ltimamente, acaso por tanto tiempo libre y porque algo me llama, cada
vez caigo más en el error de comparar aquello con esto. Aquello es África, te
aclaro. Y lo curioso es que, salvo excepciones, perdéis vosotros, a pesar de
las penalidades pasadas allí y la estabilidad ganada aquí. Sin llegar a ser
optimista, sabes que siempre me ha alegrado más lo bueno que pesado lo malo. Son
dos cosas que nada tienen que ver, te lo aseguro. Me refiero al optimismo y a
la alegría. Será porque echo de menos a aquellas gentes, no a todas por
supuesto. Solo a esas que me ayudaron a ser mejor persona, a aquellas que me
hicieron sentir y ser uno más en este juego de la vida. Las malas personas son
iguales en todos los sitios. Las otras no. Para nada. Aquí nunca me he
encontrado con alguien como Thais, Belkassem, Almahamoudo como aquel viejo tuerto y deslenguado y tantos otros de los que te
he hablado, sin olvidar a mi abuela Mayifa.
Y no es que sean mejores unos que otros, pero sin ellos yo no sería. En
cambio, sin aquellos que me habéis ayudado aquí, no habría sido profesor.
Siendo “ser” el mismo verbo, en intransitivo es más absoluto que en copulativo.
Mis alumnos, por ejemplo, no tuvieron la voluntad de dar. Y, en cambio, se
llevaron, sin quitármelo, todo aquello que las gentes de allá me dieran. No
quiero comparar las relaciones que he tenido. Todas son diferentes. De la tuya
y la mía no quiero hablar, me metería en un jardín del que no sabría salir. Pero
bueno, estas ideas y sentimientos forman parte de otra creencia y sensación que
ya ha tomado forma en mi cabeza. Ya te hablé de que algo me rondaba por el
corazón sin tomar forma en mi mente. Pero antes, acabemos la historia de Adama
y Dikembe. Al salir todos los días a por comida y agua, para lo que compré un
bidón, también de plástico, mi español mejoró. Sobre todo el coloquial. El
“buenos días tenga usté, señora” ya no tenía secretos para mí, ni el “un litro
de leche, caballero” tampoco. Mi capacidad de aprendizaje, he de reconocerlo
sin presumir, siempre ha sido superior a lo normal. Ahora lo sé porque puedo
comparar. Antes, con solo un rival, no podía. Y menos, si la referencia era Adama.
Por supuesto referido todo a los idiomas, porque respecto al resto de
asignaturas, salvo en amistad, no llego a la media. Al revés que Adama, que parece que le ha hecho el oído un
zapatero, claro que con su hablar parco tampoco necesita mucho las palabras. De
la misma manera que yo no podría pasar sin el idioma hablado, él podría vivir
sin él, pero no se perdería un detalle de ninguna situación o conversación. No
podemos ser más diferentes ni más complementarios. Ese debe ser el secreto de
nuestra amistad, junto con las cuitas compartidas. Este comentario, desde la
mentalidad europea que todo lo simplifica y capitaliza, consigue explicar
cualquier idea a riesgo de perder su esencia. Desde mi parte africana te diría
que nuestra amistad es producto de la magia y del viento, eso sí, comprendería
que no me entendieras. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami.
Curiosa crítica esta que hace Dikembe sobre las capacidades
de la mentalidad europea: “Todo lo simplifica y capitaliza…”. Me dio qué pensar
y ahora la comparto. Por el motivo que sea necesitamos ser simplistas para que
otros nos entiendan. Ello nos obliga a desnudar cualquier idea del resto de
connotaciones que deberíamos de tener en cuenta para entender un todo. Decir
que la amistad es producto de la magia es más certero que deducir que su origen
es el resultado de una vivencia diaria. Pero para nosotros es más impreciso y
con ello perdemos la vertiente emotiva y arcana que tiene el empatizar con
alguien. Y respecto a capitalizar solamente decir que de no hacerlo no
existirían las marcas, por ejemplo, ni el nombre de los modelos de los coches.
Es cierto, capitalizamos hasta las ideas, véanse las patentes que no tienen en
cuenta a todos aquellos que hicieron posible esa idea. Si nadie hubiera escrito
un libro, si nadie hubiera leído, sería difícil que existiera una teoría
científica. Es lo que yo llamo el eslabón ignorado. Por eso me gusta citar la
fuente de todo aquello que uso. Por eso y por respeto. Pero otra cosa es la
propiedad intelectual, en ese tema, de momento, no me quiero meter.
Preocupado por la lesión de mi amigo y
tras conocer una farmacia, de la cual me llamó la atención otra cruz, esta
verde, entré en ella. Expliqué como pude mi situación. La manceba, muy amable, me
puso en la boca una historia que se inventó a raíz de simular yo que me hacía
una herida en la mano izquierda. En este caso el arma fue mi dedo índice
derecho: «Claro es que
los cuchillos en la cocina son muy traicioneros». «Si, mujer, cuchillo cocina» contesté, y volví a simular el tajo en
la mano. «Hay que tener cuidado, a mi
madre, un día…». Me contó más de lo que entendí. El caso es que me vendió
de todo, hasta pastillas: «Una al día…».
Sus
consejos y los productos que me facilitó, supongo yo, ayudaron a la desinfección y al cierre de la herida. Recuerdo ahora un frasquito de polvos blancos con los que rociaba la herida antes de taparla con una gasa y esparadrapo. Debió de pasar un mes hasta que dejé levantarse a Adama. Cuando en mi aldea alguien salía herido, no le dejaban moverse en muchos días. Los viejos le rodeaban y le contaban historias, aparte de aplicarle emplastos vegetales. Unos salían adelante, otros empezaban con fiebres y terminaban sin vida. Yo hice lo mismo, distraía a Adama al contarle aventuras reales e inventadas acontecidas o no en mi pueblo. También le ponía al día con todo aquello que veía fuera del palacete y de mis adelantos con el español. Le reconocí que Hamal se hubiera muerto de hambre aquí, que acertamos al dejarle donde le dejamos. Se rio cuando le dije que no había visto ni un turbante. Pero le preocupé al enseñarle el poco dinero que nos quedaba. A eso sí contestó. Propuso racionar la comida, como si estuviéramos en el desierto, y me echó en cara lo gastado en la farmacia. No me lo tomé a mal. Una persona que no acostumbra a estar entre cuatro paredes y bajo un techo, aguantar casi un mes sin ver el cielo no es nada fácil. Así, cualquier humor se marchita. Tras su coz verbal, saqué la navaja y simulé cortarle la pierna. Después del juego y del débil forcejeo, me miró, sonrió y me pidió perdón. Adama ha entendido siempre mejor los gestos que las palabras. Como verás, seguíamos siendo unos críos. Poco faltaba ya para que tú y yo nos volviéramos a ver por segunda vez. Fue Adama quien corrigió mi memoria, al decirme que ya te había visto antes, cuando otro muchacho presumía de la valentía de su hermano ante la verja del palacete. Y te confieso que me es muy difícil pensar en ti, o verte, y no rememorar a aquel mozalbete rubio con un flequillo mal cortado y tan corto como el resto del pelo. Pero también te quiero dejar claro que esa imagen no afectó ni afecta al respeto que te procesé y proceso. Bon, en breve llegaremos a nuestro encuentro y se acabará la historia que desconoces de mí y que tanto trabajo me ha dado. De la misma manera comenzará la otra historia que se inicia con la importancia que tuviste en mi vida. De momento, sigamos con nuestro “aterrizaje” en esta ciudad que tan bien nos acogió. Y no es una frase irónica, ni hecha. Madrid, en aquella época, era un pueblo muy grande. En ella mucha gente sobrevivía. Explotaría como ciudad después, cuando nosotros ya vivíamos en ella. Y si bien no hemos vuelto a ser vecinos de aquel gran pueblo, estamos muy cerca. La precariedad actual ha favorecido que los madrileños aspiren a subsistir. Sus ingresos no dan para sentirse ciudadanos, ni las circunstancias dan tampoco para medrar sin artimañas. Otro asunto es que te dediques a la política. En ese campo la prosperidad es el pan suyo de cada día, medrados estamos con el tema, aunque ya no es nada inesperada la noticia de un nuevo “manossucias” o una nueva prevaricación. En este último caso la Casa Real es buen ejemplo. ¿O has visto a algún político o ex-político en la lista de desahuciados? Eh bien, c'est ça, mon ami. Vamos, que ahora, el más afortunado de mis vecinos se emplea en un trabajo tan mal remunerado que ha echado por tierra cualquier sueño material. Solo aguantan los utópicos, por su fe inquebrantable en un futuro mejor. Qué pena que no viva Quevedo, con sus textos y poemas nos divertiríamos más. Antes éramos pocos, aunque nos parecían muchos, aquellos que nos acercábamos a Cáritas Diocesana para que nos alimentaran o vistieran. Ahora son multitud quienes acuden no solo a la parroquia, sino a cualquiera de las mil oenegés que han nacido por ese motivo y por otros peores. Y ves como vuestras leyes son complicadas: La Iglesia Católica, imagino que el resto tampoco, está libre de impuestos, tampoco tiene obligación de declarar sus ingresos ni propiedades. Acaso por eso es capaz de realizar la enorme labor social que desde la conferencia Episcopal se dicta y que, junto con las oenegés aconfesionales, le viene tan bien al estado como a los ciudadanos. No solo hay discriminación por sexo o color, también la hay por fe, porque a aquellos que creemos que el bien y el mal están dentro de cada uno de nosotros y no en el cielo ni en el infierno, sino aquí, en la misma tierra, no nos eximen de nada. Aunque también seamos quienes aportamos todos los ingresos de todas las oenegés, sea directa o indirectamente. Otra vez me he desbocado, ¿verdad? Lo siento. Dejemos el siglo XXI y volvamos al XX. Adama empezó a salir a la calle siempre conmigo. Por ello nunca tuvo la necesidad de aprender el idioma. Me tenía a mí de mal traductor. Destacábamos donde fuéramos. Las miradas huidizas de los adultos contrastaban con el descaro de los niños. Ellos hasta nos señalaban. Y nosotros, que nunca habíamos querido llamar la atención, encogíamos nuestros corpachones sin conseguir nada. Como todo parroquiano, me acostumbré a comprar en los mismos puestos del mercado. Cuando cogí cierta confianza con el frutero, le pregunté: «Yo trabajar». Aquel hombre joven y calvo me entendió a la perfección. «Pregunta en las obras. Siempre necesitan a alguien». Si bien tuvo que aclararme qué era una obra, para lo cual se sirvió de una pequeña que hacían en otro puesto, junto al suyo: «Eso, pero más grande», señaló y dijo. «Construir casas, ¿entiendes?». Sí le entendí. Yo era negro, no tonto. Así pues, al día siguiente, Adama y yo salimos en busca de un puesto de trabajo. La verdad es que lo hicimos con cierta ilusión. Supongo que como lo hace cualquier joven que intenta entrar en el mercado laboral. Y más cuando se ignora todo sobre este asunto en una economía desconocida. Y desde luego sin prejuicio alguno. Ese día nos pisoteamos el barrio en balde. Nadie necesitaba mano de obra barata. Y ya nos corría prisa. Entenderás porqué. Si bien no estábamos acostumbrados a ganar, sí a salir adelante. Los días siguientes ampliamos la zona de búsqueda. Terminamos por encontrar un trabajo para cada uno en la misma obra. No sé el jornal que ganaban los otros peones, pero el nuestro era bien escaso, sobre todo el de mi amigo que cobraba la mitad que yo por tener la mitad de brazos que el resto. Por ello nos daban para poco aunque los juntáramos. Algunos compañeros tenían hijos, así que, si cobraban tanto como nosotros, se comerían los mocos, supongo. Además, el tajo estaba casi a las afueras de Madrid. Tardábamos, calculo yo ahora, una hora larga en llegar y otra en volver. Podíamos haber buscado otro alojamiento más cerca, pero tanto Adama como yo estábamos muy a gusto en el palacete del paseo del Cisne. Además salíamos tan cansados por la tarde que solo teníamos ganas de llegar a nuestro mansión derruida. Si a ello le sumamos que cada vez salíamos más tarde, entenderás que ni lo habláramos. Adama podía cumplir las órdenes que le daban porque se las explicaba yo en francés. Eso sí, las oía con cara de interés y con humildad. Solo se necesita eso para que el interlocutor se sienta importante. Pero mis interpretaciones le valían más veces una bronca que una felicitación, aunque a mí me pasaba lo mismo: «Quién ta pedío er cemento, shaval. Trae pacá larena, sino te corto los güevos». Fue cuando descubrí los entresijos de vuestro idioma. En España, pocos hablan español, incluso hoy en día. Lo sé porque me he recorrido vuestra geografía. Hoy sé de lo que hablo. Como te digo, cada día salíamos más tarde. Los compañeros se iban y a nosotros todavía nos quedaba labor. Que si subir sacos de cemento o yeso, que si llenar los bidones de agua, que si quitar los tablones de los andamios, que si cambiar de sitio los ladrillos y las rasillas, que si un camión llegaba tarde y le teníamos que esperar para ayudar a descargar… Siempre había un motivo. Incluso un día pasamos en la obra la noche porque el camión no apareció. Eso nos sirvió para para hacer un amigo, Macario, el guarda de noche de la obra. Él nos hizo tomar conciencia de que Adama y yo éramos diferentes a los demás trabajadores o, al menos, que nos trataban de forma distinta. Incluso nos descubrió que nos habían gastado una broma, porque ningún camionero iba a llegar hasta el día siguiente, como llegarían también las risas de todos al encontrarnos en la caseta, dormidos. Pese a todo, Adama defendía que era el primer peldaño y que él era la primera vez que tenía un trabajo remunerado. Pero un trabajo, aunque no lo supiéramos, debía servir para vivir dignamente. Si nosotros hubiéramos tenido que pagar un techo nos hubiéramos muerto de hambre. Eso sí, aprendimos una profesión y yo mejoré mi español y mi castizo, sobre todo en el arte de soltar tacos y hablar soezmente. Ah, y también aprendí muchos piropos que por supuesto no terminaba de entender. La calle es uno de las mejores aulas para aprender, aunque la mitad de esas enseñanzas sean muy dudosas. El frío también hacía mella en nosotros. Ni con el esfuerzo físico que nos exigían entrábamos en calor. Y aunque los más viejos encendían un fuego dentro de un bidón, a nosotros no nos daba tiempo a acercarnos a él. Gracias al verdulero del mercado, conocimos las patatas y cómo cocerlas. La única comida que hacíamos al día, la cocinábamos a la luz de la luna, bajo aquel agujero en la techumbre del palacete y sentados en la escalera. El combustible no nos faltaba. Al principio, cocíamos los tubérculos sin pelar y sin lavar. Luego usamos la navaja y nos fue mejor, incluso nos bebíamos el agua de cocción. Ya no podíamos comprar fruta a diario y aprendimos de los compañeros que la mejor manera de quitarse el hambre era con pan. También era la más barata. Así pues, nuestra dieta estaba basada en patatas cocidas, eso sí, con sal y una barra de pan cada uno. También nos vimos obligados a usar menos la lechera. Pero, al menos un día a la semana disfrutábamos de las vacas. Lo cierto es que hambre, lo que se dice hambre, no pasábamos, pero sí necesidades. El otro problema, el frío, nos lo solucionaron parcialmente en la iglesia. El capataz de la obra tuvo la deferencia, creo que fue la única, de aconsejarnos que fuéramos al ropero de
la iglesia de la calle Fortuny, cerca del palacete. «Allí dan ropa dabrigo a los probes». Y bien sabía él que éramos “probes”. Recuerdo que este pequeño templo era, y es, una preciosidad. Me impresionó, pero no recuerdo su nombre. Tenía escrito en sus paredes la historia de todos aquellos que habían ayudado a mantener y engrandecer aquella hermosura. Lo sé porque volví ya sabiendo leer. Y allí seguía aquel cura bonachón y pequeñajo que nos atendiera la primera vez. A él no le mentí en nada, como a ti. Para mí pasó a ser el Curilla, porque tampoco recuerdo su nombre. Además de sendos abrigos, nos facilitaron pantalones, jerséis de lana y unos guantes. Como solo había un par, nos lo repartimos. Pero poco nos duraron. Eran, como todo, de balde y, además, de baldés. Por ello a los dos días, con el trajín que les dimos, terminaron como la dueña de la piel con que estaban hechos. No está hecha la miel para la boca del asno. El resto de prendas nos duraron más. Menos mal. Poco a poco, en liza
con nuestra paciencia, nos invadió la sensación de no haber llegado a ningún edén, sino, más bien, a otro lugar de expiación. En todos las partes cuecen habas. También, gracias a Cáritas y al Curilla cambiamos la dieta. Incluimos en nuestro menú el arroz que nos dieron, tres kilos, si no recuerdo mal, y unas latas de fuagrás y sardinas. Con estas últimas rompimos la navaja. No sabíamos cómo abrirlas y tuve que preguntar en el trabajo, donde, cada día que pasaba, nos consideraban más tontos e inferiores. Como ves, no todo mejoró. La obra se terminó y nos quedamos sin las míseras pesetas que apenas nos mantenían. Si habíamos reconocido ya que estábamos en el purgatorio, nos dirigíamos directos al infierno. El hambre no entiende de geografía y el averno está en todos los lugares, al contrario de lo que decían el padre Pierre y el padre Lombardi de dios. Ambos mentían porque su dios no aparecía por ninguna parte. Si acaso sus valedores, como ocurría con mi Curilla, pero al otro no le veíamos el pelo. A lo mejor porque la idea que me habían trasmitido de dios era la equivocada. Dios no es un Rey Mago al que se le puedan pedir juguetes o soluciones. O te los fabricas o te los solucionas. Dios no está para eso. Te lo puedo asegurar yo, como uno más de entre todos los mortales. Sería un ángel rubio quien apareciera. Pero todavía no es momento de hablar de ese encuentro, aunque falte ya muy poco. Antes querrás escuchar el final de mi relato, supongo. Volvimos a echarnos a la calle. Y comenzamos un viacrucis en espiral por las calles de Madrid. Se le ocurrió a Adama, no el calvario, sino la forma de avanzar para no volvernos locos. Manejábamos la información que nos facilitaba el sol y con ella nos movimos por la ciudad. Así llegamos a un lugar parecido al puerto abandonado de Gao, a las afueras de Madrid sin que nos dieran un sí. Este otro puerto, junto a un colosal depósito de agua, estaba en uso y, en vez de barcos, recibía camiones. Nunca habíamos visto tanta patata junta, ni tanto tomate, ni tanta fruta. La mercancía entraba a raudales. Unas cuadrillas se acercaban a los vehículos y descargaban a hombros sacos y sacos, cajas y cajas llenas de toda clase de alimentos. Por aquella época, prácticamente todo se vendía al detal, hasta el aceite. El gran patio estaba atestado de camiones y el ruido era infernal. Cansados, nos quedamos emboba dos viendo tanto vehículo grande y junto. Lo que no vimos fueron grúas, ni grandes ni pequeñas. Muchos estibadores se ayudaban de carros de mano, donde apilaban cajas cuya altura rebasaba su talla, por lo que debían guiarse asomados por un lado, aunque otros, más avezados tiraban de los carros de mano en vez de empujarlos. Aquellos que usaban los hombros para mover los sacos usaban una caperuza que nos hizo reír porque nos parecieron tocas de monja. Quietos en mitad de una gran puerta sin hojas, veíamos el trasiego de hombres y mercancías. Y quiso un hombre malhumorado y con barba de tres días echarnos la bronca por estorbar allí en medio: «O sus movéis o me lío a hostías con los dos». Hombre, que recuerdo fortachón, retaco y tripudo. No creo yo que hubiera podido. Pero como siempre te he dicho, nuestra política era no destacar. Ante nuestra sorpresa, nos hizo señas para que le siguiéramos. Y le seguimos. No teníamos nada que perder, si acaso ganarnos alguna hostia, pero en aquellos momentos desconocíamos el sentido malsonante de la palabra, bon, ni el otro siquiera. Y aquel desaseado se puso a andar hacia un pequeño camión que maniobraba para ajustarse al hueco que ocupábamos. Como sería su “tripota” que se la veíamos de espaldas. Pero no le teníamos que haber seguido, sino quedarnos junto al lateral de la caja del camión, mientras él ayudaba al camionero, mediante señas, a ajustar el camión a la bocana del muelle de descarga para no estorbar: «¿Pero estáis gilipollas o lo qué? Venga, a descargar, que hay prisita». Al ver como quitaba el cerrojo derecho del lateral, le imité con el otro y casi le mato. La cartola giró hacia abajo y chocó con un estrépito contra el lateral del camión. Todos nos sorprendimos, pero el dueño de la tripa se asustó porque la batiente le pasó muy cerca de la cabeza. «¡Me cagüen to! ¿Deónde coño habéis salío, negros? Sus voy a meter un puro de cojones». El conductor al oír el estruendo, saltó de la cabina e inspeccionó su vehículo. «Joder. ¿Cacen estos gilipollas?». «Descargar, eso es lo que hacen. Venga, uno riba y el otro que ponga los sacos allí, en la báscula». Sería como fuere, pero este hombre siempre nos defendió ante terceros. Nos ponía a bajar de un burro, pero si otro lo intentaba le podía sacar los ojos. Y ese fue el primer camión que descargamos. Según lo hacíamos, escuché la conversación que se traían el uno con el otro. Versaba sobre dos negros que nadie sabía de donde habían salido, pero que al poco cambió sobre cómo era posible haber bajado la camionada en tan poco tiempo. «Joder, José, y eso quese jodío es manco». Con la eficacia, y sin saberlo, conseguimos que se olvidaran de donde veníamos y del incidente con la cartola. Tras lo cual José, el asentador, echó de allí literalmente al camionero y a la camioneta. Al poco vimos acercarse otro vehículo, también marcha atrás. Era el triple de grande que el otro. Esta vez, el batiente estaba en la parte trasera y José ni se acercó a los cerrojos. Adama se subió a la plataforma. Me acercaba una caja y yo la acarreaba hasta el peso. Y vino otra bronca. «¿A ver, pa qué san inventao las carretillas, tonto lhaba? Coge esa dahí, anda, ques del puesto». Y anduve raudo y mi amigo también, que, a pesar de su manquedad, se manejaba muy bien con las cajas y los sacos. Él no los cogía en vilo, los arrastraba y me los ponía en el filo para que yo me hiciera con ellos. Y por supuesto, a veces, me tenía que esperar. José nos dejó iniciada la descarga y se fue con el camionero a ajustar cuentas, supongo. Cuando acabamos, salté a la caja del camión y nos sentamos en el borde con los pies colgando a la espera de nuevas órdenes. Ambos nos miramos y sonreímos. Sabíamos que habíamos hecho las cosas bien, salvo no sujetar la cartola al liberarla y dejar caer un saco. Este se rompió y liberó unas cuantas patatas que yacían bajo nuestros pies. Pero ambos errores también ayudaron a las sonrisas, aunque no a la satisfacción del deber cumplido. Cualquier maestro echa un borrón, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Además, nosotros éramos aprendices, qué caray. Al poco vislumbramos a lo lejos, dentro de la gran nave, a José y al camionero. Llegaron al portón y se dieron un apretón de manos como despedida. Al pasar el conductor se asomó a la caja de su camión y se fue haciendo alcocarras. Tras él vino la bronca del asentador. Se acercaba de frente y voceaba algo que no entendí. Señalaba el saco roto y el montón que yo había hecho con las patatas fugadas. Terminé por enterarme: «Cagon la hostía. Ya sabía yo questos negros no sirven pa na». El cabreo y los aspavientos fueron en aumento hasta que llegó a nuestra altura. Nos agarró de los antebrazos a los dos y de un tirón nos bajó a los dos del camión. «Sus voy a sacar delas costillas el estrozo. Tié cojones…». En ese momento se dio cuenta de que no quedaba ni un saco ni una caja por descargar. «No me jodas». Nos soltó y se dio la vuelta para mirar lo descargado. «No me jodas. No lo creo. ¿Los dos solos y este manco?». Se quedó de piedra sin que nosotros le diéramos importancia. Tampoco era para tanto. Nos lo habíamos tomado como un juego y nos habíamos divertido. «Venga, venid pacá, que os pago. Ese era el último de hoy. Cagüen diez con los negros. Ah, y os podéis llevar eso si queréis», terminó por decir al señalar el montón de patatas. No tardamos en llenarnos los bolsillos y en meternos entre la ropa y el cuerpo los tubérculos. Él siguió hacia la cabina del puesto y allí fuimos tras él y nuestro jornal. No todas las patatas llegarían a casa, porque más de una se nos caería y no recogeríamos por miedo a que se nos cayesen más. Cuando alcanzamos la pequeña oficina, José hacía cuentas con un lápiz en el margen de un papel de periódico. Tantos kilos a tanto, dividido por dos, total una peseta y seis reales para cada uno: «Tomad, y mañana sus quiero ver aquí temprano, llegan las cebollas y los puerros. Y no mimporta que trabajéis pa otros, pero primero cumplir con José». Le contesté que sí señor, y él nos despidió: «Pos venga, con dios». Adama salió del edificio más contento que unas pascuas. Le habían pagado lo mismo que a mí a pesar de su manquedad. Ese día, aparte de las patatas y el pan, nos comimos cada uno una naranja grande y redonda que nos supo a gloria. Mi amigo no quiso gastar más en previsión de tiempos peores. Y aquí te dejo, mon ami. Seguramente la próxima será la última en la que te auguro una sorpresa. Meterme ahora a explicarte la decisión que he tomado se me antoja arduo. Prefiero acabar nuestras andanzas y comentarte el futuro que me espera con más tranquilidad. Un saludo,
consejos y los productos que me facilitó, supongo yo, ayudaron a la desinfección y al cierre de la herida. Recuerdo ahora un frasquito de polvos blancos con los que rociaba la herida antes de taparla con una gasa y esparadrapo. Debió de pasar un mes hasta que dejé levantarse a Adama. Cuando en mi aldea alguien salía herido, no le dejaban moverse en muchos días. Los viejos le rodeaban y le contaban historias, aparte de aplicarle emplastos vegetales. Unos salían adelante, otros empezaban con fiebres y terminaban sin vida. Yo hice lo mismo, distraía a Adama al contarle aventuras reales e inventadas acontecidas o no en mi pueblo. También le ponía al día con todo aquello que veía fuera del palacete y de mis adelantos con el español. Le reconocí que Hamal se hubiera muerto de hambre aquí, que acertamos al dejarle donde le dejamos. Se rio cuando le dije que no había visto ni un turbante. Pero le preocupé al enseñarle el poco dinero que nos quedaba. A eso sí contestó. Propuso racionar la comida, como si estuviéramos en el desierto, y me echó en cara lo gastado en la farmacia. No me lo tomé a mal. Una persona que no acostumbra a estar entre cuatro paredes y bajo un techo, aguantar casi un mes sin ver el cielo no es nada fácil. Así, cualquier humor se marchita. Tras su coz verbal, saqué la navaja y simulé cortarle la pierna. Después del juego y del débil forcejeo, me miró, sonrió y me pidió perdón. Adama ha entendido siempre mejor los gestos que las palabras. Como verás, seguíamos siendo unos críos. Poco faltaba ya para que tú y yo nos volviéramos a ver por segunda vez. Fue Adama quien corrigió mi memoria, al decirme que ya te había visto antes, cuando otro muchacho presumía de la valentía de su hermano ante la verja del palacete. Y te confieso que me es muy difícil pensar en ti, o verte, y no rememorar a aquel mozalbete rubio con un flequillo mal cortado y tan corto como el resto del pelo. Pero también te quiero dejar claro que esa imagen no afectó ni afecta al respeto que te procesé y proceso. Bon, en breve llegaremos a nuestro encuentro y se acabará la historia que desconoces de mí y que tanto trabajo me ha dado. De la misma manera comenzará la otra historia que se inicia con la importancia que tuviste en mi vida. De momento, sigamos con nuestro “aterrizaje” en esta ciudad que tan bien nos acogió. Y no es una frase irónica, ni hecha. Madrid, en aquella época, era un pueblo muy grande. En ella mucha gente sobrevivía. Explotaría como ciudad después, cuando nosotros ya vivíamos en ella. Y si bien no hemos vuelto a ser vecinos de aquel gran pueblo, estamos muy cerca. La precariedad actual ha favorecido que los madrileños aspiren a subsistir. Sus ingresos no dan para sentirse ciudadanos, ni las circunstancias dan tampoco para medrar sin artimañas. Otro asunto es que te dediques a la política. En ese campo la prosperidad es el pan suyo de cada día, medrados estamos con el tema, aunque ya no es nada inesperada la noticia de un nuevo “manossucias” o una nueva prevaricación. En este último caso la Casa Real es buen ejemplo. ¿O has visto a algún político o ex-político en la lista de desahuciados? Eh bien, c'est ça, mon ami. Vamos, que ahora, el más afortunado de mis vecinos se emplea en un trabajo tan mal remunerado que ha echado por tierra cualquier sueño material. Solo aguantan los utópicos, por su fe inquebrantable en un futuro mejor. Qué pena que no viva Quevedo, con sus textos y poemas nos divertiríamos más. Antes éramos pocos, aunque nos parecían muchos, aquellos que nos acercábamos a Cáritas Diocesana para que nos alimentaran o vistieran. Ahora son multitud quienes acuden no solo a la parroquia, sino a cualquiera de las mil oenegés que han nacido por ese motivo y por otros peores. Y ves como vuestras leyes son complicadas: La Iglesia Católica, imagino que el resto tampoco, está libre de impuestos, tampoco tiene obligación de declarar sus ingresos ni propiedades. Acaso por eso es capaz de realizar la enorme labor social que desde la conferencia Episcopal se dicta y que, junto con las oenegés aconfesionales, le viene tan bien al estado como a los ciudadanos. No solo hay discriminación por sexo o color, también la hay por fe, porque a aquellos que creemos que el bien y el mal están dentro de cada uno de nosotros y no en el cielo ni en el infierno, sino aquí, en la misma tierra, no nos eximen de nada. Aunque también seamos quienes aportamos todos los ingresos de todas las oenegés, sea directa o indirectamente. Otra vez me he desbocado, ¿verdad? Lo siento. Dejemos el siglo XXI y volvamos al XX. Adama empezó a salir a la calle siempre conmigo. Por ello nunca tuvo la necesidad de aprender el idioma. Me tenía a mí de mal traductor. Destacábamos donde fuéramos. Las miradas huidizas de los adultos contrastaban con el descaro de los niños. Ellos hasta nos señalaban. Y nosotros, que nunca habíamos querido llamar la atención, encogíamos nuestros corpachones sin conseguir nada. Como todo parroquiano, me acostumbré a comprar en los mismos puestos del mercado. Cuando cogí cierta confianza con el frutero, le pregunté: «Yo trabajar». Aquel hombre joven y calvo me entendió a la perfección. «Pregunta en las obras. Siempre necesitan a alguien». Si bien tuvo que aclararme qué era una obra, para lo cual se sirvió de una pequeña que hacían en otro puesto, junto al suyo: «Eso, pero más grande», señaló y dijo. «Construir casas, ¿entiendes?». Sí le entendí. Yo era negro, no tonto. Así pues, al día siguiente, Adama y yo salimos en busca de un puesto de trabajo. La verdad es que lo hicimos con cierta ilusión. Supongo que como lo hace cualquier joven que intenta entrar en el mercado laboral. Y más cuando se ignora todo sobre este asunto en una economía desconocida. Y desde luego sin prejuicio alguno. Ese día nos pisoteamos el barrio en balde. Nadie necesitaba mano de obra barata. Y ya nos corría prisa. Entenderás porqué. Si bien no estábamos acostumbrados a ganar, sí a salir adelante. Los días siguientes ampliamos la zona de búsqueda. Terminamos por encontrar un trabajo para cada uno en la misma obra. No sé el jornal que ganaban los otros peones, pero el nuestro era bien escaso, sobre todo el de mi amigo que cobraba la mitad que yo por tener la mitad de brazos que el resto. Por ello nos daban para poco aunque los juntáramos. Algunos compañeros tenían hijos, así que, si cobraban tanto como nosotros, se comerían los mocos, supongo. Además, el tajo estaba casi a las afueras de Madrid. Tardábamos, calculo yo ahora, una hora larga en llegar y otra en volver. Podíamos haber buscado otro alojamiento más cerca, pero tanto Adama como yo estábamos muy a gusto en el palacete del paseo del Cisne. Además salíamos tan cansados por la tarde que solo teníamos ganas de llegar a nuestro mansión derruida. Si a ello le sumamos que cada vez salíamos más tarde, entenderás que ni lo habláramos. Adama podía cumplir las órdenes que le daban porque se las explicaba yo en francés. Eso sí, las oía con cara de interés y con humildad. Solo se necesita eso para que el interlocutor se sienta importante. Pero mis interpretaciones le valían más veces una bronca que una felicitación, aunque a mí me pasaba lo mismo: «Quién ta pedío er cemento, shaval. Trae pacá larena, sino te corto los güevos». Fue cuando descubrí los entresijos de vuestro idioma. En España, pocos hablan español, incluso hoy en día. Lo sé porque me he recorrido vuestra geografía. Hoy sé de lo que hablo. Como te digo, cada día salíamos más tarde. Los compañeros se iban y a nosotros todavía nos quedaba labor. Que si subir sacos de cemento o yeso, que si llenar los bidones de agua, que si quitar los tablones de los andamios, que si cambiar de sitio los ladrillos y las rasillas, que si un camión llegaba tarde y le teníamos que esperar para ayudar a descargar… Siempre había un motivo. Incluso un día pasamos en la obra la noche porque el camión no apareció. Eso nos sirvió para para hacer un amigo, Macario, el guarda de noche de la obra. Él nos hizo tomar conciencia de que Adama y yo éramos diferentes a los demás trabajadores o, al menos, que nos trataban de forma distinta. Incluso nos descubrió que nos habían gastado una broma, porque ningún camionero iba a llegar hasta el día siguiente, como llegarían también las risas de todos al encontrarnos en la caseta, dormidos. Pese a todo, Adama defendía que era el primer peldaño y que él era la primera vez que tenía un trabajo remunerado. Pero un trabajo, aunque no lo supiéramos, debía servir para vivir dignamente. Si nosotros hubiéramos tenido que pagar un techo nos hubiéramos muerto de hambre. Eso sí, aprendimos una profesión y yo mejoré mi español y mi castizo, sobre todo en el arte de soltar tacos y hablar soezmente. Ah, y también aprendí muchos piropos que por supuesto no terminaba de entender. La calle es uno de las mejores aulas para aprender, aunque la mitad de esas enseñanzas sean muy dudosas. El frío también hacía mella en nosotros. Ni con el esfuerzo físico que nos exigían entrábamos en calor. Y aunque los más viejos encendían un fuego dentro de un bidón, a nosotros no nos daba tiempo a acercarnos a él. Gracias al verdulero del mercado, conocimos las patatas y cómo cocerlas. La única comida que hacíamos al día, la cocinábamos a la luz de la luna, bajo aquel agujero en la techumbre del palacete y sentados en la escalera. El combustible no nos faltaba. Al principio, cocíamos los tubérculos sin pelar y sin lavar. Luego usamos la navaja y nos fue mejor, incluso nos bebíamos el agua de cocción. Ya no podíamos comprar fruta a diario y aprendimos de los compañeros que la mejor manera de quitarse el hambre era con pan. También era la más barata. Así pues, nuestra dieta estaba basada en patatas cocidas, eso sí, con sal y una barra de pan cada uno. También nos vimos obligados a usar menos la lechera. Pero, al menos un día a la semana disfrutábamos de las vacas. Lo cierto es que hambre, lo que se dice hambre, no pasábamos, pero sí necesidades. El otro problema, el frío, nos lo solucionaron parcialmente en la iglesia. El capataz de la obra tuvo la deferencia, creo que fue la única, de aconsejarnos que fuéramos al ropero de
la iglesia de la calle Fortuny, cerca del palacete. «Allí dan ropa dabrigo a los probes». Y bien sabía él que éramos “probes”. Recuerdo que este pequeño templo era, y es, una preciosidad. Me impresionó, pero no recuerdo su nombre. Tenía escrito en sus paredes la historia de todos aquellos que habían ayudado a mantener y engrandecer aquella hermosura. Lo sé porque volví ya sabiendo leer. Y allí seguía aquel cura bonachón y pequeñajo que nos atendiera la primera vez. A él no le mentí en nada, como a ti. Para mí pasó a ser el Curilla, porque tampoco recuerdo su nombre. Además de sendos abrigos, nos facilitaron pantalones, jerséis de lana y unos guantes. Como solo había un par, nos lo repartimos. Pero poco nos duraron. Eran, como todo, de balde y, además, de baldés. Por ello a los dos días, con el trajín que les dimos, terminaron como la dueña de la piel con que estaban hechos. No está hecha la miel para la boca del asno. El resto de prendas nos duraron más. Menos mal. Poco a poco, en liza
con nuestra paciencia, nos invadió la sensación de no haber llegado a ningún edén, sino, más bien, a otro lugar de expiación. En todos las partes cuecen habas. También, gracias a Cáritas y al Curilla cambiamos la dieta. Incluimos en nuestro menú el arroz que nos dieron, tres kilos, si no recuerdo mal, y unas latas de fuagrás y sardinas. Con estas últimas rompimos la navaja. No sabíamos cómo abrirlas y tuve que preguntar en el trabajo, donde, cada día que pasaba, nos consideraban más tontos e inferiores. Como ves, no todo mejoró. La obra se terminó y nos quedamos sin las míseras pesetas que apenas nos mantenían. Si habíamos reconocido ya que estábamos en el purgatorio, nos dirigíamos directos al infierno. El hambre no entiende de geografía y el averno está en todos los lugares, al contrario de lo que decían el padre Pierre y el padre Lombardi de dios. Ambos mentían porque su dios no aparecía por ninguna parte. Si acaso sus valedores, como ocurría con mi Curilla, pero al otro no le veíamos el pelo. A lo mejor porque la idea que me habían trasmitido de dios era la equivocada. Dios no es un Rey Mago al que se le puedan pedir juguetes o soluciones. O te los fabricas o te los solucionas. Dios no está para eso. Te lo puedo asegurar yo, como uno más de entre todos los mortales. Sería un ángel rubio quien apareciera. Pero todavía no es momento de hablar de ese encuentro, aunque falte ya muy poco. Antes querrás escuchar el final de mi relato, supongo. Volvimos a echarnos a la calle. Y comenzamos un viacrucis en espiral por las calles de Madrid. Se le ocurrió a Adama, no el calvario, sino la forma de avanzar para no volvernos locos. Manejábamos la información que nos facilitaba el sol y con ella nos movimos por la ciudad. Así llegamos a un lugar parecido al puerto abandonado de Gao, a las afueras de Madrid sin que nos dieran un sí. Este otro puerto, junto a un colosal depósito de agua, estaba en uso y, en vez de barcos, recibía camiones. Nunca habíamos visto tanta patata junta, ni tanto tomate, ni tanta fruta. La mercancía entraba a raudales. Unas cuadrillas se acercaban a los vehículos y descargaban a hombros sacos y sacos, cajas y cajas llenas de toda clase de alimentos. Por aquella época, prácticamente todo se vendía al detal, hasta el aceite. El gran patio estaba atestado de camiones y el ruido era infernal. Cansados, nos quedamos emboba dos viendo tanto vehículo grande y junto. Lo que no vimos fueron grúas, ni grandes ni pequeñas. Muchos estibadores se ayudaban de carros de mano, donde apilaban cajas cuya altura rebasaba su talla, por lo que debían guiarse asomados por un lado, aunque otros, más avezados tiraban de los carros de mano en vez de empujarlos. Aquellos que usaban los hombros para mover los sacos usaban una caperuza que nos hizo reír porque nos parecieron tocas de monja. Quietos en mitad de una gran puerta sin hojas, veíamos el trasiego de hombres y mercancías. Y quiso un hombre malhumorado y con barba de tres días echarnos la bronca por estorbar allí en medio: «O sus movéis o me lío a hostías con los dos». Hombre, que recuerdo fortachón, retaco y tripudo. No creo yo que hubiera podido. Pero como siempre te he dicho, nuestra política era no destacar. Ante nuestra sorpresa, nos hizo señas para que le siguiéramos. Y le seguimos. No teníamos nada que perder, si acaso ganarnos alguna hostia, pero en aquellos momentos desconocíamos el sentido malsonante de la palabra, bon, ni el otro siquiera. Y aquel desaseado se puso a andar hacia un pequeño camión que maniobraba para ajustarse al hueco que ocupábamos. Como sería su “tripota” que se la veíamos de espaldas. Pero no le teníamos que haber seguido, sino quedarnos junto al lateral de la caja del camión, mientras él ayudaba al camionero, mediante señas, a ajustar el camión a la bocana del muelle de descarga para no estorbar: «¿Pero estáis gilipollas o lo qué? Venga, a descargar, que hay prisita». Al ver como quitaba el cerrojo derecho del lateral, le imité con el otro y casi le mato. La cartola giró hacia abajo y chocó con un estrépito contra el lateral del camión. Todos nos sorprendimos, pero el dueño de la tripa se asustó porque la batiente le pasó muy cerca de la cabeza. «¡Me cagüen to! ¿Deónde coño habéis salío, negros? Sus voy a meter un puro de cojones». El conductor al oír el estruendo, saltó de la cabina e inspeccionó su vehículo. «Joder. ¿Cacen estos gilipollas?». «Descargar, eso es lo que hacen. Venga, uno riba y el otro que ponga los sacos allí, en la báscula». Sería como fuere, pero este hombre siempre nos defendió ante terceros. Nos ponía a bajar de un burro, pero si otro lo intentaba le podía sacar los ojos. Y ese fue el primer camión que descargamos. Según lo hacíamos, escuché la conversación que se traían el uno con el otro. Versaba sobre dos negros que nadie sabía de donde habían salido, pero que al poco cambió sobre cómo era posible haber bajado la camionada en tan poco tiempo. «Joder, José, y eso quese jodío es manco». Con la eficacia, y sin saberlo, conseguimos que se olvidaran de donde veníamos y del incidente con la cartola. Tras lo cual José, el asentador, echó de allí literalmente al camionero y a la camioneta. Al poco vimos acercarse otro vehículo, también marcha atrás. Era el triple de grande que el otro. Esta vez, el batiente estaba en la parte trasera y José ni se acercó a los cerrojos. Adama se subió a la plataforma. Me acercaba una caja y yo la acarreaba hasta el peso. Y vino otra bronca. «¿A ver, pa qué san inventao las carretillas, tonto lhaba? Coge esa dahí, anda, ques del puesto». Y anduve raudo y mi amigo también, que, a pesar de su manquedad, se manejaba muy bien con las cajas y los sacos. Él no los cogía en vilo, los arrastraba y me los ponía en el filo para que yo me hiciera con ellos. Y por supuesto, a veces, me tenía que esperar. José nos dejó iniciada la descarga y se fue con el camionero a ajustar cuentas, supongo. Cuando acabamos, salté a la caja del camión y nos sentamos en el borde con los pies colgando a la espera de nuevas órdenes. Ambos nos miramos y sonreímos. Sabíamos que habíamos hecho las cosas bien, salvo no sujetar la cartola al liberarla y dejar caer un saco. Este se rompió y liberó unas cuantas patatas que yacían bajo nuestros pies. Pero ambos errores también ayudaron a las sonrisas, aunque no a la satisfacción del deber cumplido. Cualquier maestro echa un borrón, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Además, nosotros éramos aprendices, qué caray. Al poco vislumbramos a lo lejos, dentro de la gran nave, a José y al camionero. Llegaron al portón y se dieron un apretón de manos como despedida. Al pasar el conductor se asomó a la caja de su camión y se fue haciendo alcocarras. Tras él vino la bronca del asentador. Se acercaba de frente y voceaba algo que no entendí. Señalaba el saco roto y el montón que yo había hecho con las patatas fugadas. Terminé por enterarme: «Cagon la hostía. Ya sabía yo questos negros no sirven pa na». El cabreo y los aspavientos fueron en aumento hasta que llegó a nuestra altura. Nos agarró de los antebrazos a los dos y de un tirón nos bajó a los dos del camión. «Sus voy a sacar delas costillas el estrozo. Tié cojones…». En ese momento se dio cuenta de que no quedaba ni un saco ni una caja por descargar. «No me jodas». Nos soltó y se dio la vuelta para mirar lo descargado. «No me jodas. No lo creo. ¿Los dos solos y este manco?». Se quedó de piedra sin que nosotros le diéramos importancia. Tampoco era para tanto. Nos lo habíamos tomado como un juego y nos habíamos divertido. «Venga, venid pacá, que os pago. Ese era el último de hoy. Cagüen diez con los negros. Ah, y os podéis llevar eso si queréis», terminó por decir al señalar el montón de patatas. No tardamos en llenarnos los bolsillos y en meternos entre la ropa y el cuerpo los tubérculos. Él siguió hacia la cabina del puesto y allí fuimos tras él y nuestro jornal. No todas las patatas llegarían a casa, porque más de una se nos caería y no recogeríamos por miedo a que se nos cayesen más. Cuando alcanzamos la pequeña oficina, José hacía cuentas con un lápiz en el margen de un papel de periódico. Tantos kilos a tanto, dividido por dos, total una peseta y seis reales para cada uno: «Tomad, y mañana sus quiero ver aquí temprano, llegan las cebollas y los puerros. Y no mimporta que trabajéis pa otros, pero primero cumplir con José». Le contesté que sí señor, y él nos despidió: «Pos venga, con dios». Adama salió del edificio más contento que unas pascuas. Le habían pagado lo mismo que a mí a pesar de su manquedad. Ese día, aparte de las patatas y el pan, nos comimos cada uno una naranja grande y redonda que nos supo a gloria. Mi amigo no quiso gastar más en previsión de tiempos peores. Y aquí te dejo, mon ami. Seguramente la próxima será la última en la que te auguro una sorpresa. Meterme ahora a explicarte la decisión que he tomado se me antoja arduo. Prefiero acabar nuestras andanzas y comentarte el futuro que me espera con más tranquilidad. Un saludo,
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Ay, qué penita por un lado, ya que presiento la llegada del final, y qué alegría por otro, ya que los veo con un poco de suerte en la vida, con dinerito gracias a su trabajo y con gente que los ayuda. Y sobre todo, porque a pesar de tantas dificultades se ha mantenido su amistad y ya sabes aquello de "quien tiene un amigo, tiene un tesoro". Hasta la próxima semana, J.C., un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Ligia, como siempre, aciertas en todo. Un abrazo, JC.
EliminarA partir de Septiembre tendré más tiempo y retomaré esta historia, que he leido muy de vez en cuando, me ha traído recuerdos de mi niñez y de las historias que contaban mi padre mi abuelo y mis tíos cuando llegaron a Madrid y todos en algún momento pasaron por Legazpi y por todas esas naves de carga y descarga que había en la zona y que contrataban a todos "los desertores del arao" a cambio de hacerles cargar como vestias.
ResponderEliminarA los protagonistas no les tratan mal porque son negros, le tratan mal por ser pobres.
Como ya te he dicho me tengo que poner al día, pero este capítulo me ha gustado especialmente.
¡felicidades!
Cuando nos rozan una herida, nos duelen dos. Lo que sienten los abuelos muy difícilmente es mentira. Muchas, gracias, Betriz.
EliminarMe cuesta un poco situarlos en el tiempo, no se tropezarían en Madrid, con la Reme. Jajaja. Me pasa lo mismo con la edad.
ResponderEliminarDa gusto veR como sin mediar palabra, ellos se la van arreglando, tanto para conseguir comida como trabajo.
Hasta el lunes J.C.
Estos llegan cuando Balín fue abuelo, más o menos. De esta gente conocemos ma los que no reventaron por el camino. Gracias, Varinia. Hasta el lunes. JC.
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ResponderEliminarDikembe "sirve tanto pa' un roto como pa' un descosío" , hasta sus pinitos de enfermero tuvo jejeje. Que bueno que encontraran trabajo pronto, aunque no fuera bien remunerado, por lo menos encontraron quien los valorara un poco más.
ResponderEliminarBesitos
Eso fue lo más importante para Adama, que aun siendo manco, le pagaran igual que a Dikembe. No todo es el dinero. Gracias, Amanda, un beso, JC.
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