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lunes, 9 de noviembre de 2015

Relatos de COSOqueTEcoso (XXXIX)

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Entre puntada y puntada 
(XXXIX)


Venancio bajaba a lomos de la Perla camino de Madrid. Dejó a la derecha El Ventorro camino de La Cuesta de las Perdices. Saludó a la pareja de guardias civiles y siguió camino sin saber si estaba feliz del todo. Una nube daba sombra a su alegría porque la vida de Joselillo se había encauzado. Todo iba bien, pero él no tenía cómo ganarse la vida. Había que solucionarlo. Hablaría con don Mauro. Era el más capacitado que conocía para entenderle, y menos mal, porque tampoco conocía a tanta gente. Así es que, después de girar a la derecha por la glorieta de Alonso Martínez, que algunos madrileños seguían llamando de Santa Bárbara, y coger la calle Santa Engracia, giró por la segunda a la derecha y no por la tercera, como había pensado el día anterior. Llegó a la puerta de la fábrica de chocolates, se apeó y ató la burra a un árbol. Se quedó un momento parado pensando en quien sería aquél hombre con gafas(1)  que presidía la última plaza transitada. Entró en el edificio y observó que Balín no estaba sentado en el primer peldaño de la escalera que subía a las oficinas, como siempre le había encontrado a esas horas. Pensó que estaría corre que te corre por ahí ocupado con algún recado. Subió con una mano en la baranda mientras con la otra, en el bolsillo, asía los billetes de Manolo. Se llevó una sorpresa al ver al muchacho detrás del gran escritorio de Antón que empequeñecía más su figura, de por sí menuda.
Plaza de Alonso Martínez, 1905. De madridsingular.blogspot.com.es
—Vaya sospresa, Balín —saludó Venancio—. No esperaba verte sentao en un sillón y tan guapo.
—El Antón, que sa ido y el jefe ma nombrao secretario en fundiciones
—¿Y eso qués?
—Que hasta que no vuelva tengo que llevar el traje, sentarme aquí y atender este chisme —Balín puso la mano sobre el teléfono.  
—Mía tú qué bien. ¿Tabrá subío el jornal, no?
—No sé, ni tampoco mimporta mucho. Lo que no me gusta es estar to el día aquí encerrado y no poder correr por ahí. Y, además, aquí tampoco mentero de lo que dicen ahí bajo. Me lo pierdo to.
—Eso dice José, que en la escuela pué correr poco. En el recreo...
—Yo creo que man castigao por no querer ir. Pero, ¿qué tal le va? Desde quél toma clases, que no sé como le pué gustar, y a mí man hecho secretario, no hemos podido estar juntos ni un día.  ¿Tanta tarea le ponen?
—Sí. Pero está mu bien y mu contento, aunque todavía no está con los otros chavales. Pero seguro que pronto irá. Oye, ¿está don Mauro?
—Sí, no le visto salir.
—Gracias, Balín.
—Oye.
—¿Qué?
—Que toques en la puerta antes dentrar, te pués encontrar una sospresa.
—¿No está solo?
—Sí.
—Ah, vale —Venancio no entendió el consejo del muchacho, ni tampoco se imaginó cual sería la sorpresa si entraba de sopetón. Aun así, golpeó la puerta con los nudillos —. ¿Se pué?
—Sí, claro, pase… Hombre, Venancio —exclamó don Mauro que dejó el lápiz y se levantó  para saludar al recién llegado con un apretón de manos—. ¿Cómo estás? ¿Y tu hermano?
—Los dos bien, gracias.
—Ya, a Joselillo le veo casi todos los días en la portería, él vuelve de la escuela antes que yo a comer. A veces, le pregunto por ti.
—Ya, ya lo sé, don Mauro. Es usté mu amable.
—Bueno, siéntate y cuéntame, ¿a qué se debe tu visita?
—Verá —Venancio se levantó y sacó un pequeño fajo de billetes del bolsillo—. Esto es lo del Manolo, los dineros del arriendo de Huerta Baja, del primer año. 
—¿Y?
—Que quiero que lo tenga usté, no vaya ser que lo pierda o me lo quiten, y José se quede sin na. 
—Muy bien, como quieras, te haré un recibo. 
—No, no hace falta.
—Venancio, siempre que entregues tu dinero a alguien, para lo que sea, pide siempre un recibo. Sea quien sea quien reciba tu dinero. Nunca te fíes de nadie. Ni de mí siquiera. Las cosas bien hechas bien parecen. Que no te dé vergüenza ni reparo. Piensa en qué pasaría, por ejemplo, si me pasara a mí algo. ¿Qué alegarías para recuperar el dinero? No es sólo confianza. ¿Lo entiendes? 
—Sí, ahora sí. Pero es que dusté nos fíamos.
—Y yo de vosotros, pero no vivimos solos. Venga, que lo cuento, hacemos el recibo y todos tan contentos.
—Espere, antes tengo que coger algo pa la señora Casta, por el alojamiento de José y las comidas que nos pone en su mesa a los dos sin decir ni mu.
—Es una gran idea, Venancio. No había caído yo, tienes razón.
—Antes la llevábamos verduras, hortalizas y frutas, pero ahora… ¿Cuánto cree usté que la debo dar por el año?
—Así, de improviso, no sé. Pero, déjame un momento. Le quieres pagar todo el año, ¿no?
—Sí, como man pagao a mí.
—Me parece justo, sí señor. Ahora, otra cosa es que ella te lo coja, ya la conoces. 
—Pos entonces se lo daré a Reme y si no a Gertru. Ya me las buscaré.
—Bueno, pues yo creo que si le das sesenta pesetas sería un monto correcto.
—Le daré setenta, si no le importa a usté, José come de lo lindo —sonrió Venancio.
—Es tu dinero, a mí no me tiene que parecer bien, sino a ti. 
—¿Sabe? Mi madre nos insistió siempre que fuéramos agradecíos y generosos.
—Bien está, a mí me enseñaron lo mismo, pero para mí es más fácil. ¿Lo contamos ahora?
—No, espere, por favor. Yo también nesecito algo, poco, porque poco gasto, pero quería llevar a la Reme a bailar a mi pueblo.
—Tú verás. Además, no hay problema, si necesitas más de lo que cojas ahora, sólo tienes que pedírmelo.
—Es verdá. Así que yo cojo, yo cojo… —Venancio dudó—. Veinte, yo cojo veinte pesetas.
—Muy bien —don Mauro cogió el resto del dinero, lo contó, hizo un recibo y lo apuntó en una ficha—. Hoy es… —dijo mientras escribía—. Y hoy mismo sacas setenta en concepto de doña Casta y veinte en concepto de gastos de bolsillo de Venancio. Y el saldo a la fecha es… —terminó de escribir—. Así que el dinero y la ficha a este sobre que meto en este cajón del medio. Ya sabes donde está por si lo necesitas y no estoy yo. He puesto vuestro nombre completo en el sobre. Y toma, el recibo te guardas por si las moscas.
—Yo no sé leer.
—Aunque Joselillo sí. Pero espera —don Mauro dibujó a la Perla—, y así lo reconoces tú también.
—Vale. Aún me queda una cosa que contarle, aunque lestoy entreteniendo mucho.
—No te preocupes, dime —. En eso se asomó Balín después de golpear la puerta un par de veces.
—Don Mauro, le llaman de Vallalodí.
—Pues pásame la llamada de Valladolid, hombre.
—Es que no sé, se ma olvidao.
—Pero si es muy fácil. Bueno, espera, mejor salgo y atiendo la llamada en el teléfono de Antón, y luego te vuelvo a enseñar, Balín. Espera un momento, Venancio, por favor.

Venancio quedó a solas en el despacho y, como todos, curioseó con la vista. Miraba a su alrededor sin saber qué. Le llamó la atención un par de fotos enmarcadas en las que distinguió en la primera a una mujer desconocida y en la segunda a Gertru. Junto a ellas otra en la que se veía a un niño de corta edad que imaginó era Juanín. La mujer desconocida, también muy guapa, parecía algo mayor que Gertru. Iba muy bien peinada y con sombrero, elegantemente vestida. Tan absorto estaba en las fotos que cuando volvió don Mauro no le fue difícil adivinar dónde tenía la mirada fijada Venancio.

—La que no reconoces es mi mujer, a Gertru y a mi hijo ya los conoces de sobra.
—Perdone, don Mauro…
—No hay nada que perdonar, Venancio. Las fotos están ahí para que se miren. Además, la curiosidad, si no es malsana es positiva para el hombre. Bueno, dime, ¿cuál es ese último asunto?
—Yo.
—¿Cómo que tú? No entiendo.
—Sí, yo. No tengo na que hacer y el dinero no dura pa siempre. Y no quiero convertirme en un vago. ¿Sacuerda del Anselmo ese? —don Mauro asintió con la cabeza y con los labios apretados— Pos eso, ya mentiende.
—Perfectamente. ¿Y qué te gustaría hacer?
—Sólo sé trabajar el campo, y en mi pueblo no hay jornal que ganarse con eso. Hay muchos delante mía.
—Delante de mí —corrigió don Mauro.
—Eso, delante de mí. Y aquí en la capital hay campo, pero to es familiar.
—Entonces, sólo te queda una salida.
—¿Cuála?
—Aprender.
—Pero yo ya soy mayor pa ir a la escuela como José.
—Sí, es verdad, pero hay muchos tipos de escuelas. ¿Tú estarías dispuesto a estudiar para aprender un oficio o algo así?
—Bueno, sí, si no es mucho tiempo y no hay más remedio…
—¿Qué se te da bien, que te gusta?
—Aparte las tareas del campo, no sé. Me gustaba calcular a ojo el peso de lo que vendíamos en el mercao pa luego comprobarlo con la romana. Me gustaba hacer la suma de lo que me tenían que pagar y multiplicar el peso por el precio. Aunque eso lo tenía cacer con lapicero. Me gustaba hacer las cuentas de lo que sacábamos cunado engañábamos a...
—¿Quién te enseñó las cuentas? interrumpió don Mauro la duda de Venancio.
—Mientras vivió mi padre fui a la escuela. Y mi padre mayudaba con los deberes. Él, al ser el hermano pequeño sí fue, el otro no.
—¿Tío Eliseo, no?
—Sí, ese.
—Ahora te pido yo perdón por recordarte a quien no lo merece.
—No pasa na, don Mauro. Ya le tenemos olvidao.
—Bueno, déjame pensar y te cuento. Entonces te gustan la cuentas, ¿no?
—Sí, y también sé dividir, por una cifra, pero sé.
—¿Tú sabes lo que es el debe?
—Sí, lo que tengo que cobrar si me lo deben y lo que tengo que pagar si lo debo.
—¿Y el haber?
—Eso también. Yo lo uso mucho, por ejemplo, a ver hay que recoger las lechugas, es mu fácil.
—Bueno, no es eso, pero está bien, Venancio. Ya hablaremos. Y no te preocupes. Tampoco pasa nada porque descanses un poco, todos lo necesitamos. Tómatelo así y no te comas la cabeza. Y recuerda, tú nunca serás un Anselmo.
—Muchas gracias, don Mauro —ambos se levantaron y estrecharon sus manos—. Adiós.
—Adiós. Espera, salgo contigo a explicar a Balín por quinta vez cómo se pasa una llamada, antes se me ha olvidado. Todo lo que tenga que ver con aparatos eléctricos le da grima, se parece a mi padre.
—Hasta pronto, Balín.
—Adiós, Venancio.
—Oye —llamó don Mauro.
—Diga.
—¿Cuándo piensas llevar a Reme a bailar? Podríamos ir las dos parejas juntas. Lo digo por ellas. Les gustará, ¿no?
—Pos no sé, quizá el sábado, porque la Reme puede acostarse un poco más tarde.
—Pues si os apetece que os acompañemos, y no os importa, dile a tu novia que hablen entre ellas. ¿No te parece?
—Se lo diré y quellas sentiendan, sí. Ahora voy pa su casa.
—A ti no te importa, ¿no?
—¿A mí? No, claro que no, encantao, pero ca uno paga lo suyo, eh.
—Mejor, vamos a escote.
—¿Y eso qués?
—Pues que pagan tantos hombres como haya. En este caso, que todo lo que gastemos juntos se divide por dos, tú pagas una parte y yo la otra. Y me has dicho que sabes dividir por una cifra.
—Sí. Eso me paece bien.
—Entonces, ya nos veremos —Don Antón entró en el antedespacho—. A ver, Balín, ¿ves esa caja de madera en la pared, con una palanquita negra encima? Pues…

———— o O o ————

—No me está cundiendo nada la mañana, Carmina —anunció Cirilo al entrar en la cocina.
—Anda que a mí. Podías ayudarme, entre picar las hortalizas de la ensalada y los tropezones del gazpacho se me va la mañana y no doy una puntada. Y eso que el gazpacho ya estaba hecho de ayer. Y como al señorito le gusta pasado… Cuándo inventarán algo(2)  para triturar el tomate y el pepino y no andar con el almirez y el colador, que se pone todo perdido. Además acabas con los brazos muertos y tiritando. Luego no hay quien borde, ni haga nada.
—Ay que ver qué poco te gusta la cocina, ¿eh?
—Nunca lo he negado.
—A ver, ¿qué pico?
—No hables como si me perdonaras la vida, Cirilo. Corta el pan de ayer, no el que has traído hoy. Y luego el pepino y la cebolla. Ahora te lo paso yo que estoy con la ensalada.
—¿A qué hora comemos hoy?
—Vaya pregunta. ¿En esta casa se puede comer a una hora que no sean las dos?
—El otro día, cuando vino Israel, comimos antes.
—Por mí, porque le vi con hambre y delgaducho. Tú le hubieras hecho pasar gazuza, como dice él.
—Pero si cominos a la una y media, mujer. Total media hora no le hubiera matado. Vamos, digo yo.
—Tú siempre dices algo.
—Venga, que el pan ya esta cortado.
—Toma, la cebolla. No piques mucha que yo me echo muy poca. Ahora te paso el pepino. El pimiento está en la fresquera. Moja el cuchillo y deja correr el agua, así no llorarás.
—Eso son zarandajas. La que está todo el santo día llorando eres tú.
—Por lo que me ha tocado. Pero me habrás visto tú a mi llorar alguna vez… Si a pesar de todo ando siempre con la sonrisa en la boca.
—Menos cuando hablas, que también es todo el día.
—¿Que yo hablo mucho? Tenías que vivir con mi hermana.
—No gracias, contigo tengo bastante.
—¿Qué hora es?
—Espera, que me limpio las manos y te lo digo. O espera que voy a mirar el reloj del comedor mejor —. Cirilo salió de la cocina y volvió enseguida—. La una y media van a ser.
—Pues como dices que no te importa, comemos ya. Aquí en la cocina. Así que cuando acabes con la cebolla, cierras el grifo y pones la mesa. De segundo hay bacalao. Y ya sé que no te gusta el pescado, pero estaba barato. Y eso te pasa por no querer ir a la pescadería. Si fueras, elegirías tú.
—Me da igual el bacalao que la pescadilla. No me gusta ninguno.  Y es al único comercio que no piso para comprar.
—A ti ponte plato hondo para el gazpacho, a mí una de esas tazas blancas con dos asas. ¿Sabes cuál?
—Sí, mujer. Si soy yo quien pone todos los días la mesa.
—Para una cosa que haces en la casa siempre lo andas echando en cara.
—No lo decía por eso, sino porque sé que te gusta tomar el gazpacho en ese recipiente. Que todo te lo tomas como un ataque personal.
—Sí, ya. Pero entre col y col, lechuga(3) . Venga, aliña la ensalada, que yo voy calentando un poco el bacalao. Y no te pases de vinagre, que te gusta más que a un moro La Meca.
—Hablando de moros, ¿sabes quién es Mohamed, el que ayuda al carbonero  a servir el carbón a las casas, que va con un carro de mano y que…?
—Sí, sé quien dices. No se te olvide que también soy vecina de tu barrio.
—Pues la han tenido él y el carbonero.
—¿Por qué?
—Porque se ha negado a servir a unos marqueses que viven en la calle Zurbano. Dice que le miran mal y que no le dejan subir los capazos de carbón por el montacargas porque se mancha y como por él se sube la comida…
—El moro ese es más chulo que los que duermen en jarras.
—Pues yo creo que no.
—Venga, sienta. A comer. Y  no discutamos ahora por un carbonero.
—Vale, vamos a ello. 
—Antes de que me siente ¿Falta, algo? Luego me da mucha rabia tener que levantarme.
—Por mí, nada. Por ti a lo mejor la sal.
—Ya cojo el salero —Carmina sirvió después el gazpacho—. Échate los tropezones y si quieres más te echo.
—No, es suficiente, gracias.
—Ay, madre. ¡Qué cansada estoy! No he parado en todo el día. Me duele la espalda. Señor, Señor. Qué gusto.
—Venga, después de comer te echas un rato en la cama.
—Sí, hombre. Pues no tengo nada que hacer…
—La ensalada está muy buena —dijo Cirilo después de pinchar de la ensaladera.
—A ver —la probó Carmina—. Sí, tienes razón. Hoy no te has pasado con el vinagre —. Y siguió comiendo lechuga y demás.
—Sí está rica, sí —se relamió Cirilo después de la segunda pinchada.
—Pero, oye, la ensalada es el acompañamiento del bacalao. ¿Cómo puedes comer ensalada con el gazpacho?
—Pues como tú, pinchando la lechuga y la cebolla.
—No. Como yo no. Yo he comido porque tú has comido.
—¿Qué me quieres decir, que yo he comido ensalada y tú eres tonta, que culo veo, culo quiero?
—No. Tú me has obligado con eso de que estaba buena.
—¿Qué yo te he obligado? —se sorprendió Cirilo.
—Sí, tú. ¿Con quién estoy comiendo, con el moro chulo ese o contigo?
—Mira, Carmina, vamos a dejarlo. Y yo no he dicho que el moro sea chulo.

Si algún día Cirilo y Carmina terminaran teniendo nietos, el abuelo tendría muchas anécdotas que contarles de su abuela. No se iban a aburrir, seguro. Como él mismo. Nadie sería capaz de aburrirse teniendo al lado a Carmina. Acaso enfadarse, frustrarse, tirarse de los pelos, protestar, pero aburrirse jamás.

———— o O o ————

La primera tarde, después del traslado de “domicilio social” de la antigua empresa de la extinta doña Consuelo, fue un tanto anárquica. Ninguna de las tres jóvenes había caído en la cantidad de cachivaches, telas, hilos, y demás utensilios y materiales que tuvieron que trasladar y colocar por la mañana, hasta el extremo que necesitaron la ayuda de Venancio que, muy amablemente, se la prestó. Para ello tuvo que volver a Pozuelo, enganchar el carro de varas a la Perla y regresar. Durante ese tiempo, las modistillas buscaron, ordenaron y liaron todo aquello que creyeron que pertenecía al taller de costura. Después lo bajaron al portal. Para no llamar demasiado la atención de la portera ni de nadie, cruzaron la acera con todos los bártulos, máquina de coser incluida, y se pusieron a esperar el carro de la mudanza. Susana se encargó de la portera de Zurbano veintidós. Le contó unas cuantas milongas mientras Reme y Gertru cruzaban el portal y la calle cargadas. Ellas no querían saber nada de mentiras y así se lo habían hecho saber a Susana. Si les preguntaba alguien no mentirían. La portera se tragó el cuento de que la máquina de coser era de la señora Casta, que no se la llevó en su momento porque así se lo pidió “la pobre doña Consuelo” y porque la hija de la dueña de la máquina siguió trabajando allí. Y la señora Casta temía que no la pudiera recuperar si la dejaba dentro del piso para los herederos…

—Y usted no sabe lo que vale una máquina de coser de estas.
—Sí, hija, sí que lo sé. Yo intenté hacerme con una usá y, a poco me da algo de lo que me pedían. ¡Madre del cielo!
—Pues ésta, además, es heredada. El sueño de la abuela de Reme era que su nieta cosiera en la misma máquina que ella utilizara para ganarse la vida. Lo último que hubiera querido esa santa mujer, que en paz descanse, hubiera sido que una ricachona se hiciera con ella. Y eso no lo vamos a permitir, ¿a que no?
—No, no, señorita. Esta boca no va decir ni mu. Y menos a la policía o a esa sarta destirás que también tié una caguantar tos los días. 
—¿Y qué me dice de las que venían a merendar algún que otro sábado?
—Uy, esas son las piores, señorita. Tos los pobres cojean, como su amiga, de su pobreza. Y tos los ricos de su riqueza. Anda que no lo tié aprendío una.

Así consiguió Susana que se sacaran todos los bultos de costura del piso y del portal de doña Consuelo sin que pareciera un robo descarado.

—¿Qué las contao a la portera, Susana?
—Nada, Gertrudis.
—Ya, como que me lo voy a creer.
—Mujer, era para que sacarais las cosas y no la pareciera tanto. Y sólo le he contado una mentira sobre la abuela de Reme —Susana no podía mentir a esos ojos que no la veían como ella quería que la vieran.
—¿Sólo una? Pues anda que no las dao carrete —censuró Reme.
—Sí, sólo una. Le he dicho que era de tu difunta abuela.
—¿Y se las colao?
—Claro, tan solo lleva tres años en la portería y no conoce todavía a mi tía y las tres se echaron a reír. En esas andaban cuando apareció el carro de Venancio por la esquina de la calle Zurbano con la de Santa Engracia.
—Mira, Reme, ahí está tu novio.
—¡Venancio! —gritó Reme, y echó a correr hacia él. Venancio disfrutó como siempre de su singular carrera y la recibió frenando el carro. La ayudó a subir e intentó besarla. Pero, ella, halagada, no dejó que los deseos de los dos se cumpliesen.

Mientras, Susana hablaba embelesada con Gertrudis. Ésta le contaba que cada vez estaba más convencida de que el asesino de mister Spay era su hijo. A pesar del embeleso, Susana cayó en la cuenta de que su tía no tenía radio.

—Pues no vamos a poder oír el serial, Gertrudis.
—Anda, ¿y por qué no?
—Pues porque en casa de mi tía no hay radio. 
—No, no pué ser. ¡Madre mía! Nos quedamos sin las charlas de doña Consuelo y sin la radio ¿Y qué vamos hacer todas esas horas de costura, sólo darnos palique entre nosotras? —. Los dos tortolitos llegaron a la altura de los bultos y Gertru informó a su amiga de la mala nueva.
—¿Sabes, Reme? Nos hemos quedao sin novela.
—¿Qué novela, Gertru? —Reme andaba un poco despistada después del frustrado beso.
—¿Cuála va ser? La de la radio.
—Anda, ¿y eso?
—Porque la señá Julia no tié parato.
—Una tanto y muerta, y las otras vivitas y coleando y sin na.
—¿Por qué dices eso, Reme? Pobre doña Consuela, ella no tié la culpa.
—Lo dice, Gertrudis, porque doña Consuelo tenía dos aparatos de radio —aclaró Susana mientras la pareja se apeaba del carro—. Una donde cosíamos y la otra en la mesilla de noche, en su alcoba. Esa era más pequeña, así que no me extraña que no la vieras.
—Claro, yo nunca entré en su alcoba. ¡Lo que daría yo por una radio! Y por saber quién mató a ese señor.
—Pues vas a tener tu radio, Gertrudis —. Susana reaccionó—. Doña Consuelo y yo te vamos a regalar una. Ya verás. 
—Sí, sólo faltaba que ahora apareciera la muerta y nos comprara una arradio, no te digo —rió Reme.
—La muerta puede que no, pero la viva sí. Ya verás —. Susana se acercó a la máquina de coser y cogió la gran tapa de madera que la protegía del polvo, con lo que la dejó a la vista de cualquiera. Venancio —llamó.
—¿Qué?
—Vente conmigo —. Cuando estaban a punto de entrar en el portal, sujetó del brazo al muchacho y le contó su plan—. Primero tienes que distraer a la portera. Le dices que vienes a por un trabajo, por ejemplo. Pregúntala dónde vive doña Consuelo.   
—Pero eso ya lo sé, Susana.
—No importa, pregúntalo como si no supieras que está muerta. Tú si lo sabes, pero ella no sabe que tú lo sabes así que... Es para distraerla y pasar yo con esto sin que me vea. Dala carrete porque te dirá que se ha muerto, claro, y hablará de ello. Luego le dices que vas a subir por si hubiera alguien, aunque ella te diga que no, eh. Tú insiste. Y así te reúnes conmigo arriba. Te dejaré la puerta entornada.
—¿Y qué vamos hacer?
—Coger una radio sin que nadie nos vea.
—Pero eso es robar.
—No, Venancio. Eso es regalar una radio a Gertrudis para que pueda oír su serial favorito. Sería robar si no las quedáramos tú o yo.

A Venancio no le convenció del todo el razonamiento de Susana, pero entre la facundia de ella, su duda y el empellón que le dio aquélla, se vio en el portal y, sin otra salida que acercarse a la portería. Ante el ventanuco del chiscón, que tapó por completo su corpachón, tartamudeó unas palabras que hubo de repetir para ser entendido.

—Que si vive aquí doña Consuelo.
—Ay, hijo, ¿no serás familiar, no? Sa muerto ayer de repente. ¿O fue antiyer? —la portera también dudó pero no dio opción a que Venancio insistiera—. Bueno, pal caso es lo mismo —a la mujer le daba igual que el oyente fuera familia o allegado de la finada. Le contó los hechos según su versión, y no ahorró ningún tipo de detalles—. Hasta que esta mañana han aparecido las modistillas que cosían por su casa y han arreao con to lo de la costura y eso. 

A Susana le dio tiempo a escurrirse pegada a la pared de enfrente de la portería, a abrir la puerta de la casa de doña Consuelo, a dejarla entornada y a pasar un rato de nervios, atisbando por el hueco de la puerta hasta que apareció Venancio. Mientras, en la calle, Reme y Gertru dudaban y también lo pasaban mal.

—Verás, les van a pillar.
—Pos si viene el tío la Susana, gritamos “¡agua!” en el portal.
—¿Y pa que vamos hacer semejante majadería?
—Mi padre me contó ques el aviso que los del cuente se dan pavisarse de que vié la pasma, que es la policía. 

Al fin, Venancio, para tranquilidad de Susana entró en casa de doña Consuelo.

—¿Hijo, qué hacías?
—Yo na. Era esa portera. No podía callarse, parecía la noria de tío Celedonio, que no para nunca porque la mueve el demonio.
—Déjate de dichos y vamos. Hay que meter aquí dentro —señaló Susana la tapa cóncava de madera— la radio que hay en la alcoba. Y cuidado con el cable, desenchúfalo y lo remetes bien, que no quede fuera, no vaya a ser que le pisemos y nos matemos por la escalera. 
—Yo nunca he deschufao na, Susana.
—Ay, hombres, ¿qué haríais sin nosotras? Ven, trae ese trasto para acá, anda.

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Susana desenchufó el aparato y le pidió a Venancio que la metiera dentro del escondite que ella había elegido. Venancio dejó la tapa encima de la cama, y claro, al ser su parte alta curva y tener asa, se le caía siempre. 
—No puedo ponerla derecha, Susana. Se cae. 
—¿Y qué esperabas? Anda que te ayudo, yo sujeto.

A pesar de todo, la radio no entró del todo en el seno de la tapa porque su fondo acababa en forma de bóveda invertida. Susana remetió el cable y le dio las instrucciones a su compinche.

—Ahora hacemos lo mismo, pero al revés. Es decir, cambiamos los papeles.
—¿Qué papeles?
—Quiero decir que yo distraigo a la portera y tú sales a hurtadillas con esto por el portal sin que te vea. ¿De acuerdo?
—Pos yo sigo pensando que hacemos mal.
—Yo también lo creo. Pero también hacemos el bien. ¿O quieres que Gertrudis se quede sin radio mientras que en esta casa se pudren dos? —. Otra vez la verborrea y el razonamiento de Susana sembraron la duda en la honradez de Venancio y le predispusieron al delito. Infracción que se cometió con toda limpieza aun sin que nadie usara el “¡agua!”. Y así iniciaron la mudanza.

Cuando Julia inspeccionó la carga que había transportado la Perla, ante la mirada atenta de su sobrina y Venancio, no hubo falta que dijera nada, aunque lo hizo.

—¿Y esa máquina y esa radio, son pa mi casa, Susana?
—Sí, la radio es de Gertrudis y la máquina de la señora Casta —mintió la joven quien conocía ya muy bien a su tía—. Pero usted las puede usar cuando quiera —ofreció algo Susana buscando la conformidad de su casera.
—Mía tú, qué bien. ¿Y quién va a subir ese peazo de cachivache al quinto?
—No es un trasto, funciona a las mil maravillas, tía. Ya lo verá. Y la vamos a subir entre los cuatro.
—¿Qué cuatro, hija?
—Reme y Gertrudis han venido andando, estarán al llegar. La Perla no podía con todos y con esto. Además, si el tío quiere…
—Tu tío tié servicio hasta la noche, no creo que venga antes.
—La verdad es que la hemos bajado entre las tres, pero subirla es otra cosa. También podemos dejarla ahí y luego subirla. El hermano de Venancio, Joselillo, nos puede ayudar, pero a la tarde.
—No, hija, no pué ser. En el chiscón no entra y no puedo tenerla hasta la tarde en medio del portal. Y menos siendo pa mi casa. Menudos son los vecinos pa esas cosas.  Aunque algunos ni se laven.
—Pues está claro, Venancio. Tendremos que subirla ahora entre los cuatro.
—No te procupes, Susana, yo sólo nesecito una poco dayuda. 
—Y cuidadito con los desconchones en las paredes, eh —advirtió Julia.


———— o O o ————

—Hola, señora Casta.
¡Qué pronto vuelve usté a comer hoy, don Mauro.
Sí, es que quería hablar con Venancio, pero ya veo que no está.
—No, pero estará, se lo aseguro. Todos vuelven a la hora de comer.
—Yo también, no se crea.
—Si no critico a naide, lo que pasa es que yo nunca vuelvo, siempre estoy.
—Eso me suena más a queja que a crítica.
—Dejémoslo. ¿Quiere que le diga algo? 
—Sí. Mire, si llega con tiempo le dice que suba, que quisiera hablar con él un minuto.
—Ya será algo más.
—Sí, claro, lo que quiero decir es que es poca cosa. Gracias, y que aproveche.
—Igualmente.

El primero en acudir a la olla fue Joselillo. 

—¿Qué tal hoy en la escuela, hijo?
—No senfade señá Casta, pero estoy hasta las narpias de que tos me pregunten eso. Pero, bien, como siempre, ¿cómo va ir?
—¿Estás ya con el resto de compañeros?
—No, don Zacarías dice que ya falta menos, pero también ése dice siempre lo mesmo. Al menos me junto con ellos en el recre y jugamos al fútbol.
—¿Y eso qués? —. A Jesús, el marido de la señora Casta, nunca le había gustado en vida ese deporte, por eso doña Casta no sabía de él.
—Correr y dar patadas a una pelota y meterla entre dos palos quellos llaman portería. Los frailes también juegan con nosotros.
—¿Y cómo corren con el hábito?
—Se lo arremangan.
—Míralos qué modernos.
—Hay uno que lleva y no corre, pero juega de portero, y es mu bueno, eh.
—Mira, como yo se alegró la portera. Juega a lo que yo.
—No, señá Casta —Joselillo se rió. 
—Claro, yo no juego con una pelota, sino con el escobón —. También rió la mujer.

Así les encontraron Gertru, Reme y Venancio, con los sonidos de la risa aún en el chiscón.


—¿Pero qué pasa aquí? —preguntó Venancio alegremente. 
—Que ahora juego al fútbol porque soy portera —. Y le volvieron las risas a la señora Casta.
—¿Pero qué dice usté, madre? —preguntó Reme, un tanto contagiada de la risa de su madre.
—José, respira, hombre. Que te vas ahogar de la risa— le recomendó su hermano.
—Es que mestoy imaginando a la señá Casta con las faldas arremangás como los frailes y de portera.

Lógicamente, la hilaridad se adueñó de todas las voluntades. La primera en parar de reír fue la que empezó e informó a Venancio del recado que don Mauro le había dejado.

Sí quieres subir, a las judías les faltan un hervor y ma dicho quera poca cosa.
—Pues, entonces, subo un momento. ¿No la importa?
—No, para nada hijo, ya te digo. Y vosotras y tú, a poner la mesa, venga. Y tú, Joselillo, antes quita la cartera del medio, que nos vamos a matar.

Antes de subir, Reme, en un aparte, le recordó a Venancio las buenas maneras y le dijo que preguntara a don Mauro por su hijo antes de bajar.


—¿Quería verme, don Mauro? preguntó Venancio al entrar en el despacho.
—Sí, Venancio, pasa. Mira, es que he estado hablando de ti con algunos amigos y conocidos. Más en concreto de a qué podrías dedicarte y que te guste. Como tú has dicho esta mañana que te gustaban los números  y las cuentas, me he tomado la libertad de buscarte un buen maestro para que aprendas contabilidad.
—¿Y eso qués, don Mauro? preguntó el muchacho algo asustado.
—Para que tú me entiendas, la contabilidad de un negocio te dice, por ejemplo, a quién le debes dinero y quién te lo debe a ti, si el negocio gana o pierde dinero, cosas así. ¿Entiendes?
—Sí, perfectamente. Es como lo cacía yo, más o menos, claro, con el dinero del puesto de Olavide. Había manolas que no podían pagar y yo les fiaba porque eran buenas clientas, venían tos los días a por algo, y a veces... Ya sabe.
—Justo.
—Pos eso no me desagrada.
—Me alegro, porque ya he concertado un par de citas. Déjame que haga yo una visita esta tarde y ya decidimos, porque tengo dos candidatos. Esta tarde me aclaro yo y mañana eliges tú. Quería asegurarme de que la contabilidad podía ser de tu agrado.
—Sí que lo es. Muchas gracias. Le dejo comer.
—No las merece. Y no te preocupes, no estaba comiendo.
—Adiós... Espere, ¿qué tal Juanín?
—Bien, hijo. Él sí está comiendo, con Servanda, le está dando de comer a él primero.
—Malegro. Ya sí que me voy.
—Bien, te acompaño a la puerta. Mañana hablamos, Venancio. Tú me buscas.
—Vale.

[Continuará]

(1) [Volver] «[...]. el 5 de junio de 1902 […]. La estatua de Quevedo […] costo 65.000 pesetas [y] se instaló en la plaza de Santa Bárbara, actual glorieta de Alonso Martínez, estando prevista su protección por una elegante verja de estilo modernista diseñada en consonancia con el monumento, que no llegó a colocarse. [...]», en su lugar se colocó una de escayola. Fuente: madridsingular.blogspot.com.es.
(2) [Volver] Pasapuré o pasapurés. «[...]. El inventor de la licuadora, inicialmente conocida como vibradora [en España  batidora de vaso] fue Stephen J. Poplawski, un norteamericano de origen polaco, […]. En el año 1922, después de 7 años de experimentación, Poplawski patentó una licuadora, [...]». «[...]. En el año 1947 Louis Tellier y su hijo Jean diseñan el primer pasapurés [fr. presse-purée] de la historia de la cocina para un amigo común dueño de un restaurante cerca de París; [...]». Fuente: Wikipedia.org. Si nos fiamos de Wikipedia, es curioso que el pasapurés sea un invento posterior a la batidora eléctrica. Lo que está claro es que Carmina no conocía los inventos de Poplawski.
(3) [Volver] Entre col y col, lechuga. Esta frase proverbial de fuente oral la he encontrado por primera escrita en La Celestina, 1495, de Francisco de Rojas: «[…] PÁRMENO.- Tú dirás lo tuyo: entre col y col, lechuga. Subido has un escalón; […]», ed. Castalia, 2002, acto VI, escena 1ª, pág. 248. También aparece en La Lozana Andaluza, 1528, Francisco Delicado. 

16 comentarios :

  1. Don Mauro, un santo, cada vez me convenzo más de la honradez y generosidad de este hombre... Muy curioso lo del pasapurés, quién lo iba a decir. No sé si Carmina y Cirilo tendrán nietos para contar todas sus "aventuras", pero dejarlas escritas ha sido una buena idea tuya, para que todos los demás podamos divertirnos con ellas.
    Susana tiene mucho futuro, ya se le ven los manejos y la inteligencia...Y qué bueno que el Venan aprenda Contabilidad, lo vuelvo a repetir, don Mauro... un santo, ja, ja.
    A esperar por el siguiente capítulo. Abrazos

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    1. Estoy de acuerdo contigo en todo. Aunque Cirilo creo que no está dispuesto a tanto cambio en su vida, jaja. Un abrazo, JC.

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  2. Lo que me gusta es que todos los lunes me sacas unas risas. El Cirilo y la Carmina, un número.
    Qué bien se lo van a pasar las tres chicas juntas a sus anchas.
    El otro dia, oyendo las noticias de lo que permite la Rae, me dije, pues al final va a resultar que los personajes de J.C. , todos hablan muy bien. No necesitan ir a la escuela.
    Hasta el lunes. Saludos

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    1. Sí, vaya dos, se ha juntado el hambre con las ganas de comer, jaja.
      Cada vez estoy más convencido de que el idioma lo hace quien lo habla, otra cosa es que haya un espacio común donde entenderse, pero por acuerdo, no por imposición.
      Hasta el lunes, Varinia, y gracias. JC.

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  3. Comparto todo lo que dice Varinia. Nos alegras los lunes y la verdad es un placer leerte.

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  4. Yo también me alegro los lunes de poder hablar con vosotras, no creas. Gracias, Mar. Un saludo, JC.

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  5. Gazpacho y ensalada.... No me combence

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    1. Yo la ensalada la debo comer a diario (hoja cruda verde), y en verano coincide con el gazpacho algún día. No todos podemos comer lo que nos apetece, ya le gustaría a uno, jaja. Así que, tampoco es tan raro, jo.
      Un abrazo, Beatiz y gracias. JC.

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  6. Gazpacho y ensalada.... No me combence

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  7. Que entretenido el capitulo de hoy, estan todos muy atareados, con nuevos proyectos.
    Menos Cirilo y Carmina que siguen a lo suyo, ja ja, me encanta esta pareja.
    Pasa buena semana , besos.

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  8. Que entretenido el capitulo de hoy, estan todos muy atareados, con nuevos proyectos.
    Menos Cirilo y Carmina que siguen a lo suyo, ja ja, me encanta esta pareja.
    Pasa buena semana , besos.

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  9. Yo también me entretengo mucho, jaja. Cirilo y Carmina me tienen loco, más Carmina que Cirilo, jaja. Un abrazo, Rubi, JC.

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  10. Bueno pues a mi me ha alegrado el martes. Y me sigue encantando esas buenas costumbres de ayudarse unos a otros y salir todos adelante. Cirilo y Carmina,en su línea y encantadores. Lo dicho, el desayuno con esta lectura, fenomenal.
    Saludos y hasta la próxima semana.
    Chary :)

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  11. Gracias, Chary. Dicen algunos que son peores los martes que los lunes, pero veo que para ti no, y me alegro :), jaja., Un saludo, JC.

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  12. Cirilo y Carmina una vez más teniendo una conversación de besugos como diría mi madre =)
    Anda que no salió lista ni na la Julia, vaya plan inventó en un momento a beneficio de las tres, a ver cómo les va la nueva aventura!
    Me alegro mucho por Venancio, le vendrá bien aprender un oficio.
    Gracias JC.
    Besitos y feliz semana

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  13. Tienes la mismo opinión sobre sus conversaciones que sus hijas, jaja.
    Gracias a ti siempre, Amanda. JC.

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