CAPÍTULO 8
De cómo aprendí a ser esclavo
De cómo aprendí a ser esclavo
eríamos
unos quince los que esperábamos atados a otros tantos camellos. Moussa no se
hizo mucho de rogar, apareció enseguida, limpio y más engalanado que jamás le
viera. Llevaba su takuba al cinto y
su tarda
(1)
colgado del brazo. La verdad es que su figura era
impresionante. Ordenó a su montura que se arrodillara y colocó su escudo a un
lado de su preciosa silla, que no era la que yo conocía, sino otra más ricamente
decorada. Antes de montar, comprobó mis ataduras. Para ello tiró de la cuerda
que sujetaba mi cuello y, como yo estaba mirando hacia otro lado, a poco me doy
de bruces contra el suelo. Al mirarme, pareció sonreír, o eso intuí, porque
llevaba la cara tapada con su velo índigo, como solía, aunque al mirarle mejor
a los ojos, se los noté enfadados según se acercaba a mí. Introdujo sus dedos
sin ningún miramiento entre mi piel y la tela que también rodeaba mi gaznate y
acto seguido gritó el nombre de su hija. Inmediatamente apareció la pequeña que
fue testigo de cómo su padre me arrancaba el fular y lo tiraba con rabia sobre
la arena. «C’est ton foulard. ¡Prends-le,
Tafsut!»
(2)
, le ordenó a la pobre en francés para que yo le entendiera. Como quiera que
la niña no hubiera entendido del todo la orden, el padre recurrió al tamasheq, que sonó todavía más cortante.
Entonces sí, entonces la niña reaccionó al instante. Corrió hasta mis pies,
recogió la prenda, y corrió hacia el interior de su casa. Parecía llorar y
llamar a alguien. Supuse que a su madre. Yo, mientras, recibí una bofetada de
las de padre y muy señor mío. Y con la cara más calentita y dolorida comencé a
andar tras el camello. Al rato se formó una caravana o azalai, como dicen ellos. Nosotros, bon, moi cerraba la reata
de meharis y esclavos. De tal guisa
que fue más fácil seguir el paso del animal. Primero porque nuestra velocidad
se ajustaba a la de los otros, y segundo porque mis pies pisaban sobre arena ya
pisada y no suelta, y no se hundían en ella. Al rodear una duna, y cambiar de
dirección, observé el gusano de sombras que que el
sol proyectaba sobre la arena caliente. En un momento determinado, después de
un rato de marcha, observé que Moussa se revolvía en su silla. Terminó por
quedar encarado conmigo. Seguía la marcha de espaldas. Yo no era tan importante
como para que estuviera vigilante todo el viaje y, además, ¿dónde iba a ir si
conseguía deshacerme de las ligaduras? Entonces llegué a la conclusión de que
era una medida de seguridad. Los peores enemigos de los tuaregs, son otros
tuaregs que no pertenecen a la misma familia. Era lo único que sabía de
aquellos hombres azules, porque era lo único que me había contado Mayifa: «En el norte hay una tribu de hombres azules.
Ten cuidado con ellos. Cada tuari es un veneno. Se asaltan entre ellos por
conseguir un camello. Ándate con ojo, Dikembe». Me había acordado tarde del
consejo. Aunque más vale tarde que nunca. A eso se referían las precauciones de
mi amo. Y yo decidí que no quería vivir así, de espaldas a mi destino, sin la
tranquilidad de lo que dejaba atrás. Pero una cosa es lo que deseas y otra lo
que vives. Porque, como verás, todo lo que yo iba a dejar tras de mí me
perseguiría toda la vida. De alguna manera mi voluntad volvía poco a poco a ser
mía. No sabía si me esperaba un viaje largo o corto. Me alegró ver que a la
caída del sol llegábamos a otro campamento tuareg. Quizá nuestro viaje hubiera
terminado. A pesar de la inactividad, o gracias a ella y a todo lo que había
comido y bebido durante mi ceba, no estaba cansado, aunque había engordado como
un tudesco. Me notaba más fuerte y enreciado. Aquel sitio no era como el que
habíamos dejado. Las tiendas no parecían alzadas con tanto esmero. Además eran
más pequeñas y pardas. No eran de pieles, sino de esteras, aunque nadie hubiera
negado que se trataba de un poblado tuareg. Había ya personal que, delante de
las tiendas, saboreaba su té, siempre con la cara tapada entre sorbo y sorbo.
Es curiosa la obsesión de ese pueblo por el decoro de sus hombres. Después de
los saludos de los amos con otros que parecían esperarles, hombres con
turbantes blancos nos separaron uno a uno de nuestros correspondientes meharis.
Bajada del ideal.es |
Nos
llevaron a una zona, fuera del perímetro que formaban las tiendas. Allí, junto
a otros chicos que esperaban sentados, ataron nuestros dogales a la soga larga
y con nudos que se sujetaba por sus extremos a dos postes bien fijados al suelo
arenoso. Y lo sé porque me tocó junto a uno al que, durante la noche, intenté
mover sin conseguir nada. Yo creo que tenía más parte oculta que sobre la
superficie, como los intereses de muchos hombres. Después hicieron otra ronda y
acabaron por maniatarnos a la espalda. Por cierto, que así es muy difícil
dormir. Bon, dormir y cualquier otra
cosa como rascarse, por ejemplo. Lo curioso es que nos pusieron enfrentados a
los que habían llegado antes. Después, menos mal, nos tocó beber. Uno de
nuestros carceleros, pasó con un odre al hombro. Vertía una pequeña ración de
agua en un cuenco y nos la daba a beber. Uno de los acollarados, después de
beber su ración y al ver al aguador de espaldas, se pasó a nuestro lado por
debajo de la cuerda con nudos, y esperó su segunda ración. Yo no podía hacerlo
porque todavía no había bebido y tenía de cara al del turbante blanco. La sed
obliga más que la nobleza, aunque en aquel ambiente poco noble había. Terminada
la fila de enfrente, el azacán comenzó por mí. La ración cabía en la boca sin
hinchar los carrillos. Acaso por eso, aquel sediento se la jugó, el doble es
siempre más que la mitad. Pero lo que no sabíamos, ni él, ni ninguno es que
también había el doble de carceleros. Cuando llegó al repetidor, el del pellejo
recibió un aviso del que no había visto nadie, y se saltó al valiente. Pero no
acabó ahí la cosa, porque, una vez repartidas todas las raciones, fue a por él
la pareja de guardianes, le desataron y volvieron a sujetarle al poste que yo
tenía junto a mí. Le ataron corto de cara al madero y frente a mí. Por eso vi
el dolor en su cara las cinco veces que recibió un latigazo. El pobre se
derrumbó y cayó al suelo. Allí le dejaron y yo pude hacer poco por él. Todos
aprendimos en sus carnes que no debíamos usar la voluntad sino el acatamiento
de todo cuanto se nos ordenara. Así llegamos a la noche, y cada uno la pasó
como pudo. Eso sí, unos pegados a otros para darnos calor. No quiero disculpar
a nadie, no me entiendas al revés, pero es que el agua es el bien más preciado
en el desierto. Aquel muchacho fue considerado como el ladrón que roba oro en
el banco de España, y las leyes tuaregs no son las vuestras como puedes
imaginar. No dormimos mucho por el incesante llanto de aquel compañero de catorce
años, no más. A veces una imagen, por impactante que sea, no vale más que mil
lamentos. Porque esos fueron los que oímos aquella noche. Y todo por un trago
de agua. Más de uno le hubiéramos cedido nuestra ración con tal de no oírle y
poder dormir. Pero agua pasada no mueve molino y cada uno aguantó su vela.
Todos supimos que nuestras vidas habían cambiado de modo drástico. La vigilia
la dediqué a averiguar en qué momento había perdido la posibilidad de elegir
cómo y donde morir. No lo encontré. Nunca es el momento para dejar de ser
libre. A la mañana siguiente seguían llegando más nómadas, unos arrastraban
compañeros y otros séquito de al menos dos siervos que, seguramente, habían
pasado por aquella cuerda de presos antes que nosotros. Según avanzaba la
mañana se oía más murmullo que provenía del lado libre del campamento o
mercado. Tocó la segunda ronda de agua y se saltaron al azotado, aunque uno de
aquellos señores se acercó hasta los aguadores y les obligó a darle su ración.
Los guardianes obedecieron. El propietario del muchacho, más adornado que un capitán
general, no quería que se le muriese. «Al
menos que pueda recuperar lo que se ha comido el bicho este estos días». Después
de las protestas del enjoyado tuareg se hizo el silencio y se escuchó solo la
voz del almuédano
que llamaba a la oración. Lo hacía a través de un megáfono. Todos se arrodillaron
mirando a Oriente. Unos cumplieron el mandato y otros, como yo, disimulamos. Los
tuaregs son en su mayor parte musulmanes no radicales, aunque sus leyes y
costumbres no se basan en el Corán. Sí cumplen los ritos cotidianos de la
oración, aunque tres veces y no cinco. En cambio no suelen respetar el Ramadán,
ni tampoco el mandato de peregrinar una vez a La Meca. En fin que solo me
faltaba llamar la atención sobre mi persona si me quedaba de pie. Las cosas no
estaban como para destacar. Recuerdo ahora los comentarios y anécdotas que me
has contado respecto a tu incorporación a la mili: «Era mejor pasar desapercibido, si no, te caía alguna encima», como
te ocurrió a ti. Pues lo mismo pensaba yo en aquellos momentos. Ya destacaba
por mi altura, pero eso era fácil de disimular, o estaba sentado o arrodillado.
Y cuando me obligaban a erguirme, curvaba la espalda y trataba de meter el
cuello en el tórax. Después de que todas las cabezas y turbantes, fueran del
color que fueran, se agacharan u levantaran varias veces, comenzó el mercado.
Yo creía que solo se iba a comprar y vender un producto, el ser humano, porque
la jerarquía social tuareg incluye a los esclavos, pero estaba equivocado.
También se comerciaba con joyas. Este pueblo es muy amante de las alhajas, por
consiguiente tiene muy buenos artesanos. También puede ser por lo contrario. No
lo sé, la verdad. Les encantan los amuletos y se los cuelgan para prevenir
todos los males y llamar a la fortuna. Las costumbres inveteradas y
beneficiosas para los poderosos son imposibles de erradicar, salvo que se
precipite esa sociedad a una revolución. Y no estoy incitando a nadie a la
violencia, aunque bien sé que estas letras las vas a leer tú solo. Quizá sea
esa una ventaja de las sociedades desarrolladas, aunque yo, después de llevar
más tiempo en una de ellas que en la que nací, pienso que no. Y lo digo porque
la esclavitud adquiere muchas formas y colores. ¿Acaso no es esclavitud las
condiciones de los niños mineros de mi país que extraen vuestro tan preciado
coltan? ¿Acaso no son esclavitud las jornadas de trabajo que tienen muchas
personas en ciertos países asiáticos, cuyo objetivo es la producción a precios
competitivos de lo que consumís? ¿Acaso no es esclavitud la situación de los
espaldas mojadas en la agricultura estadounidense? ¿Acaso no es esclavitud la trata de blancas
destinada a los prostíbulos? Si esta lista ya aburre, imagina que alguien empezara
a escribir en un rollo de papel higiénico todas las formas de esclavitud que
los estados y naciones permiten dentro de sus fronteras, las cuales no se consideran
esclavistas. Quizá acabaría el rollo y todavía podría seguir. Dicen que Europa
es la cuna de la civilización, olvidando a China, por ejemplo. Estarás conmigo
en que uno de los pilares de vuestra cultura es el Imperio romano que, a su
vez, bebió hasta hartarse de los griegos. Los romanos ya tenían esclavos, de la
misma forma que muchas romanas ejercían la prostitución. Y yo, en particular,
no sé si lo hacían libremente, por necesidad u obligadas por proxenetas como
los actuales. Pero los esclavos no lo eran por gusto, eso sí lo sé de cierto,
como cualquier hijo de vecino. Bon, dejémoslo
que ya me estoy enrollando y volvamos al mercado de esclavos, porque los ojos
que no quieren mirar también son sordos. Hay gente con más conocimientos y
mejor preparación que yo, que levanta la voz para denunciar estas grandes
injusticias, aunque un empujoncito nunca sobra: un grano no hace granero, pero
ayuda al compañero. Utopía es una palabra que los utópicos quisiéramos dejar
sin contenido. Después de las oraciones se acabaría la calma y cada comprador y
cada vendedor tratarían de hacer prevalecer sus intereses. Eso sí, ninguno a
cara descubierta, todos, como mandan los cánones tuaregs, detrás del velo, por
decoro y porque el de enfrente no pudiera interpretar sus gestos faciales
durante la puja por uno de nosotros. Y comenzó el desfile de modelos. Uno a uno
fuimos llevados todos los productos al recinto habilitado en el centro de las
tiendas. Allí nos obligaron a descubrir el torso y a dar tres vueltas por
dentro del perímetro circular delimitado por unas cuerdas y alguna que otra
estera colgada. Un vallado que solo servía para separar derechos y deberes. Allí
dentro el poder lo ostentaban los hombres del turbante blanco que sujetaban de
las tiras de cuero que ahogaban la mercadería a exhibir. Quien peor lo pasó fue
el azotado que, antes de entrar en el recinto, recibió una retahíla de insultos
que acabaron con un empellón que le llevó al suelo. Y fue precisamente él quien
abrió la subasta, como si todos los allí reunidos entorno a la vaya circular,
hombres libres esclavos con pedigrí y parias, tuvieran claro que había que
quitar de en medio, y cuanto antes, lo que estorbaba a los intereses de todos.
Aquel pobre desgraciado que ni siquiera tenía nombre, pero sí pasado,
terminaría sobre una duna, de igual modo que acaba en contenedores de basura
todo alimento cuya caducidad ha sido sobrepasada, con una diferencia: nadie
hurgaría en la duna para aprovechar algo. Tal como quedó nada podría
aprovecharse de él, porque al no ser vendido fue destruido antes de morir. El
jefe de ceremonias era el muecín que, con el mismo megáfono por el que había
llamado a la oración, llamaba a la palestra según su criterio, a cada mercancía
a subastar. Yo salí de los últimos para satisfacción y orgullo de Moussa,
porque eso quería decir que la calidad de su artículo era buena. Y calidad y
precio van unidos. El almuecín tenía en cuenta para el orden de puja tanto la
procedencia como la trazabilidad del género, es decir, que se tenía en cuenta
la reputación del vendedor y el origen del esclavo. «Y ahora un joven fuerte y grande, de origen Madmuz al que todos
conocéis de sobra…», así fui presentado, con el apellido de mi amo como
garantía de calidad. Como verás, las marcas de los productos también son
importantes allí, aunque los tuaregs vean poco la televisión. Nada de marcas
blancas. Al comerciante que no da calidad se le castiga con pujas bajas, como
tiene que ser. Mejor ese criterio que el de los supermercados de aquí, ¿no
crees? El hecho
de ser de los últimos subastados procuraba a su vendedor credibilidad y valor a
sus futuras aportaciones y, según fuera el resultado de la mercancía, esa
credibilidad aumentaba o disminuía, ya que esas noticias, aunque parezca
mentira, corrían entre los habitantes del desierto como su propia arena lo
hacía con el viento. Para ello siempre hay un nómada viajando o sentado a la
espera de ser reconfortado al final de la tarde con un té para hacer más fluido
el deporte preferido por este pueblo: platicar, ya que la escritura, tifinagh, se usa para asuntos más
importantes que las noticias oídas en otros campamentos o en este tipo de
reuniones. A pesar de la escasa cifra ofrecida en primera instancia, Moussa ni se
inmutó, aunque levantó un murmullo de sorpresa entre los del turbante índigo, y
más de uno miró a mi todavía amo para ver su reacción. Pero pronto la puja
aumentó. El gesto de Moussa, al menos sus ojos, cambiaron de expresión o eso me
pareció, al ver el interés de los pujadores por hacerse conmigo. La cifra final
que se pagó por mí le enorgulleció. Supongo que por haber acertado de pleno
aquella noche en que me invitó a cenar. Seguro que el dinero lo usaría en
aumentar sus cabezas de ganado, que era como yo me sentí en aquel momento, al
cambiar de amo. Pero yo no era dueño de mi cuerpo ni de mi mente, la sensación
de estar viviendo en una nube, a pesar del polvo que tragaba, me hacía olvidar
la presencia de los demás y los gritos que los nuevos dueños nos daban para que
les siguiéramos por allí o por aquí. No nos enterábamos. Nunca me había
descubierto rebelde, siempre había asumido mis circunstancias de una forma
natural, por sorprendentes o dolorosas que éstas fueran, como cualquier niño
acepta de sus mayores los cariños o las regañinas. En mi caso solo las segundas,
porque que yo recordara, nadie me había regalado nada, si exceptúo las caricias
que Mayifa me dedicaba antes de dormir y mientras oía de sus labios leyendas y
oraciones. Yo, por contra, jamás había rezado. Y si lo hice, como verás, fue por
propio interés, como casi todo y todos, ¿o no? Eh bien, c'est ça, mon ami.
¿Dónde irán las
caricias que no se dan? En fin, vayan donde vayan, espero que alguien se las
encuentre. Pero ya he hablado de las caricias. Tiene razón Dikembe cuando dice
que los ojos que no ven también son
sordos. Me pregunto cómo es posible que se permitiera la esclavitud, y más
dentro de una cultura católica. Quizá sea ignorancia mía, pero, ¿ningún papa,
cardenal, arzobispo, obispo, presbítero o diácono se dio cuenta de la
situación? ¿De la incongruencia que existe entre el catolicismo y la
esclavitud? Y no me equivoco en el tiempo del verbo, porque aún hoy existen
esclavos y esclavas, y nuestros ojos, no los de todos, ¡menos mal!, siguen con
la sordera. Sé que es incómodo el asunto, pero si me enfrento yo a mis
fantasmas, espero que lo haga también quien lee estas cartas. Un grano no hace
granero, pero quizá por vergüenza o dignidad, por caridad o humanidad, dé algún
día un paso para sentirme un pelín orgulloso en este aspecto. Orgullo que no le
exijo a nadie, no soy quien para exhortar. Pero sí para sentir bochorno y mirar
hacia otro lado. ¿Qué será aquello que no nos permite ser como queremos, como
nos soñamos? Perdonad por mis palabras, pero son ideas y sentimientos y preguntas que me surgen al leer las mismas cartas que vosotras. Ahí las dejo,
¡ojalá pudiera leer todas las y los que susciten estas cartas! Al menos, estoy
seguro, no me sentiría tan avergonzado. Mal de muchos, consuelo de tontos.
Partí hacia mi nuevo destino igual que llegara al
mercado de esclavos, atado por el cuello y a pie por el desierto. Aquel que me
ató a la cuerda que colgaba de la silla de mi amo, también trató de advertirme
de algo, pero no me enteré. Después ayudó a nuestro amo a encaramarse a la
grupa de su camello. No pude verle la cara, bueno, los ojos, pero intuí por su
forma de moverse que era bastante mayor que Moussa, que no se despidió. ¡Tampoco
era yo tonto entonces! ¿no te parece? Despedirse… Sí lo hizo Souleymane. Tan
solo me hizo el saludo musulmán que yo entendí como un “que te vaya bien” al
que no supe cómo contestar, y cuando se me ocurrió no pude porque tenía las
muñecas atadas a la espalda. Aquel buen hombre, como me dijera Tafsut, supongo
que pensaría que yo era un maleducado. Eso me dictó mi ingenuidad, al menos. Pregunté
a mi nuevo turbante blanco donde íbamos, pero enseguida me enseñó a no
preguntar por medio de un bofetón. Esa fue su única respuesta. Y así, calentito
y en silencio comenzó mi nueva andanza, con sus inevitables tropezones. Esta
vez, ni siquiera se me pasó por la cabeza colgarme del camello. Primero porque
no tuve la suerte de encontrarme con ninguna tormenta de arena, y en segundo
lugar y más importante, porque no iba solo, sino que detrás de nuestro amo y su
cabalgadura íbamos el esclavo de primera y otro de tercera. Como verás en todos
los lugares hay jerarquías entre los ciudadanos, no solo en tu país o en tu
alianza continental. Solo paramos por Alá, para que mi compañero y nuestro
señor cumplieran con la oración, tiempo que yo usé para descansar a la sombra
del camello. Para qué iba a simular si mi vida no podía ir peor. En contra de
lo que solían hacer los tuaregs, el viaje se desarrollaba bajo un sol
abrasador. Aquello no solo me perjudicaba a mí, diezmaba más las fuerzas y los
líquidos de los tres, y, em particular, de aquel presumido que yo juzgaba de anciano.
Aunque solamente le hubiera visto unos ojos claros enmarcados en arrugas y unas
manos morenas con manchas como las de Mayifa. En cambio, mi compañero de
caminata parecía joven, no tanto como yo, pero por las mismas conjeturas sobre
ojos y manos, llegué a esa conclusión. Deducción que reforcé por su modo de
desenvolverse sobre la arena y bajo el sol. Después de la parada para la
oración, y a riesgo de recibir otra bofetada, pregunté si era necesario andar
medio ahorcado, que dónde iba a ir en medio de aquella nada. Un cachete y un
“cállate imbécil” fue lo que conseguí. No quise insistir más, por no recibir
más y porque tenía la boca como el estropajo. Eso sí, saqué en claro que me
podía comunicar en francés con aquel siervo, ese fue el idioma que usó para
insultarme. Hasta ese momento lo poco hablado con nuestro dueño no lo había
entendido. Observé que de vez en cuando esos ojos claros nos miraban desde lo
alto del camello. ¿Acaso no se fiaba de mi carcelero? ¿Acaso pensaba aquel
tuareg que yo podía ir a algún sitio tal y como me llevaban amarrado? ¿Y cuando
pensaba darme agua de aquel pellejo del que él bebía? Pero cualquiera pedía
agua. Porque agua no iba a recibir, eso lo sabían hasta los negros, como yo. Y
ahí empecé a notar mi rebeldía. Al no poder satisfacer la sed y tener agua a mi
alcance. Y como un clavo sale con otro, pensé ser lo que nunca había pensado
que fuera. Pensé en aquello que mi madre me confesó poco antes de suicidarse.
Sí, como lo lees, quien me parió no fue Kady Bemba, sino Delande Biyombo, lo
que convertía a mi madre en mi abuela y a mi abuela en mi bisabuela y a mi
padre en un desconocido. No supe si fue por el cortocircuito de mi cerebro al
deshacer ese nudo gordiano que tenía pendiente o por mi deshidratación, o por
el exceso de sol en mi mollera, o por todo ello que caí redondo sobre la arena
y a punto estuve de morir ahorcado. La verdad es que este accidente no cambió
nada para mi amo, aunque sí para el camello, que, de tirar de mí, paso a tirar
solo del tuareg, y también para el compañero de caminata porque hubo de tirar
de mí tras reanimarme y levantarme. «A
ver, toma, dale un buche de agua… Y tú échate otro, pero no desperdicies ni una
gota», escuché lejos de mí. «Acaso
sea desperdiciar lo que demos a este». «Tú
obedece y calla. Haz lo que te digo, no sea que te quedes tú sin agua,
mamarracho». Como te decía, esta conversación la oía desde muy lejos, pero
lo entendí porque hablaron en francés. Tiempo después comprendí que el desmayo no
me había venido mal, y que podría usarlo en determinadas circunstancias. No
había actuado, pero, si lo hubiera hecho, todo habría ocurrido de la misma
forma, es decir, hubiera bebido agua, ¿no? Eh
bien, c'est ça, mon ami. Incorporé el desfallecimiento a mi lista de trucos
y soluciones para salir de apuros. Si lo hubiera sabido antes, antes me hubiera
desvanecido, te lo aseguro. La mentira convence más que la verdad a quien le incomoda escuchar
esta última. Y el egoísmo activa más que el altruismo. Si ves que otra
persona necesita de una propiedad tuya,
pones más celo en mantenerla, aunque te sobre: es tuya y punto. Colgado como un
fardo del hombro de aquel hombre, porque no me sostenía de pie, seguimos
camino. De vez en cuando aquel que cuestionara mi ración de agua me daba un
cachete en la mejilla. Yo creo que el primero fue por ver si reaccionaba, pero
los siguientes, que aumentaron en dureza, fueron por puro placer de dármelos. Así
debimos llegar al campamento de mi nuevo amo. Yo no lo recuerdo, ni quien me
cuidó tampoco. Pero el mismo día que abrí los ojos, ya me puso a trabajar el del
turbante blanco. «Vamos, gandul», me
dijo animándome a que me incorporara. Me levanté como pude de una estera y
siguió a lo suyo. «Se acabó esa vida
regalada. A ver, qué idioma entiendes». Le contesté que le entendía
perfectamente y volvió a las preguntas. «¿Qué
sabes hacer?». Contesté: “rien de
rien”. «Muy bien, eso es más de lo
que suponía, pero no se puede estar todo el día durmiendo, así que con algo más
habrás llenado el resto de tus días. Y no me digas que no», orden que
acompañó con un golpe de vara en su mano. A esa edad no se ve el peligro aunque
te lo enseñen y siempre andas pensando en juegos. «Tiene razón, señor, también se escurrir el cuenco de leche»,
palabras que acompañé con el gesto oportuno. Pero no terminé de gesticular,
cuando tenía levantado el cuenco a punto de verter la gota en mi boca abierta
emití un quejido al sentir la vara en mi cuello. «Si quieres jugar, juguemos, pero con este juguete, no con tus
tonterías. ¿Qué sabes hacer y cómo te llamas, majadero?». A lo segundo
contesté primero y con precisión y a lo primero después y no muy convencido de
no recibir otro varapalo. «Sé trabajar en
la mina y traer agua del río. Y jugar a buscar bayas y raíces». «Por ahí vamos bien, ¿qué más?». Poco más
sabía hacer, salvo hablar y cuidar a mi hermana, bueno, a mi tía pequeña, y así
se lo dije. Esta vez no acerté porque recibí otro varazo en los riñones que me
escoció bastante. Se tomó como una ironía lo que yo dije por agradar, e
insistió en que el juguete era la vara y no el sarcasmo. «¿Sabes ordeñar?». «No, señor».
«Por lo menos te habrás manejado con
animales, ¿no?». Estuve a punto de contestarle que sí, que con él, pero mi
boca se alió con mi miedo y contesté que tampoco. «¿Sabes tallar la madera? ¿Sabes montar una tienda? ¿Sabes ensillar un
camello? ¿Sabes cuajar la leche? ¿Sabes hacer té?». A todo negaba con la
cabeza. Entonces dijo que me tenía que haber creído en un principio porque no
sabía hacer nada útil, que era un inepto y que él se podría haber ahorrado
tanta pregunta y el esfuerzo de mis merecidos golpes. Me agarró una oreja y,
sin delicadeza alguna, quiso sacar de un intento mi cabeza por la abertura de
la tienda. Mi cuerpo siguió a mi oreja y oí como me decía: «Pues vas a aprender todo lo que no sabes o
esta vara no desconocerá de tu cuerpo trozo alguno». Y aprendí, claro que
aprendí, por la cuenta que me traía. Estaba en la edad en la que todo es nuevo
y, a pesar de las advertencias, aquello no era más que otro juego para mí. Nunca
había sentido las ubres de una cabra entre mis dedos, nunca había sentido el
agradecimiento de una bestia al ser cepillada, nunca había jugado con el fuego,
el furor de los dioses que todo lo consume pero que prisionero en el agujero de
la arena, calienta la noche del desierto y el agua para el té. Soñaba con
meterme en un círculo de brasas y dormir caliente porque mi manta tenía más
agujeros que vuestras conciencias. El caso es que al tal Mutabazi no le costó
mucho tiempo que ya no pudiera decir que no sabía hacer nada. Y tanto empeño
puse que no recibí más golpes. Mi bisabuela Mayita tenía razón cuando me
tildaba de despierto. Los niños son esponjas que todo lo absorben, todo. Lo
bueno y lo malo, lo oído, lo visto, lo soñado y lo vivido. Todo se queda ahí,
en un rincón de algún sitio, esperando el estímulo que active el resorte para
que se entrelacen otros tantos y provoque una respuesta. Incluso, a veces,
nueva, inventada, distinta de aquella que hemos dado otras veces. Es lo
maravilloso de nuestra mente, porque en esos momentos, literalmente, estamos
creando. Todo lo aprendemos de los demás sin pagar derechos de autor. Es cierto
que deducimos y elegimos, pero a partir de lo ajeno. Si bien es verdad que
Einstein formularía todas sus teorías porque sabía imaginar, no lo hubiera
podido hacer sin aprender de los demás. A ver, ¿quién inventó la suma? De
alguna manera todo lo que debemos a este científico como a otros, se lo debemos
también a quien inventó que dos y dos son cuatro. O a aquel otro que concibió
las ecuaciones, las derivadas, y todas esas operaciones matemáticas tan
enrevesadas. Con ello no quiero decir que yo no busque beneficio en mi trabajo,
claro. Pero la creación, el arte en general, visto solo desde el aspecto
material, que también lo tiene, está sobrevalorado, igual que el fútbol y el
sexo. Por lo que se paga hoy por un cuadro con firma de un semidios, se podría
sacar a un país adelante. Y sé que exagero. En fin, que Mutabazi, una vez me
vio útil para el servicio a su amo, relajó su control sobre mí. De esa manera solo
me pedía cuentas a mediodía de las obligaciones que él mismo me imponía antes
del amanecer. También tenía que darle el parte de las tareas vespertinas antes
de cenar. Si bien había perdido mi libertad, había encontrado comida tres veces
al día, más algún sorbo de leche que apañaba en connivencia con las cabras,
porque con las camellas era imposible, los testigos lo impedían. Y esa fue mi
perdición, porque con las necesidades primarias cubiertas vinieron las
espirituales, es decir, que después del animal, emergió el homo sapiens que
también soy. En esa primera etapa de esclavitud hube de usar mis argucias para
hacerme con alguna ración extra en el mercado negro. Desde soltar la cuerda a
la que estaban atados camellos y caballos para distraer la atención sobre mí,
hasta mentir en el número de cabezas caprinas para que salieran a buscarlas,
con el mismo fin lácteo. Por supuesto, las cabras volvían solas. El queso no me
gustaba mucho, pero comprobé que calmaba el hambre cuando, cubierto de moho,
nos lo daban a probar en alguna cena. No encontraba ni el momento ni la manera
de meterle mano hasta que descubrí lo evidente, pero que nunca había aplicado a
las piezas de queso. Verás, mientras iba una mañana a las labores de ordeño,
para desayuno de los amos, caí en la cuenta que los odres que llevaba inflados,
con el fin de que no se pegaran sus paredes, abultaban lo mismo que cuando los traía
llenos de leche. Pesaban más, claro, ¿pero quién sabe cuánto pesa un queso?
Este descubrimiento tendría grandes repercusiones en el campamento. No creas
que exagero, provocaría el ajusticiamiento de una persona honrada y la
enemistad con otros dos campamentos de la misma familia tuareg. Estos se
quejaron de que los dátiles que entregaban no estaban huecos como los quesos
que recibían a cambio. cincuenta dátiles un queso. El jefe de mi campamento
contestó que los dátiles tenían dentro las semillas que no se podían comer, y
que nunca se había quejado. Con ello quería buscar una salida digna a lo que él
mismo presenció cuando cortaron uno de los quesos ante sus ojos. Estaba hueco,
como un coco, pero seco. Al yo enterarme no dije esta boca es mía. Si bien la
ejecución del esclavo responsable de la quesería fue pública y rápida, yo no me
enteré de ella hasta después. Ahora me pesa en la conciencia, pero en aquel entonces me apenó por dos motivos. Uno porque habíamos
llegado casi a la amistad. Y el otro porque debía dejar de alimentarme del
corazón de los quesos. Y es que, cuando mi casi amigo me dejaba al cuidado de
la quesería para acercarse a la tienda de recreo para adultos y disfrutar a
escondidas, y en horas de trabajo, de un poco de música, poesía y sexo, yo
aprovechaba para abrir por la mitad los quesos que se curaban y comerme el
centro, siempre menos cuajado. Tras lo cual, los pegaba y sellaba con requesón
fresco de la artesa. Así con el resto de tiempo de curación no se notaba el
corte. Te insisto en que el queso no me gustaba, ahora sí, pero cubría la parte
que me faltaba a diario para mantenerme vivo, porque el nuevo amo era bastante tacaño
con nosotros, y como también había jerarquía entre los esclavos, a los últimos
nos llegaban migajas. Cada uno de nosotros se buscaba la vida como podía. Menos
mal que a nadie extrañó mi buena presencia a pesar de saber cuanto se alimentaba
cada uno, aunque a quien sí descubrieron fue al gallinero que contaba docenas
de once huevos, con lo que cada huevo duodécimo acababa en su tripa. Se los
comía crudos y, para no dejar pista alguna, también se comía la cáscara. Quien
destapó el asunto fue otro esclavo envidioso que trabajaba en la cocina del cicatero
amo y que, salvo alguna cucharada robada a los guisos con la excusa del punto
de sal, poco más sacaba de extranjis. Cuando Mutabazi me decía que me había
recuperado muy bien desde mi llegada yo le contestaba que mi amo anterior me
mataba de hambre y de sed como él había comprobado, y como nadie podía decir lo
mismo del verdadero roñoso, la cosa no iba a mayores. Le daba las gracias por
los alimentos que me llegaban y todo aclarado. Lo cierto es que, de vez en
cuando, me dejaba ver comiendo bayas y raíces que encontraba por los
alrededores. «Es que me divierto, es lo
que mejor hacía de pequeño» le decía al del turbante blanco. Al fin y al
cabo, el que se mentía era él que se iba todo orgulloso de que su protegido
tuviera mejor presencia que el resto de esclavos. Aquello me posibilitó
aprender que aquel que se vanagloria, con o sin razón, es vulnerable, y que la
humildad no permite engaños ni adulaciones. Eso hacía yo con Mutabazi después
de que me asignara las labores del día. Cuanto más fuerte estuviera yo más
trabajo podía quitarle a él. Y te aseguro que él vivía sin mucho esfuerzo para
ser también un esclavo. Además, sabía que mis palabras llegaban a oídos del amo
que, al menos, no le desfavorecían. Bon, mon ami, no dirás
que te estoy contando nimiedades. Por esto podía haber perdido la vida, y mira,
aquí estoy, aunque no orgulloso de muchas cosas que hice. Y te advierto que
tampoco me sentí nunca responsable directo de las desgracias que acaecieron a
mi alrededor. No me juzgues duramente, aquel crío no se lo merece y este viejo
ya no puede hacer más daño. Tu amigo,
(2)
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Es tu
fular. ¡Cógelo, Taisuft!
I
Hay que ver lo que aprende el Dikembe para poder seguir viviendo. Imagino que será la esperanza de encontrar algo mejor, porque vivir por vivir de ese modo, tampoco lo entiendo mucho... Y tú, JC, parece que también lo "has vivido"... Abrazos
ResponderEliminarDikembe y cualquiera aprendería, ¿no? Uno no sabe porqué empatiza con este y no aquel... Y la imaginación, menos mal, no tiene límites como el Universo. Un abrazo, Ligia.
EliminarQué bueno lo de las marcas blancas!
ResponderEliminarSi, una vida bien triste, siempre al acecho de lo pueda venir.
En un sitio tan inhóspito, pero eso sí, le di una tablas que ya ya.
A disfrutar la semana, hasta el lunes J.C.
Tienes razón, ¿cual serán las marcas negras? ¿O cómo?
EliminarMás de uno las quisiéramos. Las tablas.
Gracias, Varinia, abrazos, JC.
Quise poner "le dio".
ResponderEliminarEsclavos. Muy cierto, recien nacido el nuevo siglo y sigue habiendo explotación de personas, peor aún de niños, a los que cortan de cuajo su niñez incluso la vida. Aquí viene a colación aquello que comentabamos sobre las minas. Sí, pura esclavitud. Y no la tenemos tan lejos, tan sólo escuchar las noticias. A veces la lucha por la supervivencia y la esperanza pueden dar sus frutos. Pobre Dikembe.
ResponderEliminarUn abrazo JC.
Gracias, Nita. Un abrazo, JC.
EliminarQue ingenioso el Dikembe... He de reconocer que a pasar de las miserias que pasa el pobre y la tristeza del relato, estoy enganchada JC.
ResponderEliminarBesitos
Me alegro, Amanada. Un beso, JC.
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