uedó así Hamal a buen recaudo y sin que pudiera causar daños al huerto
del cura. Él y yo tomamos una de las calles que desembocaban en la plaza. El
paso del padre Lombardi, tal como él se presentó mientras me ocupaba del
camello, era cansino. Debía ser por el uso de la sotana y la temperatura
reinante en las calles. Pero no teníamos prisa. Al menos yo. Hube de ajustarme
a su paso, que también se veía mermado por las faldas de su vestidura talar. Y
fue él quien rompió el silencio después de echar el candado y que pasara un
camión cargado hasta los topes de algo que yo desconocía, y que nos pidió paso al hacer sonar su claxon. Íbamos por medio de la carretera y nos echamos a un lado. Cuando pasó tragamos más polvo que en una tormenta de arena. Una vez dejada atrás la polvareda el sacerdote comenzó el interrogatorio. «Sabes que mentir a Dios es pecado, ¿no? Acuérdate del segundo mandamiento, no tomarás el nombre de Dios en vano. No solo es el octavo, que también, aunque ese ataña a los hombres». Sin ningún esfuerzo recordé que un día mi abuela Mayifa me dijo que Dios estaba en todas partes y sabía todo sobre nuestros actos. Me lo advirtió a raíz de desparecer de la despensa la última manzana. En casa nadie se hacia cargo de haberla consumido, ni mis hermanas ni yo. Me sonrojé y me azaré y ya no tuvo que preguntar más. Pero no me descubrió ante quien la culpaba de ser ella la glotona. Es increíble a la velocidad que pasan los recuerdos por tu cabeza. Yo creo que ocurren, por largos que sean, en un instante. Por eso contesté inmediatamente al padre Enrico que Dios estaba en todas partes y que veía cada uno de nuestros actos, por eso mentirle era una tontería. Supongo que quería escuchar eso mismo por su contestación. «Muy bien, pero allá tú con tu conciencia, Dikembe». Vamos, que de mi confesión no se había creído ni la mitad, y la otra parte se la cuestionaba, salvo que había faltado al octavo, claro. Deduje que ante los ojos de los intermediarios del Dios cristiano todos éramos sempiternos pecadores. Hoy en día me parece lógica esa postura porque al ser ellos hombres, saben de qué va el tema. Pero cuando ocurría esta conversación pensé que aquel hombre era un listillo, como yo. Que íbamos de pillo a pillo. «Bueno, dejemos el asunto religioso. ¿De qué piensas subsistir aquí?, porque, igual que tú, hay más de uno y más de cien que no encuentran modo de alimentarse. Y no me refiero a las personas como Thais, que no tiene donde caerse muerta, aunque sea lo único que le falte». Me sorprendió la crueldad con la que hablaba de mi benefactora y su fiel feligresa. Por eso le contesté un tanto airado que esa mujer me había ayudado y que eso era algo más que morirse en cualquier sitio. De hecho me había mandado a hablar con él para ver si, a su vez, su sacerdote podía ayudar a su pupilo, o sea, yo. «Veo que no me has entendido. Te pido perdón si te he violentado. Y para que me conozcas un poco mejor y no me veas cual ogro, te diré que a la hora de repartir lo poco que sale de mi huerto no distingo entre una mujer que sea católica, musulmana o animista. Todas son criaturas de Dios que tienen la necesidad de comer». Tras sus palabras volvió un largo silencio y seguimos con el paseo. «No creas que no sé que tienes buen fondo. Quien solo tiene dos, no suele dar uno a los demás, como has hecho tú con tu dinero. Supongo que sabes que Thais vive prácticamente de ese cepillo. Los ricachones católicos del lugar, que los hay, me dan el dinero en mano. Y les sobra mucho, gracias a Dios, aunque no me dan ni la décima parte de lo que deberían, pero tienen la necesidad de que yo me entere de quien y cuanto ayudan a la Iglesia. Por eso el cepillo lo usan los necesitados que comparten lo poco que tienen, no solo las sobras. Es decir, anónimos que se lo quitan de la boca para que otros lo pongan en su mesa. Y como bien me has contestado antes, Dios toma buena nota de todo, Dikembe». Se me escapó una sonrisa que se quedó en el anonimato. Me la trajo a los labios la idea de que dios debía tener muchos ojos y una memoria de elefante para ver y acordarse de todas nuestras acciones. Salvo que tuviera espías, que todo podía ser. «¿Tienes qué comer?». Le respondí que sí, que en las alforjas tenía tres bananas que me servirían de almuerzo y cena. Habíamos dado la vuelta sin darme cuenta y al final de la calle vi otra vez el campanario de la iglesia. «Si mañana sigues en el pueblo y no tienes qué comer, te pasas por aquí». Tomé nota y volví a sonreír, esta vez abiertamente porque su ofrecimiento lo apunté por duplicado. «No creo que me haga falta, padre, muchas gracias». La prepotencia de la juventud respondió por mí. «Ahora te indico cómo llegar al pozo más cercano, coges las cuatro tinajas y me las traes con agua. No tengo con qué pagarte, salvo con mis consejos y las monedas que tú mismo has echado en el cepillo. Es muy difícil apuntar a otro necesitado en la larga lista que ya tengo». Repliqué que lo entendía y le di el consejo de que no se preocupara por mí. Así que hice con gusto el mandado. No tenía otra cosa que hacer de todas maneras. Así me enteraba de donde había agua por los alrededores, aunque eso era fácil de saber, con seguir a un muchacho o una muchacha con un cubo era suficiente. Yo creo que si alguien se fijara desde un avión en estas zonas, vería un reguero de hormigas que tocan un punto y vuelven a su hormiguero. Tal es la cantidad de viajes que los aldeanos, generalmente niños, niñas y mujeres, pueden hacer en un día. Hamal pareció alegrarse al verme. El pobre no estaba acostumbrado a estar atado y no poder moverse, como cualquier hijo de vecino. Los dos contentos y el cargado, nos pusimos en camino hacia el pozo con las indicaciones del cura que, al final, no me sirvieron para nada, porque decidí seguir a la gente cargada de cantaros y todo tipo de recipientes para el agua. Cuando volví a la iglesia, las puertas azules estaban abiertas de par en par y por su vano salía una larga fila de personas variopintas. Todos eran ancianos o tullidos que, al vernos intentaron echarse a un lado para que Hamal pudiera pasar. Yo no sabía que nos esperaban a nosotros. Lo supe cuando me percaté de que todos llevaban algún pequeño objeto para recavar agua tal como una calabaza o un cuenco, incluso alguno había que llevaba una botella de cristal. Claro, ese pozo estaba relativamente cerca para ir en camello o volver sin carga, pero, si eras como Thais, la ida y vuelta, aun sin peso, te llevaría todo el día, y eso si llegabas. Por ello, después de descargar, pregunté al padre Enrico si traía más agua. «Si quieres… Pero no hay más cacharros grandes, salvo que te esperes a que repartamos todo el agua que has traído». Entonces le ofrecí mis dos odres que también había rellenado. Noté que me tocaban a la altura del culo y me volví rápido. En principio no vi a nadie hasta que bajé la vista. Era Thais. «Buenos días nos dé Dios, Dikembe. ¿Qué haces aquí, hijo?» «¿Y tú?», fue mi respuesta tonta. ¿A qué iba a haber ido? A por agua, al reparto diario. La cucaracha aquella se levantaba todos los días antes de que el sol saliera y se hacía cuatro viajes, uno con cada cántaro para que los más necesitados y castigados físicamente tuvieran su ración de agua. Y era verdad, entre esa gente alguna había de rezo musulmán. Se acercó a nosotros el sacerdote, saludó a Thais y a mí me dio las gracias y un consejo: La caridad bien entendida empieza por uno mismo. Esperé avergonzado porque otro supiera que estaba haciendo el bien a mucha gente. Es curioso, ¿verdad? Acompañé a Thais a casa porque la dije que yo la llevaría un pellejo entero después de que acabara en la iglesia. Cuando nos despedimos me dijo: «Que Dios te lo pague, Dikembe. Pero no se te olvide». Me sonreí, Thais sería genio y figura hasta la sepultura. Su lema: A Dios rogando y con el mazo dando. Lo tenía muy claro, pero que muy claro. No me extraña que me recordara a mi abuela Mayifa. Al volver pensé en aquello de que la caridad empieza por uno mismo. No sé que quería decir el cura. Lo sabría mucho después. Y tampoco entendía la postura de aquellos ricachones, porque tenían que ver a estas gentes y ser conscientes de las necesidades que pasaban. Con esas llegué otra vez a la iglesia. Ya se habían vaciado los cuatro recipientes y faltaba uno de mis dos pellejos. La cola había bajado sensiblemente y el sacerdote me indicó que habían dado esta vez el doble de ración gracias a mí. Si el primer viaje le hicimos contentos, el segundo más todavía. No llegamos a jugar Hamal y yo por la alcallería, si no hubiéramos hecho de las nuestras. Después de cumplir con mis obligaciones voluntarias y rechazar la oferta de quedarme a comer con Thais, busqué un sitio cómodo y a la sombra donde comerme las bananas. Y lo encontré. Un espacio entre paredes con muchos trastos y montones de una arena dura y blanca y con un tejadillo de ramas de palmera en un rincón. Y me gustó. El recinto, sin puertas, me recordó mi “hotel” de Abéché y al viejo-tuerto-deslenguado que me ayudó a salir de aquella situación. Hoy pienso con ironía y con cariño que a mí me miró un tuerto, pero me miró bien, nada que ver con el imaginario español que gratifica con el mal de ojo a todo aquel al que le falta uno. Vosotros también creéis en el vudú, ¿o no? Eh bien, c'est ça, mon ami.
camión cargado hasta los topes de algo que yo desconocía, y que nos pidió paso al hacer sonar su claxon. Íbamos por medio de la carretera y nos echamos a un lado. Cuando pasó tragamos más polvo que en una tormenta de arena. Una vez dejada atrás la polvareda el sacerdote comenzó el interrogatorio. «Sabes que mentir a Dios es pecado, ¿no? Acuérdate del segundo mandamiento, no tomarás el nombre de Dios en vano. No solo es el octavo, que también, aunque ese ataña a los hombres». Sin ningún esfuerzo recordé que un día mi abuela Mayifa me dijo que Dios estaba en todas partes y sabía todo sobre nuestros actos. Me lo advirtió a raíz de desparecer de la despensa la última manzana. En casa nadie se hacia cargo de haberla consumido, ni mis hermanas ni yo. Me sonrojé y me azaré y ya no tuvo que preguntar más. Pero no me descubrió ante quien la culpaba de ser ella la glotona. Es increíble a la velocidad que pasan los recuerdos por tu cabeza. Yo creo que ocurren, por largos que sean, en un instante. Por eso contesté inmediatamente al padre Enrico que Dios estaba en todas partes y que veía cada uno de nuestros actos, por eso mentirle era una tontería. Supongo que quería escuchar eso mismo por su contestación. «Muy bien, pero allá tú con tu conciencia, Dikembe». Vamos, que de mi confesión no se había creído ni la mitad, y la otra parte se la cuestionaba, salvo que había faltado al octavo, claro. Deduje que ante los ojos de los intermediarios del Dios cristiano todos éramos sempiternos pecadores. Hoy en día me parece lógica esa postura porque al ser ellos hombres, saben de qué va el tema. Pero cuando ocurría esta conversación pensé que aquel hombre era un listillo, como yo. Que íbamos de pillo a pillo. «Bueno, dejemos el asunto religioso. ¿De qué piensas subsistir aquí?, porque, igual que tú, hay más de uno y más de cien que no encuentran modo de alimentarse. Y no me refiero a las personas como Thais, que no tiene donde caerse muerta, aunque sea lo único que le falte». Me sorprendió la crueldad con la que hablaba de mi benefactora y su fiel feligresa. Por eso le contesté un tanto airado que esa mujer me había ayudado y que eso era algo más que morirse en cualquier sitio. De hecho me había mandado a hablar con él para ver si, a su vez, su sacerdote podía ayudar a su pupilo, o sea, yo. «Veo que no me has entendido. Te pido perdón si te he violentado. Y para que me conozcas un poco mejor y no me veas cual ogro, te diré que a la hora de repartir lo poco que sale de mi huerto no distingo entre una mujer que sea católica, musulmana o animista. Todas son criaturas de Dios que tienen la necesidad de comer». Tras sus palabras volvió un largo silencio y seguimos con el paseo. «No creas que no sé que tienes buen fondo. Quien solo tiene dos, no suele dar uno a los demás, como has hecho tú con tu dinero. Supongo que sabes que Thais vive prácticamente de ese cepillo. Los ricachones católicos del lugar, que los hay, me dan el dinero en mano. Y les sobra mucho, gracias a Dios, aunque no me dan ni la décima parte de lo que deberían, pero tienen la necesidad de que yo me entere de quien y cuanto ayudan a la Iglesia. Por eso el cepillo lo usan los necesitados que comparten lo poco que tienen, no solo las sobras. Es decir, anónimos que se lo quitan de la boca para que otros lo pongan en su mesa. Y como bien me has contestado antes, Dios toma buena nota de todo, Dikembe». Se me escapó una sonrisa que se quedó en el anonimato. Me la trajo a los labios la idea de que dios debía tener muchos ojos y una memoria de elefante para ver y acordarse de todas nuestras acciones. Salvo que tuviera espías, que todo podía ser. «¿Tienes qué comer?». Le respondí que sí, que en las alforjas tenía tres bananas que me servirían de almuerzo y cena. Habíamos dado la vuelta sin darme cuenta y al final de la calle vi otra vez el campanario de la iglesia. «Si mañana sigues en el pueblo y no tienes qué comer, te pasas por aquí». Tomé nota y volví a sonreír, esta vez abiertamente porque su ofrecimiento lo apunté por duplicado. «No creo que me haga falta, padre, muchas gracias». La prepotencia de la juventud respondió por mí. «Ahora te indico cómo llegar al pozo más cercano, coges las cuatro tinajas y me las traes con agua. No tengo con qué pagarte, salvo con mis consejos y las monedas que tú mismo has echado en el cepillo. Es muy difícil apuntar a otro necesitado en la larga lista que ya tengo». Repliqué que lo entendía y le di el consejo de que no se preocupara por mí. Así que hice con gusto el mandado. No tenía otra cosa que hacer de todas maneras. Así me enteraba de donde había agua por los alrededores, aunque eso era fácil de saber, con seguir a un muchacho o una muchacha con un cubo era suficiente. Yo creo que si alguien se fijara desde un avión en estas zonas, vería un reguero de hormigas que tocan un punto y vuelven a su hormiguero. Tal es la cantidad de viajes que los aldeanos, generalmente niños, niñas y mujeres, pueden hacer en un día. Hamal pareció alegrarse al verme. El pobre no estaba acostumbrado a estar atado y no poder moverse, como cualquier hijo de vecino. Los dos contentos y el cargado, nos pusimos en camino hacia el pozo con las indicaciones del cura que, al final, no me sirvieron para nada, porque decidí seguir a la gente cargada de cantaros y todo tipo de recipientes para el agua. Cuando volví a la iglesia, las puertas azules estaban abiertas de par en par y por su vano salía una larga fila de personas variopintas. Todos eran ancianos o tullidos que, al vernos intentaron echarse a un lado para que Hamal pudiera pasar. Yo no sabía que nos esperaban a nosotros. Lo supe cuando me percaté de que todos llevaban algún pequeño objeto para recavar agua tal como una calabaza o un cuenco, incluso alguno había que llevaba una botella de cristal. Claro, ese pozo estaba relativamente cerca para ir en camello o volver sin carga, pero, si eras como Thais, la ida y vuelta, aun sin peso, te llevaría todo el día, y eso si llegabas. Por ello, después de descargar, pregunté al padre Enrico si traía más agua. «Si quieres… Pero no hay más cacharros grandes, salvo que te esperes a que repartamos todo el agua que has traído». Entonces le ofrecí mis dos odres que también había rellenado. Noté que me tocaban a la altura del culo y me volví rápido. En principio no vi a nadie hasta que bajé la vista. Era Thais. «Buenos días nos dé Dios, Dikembe. ¿Qué haces aquí, hijo?» «¿Y tú?», fue mi respuesta tonta. ¿A qué iba a haber ido? A por agua, al reparto diario. La cucaracha aquella se levantaba todos los días antes de que el sol saliera y se hacía cuatro viajes, uno con cada cántaro para que los más necesitados y castigados físicamente tuvieran su ración de agua. Y era verdad, entre esa gente alguna había de rezo musulmán. Se acercó a nosotros el sacerdote, saludó a Thais y a mí me dio las gracias y un consejo: La caridad bien entendida empieza por uno mismo. Esperé avergonzado porque otro supiera que estaba haciendo el bien a mucha gente. Es curioso, ¿verdad? Acompañé a Thais a casa porque la dije que yo la llevaría un pellejo entero después de que acabara en la iglesia. Cuando nos despedimos me dijo: «Que Dios te lo pague, Dikembe. Pero no se te olvide». Me sonreí, Thais sería genio y figura hasta la sepultura. Su lema: A Dios rogando y con el mazo dando. Lo tenía muy claro, pero que muy claro. No me extraña que me recordara a mi abuela Mayifa. Al volver pensé en aquello de que la caridad empieza por uno mismo. No sé que quería decir el cura. Lo sabría mucho después. Y tampoco entendía la postura de aquellos ricachones, porque tenían que ver a estas gentes y ser conscientes de las necesidades que pasaban. Con esas llegué otra vez a la iglesia. Ya se habían vaciado los cuatro recipientes y faltaba uno de mis dos pellejos. La cola había bajado sensiblemente y el sacerdote me indicó que habían dado esta vez el doble de ración gracias a mí. Si el primer viaje le hicimos contentos, el segundo más todavía. No llegamos a jugar Hamal y yo por la alcallería, si no hubiéramos hecho de las nuestras. Después de cumplir con mis obligaciones voluntarias y rechazar la oferta de quedarme a comer con Thais, busqué un sitio cómodo y a la sombra donde comerme las bananas. Y lo encontré. Un espacio entre paredes con muchos trastos y montones de una arena dura y blanca y con un tejadillo de ramas de palmera en un rincón. Y me gustó. El recinto, sin puertas, me recordó mi “hotel” de Abéché y al viejo-tuerto-deslenguado que me ayudó a salir de aquella situación. Hoy pienso con ironía y con cariño que a mí me miró un tuerto, pero me miró bien, nada que ver con el imaginario español que gratifica con el mal de ojo a todo aquel al que le falta uno. Vosotros también creéis en el vudú, ¿o no? Eh bien, c'est ça, mon ami.
Imagino al Dikembe que escribe estas cartas como
un anciano apóstata y utópico, partidario de la igualdad y ya tranquilo porque
la acumulación de años, aparte de las canas, nos dota de serenidad. Como Muerte
se hace visible, o si no la decadencia física y mental, los problemillas que
antes nos parecían insalvables, al ser comparados con aquello que se acerca,
nos obliga a darles menos importancia. Cuando la salud se alza como primera
necesidad, al primer puesto de la escala de valores personales, la hemos
cagado, como dirían los hijos de mi amigo José María. Y
podrás tener el espíritu joven, pero la reuma ataca tanto a las piernas como al
ánimo. El dolor y la enfermedad nos despreocupan hasta de la falta de recursos
económicos. Nos sacamos la muela sí o sí, cueste el precio que cueste. ¿O no?
Pues eso, mon ami, como escribiría
nuestro amigo. Que desde la atalaya de la tercera o cuarta o quinta edad, las
cosas se ven de otra manera, e incluso llegamos al convencimiento de que lo
único que importa en el mundo somos nosotros mismos, como les pasa a los niños.
Como nuestro protagonista, no sé de puntos y aparte, como veréis, pero no
quiero omitir un detalle curioso sobre esta carta en particular. La primera vez
que la desdoblé, la única sin sobre y que me costó encajar entre las demás,
cayó al suelo un trozo papel, una nota escrita con la misma letra de Dikembe y
firmado por él. Por supuesto, esta separata no pude encajarla en el tiempo ni
interpretarla, salvo que imagine, sin esfuerzo alguno, que la escribió para
mandar un regalo a mi amigo, en particular un libro, porque así parece decirlo
el texto del mensaje: “En este libro,
como en cualquier otro, hay verdades que son mentira y viceversa. No dejes de
leerlo, tú que sabes, porque si no lo haces dejarás unos huecos en tu alma que
nunca rellenarás con nada, además de encontrar tu propia verdad”. A mí, por
pura curiosidad, me hubiera gustado descubrir de qué libro se trataba, pero no
lo conseguí. Y no es que el hecho de leer nos haga ni más ni menos que los
demás, pero nos permite descubrir otras opiniones, otras vivencias, otros
lugares, otras culturas. En definitiva nos permite vivir otras vidas dispares a
la nuestra y tan ricas como ella. Cualquier texto que lees ocupa un hueco que
antes no tenías en tus recuerdos. Y cuantos más recuerdos tiene una persona es
que ha vivido más. Siempre defenderé la lectura, no como un ocio, sino como un
enriquecimiento de la persona.
Y pensé con tranquilidad que mi convivencia con
terroristas era agua pasada. Y si me buscaban esos animales, difícil sería que
lo hicieran entre la grey cristiana y practicante. Esa idea me serenó todavía
más. Dejé a Hamal a su aire en ese recinto. Si bien, sellé el vacío de la
entrada con una cuerda de pita que no aguantaría ni la furia de una leve brisa,
pero al atravesarla de lado a lado de la salida Hamal entendería que debía
quedarse allí dentro conmigo. Estaba mejor enseñado que muchos de las
personajes que había conocido desde que me quedara huérfano haría algo más de
un año diría yo. Pero medir el tiempo en aquellas circunstancias, no servía
para nada y era bastante difícil, salvo que fueras un ejecutivo de tu calaña
obsesionado con la hora, los minutos y los segundos. Otros, es verdad,
estábamos obsesionados con sobrevivir y si nos hubieran explicado y
posibilitado el cambio por uno de vosotros hubiéramos aceptado con los ojos
cerrados, aunque más de uno, entre los que me incluyo nos hubiéramos
arrepentido en poco tiempo. Yo no sería capaz de hacer como tú haces, amigo. Eres
una ametralladora de decisiones, capaz de tener tres reuniones en tres ciudades
europeas distintas a la vez y no llegar tarde a ninguna. ¿O me equivoco? Eh bien, c'est ça, mon ami. Después de
comerme las dos piezas de fruta me quedé amodorrado mirando a Hamal. Estaba en
reposo, como yo, él sobre su tripona y yo sobre mi culo y espalda. Y debí de
cuajar en algún momento. Te puedes imaginar con quien soñé. Sí, con la
propietaria de aquellos ojos que habían alumbrado mi capacidad de amar de forma
tan desconocida. Aquella mirada me perseguía hasta en sueños. Al menos no eran
pesadillas, ya que encontraba a la dueña y no en el sentido cervantino(1)
,
sino en el de propietaria. Incluso me dio tiempo a ponerle un nombre: Dangara.
Estaba en lo mejor de la cabezada cuando se me escurrió de las manos su dulce
cara al notar unos golpes en mi cadera. Al entreabrir los ojos, Dangara se
convirtió en un hombre entrado en años que me miraba desde lo alto con
severidad. Me restregué los ojos y puse mi mirada a la altura de su barbilla.
Aquel que me hablaba era más alto que yo y más voluminoso. Iba más que
dignamente vestido con joyas y todo. Me costó volver del sueño y cuando entendí
sus palabras no supe qué contestar. Si bien es lo normal en mí, pues mi velocidad de volver
de los brazos de Morfeo es más bien lenta, ya lo sabes. El desconocido,
paciente, me dio una nueva oportunidad. Aun así, me costó contestar que había
entrado allí a comer y a descansar porque había visto sombra y no puertas. Y
muy al hilo me contestó que porqué había puesto yo una si él, «amo del lugar», mantenía franca la
entrada. Ya más despejado aduje que la cuerda no era para evitar la entrada,
sino la salida de mi camello mientras yo dormía. No se lo creyó y tuve que
demostrárselo. Menos mal que ya habíamos empezado a jugar Hamal y yo y este
había aprendido ciertas órdenes como la de “¡Arrêtez!”
o “¡Avant!”(2)
y sus
homólogas en signos. Si le ponía o le tiraba algo delante, él se paraba. Si lo
quitaba o retiraba, él seguía. Así nos divertíamos por las tardes. Después de
nuestra demostración, que pareció convencer al ‘amo del lugar’, este siguió con
su interrogatorio. Hube de explicarle de donde venía y qué pintaba en Salal.
Por supuesto la mayor parte de mi relato fue inventado y exagerado. Dudo que me
creyera a pies juntillas. Añadí que era familia lejana de Thais y que trabajaba
«para el padre Enrico», y añadí «Enrico
Lombardi» para parecer más
creíble y ser más persuasivo. Y fui por ahí porque aquel personaje llevaba en
el pecho una ostentosa cruz de oro que colgaba de una cadena gruesa también del
precioso metal, signo evidente de su religión y estatus, tal como la cruz de
madera que deslucía a Thais. Preguntó por ello y sacié su curiosidad. Me
dedicaba a llevar agua para que el sacerdote la repartiera entre los pobres
tullidos y ancianos. Noté en su gesto que la información era de su agrado. Empezaba
a estar claro que yo no podía ser un tunante. Añadí que la iglesia disponía de poca
alcallería. Y me preguntó algo que me hizo pensar que muchas luces no tenía el
ricachón: «¿Haces tú los cuatro viajes
solo?». Señalé a Hamal como si no le diera importancia a la estúpida pregunta.
Si él era tonto a mí me interesaba parecerlo más. Y seguí en ese sentido y me
censuré por no ser capaz de cargar todas las tinajas en la silla de montar de
mi mehari. Muy orgulloso comentó que eso tenía fácil arreglo. Juzgué su
comentario como presuntuoso, seguí con las mentiras y metí el dedo en su llaga:
«Esta mañana he tenido que hacer más de
un viaje. Los pobres han tenido que esperar lo suyo porque el pozo está lejos y
hay mucha gente». Insistió en que iba a solucionar el problema, pero que
antes debía hablar con el padre Lombardi. No tenía todas consigo respecto a mí.
«Vamos, acompáñame y deja de gandulear. A
este mundo hemos venido a trabajar, muchacho». Y yo pensé que no todos, que
algunos habían venido a tocarse los cojones con las dos manos, mientras otros
no tenían suficiente con las que les habían tocado en el reparto para salir
adelante. Evidentemente no dije ni mu, pero llegué a la conclusión de que Hamal
no era el único animal que había en el corral. Y tenía más razón de la que
creía porque en ese momento, asomó un caballo árabe tan negro como yo, pero
mejor enjaezado y tan enjoyado como su dueño, al menos en lo
referente a la silla, si bien sus adornos eran tanto de de plata como de oro. Cada uno
montó su animal y nos encaminamos hacia la iglesia. Me vi en la obligación de
retener el paso del camello por dos motivos. Uno: la pachorra de aquel hombre
era compartida por el bello animal, eso o que pesaban hombre y bestia lo mismo.
Y dos: quería mostrar que yo era consciente de la diferencia de condición
social entre un camello y un pura sangre árabe. Él por el contrario, no tomó
ninguna medida sabedor de que su animal era más rápido que el mío, pero eso era
porque no conocía a Hamal y porque no era consciente de su propio peso. Me
hubiera gustado verme en esos momentos junto a mi acompañante. Un muchacho
delgadete, aunque espigado y en camello, junto a un hombre obeso y alto sobre
un caballo árabe que apenas llegaba a metro y medio de altura. Hamal llegaba a
los dos. Por eso me quedé atrás, para que no tuviera que mirarme hacia arriba. Es
fácil que se te vengan a la cabeza la pareja más famosa en España: Alonso y
Sancho, aunque no todo cuadre con el perfil de aquellos dos caminantes de La
Mancha. No veía yo por ningún lado la torre de la iglesia, pero en breve mi
curiosidad se despejó. El caballero giró y entró en un patio y detrás entré yo.
Llamó a gritos a alguien, que tardó en aparecer. Un hombre vestido con ropas
árabes que asomó por detrás de la casa le hizo una reverencia. Este recibió una
bronca por su tardanza seguida de unas órdenes. Yo, que me había quedado junto
a las puertas de forja del patio, no entendí mucho. Solo cacé el tono en el que
Abraham habló a su criado, como era evidente. Este desapareció tras hacer una
inclinación de cabeza. Mi orden fue que esperara. Y lo hice mientras el mandado
desaparecía por donde había aparecido. Al rato volvió a aparecer. Tiraba sin
muchas ganas de un camello ensillado para la carga y con dos cántaros
cómodamente instalados en ella. Pensé que la galbana era común entre las gentes
de esa casa. Salió el amo y volvió a darme otra orden: «Sígueme, muchacho. ¿Cómo dices que te llamas?». Se lo recordé.
Montó su caballo y le seguí. Sin más llegamos los dos hasta la plaza de la
iglesia. El tercero tardaría en aparecer todavía un rato. El ricachón entró en
la iglesia como Pedro por su casa, si bien cumplió con los preceptos, a mi
entender malamente. Primero metió la mano en la pila, junto al cepillo, hincó
una sola rodilla en tierra y se santiguó muy deprisa y sin hacer una cruz muy
ancha. Le imité en todo. Yo no me sentía menos que él. Tenía que demostrar que
yo era tan cristiano como cualquiera. Así que me adelanté por el pasillo y al
pie de la escalera me arrodillé con las dos rodillas sobre el primer peldaño,
como Dios manda, bajé la cabeza y moví los labios. Mis pensamientos quedan para
mí, pero tenían que ver con mi abuela Mayifa. No sé si obligado por mi
actuación, o
porque procedía, motu proprio me imitó. Me levanté y subí lentamente las escaleras, con excesivo respeto y afectación. Quería darle tiempo a que me adelantara. Al fin y al cabo era él quien había tomado la decisión de acudir allí. Lo hizo y se encaminó hacia la puerta por la que había visto salir al padre Lombardi. Llamó con los nudillos pero no esperó a que le contestaran, por eso escuché franco el “Pase, está abierto”. Entramos en una especie de despacho pero que también hacía las veces de dormitorio a juzgar por el camastro perfectamente hecho con su embozo blanco sobre una manta gris oscuro. También vi un ropero muy grande y las cántaras vacías que ya conocía. Se saludaron muy efusivamente y el sacerdote no escondió su sorpresa por vernos juntos. No cuadrábamos en ningún sentido. Yo, desde la puerta y con la cabeza gacha, les observaba. Después de los parabienes, el cura hizo sentar frente a él a Abraham. Este le contó nuestro encuentro. Estaba claro que intentaba confirmar mi historia. Pero no hizo las preguntas correctas y mi ficticia historia quedó por verdadera, porque bien sabía el cielo que yo ni era pariente de Thais, ni trabajaba para la iglesia, ni había hecho cuatro viajes, uno por recipiente, esa mañana. Pero claro, si preguntas que si «este trae el agua» y que si «este viene de parte de una tal Thais», pues te contestan que sí. Y añaden que sí, que hoy “este” ha traído el agua para los pobres y que conocía a “este” gracias a la feligresa Thais. Aquel hombre, por supuesto, no era un experto en interrogatorios, sino tan solo un curioso que se creería cualquier cosa dicha por un cura que le pusiera en buena situación ante su jefe. El ricachón informó a su confesor que un sirviente venía de camino con dos cántaros y una silla de carga específica para traer todos en un solo viaje. Esa era su donación para que Dios dejara pasar por el ojo de una aguja a su camello y a él, por supuesto. Estas son palabras mías de hoy, él se refirió a los pobres, aunque se descubrió al final «…y Dios me lo tendrá en cuenta». Palabras que el padre Enrico confirmó con un “amén”. Yo esa palabra la había oído más de una vez, pero no supe hasta mucho después que era latina y significa: Así sea. Tras eso el padre Enrico me mandó acercarme y me entregó un manojo de llaves sujetando una que identificó como la que habría el candado de la verja del patio. «Descarga allí el donativo de Abraham y no te olvides después de cerrar bien el candado». La confianza que demostró el sacerdote en mí terminó de convencer al rico feligrés. Salí a la calle sin hacer el paripé del buen cristiano porque en la iglesia no había ni un alma. El criado no había llegado todavía. Me senté en el suelo, me recosté contra la puerta y esperé a la sombra de Hamal y el caballo negro. Una mujer con la cara descubierta dejó caer entre mis pies un par de monedas sin decir nada. Las cogí y cuando iba a decirle que se le habían caído, la mujer se me adelantó: «Que Dios sea contigo, hermano, y esto te ayude a comer hoy». Y siguió su camino. Estaba claro que tenía un buen día. Así que agarré las monedas y me levanté del todo al ver que se acercaba quien esperaba. Metí las monedas en las alforjas de lana y saludé con la mano al recién llegado. Pero antes de que nos justáramos salió su amo. «Ves, Dikembe. No conozco hombre más lento y perezoso en todo Salal que Epafrás. Si no fuera por sus hijos…». Después se volvió hacia el vago y le amonestó directamente: «Ya está bien. Casi llegas con la puesta de sol. No me extraña que tardes todo un día en ir y volver del pozo. Este hoy ha hecho cuatro viajes y le ha sobrado el mismo tiempo que tú has invertido en hacer uno. Anda, haz todo aquello que él te diga y luego vuelves a casa con el camello. Pero llega antes del desayuno de mañana». Exageró e ironizó Abraham mientras montaba en su caballo. Ni se despidió. ¿Para qué? Abrí el candado, solté a Hamal y abrí las puertas. Pasó Epafrás y su camello y luego animé al mío y pasé yo. Le ordené a Hamal que se echara por si le daba por irse al huerto. Y animé al criado a que descargara las tinajas, las albardas y las aguaderas. Me miró un tanto descarado y me contestó que eso era cosa mía. Que a él solo le habían ordenado traer al camello. Ese fue nuestro primer enfrentamiento. Lo gané yo con ayuda del cura porque en ese momento abría la puerta de la sacristía que daba al patio para que pasáramos los trastos y yo aproveché para sentarme junto a Hamal con las piernas cruzadas. El sacerdote le indicó al descarado donde debía dejar el donativo de su amo. Aun así me miró como si preguntara: “¿Y ese?”. Momento que aproveché para sonreír burlonamente. No tuvo más remedio que obedecer al sacerdote y por consecuencia respetar mi vagancia. Y, además se llevó otra reprimenda porque había quien tenía otras cosas que hacer que mirarle como ganduleaba, aunque a él los pecados le resbalaban, como a mí: «Vamos, que es para hoy. No puedo estar aquí como un pasmarote cómplice de tu pereza. Ponlos ya en la cantarera.
porque procedía, motu proprio me imitó. Me levanté y subí lentamente las escaleras, con excesivo respeto y afectación. Quería darle tiempo a que me adelantara. Al fin y al cabo era él quien había tomado la decisión de acudir allí. Lo hizo y se encaminó hacia la puerta por la que había visto salir al padre Lombardi. Llamó con los nudillos pero no esperó a que le contestaran, por eso escuché franco el “Pase, está abierto”. Entramos en una especie de despacho pero que también hacía las veces de dormitorio a juzgar por el camastro perfectamente hecho con su embozo blanco sobre una manta gris oscuro. También vi un ropero muy grande y las cántaras vacías que ya conocía. Se saludaron muy efusivamente y el sacerdote no escondió su sorpresa por vernos juntos. No cuadrábamos en ningún sentido. Yo, desde la puerta y con la cabeza gacha, les observaba. Después de los parabienes, el cura hizo sentar frente a él a Abraham. Este le contó nuestro encuentro. Estaba claro que intentaba confirmar mi historia. Pero no hizo las preguntas correctas y mi ficticia historia quedó por verdadera, porque bien sabía el cielo que yo ni era pariente de Thais, ni trabajaba para la iglesia, ni había hecho cuatro viajes, uno por recipiente, esa mañana. Pero claro, si preguntas que si «este trae el agua» y que si «este viene de parte de una tal Thais», pues te contestan que sí. Y añaden que sí, que hoy “este” ha traído el agua para los pobres y que conocía a “este” gracias a la feligresa Thais. Aquel hombre, por supuesto, no era un experto en interrogatorios, sino tan solo un curioso que se creería cualquier cosa dicha por un cura que le pusiera en buena situación ante su jefe. El ricachón informó a su confesor que un sirviente venía de camino con dos cántaros y una silla de carga específica para traer todos en un solo viaje. Esa era su donación para que Dios dejara pasar por el ojo de una aguja a su camello y a él, por supuesto. Estas son palabras mías de hoy, él se refirió a los pobres, aunque se descubrió al final «…y Dios me lo tendrá en cuenta». Palabras que el padre Enrico confirmó con un “amén”. Yo esa palabra la había oído más de una vez, pero no supe hasta mucho después que era latina y significa: Así sea. Tras eso el padre Enrico me mandó acercarme y me entregó un manojo de llaves sujetando una que identificó como la que habría el candado de la verja del patio. «Descarga allí el donativo de Abraham y no te olvides después de cerrar bien el candado». La confianza que demostró el sacerdote en mí terminó de convencer al rico feligrés. Salí a la calle sin hacer el paripé del buen cristiano porque en la iglesia no había ni un alma. El criado no había llegado todavía. Me senté en el suelo, me recosté contra la puerta y esperé a la sombra de Hamal y el caballo negro. Una mujer con la cara descubierta dejó caer entre mis pies un par de monedas sin decir nada. Las cogí y cuando iba a decirle que se le habían caído, la mujer se me adelantó: «Que Dios sea contigo, hermano, y esto te ayude a comer hoy». Y siguió su camino. Estaba claro que tenía un buen día. Así que agarré las monedas y me levanté del todo al ver que se acercaba quien esperaba. Metí las monedas en las alforjas de lana y saludé con la mano al recién llegado. Pero antes de que nos justáramos salió su amo. «Ves, Dikembe. No conozco hombre más lento y perezoso en todo Salal que Epafrás. Si no fuera por sus hijos…». Después se volvió hacia el vago y le amonestó directamente: «Ya está bien. Casi llegas con la puesta de sol. No me extraña que tardes todo un día en ir y volver del pozo. Este hoy ha hecho cuatro viajes y le ha sobrado el mismo tiempo que tú has invertido en hacer uno. Anda, haz todo aquello que él te diga y luego vuelves a casa con el camello. Pero llega antes del desayuno de mañana». Exageró e ironizó Abraham mientras montaba en su caballo. Ni se despidió. ¿Para qué? Abrí el candado, solté a Hamal y abrí las puertas. Pasó Epafrás y su camello y luego animé al mío y pasé yo. Le ordené a Hamal que se echara por si le daba por irse al huerto. Y animé al criado a que descargara las tinajas, las albardas y las aguaderas. Me miró un tanto descarado y me contestó que eso era cosa mía. Que a él solo le habían ordenado traer al camello. Ese fue nuestro primer enfrentamiento. Lo gané yo con ayuda del cura porque en ese momento abría la puerta de la sacristía que daba al patio para que pasáramos los trastos y yo aproveché para sentarme junto a Hamal con las piernas cruzadas. El sacerdote le indicó al descarado donde debía dejar el donativo de su amo. Aun así me miró como si preguntara: “¿Y ese?”. Momento que aproveché para sonreír burlonamente. No tuvo más remedio que obedecer al sacerdote y por consecuencia respetar mi vagancia. Y, además se llevó otra reprimenda porque había quien tenía otras cosas que hacer que mirarle como ganduleaba, aunque a él los pecados le resbalaban, como a mí: «Vamos, que es para hoy. No puedo estar aquí como un pasmarote cómplice de tu pereza. Ponlos ya en la cantarera.
Que no solamente pecáis vosotros, sino que hacéis pecar a los demás». Volvió a mirarme el gandul y yo a sonreír. Estaba claro que me había ganado un enemigo. Pero lo hice por el motivo que hacen las cosas los niños, por inexperiencia y por jorobar, a ver qué pasa. Si yo hubiera sabido la calaña de aquel tipo, te aseguro que le hubiera reído todas las gracias. Pero esa es harina de otro costal. Ya abriremos ese saco cuando corresponda. De momento déjame que piense en otras cosas que no sea yo mismo. Te echo esta carta al correo, me doy un paseo y compro el pan. Ya sabrás más cosas de mí. Un saludo, amigo. Y que sigas con el disfrute de tu trabajo.
(1VG)
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El párrafo que a continuación reproduzco tiene que ver con la 6ª, 7ª y 8ª acepción que podemos encontrar en la entrada dueña del
DRAE. La negrita es mía. «Unos personajes que dieron mucho que
hacer a D. Quijote y a Sancho fueron las dueñas;
son difícilmente concebibles en el mundo actual. Su misión era multifacética,
por lo que leemos en la obra de Cervantes. El estado civil de las dueñas era diverso: así tenemos que «dueña» era lo mismo que señora, y,
antiguamente, significaba mujer principal casada. Se deriva ese vocablo del
latino ‘domina’, transformado más tarde en ‘donna’ y, finalmente, en Doña y dueña. Por otra parte, se llamaba
también dueña a la mujer no doncella
y a las señoras viudas y de respeto que vivían en palacio y en las casas de los
nobles, para guarda de las demás criadas, y como autoridad en las antesalas. Se
vestían de negro, con unas tocas blancas que, pendiendo de la cabeza, rodeaban
el rostro, se unían debajo de la barbilla, se prendían en los hombros y,
finalmente, descendían hasta la mitad de la falda. También llevaban un manto
negro prendido en los hombros. Las ‘amas de llaves’ que después hemos conocido
son, en cuanto a la función que desempeñaban -todavía subsisten algunas- lo más
parecido a aquellas severas y envaradas dueñas;
aunque, eso si, suprimidos los lúgubres ropajes negros y las complicadas e
incómodas tocas. Existían también las denominadas ‘dueñas de retrete’. Eran dueñas
de segunda clase que, a diferencia de las principales, cuidaban de las puertas
del retrete. En casa de los grandes señores había una versión equivalente que
eran las ‘dueñas de medias tocas’». Fuente: Revista de Folclore,
número 114 de fecha de 1990, Usos y costumbres en El Quijote, Manuel López
Isunza. Encontrado aquí.
(2VG)
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¡Quieto! ¡Adelante!,
respectivamente en francés.
Imagen 1. Foto bajada de amazighen.wordpress.com.
Imagen 2. Foto bajada de tipshomedesign.xyz
Imagen 3. Foto bajada de www.verpueblos.com
Imagen 4. Foto bajada de www.monbelen.com
Me gustó lo del "paripé del buen cristiano"... Mi madre decía que los que iban a misa solo iban "a darse golpes en el pecho", ja, ja... Muy pronto le salió un enemigo a Dikembe, pobre... Abrazos y hasta el próximo...
ResponderEliminarY no le faltaba razón. Aunque no te busques enemigos siempre aparecen, igual que los amigos. Gracias, Ligia. Un abrazo, JC.
EliminarMucho había tardado Dikembe en estar tranquilo. Pero hay que ver lo rápido que aprende y sabe salir airoso de los problemas que se le presentan.
ResponderEliminarHasta el lunes J.C.
"Los ojos despiertos". Más vale ser listo que inteligente, creo yo.
EliminarHasta el lunes, Varinia y gracias. JC.