orrocloco
(1)
. Esa es la palabra que se ha hurtado a mi
memoria estos días para describir a aquel tal Epafrás. La aprendí de un guardia
civil que andaba todo el día con ella en la boca: «Anda zorrocloco, muévete, si no, te doy».
«No seas tan zorrocloco que te la vas a
ganar». Todo el santo día. No la había oído desde entonces. Y ahora soy yo
el que la repite en voz alta sin parar. Qué gusto cuando tienes algo en la
punta de la lengua y termina por caer, ¿verdad? Ahora me tocaba a mí trabajar.
Desensillé a Hamal y pregunté al padre Lombardi si podía dejar allí la silla
porque no tenía donde dejarla. Me contestó que no, que no tenía sitio. Me
sorprendió, pero lo entendí. Después coloqué las aguaderas sobre el camello. Yo
miraba de vez en cuando a Epafrás, sentado contra la pared, pero este no
sonreía. Hubiera sido lo lógico para devolverme mis ironías. Pero no era un niño
como yo. Ese tío iba en serio y estaba más amargado que un pirómano en el
desierto. Se levantó y se largó sin decir nada a nadie. Tardó lo suyo en
recorrer los diez metros que le separaban de las puertas azules. Cuando por fin
las rebasó me acerqué para cerrarlas y echar el candado. Y no me pude resistir
a la última pulla, cuando él salía a la explanada le grité: «¡Adios, hermano, que Dios le acompañe. Y ya
sabe, antes del desayuno de mañana». Cuando iba a echar el candado me di
cuenta de que Hamal no podía salir por la sacristía. Así que le saqué, le até a
los barrotes y eché la cadena con el candado. Entré otra vez y cruce el templo para
devolver las llaves al párroco. Por el camino pensé una cosa. La iglesia estaba
más limpia que los chorros del oro. Y me dije que el cura tenía mucho que
limpiar, así que ni corto ni perezoso cuando le di las llaves quise buscarme un
trabajo: «Si quiere puedo limpiar yo la
iglesia. Por un plato de comida y un sitio donde dormir…». La contestación
me lo dejó más claro que el caldo de un asilo: «Y las viejas del lugar, entre ellas tu amiga Thais, me crucifican. Como
les toques los manteles del altar también a ti. Tú verás». Claro, yo por
aquel entonces no conocía a las beatas. Después me preguntó porqué no había
entrado por la otra puerta, me hubiera ahorrado toda la vuelta. Me encogí de
hombros. Todavía estaba un poco contrariado por la negativa a mi demanda de
trabajo. «Bueno, pues entonces mañana
traigo el agua más temprano». Su contestación me hizo sentirme tonto esta vez.
«¿Y en qué la vas a traer, en las
aguaderas, porque las tinajas están ahí». Así que vuelta a empezar. Cojo
las llaves, abro, meto a Hamal, cargo los recipientes, saco a Hamal, echo el
candado, devuelvo las llaves y hasta mañana temprano señor cura. Cuando salí,
miré a mi camello a los ojos y le dije: «Estás
tonto». Anda que no me he desahogado veces con él. No obstante, aprendí de
aquel hombre a pensar antes de hacer y a ser práctico, eso es verdad. Hice aquello
que tenía que haber hecho desde el principio y me fui cargado con las seis cántaras,
aunque es un decir, porque quien las llevaba era el mehari, yo solo me eché al hombro la silla y las alforjas, que
tampoco era poco. Me quedaba una banana
para cenar y mis tripas me dijeron que era poco. Y recordé que llevaba encima
las monedas que aquella buena mujer me había dejado al pensar que en vez de
descansar, pedía limosna. Era el segundo día consecutivo que disponía de
metálico. Empezaba a conocer el valor del dinero, aunque todavía no conocía el
valor de las monedas y los billetes. No podía ser de otra manera, ya que hasta
esos momentos no los había manejado. Compraría algo para acompañar la fruta y
si me daba, para desayunar al día siguiente. También comenzaba a usar el verbo
comprar. No caí en que tenía un trabajo porque primero: no estaba remunerado, y
segundo: no pensaba que ayudar a la gente pudiera serlo. Otra vez aparecía mi
ingenuidad infantil que todavía conservaba. Pero antes tenía que encontrar un
buen sitio para dormir. Y volví a llamarme tonto. El sitio ya lo tenía y ya había
estado en él: el corral de Abraham. Y aquellos ojos dirigieron mis pasos otra
vez hacia la explanada donde los había visto. En cuanto me quedaba solo con mis
pensamientos se manifestaban tal como aparecieron la primera vez. Ya en la gran
plaza, y desde mis tripas, se me vino a la cabeza la necesidad de cenar. Volví
a entrar allí donde comprara las bananas y esta vez era una mujer mayor quien
atendía. Le pregunté qué me podía dar por las monedas que le enseñé. Para
disimular mi ignorancia dineraria añadí que no sabía qué elegir. Pero que
tuviera en cuenta que no tenía donde cocinar. Me contestó, después de mirar el
dinero de mi mano, que no era cuestión de cocer sino de escasez. Yo, entonces,
muy listo, le expliqué que había muchas cosas en el mostrador. Y me aclaró que la
carestía era mía, no suya. «Ya, claro. Pardonnez
moi, madame». Y me quedé con la mano extendida. Con voz lastimera agregué
que sabía que tenía más hambre que dinero. La señora con un mohín de disgusto
se acercó a un cajón de pepinos y me ofreció dos. «Mira, esto es lo que te puedo dar y que te puedes comer crudo. Y soy
generosa. Si estuviera mi marido hoy no cenabas. Toma, anda, guárdate el
dinero. Esas monedas que me ofreces y nada son lo mismo». Tenía razón, si
el valor de las monedas tenía que ver con su peso mi capital era, como decía
ella, poco más de nada. Pero también reconocí que sin ellas no tendría dos
pepinos gratis. Me sonreí de mi ocurrencia y dí las gracias hasta que la mujer
me llamó pesado y me echó de buenas maneras de su tienda antes de que
apareciera el ogro. Al salir, me sentí a gusto en aquella primera ciudad que
pisaba. Había encontrado sin coste alguno, una fe, una ocupación, otra abuela, dos
almas caritativas, dos pepinos y un par de ojos que me acompañaban a todas
partes. ¡Qué más quería! Hay quien no
encuentra en toda su vida, no ya todo sino parte de eso. Siempre he
recordado a Salal con cierto cariño y con gratitud, sobre todo por aquellos dos
luceros que me alumbraron durante un tiempo. El primer amor, aunque no sea
correspondido, siempre se recuerda. La gente que conocí allí, en su mayoría,
incluido el cura, fueron buenas personas, como aquella verdulera que me regaló
los pepinos o como aquella mujer que me confundió con un pedigüeño. Es curioso,
aquí sois más para ejercer la caridad. Será porque estéis más necesitados de
pobres. Esta es la conclusión que saco. Saca tú las tuyas. No te lo voy a dar
todo hecho, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Aunque me quedé en la plaza hasta que las
estrellas poblaron el firmamento, ninguna apareció de la mano de un niño. Me
dirigí hacia mi hotel. Te vas a reír, pero hasta que no llegué a España no supe
que un corral y un hôtel son dos cosas distintas.
Entenderás que la confusión no era del
todo culpa mía, pues tanto Abu Dharr como Abraham
se habían referido a sendos corrales como sendos hoteles. No pude aguantar
hasta llegar al chamizo del corral. En el primer mordisco al pepino me di
cuenta de que la piel no dejaba buen gusto, así que lo pelé como mude a
mordiscos, sin librarme del amargor en la boca, y también comprobé que sus
extremos amargaban. El agua sirvió para olvidarme del sabor de la piel. Y más
la banana que me comí de postre, que fue más fácil de pelar. Una curiosidad. Yo
pelo los plátanos como he visto a los monos, no cogiendo del rabo que se les
deja al cortar la el fruto de su racimo, sino por su terminación. Me he fijado
que tú lo haces al revés. Te aseguro que es más fácil si lo haces como yo. El
rabillo ese, a veces es tan flexible que la piel no parte y destrozas el primer
mordisco. Eso, o usas un cuchillo para darle un corte y que abra, pero,
también, a veces, la piel no sale limpia. Tienes que probarlo un día. No creas
que no he visto la cara de extrañeza cuando he pelado uno ante tus narices. En
contrapartida, he de reconocer que vuestros plátanos tienen cien veces más
sabor que nuestras bananas. No todo lo bueno es lo africano. No hay que ser subjuntivo, como decía uno de mis
primeros alumnos. Aunque la objetividad se aleja cuando hablamos de nosotros
mismos. Bon, tras esta tontería
volvamos a Salal. Esa noche llovió, pero, al despertar, los efectos del agua
caída no eran muy notorios. Hay tanta sed en esa zona de África y otras muchas
que tendría que estar cayendo agua un mes para que se notara en el paisaje.
Hasta la tierra abre las fauces para tragar más deprisa. Eso sí, el perfume de
la tierra mojada persistía en el ambiente al abrir el ojo. Cuando acaricié a
Hamal, sus cuartos traseros estaban húmedos. Él no se secaba con la facilidad
de la tierra. Como casi siempre que dormíamos al aire libre, le había atado a
mi tobillo y no había tenido que poner impedimento alguno en la entrada del
corral. Era más cómodo, menos trabajoso y no molestaría a su dueño. Aunque casi
estoy seguro de que Hamal nunca se hubiera alejado mucho de mi persona. Pero
eso no quiere decir que no le alejaran o le camel-laran
con algo, permíteme el chiste tonto. Sabes que me encanta jugar con las
palabras, casi más que con los críos. Le rasqué la cabezote y le dí los buenos
días. Pareció sonreírme con esa cara bobalicona que a veces se le ponía, como
si fuera a besarme con esos labios tan característicos según cerraba las
narinas, como hacía cuando soplaba la tormenta de arena. Es fenomenal viajar
sin equipaje, incluso sin esa maletilla ridícula y con ruedas que llevas a
todas partes. Desde luego este viaje, como le hayas hecho con ese bagaje, el
segundo día te habrán faltado calzoncillos limpios. Pero eso a mí no me
importa. Menos llevaba yo en aquel tiempo. Por no llevar no los llevaba encima siquiera. Si
bien he de reconocer que son muy higiénicos. Me acuerdo de Moussa, cada vez que él solo o en compañía de su familia se trasladaba a algún lugar, arrastraba con él gran cantidad de bultos. Después me puse a pensar en las tareas de aquel día. Lo primero era acercarme al pozo y llevar el agua. Tras lo cual, lo único importante era buscarme los garbanzos. Me preparaba ya para salir cuando escuché el ruido de uno de esos automóviles y después de otros que no reconocí, la voz de Abraham. Me saludó con unos “Buenos días nos dé Dios”. La verdad es que la visita me sorprendía, no que me hubiera encontrado. Me extrañaba que un hombre rico madrugara tanto como el sol. Le dije que me iba y donde. Él me invitó a que, después de las obligaciones, me pasara por su humilde casa. En eso quedamos. Desde la grupa de Hamal, aquel hombretón no parecía tan grande. Al salir del corral, vi un automóvil parado junto a la tapia de barro. Relucía al sol como una gran joya al recibir sus rayos que poco a poco se inclinaban menos. «¡Quede con Dios, Abraham», le grité desde la calle y él deseó que me acompañara a mí. Yo no dudé de que ese dios pudiera hacer las dos cosas. Yo no tenía mucha fe, pero crédulo era un rato. Aunque, por si las moscas, deseé que quien me acompañara fuera la buena suerte y no su buen dios. Y así poder encontrar algo de comida ese día. Y recordé que había soñado con la señora del primer “supermercado” que había pisado en mi vida, y que me dejó claro que, con los céntimos que llevaba perdidos ya en las alforjas, poco podría comprar. Si bien durante el sueño no me importó porque después de entrar yo en el sueño y en la tienda, entró la dueña de esos ojos que me hicieron olvidar el hambre. Pero eso fue durante el sueño. Mientras iba hacia el pozo era otra cosa. El deseo de menos presencia divina y más suerte me llevó a buen puerto. A penas esperé diez turnos en el pozo para llenar los cántaros y los pellejos. Una hora tan solo. Quizá por ser tan temprano tardé menos que el día anterior. Con ellos volví ufano a la población. Según volvía, me fijé en las desperdigadas casas que rodeaban el núcleo del pueblo. Eran redondas, unas con las paredes de ramas y otras de barro. El tejado siempre de hojas de palmera más resecas que la tierra. Según me acercaba a la plaza de la iglesia las construcciones cambiaban. Apareció más barro, e incluso el adobe y el ladrillo gris. También las esquinas y los rincones. Todas, eso sí de una planta, salvo las pocas que destacaban tanto por altura como por colorido, mezquita, iglesia y palacios. Y me acordé de Thais y de su casa, digna de un pigmeo soltero. Ese pensamiento cambió el destino de mi aproximación a la iglesia. Giré y me dirigí hacia donde creía recordar que estaba la casa de la anciana. Quería informarla sobre lo acontecido el día anterior con el padre Lombardi y con Abraham. Seguro que le alegraba el día. Y allí, fuera de aquel tabuco y ante la vieja sonrisa de Thais, disfruté de otro cuenco de caldo que me sirvió en el único que tenía. A pesar de ser de verduras, tenía un fuerte sabor que no reconocí. Saqué el pepino, le pedí el cuchillo a Thais, y pelé, a pesar de que la herramienta estaba más mellada que su dueña, y partí por la mitad el fruto. Lo compartimos. Esta vez desprecié los dos culos. Y mientras comíamos le conté los encuentros con el sacerdote y con el ricachón. No le hablé de donde había pasado la noche. No quería que lo malinterpretara y me ofreciera el poco espacio de su morada. A mí no me hubiera importado compartir su parte de cabaña, pero la realidad es que hubiera tenido que dormir con las piernas fuera y encima de ella. Tampoco la menté a Dangara. Y esta omisión no fue por educación, sino por vergüenza que, imagino, es semejante a ese “pavo” al que te refieres tú cuando hablas de tus hijos y sus amoríos. Ojalá yo hubiera tenido un “pavo” de esos o de los otros. Thais y yo hubiéramos tenido comida para unos cuantos días. Bon, ya fuera de bromas, pensé en que Hamal iba muy cargado y me despedí de mi amiga como un buen cristiano. Le dije que me acercaría después a intentar arreglar el agujero de su techo por el que se veía el cielo. Me contestó que sí, que desde dentro de su casa era mejor imaginarlo que verlo. Nos faltaría de todo, pero el humor no, ni a mí ni a la pobre mujer. Me dio recuerdos para el padre Enrico aunque agregó que ese día le tenía que ver porque tocaba limpiar la iglesia. Pero sería a la tarde, después de la misa. Todavía no había acabado mi primer mandado y ya tenía dos citas. No estaba mal para un extranjero recién llegado a una ciudad, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Sentía curiosidad por saber qué me tenía que decir Abraham. Por eso me di prisa en descargar el agua. Hasta el punto de que el sacerdote me “aconsejó” paciencia y tranquilidad por bien de la alcallería. Ya sabes, con la consabida y errónea frase de que la paciencia es la madre de todas las ciencias. Porque en realidad lo es la Filosofía. Pero como “ciencia” rima con “paciencia”, el paternalismo de muchos mayores ha encumbrado este la paciencia. Aunque esta no sobra, salvo que te veas obligado a decidir en una décima de segundo. Ya les pasó a mis antepasados. Tuvieron paciencia ante un grupo de portugueses armados que venían a por ellos para venderles como esclavos, y así les fue. Hay mejores motivos para pisar otro continente y que tu estirpe se disemine por el mundo. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Ah, y no tengo nada en contra de los portugueses que no sean racistas y traficantes de esclavos, no vayas a pensar otra cosa. Para ser traficante de cualquier cosa no piden el pasaporte, ya lo sabrás. Bon, el caso es que yo no vi la relación entre la ciencia y mi curiosidad, y, por suerte, el último recipiente de barro aterrizó y permaneció entero sobre la tierra del patio de la iglesia, a pesar de de mi celeridad y poco aguante. Tardé poco en despedirme y, en paralelo a la cola que ya se había formado escuché la contestación del cura a mi “au revoir”: «¿Dónde irá este garçon con tantas prisas?». Supongo que la frase acabaría así porque dejé de oírle en la preposición. Me perdí, en cierta forma tenía razón el sacerdote, pero aun así tardé poco en entrar en el jardín de Abraham, bastó con preguntar una vez. Descabalgué y miré a mi alrededor. Como no estaba acostumbrado a pisar esas mansiones llenas de azulejos y maderas barnizadas no supe qué hacer. Me quedé allí en medio, frente a la casa. Ni siquiera sabía para que servía una aldaba, estas, en forma de cruz, adornaban cada una de las hojas de la doble puerta principal de la casa. Decidí rodear el palacio y cogí el camino que Epafrás cogiera en dos ocasiones. Pero no veía ninguna puerta ni abierta, ni cerrada, ni digna de mí. Pero a quien vi fue al criado que
dormitaba en una especie de hamaca casera. Al oír mis pasos sobre la gravilla, no sobre la arena, y te lo matizo porque me encantó pisar con mis pies desnudos esos guijarros chicos, el sirviente entreabrió un ojo y tal cual me plantó unas palabras muy poco amistosas: «¿Y ahora qué tripa se te ha roto? Me parece que tú y yo vamos a tener problemas. Y si no, al tiempo». No le hice ni puto caso. Aunque se lo debería haber hecho, y si no, ya lo verás. Los pactos hay que hacerlos con tus iguales, si picas más alto, corres el riesgo de que tus congéneres se vuelvan contra ti. Eso les pasa normalmente a estos políticos de tres al cuarto que se entregan en cuerpo y alma al líder del partido y luego, cuando vienen los problemas por los particulares y arcanos acuerdos con el jefe, tanto este como los compañeros te dejan más solo que la una. Acaso porque temen que sus componendas salgan a la luz y se vean ellos en esa misma tesitura: compuestos y sin novias. Eso sí al que se le ve el plumero, le buscan un buen puesto en el extranjero o le mandan un SMS de apoyo incondicional. A ellos les salen gratis porque nosotros pagamos su tarifa plana. Eso me lo acabo de inventar, no sé si es cierto, pero el aparato con el que mandan el mensaje sí estoy seguro que sale de nuestros riñones. El caso fue que yo no di ninguna importancia al comentario de aquel vago consolidado, más que nada porque no entendía qué teníamos que ver el uno con el otro. Pero él sí lo imaginaba. Y defendí mi ignorancia: «Yo estoy aquí porque Abraham me ha dicho que viniera, nada tengo que ver contigo». Aun así me curé en salud por la bravata. «Ya, ya», contestó irónicamente. Y con gran esfuerzo y cara contrariada se levantó, arrastró las babuchas y se acercó a una puerta medio escondida y que parecía abierta. Me acerqué y empecé a salivar. De allí salían unos aromas que jamás había olido, pero que no podían ser de nada crudo ni duro. Los olores me convencieron de colarme tras él. Y entré en una cocina donde dos mujeres de mi raza trabajaban ajenas a nosotros. En la habitación hacía mucho calor pero no me importó estar allí. No puedo decirte qué había por allí sobre los fogones y colgado por todos los sitios, pero debía haber de todo. En esa habitación cabían veinte cuchitriles como los de Thais. «Espera aquí, listillo». Aquella orden me devolvió a la realidad. Al poco oí voces entre ruidos de cacharros. Pensé que las daba Abraham porque no creí que un siervo hablara así a su señor. Lo confirmé al ver a Epafrás llegar más cabreado que una mona y más protestón que un futbolista adolescente: «Los ricachones son todos iguales, se piensan que nos pagan para que trabajemos por ellos». Yo me tragué la pregunta que se vino a la cabeza: “¿Y si no, para qué te crees que te pagan?”. Pero callé, el horno no estaba para bollos y no precisamente el de la cocina del que salía un aroma de pan que ponía a bailar las tripas. Me hizo una seña y salimos a un pasillo que desembocaba en unas puertas de esas de vaivén, como la de los casinos del Far West, pero blancas, y con una humildad que escondía la soberbia de quien sirve a quien sirvió, me anunció: «Señor, aquí está el muchacho ese». Abraham estaba sentado en la cabecera de una larga y alta mesa detrás de la que parecía pequeño. Me imaginé a Thais sentada en el extremo más cercano a mí y no pude contener la sonrisa. Delante de él, en un orden desordenado había comida para un regimiento y alimentos que ni siquiera conocía. Dio una orden: «Retírate, tengo que hablar con el muchacho. Y haz algo hoy para ganarte el sueldo. Y no te quedes a escuchar ahí en el pasillo, si no, te mando cortar las orejas». Esperó a que Epafrás saliera y me dedicó a mí una grata recepción que no incluyó invitación a compartir sus manjares. Pero no se lo tuve en cuenta. «Buen día te de Dios, Dikembe, ¿tanto te alegra verme que sonríes?». Le mentí, porque si bien mi imaginación me había hecho sonreír, más satisfacción me había producido el rapapolvos que se había llevado el antipático sirviente. «Sí, da alegría entrar en esta casa, y más por la cocina». Pero no se dio por aludido y se explicó: «Como verás esta casa es muy grande y vivimos en ella muchas personas. Necesito disponer de mucha cantidad de agua al día. A pesar de disponer de dos criados, aparte del que conoces, y dos mujeres en la cocina el suministro de agua es muy deficiente porque el burro ese solo es capaz de traer dos tinajas llenas y encima no hace otra cosa en todo el día y no voy a dedicarme a estar encima de él. Tengo mis obligaciones. Si no fuera por sus cinco hijos y esa santa mujer que guisa como los ángeles del cielo, ya le habría dado la patada en el culo. Es mi manera de purgar los pecados ante Dios». En ese momento uní cabos, porque yo era inocente, pero no tonto. Ya sabía qué quería ese hombre y porqué Epafrás estaba de uñas conmigo. «¿Tú serías capaz de traerme seis cántaras al día, como las que llevas a la iglesia? Pero sin menoscabo de tu labor para con don Enrico». Contesté que sí antes de que acabara de hablar y agregué una propina por si no había entendido mi sí: «Más mis odres que corren de mi cuenta, pero usted pone los cántaros». Con esto terminé de ganarme al que se limpiaba la boca y se levantaba satisfecho de desayunar. «Bien, pues por ser tan generoso, voy a subir los honorarios que tenía pensados para ti. Pensaba ofrecerte comida gratis dos días a la semana, pero voy a incluir las cenas. Aquí siempre sobra comida y se la lleva ese haragán. Un hijo de más no lo va a notar y si no que trabaje como es debido. ¿Te parece bien mi oferta?». Me lo pensé porque me acordé de otro de los consejos de mi abuela Mayifa: «Cuando te pregunte algo algún otro guerrero, antes de contestar piensa, puede que tu vida vaya en eso. Ahora que eres chico no lo entiendes, pero cuando seas un hombre lo entenderás». Y aunque no me sentía un hombre entendí qué me quiso decir mi abuela. Aunque por ello fui recriminado: «¿Qué te piensas, Dikembe? ¿Acaso no es una buena oferta para un paria comer y cenar dos días a la semana?». Y aquello me dio más tiempo y más razones para preparar mi contestación. Pensé en el listo del bananero y respondí: «Muchas gracias, monsieur Abraham, es muy generoso por su parte, pero yo incluiría tres cosillas que tampoco le van a costar nada y por eso me permito la libertad». Un tanto sorprendido pero no molesto, sino intrigado, quiso saber mi contraoferta. «Pues una es que pueda pasar las noches en su corral. Me comprometo a tenerlo limpio». No se lo pensó y me lo concedió. «La segunda es que, como el que más trabaja es Hamal, mi camello, también tiene derecho a ser alimentado. Pero él tiene bastante con una vez al mes». No se opuso, pero sí matizó que la comida de sus camellos le costaba dinero, que no eran sobras. Y yo aduje que una boca al mes no podían notarla ni sus camellos ni su bolsillo, igual que le iba a pasar a Epafrás los días que le tocara repartir conmigo lo sobrante. Y como negarse era contradecirse a sí mismo, y lo dije con cierto salero y muy humildemente, pues también accedió: «Sea, pasemos a la tercera». Ya por pedir pues pedí: «Verá, monsieur Abraham, la tercera tiene que ver con el número de orden de mis peticiones y con un refrán: Donde comen dos, comen tres. Pero yo lo aplico al número de veces. Que sean tres y no dos los días que haga caridad conmigo. Estoy seguro que Dios se lo tendrá en cuenta y más cuando lo sepa el padre Lombardi». Eso se lo pensó un poco más, supongo que bien por echar a tierra mis argumentos o por disimular su facilidad de convencimiento. Yo no sabía tocar el piano, pero sí sabía las teclas que había que pulsar para que un ricachón entrara en el reino de los cielos. Y según mi información, tenía que hacer mucho por los demás aquí en la tierra. Por eso cedió por tercera vez: «Recuérdame que cuando vaya al mercado de camellos, te lleve conmigo para regatear». Con eso dijo bastante. Y yo, para que no pensara que me había llevado el gato al agua me comprometí a empezar ese mismo día sin gasto para él, aunque tendría que dejar para el día siguiente el arreglo del tejado de Thais, pero llover no iba a llover, porque ya había llovido la noche anterior. Así que antes de enfilar hacia el pozo me ordenó que mandara a Epafrás para dentro que tenía que hablar ahora con él. Después acontecieron dos hechos que te relataré en orden inverso al que se produjeron en el tiempo y a su importancia. Para no quedar como un cerdo, pasé por casa de mi anciana y agachada
amiga para compartir también con ella mi nuevo trabajo y comunicarle mi imposibilidad de repararle ese día el tejado. Con su dulce mirada no hizo falta que hablara. Se alegraba por mí. Y como buena mujer y cristiana se despidió: «Primero la obligación, hijo. Hasta mañana». Estaba ya junto a Hamal cuando sentí una punzada en el corazón e inmediatamente supe el remedio. Me volví y di, en dos, los cuatro pasos que me separaban de Thais. Me agaché y le besé en la mejilla. Tanto el cariño dado como la sonrisa recibida calmaron ese dolorcillo. Ahora veo claro que volqué en aquella mujer todo el amor que sentía por Mayifa. El amor sigue el axioma físico por excelencia: Ninguna energía se pierde, se transforma. Y el amor es pura energía y el que no puedes transmitir a alguien se lo das a quien más lo merece y puedes, igual que las caricias. Aunque algún psiquiatra que otro opine que se puede pudrir y convertir en odio. Y yo, la verdad, después de visto lo visto y sufrido lo vivido, no puedo llevarles la contraria. Y no creas que soy inconsecuente es que algunos no pueden vivir sin odiar, mientras que otros no pueden hacerlo sin soñar, y menos una vida como fue la mía hasta la madurez. Luego fue otro cantar, más alegre e incluso con bailes y todo. Para qué mentir ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Si bien ya veo el final cerca, que no inminente, no te asustes, tengo una ventaja: Muerte sabe que no puede meterme el miedo en cuerpo.
bien he de reconocer que son muy higiénicos. Me acuerdo de Moussa, cada vez que él solo o en compañía de su familia se trasladaba a algún lugar, arrastraba con él gran cantidad de bultos. Después me puse a pensar en las tareas de aquel día. Lo primero era acercarme al pozo y llevar el agua. Tras lo cual, lo único importante era buscarme los garbanzos. Me preparaba ya para salir cuando escuché el ruido de uno de esos automóviles y después de otros que no reconocí, la voz de Abraham. Me saludó con unos “Buenos días nos dé Dios”. La verdad es que la visita me sorprendía, no que me hubiera encontrado. Me extrañaba que un hombre rico madrugara tanto como el sol. Le dije que me iba y donde. Él me invitó a que, después de las obligaciones, me pasara por su humilde casa. En eso quedamos. Desde la grupa de Hamal, aquel hombretón no parecía tan grande. Al salir del corral, vi un automóvil parado junto a la tapia de barro. Relucía al sol como una gran joya al recibir sus rayos que poco a poco se inclinaban menos. «¡Quede con Dios, Abraham», le grité desde la calle y él deseó que me acompañara a mí. Yo no dudé de que ese dios pudiera hacer las dos cosas. Yo no tenía mucha fe, pero crédulo era un rato. Aunque, por si las moscas, deseé que quien me acompañara fuera la buena suerte y no su buen dios. Y así poder encontrar algo de comida ese día. Y recordé que había soñado con la señora del primer “supermercado” que había pisado en mi vida, y que me dejó claro que, con los céntimos que llevaba perdidos ya en las alforjas, poco podría comprar. Si bien durante el sueño no me importó porque después de entrar yo en el sueño y en la tienda, entró la dueña de esos ojos que me hicieron olvidar el hambre. Pero eso fue durante el sueño. Mientras iba hacia el pozo era otra cosa. El deseo de menos presencia divina y más suerte me llevó a buen puerto. A penas esperé diez turnos en el pozo para llenar los cántaros y los pellejos. Una hora tan solo. Quizá por ser tan temprano tardé menos que el día anterior. Con ellos volví ufano a la población. Según volvía, me fijé en las desperdigadas casas que rodeaban el núcleo del pueblo. Eran redondas, unas con las paredes de ramas y otras de barro. El tejado siempre de hojas de palmera más resecas que la tierra. Según me acercaba a la plaza de la iglesia las construcciones cambiaban. Apareció más barro, e incluso el adobe y el ladrillo gris. También las esquinas y los rincones. Todas, eso sí de una planta, salvo las pocas que destacaban tanto por altura como por colorido, mezquita, iglesia y palacios. Y me acordé de Thais y de su casa, digna de un pigmeo soltero. Ese pensamiento cambió el destino de mi aproximación a la iglesia. Giré y me dirigí hacia donde creía recordar que estaba la casa de la anciana. Quería informarla sobre lo acontecido el día anterior con el padre Lombardi y con Abraham. Seguro que le alegraba el día. Y allí, fuera de aquel tabuco y ante la vieja sonrisa de Thais, disfruté de otro cuenco de caldo que me sirvió en el único que tenía. A pesar de ser de verduras, tenía un fuerte sabor que no reconocí. Saqué el pepino, le pedí el cuchillo a Thais, y pelé, a pesar de que la herramienta estaba más mellada que su dueña, y partí por la mitad el fruto. Lo compartimos. Esta vez desprecié los dos culos. Y mientras comíamos le conté los encuentros con el sacerdote y con el ricachón. No le hablé de donde había pasado la noche. No quería que lo malinterpretara y me ofreciera el poco espacio de su morada. A mí no me hubiera importado compartir su parte de cabaña, pero la realidad es que hubiera tenido que dormir con las piernas fuera y encima de ella. Tampoco la menté a Dangara. Y esta omisión no fue por educación, sino por vergüenza que, imagino, es semejante a ese “pavo” al que te refieres tú cuando hablas de tus hijos y sus amoríos. Ojalá yo hubiera tenido un “pavo” de esos o de los otros. Thais y yo hubiéramos tenido comida para unos cuantos días. Bon, ya fuera de bromas, pensé en que Hamal iba muy cargado y me despedí de mi amiga como un buen cristiano. Le dije que me acercaría después a intentar arreglar el agujero de su techo por el que se veía el cielo. Me contestó que sí, que desde dentro de su casa era mejor imaginarlo que verlo. Nos faltaría de todo, pero el humor no, ni a mí ni a la pobre mujer. Me dio recuerdos para el padre Enrico aunque agregó que ese día le tenía que ver porque tocaba limpiar la iglesia. Pero sería a la tarde, después de la misa. Todavía no había acabado mi primer mandado y ya tenía dos citas. No estaba mal para un extranjero recién llegado a una ciudad, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Sentía curiosidad por saber qué me tenía que decir Abraham. Por eso me di prisa en descargar el agua. Hasta el punto de que el sacerdote me “aconsejó” paciencia y tranquilidad por bien de la alcallería. Ya sabes, con la consabida y errónea frase de que la paciencia es la madre de todas las ciencias. Porque en realidad lo es la Filosofía. Pero como “ciencia” rima con “paciencia”, el paternalismo de muchos mayores ha encumbrado este la paciencia. Aunque esta no sobra, salvo que te veas obligado a decidir en una décima de segundo. Ya les pasó a mis antepasados. Tuvieron paciencia ante un grupo de portugueses armados que venían a por ellos para venderles como esclavos, y así les fue. Hay mejores motivos para pisar otro continente y que tu estirpe se disemine por el mundo. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Ah, y no tengo nada en contra de los portugueses que no sean racistas y traficantes de esclavos, no vayas a pensar otra cosa. Para ser traficante de cualquier cosa no piden el pasaporte, ya lo sabrás. Bon, el caso es que yo no vi la relación entre la ciencia y mi curiosidad, y, por suerte, el último recipiente de barro aterrizó y permaneció entero sobre la tierra del patio de la iglesia, a pesar de de mi celeridad y poco aguante. Tardé poco en despedirme y, en paralelo a la cola que ya se había formado escuché la contestación del cura a mi “au revoir”: «¿Dónde irá este garçon con tantas prisas?». Supongo que la frase acabaría así porque dejé de oírle en la preposición. Me perdí, en cierta forma tenía razón el sacerdote, pero aun así tardé poco en entrar en el jardín de Abraham, bastó con preguntar una vez. Descabalgué y miré a mi alrededor. Como no estaba acostumbrado a pisar esas mansiones llenas de azulejos y maderas barnizadas no supe qué hacer. Me quedé allí en medio, frente a la casa. Ni siquiera sabía para que servía una aldaba, estas, en forma de cruz, adornaban cada una de las hojas de la doble puerta principal de la casa. Decidí rodear el palacio y cogí el camino que Epafrás cogiera en dos ocasiones. Pero no veía ninguna puerta ni abierta, ni cerrada, ni digna de mí. Pero a quien vi fue al criado que
dormitaba en una especie de hamaca casera. Al oír mis pasos sobre la gravilla, no sobre la arena, y te lo matizo porque me encantó pisar con mis pies desnudos esos guijarros chicos, el sirviente entreabrió un ojo y tal cual me plantó unas palabras muy poco amistosas: «¿Y ahora qué tripa se te ha roto? Me parece que tú y yo vamos a tener problemas. Y si no, al tiempo». No le hice ni puto caso. Aunque se lo debería haber hecho, y si no, ya lo verás. Los pactos hay que hacerlos con tus iguales, si picas más alto, corres el riesgo de que tus congéneres se vuelvan contra ti. Eso les pasa normalmente a estos políticos de tres al cuarto que se entregan en cuerpo y alma al líder del partido y luego, cuando vienen los problemas por los particulares y arcanos acuerdos con el jefe, tanto este como los compañeros te dejan más solo que la una. Acaso porque temen que sus componendas salgan a la luz y se vean ellos en esa misma tesitura: compuestos y sin novias. Eso sí al que se le ve el plumero, le buscan un buen puesto en el extranjero o le mandan un SMS de apoyo incondicional. A ellos les salen gratis porque nosotros pagamos su tarifa plana. Eso me lo acabo de inventar, no sé si es cierto, pero el aparato con el que mandan el mensaje sí estoy seguro que sale de nuestros riñones. El caso fue que yo no di ninguna importancia al comentario de aquel vago consolidado, más que nada porque no entendía qué teníamos que ver el uno con el otro. Pero él sí lo imaginaba. Y defendí mi ignorancia: «Yo estoy aquí porque Abraham me ha dicho que viniera, nada tengo que ver contigo». Aun así me curé en salud por la bravata. «Ya, ya», contestó irónicamente. Y con gran esfuerzo y cara contrariada se levantó, arrastró las babuchas y se acercó a una puerta medio escondida y que parecía abierta. Me acerqué y empecé a salivar. De allí salían unos aromas que jamás había olido, pero que no podían ser de nada crudo ni duro. Los olores me convencieron de colarme tras él. Y entré en una cocina donde dos mujeres de mi raza trabajaban ajenas a nosotros. En la habitación hacía mucho calor pero no me importó estar allí. No puedo decirte qué había por allí sobre los fogones y colgado por todos los sitios, pero debía haber de todo. En esa habitación cabían veinte cuchitriles como los de Thais. «Espera aquí, listillo». Aquella orden me devolvió a la realidad. Al poco oí voces entre ruidos de cacharros. Pensé que las daba Abraham porque no creí que un siervo hablara así a su señor. Lo confirmé al ver a Epafrás llegar más cabreado que una mona y más protestón que un futbolista adolescente: «Los ricachones son todos iguales, se piensan que nos pagan para que trabajemos por ellos». Yo me tragué la pregunta que se vino a la cabeza: “¿Y si no, para qué te crees que te pagan?”. Pero callé, el horno no estaba para bollos y no precisamente el de la cocina del que salía un aroma de pan que ponía a bailar las tripas. Me hizo una seña y salimos a un pasillo que desembocaba en unas puertas de esas de vaivén, como la de los casinos del Far West, pero blancas, y con una humildad que escondía la soberbia de quien sirve a quien sirvió, me anunció: «Señor, aquí está el muchacho ese». Abraham estaba sentado en la cabecera de una larga y alta mesa detrás de la que parecía pequeño. Me imaginé a Thais sentada en el extremo más cercano a mí y no pude contener la sonrisa. Delante de él, en un orden desordenado había comida para un regimiento y alimentos que ni siquiera conocía. Dio una orden: «Retírate, tengo que hablar con el muchacho. Y haz algo hoy para ganarte el sueldo. Y no te quedes a escuchar ahí en el pasillo, si no, te mando cortar las orejas». Esperó a que Epafrás saliera y me dedicó a mí una grata recepción que no incluyó invitación a compartir sus manjares. Pero no se lo tuve en cuenta. «Buen día te de Dios, Dikembe, ¿tanto te alegra verme que sonríes?». Le mentí, porque si bien mi imaginación me había hecho sonreír, más satisfacción me había producido el rapapolvos que se había llevado el antipático sirviente. «Sí, da alegría entrar en esta casa, y más por la cocina». Pero no se dio por aludido y se explicó: «Como verás esta casa es muy grande y vivimos en ella muchas personas. Necesito disponer de mucha cantidad de agua al día. A pesar de disponer de dos criados, aparte del que conoces, y dos mujeres en la cocina el suministro de agua es muy deficiente porque el burro ese solo es capaz de traer dos tinajas llenas y encima no hace otra cosa en todo el día y no voy a dedicarme a estar encima de él. Tengo mis obligaciones. Si no fuera por sus cinco hijos y esa santa mujer que guisa como los ángeles del cielo, ya le habría dado la patada en el culo. Es mi manera de purgar los pecados ante Dios». En ese momento uní cabos, porque yo era inocente, pero no tonto. Ya sabía qué quería ese hombre y porqué Epafrás estaba de uñas conmigo. «¿Tú serías capaz de traerme seis cántaras al día, como las que llevas a la iglesia? Pero sin menoscabo de tu labor para con don Enrico». Contesté que sí antes de que acabara de hablar y agregué una propina por si no había entendido mi sí: «Más mis odres que corren de mi cuenta, pero usted pone los cántaros». Con esto terminé de ganarme al que se limpiaba la boca y se levantaba satisfecho de desayunar. «Bien, pues por ser tan generoso, voy a subir los honorarios que tenía pensados para ti. Pensaba ofrecerte comida gratis dos días a la semana, pero voy a incluir las cenas. Aquí siempre sobra comida y se la lleva ese haragán. Un hijo de más no lo va a notar y si no que trabaje como es debido. ¿Te parece bien mi oferta?». Me lo pensé porque me acordé de otro de los consejos de mi abuela Mayifa: «Cuando te pregunte algo algún otro guerrero, antes de contestar piensa, puede que tu vida vaya en eso. Ahora que eres chico no lo entiendes, pero cuando seas un hombre lo entenderás». Y aunque no me sentía un hombre entendí qué me quiso decir mi abuela. Aunque por ello fui recriminado: «¿Qué te piensas, Dikembe? ¿Acaso no es una buena oferta para un paria comer y cenar dos días a la semana?». Y aquello me dio más tiempo y más razones para preparar mi contestación. Pensé en el listo del bananero y respondí: «Muchas gracias, monsieur Abraham, es muy generoso por su parte, pero yo incluiría tres cosillas que tampoco le van a costar nada y por eso me permito la libertad». Un tanto sorprendido pero no molesto, sino intrigado, quiso saber mi contraoferta. «Pues una es que pueda pasar las noches en su corral. Me comprometo a tenerlo limpio». No se lo pensó y me lo concedió. «La segunda es que, como el que más trabaja es Hamal, mi camello, también tiene derecho a ser alimentado. Pero él tiene bastante con una vez al mes». No se opuso, pero sí matizó que la comida de sus camellos le costaba dinero, que no eran sobras. Y yo aduje que una boca al mes no podían notarla ni sus camellos ni su bolsillo, igual que le iba a pasar a Epafrás los días que le tocara repartir conmigo lo sobrante. Y como negarse era contradecirse a sí mismo, y lo dije con cierto salero y muy humildemente, pues también accedió: «Sea, pasemos a la tercera». Ya por pedir pues pedí: «Verá, monsieur Abraham, la tercera tiene que ver con el número de orden de mis peticiones y con un refrán: Donde comen dos, comen tres. Pero yo lo aplico al número de veces. Que sean tres y no dos los días que haga caridad conmigo. Estoy seguro que Dios se lo tendrá en cuenta y más cuando lo sepa el padre Lombardi». Eso se lo pensó un poco más, supongo que bien por echar a tierra mis argumentos o por disimular su facilidad de convencimiento. Yo no sabía tocar el piano, pero sí sabía las teclas que había que pulsar para que un ricachón entrara en el reino de los cielos. Y según mi información, tenía que hacer mucho por los demás aquí en la tierra. Por eso cedió por tercera vez: «Recuérdame que cuando vaya al mercado de camellos, te lleve conmigo para regatear». Con eso dijo bastante. Y yo, para que no pensara que me había llevado el gato al agua me comprometí a empezar ese mismo día sin gasto para él, aunque tendría que dejar para el día siguiente el arreglo del tejado de Thais, pero llover no iba a llover, porque ya había llovido la noche anterior. Así que antes de enfilar hacia el pozo me ordenó que mandara a Epafrás para dentro que tenía que hablar ahora con él. Después acontecieron dos hechos que te relataré en orden inverso al que se produjeron en el tiempo y a su importancia. Para no quedar como un cerdo, pasé por casa de mi anciana y agachada
amiga para compartir también con ella mi nuevo trabajo y comunicarle mi imposibilidad de repararle ese día el tejado. Con su dulce mirada no hizo falta que hablara. Se alegraba por mí. Y como buena mujer y cristiana se despidió: «Primero la obligación, hijo. Hasta mañana». Estaba ya junto a Hamal cuando sentí una punzada en el corazón e inmediatamente supe el remedio. Me volví y di, en dos, los cuatro pasos que me separaban de Thais. Me agaché y le besé en la mejilla. Tanto el cariño dado como la sonrisa recibida calmaron ese dolorcillo. Ahora veo claro que volqué en aquella mujer todo el amor que sentía por Mayifa. El amor sigue el axioma físico por excelencia: Ninguna energía se pierde, se transforma. Y el amor es pura energía y el que no puedes transmitir a alguien se lo das a quien más lo merece y puedes, igual que las caricias. Aunque algún psiquiatra que otro opine que se puede pudrir y convertir en odio. Y yo, la verdad, después de visto lo visto y sufrido lo vivido, no puedo llevarles la contraria. Y no creas que soy inconsecuente es que algunos no pueden vivir sin odiar, mientras que otros no pueden hacerlo sin soñar, y menos una vida como fue la mía hasta la madurez. Luego fue otro cantar, más alegre e incluso con bailes y todo. Para qué mentir ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Si bien ya veo el final cerca, que no inminente, no te asustes, tengo una ventaja: Muerte sabe que no puede meterme el miedo en cuerpo.
A mí me pasa lo mismo que a Dikembe. Es más, quisiera
que mi muerte causara risas y no el dolor que me ha producido a mí la pérdida
de mi madre. La añoranza no me importa, aunque es producto del amor y la
rutina. Pero estoy seguro de que, al menos, uno reirá abiertamente y otros
soterradamente. Y no por alegría, que en la muerte no la hay, sino como
homenaje. Porque me llevará tranquilo y si no, buscaré la forma de hacerlo lo
más sereno posible. Esto no quiere decir que lo consiga, lo sé. La muerte, la
propia muerte entre los vivos es un tema tabú,
un asunto en el que todos los viejos piensan pero que nadie habla en
alto. Como mucho una queja, un “llévame Señor” o un “ya no sirve uno para nada,
para eso mejor…”. Los vivos también se defienden de las otras muertes al reunir
en rebaños a todos aquellos que la sociedad escupe por inservibles. El sistema
no entiende que una sonrisa arrugada y temblorosa propone más que una biografía
en papel. Espero que mis hijos lleguen vírgenes en duelos al mío. Y no me mueve
ser el muerto en el entierro y el novio en la boda. Se darán cuenta de que los
motivos por los que enfadaron o se enfadarán conmigo no tienen ni tendrán
importancia en ese momento. Y perdonarán todos mis errores. Pero os aseguro que
el dolor que sentiréis será desplazado por otro sentimiento más agradable y
positivo: la sublimación del cariño. Algo que es imposible si puedes acariciar
a quien te da esa bienquerencia. La vida seguirá y no hay hecho más importante
que ese, incluso para los muertos.
Sé que
quedan pendientes dos asuntos. Lo sé, lo sé. Pero los dejo para la siguiente.
Ya saldrán solos en el momento oportuno. De momento dejemos que aquel Dikembe
se vaya al pozo a por agua, mientras yo disfruto de la lectura y tú de tu
trabajo, porque disfrutas, ¿no? Venga, un saludo de tu amigo,
(1VG)
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Zorrocloco. Esta palabra la reconoce tanto la RAE como la Academia
Canaria de la Lengua. Y como quiera que no tiene el mismo significado es el
motivo de esta nota. DRAE: «1. m. coloq. Hombre tardo en sus acciones y que parece bobo, pero que no se
descuida en su utilidad y provecho». ACL: «1. m. Costumbre que existía en
Canarias, que consistía en la permanencia, desde el nacimiento del hijo, del
padre en la cama, mientras la madre volvía a sus labores habituales. 2. m . Marido de una
parturienta que se fingía enfermo y recibía las atenciones de quienes los
visitaban. Hoy se hace mucho uso de la palabra zorrocloco en sentido
humorístico. 3. m .
Hombre muy taimado y astuto». Aunque la
segunda y tercera acepciones algo tengan que ver con la entrada del DRAE.
Fuentes: http://dle.rae.es/ y http://www.academiacanarialengua.org/
Imagen 1. Foto bajada de peru.com
Imagen 2. Foto bajada horticoladepedralbes.com
Imagen 3. Foto bajada de www.revistaperroverde.com
Siempre me ha gustado lo de "zorrocloco", aunque ya sabes que nosotros la pronunciamos "sorrocloco", ja, ja... Tengo la impresión de que Dikembe se va a meter solito en problemas con su nuevo empleo y su empleador... aunque por otra parte, se le ve resuelto y con la experiencia de los tropezones que ya ha tenido. Por lo menos encuentra algo de cariño en Thais (al menos a quien dar...).
ResponderEliminarHasta la próxima, J.C., y un abrazo.
A mí vuestra forma de hablar me encanta. Gracias, Ligia. Un abrazo, JC.
EliminarAh!! Y actualiza la lista de personajes, que no encuentro a Dangara...jiji
ResponderEliminarSí, se me ha olvidado, seguro, pero Dangara es el nombre que Dikembe pone a la dueña de los ojos que le llevan por la calle de la amargura. Tengo la cabeza "echá" a perder.
EliminarY gracias.
EliminarPues si, esa palabra, un amigo mío la utilizaba mucho, pero para la segunda acepción y en plan cachondeo, claro.
ResponderEliminarYo saco la misma impresión que Ligia, aquí va a haber tema, pero tema. Jajaja
Hasta el lunes J.C. (aunque esta vez no lo haya podido leer hasta el martes).
Pues si, esa palabra, un amigo mío la utilizaba mucho, pero para la segunda acepción y en plan cachondeo, claro.
ResponderEliminarYo saco la misma impresión que Ligia, aquí va a haber tema, pero tema. Jajaja
Hasta el lunes J.C. (aunque esta vez no lo haya podido leer hasta el martes).
Vaya, parece que ya vais conociendo a Dikembe, jaja. Gracias, Varinia, un abrazo. JC.
Eliminar"Zorrocloco" me gusta esa palabra, se la he oído decir mucho a mi madre. También definiría a Dikembe como "cuico", en este capítulo lo demuestra con su astucia al negociar =)
ResponderEliminarBesitos y feliz semana JC
"Cuico", supongo que de cuco, jaja. Gracias, Amanda. Un beso, JC.
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