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lunes, 11 de julio de 2016

CAP. 9. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo





CAPÍTULO 9
De mi fuga

ntenderás que después de la muerte del maestro quesero no tuviera ganas de hincar el diente a más quesos, salvo a los triángulos que, a veces, nos ponían para cenar, y aun así, me lo comía con cierta aprensión. Con el resto de la cena, media docena de dátiles, no tenía problemas. De todas maneras, aunque hubiera tenido la oportunidad de descorazonar algún queso más, no me hubiera atrevido. El corazón de un queso no merece lo mismo que el de una mujer, como aprendería más adelante. De esa forma, ante la ausencia de más quesos hueros, todos quedaron tranquilos y convencidos de que el culpable de aquel expolio había sido ejecutado. Yo era el único que podía salvar su honor y el de su familia, pero el precio y el miedo eran muy grandes y yo muy pequeño. A pesar de ver cómo la familia, inocente de todo, se hundía en la jerarquía del campamento, no hablé pero sentí pena por ellos. Ni soy ni fui un desalmado. Cuando veía a algún pariente de aquel buen hombre la vergüenza se me venía a la cara y sentía un mordisco en la conciencia. Con el tiempo cerré aquella herida, pero no terminé por acallar mi conciencia. Por suerte, no tardamos mucho tiempo en levantar el campamento. Los tuaregs nunca se quedan mucho tiempo en un lugar. No mandan ni los hombres ni las mujeres, sino los animales. Aunque mejor dicho estaría que mandan los pastos. Una vez esquilmados, hay que buscar otros. Con ello mis trabajos cambiaron y aprendí como se desmonta una
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tienda a las órdenes de la mujer del amo, porque son las mujeres las encargadas de todo lo referido a este respecto. Supe así lo que es imprescindible para un hogar tuareg. Gracias a esa vida nómada, que se remonta al siglo XII y a genes bereberes, esa gente sabe lo que tenía que dejar atrás y con lo que tiene que cargar. En aquellos momentos de desmantelamiento, los objetos eran tan importantes como el agua o saber donde encontrarla. Por ello quienes dirige estos trabajos son las mujeres. Ellas atesoran ese saber. Después de recibir las órdenes de mi ama y tener todo cargado, me di cuenta que había que saber mucho para conseguir reducir la carga de todo su hogar para que tan solo se usaran dos camellos en su transporte. Después de ver la cara desnuda de mi ama, imaginé la edad del amo, cuya cara no vería jamás. Era un hombre mayor porque su esposa lo era. No podía ser de otra manera en mi mollera. Sí, había visto mujeres jóvenes con hombres viejos, pero lo contrario nunca. Eso sí, había satisfecho una curiosidad que no me servía para nada y que, además, podía ser errónea. Lo inútil estorba como aprendí de aquella buena mujer que, mientras trabajábamos, repartía con frecuencia la leche que podía estropearse según ella misma decía: «Para que se estropee mejor os la bebéis vosotros, que falta os hace. El agua no se estropea en los odres, la leche sí». Eso tan evidente no lo sabía yo por aquel entonces. No te lo había dicho hasta ahora, pero seguir el paso de un mehari es harto costoso, ya te he contado cómo me las arreglaba para no perder comba cuando seguía a Moussa y a su camello. Te aseguro que es como intentar alcanzar tu sombra cuando tienes el sol a tu espalda. Sabedor de que no podría usar mi argucia en aquel viaje que se iniciaba, andaba preocupado. Aunque, en un momento determinado, se me vino a la mente que yo no era mujer ni niño. Tenían que ser, en este caso, los camellos los que adecuaran su paso a los humanos. Los niños por sus cortas piernas y aguante, y las mujeres por sus largas faldas, no podrían seguir el paso de los animales. Y los hombres no iban a dejarles solos. A no ser, claro, que todos tuvieran cabalgadura. Mujeres y niños hay en todas las sociedades vivas. Y para poder parir y alimentar a las crías, las mujeres tienen que estar dotadas de características físicas distintas al varón. Ellas son las que realizan la labor más importante dentro de una sociedad: perpetuarla. Por mucho que nos empeñemos nosotros, si ellas no quieren… ¿No crees? Eh bien, c'est ça, mon ami. De ahí la “supremacía” machista basada en la fuerza física y expresada en violencia contra ellas. Es normal que una mujer proteja el fruto de su vientre y, en momentos de peligro, trague con cualquier cosa a cambio de no recibir una patada en su preñez, independientemente de que el pateador sea o no el padre de la criatura. Y por eso también, y por los hijos ya paridos, la azalai se ajustaría a una velocidad que todos los miembros de la tribu pudieran asumir. Con esta idea, que creía acertada dentro de mi cabeza, conseguí colocarme junto a las madres con hijos que ya comenzaban a avanzar. Con el fin de que no se me notara el interés en andar más tranquilo, cogí a un crío en brazos. Y como los niños son como son, y yo, a pesar de mi tamaño, no dejaba de ser uno de ellos, terminé jugando como uno más. Ya sabes, los niños nos lo tomamos todo a juego. Si un viaje de cuatro horas en coche a la playa es aburrido para tu hijo, que yo lo he vivido, imagínate uno de días y a pata por el desierto. Y encima sin premio final. Bien es verdad que los africanos somos más pacientes que los europeos, pero un niño es un niño en cualquier parte del mundo, aunque no les otorguemos los mismos derechos a todos. Al fin y a la postre, todavía no han asumido los roles ni las manías de sus mayores. Aquellos juegos y mi falta de turbante blanco, al que todavía no me había hecho merecedor, me ayudaron a simpatizar, es decir, ellas, las madres, empatizaron conmigo. Y ya, después de tres días de viaje dejaban a sus hijos a mi cargo con la tranquilidad con la que se dejan a un hermano mayor. Y yo, claro, me aprovechaba de aquellas circunstancias. A más de uno no le agradaba la leche de cabra, prefería la de camella, y a otros les pasaba al contrario. Al principio, sabedor de que era vigilado, insistía y obligaba a los críos a tomarse su ración, pero cuando las marcas se relajaron, mis exagerados aspavientos y gritos escondían mis tragos para que los suyos fueran menos amargos. Al guiñarles un ojo mientras lo hacía, los pícaros y yo nos hacíamos cómplices del engaño, que, entre los niños es un salvoconducto. Unen más las malas que las buenas acciones. Cuando se comparte una buena acción, siempre se corre el riesgo de querer ser más protagonista que el compañero de aventuras. En cambio, si es un acto mal visto por los mayores, callamos y nos cubrimos unos a otros por el honor entre compañeros y el qué dirán. Tras muchas trampas y tropezones, no importantes, conducidos por aquellos que se guían por las estrellas, contempladas cada noche con gran atención y después de visitar dos oasis, llegamos a media mañana a un paraje donde se distinguía algo de verde contra el continuo ocre. Una mata aquí, otra allá, un árbol rechoncho y solitario, pero con hojas sanas, junto a un hilo de agua sobre un lecho de piedras que todos agradecimos y disfrutamos, aunque unos más que otros. Fue allí donde descansamos. Habíamos comenzado la etapa antes de que el sol saliera y no habíamos parado más que para comer. Mirando y escuchando discurrir el agua, se me vino a la cabeza la última vez que había ido al río con toda mi familia. Hasta tal punto me quedé embebido en mis recuerdos que Mutabazi hubo de darme un cachete para que le hiciera caso. Debía cumplir con mis obligaciones y ayudar a descargar y montar el nuevo campamento. Cuando llegué allí donde me mandó, descubrí una gran pradera que quedaba oculta en un valle. Supongo que el agua filtrada había hecho posible aquel manto verde que daba gusto contemplar y que pronto holló el ganado. Enseguida entraron en escena las mujeres y empezaron a darnos órdenes, mientras los hombres con turbante blanco se hacían cargo de los rebaños y después de los animales que los parias descargábamos. Los de turbante azul solo daban órdenes y algún que otro golpe a los que se hacían los remolones. Al final me ordenaron estar atento a los excrementos que el ganado evacuaba con el fin de recogerlo y enterrarlo lejos del campamento para que no oliese y por salubridad. Eso es lo que haría durante toda la estancia en aquel lugar. En contra de lo que yo pensaba, Mutabazi me informó de que era un trabajo de gran importancia. Había accedido a él, según me dijo, recomendado por más de una de aquellas madres a cuyos hijos había escatimado la leche en beneficio propio. Y deduje que todo consistía en parecer honrado, lo fueras o no. Deducción que ahora veo que comparto con muchos de vosotros y que nada tiene que ver con el dicho ese de la honradez de la mujer del césar que, en el fondo, esconde la poca importancia de ser honrado frente a lo importante que es parecerlo. ¿Cómo es posible que todo lo que ocurre en política y delante de vuestros ojos no provoque la caída de unos gobernantes que no os merecéis? La única explicación posible es que los ojos que no quieren mirar también sean sordos, porque lo que escuchan son las quejas de aquellos a los que han engañado pero que siguen sin voz.  Oprimidos los hay por doquier, y no hace falta que sean negros ni africanos. A mí, ahora que me ha llegado la última madurez y soy un hombre sin ideología, me parece increíble vuestra situación y eso que he visto de todo y he faltado a todo. Supongo que será por lo mismo que yo me considero un hombre de honor. Al final justificamos nuestras peores acciones con nuestras mejores intenciones, aunque esas excusas solo nos sirvan a nosotros como individuos. En fin, dejemos el hoy y retomemos el ayer, al actual campamento ya listo para ser habitado con comodidades que a más de uno sorprenderían. Y volvemos al anochecer cuando los hombres del turbante índigo realizan el único trabajo casero: preparar el té a las puertas de sus hogares. Durante el rito, se preparan tres infusiones que recuerdan las travesías por el desierto. Una para los anfitriones, otra por uno mismo y otra por Dios. Esta simbología, que yo sepa, ha sido hoy pospuesta, y a las tres diversas maneras de hervir el té, corresponden además diferentes grados de azúcar asociados a tres emociones, intercambiables en orden, según la voluntad del oficiante y de su propio humor. El primero se sirve fuerte como el amor, el segundo amargo como la vida y el tercero dulce, como la muerte. Por supuesto ni los destocados ni los tocados con turbantes blancos participan ni de la ceremonia, ni de la degustación. Por supuesto yo solo vi de lejos el ritual, entre otras cosas porque los jodidos animales descargaban siempre sus vientres al pasar por el campamento y a esas horas. Acaso es que eran sabedores de la importunidad de sus heces, vaya usted a saber. He de informarte de que mientras los camellos, las cabras y los caballos eran reunidos, acoplados y atados en grupo, las vacas campaban a sus anchas entre las tiendas, como los niños.  El caso es que tenía que recoger una a una las grandes boñigas y llevarlas en viajes individuales al muladar. No podía recoger varias y aprovechar el viaje, no. Cargaba en unas parihuelas cada boñiga para no acumular olores. Y menos mal que Mutabazi me explicó, el segundo día y sin tener que hacerlo, que lo mejor para el desempeño de mi labor era que fabricara esas angarillas con unas ramas y las acabara en pico para arrastrar mejor la fétida carga, si no... El tercer día me explicó cómo confeccionar una especie de pala para no tener que meter las manos en el estiércol, cosa que le agradecí, aunque no que me dijera que tenía que seguir cavando el pozo porque alguien se habían quejado de que les llegaban olores. Yo aporté que podíamos taparlo si conseguíamos una estera vieja o algo así. Al final el pozo negro terminó más hondo y tapado. El problema es que la tapa desapareció con la primera tormenta de arena, claro, y me llevé la bronca por no haber pensado en ello, aunque lo peor fue que esa noche no cené. Así que la segunda tapa no se voló. Entre cagada y cagada de vaca me agencié cuatro piedras, ninguna pequeña, que transporté en mi especie de carretilla sin rueda y pisé con cada una una esquina de la segunda esterilla que me entregaron. Eso y sus agujeros evitaron que alguien se encontrara entre las dunas una estera con aroma de mierda de vaca y, también, que los olores llegaran al campamento.
 Por la noche, sin que nadie me viera, o eso creía yo, me metía en una poza que alguien había hecho y trataba de quitarme el olor que ya tenía fijado en mi pituitaria. Una noche pensé cómo hacer más cómodo mi trabajo e imaginé algo muy sencillo: si dispusiera de una manta, o algo parecido, podía echar la cagada en ella, envolverla, echármela al hombro y no tener que arrastrar aquel engendro que se clavaba en la arena como un ancla. Se lo conté a mi controlador y me dijo que no, pero al cabo de unos días, apareció con una piel, más gastada que el sueldo de un 'mileurista', y me la dio para lo que quisiera. Yo, claro, la empleé en mi trabajo, aunque en el primer viaje sin el peso muerto de las ramas clavadas en la arena, contento me censuré porque para una cosa que tenía la usaba para trabajar: "Serás tonto, Dikembe". Alguna ventisca me cogió con mi carga al hombro y ahora revivo otros momentos de urgencia, ya aquí en tu país, al ver a mis paisanos recoger su mercancía expuesta en mantas cuando alguien advierte a gritos que viene la pasma. El top-manta, ¿no lo llamáis así? Yo, en aquella etapa, era un mantero de mierda, como también algunos de vosotros denomináis peyorativamente a los que trapichean obligada o libremente en las calles de vuestras ciudades con objetos que sabe Dios de donde salen. Yo, al menos, sabía la procedencia de mi mercancía. Es más, si yo ahora, en mi currículo indicara esa actividad, mantero de mierda, se entendería que fui vendedor callejero y no haría falta ni una foto ni especificar mi raza para que el empleado de recursos humanos dedujera mi color de piel y mi origen. Eso sí, jamás entendería que ese trabajo diera alcurnia entre los esclavos de una tribu tuareg. Los clichés son algunos de nuestros enemigos, aunque, a veces, parece que ayudan. Pero yo creo que si los usamos o creemos en demasía, evitan el buen ejercicio mental de pensar, que debería ser una asignatura troncal desde la guardería hasta cualquier máster de posgrado. No digo que así desaparecieran el machismo, la guerra, la corrupción, el nepotismo, la homofobia, el tabaquismo, el alcoholismo y otras tantas taras sociales pero, por lo menos, sabríamos donde estamos nosotros y nuestro prójimo y eso, ya sería un avance en nuestra evolución hacia algo mejor de lo que dejamos atrás. Además, usaríamos mejor nuestro voto. Aquel trabajo me trajo dignidad a pesar de ser un esclavo. Pero de eso sabéis ahora vosotros bastante, no hace falta explicar nada, así que volvamos a mis excrementos, dejando a un lado otros más actuales. Mutabazi y los demás me miraban y me hablaban con menos desprecio, mi ama dejaba que su hijo mayor se acercara a mí acompañado de su hermano menor que apenas sabía andar. Había subido un peldaño en la jerarquía tuareg. Mi actuación con los niños en el ultimo viaje y mi nueva obligación lo habían posibilitado. Pero hasta que no apareciera otro esclavo, no dejaría de ser el último paria de aquella sociedad. En el fondo, es un círculo vicioso en el que también estáis inmersos. Venimos los inmigrantes y ocupamos el último escalafón social, pero cuando la mayoría regresa a sus lugares de origen, ese escalón lo llenáis parte de vosotros. Pasa en todas las sociedades, desarrolladas o no. Lo peor que hay es sentirse el último monigote, que te arranquen tu autoestima, da igual que tengas o no derecho a subsidio alguno. Bon, como te decía, ya no me sentía el paria del campamento. A ello contribuyó también la confianza que mi ama depositó en mí. Aquella madre y mujer, que no era tonta, consintió que su nieto mayor, más o menos de mi edad, se juntara conmigo. Y no solo él, sino su hermano pequeño también. Tras ordenarme que hablara con ellos en francés y que evitara el tamasheq me los mandaba todos los días. Ni qué decir tiene que para mí era más cómodo expresarme en el idioma galo, pero como ya te he explicado, entre niños, a pesar de las peleas y las envidias, nos entendemos muy bien y guardamos perfectamente nuestros secretos, así que no siempre la obedecíamos y yo también aprendía lo mío. Me sentí honrado por esa confianza y más cuando vi que Fahdag no acató malamente la decisión de su abuela. He de explicarte, para que entiendas esto último, que los niños tuaregs, a partir de una edad temprana y hasta la adolescencia, se mueven en pandillas libremente por el campamento y no tienen obligación de acudir a su casa si no les apetece. Claro, lo hacen cuando quieren o cuando lo necesitan. Por lo tanto, ese chaval renunciaba a estar con sus amigos para seguir el consejo, que no orden, de su abuela. Lo del pequeño era otro cantar, porque, en definitiva, nos colgaban a su hermano mayor y a mí el muerto de cuidarle. El tema era que a esa anciana se le había olvidado que había sido niña, porque si no hubiera sabido que si bien los niños son como los adultos, algunos necesitan presumir delante de los demás, hay otros que necesitan retarse. Pero entre los mayores y los niños siempre habrá una diferencia. Para los primeros pavonearse es un fin, para los segundos es, era y será un medio, un motivo para jugar. Y como es lógico, Fahdag y yo llegamos al juego sin que yo supiera suficiente tamasheq, ni el mucho francés. Estar sentados pendientes de si una vaca cagaba y recogerla en su compañía de los dos proyectos de tuaregs  era antinatural para los tres críos. Cuando yo me deshacía de la porquería y él de su hermano nos poníamos a jugar como no podía ser de otra manera. Le enseñé un pasatiempo con las manos que en su momento me enseñara Mayifa y otro con unas cagarrutas de cabra al que jugábamos en mi aldea. Un día, él llegó con dos ramas limpias y ligeramente derechas. Presumía de ellas. Debes recordar que la madera en el desierto no es como el agua, pero al menos, es tan rara como el precioso líquido. Luego se jactó de que su pueblo era guerrero. Se pasó un rato posando ante mí con posturas de ataque y defensa. Después descubrió que su hermano, al que había sentado en la tierra, podría convertirse en el enemigo, y así le usó, lanzada por aquí, golpe por allí. Al ver tal actuación recordé las historias de mi bisabuela y su también orgullo guerrero y tribal. Me levanté y dejé de ser espectador para convertirme en un verdadero enemigo. Cogí el otro palo clavado en la arena y comenzamos una pelea cuerpo a cuerpo durante la que fuimos improvisando las reglas del juego y se nos olvidó cualquier mierda. Cuando se legisla así no hay diferencias sociales, y como solo éramos dos legisladores, las leyes debían tomarse por unanimidad, porque no hay otra manera. No es lo mismo que cuando se vive en sociedades más complejas, aunque no más numerosas, como ocurre entre los que viven en pareja. En ellas, el más fuerte se lleva el gato al agua, y no me refiero a fortaleza física. Acaso porque el que cede no puede decir eso que tanto decimos los niños: "Pues, entonces, no juego". No, el compañero no te deja tirar la toalla, y eso que el divorcio está extendido como derecho en las leyes occidentales aunque no todos las discusiones pueden tener esa solución. O como pasa en la cultura islámica, donde una mujer no puede decidir su destino ni su futuro. Y, sin querer meterme en un jardín, porque esas leyes islámicas, ancladas en un ayer inamovible, dicen que alguien dijo que un dios dijo. Palabras de un tercero que son interpretadas a su antojo por los que se creen más dignos que ellas dignas. A veces, las costumbres ancestrales deben ser cuestionadas, como la de fumar aunque no sea tan antigua, si no, pueden acabar en vicios, en abusos y en muertes. Yo me he despistado otra vez, ves. No tengo arreglo. Perdona. Vuelvo con Fahdag. Bien es verdad que el chico tenía otros amigos, pero quizá la suma de la recomendación de su abuela y de la atracción de lo desconocido, la aventura, hicieron que me prefiriera a los de todos los días, aunque yo creo que recibía algo de su abuela también. Acaso fuera por una especie de chantaje emocional o material que le obligaba a cargar con su hermano menor. Y claro, en la panda, Fahdag sería objeto de mofa por tener que cargar a diario con el pequeño y con el de la porquería. Acaso me prefería a mi porque yo no me burlaba de él, amén de que los otros no se acercaban a mí, por ser yo un esclavo de mierda. Su hermano le fijaba a él y a mi me fijaban las heces, así que compartíamos como podíamos nuestra inmovilidad relativa. Y aquello me sirvió también para ganar puntos ante la familia de mi amo, así como algunas raciones más de arroz o dátiles, cuyos huesos manteníamos en boca una mañana entera. Ya relimpios los dejábamos encima de la estera que hacía de tapa en el pozo y luego los usábamos en nuestros juegos. Pero como dicen por aquí, la alegría dura poco en casa del pobre. Esos dátiles que compartíamos fueron mi perdición y el final de una vida apenas vivida. Cuidar del hermano de Fahdag era más bien un eufemismo, porque no le hacíamos ni puto caso. Así era, y así hay que decirlo. Pero, ¿qué le podía pasar al pequeño? Porque no le dejábamos apartarse. No había ni animales cerca, ni pozo de agua, ni piedras, ni acantilados, ni nada. Y ni Fahdag ni yo pensábamos que le gustara a nadie la porquería. Por eso estábamos tranquilos y a nuestro aire. A veces nos miraba, a veces jugaba con la arena y, a veces gateaba sin ir a ningún sitio. Cuando veíamos que se acercaba una tormenta de arena, yo me encargaba de cubrir la mierda y él de su hermanito. Todo estaba o creíamos que estaba controlado. Todo menos los dátiles, la curiosidad y el instinto de imitación de los cachorros. Así, un día que nos entreteníamos con los huesos secos oímos gorjear a Itri. No le dimos la menor importancia. Y aunque no le veíamos de frente se movía, así que pensamos que estaría bien, como siempre. Contábamos los huesos porque eran ganancias del juego, como si fueran monedas. Pero con lo que no contábamos era con que él ya gateaba, ni con los huesos que se nos despistaban. En eso solo podía estar una madre o un padre, no un hermano de once o doce años. Este estará siempre a lo suyo, a jugar. El mocoso no protestaba como siempre, con un lloro de cocodrilo, pero seguimos a lo nuestro. Fahdag y yo tampoco sabíamos que los menores tienden a imitar a los mayores y que cuando nos salen los dientes cualquier cosa dura calma el dolor de encías y todo va a la boca. Y eso es lo que ocurrió, que Itri se atragantó con un hueso de dátil. Cuando nos dimos cuenta, Fahdag no sabía qué hacer y yo, por ayudarle a él y al pequeño, firmé mi sentencia de muerte. Si alguno de los dos hubiéramos tenido un poquito más de experiencia, o el muladar del campamento hubiera estado más cerca, aquella vida no se hubiera perdido. Ante la parálisis del hermano mayor al ver al menor abrir su boquita y querer coger aire mientras cambiaba de color a mí solo se me ocurrió buscar ayuda. Así cogí aquel cuerpecillo que se debatía entre la vida y la muerte y corrí todo cuanto pude en dirección a la tienda de mi amo. Fahdag que había reaccionado al verme correr, me imitó a la vez que gritaba en tamasheq y terminó por adelantarme. De sus gritos yo solo entendía el nombre de su madre y de su abuela. Vi aparecer a la menor en la gran abertura de su casa e intuyó, por los gritos de su hijo el mayor y al verme cargado con el menor, que algo no iba bien. Tras un titubeo por querer entender la llamada de socorro, la madre corrió hacia mí, pero tanto ella como yo llegamos tarde, aunque yo lo supe antes, ya que el cuerpo de Itri no se convulsionaba, ni respiraba tampoco. Yo en mi francés y desesperado grité: «¡Se ahoga, se ahoga!», y la madre, sin que yo soltara al pequeño introdujo sus dedos en su boca y tras varios intentos logró sacar el hueso. Se quedó con él entre los dedos y me arrancó a su hijo de los brazos. Lo zarandeó con delicadeza, incrédula al ver que no se movía. Susurraba su nombre como si, curiosamente, no quisiera despertarlo de aquel sueño eterno. Fahdag llegó hasta nosotros, se había quedado atrás al ver salir a su madre,  y se arrodilló junto a nosotros. También llamó a su hermano y también empezó a gemir. Después todo fueron lloros y alaridos, expresiones de un dolor de quien todavía no ha olvidado el parto de lo que pierde. A esos gritos y esos lamentos, para los occidentales exagerados, acudieron las personas más cercanas a la tienda y luego otros y otros y los últimos que fueron avisados, entre los que llegaron mi amo y el padre de la criatura. Yo era el único esclavo del grupo, pero fue por poco tiempo, porque tan solo faltó darme patadas para que me fuera de allí. Y me fui con mis lágrimas y cabizbajo sin imaginar siquiera lo que me esperaba. Parecía que el tiempo se había detenido en el último estertor que noté antes de que Itri me abandonara. Era dolor. Y en el fondo, eso es lo que le había pasado, que su tiempo se había detenido para siempre.





Cuando uno piensa en la muerte de un niño, aunque sea tan lejana que llegue a ser hasta imaginada, no deja de sentir tristeza. Supongo que como yo, todos pensamos “¿por qué?”. La muerte es menos deseada cuanto menor es quien la sufre. Y más cuando uno cree que hay otras gentes, en el otro extremo de la vida que, ante el dolor, desean que todo acabe para descansar. Supongo que al autor de estas cartas no le valdría el refrán al que muchos creyentes se agarran (Dios da pañuelo a quien no tiene mocos) para pasar mejor estos malos tragos. Supongo también que este proverbio solo pudo nacer en un caldo de cultivo que situaba a Dios, y no al hombre, en el centro de la creación, como ocurriría después en el Renacimiento. Aunque los renacentistas, ante el hecho que me ocupa, también se hayan preguntado por el motivo de la muerte de un bebé. Hoy, que tenemos autopsias que nos aclaran los motivos de cualquier  fallecimiento, la pregunta también queda sin contestar (¿por qué?). Y eso que los resultados de esas autopsias dejan claros los motivos por los que muchos de nuestros niños no llegan a adultos: inanición, deshidratación, migración, balazo, metralla, cambio climático, accidente laboral, muerte súbita, etc. Muchos de ellos evitables desde mi punto de vista. Pero, al igual que la mentira, la hipocresía es necesaria a los humanos para poder socializar y empatizar. A mí el primero. Por eso acudo tantas veces al Canto a mi mismo de Walt Whitman, para sentirme como uno más, aunque ninguno seamos iguales.





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A. Hernández Alonso
El cuerpecillo de Itri fue lavado a conciencia y con mimo en un ritual que yo observé de lejos, desde mi dormitorio, que no era otra cosa que un cortavientos clavado en la ladera de una duna. Después vi como varios hombres se alejaban un poco del poblado y cavaban una pequeña fosa en el desierto. Otras mujeres ya habían sacrificado una cabra y la ponían a asar, además de preparar otras viandas. Todos comerían de la primera al menos. Una vez llevado el cadáver a la fosa, fue cubierto con la arena, y el morabito recitó en voz alta una aleya del Corán que hasta yo oí. Después pusieron una pequeña lápida, que no sé de donde sacaron, en la parte de la cabeza y otra a los pies. Si hubiera sido una chica la enterrada, hubieran sido dos las colocadas a los pies. Tras volver al campamento, comenzó el banquete. Y terminó. Y volvieron a sus quehaceres. Yo mientras, me deshice de todas las armas que podían matar a otro pequeñajo. Las tiré de una en una lejos, en diferentes direcciones, como si quisiera alejar mi tristeza. Los huesos que veía chocar contra la arena dibujaban unos hoyuelos mientras me preguntaba cómo una cosa tan pequeña e inofensiva podía matar a alguien. Claro, que yo por entonces no había oído hablar ni de virus ni de bacterias, ni jamás había tenido en las manos una bala. A pesar de que mi mente huía del pesar, mi corazón seguía aplastado por los hechos recientes. Recordé el rostro de mi abuela Kady lleno de lágrimas cuando hubo de reconocer que lo había perdido todo menos su familia, allí en mi aldea, poco antes de iniciar la huida. Y lo comparé con aquella otra cara de aquella otra mujer que teniéndolo todo perdía lo más preciado de su familia y que hubiera aceptado perder todo para que el más inocente volviera entre sus brazos. No descubrí en su mirada ningún atisbo de la esperanza que observé en los ojos de Kady. Huir, para nosotros, era una salida, la única. Pero para la madre de Itri no había fuga posible. Sentía más que pensaba todo esto. Mi pensamiento era fruto de mis sentimientos, y mi quehacer, el lanzamiento de huesos, se había convertido en mecánico. Mis ojos no veían ya los hoyitos que las simientes secas hacían al chocar contra la arena. Por eso no me di cuenta de la presencia de Fahdag hasta que me habló. Le hice repetir lo que me había dicho porque no me había enterado de nada. Tras oírlo por segunda vez, tampoco lo creí. Contesté con un “no”. Y tras la tercera repetición comencé a sentir un miedo creciente que aumentó hasta convertirse en horror. No podía entender las razones por las que me hacían culpable de la muerte del pequeño. No sabía en aquel entonces que, en momentos de dolor, el ser humano necesita un culpable para colgarle cualquier desgracia azarosa. Y más cuando el individuo doliente se funde con una masa impotente ante la desgracia. Los tuaregs forman una sociedad con fe ciega en las maldiciones y en la mala suerte, supersticiosa hasta el extremo, por eso llevan amuletos para todo, por eso la madre recién parida esconde entre sus cabellos un cuchillo y no deja de vigilar a su retoño durante sus tres primeros días de vida, no vaya a ser que algún demonio se lo cambie y se vea criando a uno de ellos. Pero esta vez, el parecer de la masa personificó en mí a uno de esos demonios. Con solo una pregunta inocente: ¿Qué hacía el esclavo que lo trajo?, se prendió la primera llama del incendio que ocultaría que su hermano mayor era el encargado de cuidar al fallecido. Y generó la necesidad de encontrar esa persona a la que culpar de algo que, por horrible, no podía ser obra de uno de los suyos. Y, además tenía que ser de carne y hueso, porque sus amuletos funcionaban contra los demonios, no cabía duda, porque así lo afirmaba el morabito del campamento que, en confabulación con los artesanos joyeros y orfebres, tenían el monopolio de esos talismanes. Unos los creaban y el otro los confería poderes mágicos. El morabito no hubiera creído nunca que un demonio se apoderara de un infiel. Esa era la primera vez que ocurría y debía ponerle solución con otro amuleto nuevo. ¿Quién iba a pensarlo, un demonio dentro del cuerpo de un esclavo infiel? ¿Hasta dónde iban a llegar los infieles para socavar la suerte de la tribu? A pesar del Islam, las creencias ancestrales de ese pueblo seguían vivas y utilizadas para provecho de algunos, como en todas las creencias. Evidentemente eso lo deduje mucho después, como te puedes imaginar, porque jamais he podido quitarme de la cabeza aquel accidente, desgracia de la que nadie era culpable, ni quitarme de los brazos el peso muerto de Itri. «Dikembe, te echan la culpa a ti cuando el culpable soy yo», dijo Fahdag a mi espalda en mal francés. Tardé un momento en entender y asimilar sus palabras. Y con el terror y el desconcierto en los ojos, me volví y miré a mi amigo que, con la cabeza gacha, reconocía que él no podía hacer nada por mí, como tampoco había podido hacer nada por su hermano. Y con sus palabras y su gesto también admitía el error de sus mayores. Sentía dolor y vergüenza propia y ajena por la muerte de Itri, por no haberle cuidado y por lo que se me venía encima. Sabedor de que solo existía una salida para mí, aun en contra de su propia familia, se veía incapaz de reconocer ante ellos que, si había un culpable, ése no era yo, sino él. Y por extensión aquel que le había encargado una misión para la que no estaba capacitado por su corta experiencia y la naturaleza de su edad. Hubiera sido lo mismo que si la madre de Kama hubiera hecho responsables a sus amigos del ataque de aquel león que le despedazó. «Tienes que irte, Dikembe». Miré a mi alrededor y me vino a la cabeza la pregunta del millón, como decís vosotros y como ahora digo yo también ante lo que no tiene respuesta aparente: «¿Adónde?». «No lo sé». Fue la respuesta que yo ya sabía. Él tampoco tenía la contestación correcta. «Pero tienes que irte ya, antes de que vengan a por ti. Yo les mentiré. Les diré que te has ido hacia otro lado, a hacer tus necesidades. Por eso te he traído esto». Entonces me fijé en el pellejo de agua y la bolsa de piel que tenía a sus pies. Y sin despedirme me alejé cargado y agachado. Fahdag me alcanzó al poco sin preocuparse de que le vieran. Me traía el cortavientos enrollado con la estera. Me alejé entre las dunas. 
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Y por hoy basta ya, porque si me ha costado recordar cada detalle de lo que te cuento, más me va a costar olvidar, si es que soy capaz de hacerlo esta vez. 



8 comentarios :

  1. Me ha hecho gracia su primer título (mantero de mierda), no sé si le valdrá para su curriculum posterior... Las culpas ajenas son más dolorosas de llevar en general, pero al menos Fahdag (primer amigo?) ha intentado lavar la suya mediante la ayuda para que escape. Seguiremos sus andanzas. Abrazos, J.C.

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    1. Gracias, Ligia. No será el último título que la vida le otorgue, te lo aseguro, jaja. Sí, entre Fahdag y Dikembe yo también he vislumbrado amistad, pero ella como todo, necesita cierto tiempo. Un abrazo, JC.

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  2. Qué gracioso lo de manteros. Mira por donde recoger boñigas sea tan importante. Pero veo que esto va de mal en peor, para un momento de tranquilidad que encontró, en fin seguiremos leyendo para ver que le depara el futuro.
    Hasta el lunes J.C.

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  3. "La alegría dura poco en casa del pobre". Sí, son tantas sus necesidades que cualquier tropiezo se convierte en otro drama. Cuando se parece tocar la existencia de su antónimo, de golpe se viene todo abajo de nuevo. Cada día es un suplicio y la noche que trae el descanso, si llega, no quiere despertar porque el otro día amanece tan amargo o más que el anterior. ¿De qué pasta o madera se forma un ser que desde su nacimiento lleva marcado a fuego en su carne la desgracia? Si pudiera consolar a Dikembe, que a la vez no serviría de nada el consuelo, le diría que en cualquier tiempo, en distintas circunstancias, pero igualmente de triste, hay personas que como él el dolor, la pena y la desventura irían con él de la mano. Si bien son pesadumbres llevadas al extremo, quizá no se sintiera tan solo.
    Veremos qué le depara el desierto sin rumbo ni destino.
    Un abrazo.

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    1. Veremos. Pero acaso le quites el puesto al escritor, Nita. Es broma y reconocimiento. Un abrazo. JC.

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  4. Vaya, para un momento de "paz" que encontraba acaba en otra desgracia.
    Es curioso que nosotr@s andemos quejándonos de los "problemas" que nos depara la vida diaria, comparado con los tropezones de Dikembe...
    Feliz semana JC.
    Besitos

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    1. Cada uno debe vivir su vida y sus problemas. La vida de Dikembe no imposibilita las nuestras. Un beso y gracias, Amanda. JC.

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