De cuando deduje que más vale
morir sobado que azotado o lapidado
omo bien sabes, yo soy de ningún sitio. De todos me han echado o me he tenido que largar, menos de tu casa. De igual modo, de todo me han llamado y con todo he tragado por seguir mi camino hacia donde mi intuición me dictaba. Mi razón, a veces, más parecía una sinrazón. ¿Sabes?, la dignidad es un delgado hilo que une cualquier necesidad con el precio de su consuelo. Si estiras, o bien se rompe, o bien esa “gran” dignidad se deshilacha y te quedas sin ella, como me pasó a mí en más de una ocasión. Ahora, forzado por estos recuerdos recorro mis correrías juveniles, cuando las necesidades eran pocas y la dignidad se recuperaba con un puñado de dátiles. El único hogar que recuerdo ya lo he olvidado. Ha quedado enterrado bajo una amalgama de palizas, insultos, hambres, caminatas y lágrimas que no consiguieron ahogar el sueño que despertó en mi Katuku. Anhelo que creció anónimo en mi interior hasta estar dispuesto a dejarme toda mi dignidad en su consecución. No desesperar era la única esperanza. Lo que es a su vez un inconveniente porque no puedes usarla para otra cosa. Ahora me río, según te escribo, pero en aquel entonces la sonrisa no asomaba a mis labios con tanta facilidad.
Hoy te contaré la historia de un viejo vicioso que también fue mi salvación. Que todo hay que decirlo. He de confesar que no estoy nada orgulloso de lo que consentí, salvo por el hecho de que seguí vivo después. Y he de advertirte que busques un momento adecuado para leer. No me gustaría que la repugnancia se llevara por delante un momento agradable. Pero, claro, hasta que no lo leas no entenderás la advertencia. Acaso, si dijera: “Las palabras que vas a leer a continuación pueden herir tu sensibilidad ”, me entenderías mejor. Eh bien, c'est ça, mon ami.
Aquel viejo del que te hablo solo pretendía tocarte, que durmieras junto a él bajo su ajada manta. Parecía necesitar cariño. Eso era, lo que al menos, percibía aquel muchacho que fui. Ser un pervertido rico es muy fácil, pero llevar tus perversiones a cabo sin medios es harto difícil. Y no disculpo ni a unos ni a otros. Más bien pierdo hasta la mínima misericordia. Por eso, por ser pobre, Abdalla prefería cederte a ti la cena y un pedazo de su estera a cenar él y dormir solo. A mí, no me molestaba que se arrimara ni que me tocara. Otros ya me habían hecho daño, pero aquel anciano se limitaba a palpar todo lo que de mi cuerpo estuviera a su mano. No me golpeaba, no me ataba ni me insultaba. Y, además, poder estar bajo techo en su cuchitril después del viaje por el desierto, se me hacía como estar en el cielo, lejos del hambre, la sed, el fuego que cae y el que sube y el frío nocturno. Juzgar desde la seguridad y la confortabilidad es muy peligroso, todo se distorsiona. Lo sé porque ahora lo hago yo sin cambiar de perspectiva y sin darme cuenta. A veces corrijo la mirada para que pueda ver la moralidad de los hechos más objetivamente y con más benevolencia de la habitual en mí. No supe que había llegado a esa petite village(1jc), pues poblado no se le podía llamar, hasta que me pareció extraño que en las dunas hubiera agujeros cuadrados y oscuros. También hay que apuntar que no llegué allí en condiciones normales. Llevaba tiempo sin comer ni beber y la lengua casi no me cabía en la boca. Las casas que no vi, ni de lejos, hasta toparme con un tugurio, eran del mismo color que la arena que pisaba y respiraba. Al reconocer una, reconocí a su vez que, por una vez, la suerte me había acompañado, porque vivo y acompañado parecía estar. Ahora cuando leo el pasaje en el que don Quijote nos regala sin querer otro refrán (Con la iglesia hemos dado, Sancho) me acuerdo de aquel momento que ahora revivo. En mi desesperada huida, con los víveres y el agua que me había facilitado Fahdag, me guiaba por el sol para no andar en círculos y acabar donde había empezado. Encontré un pozo casi seco. Dentro de él, escarbando conseguí saciar la sed y rellenar un poco el odre, que rellené como pude. Sorbía el oscuro líquido y lo escupía dentro. Tardé lo mío. Al final conseguí llenarlo de agua, arena y saliva. Si bien para una cena entre amigos no hubiera servido ni para lavar los platos, a mí me ayudaría a llegar a algún sitio. Como, por ejemplo, a aquel pueblucho disimulado en la arena. Salir del pozo me costó más que entrar y tantos raspones como sorbos había dado. Una vez fuera, con los pies, las rodillas y las manos en carne viva, supe que esa travesía no iba a acabar conmigo. Aquel día almorcé dos dátiles, y cuando no vi mi sombra bajo el sol, me eché cinco tragos de arena y agua. Sabía salada, pero era agua y arena al fin y al cabo. Por algo la arena es la reina del desierto, ¿no? Una reina que se alía con cualquiera, con el viento, con el agua, con el sol… Una vez hasta se alió conmigo para esconderme de una caravana. Seguro que era de tuaregs, a los que yo no quería ver ni en pintura. No quise correr riesgo alguno. Me pegué a la pendiente de una duna, justo la contraria a la que ellos divisaban. Esperé. Tiempo tenía, tanto como arena a mi alrededor. Y tampoco me espera nadie. No como ahora. ¿Sabes?, es una bendición que alguien espere una carta tuya, por ejemplo. Saber que vas a ser oído, tenido en cuenta. Saberte integrado en una sociedad que si bien no es la tuya, te acepta con unas condiciones que serían las mismas de darse la situación contraria. Y eso es justamente lo que no ocurre con esos jóvenes árabes que son manipulados por los terroristas, mal llamados yihadistas, porque la yihad, como recomienda el Corán, es una lucha interna y personal que todo musulmán debe tener consigo mismo para mejorar como tal. Esos jóvenes nacidos ya en Europa ven poco esfuerzo de sus gobiernos para no ser discriminados por tener simplemente un apellido árabe. Son ciudadanos de segunda sin una vida que vivir. Lejos de su lugar de origen e invisibles para el que ocupan. Y los terroristas islámicos les dan una razón para vivir y para morir. Ese es un fallo de vuestros sistemas. Ese es el origen de muchos atentados perpetrados por europeos contra europeos. Sin olvidar que también cometen barbaridades en países árabes, y con más víctimas. Ellos también lo son. Mientras no entendáis eso, no podréis empezar a solucionar el problema. Solamente con milicia, policía y diplomacia no bastará. Lo siento, ya sabes que soy muy dado a irme por las ramas. Los cultos lo llaman digresión. Volviendo al tiempo, siempre lo he tenido menos ahora. No hay tesoro que dure siempre. Nunca supe, ni me importó, y ahora menos, el tiempo que empleé en ese viaje. Acaso el menos ingrato de mi vida, aunque pueda no parecerlo. Después de unos cuantos días y de estar escondido, pegado a la tierra me di de bruces con un pequeño oasis. Una de los datos que implicaba el paso de una azalai(2jc) es que en su trayecto, al menos, hay un punto donde abastecerse de agua. Y,
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encima, tuve la suerte de que había palmeras. Para ti esto será fácil de imaginar, porque aquel petit Eden era tal como os lo describen en los libros de viajes y en las películas. También, aparte de los dátiles, me hice con unas raíces que no conocía. Las probaría con cuidado y me servirían para engañar a mi estómago si era preciso. Subir por el tronco de las palmeras fue otra prueba para mis dañados pies y mis desolladas manos. Pero si quería peces, tenía que mojarme el culo. Allí pasé tres noches, lavando y lamiendo mis heridas. No quise estar más tiempo por miedo a que apareciera otra caravana. He sabido que lo importante no es el lugar al que llegas, sino el camino que recorres hasta él, lo que ves, lo que oyes, con quien estás o te cruzas, lo que aprendes. Aunque sea a base de palos, como ha sido mi caso. Aquello que te sucede, en definitiva. Aquello que acontece mientras vives, no mientras estás. Es la diferencia entre ”he estado en”, y ”he viajado hasta”. Aunque es cierto que a mí no me sirve esa norma. Los viejos nos debemos hacer sedentarios por obligación. Y eso le pasaba a Abdalla, que anduvo huyendo toda su vida hasta que no tuvo otro remedio que pararse o no poder seguir. Por eso fui para él un regalo de Alá. Y con él pulí mis artes teatrales. Las pocas veces que nos cruzábamos con alguien, tenía que fingir que era su sobrino, y no un mirlo bajado del cielo. Yo le decía que eso no se lo iba a creer nadie, porque nadie confunde el chocolate con el café con leche. Él alegaba que de cabras negras nacían chivos blancos, y añadía: «Eso lo saben hasta los parias como tú, Dik». Así me llamaba por más que le decía que no lo hiciera. De todas formas, añadía, ningún vecino pondría en duda nuestra consangueinidad mientras no tengan que aumentar las raciones de agua y comida que la comunidad me suministra. Él, cuando pudo, le había entregado todo lo que tenía, si bien sus conciudadanos no sabían que él también sacaba provecho de su profesión de maestro, sobre todo de los niños más pequeños. Aquella aldeucha no había sido siempre así. Cuando Abdalla sirvió para algo, nacieron muchos niños y niñas, y alguien tenía que enseñarles a leer el Corán. Valiente maestro, pensé yo, pero no dije nada anadie, ni a él. Ande yo caliente y ríase la gente, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. De aquello desayunábamos la media ración mañanera. El comía a medio día y yo miraba, y en la cena cambiábamos los papeles. Nunca entendí ese reparto. Cuando se lo planteé, en más de una ocasión, me respondía siempre con la misma frase: «Hay que saber sufrir para saber disfrutar, Dik». «Y dale molino con Dik, que me llamo Dikembe». La verdad es que, en aquel momento, no entendí sus palabras, me tropezaba solalemte en lo que me molestaba. Después sí llegué a comprenderlas y no las he compartido hasta ahora. Un bebé nace inocente y no necesita sufrir para sonreír a su madre al reconocerla. Así de simple. ¿Por qué el goce siempre tiene que ir unido al sufrimiento? No es preciso sentir odio para sentir amor. Yo nunca he odiado a nadie y amo. A pocos, pero soy capaz de amar. Y no creo que ni Adama ni yo seamos ahora más o menos felices por haber sufrido antaño. Es más, yo no me siento feliz, como ya sabes, sino que ya no sufro. Por lo tanto, ahora que no sufro desgracias continuas, aquellas sufridas no ensalzan disfrute alguno. No sé lo que opinarás (este es un defecto de las cartas), pero a mí un dátil no me sabe mejor después de masticar una almendra amarga, en todo caso el regusto amargo amaina su dulzor. Pero aquel viejo estaba consumido por su degeneración. Había vivido, y seguía, esclavo de una pasión tan inconfesable en su mundo como en el tuyo. No mucho después de mi primera llamada a su puerta, y contento porque su cuerpo, azuzado por el mío le respondiera mejor que durante su soledad, quiso pasar a mayores. Pero como yo era un niño y quería seguir así, me negaba. Y no es que mi virilidad me guiara, sino que me veía como el perro que aguanta el peso de otro con dos de sus cuatro patas en la espalda. Todas las noches, bueno, miento, muchas noches llevado al cenit de su deseo por el roce de mi piel me lo proponía. Yo siempre, no casi siempre, sino siempre me negué, de puro miedo que sentía a eso, y a la sucedánea proposición que me proponía a continuación, que no era otra que jugar con su miembro. Me negaba por asco además de miedo, porque nunca le vi lavarse ni las manos. Así que imagínate como debía tener aquel juguete el muy guarro. Aunque yo, por decir la verdad, no estaba más limpio que él. La diferencia radicaba en que yo no quería que él me tocara. Aunque, si quería comer y beber, debía ceder en algo. Hombre, jugar como niño me gustaba, pero con mis amigos no con su rabo como dirías tú. A partir de mis negativas, me tenía que levantar hasta que le veía dormido. Entonces me metía debajo de la manta tiritando de frío. Y que eso, que a partir de mis negativas, empezaron mis problemas con Abdalla. Y lo hicieron el día que decidió no seguir el reparto instituido de las comidas. A la hora de cenar me dijo que en su covacha solo cenaba el que obedecía. Y ese era él a los ojos de Alá, porque «Dik» no salía a cumplir las obligaciones de la oración ni los viernes. Yo sabía que ese no era el motivo de mi desobediencia. Él sabía por mi confesión que yo era católico de nacimiento. Y, al acogerme en su cuchitril, no había puesto ninguna pega por ello hasta aquel momento. Me pasé una semana entera con el desayuno a medias. Durante el resto del día las veía venir, salvo el trago de agua que me daba a mediodía y los dos que me dejaba beber mientras se cenaba mi ya no consensuada cena. Un día llegó a decirme que solo tenía que decir a quien nos traía los alimentos que yo le había robado para que me azotaran, me lapidaran o me cortaran las manos. Por lo que me aconsejaba que fuera más obediente y menos arisco. Así me metió más miedo en el cuerpo, y menos mal que fue solo el miedo, y durante un corto tiempo. Pensé que si me cortaban las manos no podría jugar con ellas, y así se lo dije. Que si tenía alguna esperanza de que le obedeciera y cumpliera sus deseos, manco no le servía para nada. Esa noche, mientras me dormía con sus manos sobre mi cuerpo, recordé los latigazos que los tuaregs dieron a aquel muchacho sediento y no conseguí conciliar el sueño. Pero el miedo es un arma de doble filo para quien lo usa, porque nadie lo domina, igual que el fuego, que como lo dejes crecer sin control calcina todo sin atender más que a su propia naturaleza. Nuestra relación llegó a una situación insoportable. Yo sabía, y él también, que a la fuerza no conseguiría nada de mí. Y yo que por las buenas tampoco. Los dos sabíamos que yo tragaba por eso, por tragar, y que si me faltaban las medias raciones se acabarían las medias relaciones. Por otro lado, en aquel cuartucho en el que malvivíamos, por no decir que nos pudríamos, yo me sentía prisionero. Es curioso lo deprisa que el cielo se convierte en infierno con lo poco que comía. Solo salía de aquel estrecho averno para hacer mis necesidades, y por las circunstancias se puede entender que tales necesidades eran mínimas, aunque él también salía para que le vieran orar. Rara era la vez que no me pillaba una tormenta de arena. Cuando volvía lo hacía con la sensación de que éramos los únicos habitantes de aquel pueblo envuelto en tierra. Si no hubiera sido por aquella mujer con rostro de velo, que traía al viejo todas las viandas del día de un tirón, lo hubiera jurado sobre la Biblia o el Corán. Eso sí, puedo asegurar que, mientras estuve allí, no escuché voz femenina. Pero hete aquí que su desgracia fue mi salvación. Una noche que me negué a acostarme a la vez que él, noche que coincidió con la única que había dejado de canturrear los versos de un Corán, tan ajado y sucio como él, ya de madrugada sentí el mordisco del frío del desierto. Había dos abrigos que podían darme calor en aquel tabuco. Uno era la manta con la que se cubría el viejo y el otro su cuerpo. No tuve elección. Al ritmo que marcaba el castañeo de mis dientes me introduje como pude entre la sobada estera y la manta. Tuve que empujar aquel saco de huesos para hacerme un hueco. Se despertó y volvió a insistir sobre los juegos de manos. Y tuve que tragar. Le dije que sí. Noté un estremecimiento junto a mí y luego un silencio. No insistí más. Ni él tampoco. Me extrañé, pero me hice un ovillo, como si buscara una defensa a mi consentimiento. El calorcillo que sentí al principio se fue diluyendo. Me acerqué más al viejo y cuanto más me acercaba más frío sentía. Pero como él no intentaba nada me callé y fui robándole la manta poco a poco. Al final me dormí. Solía despertarme al notar cómo sus manos recorrían mi piel en busca de algo más, pero esa mañana debí dormir hasta tarde porque nadie estorbó mi sueño. Abrí los ojos y vi luz por la rendija inferior de la puerta. Miré el ventanuco y, a pesar de la mugre, también distinguí claridad en el exterior. Y esa vez quise despertarle yo. Le di una buena patada, pero no reaccionó. En ese momento supe que algo había pasado. Lo que no imaginaba era que había yacido con un muerto. El horror inicial que me hizo levantar como un resorte mudó en bienestar al pensar que Abdalla no me pondría más las manos encima. Por primera vez, dentro de aquel mechinal, me sentí libre. Todavía incrédulo, me acerqué con la manta arrollada al cuerpo y le sacudí. Confirmé que estaba más tieso que la mojama, tan muerto como su villorrio. La sangre que mandó su deseo a llenar cavidades que llevaban tiempo sien llenarse fue la que abandonó su corazón. Entonces me entró de nuevo pánico. Pero esta vez debido a lo que me podían colgar. Tenía que aclarar que yo no le había hecho nada. Envuelto en la manta me vi llamando a la primera puerta que encontré. Después de insistir abrieron la puerta. Solo distinguí en una esquina de aquella mazmorra una débil luz y una silueta que se movía. Alguien me había abierto, así que dije: «Se ha muerto». De la misma forma que yo no entendí lo que me dijeron, ellos tampoco debieron entenderme a mí. Cuando la figura se acercó, reconocí a quien llevaba la comida a Abdalla. Me hablaba en un tono que no me gustaba. Suavemente la prendí de la túnica, bajé la cabeza y me volví. Noté que me seguía. Era lo que pretendía. Se dejó hacer, pero, a mitad de camino, se debió arrepentir. Se soltó de mi débil presa y volvió a su cuchitril. Quedé desconcertado en medio de la nada hasta que vi volver a la anciana cargada con dos cuencos. Dejé que pasara y la seguí. Dejó en un rincón lo que traía. Al notar que su vecino seguía acostado en el suelo, se acercó y le sacudió por el hombro. Terminó por volverle y convencerse de que había pasado a mejor vida, siempre y cuando allí donde hubiera ido se encontrara con muchachos que se dejaran manosear, porque como fuera con las huríes que describe el Corán, iba de culo. La vecina me miró, se acercó, me arrancó la manta y cubrió el cuerpo inmóvil con ella. Después, cogió los cuencos que habíamos vaciado el día anterior y los que había traído y se fue. Pero antes me señaló un rincón y me hizo señas insistentes de que me agachara. Hasta que no me acuclillé no salió por la puerta. Abrazado a mis desnudas piernas comencé de nuevo a tiritar. Ni corto ni perezoso, me levanté, miré hacia el exterior por la puerta y tiré la manta al rincón, después eché de la estera al muerto y tal como cayó le tapé con ella. Volví a mi rincón, me abrigué y pensé que él no necesitaba tanto la manta como yo. Pero eso no lo pensaron quienes después me azotaron. Supongo que me lo gané por eso, porque si hubieran pensado que yo había matado a su vecino, en vez de lloverme latigazos, me hubieran llovido piedras hasta mandarme con Abdalla. Después de las exequias durante las que me dejaron en paz lamiéndome las heridas, que por otra parte sería lo única que ingiriera, me llevaron bajo un palio que sujetaban unos maderos trabajados y unas cuerdas.
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Allí estaban sentados varios hombres, ancianos e incluso niños. Mientras, otros vecinos, todos hombres, según llegaban se quedaban fuera del baldaquino, de pie, frente a ellos y a mi espalda. La última vez que me volví no eran muchos. Alguien me dio un cachete y no necesitó explicarme el motivo. No miré más veces hacia atrás. Ya es bien sabido el gusto de esas gentes por platicar a la vista de todos, pero nunca imaginé que alguien pudiera tener tanta verborrea. Yo, por aquel entonces, no entendía el árabe, así que la perorata se me hizo interminable. Claro, que acaso era yo un vanidoso y no hablaban de mí, sino del finado. Con sus miserias tenían para varias mañanas, porque si hablaban de sus virtudes hubieran acabado enseguida. El caso es que, después de que el sol empezara a bajar, habíamos empezado cuando subía, me llevaron a la casa del muerto y allí me dejaron con un plato de comida, un cuenco de agua, la manta del viejo y su recuerdo. La comida la devoré, pero el agua me la racioné. A pesar de todo, y quizá por el síndrome de Estocolmo, eché de menos a Abdalla. Pero al llegar la noche, me alegré de estar solo. Me di cuenta de que iba a ser la primera noche que iba a dormir tranquilo en aquel tugurio. Y así, concilié el sueño sereno y hasta que la vecina no me sacudió, no dejé ese lugar íntimo y mágico donde Mayifa, con mi cabeza en su regazo y acariciándome los rizos, me contaba historias de esas que no eran verdad pero que podían haber ocurrido, como decía tu suegro. Éstas si son caricias, dije en voz alta, y la anciana me hizo señas de que la siguiera. Aquella gente era pobre hasta en palabras. La seguí y acabé otra vez bajo aquel techado de telas y pieles donde había aguantado el coloquio sin entender ni jota el día anterior. La nueva situación se diferenciaba en dos puntos. No había espectadores y un hombre mayor, pero no viejo, parecía el invitado de los ancianos de la aldea. También observé que, un poco más retirado, dos camellos, uno atado a otro, uno con silla y otro cargado hasta las cejas, descansaban sobre sus tripas y a la sombra. Esta vez, el cónclave no duró mucho. Tras levantarse y hacerme un reconocimiento físico, aquel desconocido me miró los dientes y me dio un par de empujones que yo intenté aguantar sin mover los pies. Se volvió de espaldas y algo dijo para que el resto se levantara y se saludaran entre sí. Después, con su mano en mi hombro me preguntó algo que no entendí. Y tras una pausa volvió a preguntarme a lo que respondí con un “oui monsieur”. «Así que hablas francés, ¿eh? Bien, sígueme. ¿Cómo te llamas?». Se lo dije y me contestó con su nombre: «Yo, Wahid Okoye». Así es como encontré un nuevo amo o lo que llegara a ser aquel buhonero. Según nos acercábamos a las bestias, pensé que tenía alguna posibilidad de no ser de nuevo un caminante más del desierto. Pero estaba claro que no. «Poco me han dado esos ancianos por alimentarte, Dikembe. Una manta raída que huele a rayos y una estera con el mismo tufo. Así que deberás ganarte lo poco que vas a comer». Se me viene ahora a la cabeza, ya ves tú, eso de salir de Málaga para meterse en Malagón, pero no me extraña. En aquellos momentos torcí el morro y me dispuse de nuevo a no ver más que arena y el culo de un camello, que aún hoy podría dibujarte con los ojos cerrados, animal al que incluso ahora extraño. Ya sabrás el motivo. Durante el camino llegué a pensar que había mejorado en trato y manutención, aunque había vuelto a perder mi libertad. Aquel hombre, que me hacía a mí pigmeo, no repartió su ración y, aunque la que me tocó se quedaba en escasa, me fue suficiente. El queso de cabra, terminaría por gustarme. Sí o sí, no me quedaba otro remedio. Además, por las noches dormía solo, sobre la estera y bajo la manta de un muerto, pero solo. No empezábamos mal, a ver cómo acabábamos, porque venía de una experiencia de caridad mal entendida y peor ejercida. Cosa extraña entre aquellas gentes del desierto. Para que veas que los tópicos no son patrimonio de los íberos. Como verás no contemplo el punto y aparte mucho. Todo me sale a borbotones(3jc). Espero que disculpes y entiendas mi letra. En nuestra primera noche bajo las estrellas, después de un tiempo, no extrañé nada. Bueno, miento, lo que quiero decir es lo contrario, que, si bien la estera y la manta no pude extrañarlas porque eran las mismas que compartía con Abdalla, sus manoseos se habían terminado para siempre y también para mi tranquilidad. Bon, entre la paliza de la caminata, a la que ya no estaba acostumbrado, la tripa menos vacía y la ausencia del pulpo, aquella noche dormí a pierna suelta. Me despertó de una patada aquel gigantón para que recogiera el pequeño campamento, si bien antes desayunamos, sobre todo él. Si aquel hombretón seguía comiendo como le había visto hacer hasta aquella mañana, tendríamos que repostar mantenimientos cada dos días. Mientras recogía los pocos pertrechos me dio por pensar que Wahid se había hecho conmigo para devorarme, y me dio por reír. La pregunta del ogro imaginado no se hizo esperar: «¿De qué ríes, Dikembe?». Al menos, este me llamaba por mi nombre y no me insultaba. Le contesté con una mentira sobre Mayifa. Todavía me escondía detrás de ella y esta vez sonreí con cariño. «Muy risueño te veo, ya veremos…». Esos puntos suspensivos que usaba para referirse a mi futuro, me hicieron cambiar el gesto. Los interpreté como amenazas del tipo “ya verás la que te espera”. Pero bueno, intuí que ese día no iba a ser peor que el anterior, que ya era bastante. Y quizá podría poner en práctica el abordaje al camello, porque en la travesía de la tarde anterior mi señor no se había dignado a mirar ni una vez hacia atrás. No lo tenía difícil porque el camello elegido no sería el que Wahid montaba, sino el que portaba la mercadería para el trueque y la venta. ¿O acaso aquellos bultos eran más comida? Reí de nuevo y, para confirmar lo que ya sabía, toqué la carga del camello. No, aquello que palpaba bajo las pieles no eran alimentos. Y el caso, por lo que yo había entendido, es que no íbamos de ida, sino de vuelta. Por eso iba tan contento el que me daba la espalda y los que me daban el culo. Y aproveché para colgarme del segundo y tomar aliento. La cadencia de este animal aunque pausada no es lenta. Pueden mantener una velocidad de 16 km . por hora durante una larga jornada por el desierto. Pero, lo cierto es que el buhonero, a pesar de su deseo de llegar cuanto antes allí donde fuere, retenía un poco su cabalgadura. No dirás que no estás aprendiendo cosas curiosas, ¿eh? Aunque no te servirán de mucho. Dirás que los camellos no están presentes en tu mundo, ¿verdad? En fin, que aquel buen camello ni protestó ni me soltó ninguna coz. Incluso puedo adelantarte que llegaríamos a ser grandes amigos, aunque eso forme parte de futuras cartas y de mi pasado, como leerás más adelante, si es que tu ausencia se dilata. ¿Qué haremos si tienes que volver antes de que acabe con esta biografía? ¿Me dedicarás el tiempo suficiente para poder acabar de contártela o volveremos a la rutina de tus visitas de media hora en las que arreglamos el mundo como todo buen ciudadano y vasallo? Bueno, por hoy ya va siendo suficiente. Solo añadir que llegamos al pueblo del buhonero donde me llamó la atención un artilugio que se elevaba en medio de la explanada que hacía las veces de plaza mayor y del que te hablaré en la siguiente.
De cuando deduje que más vale
morir sobado que azotado o lapidado
omo bien sabes, yo soy de ningún sitio. De todos me han echado o me he tenido que largar, menos de tu casa. De igual modo, de todo me han llamado y con todo he tragado por seguir mi camino hacia donde mi intuición me dictaba. Mi razón, a veces, más parecía una sinrazón. ¿Sabes?, la dignidad es un delgado hilo que une cualquier necesidad con el precio de su consuelo. Si estiras, o bien se rompe, o bien esa “gran” dignidad se deshilacha y te quedas sin ella, como me pasó a mí en más de una ocasión. Ahora, forzado por estos recuerdos recorro mis correrías juveniles, cuando las necesidades eran pocas y la dignidad se recuperaba con un puñado de dátiles. El único hogar que recuerdo ya lo he olvidado. Ha quedado enterrado bajo una amalgama de palizas, insultos, hambres, caminatas y lágrimas que no consiguieron ahogar el sueño que despertó en mi Katuku. Anhelo que creció anónimo en mi interior hasta estar dispuesto a dejarme toda mi dignidad en su consecución. No desesperar era la única esperanza. Lo que es a su vez un inconveniente porque no puedes usarla para otra cosa. Ahora me río, según te escribo, pero en aquel entonces la sonrisa no asomaba a mis labios con tanta facilidad.
Hoy te contaré la historia de un viejo vicioso que también fue mi salvación. Que todo hay que decirlo. He de confesar que no estoy nada orgulloso de lo que consentí, salvo por el hecho de que seguí vivo después. Y he de advertirte que busques un momento adecuado para leer. No me gustaría que la repugnancia se llevara por delante un momento agradable. Pero, claro, hasta que no lo leas no entenderás la advertencia. Acaso, si dijera: “Las palabras que vas a leer a continuación pueden herir tu sensibilidad ”, me entenderías mejor. Eh bien, c'est ça, mon ami.
Aquel viejo del que te hablo solo pretendía tocarte, que durmieras junto a él bajo su ajada manta. Parecía necesitar cariño. Eso era, lo que al menos, percibía aquel muchacho que fui. Ser un pervertido rico es muy fácil, pero llevar tus perversiones a cabo sin medios es harto difícil. Y no disculpo ni a unos ni a otros. Más bien pierdo hasta la mínima misericordia. Por eso, por ser pobre, Abdalla prefería cederte a ti la cena y un pedazo de su estera a cenar él y dormir solo. A mí, no me molestaba que se arrimara ni que me tocara. Otros ya me habían hecho daño, pero aquel anciano se limitaba a palpar todo lo que de mi cuerpo estuviera a su mano. No me golpeaba, no me ataba ni me insultaba. Y, además, poder estar bajo techo en su cuchitril después del viaje por el desierto, se me hacía como estar en el cielo, lejos del hambre, la sed, el fuego que cae y el que sube y el frío nocturno. Juzgar desde la seguridad y la confortabilidad es muy peligroso, todo se distorsiona. Lo sé porque ahora lo hago yo sin cambiar de perspectiva y sin darme cuenta. A veces corrijo la mirada para que pueda ver la moralidad de los hechos más objetivamente y con más benevolencia de la habitual en mí. No supe que había llegado a esa petite village(1jc), pues poblado no se le podía llamar, hasta que me pareció extraño que en las dunas hubiera agujeros cuadrados y oscuros. También hay que apuntar que no llegué allí en condiciones normales. Llevaba tiempo sin comer ni beber y la lengua casi no me cabía en la boca. Las casas que no vi, ni de lejos, hasta toparme con un tugurio, eran del mismo color que la arena que pisaba y respiraba. Al reconocer una, reconocí a su vez que, por una vez, la suerte me había acompañado, porque vivo y acompañado parecía estar. Ahora cuando leo el pasaje en el que don Quijote nos regala sin querer otro refrán (Con la iglesia hemos dado, Sancho) me acuerdo de aquel momento que ahora revivo. En mi desesperada huida, con los víveres y el agua que me había facilitado Fahdag, me guiaba por el sol para no andar en círculos y acabar donde había empezado. Encontré un pozo casi seco. Dentro de él, escarbando conseguí saciar la sed y rellenar un poco el odre, que rellené como pude. Sorbía el oscuro líquido y lo escupía dentro. Tardé lo mío. Al final conseguí llenarlo de agua, arena y saliva. Si bien para una cena entre amigos no hubiera servido ni para lavar los platos, a mí me ayudaría a llegar a algún sitio. Como, por ejemplo, a aquel pueblucho disimulado en la arena. Salir del pozo me costó más que entrar y tantos raspones como sorbos había dado. Una vez fuera, con los pies, las rodillas y las manos en carne viva, supe que esa travesía no iba a acabar conmigo. Aquel día almorcé dos dátiles, y cuando no vi mi sombra bajo el sol, me eché cinco tragos de arena y agua. Sabía salada, pero era agua y arena al fin y al cabo. Por algo la arena es la reina del desierto, ¿no? Una reina que se alía con cualquiera, con el viento, con el agua, con el sol… Una vez hasta se alió conmigo para esconderme de una caravana. Seguro que era de tuaregs, a los que yo no quería ver ni en pintura. No quise correr riesgo alguno. Me pegué a la pendiente de una duna, justo la contraria a la que ellos divisaban. Esperé. Tiempo tenía, tanto como arena a mi alrededor. Y tampoco me espera nadie. No como ahora. ¿Sabes?, es una bendición que alguien espere una carta tuya, por ejemplo. Saber que vas a ser oído, tenido en cuenta. Saberte integrado en una sociedad que si bien no es la tuya, te acepta con unas condiciones que serían las mismas de darse la situación contraria. Y eso es justamente lo que no ocurre con esos jóvenes árabes que son manipulados por los terroristas, mal llamados yihadistas, porque la yihad, como recomienda el Corán, es una lucha interna y personal que todo musulmán debe tener consigo mismo para mejorar como tal. Esos jóvenes nacidos ya en Europa ven poco esfuerzo de sus gobiernos para no ser discriminados por tener simplemente un apellido árabe. Son ciudadanos de segunda sin una vida que vivir. Lejos de su lugar de origen e invisibles para el que ocupan. Y los terroristas islámicos les dan una razón para vivir y para morir. Ese es un fallo de vuestros sistemas. Ese es el origen de muchos atentados perpetrados por europeos contra europeos. Sin olvidar que también cometen barbaridades en países árabes, y con más víctimas. Ellos también lo son. Mientras no entendáis eso, no podréis empezar a solucionar el problema. Solamente con milicia, policía y diplomacia no bastará. Lo siento, ya sabes que soy muy dado a irme por las ramas. Los cultos lo llaman digresión. Volviendo al tiempo, siempre lo he tenido menos ahora. No hay tesoro que dure siempre. Nunca supe, ni me importó, y ahora menos, el tiempo que empleé en ese viaje. Acaso el menos ingrato de mi vida, aunque pueda no parecerlo. Después de unos cuantos días y de estar escondido, pegado a la tierra me di de bruces con un pequeño oasis. Una de los datos que implicaba el paso de una azalai(2jc) es que en su trayecto, al menos, hay un punto donde abastecerse de agua. Y,
encima, tuve la suerte de que había palmeras. Para ti esto será fácil de imaginar, porque aquel petit Eden era tal como os lo describen en los libros de viajes y en las películas. También, aparte de los dátiles, me hice con unas raíces que no conocía. Las probaría con cuidado y me servirían para engañar a mi estómago si era preciso. Subir por el tronco de las palmeras fue otra prueba para mis dañados pies y mis desolladas manos. Pero si quería peces, tenía que mojarme el culo. Allí pasé tres noches, lavando y lamiendo mis heridas. No quise estar más tiempo por miedo a que apareciera otra caravana. He sabido que lo importante no es el lugar al que llegas, sino el camino que recorres hasta él, lo que ves, lo que oyes, con quien estás o te cruzas, lo que aprendes. Aunque sea a base de palos, como ha sido mi caso. Aquello que te sucede, en definitiva. Aquello que acontece mientras vives, no mientras estás. Es la diferencia entre ”he estado en”, y ”he viajado hasta”. Aunque es cierto que a mí no me sirve esa norma. Los viejos nos debemos hacer sedentarios por obligación. Y eso le pasaba a Abdalla, que anduvo huyendo toda su vida hasta que no tuvo otro remedio que pararse o no poder seguir. Por eso fui para él un regalo de Alá. Y con él pulí mis artes teatrales. Las pocas veces que nos cruzábamos con alguien, tenía que fingir que era su sobrino, y no un mirlo bajado del cielo. Yo le decía que eso no se lo iba a creer nadie, porque nadie confunde el chocolate con el café con leche. Él alegaba que de cabras negras nacían chivos blancos, y añadía: «Eso lo saben hasta los parias como tú, Dik». Así me llamaba por más que le decía que no lo hiciera. De todas formas, añadía, ningún vecino pondría en duda nuestra consangueinidad mientras no tengan que aumentar las raciones de agua y comida que la comunidad me suministra. Él, cuando pudo, le había entregado todo lo que tenía, si bien sus conciudadanos no sabían que él también sacaba provecho de su profesión de maestro, sobre todo de los niños más pequeños. Aquella aldeucha no había sido siempre así. Cuando Abdalla sirvió para algo, nacieron muchos niños y niñas, y alguien tenía que enseñarles a leer el Corán. Valiente maestro, pensé yo, pero no dije nada anadie, ni a él. Ande yo caliente y ríase la gente, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. De aquello desayunábamos la media ración mañanera. El comía a medio día y yo miraba, y en la cena cambiábamos los papeles. Nunca entendí ese reparto. Cuando se lo planteé, en más de una ocasión, me respondía siempre con la misma frase: «Hay que saber sufrir para saber disfrutar, Dik». «Y dale molino con Dik, que me llamo Dikembe». La verdad es que, en aquel momento, no entendí sus palabras, me tropezaba solalemte en lo que me molestaba. Después sí llegué a comprenderlas y no las he compartido hasta ahora. Un bebé nace inocente y no necesita sufrir para sonreír a su madre al reconocerla. Así de simple. ¿Por qué el goce siempre tiene que ir unido al sufrimiento? No es preciso sentir odio para sentir amor. Yo nunca he odiado a nadie y amo. A pocos, pero soy capaz de amar. Y no creo que ni Adama ni yo seamos ahora más o menos felices por haber sufrido antaño. Es más, yo no me siento feliz, como ya sabes, sino que ya no sufro. Por lo tanto, ahora que no sufro desgracias continuas, aquellas sufridas no ensalzan disfrute alguno. No sé lo que opinarás (este es un defecto de las cartas), pero a mí un dátil no me sabe mejor después de masticar una almendra amarga, en todo caso el regusto amargo amaina su dulzor. Pero aquel viejo estaba consumido por su degeneración. Había vivido, y seguía, esclavo de una pasión tan inconfesable en su mundo como en el tuyo. No mucho después de mi primera llamada a su puerta, y contento porque su cuerpo, azuzado por el mío le respondiera mejor que durante su soledad, quiso pasar a mayores. Pero como yo era un niño y quería seguir así, me negaba. Y no es que mi virilidad me guiara, sino que me veía como el perro que aguanta el peso de otro con dos de sus cuatro patas en la espalda. Todas las noches, bueno, miento, muchas noches llevado al cenit de su deseo por el roce de mi piel me lo proponía. Yo siempre, no casi siempre, sino siempre me negué, de puro miedo que sentía a eso, y a la sucedánea proposición que me proponía a continuación, que no era otra que jugar con su miembro. Me negaba por asco además de miedo, porque nunca le vi lavarse ni las manos. Así que imagínate como debía tener aquel juguete el muy guarro. Aunque yo, por decir la verdad, no estaba más limpio que él. La diferencia radicaba en que yo no quería que él me tocara. Aunque, si quería comer y beber, debía ceder en algo. Hombre, jugar como niño me gustaba, pero con mis amigos no con su rabo como dirías tú. A partir de mis negativas, me tenía que levantar hasta que le veía dormido. Entonces me metía debajo de la manta tiritando de frío. Y que eso, que a partir de mis negativas, empezaron mis problemas con Abdalla. Y lo hicieron el día que decidió no seguir el reparto instituido de las comidas. A la hora de cenar me dijo que en su covacha solo cenaba el que obedecía. Y ese era él a los ojos de Alá, porque «Dik» no salía a cumplir las obligaciones de la oración ni los viernes. Yo sabía que ese no era el motivo de mi desobediencia. Él sabía por mi confesión que yo era católico de nacimiento. Y, al acogerme en su cuchitril, no había puesto ninguna pega por ello hasta aquel momento. Me pasé una semana entera con el desayuno a medias. Durante el resto del día las veía venir, salvo el trago de agua que me daba a mediodía y los dos que me dejaba beber mientras se cenaba mi ya no consensuada cena. Un día llegó a decirme que solo tenía que decir a quien nos traía los alimentos que yo le había robado para que me azotaran, me lapidaran o me cortaran las manos. Por lo que me aconsejaba que fuera más obediente y menos arisco. Así me metió más miedo en el cuerpo, y menos mal que fue solo el miedo, y durante un corto tiempo. Pensé que si me cortaban las manos no podría jugar con ellas, y así se lo dije. Que si tenía alguna esperanza de que le obedeciera y cumpliera sus deseos, manco no le servía para nada. Esa noche, mientras me dormía con sus manos sobre mi cuerpo, recordé los latigazos que los tuaregs dieron a aquel muchacho sediento y no conseguí conciliar el sueño. Pero el miedo es un arma de doble filo para quien lo usa, porque nadie lo domina, igual que el fuego, que como lo dejes crecer sin control calcina todo sin atender más que a su propia naturaleza. Nuestra relación llegó a una situación insoportable. Yo sabía, y él también, que a la fuerza no conseguiría nada de mí. Y yo que por las buenas tampoco. Los dos sabíamos que yo tragaba por eso, por tragar, y que si me faltaban las medias raciones se acabarían las medias relaciones. Por otro lado, en aquel cuartucho en el que malvivíamos, por no decir que nos pudríamos, yo me sentía prisionero. Es curioso lo deprisa que el cielo se convierte en infierno con lo poco que comía. Solo salía de aquel estrecho averno para hacer mis necesidades, y por las circunstancias se puede entender que tales necesidades eran mínimas, aunque él también salía para que le vieran orar. Rara era la vez que no me pillaba una tormenta de arena. Cuando volvía lo hacía con la sensación de que éramos los únicos habitantes de aquel pueblo envuelto en tierra. Si no hubiera sido por aquella mujer con rostro de velo, que traía al viejo todas las viandas del día de un tirón, lo hubiera jurado sobre la Biblia o el Corán. Eso sí, puedo asegurar que, mientras estuve allí, no escuché voz femenina. Pero hete aquí que su desgracia fue mi salvación. Una noche que me negué a acostarme a la vez que él, noche que coincidió con la única que había dejado de canturrear los versos de un Corán, tan ajado y sucio como él, ya de madrugada sentí el mordisco del frío del desierto. Había dos abrigos que podían darme calor en aquel tabuco. Uno era la manta con la que se cubría el viejo y el otro su cuerpo. No tuve elección. Al ritmo que marcaba el castañeo de mis dientes me introduje como pude entre la sobada estera y la manta. Tuve que empujar aquel saco de huesos para hacerme un hueco. Se despertó y volvió a insistir sobre los juegos de manos. Y tuve que tragar. Le dije que sí. Noté un estremecimiento junto a mí y luego un silencio. No insistí más. Ni él tampoco. Me extrañé, pero me hice un ovillo, como si buscara una defensa a mi consentimiento. El calorcillo que sentí al principio se fue diluyendo. Me acerqué más al viejo y cuanto más me acercaba más frío sentía. Pero como él no intentaba nada me callé y fui robándole la manta poco a poco. Al final me dormí. Solía despertarme al notar cómo sus manos recorrían mi piel en busca de algo más, pero esa mañana debí dormir hasta tarde porque nadie estorbó mi sueño. Abrí los ojos y vi luz por la rendija inferior de la puerta. Miré el ventanuco y, a pesar de la mugre, también distinguí claridad en el exterior. Y esa vez quise despertarle yo. Le di una buena patada, pero no reaccionó. En ese momento supe que algo había pasado. Lo que no imaginaba era que había yacido con un muerto. El horror inicial que me hizo levantar como un resorte mudó en bienestar al pensar que Abdalla no me pondría más las manos encima. Por primera vez, dentro de aquel mechinal, me sentí libre. Todavía incrédulo, me acerqué con la manta arrollada al cuerpo y le sacudí. Confirmé que estaba más tieso que la mojama, tan muerto como su villorrio. La sangre que mandó su deseo a llenar cavidades que llevaban tiempo sien llenarse fue la que abandonó su corazón. Entonces me entró de nuevo pánico. Pero esta vez debido a lo que me podían colgar. Tenía que aclarar que yo no le había hecho nada. Envuelto en la manta me vi llamando a la primera puerta que encontré. Después de insistir abrieron la puerta. Solo distinguí en una esquina de aquella mazmorra una débil luz y una silueta que se movía. Alguien me había abierto, así que dije: «Se ha muerto». De la misma forma que yo no entendí lo que me dijeron, ellos tampoco debieron entenderme a mí. Cuando la figura se acercó, reconocí a quien llevaba la comida a Abdalla. Me hablaba en un tono que no me gustaba. Suavemente la prendí de la túnica, bajé la cabeza y me volví. Noté que me seguía. Era lo que pretendía. Se dejó hacer, pero, a mitad de camino, se debió arrepentir. Se soltó de mi débil presa y volvió a su cuchitril. Quedé desconcertado en medio de la nada hasta que vi volver a la anciana cargada con dos cuencos. Dejé que pasara y la seguí. Dejó en un rincón lo que traía. Al notar que su vecino seguía acostado en el suelo, se acercó y le sacudió por el hombro. Terminó por volverle y convencerse de que había pasado a mejor vida, siempre y cuando allí donde hubiera ido se encontrara con muchachos que se dejaran manosear, porque como fuera con las huríes que describe el Corán, iba de culo. La vecina me miró, se acercó, me arrancó la manta y cubrió el cuerpo inmóvil con ella. Después, cogió los cuencos que habíamos vaciado el día anterior y los que había traído y se fue. Pero antes me señaló un rincón y me hizo señas insistentes de que me agachara. Hasta que no me acuclillé no salió por la puerta. Abrazado a mis desnudas piernas comencé de nuevo a tiritar. Ni corto ni perezoso, me levanté, miré hacia el exterior por la puerta y tiré la manta al rincón, después eché de la estera al muerto y tal como cayó le tapé con ella. Volví a mi rincón, me abrigué y pensé que él no necesitaba tanto la manta como yo. Pero eso no lo pensaron quienes después me azotaron. Supongo que me lo gané por eso, porque si hubieran pensado que yo había matado a su vecino, en vez de lloverme latigazos, me hubieran llovido piedras hasta mandarme con Abdalla. Después de las exequias durante las que me dejaron en paz lamiéndome las heridas, que por otra parte sería lo única que ingiriera, me llevaron bajo un palio que sujetaban unos maderos trabajados y unas cuerdas.
Allí estaban sentados varios hombres, ancianos e incluso niños. Mientras, otros vecinos, todos hombres, según llegaban se quedaban fuera del baldaquino, de pie, frente a ellos y a mi espalda. La última vez que me volví no eran muchos. Alguien me dio un cachete y no necesitó explicarme el motivo. No miré más veces hacia atrás. Ya es bien sabido el gusto de esas gentes por platicar a la vista de todos, pero nunca imaginé que alguien pudiera tener tanta verborrea. Yo, por aquel entonces, no entendía el árabe, así que la perorata se me hizo interminable. Claro, que acaso era yo un vanidoso y no hablaban de mí, sino del finado. Con sus miserias tenían para varias mañanas, porque si hablaban de sus virtudes hubieran acabado enseguida. El caso es que, después de que el sol empezara a bajar, habíamos empezado cuando subía, me llevaron a la casa del muerto y allí me dejaron con un plato de comida, un cuenco de agua, la manta del viejo y su recuerdo. La comida la devoré, pero el agua me la racioné. A pesar de todo, y quizá por el síndrome de Estocolmo, eché de menos a Abdalla. Pero al llegar la noche, me alegré de estar solo. Me di cuenta de que iba a ser la primera noche que iba a dormir tranquilo en aquel tugurio. Y así, concilié el sueño sereno y hasta que la vecina no me sacudió, no dejé ese lugar íntimo y mágico donde Mayifa, con mi cabeza en su regazo y acariciándome los rizos, me contaba historias de esas que no eran verdad pero que podían haber ocurrido, como decía tu suegro. Éstas si son caricias, dije en voz alta, y la anciana me hizo señas de que la siguiera. Aquella gente era pobre hasta en palabras. La seguí y acabé otra vez bajo aquel techado de telas y pieles donde había aguantado el coloquio sin entender ni jota el día anterior. La nueva situación se diferenciaba en dos puntos. No había espectadores y un hombre mayor, pero no viejo, parecía el invitado de los ancianos de la aldea. También observé que, un poco más retirado, dos camellos, uno atado a otro, uno con silla y otro cargado hasta las cejas, descansaban sobre sus tripas y a la sombra. Esta vez, el cónclave no duró mucho. Tras levantarse y hacerme un reconocimiento físico, aquel desconocido me miró los dientes y me dio un par de empujones que yo intenté aguantar sin mover los pies. Se volvió de espaldas y algo dijo para que el resto se levantara y se saludaran entre sí. Después, con su mano en mi hombro me preguntó algo que no entendí. Y tras una pausa volvió a preguntarme a lo que respondí con un “oui monsieur”. «Así que hablas francés, ¿eh? Bien, sígueme. ¿Cómo te llamas?». Se lo dije y me contestó con su nombre: «Yo, Wahid Okoye». Así es como encontré un nuevo amo o lo que llegara a ser aquel buhonero. Según nos acercábamos a las bestias, pensé que tenía alguna posibilidad de no ser de nuevo un caminante más del desierto. Pero estaba claro que no. «Poco me han dado esos ancianos por alimentarte, Dikembe. Una manta raída que huele a rayos y una estera con el mismo tufo. Así que deberás ganarte lo poco que vas a comer». Se me viene ahora a la cabeza, ya ves tú, eso de salir de Málaga para meterse en Malagón, pero no me extraña. En aquellos momentos torcí el morro y me dispuse de nuevo a no ver más que arena y el culo de un camello, que aún hoy podría dibujarte con los ojos cerrados, animal al que incluso ahora extraño. Ya sabrás el motivo. Durante el camino llegué a pensar que había mejorado en trato y manutención, aunque había vuelto a perder mi libertad. Aquel hombre, que me hacía a mí pigmeo, no repartió su ración y, aunque la que me tocó se quedaba en escasa, me fue suficiente. El queso de cabra, terminaría por gustarme. Sí o sí, no me quedaba otro remedio. Además, por las noches dormía solo, sobre la estera y bajo la manta de un muerto, pero solo. No empezábamos mal, a ver cómo acabábamos, porque venía de una experiencia de caridad mal entendida y peor ejercida. Cosa extraña entre aquellas gentes del desierto. Para que veas que los tópicos no son patrimonio de los íberos. Como verás no contemplo el punto y aparte mucho. Todo me sale a borbotones(3jc). Espero que disculpes y entiendas mi letra. En nuestra primera noche bajo las estrellas, después de un tiempo, no extrañé nada. Bueno, miento, lo que quiero decir es lo contrario, que, si bien la estera y la manta no pude extrañarlas porque eran las mismas que compartía con Abdalla, sus manoseos se habían terminado para siempre y también para mi tranquilidad. Bon, entre la paliza de la caminata, a la que ya no estaba acostumbrado, la tripa menos vacía y la ausencia del pulpo, aquella noche dormí a pierna suelta. Me despertó de una patada aquel gigantón para que recogiera el pequeño campamento, si bien antes desayunamos, sobre todo él. Si aquel hombretón seguía comiendo como le había visto hacer hasta aquella mañana, tendríamos que repostar mantenimientos cada dos días. Mientras recogía los pocos pertrechos me dio por pensar que Wahid se había hecho conmigo para devorarme, y me dio por reír. La pregunta del ogro imaginado no se hizo esperar: «¿De qué ríes, Dikembe?». Al menos, este me llamaba por mi nombre y no me insultaba. Le contesté con una mentira sobre Mayifa. Todavía me escondía detrás de ella y esta vez sonreí con cariño. «Muy risueño te veo, ya veremos…». Esos puntos suspensivos que usaba para referirse a mi futuro, me hicieron cambiar el gesto. Los interpreté como amenazas del tipo “ya verás la que te espera”. Pero bueno, intuí que ese día no iba a ser peor que el anterior, que ya era bastante. Y quizá podría poner en práctica el abordaje al camello, porque en la travesía de la tarde anterior mi señor no se había dignado a mirar ni una vez hacia atrás. No lo tenía difícil porque el camello elegido no sería el que Wahid montaba, sino el que portaba la mercadería para el trueque y la venta. ¿O acaso aquellos bultos eran más comida? Reí de nuevo y, para confirmar lo que ya sabía, toqué la carga del camello. No, aquello que palpaba bajo las pieles no eran alimentos. Y el caso, por lo que yo había entendido, es que no íbamos de ida, sino de vuelta. Por eso iba tan contento el que me daba la espalda y los que me daban el culo. Y aproveché para colgarme del segundo y tomar aliento. La cadencia de este animal aunque pausada no es lenta. Pueden mantener una velocidad de 16 km . por hora durante una larga jornada por el desierto. Pero, lo cierto es que el buhonero, a pesar de su deseo de llegar cuanto antes allí donde fuere, retenía un poco su cabalgadura. No dirás que no estás aprendiendo cosas curiosas, ¿eh? Aunque no te servirán de mucho. Dirás que los camellos no están presentes en tu mundo, ¿verdad? En fin, que aquel buen camello ni protestó ni me soltó ninguna coz. Incluso puedo adelantarte que llegaríamos a ser grandes amigos, aunque eso forme parte de futuras cartas y de mi pasado, como leerás más adelante, si es que tu ausencia se dilata. ¿Qué haremos si tienes que volver antes de que acabe con esta biografía? ¿Me dedicarás el tiempo suficiente para poder acabar de contártela o volveremos a la rutina de tus visitas de media hora en las que arreglamos el mundo como todo buen ciudadano y vasallo? Bueno, por hoy ya va siendo suficiente. Solo añadir que llegamos al pueblo del buhonero donde me llamó la atención un artilugio que se elevaba en medio de la explanada que hacía las veces de plaza mayor y del que te hablaré en la siguiente.
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Toda una experiencia la del niño Dikembe. Hasta ahora ninguna buena, supongo que todo eso le servirá en la vida posterior, pero vaya jodienda ir aprendiendo a base de palos... Abrazos
ResponderEliminarGracias Ligia. Hay que ponerlo mal para que luego la alegría sea más grande, jaja. JC.
EliminarNo solo que aprende a fuerza de palos, sino en un lugar tan agreste. Yo no pierdo la esperanza, en algún momento se irá el diablo detrás de la puerta, jajaja.
ResponderEliminarHasta el lunes J.C.
Me sigue gustando el dicho pero no soy capaz de incorporarlo a mi fondo de diccionario. Hasta el lunes, Varinia. JC.
EliminarQue un niño tenga que pasar de Herodes a Pilatos en semejantes condiciones... Vaya aprendizaje de la vida. Es un superviviente bien merecido.
ResponderEliminarSaludos.
Uno de tantos, y si me lo permites y en cierta medida, de los y de las que hemos tenido que remar lo nuestro. Siendo evidente las distancias. Gracias Nita, saludos, JC.
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