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lunes, 25 de julio de 2016

CAP. 11 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo




El señor del agua 

o que te decía, que lo único que llamó mi atención de aquel pueblo, que no parecía una aldea, fue un artilugio que se elevaba en medio de la explanada que hacía las veces de plaza mayor. Algo que jamás había visto en mi vida. Hacía un ruido perturbador y continuo, aunque el único inquietado parecía yo, porque los dos camellos y Wahid ni se inmutaron al pasar junto al armatoste que funcionaba por la fuerza bruta de un pollino con los ojos tapados que, atado a una larga y gruesa pértiga, daba
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vueltas alrededor de la máquina infernal mientras un anciano le miraba aburrido y sentado en un murete. Veía caer el agua que venía en unas bolsas de cuero, cangilones sé que se llaman hoy, sobre unas tablas puestas en uve que la llevaban más allá de las tiendas, jaimas y pocas casas de adobe que cercaban la plaza a gran distancia, acaso debido al ruido. En su primer tramo un hombre montado a camello podía pasar por debajo de aquel armazón de
madera sin agacharse. El pueblo, al menos, era curioso. Lo componían, como ya he dicho, tiendas de tuareg, otras más altas y lujosas, las jaimas, chozas y algunos edificios hechos con ladrillos de adobe. Estos últimos lejos de la plaza. También había sotechados donde distinguí animales de carga. Deduje, lógicamente, que era el agua lo que daba vida a aquella pequeña ciudad. Seguramente el primero que llegó supuso que el agua no iba a dar para mucho, y resultó que sí, que daba para muchos y mucho tiempo. Son las incongruencias del desierto. Por arriba ni una gota en años, por debajo ríos que nadie sabe donde van ni por donde se acercan a la arena. Egipto, para que te hagas una idea, está encima de ciento cincuenta mil kilómetros cúbicos de agua dulce subterránea. EnÁfrica hay agua, pero muy mal repartida, vertical y horizontalmente, ¿verdad? Bon, volvamos. Yo nunca había visto tantos hogares juntos y diferentes. Y en su centro la gran noria, Wahid la llamó así muy orgulloso, y añadió que trabajaba constantemente. Luego sabría que la jornada de trabajo de aquel burro, que daba vueltas, era de sol a sol. La rueda hacía tanto ruido como bien. Al dejarla atrás me volví y me paré porque dejé de oírla. Lo cierto es que no se oía otra cosa. Creí que me había quedado sordo, hasta que escuché la voz de mi amo. «Ese es el problema, Dikembe, el nivel del agua. Ése y que necesitamos todos los animales de tiro para trabajar. El agua y los camellos aquí son más importantes que cualquier individuo de la comunidad, aunque menos importáis vosotros, los extranjeros». No entendí la primera parte del comentario de Wahid, pero lo haría en breve. La segunda parte la interpreté en el sentido que yo, al ser extranjero, formaba parte de la capa más baja de aquella sociedad, por debajo de camellos, bueyes y burros. No tardamos en entrar un patio con tapias de adobe. Mi amo me encargó descargar y encargarme de los camellos. Señaló hacia una parte de la corraliza donde un caballo y otro camello, más viejo, se guardaban del sol bajo un techado de palmas que dejaban pasar rayos de sol a modo de los que instalamos en mi cuarto de baño, ¿te acuerdas? Sé que, a veces, mis comparaciones son un tanto absurdas, que juntan dos mundos dispares y paralelos. Me guía más el interés, cara a que me entiendas, que dejar huella en la literatura española. Y no te rías… Ya me has dicho más de una vez que mis metáforas son penosas. Lo serán, pero sé que me entiendes. Y en el fondo, y que me perdone la RAE, es de lo que se trata. ¿Qué más da cómo construir las frases, si las ideas son claras y se difunden sin dificultad? Bien está saber hablar, pero mejor está saber pensar, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Aunque siempre habrá quien diga que van unidos. Incluso puede ser que para trasmitir un sentimiento, sobre todo, las palabras no sirvan y haya que recurrir a un gesto o a una caricia. Me acusas de afectivo cuando te abrazo todos los días que nos vemos y ¿qué coño haces tú cuando te ves a tus amigos en tu casa o en la suya? ¿Les sacas la lengua? Eh bien, c'est ça, mon ami. ¿Que más da decir “no puedo vivir sin ti” que “sin puedo ti no vivir yo”, si acabas la frase con una caricia o un beso en la mejilla? Perdona, parece que yo mismo, a falta de tus correcciones, me someto a análisis. Será que echo de menos tus filípicas y me enrollo solo entre tus ideas y las normas a seguir.





Nada más leer esta crítica soterrada de Dikembe a nuestro común amigo José María, me di cuenta de que estaba equivocado. Cada cultura tiene una forma de trato. Unos se besan, otros se dan la mano, otros se frotan la nariz y otros no deben tocarse aunque puedan estar dentro de una sauna desnudos, sean del sexo que sean. Pero le entiendo, porque ver el beso entre Erick Honecker y Leonidas Brezhnev también sorprendió a más de uno y alegró a otros. En cambio, criticar forma parte de todas las sociedades, va en nuestros genes. No es circunstancial. Sí la crítica, pero no el criticar. Los finos dicen que opinan sobre los demás y añaden que lo hacen de personajes públicos, no de personas. Habrá que verlos en sus comunidades de vecinos o lugares de trabajo. De hecho, yo estoy censurando a quien critica y hasta ahora no había caído. La misma tabla aplico a los que les gusta tan solo la constructiva y lo dicen muy ufanos. ¡Y un cuerno! A nadie le gusta, porque una crítica siempre hiere. ¿Qué sabrá este? ¡Qué se habrá creído! Esa es la respuesta ante cualquiera de esos juicios cuando llega a nuestros oídos, sean constructivos o destructivos.





Bon, como te decía, estaba descargando a mi amigo, el del culo bonito y conocido, cuando escuché a Wahid detrás de mí, me avisaba de que tuviera mucho cuidado porque algunos objetos podían romperse, cosa que ya me había advertido unas cuentas veces. Me avisaba de que, aunque pagara mi espalda por ello, él perdería su mercancía. Si ya había puesto cuidado hasta ese momento, como en los anteriores, el miedo a los latigazos me hizo poner mimo al bajar los fardos del camello por última vez. Y más cuando me vinieron a la mente aquellos trallazos que recibiera mi compañero sediento en el mercado de esclavos. Mientras cumplía mi delicada misión, mi amo siguió con la charla y supe que aquel corral sería mi nuevo hogar. Me volvió a recordar lo ya dicho, que primero eran los animales, y luego yo. También me aconsejó que, antes de llevar los bultos dentro de su casa, me deshiciera de todas la briznas de paja que se habían pegado a la poca ropa y a mis pies, porque, si su mujer se quejaba, lo pagaría asimismo mi espalda. El viejo Abdalla había vivido obsesionado con mi entrepierna y este maduro señor lo parecía con mi espalda. Desde luego, algo había cambiado en ese sentido, pero no pude juzgar en ese momento si para bien o para mal. Lo haría más tarde y mi espalda me demostraría que sería para mal. Al fin y al cabo, una caricia no deseada no habría las carnes como un latigazo, sobre todo a personas que habían sido expropiadas de su dignidad. Si te la extirpan, ahí ya no te duele, como pasa con las anginas. Si los demás te ven como un objeto de su propiedad, terminas por aceptar ese rol. Tal es la fuerza de una mentira repetida y remarcada hasta la saciedad y violentamente. Cuando acabé de descargar, avié a los dos camellos para el descanso tal como me habían ordenado. Después de sacudirme y remirarme la ropa y la planta de los pies, introduje los bultos en la casa. Nunca había visto cosa semejante, después de cruzar la cocina vi espacios y estancias llenas de alfombras y cojines, paredes llenas de ventanas y cortinajes, preciosos objetos sobre mesas y demás muebles… Me quedé atónito de tanto lujo y belleza. Por eso me gané una colleja de un negro como yo que tuvo que ponerse de puntillas para asestarme el golpe en la nuca. Y que sin mediar palabra me dejó claro que toda aquella profusión de bellas piezas no estaban allí para ser admiradas por el último mono que había llegado a la casa. El pigmeo me hizo una seña y le seguí cargado con el primer paquete envuelto en pieles. Me llevó hasta otra habitación, pocas he pisado tan grandes en mi vida, y en la que vi todo tipo de elementos ornamentales muy vistosos. Si bien, vigilado por el sirviente, no osé mirar un objeto más de un instante. Pero mi trabajo y su vigilancia, no impidieron que viera las pipas de agua, las ricas telas, las sillas de montar enjoyadas, los tapices, las alfombras y hasta un espejo que duplicaba los lujos de aquel almacén. Una vez introducido el último fardo, se lo informé a mi guardia y guía. Debió de entenderme porque me vi de nuevo ante mi amo. Repantigado sobre unos cojines y acompañado por un anciano galano, también muy enjoyado, tomaba el té. Ellos sentados y yo de pie, fue consentido mi descanso. También comería, Sinafasi, que inclinó la cabeza al oír su nombre, me llevaría la comida a la cuadra, y que con el sol más bajo o sin él mi amo me explicaría en qué consistiría mi trabajo diario para el que, también Sinafasi, me daría vestido digno, pues iba a representar a la casa de los Okoye ante todos los vecinos. No abrí la boca, como ya había aprendido, y con una leve inclinación de cabeza, comencé a obedecer a aquella mano llena de sortijas, mientras observaba cómo el anciano bebía su té. La sugerencia dicha con un ligero y continuo movimiento de los dedos era bien clara: aléjate. Y lo hice. Horas más tarde, y vestido con una túnica blanca con bordados y un turbante para protegerme del sol y las posibles tormentas de arena, me enteré que sería el responsable designado por mi señor para mantener el suministro de agua de la población. «Tú serás quien representará a mi noble casa, Dikembe». Dicho así, tal como me lo dijo Wahid, cualquiera hubiera hecho lo que yo, tomar aire  y sacar pecho. Pensé en ese momento que Mayifa estaría muy orgullosa de su biznieto, allá donde estuviera de charleta con Jesucristo o con Imana. Yo iba a representar a una casa noble. Pero si nos dejamos de circunloquios ostentosos y bellas túnicas llegamos a la conclusión de que guiar a un pollino, con más años que el desierto, por una senda circular que había que llenar de tierra todas las noches para que sus pezuñas no llegaran a contactar con el núcleo de la Tierra, la cuestión variaba mucho y tomaba un cariz de aburrimiento importante. Tampoco había que tener mucha fuerza para frenar al animal cuando los canjilones volvieran vacíos. Ni ser muy listo para darse cuenta de ello y esperar a que el gran pozo se recuperara hasta el nivel que marcaba una soga que colgaba con una piedra en su extremo. Cuando esa piedra desaparecía bajo el agua era el momento más difícil para el burro. El pobre tenía las fuerzas y la autoestima más bajas que el fondo del pozo del que sacaba la vida de aquella pequeña ciudad. Arrancar le costaba más que morir como comprobé en mi primer día como representante de la casa de Wahid Okoye. Y es que todas las familias de la nobleza tuareg debían hacerse cargo durante un año de la supervisión y buen funcionamiento del sistema de abastecimiento de las aguas del pozo. Aguas vitales para el consumo humano y animal, así como para el regadío de los campos que les alimentaban a unos y a otros. Los animales a su vez les daban la leche, aunque la carne, aquellas gentes, la comían siempre vieja y dura, pues la causa de muerte animal más común era la vejez y el sobreesfuerzo. Si le ocurría una desgracia a un animal joven, dependiendo de su tamaño, se invitaba a un festín al resto de familias de la aristocracia. Hubo alguna en la que los comensales no encontraron en sus fuentes más que un trozo de camello tan pequeño como un dátil de la guarnición. La segunda vez que una madre camella aplastó a un hijo, la costumbre cambió y dejaron libertad al dueño del animal para que ajustara los invitados al tamaño del cadáver a asar guiado por la jerarquía local. Te lo explico para que entiendas que durante aquella etapa de mi vida me volví vegetariano, eso sí ostenté mi primer y único cargo público. Ni más ni menos que el Señor de la Piedra representante de la noble casa de los Okoye. Título que llegaría a odiar, como podrás entender, porque levantarse antes del alba y estar todo el santo día dando vueltas pendiente de que una piedra estuviera siempre sumergida es más alienante que estar todo el día sexando pollos o viendo televisión. Recordarte que sobre el desierto, las horas de luz rozan las dieciséis en verano y las nueve en invierno. Una vez puesto el astro rey, había que liberar de su venda y dar de beber al cansado y viejo animal, así como rellenar con arena la corona circular que el buen burro hoyaba al recorrer sus muchos kilómetros diarios sin moverse del sitio. Y esto me trae a la mente a esas personas que llamamos conservadoras. También había que engrasar con sebo los engranajes y otras partes de la noria, acaso la tarea más divertida y peligrosa, por lo que siempre elegían jovencitos fuertes y extranjeros, como era mi caso. Por eso me había echado el ojo Wahid. Solo descansaba el día que los herreros o carpinteros apañaban una pieza. Por ello veía todos los días al anciano enjoyado que conocí en casa de mi amo el primer día. Todas las mañanas se acercaba a la noria y la estudiaba detenidamente. Por supuesto no me saludaba, aunque yo era el señor de la Piedra, él era el señor de la noria, que era como decir de la vida. Me llamó la atención el trabajo de aquellos artesanos que solo reparaban las roturas por el día, porque por la noche hacían el mantenimiento. Servían lo mismo para un roto que para un descosido. Pasaban de diseñar una joya fina y delicada a templar una espada o a fundir y trabajar una pieza digna de los mejores ingenieros y fundidores. En esos ratos de asueto, nunca más de tres horas, mientras ellos trabajaban, yo me tumbaba junto a mi compañero de trabajo y buscaba su sombra. Solo tenía que moverme un poco de vez en cuando porque, del trío que formábamos el sol, él y yo, el único que variaba, aunque te parezca mentira era el primero. Si él no se hubiera movido en el firmamento, yo tampoco me hubiera corrido un milímetro. El que menos pintaba en la ecuación era el animal que no se movía aunque lo empujaras. A veces, totalmente absorto, me quedaba pensativo. Imaginaba con tristeza que mi futuro iba a ser como el del pollino, envejecer dando vueltas a una noria y lleno de mataduras. El asunto es que no tenía salida. Si hacía mal mi trabajo corría el riesgo de ser azotado o ejecutado como le había pasado al anterior señor de la piedra que, harto y desquiciado de dar vueltas, le dijo a su señor que había decidido cambiarle el trabajo. A partir de ya el noble debía dar vueltas y el señor de la piedra aumentaría el linaje de su señor con su hija mayor. Y es que, si hacías bien tu trabajo la recompensa que recibías, si excluimos que tu espalda continuara intacta y tú cuerpo siguiera en este mundo, era ostentar tu cargo un día más. Es decir, que tu aristócrata señor podía cederte a la familia que se hacía responsable de la piedra, a cambio de lo que pactaran, ya fuera grano, animal, esclavo o joya. Trato que normalmente se llevaba a cabo, por lo que el cargo era prácticamente vitalicio. En cualquier caso, si lo hacías bien te morías dando vueltas como una peonza, y si lo hacías mal también. Porque moría antes y a manos de tu señor que era el único, curiosamente, que podía mandarte o tocarte. Como ocurrió conmigo porque, como niño se me ocurrió ponerme a jugar con la cuerda que sujetaba la piedra nivel, como la llamaban, una de las primeras mañanas mientras esperaba que se recupera el pozo. Y tuve la mala suerte de que la cuerda, más vieja que el burro, cediera y la piedra desapareciera entre las aguas. Cuando llegó la revisión del día siguiente, se me hizo responsable a mí del fallo. Lo más difícil era ajustar el largo de la cuerda. Yo, como un tonto, conté lo ocurrido creyendo que me iban a creer y que iban a ver el incidente como un accidente lógico. Pero no, con la piedra no se jugaba y lo aprendí en mis carnes. Y los cinco latigazos que recibí, encima no me sirvieron ni para dejar de cumplir las obligaciones de mi cargo. Tú no sé, pero yo no he vuelto a tener conocimiento de un puesto como aquel. Eso sí, a más de uno deberíamos exigirle la vida por desarrollar mal su trabajo y a otros prorrogársela por lo bien que lo hacen. Aunque, evidentemente, no está en nuestras manos ni lo uno ni lo otro. Nada cambió durante unos meses, salvo las horas de sol y que mi espalda se curaba. Entre las primeras horas de la noche y las últimas, vivía a mi bola en la cuadra, donde me llevaban las sobras, que muchas veces eran pocas. A veces pensaba lo frágil que era la vida para aquellas gentes que, por arte de magia, recibían el agua subterránea de sabe dios donde. ¿Qué pasaría si un día la piedra quedara al aire para siempre y se callara la noria? Pues lo mismo que a mí si no seguía cuerdo. Mi cordura era como su agua, necesaria para vivir. Y es que en el fondo, tanto los ciudadanos como yo, dependíamos de la suerte. Fortuna que me acompañó cuando, a través de Sinafasi Benga, pedí a mi amo volver a visitar aquella gran estancia donde almacenaba sus mercancías. Tras informarme el pigmeo de que Wahid estaba de viaje me agarré a esa tontería que escondía mi deseo de verme de cuerpo entero en ese espejo que recordaba, pues no me conocía tal cual era, sino como había sido reflejado en las aguas de un río. Unos días más tarde, cuando me trajo la cena —yo tenía prohibido entrar en la casa salvo que me llamaran— me dijo que nuestro señor estaba recién llegado y que mi petición ya estaba en boca de nuestra señora, porque él no podía pedir nada directamente a Wahid, a riesgo de ser castigado. Así que mi súplica dependía de ella. Y como te digo, tuve suerte porque a los dos o tres días pude cumplir mi deseo, cosa que ahora no haría, porque me quedé sin ilusión alguna. Lo que vi en el espejo fue un joven delgado y alto, muy negro y con mucho pelo rizado y sucio, pero bien vestido que sujetaba en una mano un turbante. En su cara descubrí los despiertos ojos que Mayifa describiera así y muy acertadamente. No me extrañó que a aquel cuerpo no le sobrara un gramo de grasa ya que la única que introducía en él era al chuparme el dedo después de engrasar la maquinaria de la noria. Mi figura, en conjunto, me pareció una aparición, pero seguramente debido al efecto de la luz de la lámpara de aceite que sujetaba Sinafasi a ni lado, sorprendido de verme a mí a su vez extrañado. Cuando vi al pigmeo reflejado también en el cristal, me di cuenta de la diferencia de estatura entre los dos. «¿Nunca te habías visto, Dikembe?». Le contesté que no, que en el río sí, aunque nunca me viera quieto, y hacía tanto que ya no me acordaba. Después me quité la túnica y me giré sin dejar de mirarme y descubrí las cicatrices de mi espalda. «Yo también tengo, no te preocupes». Trató de consolarse y consolarme Sinafasi. Esa noche soñé con aquel joven que conocí en el espejo. En el sueño su aventura era otra que la mía. Un guerrero que luchaba y siempre ganaba. Hasta Imana le encargó que se enfrentara a Muerte. Cuando se encontraron en la batalla definitiva me desperté. Mi voluntad se había rendido ante una rutina tal que si no cumplía el ritual diario mi propio cuerpo me lo pedía, pensara mi mente lo que pensara. A pesar de que mi tarea era mecánica y que cada día tenía que tirar más veces de aquel viejo animal, soñaba poco e imaginaba menos. Después de bautizar al burro como Toujoursoui(1JC) por su continuo movimiento de cabeza de arriba a bajo al andar, ya no se me ocurrió nada imaginativo. Ni siquiera pensaba en escapar. Hasta que cumplí el anhelo de verme en aquel gran espejo tenía una ilusión. Al quedarme sin sueños mi cerebro se desajustó. Empecé a sentir de nuevo el hastío de andar en círculo. La pérdida de autodefensas hizo que enfermara, que el virus de la libertad entrara en mi corriente vital y llegara a mi corazón. Algo, por otro lado, bastante normal si no eres un pollino. Por más que me decía que gracias al señor de la piedra toda aquella gente podía comer e intentar ser feliz, la fiebre del inconformismo me atacaba cada puesta de sol. El sueño, que cada día me costaba más conciliar, reparaba, en parte, las funciones corporales y mentales, pero esa componendas cada día duraban menos. Y, claro, a mi cabeza le dio por buscar maneras de salir de allí y renunciar a mi cargo que ya se me antojaba eso, una carga de por vida, como la que soportaba Toujoursoui, fiel reflejo de mí mismo. Como es evidente, no hice ningún amigo pues los niños tenían prohibido acercarse a la noria, así como distraerme de mis tareas. Tampoco les vi muy interesados en ello. En cambio, yo sí les miraba siempre     que pasaban, generalmente a la carrera y con gritos. La falta de roce diario con otras personas, salvo con Sinafasi, me privaba de ello. Motu propio, él me había dicho con cierto orgullo que estaba allí por su voluntad, aunque había sido esclavo, ahora era sirviente. Yo no había subido ese escalón, pensé en aquel momento. Eso nos colocaba a cada uno en su sitio. Mi convivencia se reducía a él y a los herreros y carpinteros que mantenían en perfecto estado la noria. Y, como cada vez venían unos distintos, no hice migas con ninguno, no hubo ocasión para ello. Así que, imagino que el aislamiento empeoró mi estado mental. Y la necesidad, que no el deseo, de salir de allí me inundó por completo. Pero la cuestión era cómo. Tan solo tenía un amigo. Y no podía pedirle que se olvidara de dar vueltas. No podía exigir al viejo animal que corriera como el viento sobre las arenas del desierto, y así poner tierra de por medio entre la noria y nosotros. Además, si lo hacía, corría el riesgo de no alejarme mucho, porque, lo más seguro sería que Toujoursoui huyera en círculos, en vez de en línea recta. El pesimismo me embargaba cada vez más. Esa era la consecuencia de la fiebre que me afectaba. Lo que tienen las enfermedades es que pueden curarse y, entonces, te quedas expuesto a sanar y aceptar las normas que te han impuesto. Y como comía y bebía a diario me cree una necesidad, como la crean la publicidad. Quería llegar a tener en mis manos las riendas de mi vida y así no convertirme en un Siemprenó. Aquella tarde, la primera vez que Toujoursoui se derrumbó y me dejó sin trabajo vespertino, no me fui a mi pesebre, sino que me quedé con él. Me apoyé en el murete que defendía el agujero en la tierra  y fijé la vista en la oscuridad del agua. Daba vueltas a mis nulas posibilidades cuando acertó a pasar por allí mi amo. Se quedó parado al ver a Toujoursoui derrengado. «No consigo levantarle», dije a modo de disculpa. Wahid no dijo nada sobre la situación del animal, pero sí sobre la mía. Resulta que ya llevaba en aquel oficio un año y con ello mi amo había cumplido su obligación para con su pueblo. Así, de sopetón, se me curó mi enfermedad. Se había acabado el suplicio. Pero, no, pronto rebrotó la fiebre con más virulencia al anunciarme que, si bien su responsabilidad acababa esa noche, la mía no, porque, para entendernos, su propiedad, yo, pasaba a manos de otro aristócrata para beneficio de la familia Okoye, ganancia que por fin se producía después de un año de alimentarme. Por eso había salido de su casa a esas horas, para comunicárselo a mi nuevo dueño, pues, aunque ya estaba acordado, él no quería error alguno en la transacción. Yo no debía volver esa noche a cenar y a dormir a su cuadra. A partir de ese momento, debía causar gasto en casa de la familia Khalil según la costumbre. Y fue en ese momento cuando mis despiertos ojos vieron una salida, y mi labia entró en acción. Convencí a Sahid de que volviera al calor de su hogar. Yo me haría cargo de tan banal encargo, indigno de mi señor al que había servido tan bien como había podido todo este año. Si había allí un recadero, ése era yo, no él. Que si me lo permitía me presentaría a mi nuevo amo sin molestar más al antiguo al que quedaba muy agradecido. La vanidad es una débil barrera con la que los soberbios fortifican su ego. A mí me costó muy poco derribar el muro de Wahid para que delegara en mí aquello que debía cumplir él para que no pasara lo que iba a pasar si todo me salía bien, porque la inspiración fue como un fogonazo. Todo lo vi claro en ese momento. Me dio el nombre de mi nuevo amo, las explicaciones para llegar hasta su mansión y por último su espalda, y se marchó dando por cumplida la transacción de responsabilidades que yo representaba así como reconociendo lo buen amo que era y lo buen comerciante, pues ya había recibido el pago por mi persona. Cuando quedé a solas con Toujorsoui, rumié un poco más el plan que se me había ocurrido sobre la marcha. Le había pedido permiso a mi examo para volver al pesebre a recoger mis pertenencias. Y, aunque me recordó que tanto la estera como la manta mugrienta no eran mías sino suyas, y dando importancia a su regalo me cedió la propiedad de esos objetos por mi buen comportamiento y “savoir-faire” durante el año que le había pertenecido, que no servido. Le recordé que lo recogería después de mi última misión bajo su imperial voluntad. Estas últimas palabras le encantaron. Yo creo que se fue tan engañado como orgulloso de su sangre noble. Y yo quedé más satisfecho de la que corría por mis venas, a sabiendas de que la golfería no provenía de Delane, sino de su violador. Disimulé con el pollino para darle tiempo a que se alejara con aires de conde, y así no intuir mis intenciones. Antes de que desapareciera entre dos chozas, me puse en camino hacía la dirección que me indicara Wahid por si se volvía, pero al alcanzar la primera cabaña, la medio rodeé y encaminé mis pasos entre el resto de pequeños edificios. Así, ayudado por las sombras, me deslicé en el pesebre para hacerme con la manta y la estera de aquel viejo pervertido. Pero no fue por robar el entrar de hurtadillas, porque permiso tenía de mi ex amo. Sabía que encima de Toujoursoui no llegaría ni a avanzar un paso, y como me jugaba la vida, aposté sin riesgo, y lo hice por el mehari más joven y fuerte. No era otro que el camello al que me había hartado de ver el trasero. No esperaba la cena, porque en aquella casa no pintaba ya nada. Por eso me sorprendí al ver a Sinafasi con la escudilla de todas las noches y traté de disimular como pude. Con la excusa de haber tenido un día de perros —te confieso que no entiendo este refrán porque los perros aquí viven mejor que los hombres de allí— exageré mi hambre. El pigmeo, que era más largo que yo, me guiñó un ojo y me contestó que si me demoraba un rato, podría llevarme las sobras de todas las cenas de esa noche, que falta me harían para saciar mi apetito desmedido. «Estoy seguro de que mañana también las necesitarás». Entre el verbo llevar y su última suposición, Sinafasi me dio a entender que sabía que me largaba de allí. Con la recomendación de que cenara y repusiera fuerzas porque algunas noches en soledad se podían hacer muy largas, se marchó. Le hice caso, cené y descansé. No tardó mucho en volver a aparecer con una espuerta tapada con una esterilla redonda. La dejó ante mí y se despidió. «Yo, no he visto nada, Dikembe. No me jodas». Esperé a que se largara, metí los víveres en unas alforjas, manche con tierra la espuerta y ya puestos, y sin hacer apenas ruido, me pertreché con un saco de grano y dos pellejos que llené de agua de los cantaros de la cuadra. Todo se lo cargué al camello al que ya había ensillado. Esperé a no ver luces en las ventanas de la casa de los Okeye, y salí. Llegué junto a Toujoursoui que seguía tumbado. Le ofrecí un puñado de granos. Con ello conseguí que se levantara y le dejé comer. Saqué un cubo de agua del pozo y también bebió. Vacié y llené mis odres y se los cargué al camello. Prefería agua fresca. Después solté al pollino del mayal. Yo no sabía el trasiego que podría haber a esas horas, ya sin sol, en la explanada de la noria, aunque por lógica debía ser mínimo por lo tarde que era. Pero al cargar el segundo pellejo en el camello, escuché detrás de mí un ruido y después un saludo ajustado a mi cargo. Me quedé paralizado agarrado a las cintas de cuero del odre. Tras unos instantes de espera, apoyé mi frente sobre la piel del camello y me rendí. Me habían pillado. Qué le iba hacer. No había ido muy lejos, la verdad, pero lo había intentado. Mayifa lo sabría, no era un guerrero. Pero luchaba. La voz insistió. Oí la peor pregunta que jamás hubiera querido oír en esas circunstancias: «¿Dónde va el señor de la piedra a estas horas?». Y eso mismo me decía yo: “Dónde vas, Dikembe”. Me volví con los hombros y los ojos caídos y dispuesto a aceptar mi castigo, pero durante el giro, escuché la voz de Mayifa que me hablaba de los guerreros tutsi y hutu: «Tenían en común que nunca se rendían…». “Y yo tampoco”, me dije. Así que, no terminé de volverme y contesté con la verdad, en el sentido de lo que debía hacer y no de lo que pretendía. Y, de espaldas, expliqué al desconocido, distrayendo mis manos entre los aperos del camello, las órdenes del noble Okoye para presentarme de la mejor manera ante mi nuevo señor, de la familia Khalil, por cumplirse un año de la obligación del primero para con la ciudad que me había acogido tan amablemente, donde sus habitantes me habían tratado tan bien y tan amablemente, por lo que esperaba pasar mi últimos días en ella como agradecimiento. Parece que todos los habitantes de aquel lugar cojeaban del mismo pie. Y el desconocido, sin yo decir más, se montó su propia historia en base al orgullo de sentirse afín con las dos familias nobles. El camello, claro, era el presente que mi anterior señor, tan generoso como todos los vecinos, ofrecía a mi nuevo amo. Y el gran detalle simbólico de entregarlo con agua y grano rayaba con lo sublime. Escuché entonces el consejo de aprender de los modales de los verdaderos señores del desierto. Después la voz se despidió y se fue perdiendo en un mar de tranquilidad. Respiré y agradecí a mi Mayifa, no al desconocido, su consejo de no rendirme. Sin más dilación mandé sentarse al camello, tal y como había visto hacer a Wahid, me subí a la silla y empecé mi artera huída con el paso cansino a la vez que majestuoso que estos animales usan. No habíamos avanzado diez pasos cuando pensé en el pollino. No podía dejarle allí. Toujousoui tenía derecho a realizar un trayecto, aunque fuera el último, en línea recta. De perdidos, al río. Volví, quité un par de correas de su apero y tirando un animal de otro reinicié mi escapada sin prisa alguna. Correr no hubiera sido posible. De nuevo Toujoursoui sería mi contertulio habitual, si bien incorporaríamos a
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Hamal
(2JC), recién bautizado así, a nuestros monólogos, siempre y cuando pusiéramos tierra de por medio, mientras se descubría la farsa que había montado. Tenía prácticamente la noche entera para perderme. Si no volvería a ver a Mayifa. Muerte vista así no era tan incómoda en mi cabeza. Esperaba que los movimientos de la arena del desierto disiparan las huellas de aquellas bestias que en ese momento no me lo parecían tanto. De no ser por ellos… Sabía que dejaba atrás una vida tan cómoda como estéril para mí, entre otras cosas. Porque también dejaba atrás a Sinafasi y a la familia Okoye, a la que nunca pertenecí, ni pertenecería. Pero no me alegraba, aún tenía en la cabeza la tara que permite aceptar que una persona pertenezca a otra. Fue mucho más tarde, al convivir con vosotros y leídos muchos textos, gracias a ti, que erradiqué la esclavitud de lo deseable. Todavía recuerdo pasajes de El canto a mí mismo que me leías, antes de que yo supiera, una y otra vez como contrapunto a mis opiniones. Al principio, tu lectura me pareció otra forma de maltrato psicológico que tenía que sufrir para sobrevivir. Era el precio que debía pagar por tu  comida y tu techo. Nunca te lo había comentado y, ahora, aprovecho tu lejanía para confesártelo. No siempre confié en ti, mon ami. ¡Ay qué a gusto me he quedado! Ya no siento el peso del secreto. A partir del momento en el que entendí el altruismo, he llevado esa carga que no me atrevía a revelar. No es que me sintiera un traidor o un desagradecido, pero me incomodaba no atreverme a contártelo. Sé que sabrás entenderlo, y más si te hago otra confidencia. Esa molestia me ha servido siempre de acicate para conseguir todo aquello que me proponías pensando en mi bien, tal como ir a la escuela, aprender español, leer un libro cada semana y comentarle, buscar trabajo, hacerme mi hueco en una sociedad que, aún hoy , no termino de entender como te pasa a ti según tus palabras. Y de estudiar una carrera, ni hablamos. Creo que esta digresión no te enfadará, también te digo que por hoy ya está bien de escribir. Las últimas palabras no son de relleno, mon ami, son el producto de abrir mi corazón más de lo que quizá se deba hacer ante un semejante. Pero te lo debía, como tantas otras cosas. Regodearse en sentir gratitud es una gozada. Es lo más alejado del odio y de la envidia, acaso los sentimientos más nocivos para quien los alberga. Yo los dejé por el camino y otros, por lo que leo en los periódicos y en Internet los han encontrado y alimentado, y de qué manera…





8 comentarios :

  1. Otro capítulo en la niñez de Dikembe. Un año en círculo del que ha sabido salir cada vez más sabio en busca de otra aventura, espero que no sea peor que la anterior.
    A pesar de sus desgracias, tiene buen corazón como para no dejar al pollino atrás o como para que otro "amigo" le aporte un poco de comida para su nuevo viaje. Quizás eso sea lo que lo salve en su vida...
    Espero que estés más animado, J.C., y sigas trayéndonos el resto de aventuras de este personaje. Abrazos

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    1. Aunque parezca lo contrario, yo siempre estoy "animado". Pero también he de reconocer que soy excesivamente sensible. Cuando un sentimiento se me rompe, como a todos, las heridas tardan en cicatrizar, pero el tiempo para esto es un gran aliado. Con Dikembe tengo tres frentes abiertos y, a veces, me pierdo. Uno es el capítgulo que pulo para publicar, el próximo hará la docena. Dos, el capítulo que estoy transcribiendco y desarrollando en el procesador de textos, voy por el catorce. Y tres, continuar con sus aventuras según paseo por las mañanas. Voy ya por el tercer cuaderno. Ah, y se me olvidaba otra cuarta: la documentación. Así que, no me aburro. Gracias, Ligia. Un abrazo, JC.

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  2. Salir de Guatemala para meterse en guatepeor. Pobre Dikembe.
    Ahora bien, en la vida se me hubiese ocurrido ese tipo de empleos a lo que se ve abocado. Veremos el siguiente capítulo.
    Hasta el lunes J.C.

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    1. Y los que le quedan, jaja.
      Hasta el lunes, Varinia, JC.

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  3. Ésta vez voy a dejar a Dikembe en silencio para que no sea descubierto, a ver hasta dónde son capaces de llevarle sus pasos, pese a que haya tenido la suertuda de que nadie intuyera su huída. Y si, en teoría, se han hecho los suecos, tanto mejor.
    Me uno a esos sentimientos rotos que dejan soledad y tristeza en el alma. Se nos pasará, sí, pero mientras eso ocurre dolerá, con un dolor sordo que sólo lo oye quien lo padece. No estás sólo en el camino, ¡je! qué más quisieras. La suerte, en éste caso, es poder y saber descargar ese peso en la pluma, hoy sería mejor decir, bolígrafo y más moderno aún, texto virtual. No lo cura, pero lo enmascara. ¡Jo!. Te lo curras de forma espléndida. Ya sé que se da mil vueltas a la cuestión hasta que parece estar lo mejor posible, entendible y documentado. Bueno que a mí me parece un rodaje estupendo y muy logrado JC. Se sabe que padezco de pesimismo “de botella medio vacía” de muchos “no” (no es) en mis comentarios o expresiones y cuando comenzaste tus cartas con Dikembe creí no poder seguirte: demasiado terrible, negro, dramático. Un añadido más a las adversidades diarias de la vida. Sin embargo has conseguido que finalmente me enganchara a las aventuras, mejor desventuras, del pobre niño. Eso tiene un significado para mí. Que realmente tienes madera. En contrapunto, te debe absorber mucho tiempo, pero si dispones de él, es el encuadre perfecto. Un voto por tu buen hacer e inspiración y seguimos contigo.
    Besos.

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    1. En la virtualidad solamente puede contestarse a las palabras con palabras. Sea así por imposición, pero no por voluntad que me impulsa a una caricia, a un abrazo y me deja el camino único de dar las gracias. Un beso, Nita. Seguiremos con nuestra negra esperanza a la espera de lo que acaezca a Dikembe. JC.

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  4. Pobre Dikembe, un aňo dando vueltas tiene que ser desesperante, mucha fortaleza tiene ese chiquillo para no volverse loco. Y qué decir del burrito...
    Sigo JC, gracias.
    Besitos

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    1. Ánimo, creo que son un poco espesas las entregas y que debe costar leerlas. Yo tengo otra perspectiva y no puedo juzgar, pero así me lo parecen. Gracias, Amanda, un beso. JC.

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