tras etapas han costado lo suyo recordarlas, pero esta no. La
adolescencia no se me despinta, como todo lo pasado, parece haber ocurrido ayer.
Aunque quizás aquellos ojos me ubiquen perfectamente en el tiempo, quién sabe. El
caso es que estaba enfadado con el mundo, como cualquier quinceañero de los que
tú conoces. Aparte de mis razones tangibles, también mi edad sumaba para
sentirme incomprendido. Aunque solo tengas la vida has de cumplir sus etapas.
Madurarás más rápido o más despacio, pero las cumples. Y ese es otro punto para
demostrar que todos somos semejantes, si no iguales. Nadie se salva de ellas, salvo
aquellos que no pudieron evitar la visita de Muerte. Así pues mi
preadolescencia la pasé de viaje. Y te aseguro que dicho así parece una
presunción, pero yo no era hijo de un diplomático o de un militar de rango. A
mí no me movía una orden de índole gubernamental, sino la esperanza de
mantenerla para seguir con mi vida, como ya te he dicho. Aunque me apartaba de
caminos y pistas de arena, con más baches que mi ánimo, a veces, por
dejarme llevar de la comodidad o la necesidad, las pisaba. Y eso me ocurrió
antes de cuestionarme que no todo el mundo está en tu contra. Yo creo que me
atrapó ver a la gente como avanzaba por una pista de arena ligeramente más
oscura que sus márgenes. De vez en cuando, por causa de los vehículos, casi
todos con soldados, teníamos que apartarnos, hombres y bestias de carga,
pastores y ganado, camelleros y camellos, caballeros y caballos. Hamal se
asustó un tanto al principio, pero terminó por acostumbrarse como los demás.
Al pasar aquellos vehículos dejaban un tufo insoportable, motivo por el cual, me subí al camello y
avancé apartado del camino, al fin y al cabo a él le daba igual andar por por
la tierra agreste y yo me ahorraba el mal trago. Muchos hombres y pocas
mujeres pasaban. Algunos tiraban de carros de mano. Y más adelante
pude ver a uno de estos hombres en ciernes sentado sobre un cubo de zinc con
los codos apoyados en las rodillas y la cabeza en las manos. Miraba fijamente un palo que tenía pisado. Parecía esperar un milagro, supongo, porque junto a él, un carro con
una rueda fuera del eje representaba el disloque de ánimo del joven. Nadie le
hizo caso. Todos pasábamos, le mirábamos y pensábamos que vaya putada. Y
también nos admirábamos de cómo alguien había podido llenar ese carro con tanto
peso y volumen. La carga, que a mí me pareció yerba seca, se mantenía en
equilibrio inestable gracias a que el muchacho había atado una cuerda a una
vara y la sujetaba con el pie. Volví la vista atrás con cierto malestar conmigo mismo y vi que se
había parado junto a él otro que arrastraba la misma carga. Me sentí mejor,
seguí a lo mío y me alegré de que Hamal no tuviera ruedas. Y más cuando un poco
más adelante vi a una familia que intentaba reparar la rueda de otro carro
tirado esta vez por un animal más viejo que Toujoursoui.
Sin darme cuenta, llegué a un punto fronterizo. Tan absorto iba en mis
pensamientos que no vi el remolino de gente que esperaba de un lado y otro de
una barrera junto a una caseta militar. No sé como no me di cuenta porque los
uniformes despiertan en mí los miedos más profundos. No soy como tú que ante
ellos adoptas la postura sioux ante el hombre blanco. Y no me extraña porque, a
toro pasado, los que se proclaman vencedores y conquistadores del oeste
norteamericano presumen de haber eliminado a pueblos y culturas en bien de la
agricultura y la ganadería. Ancha es Castilla que decís aquí. Y me refiero a la
postura de los indios, no a la tuya. Es curioso como a ti te enervan y a mí me
acojonan. Y ahora me refiero otra vez a los uniformes no a los mal llamados
salvajes a los que ahora, quienes los masacraron, presumen de defender
concediéndoles licencias para explotar casinos. Después de matarte para no
compartir contigo tus riquezas, trato de resucitarte para no tener mala
conciencia al usar tus bienes que ahora son míos. Tantos wéstern
han
hecho mella en nuestro criterio. Y esto ha ocurrido en nuestra Historia antes
de que lo fuera. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Bon, ya me he
ido por los cerros de Úbeda. Pardonnez moi,
monsieur. Con más miedo que vergüenza me vi empujado a acercarme al saldado
que me pidió por primera vez en mi vida mis “papeles”. Yo le devolví su
petición en forma de pregunta. Y no perdió más tiempo conmigo. «Márchate, chaval, no quiero verte por aquí
hasta que no vengas con papeles». No tardé ni un instante en obedecer la
orden y agarré el ronzal de Hamal. Pero hube de volverme porque me llamó.
“Malo”, pensé. Me giré pero no me acerqué. Y me gritó más miedo a la cara: «¿Es tuyo el camello?» Y las piernas me
empezaron a temblar. Aquello no podía acabar bien. Le grité que sí, pero la
voz no salió de mi boca y volvió a preguntármelo. Esta vez conseguí
articular la palabra y como no me fiaba de mí, la acompañé con un movimiento de
cabeza afirmativo. La contestación no se hizo esperar. Y ya la gente se
arremolinaba alrededor de mí y de Hamal, unos por curiosidad, otros por morbo, otros por
lástima y todos por obligación. El soldado me pedía algo que yo no entendía.
Para mí Hamal era mío después de robado porque me lo había ganado y porque le
había cuidado, aunque en realidad era al revés. El sentimiento que tenía hacia
el animal fue el antídoto del temor. Y ese muchacho despierto al que se refería
mi abuela Mayifa me despejó la cabeza y me susurró una idea al oído. "Tienes que hacer al soldado una
representación. Juega con Hamal como lo haces cuando estáis solos”.
Y le pedí al mehari todo aquello que
era capaz de entender y hacer. Cerré la actuación con un beso que el animal me
dio en la mejilla con sumo cariño, según entendí yo solo, claro. Las decenas de
personas que se hallaban ante la garita rompieron a aplaudir espontáneamente.
Avergonzado, agaché la cabeza y escondí la mirada. La respuesta del militar fue
la lógica, menos mal, me dejó en paz y siguió con su labor de tamizado. Los
“papeles” nos deben hacer personas “sicgratas”
y su falta “nongratas”, ya ves. Como
si los narcos no tuvieran varios pasaportes. Cuando me alejaba, un muchacho de
mi edad que acarreaba una carretilla con bloques de sal me llamó. Me acerqué a él y me felicitó por tener un
camello tan particular y obediente. Se lo agradecí. Y en voz baja me chivó que un poco más
al sur se pasaba la frontera sin problemas, que no había soldados ni nadie que se les pareciera. Él
pasaba por allí cuando no iba cargado para no tener que guardar la cola que se
formaba ante la garita. Luego me regañó: «¿Cómo se
te ocurre pasar por aquí sin papeles? ¿Acaso eres tonto?». Me encogí de
hombros y, a pesar del insulto, le agradecí más estas palabras que las
anteriores, así como el bloque de sal que me regaló «Toma, te ira bien». Y guardé aquel tesoro en las alforjas. Después de volver por mis pasos unos cuantos
minutos y cuando perdí de vista aquel checkpoint
tomé rumbo sur. Encimé a Hamal y tampoco distinguí la cola de gente, aunque el
reguero de personas y animales seguía yendo y viniendo por la pista. El
salinero no me había informado de si había camino o no, pero supuse que no, que
si era un paso sin control poca carretera podía haber. Además él no había
hablado de un punto en concreto sino de que se podía pasar sin problemas porque
no había nadie que te lo impidiera. No sabía nada de fronteras ni aduanas, pero
sí sabía que un país no era un castillo defendido por murallas y torres. De la
misma forma que antes, cuando creí oportuno viré hacia el oeste porque llevaba
ya media tarde sin encontrarme con nadie. Durante el trayecto no sé cuantas
veces le había dado las gracias a Hamal por haberme sacado del apuro ante el
soldado. En nuestro caminar por el desierto me había entretenido con él muchas tardes
y muchas horas. Me aburría y lo único que tenía a mano para dar rienda suelta a
mi imaginación era aquel animal. Así que le enseñé a hacer tonterías como hacéis aquí con los perros, a levantar una
pata, a arrodillarse sin doblar las patas traseras, a poner una pezuña sobre mi
rodilla, a caerse si le disparaba con los dedos. Y creo que no estaba en mí el
mérito, sino en lo inteligente que era él. Le juré fidelidad eterna y que nunca
nos separaríamos. Y era sincero pero no tenía la suficiente experiencia como
para haberme callado. No cumpliría ninguna de las promesas que le hice. Por ello
aprendí a no hacerlas. No se puede seguir con la vida o cumplir un sueño si
haces un juramento. Son dos cosas opuestas. O estás en misa o repicando. Cuando
acababa esa tarde ya echaba de menos a las personas. Con la experiencia vivida en
el paso fronterizo se me había olvidado el resquemor con los demás, aún tenía en mi cabeza los aplausos y en las alforjas el bloque de sal. A pesar de
la compañía inestimable de Hamal, echaba de menos a los de mi especie. Y pensé
que no todos podían ser como el amigo salinero y me quedé tan a gusto. Cambiar
de opinión en aquella época no me costaba tanto como ahora. Por eso, cuando vi
a lo lejos una caravana de caminantes no me escondí, pero me sorprendí.
Nuestras direcciones eran convergentes. Serían unas diez o doce personas. Sin
olvidar cierta precaución dejé que el encuentro se produjera, sabedor de que si
me daba a la fuga, no podrían seguir a Hamal. Observé que todos eran jóvenes,
y había más de uno de mi edad. Alguno llevaba a la espalda una garrafa de
agua atada a modo de mochila. Saludé en árabe, pero me contestaron en francés.
Y claro, les pregunté adonde iban andando por allí. No lo sabían, tan solo que
buscaban la manera de llegar a ese lugar donde hace tanto frío como calor,
donde había de todo para todos. Uno sí lo sabía: «En Europe», dijo. Era un chaval esmirriado que no juzgué capaz de
llegar ni al checkpoint. No era la primera
vez que oía esa descripción, pero quedó unida al concepto de Edén según se
expresaron aquellos soñadores. Y recordé a Katuku. ¿Habría llegado donde quería ir?
Y sentí una punzada de remordimiento por traicionar los deseos de mi abuela
Mayifa de tener un guerrero por nieto. Porque allí mismo se despertó mi sueño
sin yo saberlo. Debí decidir entonces que yo también quería vivir en aquella
tierra. Ellos, a su vez, me preguntaron si conocía los alrededores y si iban en
buena dirección para no cruzarse con más soldadesca. Con la que ya habían topado en sus aldeas tenían más que suficiente. Les conté mis peripecias
para seguir junto a mi mehari y el
consejo de aquel amigo salinero que había seguido al pie de la letra y que hasta el
momento me había ido tan bien. Antes de la despedida que no se produciría, les
llené unos pequeños recipientes con agua de uno de mis pellejos. Desde que
abandonara el desierto no había tenido problemas en encontrarla y Hamal
lucía una joroba hermosa e hiniesta, aunque esta nada tenía que ver con el agua. Me lo
agradecieron mucho. Se dirigían hacia el oeste y luego tomarían hacia el norte.
Entonces les confesé que yo también llevaba rumbo oeste y nos pusimos en marcha
juntos. Me bajé de Hamal y le dejé a su aire. Sabía que con un simple
silbido volvería a mi lado. Son las ventajas de ir con un animal inteligente y
más fuerte que tú, no hace falta que le cuides, ya te cuida él a ti. Seguimos
camino juntos y a su paso. Llegada la noche, uno se paró y dijo que no podía
más, que tenía que parar y comer y beber algo. Nadie se opuso y yo pensé que
sí, que pararme a descansar y a beber agua sí, pero que a cenar iba a ser que
no, aunque condimento no me faltaba. Y no por falta de hambre, sino por escasez
de comida. Pero también paré. Cada uno buscó un sitio donde aposentar su
trasero sin que ningún bicho le molestara. El que tenía extendió la manta y los
que iban cargados dejaron las garrafas en el centro. Entonces se hidrataron
todos cuidando de que nadie abusara del preciado líquido. Una cosa es abastecer
a una persona y otra a una docena. A mí también me ofrecieron. Denegué su
invitación y gasté mi agua. Luego, aquel que tenía algún alimento se sirvió la
ración que creyó oportuno y comenzó a cenar. Aquel chico esmirriado, igual que yo, distrajo la
mirada para no violentar a los demás por seguir con los brazos cruzados y las
manos y la boca desocupadas. Yo le miraba por el rabillo del ojo, y, de alguna
forma, me solidaricé con él. Era un muchacho del que emanaba alegría aunque
la primera impresión que de él tenías era la contraria. Su mirada limpia y
alegre me pareció que escondía besos y abrazos no dados. Me sacó de mi fantasía
uno de los afortunados que se levantó y se acercó a él. Al
poco, este a su vez, se acercó a mí. «Toma,
esto es por tu agua. Me lo ha dado uno que puede», me dijo. Cogí las dos
galletas y le pedí que se sentara a mi lado. Aceptó un tanto cohibido y
compartimos lo ajeno. Poco era, pero era. Hay personas que sienten vergüenza
cuando reciben, aunque antes te lo hayan dado. Es curioso. A lo mejor ese
muchacho no quería hacer un feo a quien le dio las cuatro galletas. Vete tú a
saber. Pero ser conscientes de que todos tenemos las mismas necesidades no es
del todo corriente. Y cualquier cosa, por pequeña que sea, se puede partir por
la mitad. Y no todos sabemos dividir. A propósito, yo hacía poco que había aprendido
a odiar. Aunque no lo sabía. Y tú y yo sabemos que hay otros muchos que es lo
único que hacen en su vida, alimentar ese sentimiento. Estos también saben
dividir, pero a las personas y no saben compartir ni lo aprenderán jamás. Y
aunque haya leyes que prohíban el odio, hacemos de nuestra capa un sayo, como
con todas las normas que no nos interesan. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Esa noche dormí con algo en las tripas,
arrimado a Hamal y con todos mis recuerdos caprichosamente mezclados, porque en
ellos se conocieron mi abuela Mayifa y Thais. Me levanté el primero, encimé a Hamal al que mandé a desayunar, ya que yo no podía, y
esperé a que se despertaran los demás. No quería que nadie más mermara su
despensa por haberles dado yo algo que me sobraba. El intercambio de la noche
anterior no había sido justo. Pero el hambre es un mal amo, tanto como el odio.
Cuando vi a aquel otro muchacho ya en pie, me acerqué y después de agradecerle
de nuevo la cena, le expliqué que no podía ajustarme a su paso, bon, que yo sí, pero que el camello no.
Y que si encontraba alguna dificultad o algún problema, volvería para
comunicársela. Esa fue la primera vez que vi a Adama. Sí, ese Adama que tú
conoces, el único bien perenne que me traje conmigo a España. Aunque quizá me trajo el
a mí. Parco y moderado, me contó sus pocas cuitas la noche anterior, antes de
irnos a dormir. Pensaría que no nos íbamos a ver más, si no, no me lo explico,
y ya sabrás el motivo. Bon, te lo
digo ya. Adama habla menos que aquel buen hombre que me ayudó a huir de los
terroristas, sin tener impedimento alguno. Las vivencias que me contó solo puedes compartirlas con un extraño, en una noche calma y en la seguridad de que no
volverás a ver a tu contertulio. Todavía no he decidido si contarte o no su
historia. Por un lado me pesa el respeto que debo a su intimidad y por otro, la
obligación que siento de hacer público, aunque ya lo es, todo el sufrimiento de
un ser humano por haber nacido allí donde la vida se pelea cada minuto. Si en
algún momento gana esta última responsabilidad lo sabrás.
Y este es el párrafo que me convenció para hacer
públicas estas cartas. Correspondencia que llegó a mis manos por accidente o porque mi
amigo José María estaba obligado a mantener en privado. Acaso por eso me las
legó. Yo lo entendí así. Si no, ¿qué sentido tenía su herencia? Espero haber
hecho lo correcto. La historia del hombre no estaría completa sin el Diario de Ana Frank, por ejemplo. Libro que fue publicado gracias al deseo de Annellies Marie y que su padre pudo cumplir. Y no es que uno busque una medalla, nada más lejos de mi intención, sino
que me cuesta callar esos gritos que todavía nos llegan del sur, del este o
del oeste, sin que a veces los oigamos. Mientras unos luchamos por alcanzar de
nuevo una sociedad instalada en el bienestar, según los medios de comunicación,
otros sobreviven apenas por los residuos que generamos en la defensa de nuestro
derecho a vivir mejor. Las preguntas son esas: ¿Qué es vivir mejor? ¿Y a qué
precio queremos hacerlo? Tengo muchas más, pero las anteriores me ocupan mucho
tiempo sin que sea capaz de contestármelas.
Me alejé de esa especie de collera sin dejar de sentirme también preso
de mis necesidades. Y me alegré porque era lo más conveniente en esos momentos
para ellos, pero también me dolió un poco dejarles atrás. Quizá porque
presentía una amistad que el azar consolidaría más adelante. En este caso la
vida nos haría un guiño a Adama y a mí, y nos volvería a juntar. Nosotros dos seríamos
consecuentes y nos haríamos algo más que amigos, amiguísimos si acaso, pero no
hermanos, que nada tienen que ver con la amistad. Aunque yo creo que la palabra
que define la relación entre Dikembe y Adama no se ha inventado, ni tiene
porqué. Y no es que te haga de menos, amigo. Pero no es lo mismo. Cuando te
miro a ti, veo a una persona que está dentro de una rueda que no para de girar,
de la que no eres consciente porque ejerce sobre ti una fuerza en la misma
dirección que tú vas. Tú y yo compartimos nuestro tiempo, aquel que el tuyo nos
permite y yo quiero. Nos une el agradecimiento, pero no nos necesitamos uno a
otro. Yo sí, precisé de ti en su momento, pero ni siquiera lo sabíamos, yo al
menos. Esa rueda exige todo de ti para seguir con su rotación centrífuga, tanto
como requiere de todos los que han subido a esa noria, bien por voluntad propia
o porque no han tenido otra salida. En cambio, cuando estoy con Adama veo a un
ser humano que ha tratado de entrar en esa dinámica y una fuerza centrífuga le
ha rechazado desde un principio. Además no puedo olvidar lo inolvidable, como
entenderás, por eso la comparación valorativa no puede darse, no es justa. Pero
sí la cualitativa. Y en esa, como en tantas otras cuestiones las circunstancias
mandan. Los hombres como Adama no son necesarios para el sistema, pueden estar
perfectamente fuera. De todas maneras los de dentro se benefician de lo que
aportan los “extraterrestres” sin compartir los beneficios. Si un día todos los
denostados tomaran conciencia colectiva del rechazo os pararían la rueda y os
daríais un trompazo de padre y muy señor nuestro. Yo tuve la suerte de colarme
por un fallo en vuestro sistema de seguridad. Te encontré a ti. Aquellos que
han diseñado el sistema operativo del Primer Mundo no han tenido en cuenta una
variable de la condición humana porque no la conocen: hay personas que ni
piensan ni sienten igual que ellos. Vamos que yo me colé en ese disco duro que
gira a una velocidad endiablada como un virus informático lo hace en un
ordenador. Y así me siento, como un bicho raro, porque conseguido el reto de
llegar al paraíso he descubierto que hay otras cosas más importantes. Y la duda
entre volver y seguir siempre la he tenido presente. Siempre hay un después que
debería ser un antes. Así podríamos ver venir el primero porque no siempre
aprendemos de los errores cometidos, ni tampoco de los aciertos. Y,
efectivamente, tal y como me había informado aquel generoso muchacho, después de viajar
unos cuantos días por la sabana no encontré soldadesca alguna. Ni pasos
fronterizos tampoco. Aquello me hizo pensar sobre la estupidez del ser humano.
Una frontera como la de Ceuta con Marruecos, por ejemplo, es posible cerrarla
con triple alambrada y rematar alguna con cuchillas “disuasorias”, es decir,
que disuaden y no hieren a las personas, aunque sirvan para lo contrario. Pero la frontera del Chad con seis mil
kilómetros es más difícil. Más que nada porque nadie, hasta ahora, ha
conseguido poner puertas al campo, aunque más de uno lo haya intentado y más de
otros sigan en el intento. Durante aquella semana, aparte de aquel grupo de
caminantes que había dejado atrás, tan solo me encontré, o mejor sería decir
que vi de lejos, un campamento, el cual me pareció tuareg, junto a un lugar
sorprendentemente verde. Por supuesto ni se me ocurrió acercarme. Y eso que mi
hambre me aconsejaba lo contrario que mi miedo. Si bien tampoco me importaba
mucho porque me mentía, que es una forma de intuir, sobre encontrarme con
alguno de aquellos vergeles. Todos tendrían presencia humana, pero no todos
serían tuaregs. Y al recordar tiempos pasados con ellos, disfrutaba de mi
libertad. Había aprendido cómo se vive sin ella y lo fácil que era perderla por
un plato de comida. Todas las tardes, no me digas porqué, jugaba con Hamal y él
aprendía a entenderme y obedecerme. En ellas aprendió a quitarme de la boca sin
tocarme una ramita de arbusto. Me costó muchos lametones y llenarme la cara con sus babas, pero al final, aquellos labios tan pronunciados que parecían de goma
ni me rozaban al quitarme el trocito de arbusto. Y fui cuando me di cuenta de
que Hamal tenía el labio superior partido en dos. Estúpido de mi, intenté enseñarle a
revolcarse por la arena. Conseguí que se tumbara pero cuando le vi acostado de
lado entendí que era imposible que un animal con semejante joroba pudiera rotar
sobre ella. Ideas de casquero decís aquí. Pero, a falta de otras cosas en qué
pensar para distraer la carpanta, se me ocurrían estas estupideces como se les
ocurren a los gobernantes. Si bien es verdad que ellos tienen más
preocupaciones de las que tenía yo y ninguna necesidad de las mías. Eso sí, yo
tenía una ventaja sobre ellos: no tenía nada que perder. Y así, los quebraderos
de cabeza desaparecen por completo porque no existe poltrona alguna, ni
siquiera un simple taburete. Otro condicionante era la soledad. En ella es
difícil que arraiguen las ambiciones y las envidias. En cambio en círculos
cerrados y poco ventilados, los ácaros, provocadores de estas enfermedades del
alma, hacen estragos. Nadie es inmune a ellas, aunque haya grados de gravedad.
Como a ninguno de los virus que provocan el resto de pasiones, tal como el amor
que yo había descubierto en Salal. Herida hoy cerrada por otro lado, pero jamais olvidada. Aquellos ojos… Aunque
si he de serte sincero, evoco más el recuerdo que la mirada en sí. Ya no imagino
aquel rostro, lo magnifico. Y, fíjate que, durante aquel largo viaje, viví de
mis recuerdos, como hago ahora y sin embargo nunca dejo de mirar hacia delante.
Y al cabo de otra semana de marcha, más o menos, me encontré con otro remanso
verde. Y este era todo para mi disfrute. Pequeño eso sí, pero para uno solo era
más que suficiente. Te preguntarás cómo sabía en qué día vivía o cómo medía el
tiempo. No, no, ni una cosa ni otra. Sí intuía las veces que el sol había
aparecido en mi horizonte porque tenía ayuda. Había cogido siete guijas, tantas, como días de la semana. Con ellas jugaba
todas las noches igual que jugaba con Hamal por las tardes. Así, siempre que
acampaba, a la puesta de sol, antes de hacer nada, sacaba una piedra del
bolsillo derecho de las alforjas y las metía en el izquierdo. Cuando no
encontraba más, cambiaba la rutina y las iba pasando al otro. Ese era mi
limitado calendario. Lo que nunca supe fue llevar en cuenta las semanas
pasadas, pero como para mí era un juego, tampoco me importaba mucho. Era otra
de esas tonterías que haces sin saber el
motivo cuando andas solo. Toda relación implica compromiso, obligación y
desvelo aparte de ocupación. Aun así buscamos la amistad porque somos animales
sociales. Pero no como las hormigas. Ellas necesitan de las otras para ser,
como las abejas que cumplen a la perfección las leyes que rigen en su colmena a
rajatabla. Da igual que se junten dos o tres, siempre serán una. Nosotros, los
humanos, no. Si nos juntamos dos resultan tres porque cada relación consigue
crear otra personalidad independiente a los individuos que forman la pareja. Esa es una de nuestras ventajas sobre los demás animales que componemos parte de la
vida que conocemos, aunque también sea un inconveniente. Ves, ahora que tengo algo más
porqué preocuparme que llegar al día siguiente, no pienso ni digo tonterías.
Podré decirlas, pero tienen una base pensada y razonada. La razón ha sustituido
a mi intuición, sin que haya perdido o abandonado esta. Aquellos días eran
otros y se regían por otras normas que no sirven aquí y viceversa. Nuestra mente
nunca para y cuando el diablo no sabe qué hacer, ya sabes, con el rabo mata
moscas. Y mis insectos eran los juegos que se me ocurrían. Allí, en aquel
pequeño oasis, me quedé hasta que di cuenta de todo lo que mi cuerpo fue capaz
de ingerir, aunque la última recolección de dátiles y raíces fue para el camino.
Lo siento por el que viniera detrás, aunque siempre se alegraría por encontrar
agua, porque no me la bebí toda. Durante los días que fueron cinco guijas,
recordé el tiempo de engorde y esclavitud en el desierto, en el que Souleymane me cebaba con leche de camella y queso de
cabra. No en el campamento tuareg, sino en el pequeño paraíso con el que había tropezado.
Pero, como siempre, llegó el momento de marcharme. Los dátiles, ni nada, salvo
los críos, no crecen de un día para otro. Eso solo lo hacen ellos más el amor o el odio.
Me encaminé otra vez hacia el oeste guiado por el sol y a lomos de Hamal, al
que le hubiera gustado que nos hubiéramos instalado en aquel mínimo
edén. El tiempo ya había cauterizado las heridas y mi juventud había
terminado por esconder las cicatrices en lo más profundo de mi memoria. A su
vez, había rescatado de un rincón cercano las horas pasadas con mis amigos de
infancia. Y con los insulsos caldos de Thais me llegaron los ratos compartidos con mi
abuela Mayifa y los sermones del padre Enrico trajeron aquellos otros particulares del
padre Pierre que no oía. Eso y todo lo que me enseñara Abdal Rahman, la complicidad con Fhadag, el fular
de Tafsut, las comidas que me traía
Souleymane… No todo lo vivido es para quemarlo en la hoguera del olvido. Mi
vida era como vadear un río sin mojarse los pies. Saltas de piedra en piedra,
deprisa, a la carrera, hasta que resbalas y caes al agua. Te agarras a otra
piedra y sigues. Después te secas al sol y a continuar. Esas piedras eran mis
buenas remembranzas y mis vivencias. Me mantenían a flote. Ahora sé que el río
es eternamente ancho y que, a veces, hay que echarse a la corriente porque no
hay piedra a tu alcance o, simplemente, no la ves. Y esperas que no desaparezca
tu esperanza de encontrar otras que te permitan acercarte hasta la orilla para
deshumedecerte bajo el sol. En aquellos momentos, mientras atravesaba el Sahel,
digamos que me servía de un tronco para no mojarme, árbol caído que unía dos
piedras en mitad de la torrentera. Otra solución era zambullirse en el agua y
dejarse llevar por la corriente, como muchos hacen. Pero en aquella época ya
había experimentado que otro decidiera por mí y no estaba dispuesto a que
ocurriera otra vez, así que no quedaba otra. Tenía que seguir con la carrera
entre piedra y piedra, con el riesgo de darme un chapuzón de vez en cuando y
tratar de mantenerme el mayor tiempo seco. Eso sí, no siempre hay piedras o
troncos caídos, pero el río siempre fluye a tus pies tan descalzos como
llagados. Algunos nunca llegan a la otra orilla. Y muy pocos saben nadar. El
tormentoso arroyo se convierte entonces en un mar bravo que se traga a todo
aquel que, sin perder la esperanza, se rinde ante las olas. Así lo atestiguan
las fotos que vemos en los periódicos que pronto se olvidan y entran en
conflicto con las noticias de las de las violaciones que algunos de los que han
cruzado las aguas perpetran contra las mujeres nativas. Y yo me pregunto dos
cosas, y que te quede claro que no quiero desmerecer a nadie: ¿Acaso una
europea es intocable y una africana no? Y en consecuencia: ¿Por qué os duelen
más las violaciones de vuestras mujeres por nuestros hombres? Y segundo: Un
animal es animal independiente de donde haya nacido y se haya criado. ¿Si crías
una hiena en Europa deja de ser una hiena? Salvajes
hay en todos los sitios y hacen salvajadas. Pero si estas se radian y las otras
ni se mencionan, las primeras toman importancia y las segundas desaparecen.
¿Acaso alguien se acuerda de las esclavas violadas, de las judías maltratadas? Eh bien, c'est ça, mon ami. El hombre,
antes de que se inventaran las naciones, se movía por el mundo al antojo de sus
necesidades. No había fronteras ni de chicle ni de alambre de espino. Existía,
eso sí, el peligro de que te inmiscuyeras en los asuntos de otro grupo que no
fuera el tuyo. Ahora, estarás conmigo, algunos grupos, ahora llamados lobbys se interesan activa y
continuamente por otros y el hombre no puede pisar el territorio que se le
antoje sin hacer daño a alguien, simplemente para encontrar calor o árboles
frutales o buena pesca. Es decir, para sobrevivir. ¿Te imaginas hoy una
glaciación? ¿Dónde iríamos? Al ecuador, seguro. Y el ecuador, aunque lo niegue
la geografía, es el sur. Buscaríamos aquello que los primeros africanos
buscaron en Europa cuando el Marenostrum no era ni vuestro mar ni de nadie,
sino una gran depresión que unía dos continentes. Pero dejo aquí mi digresión
sobre la propiedad, asunto que ni yo tengo claro y sobre la que me pregunto
tantas veces. Será en la siguiente en la que aborde el tema, si no se me
olvida. Un saludo,
Imagen 1. Foto bajada de tripchick.wordpress.com, Marie Hatert ©
Un nuevo "comienzo" para Dikembe. Todas las aventuras y desventuras que conocemos han sido y serán experiencia de vida para él y está claro que no hay que olvidarlas, sino aprender de ellas. Hasta la próxima, J.C. Abrazos
ResponderEliminarP.D.- Y toda la semana esperando la contestación al comentario del lunes pasado... Me tienes mal acostumbrada o yo te tengo mal acostumbrado por no ser la primera? Ja, ja, es broma...
Hoy sí cumplo. Y con alegría, después de contestar al tuyo anterior. Respecto a las experiencias de Dikembe, no te miento si te digo que yo también estoy aprendiendo con él, sobre todo de mí mismo. Gracoas, Ligia. Y que no me faltes. JC.
EliminarDe toda experiencia se aprende sea buena o mala. Aunque a veces tardes un tiempo en extraer la moraleja. El pobre, pedirle los papeles, si ni él sabía lo que era eso.
ResponderEliminarHasta el lunes, J.C.
Para papeles estamos todos, jaja. Gracias Varinia. Un saludo. JC.
EliminarCada vez imagino a Dikembe más maduro, será por todas las vivencias que ha tenido siendo tan joven. Tengo curiosidad por ver que es lo siguiente que le deparó la vida JC.
ResponderEliminarBesitos y feliz fin de semana
La curiosidad siempre es buena. Gracias Amanda. Igualmente, JC
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