo ellas, animadas por la pequeña corriente de aire que provenía del balcón. Con una combustión sin llama y lenta, se quemaron faldones, tapete, mesa, alfombra, falda, blusa y toquilla. En la calcinada cara de aquella mujer, se adivinaba una sonrisa producida por la satisfacción de haber podido levantar la mesa gracias a Dios. Así se la encontró su hermana al volver. Las brasas del cisco incandescente esparcido produjeron un humo cuyo olor llegó hasta algunos vecinos sin saber de donde venía, olor que disimuló el tiro del balcón que, por un golpe de viento, se había abierto del todo(5)
.
[Continuará]
(1)[Volver]
De tal palo, tal astilla. Diccionario de Autoridades, tomo IV, 1734, pág. 131, edición facsímil, ed. Gredos, 2002, entrada hastilla: «[...]. De tal palo tal hastilla. Phrase proverbial, con que se explica que alguno mantiene las propriedades y inclinaciones de donde viene. Latín. Originem sapit [...]». El DRAE ya no lo recoge, ¿por qué? , no lo sabemos.
(2)[Volver]
De digo y hago. DRAE, 2014, 23ª edición, entrada mujer: «[...]. ~ de digo y hago. 1. f. mujer fuerte, resuelta y osada. [...]». Ya usó esta frase proverbial Tirso de Molina en su Antona García, 1636, estrofas 2686-2690: «[...]; parirá, si se le antoja,/diez muchachos en un día/y se irá, sin hacer cama,/al punto a podar las viñas./Es mujer de digo y hago [...]». Fuente: Instituto de estudios Tirsianos GRISO, Universidad de Navarra, leído en el Centro Virtual Cervantes (CVC).
(3)[Volver]
carbayu, roble, asturiano.
(4)[Volver]
Y a mí me dejó un dolor, que por ser niño pronto olvidé y que ahora vuelve a aparecer aplacado por la distancia y el cariño.
(5)[Volver]
Descanse en paz esta mujer y espero que su esperanza haya tenido recompensa. Gracias, señorita Paulita, y gracias también, señorita Pepita. Nunca pensé que después de cincuenta y cinco años me pudiera emocionar con sus recuerdos. A ellas debo, entre otras cosas, el inicio de mi biblioteca tan útil antes como estorbo hoy. Aunque a mí el papel me guste más que el plasma.
Emocionados tus recuerdos de las señoritas Paulita y Pepita. Me apena que otro personaje (en este caso real) también se nos vaya. El pago del estipendio a Cirilo sí que es un símbolo, aunque se le nota la generosidad a una legua.
ResponderEliminarA lo tonto, a lo tonto, llevamos ya...¿cuántas semanas? A esperar la próxima. Abrazos
Tantas semanas como entregas: 42, jaja. Ya queda menos para llegar al final. La muerte, en el fondo, nos salva de la eternidad. Gracias, Ligia, un abrazo. JC.
ResponderEliminarPor aquí el "de tal palo tal astilla" se dice "like father like son" ("de tal padre tal hijo"), más literal en la mayoría de los casos.
ResponderEliminarMe ha divertido mucho la conversación entre Cirilo y Don Mauro, la verdad.Pero luego casi me haces llorar con la nota 5.
Cq.
Bueno, una lagrimita no viene mal de vez en cuando, jaja. Aquí también se dice (decía) de tal padre tan hijo, pero yo creo que no era una frase proverbial, sino coloquial y verdadera. Gracias, cq.
EliminarQue pena. No esperaba un final así para esa persona tan generosa.
ResponderEliminarEs verdad lo que dice Carmina, mejor no hubiese cobrado nada, Jaja.
Hay que ver la fortaleza de Xiana, eso sí es trabajar no las boberías de ahora.
Veremos como se desarrolla la historia, siempre nos sorprende. Bueno, de eso se trata.
Saludos y hasta el lunes.
Pienso que los individuos se ajustan a su entorno y que éste influye mucho en nuestro carácter. Eso no quiere decir que desprecie el valor de la persona. No son lo mismo tres hijos con lavadora y "dodotis" que sin ella y lavando picos. No por ello la madre de hoy es menos que la madre de ayer. Acaso les valoremos más porque tememos que se nos estropee la máquina o no encontremos los pañales en la tienda, jaja. Me alegra que te sorprendas un poquito todos los lunes. Ya le he expresado mi opinión sobre la muerte a Ligia, pero también pienso que hay personas que no deberían morir. De hecho, la única forma que yo (y creo que todos) he encontrado de que sigan entre nosotros es recordarles y llevarles contigo en el corazón. Gracias, Varinia, un saludo, JC.
EliminarVarinia, al leer tu comentario algo me llamó la atención este mediodía y no sabía lo que era. Ahora me ha venido a la cabeza. Es el nombre de la madre de Gertru, Xana. Tienes razón al llamarla Xiana, pero, de nuevo, me he equivocado. Lo cierto es que existen los dos nombres, Xana y Xiana, y que los he mezclado, pero el nombre que elegí en su momento fue Xana, que más o menos quiere decir "divina", de origen asturiano, Xiana es Juliana en gallego, creo. Lo he corregido en todos los lugares que lo he encontrado mal. Muchas gracias de nuevo. Un saludo, y lo siento. JC.
EliminarFántastico relato como siempre!!! Don Mauro y Gertru con una relación maravillosa aunque la de Carmina y Cirilo no tiene desperdicio tampoco, Pobre Paulita aunque por lo menos ha muerto con una sonrisa en los labios. Gracias por la nueva entrega hasta el lunes. Feliz semana
ResponderEliminarGracias a ti, Mar. No deberíamos perder nunca la sonrisa, ¿verdad?
ResponderEliminarFeliz semana también para ti. JC.
Como siempre, estupendo. Pobre Paulita. Me encantan estos relatos.
ResponderEliminarUn besote grande
Y como siempre, yo encantado con vuestros comentarios. Otro beso para las dos (prefiero pasarme que quedarme corto, jaja, como no sé si eres Carmen o Prady...), JC.
EliminarQue bonito ha estado el relato de hoy me ha encantado la negociación de Don Mauro y Cirilo y un poco triste por la muerte de la señorita, pero la vida es así, no todo es alegría.
EliminarFeliz semana.
Chary :)
Tienes toda la razón, Chary.
EliminarUn saludo, JC.
Y por fin me he puesto al día aunque no esperaba este final de entrega de hoy, que pena, pobre Paulita.
ResponderEliminarAntón está recibiendo una buena dosis de generosidad, la misma que está dando Cirilo =)
Gracias una semana más JC!
Besitos
Me alegra que hayas llegado hasta aquí. Mañana nueva entrega. Muchas gracias, Amanda, haces (hacéis) que el esfuerzo se olvide y troque en orgullo. Un beso, JC.
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