CAPÍTULO 9
De mi fuga
ntenderás
que después de la muerte del maestro quesero no tuviera ganas de hincar el
diente a más quesos, salvo a los triángulos que, a veces, nos ponían para cenar, y aun así, me lo comía
con cierta aprensión. Con el resto de la cena, media docena de dátiles, no
tenía problemas. De todas maneras, aunque hubiera tenido la oportunidad de
descorazonar algún queso más, no me hubiera atrevido. El corazón de un queso no
merece lo mismo que el de una mujer, como aprendería más adelante. De esa
forma, ante la ausencia de más quesos hueros, todos quedaron tranquilos y
convencidos de que el culpable de aquel expolio había sido ejecutado. Yo era el
único que podía salvar su honor y el de su familia, pero el precio y el miedo
eran muy grandes y yo muy pequeño. A pesar de ver cómo la familia, inocente de
todo, se hundía en la jerarquía del campamento, no hablé pero sentí pena por
ellos. Ni soy ni fui un desalmado. Cuando veía a algún pariente de aquel buen
hombre la vergüenza se me venía a la cara y sentía un mordisco en la
conciencia. Con el tiempo cerré aquella herida, pero no terminé por acallar mi
conciencia. Por suerte, no tardamos mucho tiempo en levantar el campamento. Los tuaregs
nunca se quedan mucho tiempo en un lugar. No mandan ni los hombres ni las
mujeres, sino los animales. Aunque mejor dicho estaría que mandan los pastos.
Una vez esquilmados, hay que buscar otros. Con ello mis trabajos cambiaron y
aprendí como se desmonta una
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tienda a las órdenes de la mujer del amo, porque
son las mujeres las encargadas de todo lo referido a este respecto. Supe así lo
que es imprescindible para un hogar tuareg. Gracias a esa vida nómada, que se
remonta al siglo XII y a genes bereberes, esa gente sabe lo que tenía que
dejar atrás y con lo que tiene que cargar. En aquellos momentos de
desmantelamiento, los objetos eran tan importantes como el agua o saber donde
encontrarla. Por ello quienes dirige estos trabajos son las mujeres. Ellas
atesoran ese saber. Después de recibir las órdenes de mi ama y tener todo
cargado, me di cuenta que había que saber mucho para conseguir reducir la carga
de todo su hogar para que tan solo se usaran dos camellos en su transporte.
Después de ver la cara desnuda de mi ama, imaginé la edad del amo, cuya cara no
vería jamás. Era un hombre mayor porque su esposa lo era. No podía ser de otra
manera en mi mollera. Sí, había visto mujeres jóvenes con hombres viejos, pero
lo contrario nunca. Eso sí, había satisfecho una curiosidad que no me servía
para nada y que, además, podía ser errónea. Lo inútil estorba como aprendí de
aquella buena mujer que, mientras trabajábamos, repartía con frecuencia la
leche que podía estropearse según ella misma decía: «Para que se estropee mejor os la bebéis vosotros, que falta os hace. El
agua no se estropea en los odres, la leche sí». Eso tan evidente no lo
sabía yo por aquel entonces. No te lo había dicho hasta ahora, pero seguir el
paso de un mehari es harto costoso,
ya te he contado cómo me las arreglaba para no perder comba cuando seguía a
Moussa y a su camello. Te aseguro que es como intentar alcanzar tu sombra cuando
tienes el sol a tu espalda. Sabedor de que no podría usar mi argucia en aquel
viaje que se iniciaba, andaba preocupado. Aunque, en un momento determinado, se
me vino a la mente que yo no era mujer ni niño. Tenían que ser, en este caso,
los camellos los que adecuaran su paso a los humanos. Los niños por sus cortas
piernas y aguante, y las mujeres por sus largas faldas, no podrían seguir el paso de los animales.
Y los hombres no iban a dejarles solos. A no ser, claro, que todos tuvieran
cabalgadura. Mujeres y niños hay en todas las sociedades vivas. Y para poder
parir y alimentar a las crías, las mujeres tienen que estar dotadas de
características físicas distintas al varón. Ellas son las que realizan la labor
más importante dentro de una sociedad: perpetuarla. Por mucho que nos empeñemos
nosotros, si ellas no quieren… ¿No crees? Eh
bien, c'est ça, mon ami. De ahí la “supremacía” machista basada en la
fuerza física y expresada en violencia contra ellas. Es normal que una mujer
proteja el fruto de su vientre y, en momentos de peligro, trague con cualquier
cosa a cambio de no recibir una patada en su preñez, independientemente de que
el pateador sea o no el padre de la criatura. Y por eso también, y por los
hijos ya paridos, la azalai se
ajustaría a una velocidad que todos los miembros de la tribu pudieran asumir.
Con esta idea, que creía acertada dentro de mi cabeza, conseguí colocarme junto
a las madres con hijos que ya comenzaban a avanzar. Con el fin de que no se me
notara el interés en andar más tranquilo, cogí a un crío en brazos. Y como los
niños son como son, y yo, a pesar de mi tamaño, no dejaba de ser uno de ellos,
terminé jugando como uno más. Ya sabes, los niños nos lo tomamos todo a juego.
Si un viaje de cuatro horas en coche a la playa es aburrido para tu hijo, que
yo lo he vivido, imagínate uno de días y a pata por el desierto. Y encima sin
premio final. Bien es verdad que los africanos somos más pacientes que los
europeos, pero un niño es un niño en cualquier parte del mundo, aunque no les
otorguemos los mismos derechos a todos. Al fin y a la postre, todavía no han
asumido los roles ni las manías de sus mayores. Aquellos juegos y mi falta de
turbante blanco, al que todavía no me había hecho merecedor, me ayudaron a
simpatizar, es decir, ellas, las madres, empatizaron conmigo. Y ya, después de
tres días de viaje dejaban a sus hijos a mi cargo con la tranquilidad con la
que se dejan a un hermano mayor. Y yo, claro, me aprovechaba de aquellas
circunstancias. A más de uno no le agradaba la leche de cabra, prefería la de
camella, y a otros les pasaba al contrario. Al principio, sabedor de que era
vigilado, insistía y obligaba a los críos a tomarse su ración, pero cuando las
marcas se relajaron, mis exagerados aspavientos y gritos escondían mis tragos
para que los suyos fueran menos amargos. Al guiñarles un ojo mientras lo hacía,
los pícaros y yo nos hacíamos cómplices del engaño, que, entre los niños es un
salvoconducto. Unen más las malas que las buenas acciones. Cuando se comparte
una buena acción, siempre se corre el riesgo de querer ser más protagonista que
el compañero de aventuras. En cambio, si es un acto mal visto por los mayores,
callamos y nos cubrimos unos a otros por el honor entre compañeros y el qué
dirán. Tras muchas trampas y tropezones, no importantes, conducidos por aquellos
que se guían por las estrellas, contempladas cada noche con gran atención y
después de visitar dos oasis, llegamos a media mañana a un paraje donde se
distinguía algo de verde contra el continuo ocre. Una mata aquí, otra allá, un
árbol rechoncho y solitario, pero con hojas sanas, junto a un hilo de agua
sobre un lecho de piedras que todos agradecimos y disfrutamos, aunque unos más
que otros. Fue allí donde descansamos.
Habíamos comenzado la etapa antes de que el sol saliera y no habíamos parado
más que para comer. Mirando y escuchando discurrir el agua, se me vino a la
cabeza la última vez que había ido al río con toda mi familia. Hasta tal punto
me quedé embebido en mis recuerdos que Mutabazi hubo de darme un cachete para
que le hiciera caso. Debía cumplir con mis obligaciones y ayudar a descargar y
montar el nuevo campamento. Cuando llegué allí donde me mandó, descubrí una
gran pradera que quedaba oculta en un valle. Supongo que el agua
filtrada había hecho posible aquel manto verde que daba gusto contemplar y que
pronto holló el ganado. Enseguida entraron en escena las mujeres y empezaron a
darnos órdenes, mientras los hombres con turbante blanco se hacían cargo de los rebaños y después de los animales que los parias descargábamos. Los de turbante azul solo daban órdenes
y algún que otro golpe a los que se hacían los remolones. Al final me ordenaron
estar atento a los excrementos que el ganado evacuaba con el fin de recogerlo y
enterrarlo lejos del campamento para que no oliese y por salubridad. Eso es lo que haría durante toda la estancia en
aquel lugar. En contra de lo que yo pensaba, Mutabazi me informó de que era un
trabajo de gran importancia. Había accedido a él, según me dijo, recomendado
por más de una de aquellas madres a cuyos hijos había escatimado la leche en
beneficio propio. Y deduje que todo consistía en parecer honrado, lo fueras o
no. Deducción que ahora veo que comparto con muchos de vosotros y que nada
tiene que ver con el dicho ese de la honradez de la mujer del césar que, en el
fondo, esconde la poca importancia de ser honrado frente a lo importante que es
parecerlo. ¿Cómo es posible que todo lo que ocurre en política y delante de
vuestros ojos no provoque la caída de unos gobernantes que no os merecéis? La
única explicación posible es que los ojos que no quieren mirar también sean
sordos, porque lo que escuchan son las quejas de aquellos a los que han
engañado pero que siguen sin voz.
Oprimidos los hay por doquier, y no hace falta que sean negros ni africanos. A mí,
ahora que me ha llegado la última madurez y soy un hombre sin ideología, me
parece increíble vuestra situación y eso que he visto de todo y he faltado a
todo. Supongo que será por lo mismo que yo me considero un hombre de honor. Al
final justificamos nuestras peores acciones con nuestras mejores intenciones,
aunque esas excusas solo nos sirvan a nosotros como individuos. En fin, dejemos el hoy y
retomemos el ayer, al actual campamento ya listo para ser habitado con
comodidades que a más de uno sorprenderían. Y volvemos al anochecer cuando los
hombres del turbante índigo realizan el único trabajo casero: preparar el té a
las puertas de sus hogares. Durante el rito, se preparan tres infusiones que
recuerdan las travesías por el desierto. Una para los anfitriones, otra por uno
mismo y otra por Dios. Esta simbología, que yo sepa, ha sido hoy pospuesta, y a
las tres diversas maneras de hervir el té, corresponden además diferentes
grados de azúcar asociados a tres emociones, intercambiables en orden, según la
voluntad del oficiante y de su propio humor. El primero se sirve fuerte como el
amor, el segundo amargo como la vida y el tercero dulce, como la muerte. Por
supuesto ni los destocados ni los tocados con turbantes blancos participan ni
de la ceremonia, ni de la degustación. Por supuesto yo solo vi de lejos el
ritual, entre otras cosas porque los jodidos animales descargaban siempre sus
vientres al pasar por el campamento y a esas horas. Acaso es que eran sabedores
de la importunidad de sus heces, vaya usted a saber. He de informarte de que mientras los camellos, las cabras y los caballos eran reunidos, acoplados y atados en grupo, las vacas campaban a sus anchas entre las tiendas, como los niños. El caso es que tenía que recoger una a una las grandes boñigas y llevarlas en viajes individuales al muladar. No podía recoger varias y aprovechar el viaje, no. Cargaba en unas parihuelas cada boñiga para no acumular olores. Y menos mal que Mutabazi me explicó, el segundo día y sin tener que hacerlo, que lo mejor para el desempeño de mi labor era que fabricara esas angarillas con unas ramas y las acabara en pico para arrastrar mejor la fétida carga, si no... El tercer día me explicó cómo confeccionar una especie de pala para no tener que meter las manos en el estiércol, cosa que le agradecí, aunque no que me dijera que tenía que seguir cavando el pozo porque alguien se habían quejado de que les llegaban olores. Yo aporté que podíamos taparlo si conseguíamos una estera vieja o algo así. Al final el pozo negro terminó más hondo y tapado. El problema es que la tapa desapareció con la primera tormenta de arena, claro, y me llevé la bronca por no haber pensado en ello, aunque lo peor fue que esa noche no cené. Así que la segunda tapa no se voló. Entre cagada y cagada de vaca me agencié cuatro piedras, ninguna pequeña, que transporté en mi especie de carretilla sin rueda y pisé con cada una una esquina de la segunda esterilla que me entregaron. Eso y sus agujeros evitaron que alguien se encontrara entre las dunas una estera con aroma de mierda de vaca y, también, que los olores llegaran al campamento. Por la noche, sin que nadie me viera, o eso creía yo, me metía en una poza que alguien había hecho y trataba de quitarme el olor que ya tenía fijado en mi pituitaria. Una noche pensé cómo hacer más cómodo mi trabajo e imaginé algo muy sencillo: si dispusiera de una manta, o algo parecido, podía echar la cagada en ella, envolverla, echármela al hombro y no tener que arrastrar aquel engendro que se clavaba en la arena como un ancla. Se lo conté a mi controlador y me dijo que no, pero al cabo de unos días, apareció con una piel, más gastada que el sueldo de un 'mileurista', y me la dio para lo que quisiera. Yo, claro, la empleé en mi trabajo, aunque en el primer viaje sin el peso muerto de las ramas clavadas en la arena, contento me censuré porque para una cosa que tenía la usaba para trabajar: "Serás tonto, Dikembe". Alguna ventisca me cogió con mi carga al hombro y ahora revivo otros momentos
de urgencia, ya aquí en tu país, al ver a mis paisanos recoger su mercancía
expuesta en mantas cuando alguien advierte a gritos que viene la pasma. El
top-manta, ¿no lo llamáis así? Yo, en aquella etapa, era un mantero de mierda,
como también algunos de vosotros denomináis peyorativamente a los que trapichean
obligada o libremente en las calles de vuestras ciudades con objetos que sabe
Dios de donde salen. Yo, al menos, sabía la procedencia de mi mercancía. Es
más, si yo ahora, en mi currículo indicara esa actividad, mantero de mierda, se
entendería que fui vendedor callejero y no haría falta ni una foto ni
especificar mi raza para que el empleado de recursos humanos dedujera mi color
de piel y mi origen. Eso sí, jamás entendería que ese trabajo diera alcurnia entre los
esclavos de una tribu tuareg. Los clichés son algunos de nuestros enemigos, aunque, a veces, parece
que ayudan. Pero yo creo que si los usamos o creemos en demasía, evitan el buen
ejercicio mental de pensar, que debería ser una asignatura troncal desde la
guardería hasta cualquier máster de posgrado. No digo que así desaparecieran el
machismo, la guerra, la corrupción, el nepotismo, la homofobia, el tabaquismo,
el alcoholismo y otras tantas taras sociales pero, por lo menos, sabríamos
donde estamos nosotros y nuestro prójimo y eso, ya sería un avance en nuestra
evolución hacia algo mejor de lo que dejamos atrás. Además, usaríamos mejor
nuestro voto. Aquel trabajo me trajo dignidad a pesar de ser un esclavo. Pero
de eso sabéis ahora vosotros bastante, no hace falta explicar nada, así que
volvamos a mis excrementos, dejando a un lado otros más actuales. Mutabazi y
los demás me miraban y me hablaban con menos desprecio, mi ama dejaba que su
hijo mayor se acercara a mí acompañado de su hermano menor que apenas sabía
andar. Había subido un peldaño en la jerarquía tuareg. Mi actuación con los
niños en el ultimo viaje y mi nueva obligación lo habían posibilitado. Pero
hasta que no apareciera otro esclavo, no dejaría de ser el último paria de
aquella sociedad. En el fondo, es un círculo vicioso en el que también estáis
inmersos. Venimos los inmigrantes y ocupamos el último escalafón social, pero
cuando la mayoría regresa a sus lugares de origen, ese escalón lo llenáis parte
de vosotros. Pasa en todas las sociedades, desarrolladas o no. Lo peor que hay
es sentirse el último monigote, que te arranquen tu autoestima, da igual que
tengas o no derecho a subsidio alguno. Bon,
como te decía, ya no me sentía el paria del campamento. A ello contribuyó
también la confianza que mi ama depositó en mí. Aquella madre y mujer, que no
era tonta, consintió que su nieto mayor, más o menos de mi edad, se juntara
conmigo. Y no solo él, sino su hermano pequeño también. Tras ordenarme que
hablara con ellos en francés y que evitara el tamasheq me los mandaba todos los días. Ni qué decir tiene que para
mí era más cómodo expresarme en el idioma galo, pero como ya te he explicado, entre
niños, a pesar de las peleas y las envidias, nos entendemos muy bien y
guardamos perfectamente nuestros secretos, así que no siempre la obedecíamos y
yo también aprendía lo mío. Me sentí honrado por esa confianza y más cuando vi
que Fahdag no acató malamente la decisión de su abuela. He de explicarte, para
que entiendas esto último, que los niños tuaregs, a partir de una edad temprana y hasta la
adolescencia, se mueven en pandillas libremente por el campamento y no tienen
obligación de acudir a su casa si no les apetece. Claro, lo hacen cuando
quieren o cuando lo necesitan. Por lo tanto, ese chaval renunciaba a estar con
sus amigos para seguir el consejo, que no orden, de su abuela. Lo del pequeño
era otro cantar, porque, en definitiva, nos colgaban a su hermano mayor y a mí el muerto
de cuidarle. El tema era que a esa anciana se le había olvidado que había sido
niña, porque si no hubiera sabido que si bien los niños son como los adultos, algunos
necesitan presumir delante de los demás, hay otros que necesitan retarse. Pero
entre los mayores y los niños siempre habrá una diferencia. Para los primeros
pavonearse es un fin, para los segundos es, era y será un medio, un motivo para
jugar. Y como es lógico, Fahdag y yo llegamos al juego sin que yo supiera
suficiente tamasheq, ni el mucho
francés. Estar sentados pendientes de si una vaca cagaba y recogerla en su compañía de los dos proyectos de tuaregs era antinatural para los tres críos. Cuando yo me
deshacía de la porquería y él de su hermano nos poníamos a jugar como no podía
ser de otra manera. Le enseñé un pasatiempo con las manos que en su momento me
enseñara Mayifa y otro con unas cagarrutas de cabra al que jugábamos en mi
aldea. Un día, él llegó con dos ramas limpias y ligeramente derechas. Presumía
de ellas. Debes recordar que la madera en el desierto no es como el agua, pero
al menos, es tan rara como el precioso líquido. Luego se jactó de que su pueblo
era guerrero. Se pasó un rato posando ante mí con posturas de ataque y defensa.
Después descubrió que su hermano, al que había sentado en la tierra, podría
convertirse en el enemigo, y así le usó, lanzada por aquí, golpe por allí. Al
ver tal actuación recordé las historias de mi bisabuela y su también orgullo
guerrero y tribal. Me levanté y dejé de ser espectador para convertirme en un
verdadero enemigo. Cogí el otro palo clavado en la arena y comenzamos una pelea
cuerpo a cuerpo durante la que fuimos improvisando las reglas del juego y se nos olvidó cualquier mierda. Cuando
se legisla así no hay diferencias sociales, y como solo éramos dos
legisladores, las leyes debían tomarse por unanimidad, porque no hay otra
manera. No es lo mismo que cuando se vive en sociedades más complejas, aunque
no más numerosas, como ocurre entre los que viven en pareja. En ellas, el más
fuerte se lleva el gato al agua, y no me refiero a fortaleza física. Acaso porque el que cede no puede decir eso
que tanto decimos los niños: "Pues, entonces, no juego". No, el compañero no te
deja tirar la toalla, y eso que el divorcio está extendido como derecho en las
leyes occidentales aunque no todos las discusiones pueden tener esa solución. O como pasa en la
cultura islámica, donde una mujer no puede decidir su destino ni su futuro. Y,
sin querer meterme en un jardín, porque esas leyes islámicas, ancladas en un
ayer inamovible, dicen que alguien dijo que un dios dijo. Palabras de un
tercero que son interpretadas a su antojo por los que se creen más dignos que
ellas dignas. A veces, las costumbres ancestrales deben ser cuestionadas, como
la de fumar aunque no sea tan antigua, si no, pueden acabar en vicios, en
abusos y en muertes. Yo me he despistado otra vez, ves. No tengo arreglo. Perdona.
Vuelvo con Fahdag. Bien es verdad que el chico tenía otros amigos, pero quizá la suma de
la recomendación de su abuela y de la atracción de lo desconocido, la aventura,
hicieron que me prefiriera a los de todos los días, aunque yo creo que recibía
algo de su abuela también. Acaso fuera por una especie de chantaje emocional o
material que le obligaba a cargar con su hermano menor. Y claro, en la panda, Fahdag sería objeto de mofa por tener que cargar a diario con el pequeño y con el de la porquería. Acaso
me prefería a mi porque yo no me burlaba de él, amén de que los otros no se
acercaban a mí, por ser yo un esclavo de mierda. Su hermano le fijaba a él y a mi me
fijaban las heces, así que compartíamos como podíamos nuestra inmovilidad
relativa. Y aquello me sirvió también para ganar puntos ante la familia de mi
amo, así como algunas raciones más de arroz o dátiles, cuyos huesos manteníamos
en boca una mañana entera. Ya relimpios los dejábamos encima de la estera que hacía de tapa en el pozo y luego los usábamos en nuestros juegos. Pero como dicen por aquí, la alegría
dura poco en casa del pobre. Esos dátiles que compartíamos fueron mi perdición
y el final de una vida apenas vivida. Cuidar del hermano de Fahdag era más bien
un eufemismo, porque no le hacíamos ni puto caso. Así era, y así hay que
decirlo. Pero, ¿qué le podía pasar al pequeño? Porque no le dejábamos apartarse. No había ni animales cerca, ni
pozo de agua, ni piedras, ni acantilados, ni nada. Y ni Fahdag ni yo pensábamos que le gustara a nadie la porquería.
Por eso estábamos tranquilos y a nuestro aire. A veces nos miraba, a veces
jugaba con la arena y, a veces gateaba sin ir a ningún sitio. Cuando veíamos
que se acercaba una tormenta de arena, yo me encargaba de cubrir la mierda y él de
su hermanito. Todo estaba o creíamos que estaba controlado. Todo menos los
dátiles, la curiosidad y el instinto de imitación de los cachorros. Así, un día
que nos entreteníamos con los huesos secos oímos gorjear a Itri. No le dimos
la menor importancia. Y aunque no le veíamos de frente se movía, así que pensamos
que estaría bien, como siempre. Contábamos los huesos porque eran ganancias del
juego, como si fueran monedas. Pero con lo que no contábamos era con que él ya
gateaba, ni con los huesos que se nos despistaban. En eso solo podía estar una
madre o un padre, no un hermano de once o doce años. Este estará siempre a lo
suyo, a jugar. El mocoso no protestaba como siempre, con un lloro de cocodrilo, pero
seguimos a lo nuestro. Fahdag y yo tampoco sabíamos que los menores tienden a
imitar a los mayores y que cuando nos salen los dientes cualquier cosa dura
calma el dolor de encías y todo va a la boca. Y eso es lo que ocurrió, que Itri se atragantó con un hueso de dátil. Cuando nos dimos cuenta, Fahdag no sabía qué
hacer y yo, por ayudarle a él y al pequeño, firmé mi sentencia de muerte. Si
alguno de los dos hubiéramos tenido un poquito más de experiencia, o el muladar del campamento hubiera estado más cerca, aquella
vida no se hubiera perdido. Ante la parálisis del hermano mayor al ver al menor
abrir su boquita y querer coger aire mientras cambiaba de color a mí solo se me
ocurrió buscar ayuda. Así cogí aquel cuerpecillo que se debatía entre la vida y
la muerte y corrí todo cuanto pude en dirección a la tienda de mi amo. Fahdag
que había reaccionado al verme correr, me imitó a la vez que gritaba en tamasheq y terminó por adelantarme. De sus gritos yo solo entendía
el nombre de su madre y de su abuela. Vi aparecer a la menor en la gran
abertura de su casa e intuyó, por los gritos de su hijo el mayor y al verme
cargado con el menor, que algo no iba bien. Tras un titubeo por querer entender
la llamada de socorro, la madre corrió hacia mí, pero tanto ella como yo
llegamos tarde, aunque yo lo supe antes, ya que el cuerpo de Itri no se
convulsionaba, ni respiraba tampoco. Yo en mi francés y desesperado grité: «¡Se ahoga, se ahoga!», y la madre, sin
que yo soltara al pequeño introdujo sus dedos en su boca y tras varios
intentos logró sacar el hueso. Se quedó con él entre los dedos y me
arrancó a su hijo de los brazos. Lo zarandeó con delicadeza, incrédula al ver
que no se movía. Susurraba su nombre como si, curiosamente, no quisiera
despertarlo de aquel sueño eterno. Fahdag llegó hasta nosotros, se había
quedado atrás al ver salir a su madre, y se arrodilló junto a nosotros. También llamó a su hermano y también empezó a gemir. Después todo fueron
lloros y alaridos, expresiones de un dolor de quien todavía no ha olvidado el
parto de lo que pierde. A esos gritos y esos lamentos, para los occidentales
exagerados, acudieron las personas más cercanas a la tienda y luego otros y
otros y los últimos que fueron avisados, entre los que llegaron mi amo y el
padre de la criatura. Yo era el único esclavo del grupo, pero fue por poco
tiempo, porque tan solo faltó darme patadas para que me fuera de allí. Y me fui
con mis lágrimas y cabizbajo sin imaginar siquiera lo que me esperaba. Parecía
que el tiempo se había detenido en el último estertor que noté antes de que Itri me abandonara. Era dolor. Y en el fondo, eso es lo que le había pasado, que su
tiempo se había detenido para siempre.
Cuando uno piensa
en la muerte de un niño, aunque sea tan lejana que llegue a ser hasta
imaginada, no deja de sentir tristeza. Supongo que como yo, todos pensamos “¿por
qué?”. La muerte es menos deseada cuanto menor es quien la sufre. Y más cuando
uno cree que hay otras gentes, en el otro extremo de la vida que, ante el
dolor, desean que todo acabe para descansar. Supongo que al autor de estas
cartas no le valdría el refrán al que muchos creyentes se agarran (Dios da
pañuelo a quien no tiene mocos) para pasar mejor estos malos tragos. Supongo
también que este proverbio solo pudo nacer en un caldo de cultivo que situaba a
Dios, y no al hombre, en el centro de la creación, como ocurriría después en el
Renacimiento. Aunque los renacentistas, ante el hecho que me ocupa, también se
hayan preguntado por el motivo de la muerte de un bebé. Hoy, que tenemos
autopsias que nos aclaran los motivos de cualquier fallecimiento, la pregunta también queda sin
contestar (¿por qué?). Y eso que los resultados de esas autopsias dejan claros los motivos
por los que muchos de nuestros niños no llegan a adultos: inanición, deshidratación,
migración, balazo, metralla, cambio climático, accidente laboral, muerte súbita, etc. Muchos
de ellos evitables desde mi punto de vista. Pero, al igual que la mentira, la
hipocresía es necesaria a los humanos para poder socializar y empatizar. A
mí el primero. Por eso acudo tantas veces al Canto a mi mismo de Walt Whitman, para sentirme como uno más, aunque ninguno seamos iguales.
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A. Hernández Alonso
El cuerpecillo de Itri fue
lavado a conciencia y con mimo en un ritual que yo observé de lejos, desde mi
dormitorio, que no era otra cosa que un cortavientos clavado en la ladera de
una duna. Después vi como varios hombres se alejaban un poco del poblado y
cavaban una pequeña fosa en el desierto. Otras mujeres ya habían sacrificado
una cabra y la ponían a asar, además de preparar otras viandas. Todos comerían
de la primera al menos. Una vez llevado el cadáver a la fosa, fue cubierto con
la arena, y el morabito recitó en voz alta una aleya del Corán que hasta yo oí.
Después pusieron una pequeña lápida, que no sé de donde sacaron, en la parte de
la cabeza y otra a los pies. Si hubiera sido una chica la enterrada, hubieran
sido dos las colocadas a los pies. Tras volver al campamento, comenzó el banquete. Y terminó. Y volvieron a sus quehaceres. Yo mientras, me deshice de todas las
armas que podían matar a otro pequeñajo. Las tiré de una en una lejos, en
diferentes direcciones, como si quisiera alejar mi tristeza. Los huesos que
veía chocar contra la arena dibujaban unos hoyuelos mientras me preguntaba cómo
una cosa tan pequeña e inofensiva podía matar a alguien. Claro, que yo por
entonces no había oído hablar ni de virus ni de bacterias, ni jamás había
tenido en las manos una bala. A pesar de que mi mente huía del pesar, mi
corazón seguía aplastado por los hechos recientes. Recordé el rostro de mi
abuela Kady lleno de lágrimas cuando hubo de reconocer que lo había perdido
todo menos su familia, allí en mi aldea, poco antes de iniciar la huida. Y lo
comparé con aquella otra cara de aquella otra mujer que teniéndolo todo perdía
lo más preciado de su familia y que hubiera aceptado perder todo para que el más inocente volviera entre sus brazos. No descubrí en su mirada ningún atisbo de la esperanza
que observé en los ojos de Kady. Huir, para nosotros, era una salida, la única.
Pero para la madre de Itri no había fuga posible. Sentía más que pensaba todo
esto. Mi pensamiento era fruto de mis sentimientos, y mi quehacer, el
lanzamiento de huesos, se había convertido en mecánico. Mis ojos no veían
ya los hoyitos que las simientes secas hacían al chocar contra la arena. Por eso
no me di cuenta de la presencia de Fahdag hasta que me habló. Le hice repetir
lo que me había dicho porque no me había enterado de nada. Tras oírlo por
segunda vez, tampoco lo creí. Contesté con un “no”. Y tras la tercera
repetición comencé a sentir un miedo creciente que aumentó hasta convertirse en
horror. No podía entender las razones por las que me hacían culpable de la
muerte del pequeño. No sabía en aquel entonces que, en momentos de dolor, el ser humano necesita un culpable para colgarle cualquier desgracia azarosa. Y más
cuando el individuo doliente se funde con una masa impotente ante la desgracia. Los
tuaregs forman una sociedad con fe ciega en las maldiciones y en la mala
suerte, supersticiosa hasta el extremo, por eso llevan amuletos para todo, por
eso la madre recién parida esconde entre sus cabellos un cuchillo y no deja de
vigilar a su retoño durante sus tres primeros días de vida, no vaya a ser que
algún demonio se lo cambie y se vea criando a uno de ellos. Pero esta vez, el
parecer de la masa personificó en mí a uno de esos demonios. Con solo una
pregunta inocente: ¿Qué hacía el esclavo que lo trajo?, se prendió la primera
llama del incendio que ocultaría que su hermano mayor era el encargado de
cuidar al fallecido. Y generó la necesidad de encontrar esa persona a la que
culpar de algo que, por horrible, no podía ser obra de uno de los suyos. Y,
además tenía que ser de carne y hueso, porque sus amuletos funcionaban contra
los demonios, no cabía duda, porque así lo afirmaba el morabito del campamento
que, en confabulación con los artesanos joyeros y orfebres, tenían el monopolio
de esos talismanes. Unos los creaban y el otro los confería poderes mágicos.
El morabito no hubiera creído nunca que un demonio se apoderara de un infiel. Esa
era la primera vez que ocurría y debía ponerle solución con otro amuleto nuevo.
¿Quién iba a pensarlo, un demonio dentro del cuerpo de un esclavo infiel? ¿Hasta
dónde iban a llegar los infieles para socavar la suerte de la tribu? A pesar
del Islam, las creencias ancestrales de ese pueblo seguían vivas y utilizadas
para provecho de algunos, como en todas las creencias. Evidentemente eso lo
deduje mucho después, como te puedes imaginar, porque jamais he podido quitarme de la cabeza aquel accidente, desgracia
de la que nadie era culpable, ni quitarme de los brazos el peso muerto de Itri. «Dikembe, te echan la culpa a ti
cuando el culpable soy yo», dijo Fahdag a mi espalda en mal francés. Tardé
un momento en entender y asimilar sus palabras. Y con el terror y el
desconcierto en los ojos, me volví y miré a mi amigo que, con la cabeza gacha,
reconocía que él no podía hacer nada por mí, como tampoco había podido hacer
nada por su hermano. Y con sus palabras y su gesto también admitía el error de
sus mayores. Sentía dolor y vergüenza propia y ajena por la muerte de Itri,
por no haberle cuidado y por lo que se me venía encima. Sabedor de que solo
existía una salida para mí, aun en contra de su propia familia, se veía incapaz
de reconocer ante ellos que, si había un culpable, ése no era yo, sino él. Y
por extensión aquel que le había encargado una misión para la que no estaba
capacitado por su corta experiencia y la naturaleza de su edad. Hubiera sido lo
mismo que si la madre de Kama hubiera hecho responsables a sus amigos del
ataque de aquel león que le despedazó. «Tienes
que irte, Dikembe». Miré a mi
alrededor y me vino a la cabeza la pregunta del millón, como decís vosotros y
como ahora digo yo también ante lo que no tiene respuesta aparente: «¿Adónde?». «No lo sé». Fue la respuesta que yo ya sabía. Él tampoco tenía la contestación
correcta. «Pero tienes que irte ya, antes
de que vengan a por ti. Yo les mentiré. Les diré que te has ido hacia otro
lado, a hacer tus necesidades. Por eso te he traído esto». Entonces me fijé
en el pellejo de agua y la bolsa de piel que tenía a sus pies. Y sin
despedirme me alejé cargado y agachado. Fahdag me alcanzó al poco sin
preocuparse de que le vieran. Me traía el cortavientos enrollado con la estera.
Me alejé entre las dunas.
CAPÍTULO 9
De mi fuga
ntenderás
que después de la muerte del maestro quesero no tuviera ganas de hincar el
diente a más quesos, salvo a los triángulos que, a veces, nos ponían para cenar, y aun así, me lo comía
con cierta aprensión. Con el resto de la cena, media docena de dátiles, no
tenía problemas. De todas maneras, aunque hubiera tenido la oportunidad de
descorazonar algún queso más, no me hubiera atrevido. El corazón de un queso no
merece lo mismo que el de una mujer, como aprendería más adelante. De esa
forma, ante la ausencia de más quesos hueros, todos quedaron tranquilos y
convencidos de que el culpable de aquel expolio había sido ejecutado. Yo era el
único que podía salvar su honor y el de su familia, pero el precio y el miedo
eran muy grandes y yo muy pequeño. A pesar de ver cómo la familia, inocente de
todo, se hundía en la jerarquía del campamento, no hablé pero sentí pena por
ellos. Ni soy ni fui un desalmado. Cuando veía a algún pariente de aquel buen
hombre la vergüenza se me venía a la cara y sentía un mordisco en la
conciencia. Con el tiempo cerré aquella herida, pero no terminé por acallar mi
conciencia. Por suerte, no tardamos mucho tiempo en levantar el campamento. Los tuaregs
nunca se quedan mucho tiempo en un lugar. No mandan ni los hombres ni las
mujeres, sino los animales. Aunque mejor dicho estaría que mandan los pastos.
Una vez esquilmados, hay que buscar otros. Con ello mis trabajos cambiaron y
aprendí como se desmonta una
tienda a las órdenes de la mujer del amo, porque
son las mujeres las encargadas de todo lo referido a este respecto. Supe así lo
que es imprescindible para un hogar tuareg. Gracias a esa vida nómada, que se
remonta al siglo XII y a genes bereberes, esa gente sabe lo que tenía que
dejar atrás y con lo que tiene que cargar. En aquellos momentos de
desmantelamiento, los objetos eran tan importantes como el agua o saber donde
encontrarla. Por ello quienes dirige estos trabajos son las mujeres. Ellas
atesoran ese saber. Después de recibir las órdenes de mi ama y tener todo
cargado, me di cuenta que había que saber mucho para conseguir reducir la carga
de todo su hogar para que tan solo se usaran dos camellos en su transporte.
Después de ver la cara desnuda de mi ama, imaginé la edad del amo, cuya cara no
vería jamás. Era un hombre mayor porque su esposa lo era. No podía ser de otra
manera en mi mollera. Sí, había visto mujeres jóvenes con hombres viejos, pero
lo contrario nunca. Eso sí, había satisfecho una curiosidad que no me servía
para nada y que, además, podía ser errónea. Lo inútil estorba como aprendí de
aquella buena mujer que, mientras trabajábamos, repartía con frecuencia la
leche que podía estropearse según ella misma decía: «Para que se estropee mejor os la bebéis vosotros, que falta os hace. El
agua no se estropea en los odres, la leche sí». Eso tan evidente no lo
sabía yo por aquel entonces. No te lo había dicho hasta ahora, pero seguir el
paso de un mehari es harto costoso,
ya te he contado cómo me las arreglaba para no perder comba cuando seguía a
Moussa y a su camello. Te aseguro que es como intentar alcanzar tu sombra cuando
tienes el sol a tu espalda. Sabedor de que no podría usar mi argucia en aquel
viaje que se iniciaba, andaba preocupado. Aunque, en un momento determinado, se
me vino a la mente que yo no era mujer ni niño. Tenían que ser, en este caso,
los camellos los que adecuaran su paso a los humanos. Los niños por sus cortas
piernas y aguante, y las mujeres por sus largas faldas, no podrían seguir el paso de los animales.
Y los hombres no iban a dejarles solos. A no ser, claro, que todos tuvieran
cabalgadura. Mujeres y niños hay en todas las sociedades vivas. Y para poder
parir y alimentar a las crías, las mujeres tienen que estar dotadas de
características físicas distintas al varón. Ellas son las que realizan la labor
más importante dentro de una sociedad: perpetuarla. Por mucho que nos empeñemos
nosotros, si ellas no quieren… ¿No crees? Eh
bien, c'est ça, mon ami. De ahí la “supremacía” machista basada en la
fuerza física y expresada en violencia contra ellas. Es normal que una mujer
proteja el fruto de su vientre y, en momentos de peligro, trague con cualquier
cosa a cambio de no recibir una patada en su preñez, independientemente de que
el pateador sea o no el padre de la criatura. Y por eso también, y por los
hijos ya paridos, la azalai se
ajustaría a una velocidad que todos los miembros de la tribu pudieran asumir.
Con esta idea, que creía acertada dentro de mi cabeza, conseguí colocarme junto
a las madres con hijos que ya comenzaban a avanzar. Con el fin de que no se me
notara el interés en andar más tranquilo, cogí a un crío en brazos. Y como los
niños son como son, y yo, a pesar de mi tamaño, no dejaba de ser uno de ellos,
terminé jugando como uno más. Ya sabes, los niños nos lo tomamos todo a juego.
Si un viaje de cuatro horas en coche a la playa es aburrido para tu hijo, que
yo lo he vivido, imagínate uno de días y a pata por el desierto. Y encima sin
premio final. Bien es verdad que los africanos somos más pacientes que los
europeos, pero un niño es un niño en cualquier parte del mundo, aunque no les
otorguemos los mismos derechos a todos. Al fin y a la postre, todavía no han
asumido los roles ni las manías de sus mayores. Aquellos juegos y mi falta de
turbante blanco, al que todavía no me había hecho merecedor, me ayudaron a
simpatizar, es decir, ellas, las madres, empatizaron conmigo. Y ya, después de
tres días de viaje dejaban a sus hijos a mi cargo con la tranquilidad con la
que se dejan a un hermano mayor. Y yo, claro, me aprovechaba de aquellas
circunstancias. A más de uno no le agradaba la leche de cabra, prefería la de
camella, y a otros les pasaba al contrario. Al principio, sabedor de que era
vigilado, insistía y obligaba a los críos a tomarse su ración, pero cuando las
marcas se relajaron, mis exagerados aspavientos y gritos escondían mis tragos
para que los suyos fueran menos amargos. Al guiñarles un ojo mientras lo hacía,
los pícaros y yo nos hacíamos cómplices del engaño, que, entre los niños es un
salvoconducto. Unen más las malas que las buenas acciones. Cuando se comparte
una buena acción, siempre se corre el riesgo de querer ser más protagonista que
el compañero de aventuras. En cambio, si es un acto mal visto por los mayores,
callamos y nos cubrimos unos a otros por el honor entre compañeros y el qué
dirán. Tras muchas trampas y tropezones, no importantes, conducidos por aquellos
que se guían por las estrellas, contempladas cada noche con gran atención y
después de visitar dos oasis, llegamos a media mañana a un paraje donde se
distinguía algo de verde contra el continuo ocre. Una mata aquí, otra allá, un
árbol rechoncho y solitario, pero con hojas sanas, junto a un hilo de agua
sobre un lecho de piedras que todos agradecimos y disfrutamos, aunque unos más
que otros. Fue allí donde descansamos.
Habíamos comenzado la etapa antes de que el sol saliera y no habíamos parado
más que para comer. Mirando y escuchando discurrir el agua, se me vino a la
cabeza la última vez que había ido al río con toda mi familia. Hasta tal punto
me quedé embebido en mis recuerdos que Mutabazi hubo de darme un cachete para
que le hiciera caso. Debía cumplir con mis obligaciones y ayudar a descargar y
montar el nuevo campamento. Cuando llegué allí donde me mandó, descubrí una
gran pradera que quedaba oculta en un valle. Supongo que el agua
filtrada había hecho posible aquel manto verde que daba gusto contemplar y que
pronto holló el ganado. Enseguida entraron en escena las mujeres y empezaron a
darnos órdenes, mientras los hombres con turbante blanco se hacían cargo de los rebaños y después de los animales que los parias descargábamos. Los de turbante azul solo daban órdenes
y algún que otro golpe a los que se hacían los remolones. Al final me ordenaron
estar atento a los excrementos que el ganado evacuaba con el fin de recogerlo y
enterrarlo lejos del campamento para que no oliese y por salubridad. Eso es lo que haría durante toda la estancia en
aquel lugar. En contra de lo que yo pensaba, Mutabazi me informó de que era un
trabajo de gran importancia. Había accedido a él, según me dijo, recomendado
por más de una de aquellas madres a cuyos hijos había escatimado la leche en
beneficio propio. Y deduje que todo consistía en parecer honrado, lo fueras o
no. Deducción que ahora veo que comparto con muchos de vosotros y que nada
tiene que ver con el dicho ese de la honradez de la mujer del césar que, en el
fondo, esconde la poca importancia de ser honrado frente a lo importante que es
parecerlo. ¿Cómo es posible que todo lo que ocurre en política y delante de
vuestros ojos no provoque la caída de unos gobernantes que no os merecéis? La
única explicación posible es que los ojos que no quieren mirar también sean
sordos, porque lo que escuchan son las quejas de aquellos a los que han
engañado pero que siguen sin voz.
Oprimidos los hay por doquier, y no hace falta que sean negros ni africanos. A mí,
ahora que me ha llegado la última madurez y soy un hombre sin ideología, me
parece increíble vuestra situación y eso que he visto de todo y he faltado a
todo. Supongo que será por lo mismo que yo me considero un hombre de honor. Al
final justificamos nuestras peores acciones con nuestras mejores intenciones,
aunque esas excusas solo nos sirvan a nosotros como individuos. En fin, dejemos el hoy y
retomemos el ayer, al actual campamento ya listo para ser habitado con
comodidades que a más de uno sorprenderían. Y volvemos al anochecer cuando los
hombres del turbante índigo realizan el único trabajo casero: preparar el té a
las puertas de sus hogares. Durante el rito, se preparan tres infusiones que
recuerdan las travesías por el desierto. Una para los anfitriones, otra por uno
mismo y otra por Dios. Esta simbología, que yo sepa, ha sido hoy pospuesta, y a
las tres diversas maneras de hervir el té, corresponden además diferentes
grados de azúcar asociados a tres emociones, intercambiables en orden, según la
voluntad del oficiante y de su propio humor. El primero se sirve fuerte como el
amor, el segundo amargo como la vida y el tercero dulce, como la muerte. Por
supuesto ni los destocados ni los tocados con turbantes blancos participan ni
de la ceremonia, ni de la degustación. Por supuesto yo solo vi de lejos el
ritual, entre otras cosas porque los jodidos animales descargaban siempre sus
vientres al pasar por el campamento y a esas horas. Acaso es que eran sabedores
de la importunidad de sus heces, vaya usted a saber. He de informarte de que mientras los camellos, las cabras y los caballos eran reunidos, acoplados y atados en grupo, las vacas campaban a sus anchas entre las tiendas, como los niños. El caso es que tenía que recoger una a una las grandes boñigas y llevarlas en viajes individuales al muladar. No podía recoger varias y aprovechar el viaje, no. Cargaba en unas parihuelas cada boñiga para no acumular olores. Y menos mal que Mutabazi me explicó, el segundo día y sin tener que hacerlo, que lo mejor para el desempeño de mi labor era que fabricara esas angarillas con unas ramas y las acabara en pico para arrastrar mejor la fétida carga, si no... El tercer día me explicó cómo confeccionar una especie de pala para no tener que meter las manos en el estiércol, cosa que le agradecí, aunque no que me dijera que tenía que seguir cavando el pozo porque alguien se habían quejado de que les llegaban olores. Yo aporté que podíamos taparlo si conseguíamos una estera vieja o algo así. Al final el pozo negro terminó más hondo y tapado. El problema es que la tapa desapareció con la primera tormenta de arena, claro, y me llevé la bronca por no haber pensado en ello, aunque lo peor fue que esa noche no cené. Así que la segunda tapa no se voló. Entre cagada y cagada de vaca me agencié cuatro piedras, ninguna pequeña, que transporté en mi especie de carretilla sin rueda y pisé con cada una una esquina de la segunda esterilla que me entregaron. Eso y sus agujeros evitaron que alguien se encontrara entre las dunas una estera con aroma de mierda de vaca y, también, que los olores llegaran al campamento. Por la noche, sin que nadie me viera, o eso creía yo, me metía en una poza que alguien había hecho y trataba de quitarme el olor que ya tenía fijado en mi pituitaria. Una noche pensé cómo hacer más cómodo mi trabajo e imaginé algo muy sencillo: si dispusiera de una manta, o algo parecido, podía echar la cagada en ella, envolverla, echármela al hombro y no tener que arrastrar aquel engendro que se clavaba en la arena como un ancla. Se lo conté a mi controlador y me dijo que no, pero al cabo de unos días, apareció con una piel, más gastada que el sueldo de un 'mileurista', y me la dio para lo que quisiera. Yo, claro, la empleé en mi trabajo, aunque en el primer viaje sin el peso muerto de las ramas clavadas en la arena, contento me censuré porque para una cosa que tenía la usaba para trabajar: "Serás tonto, Dikembe". Alguna ventisca me cogió con mi carga al hombro y ahora revivo otros momentos
de urgencia, ya aquí en tu país, al ver a mis paisanos recoger su mercancía
expuesta en mantas cuando alguien advierte a gritos que viene la pasma. El
top-manta, ¿no lo llamáis así? Yo, en aquella etapa, era un mantero de mierda,
como también algunos de vosotros denomináis peyorativamente a los que trapichean
obligada o libremente en las calles de vuestras ciudades con objetos que sabe
Dios de donde salen. Yo, al menos, sabía la procedencia de mi mercancía. Es
más, si yo ahora, en mi currículo indicara esa actividad, mantero de mierda, se
entendería que fui vendedor callejero y no haría falta ni una foto ni
especificar mi raza para que el empleado de recursos humanos dedujera mi color
de piel y mi origen. Eso sí, jamás entendería que ese trabajo diera alcurnia entre los
esclavos de una tribu tuareg. Los clichés son algunos de nuestros enemigos, aunque, a veces, parece
que ayudan. Pero yo creo que si los usamos o creemos en demasía, evitan el buen
ejercicio mental de pensar, que debería ser una asignatura troncal desde la
guardería hasta cualquier máster de posgrado. No digo que así desaparecieran el
machismo, la guerra, la corrupción, el nepotismo, la homofobia, el tabaquismo,
el alcoholismo y otras tantas taras sociales pero, por lo menos, sabríamos
donde estamos nosotros y nuestro prójimo y eso, ya sería un avance en nuestra
evolución hacia algo mejor de lo que dejamos atrás. Además, usaríamos mejor
nuestro voto. Aquel trabajo me trajo dignidad a pesar de ser un esclavo. Pero
de eso sabéis ahora vosotros bastante, no hace falta explicar nada, así que
volvamos a mis excrementos, dejando a un lado otros más actuales. Mutabazi y
los demás me miraban y me hablaban con menos desprecio, mi ama dejaba que su
hijo mayor se acercara a mí acompañado de su hermano menor que apenas sabía
andar. Había subido un peldaño en la jerarquía tuareg. Mi actuación con los
niños en el ultimo viaje y mi nueva obligación lo habían posibilitado. Pero
hasta que no apareciera otro esclavo, no dejaría de ser el último paria de
aquella sociedad. En el fondo, es un círculo vicioso en el que también estáis
inmersos. Venimos los inmigrantes y ocupamos el último escalafón social, pero
cuando la mayoría regresa a sus lugares de origen, ese escalón lo llenáis parte
de vosotros. Pasa en todas las sociedades, desarrolladas o no. Lo peor que hay
es sentirse el último monigote, que te arranquen tu autoestima, da igual que
tengas o no derecho a subsidio alguno. Bon,
como te decía, ya no me sentía el paria del campamento. A ello contribuyó
también la confianza que mi ama depositó en mí. Aquella madre y mujer, que no
era tonta, consintió que su nieto mayor, más o menos de mi edad, se juntara
conmigo. Y no solo él, sino su hermano pequeño también. Tras ordenarme que
hablara con ellos en francés y que evitara el tamasheq me los mandaba todos los días. Ni qué decir tiene que para
mí era más cómodo expresarme en el idioma galo, pero como ya te he explicado, entre
niños, a pesar de las peleas y las envidias, nos entendemos muy bien y
guardamos perfectamente nuestros secretos, así que no siempre la obedecíamos y
yo también aprendía lo mío. Me sentí honrado por esa confianza y más cuando vi
que Fahdag no acató malamente la decisión de su abuela. He de explicarte, para
que entiendas esto último, que los niños tuaregs, a partir de una edad temprana y hasta la
adolescencia, se mueven en pandillas libremente por el campamento y no tienen
obligación de acudir a su casa si no les apetece. Claro, lo hacen cuando
quieren o cuando lo necesitan. Por lo tanto, ese chaval renunciaba a estar con
sus amigos para seguir el consejo, que no orden, de su abuela. Lo del pequeño
era otro cantar, porque, en definitiva, nos colgaban a su hermano mayor y a mí el muerto
de cuidarle. El tema era que a esa anciana se le había olvidado que había sido
niña, porque si no hubiera sabido que si bien los niños son como los adultos, algunos
necesitan presumir delante de los demás, hay otros que necesitan retarse. Pero
entre los mayores y los niños siempre habrá una diferencia. Para los primeros
pavonearse es un fin, para los segundos es, era y será un medio, un motivo para
jugar. Y como es lógico, Fahdag y yo llegamos al juego sin que yo supiera
suficiente tamasheq, ni el mucho
francés. Estar sentados pendientes de si una vaca cagaba y recogerla en su compañía de los dos proyectos de tuaregs era antinatural para los tres críos. Cuando yo me
deshacía de la porquería y él de su hermano nos poníamos a jugar como no podía
ser de otra manera. Le enseñé un pasatiempo con las manos que en su momento me
enseñara Mayifa y otro con unas cagarrutas de cabra al que jugábamos en mi
aldea. Un día, él llegó con dos ramas limpias y ligeramente derechas. Presumía
de ellas. Debes recordar que la madera en el desierto no es como el agua, pero
al menos, es tan rara como el precioso líquido. Luego se jactó de que su pueblo
era guerrero. Se pasó un rato posando ante mí con posturas de ataque y defensa.
Después descubrió que su hermano, al que había sentado en la tierra, podría
convertirse en el enemigo, y así le usó, lanzada por aquí, golpe por allí. Al
ver tal actuación recordé las historias de mi bisabuela y su también orgullo
guerrero y tribal. Me levanté y dejé de ser espectador para convertirme en un
verdadero enemigo. Cogí el otro palo clavado en la arena y comenzamos una pelea
cuerpo a cuerpo durante la que fuimos improvisando las reglas del juego y se nos olvidó cualquier mierda. Cuando
se legisla así no hay diferencias sociales, y como solo éramos dos
legisladores, las leyes debían tomarse por unanimidad, porque no hay otra
manera. No es lo mismo que cuando se vive en sociedades más complejas, aunque
no más numerosas, como ocurre entre los que viven en pareja. En ellas, el más
fuerte se lleva el gato al agua, y no me refiero a fortaleza física. Acaso porque el que cede no puede decir eso
que tanto decimos los niños: "Pues, entonces, no juego". No, el compañero no te
deja tirar la toalla, y eso que el divorcio está extendido como derecho en las
leyes occidentales aunque no todos las discusiones pueden tener esa solución. O como pasa en la
cultura islámica, donde una mujer no puede decidir su destino ni su futuro. Y,
sin querer meterme en un jardín, porque esas leyes islámicas, ancladas en un
ayer inamovible, dicen que alguien dijo que un dios dijo. Palabras de un
tercero que son interpretadas a su antojo por los que se creen más dignos que
ellas dignas. A veces, las costumbres ancestrales deben ser cuestionadas, como
la de fumar aunque no sea tan antigua, si no, pueden acabar en vicios, en
abusos y en muertes. Yo me he despistado otra vez, ves. No tengo arreglo. Perdona.
Vuelvo con Fahdag. Bien es verdad que el chico tenía otros amigos, pero quizá la suma de
la recomendación de su abuela y de la atracción de lo desconocido, la aventura,
hicieron que me prefiriera a los de todos los días, aunque yo creo que recibía
algo de su abuela también. Acaso fuera por una especie de chantaje emocional o
material que le obligaba a cargar con su hermano menor. Y claro, en la panda, Fahdag sería objeto de mofa por tener que cargar a diario con el pequeño y con el de la porquería. Acaso
me prefería a mi porque yo no me burlaba de él, amén de que los otros no se
acercaban a mí, por ser yo un esclavo de mierda. Su hermano le fijaba a él y a mi me
fijaban las heces, así que compartíamos como podíamos nuestra inmovilidad
relativa. Y aquello me sirvió también para ganar puntos ante la familia de mi
amo, así como algunas raciones más de arroz o dátiles, cuyos huesos manteníamos
en boca una mañana entera. Ya relimpios los dejábamos encima de la estera que hacía de tapa en el pozo y luego los usábamos en nuestros juegos. Pero como dicen por aquí, la alegría
dura poco en casa del pobre. Esos dátiles que compartíamos fueron mi perdición
y el final de una vida apenas vivida. Cuidar del hermano de Fahdag era más bien
un eufemismo, porque no le hacíamos ni puto caso. Así era, y así hay que
decirlo. Pero, ¿qué le podía pasar al pequeño? Porque no le dejábamos apartarse. No había ni animales cerca, ni
pozo de agua, ni piedras, ni acantilados, ni nada. Y ni Fahdag ni yo pensábamos que le gustara a nadie la porquería.
Por eso estábamos tranquilos y a nuestro aire. A veces nos miraba, a veces
jugaba con la arena y, a veces gateaba sin ir a ningún sitio. Cuando veíamos
que se acercaba una tormenta de arena, yo me encargaba de cubrir la mierda y él de
su hermanito. Todo estaba o creíamos que estaba controlado. Todo menos los
dátiles, la curiosidad y el instinto de imitación de los cachorros. Así, un día
que nos entreteníamos con los huesos secos oímos gorjear a Itri. No le dimos
la menor importancia. Y aunque no le veíamos de frente se movía, así que pensamos
que estaría bien, como siempre. Contábamos los huesos porque eran ganancias del
juego, como si fueran monedas. Pero con lo que no contábamos era con que él ya
gateaba, ni con los huesos que se nos despistaban. En eso solo podía estar una
madre o un padre, no un hermano de once o doce años. Este estará siempre a lo
suyo, a jugar. El mocoso no protestaba como siempre, con un lloro de cocodrilo, pero
seguimos a lo nuestro. Fahdag y yo tampoco sabíamos que los menores tienden a
imitar a los mayores y que cuando nos salen los dientes cualquier cosa dura
calma el dolor de encías y todo va a la boca. Y eso es lo que ocurrió, que Itri se atragantó con un hueso de dátil. Cuando nos dimos cuenta, Fahdag no sabía qué
hacer y yo, por ayudarle a él y al pequeño, firmé mi sentencia de muerte. Si
alguno de los dos hubiéramos tenido un poquito más de experiencia, o el muladar del campamento hubiera estado más cerca, aquella
vida no se hubiera perdido. Ante la parálisis del hermano mayor al ver al menor
abrir su boquita y querer coger aire mientras cambiaba de color a mí solo se me
ocurrió buscar ayuda. Así cogí aquel cuerpecillo que se debatía entre la vida y
la muerte y corrí todo cuanto pude en dirección a la tienda de mi amo. Fahdag
que había reaccionado al verme correr, me imitó a la vez que gritaba en tamasheq y terminó por adelantarme. De sus gritos yo solo entendía
el nombre de su madre y de su abuela. Vi aparecer a la menor en la gran
abertura de su casa e intuyó, por los gritos de su hijo el mayor y al verme
cargado con el menor, que algo no iba bien. Tras un titubeo por querer entender
la llamada de socorro, la madre corrió hacia mí, pero tanto ella como yo
llegamos tarde, aunque yo lo supe antes, ya que el cuerpo de Itri no se
convulsionaba, ni respiraba tampoco. Yo en mi francés y desesperado grité: «¡Se ahoga, se ahoga!», y la madre, sin
que yo soltara al pequeño introdujo sus dedos en su boca y tras varios
intentos logró sacar el hueso. Se quedó con él entre los dedos y me
arrancó a su hijo de los brazos. Lo zarandeó con delicadeza, incrédula al ver
que no se movía. Susurraba su nombre como si, curiosamente, no quisiera
despertarlo de aquel sueño eterno. Fahdag llegó hasta nosotros, se había
quedado atrás al ver salir a su madre, y se arrodilló junto a nosotros. También llamó a su hermano y también empezó a gemir. Después todo fueron
lloros y alaridos, expresiones de un dolor de quien todavía no ha olvidado el
parto de lo que pierde. A esos gritos y esos lamentos, para los occidentales
exagerados, acudieron las personas más cercanas a la tienda y luego otros y
otros y los últimos que fueron avisados, entre los que llegaron mi amo y el
padre de la criatura. Yo era el único esclavo del grupo, pero fue por poco
tiempo, porque tan solo faltó darme patadas para que me fuera de allí. Y me fui
con mis lágrimas y cabizbajo sin imaginar siquiera lo que me esperaba. Parecía
que el tiempo se había detenido en el último estertor que noté antes de que Itri me abandonara. Era dolor. Y en el fondo, eso es lo que le había pasado, que su
tiempo se había detenido para siempre.
Bajada de www.almendron.com |
Cuando uno piensa
en la muerte de un niño, aunque sea tan lejana que llegue a ser hasta
imaginada, no deja de sentir tristeza. Supongo que como yo, todos pensamos “¿por
qué?”. La muerte es menos deseada cuanto menor es quien la sufre. Y más cuando
uno cree que hay otras gentes, en el otro extremo de la vida que, ante el
dolor, desean que todo acabe para descansar. Supongo que al autor de estas
cartas no le valdría el refrán al que muchos creyentes se agarran (Dios da
pañuelo a quien no tiene mocos) para pasar mejor estos malos tragos. Supongo
también que este proverbio solo pudo nacer en un caldo de cultivo que situaba a
Dios, y no al hombre, en el centro de la creación, como ocurriría después en el
Renacimiento. Aunque los renacentistas, ante el hecho que me ocupa, también se
hayan preguntado por el motivo de la muerte de un bebé. Hoy, que tenemos
autopsias que nos aclaran los motivos de cualquier fallecimiento, la pregunta también queda sin
contestar (¿por qué?). Y eso que los resultados de esas autopsias dejan claros los motivos
por los que muchos de nuestros niños no llegan a adultos: inanición, deshidratación,
migración, balazo, metralla, cambio climático, accidente laboral, muerte súbita, etc. Muchos
de ellos evitables desde mi punto de vista. Pero, al igual que la mentira, la
hipocresía es necesaria a los humanos para poder socializar y empatizar. A
mí el primero. Por eso acudo tantas veces al Canto a mi mismo de Walt Whitman, para sentirme como uno más, aunque ninguno seamos iguales.
Bajada de www.losviajeros A. Hernández Alonso |
Me ha hecho gracia su primer título (mantero de mierda), no sé si le valdrá para su curriculum posterior... Las culpas ajenas son más dolorosas de llevar en general, pero al menos Fahdag (primer amigo?) ha intentado lavar la suya mediante la ayuda para que escape. Seguiremos sus andanzas. Abrazos, J.C.
ResponderEliminarGracias, Ligia. No será el último título que la vida le otorgue, te lo aseguro, jaja. Sí, entre Fahdag y Dikembe yo también he vislumbrado amistad, pero ella como todo, necesita cierto tiempo. Un abrazo, JC.
EliminarQué gracioso lo de manteros. Mira por donde recoger boñigas sea tan importante. Pero veo que esto va de mal en peor, para un momento de tranquilidad que encontró, en fin seguiremos leyendo para ver que le depara el futuro.
ResponderEliminarHasta el lunes J.C.
Hasta el lunes, Varinia. Y gracias, JC.
Eliminar"La alegría dura poco en casa del pobre". Sí, son tantas sus necesidades que cualquier tropiezo se convierte en otro drama. Cuando se parece tocar la existencia de su antónimo, de golpe se viene todo abajo de nuevo. Cada día es un suplicio y la noche que trae el descanso, si llega, no quiere despertar porque el otro día amanece tan amargo o más que el anterior. ¿De qué pasta o madera se forma un ser que desde su nacimiento lleva marcado a fuego en su carne la desgracia? Si pudiera consolar a Dikembe, que a la vez no serviría de nada el consuelo, le diría que en cualquier tiempo, en distintas circunstancias, pero igualmente de triste, hay personas que como él el dolor, la pena y la desventura irían con él de la mano. Si bien son pesadumbres llevadas al extremo, quizá no se sintiera tan solo.
ResponderEliminarVeremos qué le depara el desierto sin rumbo ni destino.
Un abrazo.
Veremos. Pero acaso le quites el puesto al escritor, Nita. Es broma y reconocimiento. Un abrazo. JC.
EliminarVaya, para un momento de "paz" que encontraba acaba en otra desgracia.
ResponderEliminarEs curioso que nosotr@s andemos quejándonos de los "problemas" que nos depara la vida diaria, comparado con los tropezones de Dikembe...
Feliz semana JC.
Besitos
Cada uno debe vivir su vida y sus problemas. La vida de Dikembe no imposibilita las nuestras. Un beso y gracias, Amanda. JC.
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