i había aprendido el peor español en la obra, con José me doctoré. Él
era de un pueblo de las Hurdes, Ladrillar, según nos contó. Allí, en el
mercado, prácticamente no había madrileños. Todos eran foráneos. Eso sí, Adama
y yo éramos los que habíamos nacido más lejos de Madrid y más distintos de los
madrileños. Y se nos notaba, vaya si se nos notaba, pero no solo por el color de
piel. Al día siguiente, estábamos allí, en el mercado, antes de que saliera el
sol, aunque tampoco fuimos los primeros. Allí, en el gran patio o dentro de las
naves siempre había gente. Unos esperaban, otros no paraban. Pero jamás
estuvimos solos. Hacía frío y nos calentábamos dando saltitos mientras
esperábamos a José. No le conocimos hasta que nos habló. Iba envuelto en varias
prendas. Entre la bufanda y el gorro de lana, solo se le veían los ojillos. La
tripa se disimulaba por la holgura y el volumen de la pelliza que vestía. «Güenos días nos dé dios», saludó, «Por lo menos seis puntuales». Nos invitó
a pasar a la garita porque tenía un brasero. No sabíamos que era aquel
artilugio, pero aprendimos enseguida cómo se encendía y para qué servía. Luego
fuimos nosotros los encargados de mantenerlo, a cambio nosotros, de vez en
cuando, nos colábamos en el cuchitril y nos calentábamos. Ese segundo día no
solo descargamos el camión de cebollas. El siguiente fue de tomates. Venían en
cajas de madera muy fina. Con ellas me destroce la palma de una mano. José nos
dejó un par de guantes de trabajo que compartimos. «Más vale que tagencies un par, sino vas acabar como tu amigo. Qué
leches, pero al jodío manco le van a salir más baratos», y se rio de su
ocurrencia. No nos fue difícil conseguir tres guantes. Primero fue Adama quien
distrajo uno de encima de entre dos torres de cajas de naranjas. No tuvo toda
la suerte de cara porque era de la mano derecha. Le dio igual, se lo calzó y,
si bien no se le ajustaba, hacía su labor. A mí me costó un poco más además de
una bronca. Riña que no acabó en pelea porque al final pude explicarme y
mentir. Pedí perdón, argüí que eran igual que los míos y puse cara de bobo. Es más productivo
pasar por tonto que por ladrón o listo. En el segundo intento, me aproveché de un
accidente de carretillas en el que mandarinas y manzanas rodaron por los
suelos. Con el corro formado por si había pelea, como en mi caso, pude elegir
entre varios pares. Aparte de mi juego, tomé prestado uno de la mano izquierda
para Adama. Ya solo me faltaba aquella caperuza para protegerme el pelo y el
cuello y parecer todo un arrumbador profesional. Ese día también comimos algo a
medio día porque salimos temprano. Estábamos reventados y nos tiramos a la
bartola a descansar. Solo nos levantamos a calentar la cena y a comérnosla.
Como habrás observado, una de las muletillas que he usado continuamente, bien
porque no soy ágil con la pluma, bien porque no hay otra manera de
transmitirlo, ha sido “por primera vez”. Y es que, cualquiera que escriba sobre
su infancia y mocedad no puede negar que durante esas etapas son muchos los
descubrimientos que se producen, sean estos verdaderos o falsos. Siendo esto
último lo de menos. Cuando todo es nuevo todo nos parece viejo. Y por primera
vez tuvimos una herramienta profesional: los guantes. Aunque fuera sugerida y
robada. Mucha empatía dirás y dejamos a otros sin sus guantes. Pero reconocerás
que todavía nos ajustábamos a la ley llamada de la selva: La Ley del más
fuerte. O del mal listo si quieres entenderlo a la española. Después de todos
estos años puedo asegurar que la ciudad y la selva, en cuanto a leyes, poco se
diferencian y que nada tienen que ver con el Código Civil o Penal. Esas normas
dictadas por legisladores y las otras, nacidas de su ausencia, conviven en
paralelo, sin entrar en colisión por tanto. La eticidad y el cumplimiento de
las leyes no tienen nada que ver, aunque las dos sean humanas. Aquí, entre
paredes y hormigón y en el lenguaje coloquial, los apelativos suelen ser más
suaves (trepa, pelota, correveidile, etc.) y se hable de pisotones o
zancadillas. Allí el predador mata a dentelladas, asfixiando a su presa o
destrozándola, son asesinos diarios, incluso de recién nacidos, pero matan para
comer o defender su despensa. Lo salvaje no cabe en un texto legal, ni lo ético
tampoco. Y no voy a contarte otra vez el paso de Adama por el hospital de Tamanrasset, pero sí recordártelo. La Ley contempla el
hecho y sus circunstancias, la Ética la intencionalidad y la finalidad del
acto. Si robas a los que más tienen para repartirlo entre quienes no poseen
nada eres tan ladrón como quien mete la mano en el erario público para hacerse
un chalé. Yo no me puedo ajustar a vuestras leyes, si bien las respeto, pero
ante todo no juzgo porque los hechos que hoy me parecen aberrantes, mañana me
pueden parecer normales. ¿Recuerdas que, también en aquella ciudad, nos salió
al paso una pandilla que a punto estuvo de darnos una paliza? Bien, al ir un
día Adama a por agua a la fuente de la placita Chamberí, se cruzó con una cuadrilla de
indeseables que se metieron con él. En contra de su costumbre respondió y se
armó la marimorena. La peor parte se la llevó él por ser ellos más y por no
tener Adama con quien repartir las patadas y los puñetazos, salvo con el bidón,
cuyas paredes quedaron pegadas. Y eso fue lo más doloroso para él: la pérdida del
recipiente. Y tampoco es que en el hospital que le llevé, a la casa de socorro
no podíamos volver, la historia fuera distinta que en el africano,
burocráticamente hablando y pese a tener más recursos este que aquel. Tampoco
me fueron a mí mejor los días que anduve solo en Legazpi. Nadie quería hacer
pareja conmigo. Y nadie la hizo. José opinaba que no era cuestión del color de
mi piel, sino de envidia y resentimiento porque Adama y yo habíamos demostrado
el poco tiempo que se puede tardar en descargar un camión. Eso jamás nos lo
iban a perdonar. Y ahora te vuelvo a expresar mi opinión sobre la estupidez del
ser humano, aunque en este caso también intervenga la variable de los celos. A
los estibadores nos pagaban por kilo descargado. Por lo tanto, aunque
tardáramos mucho tiempo tiempo en aligerar la mercancía del camión, cobrábamos
lo mismo. Y por ello los asentadores siempre estaban encima de nosotros, igual
que los camioneros, estos para irse antes. No creo que a José le faltara razón,
pero yo intuí que algo de racismo también había. En fin, que cada uno piense
como quiera. Durante los días que anduve de non en el mercado, me dio tiempo a
observar que no todos los vehículos que llegaban eran motorizados. Muchos otros
eran de tracción animal. Y estos últimos, son los que yo podía descargar
solo, una vez vacíos volvían y se perdían en los barrios periféricos de Madrid.
Volví a acordarme, ¡cómo no!, de Toujoursoui y Hamal, pero ya no lo hacía con los ojos húmedos. José, por verme mano sobre
mano, me apañó otra tarea. Eso sí, me advirtió que iba a ganar menos que
descargando. «Venga, coño.
Que tan parío pa trabajar. No hace na eráis tos esclavos». Se trataba de
mover sacos y cajas en su puesto y, en los momentos que él tenía que ausentarse, echar un ojo a todo. Acepté por varios
motivos. El principal: Las pesetas. Algo era algo y menos era nada. Segundo: El
agradecimiento. Al ser poco el jornal, le agradecía a José su trato para con
nosotros. Le dejaba todo el tiempo del mundo libre para estar en la taberna,
barucho que alguien había montado en un rincón de la nave. Las veces que tuve
que ir a buscarle fueron más que los sacos que moví, te lo aseguro. Él vendía a
los minoristas que por allí se acercaban para ver el género y discutir el
precio. En principio una vez hecha la venta en el puesto, llevarse la mercancía
era asunto del comprador. Y José, que sabía más que los ratones colorados,
empezó a ofrecer el servicio de carga gratis. Y por ello aumentaba unos
céntimos el precio del kilo de tomates. Eso le daba para pagarme a mi mis
servicios y aun le sobraba para gastárselo en la taberna. Lo cierto es que yo
no tardaba nada en cargar los carros y motocarros de los fruteros. Mientras se
enrollaban o se iban a celebrar el negocio a la tasca, me daba tiempo de sobra.
Todos me daban las gracias, pero nada más. Y algunos hasta reconocían a gritos
mi labor: «¡Anda, José. Menudo negrazo tas agencío. Qué jodío, así
cualquiera». Al final de la jornada, mi jefe me pagaba más en
especies que en dinero. Me lo explicaba ya con la lengua gorda después de tanto
viaje a la taberna, pero yo ya me había acostumbrado a su manera de hablar y le
entendía perfectamente. «Anda, Mikembe de
los cohones, agada lo que quiedas, pedo questé tocao. No tagencies na que pueda
vended mañana. Y coge algo de fruda pa tu amigo el manco». A mí me llamaba
Mikembe y a Adama el manco. Siempre que me pagaba así salía yo ganando. Él no
podía sacar la mercancía con alguna tara o maca y a nosotros nos la
refanfinflaba, como diría él. Las frutas avanecidas y con defecto solían acabar
en la cocina del hospital donde estaba ingresado mi amigo el manco. Una clínica
de la beneficencia. Las verduras y hortalizas eran las que me llevaba yo. Esas
acababan en la lata del palacete donde las cocía cuando llegaba por la noche.
Los días que anduvo Adama hospitalizado, me largaba antes del puesto y me
pasaba a verle y a estar un rato con él. Pocas veces hablábamos pero no hacía
falta. El me veía y yo notaba como sus hinchazones iban mejor y como empezaba a
levantarse. Menos mal que no le rompieron más huesos que un par de costillas.
Durante aquella convalecencia fue cuando le diagnosticaron la malaria pues
sufrió unos episodios febriles de los suyos. Y fue un médico quien se hizo
cargo personal y privadamente de su cura. Todo sea dicho, el doctor Muñoz
investigaba esa enfermedad y consiguió que los ataques de mi amigo disminuyeran
y fueran más suaves. Volvió a la quinina, por supuesto. Pero no nos costaba
nada porque se la facilitaba el médico. Al recuperarse de la paliza, volvimos a
ser pareja laboral. Y tanto asentadores como camioneros nos buscaban. Sobre
todos estos últimos, que tenían ganas de acabar cuanto antes. Hasta que la siguiente
somanta nos la llevamos juntos y esta vez nadie nos llevó al hospital. Nos la
dieron a última hora de la mañana y en contra de la opinión de José que no pudo
pararla. La envidia no apreció por ningún lado, pero nuestro color de pie fue
citado antes de cada golpe: «¡Toma, negro
de mierda!». Aunque también citaban a los primates: «Monos, iros a los árboles». Incluso la geografía: «Largaos a África, a comer plátanos».
Aquella gente era culta, dominaba todas las ciencias y sobre todo la de
golpear. José no se atrevió ni a acercarse. Desde luego no se lo echamos en
cara. Aquello que surgió por un tropezón hombro con hombro, acabó como una
diversión de fin de jornada a la que se sumaron casi todos los descargadores.
Ninguno quedaría al margen, por lo que fue imposible defendernos. En mi vida he
recibido más golpes durante tanto tiempo. Pero, seguramente, a no ser por esa
zurra, tú y yo no nos hubiéramos conocido. ¿Lo recuerdas? Vaya pregunta más
estúpida. ¡Cómo no vas a recordarlo! Déjame mencionar la cara que pusiste al
descubrir a un negro en vez de una bomba sin explotar dentro de aquel palacete.
Es una imagen que, junto con otras, jamás olvidaré. De tanto recordarla, la
tengo fijada en la retina. He hablado de un ángel porque eso me pareciste, allí,
en la puerta, rubio e iluminado por una halo de luz que se colaba por la
ventana. Eso sí, un ángel con hambre que dejó de masticar el bocadillo que
comía. Merienda que luego compartiste conmigo y con Adama: «¿Queréis un mordisco?». Y no solo ese
día. Hagas lo que hagas, jamás te crecerán cuernos y rabo en mi memoria.
Hasta aquí llega mi historia desconocida para ti. Como ves ha tenido que
ocurrir algo importante para hacer mi primer punto y aparte. Nada más y nada
menos que el final del relato. Y ahora déjame que me despida de ti. Pero no
como tú crees y como he solido hacer con un soso saludo. Verás, de la misma
manera que creció en mí, durante el viaje, el deseo y la esperanza de encontrar
un mejor lugar donde vivir, ha nacido, no sé cuando, la necesidad de volver a
mis orígenes. Fui consciente de lo primero al poco de llegar aquí. Te he
transmitido en mis cartas cómo un sentimiento, que no enfocaba, se formaba en
mi corazón y en mi cabeza su correspondiente pensamiento velado. Ahora sé que
es la llamada de mi abuela Mayifa. Me grita que mi sitio no está aquí, que esto
era solo una etapa. Que donde debo cumplir es allí donde nací. En África. ¿Te
sorprende? Yo creo que no. Que en el fondo los dos lo sabíamos. Ya no pesa
sobre mi conciencia haberla fallado. Ahora me veo como un guerrero. Quizá
entendí mal su deseo. Guerrero no solo es aquel que guerrea, sino aquel que lucha
y da guerra. Y yo no he dado otra cosa en mi vida que guerra y no he hecho otra
cosa que pelear. Creí haber perdido todas las peleas. He peleado por mí y por
otros. Pero no confundamos luchador con héroe, como se suele hacer en estos
tiempos. Y voy a seguir en la pelea, pero corresponde hacerlo allí donde están
enterrados mis antepasados. Y queráis o no los vuestros también. Es lo
consecuente, el deseo de mi corazón y aquello que me dicta la razón. Creo haber
devuelto, aunque será en parte, todo lo grato que esta sociedad me ha dado. Lo
mejor de mí se lo han llevado todos mis alumnos, tanto aquellos que quedaron
contentos como los otros que me odiaron y los pocos que no admitieron que les
enseñara un negro su propio idioma. Y también creo estar en deuda con toda esa
gente que día a día soporta el peso de un continente que en algún momento deberá
explotar y ser referencia del resto. No sé donde iré, ni qué haré. Pero igual
me ocurrió al iniciar mis andanzas y mira donde he llegado. Los tropezones no
han hecho más que anduviera más deprisa porque nunca me he caído. Los traspiés
tienen ese efecto, si no te caes recorres más terreno. Adama todavía no sabe
nada de mi penúltimo viaje. Tú eres el primero. Pero no creo que me siga. Será
otra separación dolorosa pero necesaria. Un suelo nos juntó y otro nos separa.
Sí sé que me entenderá, como tú. Ya no me importa cuando vuelvas porque ya no
estaré. Dejo todo lo que tengo a Adama. Esa es mi misión de hoy ante un
notario. A ti te nombro albacea. Dejo a mi amigo los datos del fedatario
público para que te pongas en contacto con él si quieres. Siento los problemas
que te pueda causar. Te ha tocado. La condición es que si Adama no admite mi
“herencia” pase a tus hijos, hecho que también tendrá que aceptar a su muerte
si aprueba mi parecer. De ahí que estés tú por medio, como siempre. Me voy con
la tranquilidad del deber cumplido y del agradecimiento debido. Y me mueve lo
contrario. Parto con la ilusión del niño que nunca he dejado de ser. Y esa es
la diferencia con Adama, él nunca lo pudo ser. Y no creas que añoro mucho de
África. Sé que no me voy a encontrar con mi abuela Mayifa o con Hamal o con Monami
o con Toujoursoui. O sí, quién sabe. A lo mejor es lo que busco. Me voy, como
dijo Machado, ligero de equipaje, aunque no sea un hijo de la mar. “Cuando uno
pierde los miedos y llega a la felicidad por la tranquilidad, es capaz de
afrontar cualquier situación”. Esta frase no es mía, se la debemos a Pedro
Cerolo, aunque no sé si la recuerdo literalmente. Me he preguntado qué pinta un
filólogo de español en la República Centro Africana. No encontraba respuesta
hasta que he caído en que la pregunta es errónea. No vuelve un filólogo, vuelve
un hombre ilusionado. Y como no busco nada todo aquello que encuentre será un
tesoro. Será una serendipia obligada si ocurre. Por otro lado soy consciente de
que este Dikembe va a encontrar todo lo bueno que toda aquella gente me dio,
incluso me daré de bruces con aquellos u otros que me hicieron daño y esclavo.
Pero toda ella, quiera o no, es mi gente. Es mi grupo de identidad. La sociedad
de consumo no me satisface, ni creo que tenga vuelta atrás, como ocurre con
esta mal entendida globalización. Ambas me son ajenas. Sí es cierto que he
tardado mucho en darme cuenta de ello, pero es que Adama no me ha hecho pensar
en ello. Ahora, tampoco hay que despreciar el poder de toda la maquinaria
dedicada a mantenerte dentro del sistema. No encajo en él. Un sueño no puede
ser jubilarse después de toda una vida trabajada. Tiene que haber algo más. Y
más vale encontrarlo tarde que nunca. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami, que salgo de España con menos pero con
más. Aunque sea un oxímoron, tú ya me entiendes. Sea. Adiós José María. Y
recuerda que Adama y yo podemos contar esta historia porque no sabíamos que era
imposible.
No he querido interrumpir la última carta de Dikembe para que
no perdiera su esencia. Ahora, una vez acabadas de publicar todas, me reafirmo
en mi actuación. De la misma manera que a mí al leer la historia me ha cambiado
la manera de entender mi entorno, he de suponer que ocurra a más personas. Es
cierto que me quedo con las ganas de saber cómo les fue a nuestros dos amigos
después de separarse, pero, en el fondo, eso es lo de menos. Simplemente
imagino que bien y me quedo tan a gusto porque ese es mi deseo. Por el motivo
que sea, necesitamos un final. Pues que cada uno ponga el suyo, ¿no? Lo
importante de esta historia es que, como ya he dicho, ocurrió. No como nos la
cuentan, pero ocurrió. Por mucha imaginación que le eches, la realidad siempre
te supera y te sorprende. Aquel que la protagonizó entró en España en una
maleta. Y cómo no serán sus andanzas que el Gobierno reconoció su esfuerzo y le
“premió” con la nacionalidad española, si bien tuvo que pelear lo suyo. Quizás
todavía ande en trámites. Y no puedo por menos que pensar lo poco que me ha
costado a mí ser español y lo mucho que lucho por ser persona y verme con
dignidad.
He de aclarar que mi amigo José María jamás me habló de
Dikembe durante el tiempo en el que convivimos. Y no es que no se lo perdone,
pero me duele. Cierto, nunca dejas de asombrarte: ¡Mi amigo Mendes llevaba una
vida paralela a la que compartía conmigo! Ahora recuerdo ciertos detalles que
en aquella época no tenían importancia: «¿Quedamos
a las cinco en la placita?». «No, más
tarde, mi padre no me deja salir a esa hora». ¡Mentiroso! ¿Cómo no me di
cuenta de que cuando llegaba a la placita lo hacía desde el paseo del Cisne y
no desde la calle Luchana? Pero bueno, las cosas son como fueron. No le demos
más vueltas. Por cierto, la descripción que hace Dikembe de un ángel rubio se
ajusta al recuerdo que yo mismo tengo de aquel amigo.
Ay, que voy a llorar...!! A mí también me gustaría saber más de estos dos amigos, pero yo les pongo un final feliz, aún sabiendo que hoy día siguen llegando pateras con muchos "negros" en busca de un mundo mejor y que la mayoría son devueltos a su país sin más opciones de vida. Prefiero pensar en los que lo consiguen, ya sea como el que vino en la maleta o la mujer embarazada que recibe ayuda especial por su estado... En fin, la vida misma. Nos quedamos aquí o falta algún capítulo? Tú verás, J.C. Yo, encantada. Gracias y abrazos.
ResponderEliminarAyer te contesté, pero hoy no veo mi contestación.
EliminarCreo que te decía que para mí lo importante es andar el camino, no llegar a un destino y que este final me lo había sugerido Dikembe al oído, ja, ja.
También que esta historia me había dejado exhausto y necesito recomponerme un poco. Sigo escribiendo, ¡cómo no hacerlo!
Esta vez no hay sorpresas, aquí se acaba la historia de Adama y Dikembe.
Muchas gracias por tu compañía. Os he sentido muy cercanas.
JC.
Me extrañó a mí también no ver tu contestación, por eso aquí vuelvo. Me alegro de haber andado este caminito juntos y espero que pronto estés "recompuesto" y con historia nueva. Muchas gracias a ti. Un abrazo
EliminarPues sí, que penita. Yo si quiero saber más, que fue de ellos, como se las ingenió Adama después de separarse de Dikembe.
ResponderEliminarEs verdad, cuando leemos un libro o vemos una película de esas que el final no queda muy claro, a mi, al menos, me queda un regustillo.
Y que pena, que hasta en el último capítulo tengan que recibir la somanta.
Hasta el lunes J.C.
Le decía a Ligia que disfruto más mientras pinto un cuadro que contemplarlo después de acabarlo. El camino, mientras lo andas, es lo que hay que disfrutar. Qué más da donde o a qué hora llegues. Y no hay nada mejor para la magia y la imaginación que la desinformación. Y, en el fondo, tanto Dikembe como Adama tienen algo de mágico. A ti también te he sentido muy cercana todos estos lunes. Gracias Varinia. Un abrazo. JC.
EliminarY llegó el vacío... Ese sentimiento que queda cuando un libro o una etapa llega a su final, esperado aunque no siempre deseado, como en este caso.
ResponderEliminarYo también imagino un final feliz para Dikembe y Adama, creo que quien hace bien no puede recibir otra cosa.
Un placer leerte de nuevo, espero que pronto te recuperes y te asomes a esta ventanita a saludar a "las canarias" =))))
Una vez más JC, ¡Gracias!
Besitos
Lo has expresado estupendamente. También creo que aquello que das por un lado, lo recibes por otro, como tú. Las canarias siempre me acompañaran. Gracias a ti, Amanda. Un beso. JC.
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