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Entre puntada y puntada
3ª puerta
Ésta, como las sucesivas fui a tiro
hecho y con premeditación. Es decir, me preparé un poco la entrevista, no fuera
a ser que me pasara como con la anterior. En la nueva interviú que iba a
realizar no me iba a pillar nadie. Por eso me estudié bien el personaje al que
quería entrevistar en tercer lugar. Era el preferido de mi hija y quería
hacerlo bien. Llegué muy ufano, como siempre, al pasillo de las ocho puertas
restantes. Se me ocurrió que podía darme una vuelta por allí antes de entrar,
pero enseguida pensé que sería una falta de educación para con Mendrugo. Me
abstuve. Amén de lo que se les podría ocurrir a las ranas si me veían deambular
entre aquellos pasillos, claro. Pero ni aún así. No me libré del humor de
Mendrugo. Cuando tuve enfrente la tercera puerta observé que todas las ranas
llevaban trompetilla. Y se me escapó un “¿Y eso?” que fue contestado por todas
a la vez: «¡POR LOS GRITOS QUE DAS!». Me dejaron ensordecido y cuando se me
pasó todavía escuchaba sus risas. Me censuré no haber aprendido ya cómo se las
gastaban las jodías ranas. Pero me
puse a lo mío. Agarré el picaporte, esta vez normal, y me puse a pensar en la
cara de pillo que siempre ponía a Joselillo cuando pensaba en él. Y claro, con
él me encontré, pero en mi casa.
—Hola, Joselillo. Me permites tutearte, verdá. La diferencia
de edad… Ya sabes. Y por supuesto tutéame a mí, por favor. ¿Quieres tomar algo?
—Un café con leche, por favor. Y buenos días
—saludó aquel alto recién cuarentón que entró en el despacho que comparto con
mi compañera de viaje, y se sentó en la silla frente a la mía—. No me importa
que me tuteen, pero, si me lo permite, yo le trataré de usted. Por la edad, ya
sabe —. Usó mis palabras con inteligencia y sonrió francamente—. Y la costumbre
—añadió.
—Como Gertru. Bien, pues lo haremos a tu gusto. A
mí me da lo mismo. Pero sabía que no ibas a tutearme, sé muchas cosas sobre ti
y los tuyos.
—¿Entonces…?
—Entonces, ¿qué?
—¿Qué para qué estoy aquí? Por teléfono me dijeron
que era una entrevista personal, aunque al principio me pareció una broma por
la voz tan rara y las risas que se oían de fondo —inmediatamente pensé en las
ranas, pero no dije nada—. Y si sabe usted todo sobre mí...
—No, José, que sepa mucho no quiere decir que lo
sepa todo. Y mis conocimientos sobre ti son más bien del tipo característico
que biográfico. Te perdí de vista a medias de tu primer curso escolarizado. Así
que estoy interesado en lo que viviste a partir de aquel momento.
—Perdóneme, pero eso, ¿a quién le puede importar?
—En principio a mí, me hace más fácil escribir.
—Explíquese porque no le entiendo, caballero.
—Es fácil de entender…
—Si se lo explican a uno —me interrumpió con toda
la razón.
—En efecto, quiero rematar el relato del que formas
parte, Entre puntada y puntada. Y para eso he de conocer más sobre tu vida.
—O sea, que es de la opinión del hermano Zacarías,
nunca se sabe lo suficiente.
—¿Cómo le va?
—¿A quién?
—Al hermano Zacarías, ¿no es evidente?
—Sin sujeto esa frase queda un tanto ambigua. Pero al
hermano Zacarías no le puede ir mejor.
—Ah, ¿sí?
—Sí, estará, supongo, con quien más amaba, por Aquél
que él decía que lo hacía todo. Así que estará feliz.
—Ahora soy yo el que no termina de entenderte.
—Pues yo creo que en este caso si es
evidente. Un fraile que está con quien más desea, sólo puede estar en el cielo,
con su Dios —aquel joven con pinta de destripaterrones vestido de domingo no
era aquel crío analfabeto que yo cree en mi imaginación. Sí, le dote de
inteligencia, pero pensaba que le superaba intelectualmente. Me equivocaba,
como tantas veces. La lección me sirvió para, aparte de pensar en la huimildad,
saber que su evolución había sido culturalmente positiva para él. Y me alegré
—. ¿Por qué sonríe? ¿He dicho algo gracioso?
—No, nada de eso. Es que he sacado mis
primeras conclusiones y son agradables.
—Me alegro.
—Entonces el hermano Zacarías murió.
—Sí, por desgracia para algunos como yo.
Y también para su felicidad. Le mataron en la guerra junto con el hermano
Candelas. Les asesinaron los mismos a los que habían dedicado toda su vida. Quienes
les apodaron Señormío y Durmiente les mandaron con Él, con su Señor. Aún me
parece mentira lo que el propio odio, creado y manipulado por otros, puede
hacerte cambiar —. Aquel nuevo Joselillo cada vez me gustaba más, aunque he de
reconocer que desde un principio me cayó bien—. Pero esos dos frailes tuvieron
suerte, aunque en este contexto suene mal usar esa palabra que, curiosamente,
rima a la perfección con muerte.
—¿Y cómo es que tuvieron suerte?
¿Querían morir acaso?
—No, nada de eso, pero el resto de
hermanos, que luego también serían asesinados, pudieron enterrarlos como ellos
deseaban, y no en cualquier cuneta o bosquecillo. Los humanos somos tan tontos
que etiquetamos a los muertos, y si eres el ganador de una guerra más, porque
distingues entre caídos por la patria y caídos por cualquier lado, en cualquier
rincón. Y esos muertos los ocultas, salvo que sean bajas militares que se
multiplican sin hacer un solo disparo. Como si unos muertos importaran más que
otros. Y los que lo hacen, los que presumen de muertos y olvidan a los matados,
también presumen de seguir a Jesucristo. Le digo que yo, a veces, no entiendo
nada. ¿Quién puede jactarse de tener más muertos en su familia? Salvo que
aspires a ser el mejor penitente de la cristiandad, no tiene sentido.
—Pues has llegado a ese punto demasiado
joven, creo yo. Yo no hace tanto que vi, en conjunto, que esto no hay quien lo entienda. ¿Quieres algo más con el café? —ofrecí para que se sintiera a gusto
porque aquella entrevista prometía. Garantizaba al menos que yo podría aprender
de lo que aquel joven decía. Acaso por ello sería la entrevista más larga de
las que hiciera a los personajes protagonistas de mi relato.
—No, muchas gracias. De chico me
acostumbré a almorzar bien temprano porque era cuando nos dejaba en paz tío
Eliseo, así que me ponía morado a hora temprana. Luego supe que era la comida
más importante del día.
—Y lo es, y lo es —confirmé—. Aunque yo
no pueda con él, no me entra nada recién levantado. Pero sigamos con las
preguntas si me lo permites —. Y como quien calla otorga, seguí con mi
interrogatorio particular—. Creía que tu hermano y tú habíais pasado página de
todo lo que os ocurrió antes de venir a Madrid.
—Antes, permítame decirle que aunque
pienso mucho, lo dicho antes está más cerca del sentimiento que de la razón. Y
ahora aclaro su duda lógica al oírme hablar del funesto tío. Los dos, en
efecto, pasamos página hace mucho tiempo, pero no por ello voy a dejar de
sentir pena por mi padre y por mi madre. Aunque tuve la suerte de que Venan
actuara del primero y la señora Casta asumió las obligaciones de la segunda.
Después de una crisis de soledad, me sentí muy querido. Por todos, por las
chicas, que ya no lo son, por mi hermano, por esa mujer que parecía poder con
todo y con todos. Claro, de eso, como de tantas otras cosas vividas, me di
cuenta más tarde. Pero por suerte he tenido tiempo y sigo teniéndole, para
agradecer aquello que muchas personas han hecho por mi hermano y por mí, como
es el caso. Aunque yo creo que pronto nos va a dejar a todos huérfanos la
señora Casta, y si no, al tiempo.
—¿A mí también? —bromeé para quitar
hierro al asunto, pero él me sorprendió de nuevo con su respuesta.
—Sí, a usted también, porque yo creo
que esa mujer, en su lozanía, era la madre de todo bichillo viviente que había
en su entorno, y según usted, Entre puntada y puntada también forma parte de su
vida —. Desde luego su entonación no era humorística, sino cariñosa en extremo
y seria.
—Entiendo y te doy la razón. ¿Y qué me
dices de ti? Físicamente has cambiado mucho.
—Sí, yo creía que me iba a quedar
canijo, y más comparado con Venan, pero durante mi adolescencia di el estirón,
y, aunque conservo los rasgos de madre, la altura la heredé de padre. Mi
hermano hace chacota de mí muchas veces
por aquello. Dice que le daba la monserga con lo de mi poca altura. Y la señora
Casta me recuerda una anécdota, de la que yo no me acuerdo, en la que confundí
la altura de conocimientos con la altura de talla — José sonrió al acabar.
—Sí, ya me acuerdo, me reía yo solo al
escribirla. Fue antes de que te mandara
don Zacarías con el resto de compañeros a clase del hermano Candelas, tú antes
tenías que ponerte a su altura y dijiste que no sabías si ibas a crecer más,
aunque los chicos de la clase no eran tan altos.
—Ah, sí, ahora me suena algo. Todos se
rieron de mí en la portería. Bueno, siempre lo hacían, pero ahora sé que no era
de mí sino conmigo. Siguen haciéndolo porque siempre tienen en la boca eso de
“pregúntaselo al listillo de José”. Según ellos lo sé todo —volvió a sonreír José
francamente pero sin asomo de jactancia.
—Veo que has cambiado mucho, y no sólo
en el físico.
—¿Le parezco también un listillo?
—preguntó retóricamente—. Pero en algo se me tiene que notar la educación y el
saber que recibí de aquellos frailes y luego en la universidad, ¿no?
—¿Llegaste a doctorarte antes de la
contienda?
—Sí.
—¿En qué?
—En arquitectura, pero da igual, no me
sirvió de nada porque no reconocieron mi título y ya había empezado a ganarme
el pan. Así que no volví a intentarlo con esta gente. El sistema actual lo
permite todo, yo hago el trabajo, cobro poco, y otro, por firmar, se lleva el
resto que es la mayor parte, porque dice que se juega la profesionalidad que no
tiene. ¿No es curioso?
—Yo a eso lo llamaría de otra manera.
¿Pero no estás tú colaborando con un delito?
—No. creo que no, ni moral ni
legalmente. Piense que yo cobro por diseñar, no por calcular ni proyectar. Yo
paso mis diseños al arquitecto colegiado lo más detallados y exactos posibles.
Es por lo que me pagan y así consta, pero cuando él se dio cuenta, dejó de
revisarlo y ahora lo firma sin cambiar ni comprobar nada. Al darme cuenta, se
lo dije y me contestó que no me quejara, que al fin y al cabo era él quien se
la jugaba por mí. Tiene narices la cosa, así puse más empeño y más cuidado. Y
no digo que con la República
no pasara esto —bajó notoriamente la voz y se revolvió inquieto en la silla—,
pero yo sería arquitecto titulado y podría firmar como tal mis proyectos. Como
la casa de Don Mauro y Gertru.
—¿El proyecto es tuyo?
—Sí. Seguí los deseos del matrimonio. Renuncié
a mi parte e intenté que el arquitecto oficial también renunciara a la suya, pero
sólo conseguí un descuento del veinticinco por ciento a pesar de mi
insistencia. Desde aquel día me llevo peor con mi jefe. Pero no me importa. Uno
tiene que luchar por los suyos —dijo José muy convencido.
—Mira tú qué bien.
—La verdad es que si no fuera por esa
familia tan heterogénea hubiera acabado como ese tal Anselmo del que me habló
Gertru mucho después como uno de los causantes de su imposibilidad de concebir.
Lo que no sabrá usted es que nos contó lo que ocurrió el día de su accidente en
las escaleras por el que abortó.
—No, no sabía que lo había contado, yo
sólo escribí que una vez estuvo a punto de que se le escapara el empujón de
aquella… Me callo. Aparte de que describí el incidente, claro.
—Bien dice, porque es más suceso que
accidente. Mal rayo le parta a la mujer del teniente aquel. Aunque usted
también debería de asumir parte de culpa.
—Si hiciéramos eso, también deberíamos
premiarme por todo lo bueno que le ha pasado a Gertru, ¿no crees? Y, además,
ustedes no serían libres, y yo les quise dotar de libertad. En realidad, este
encuentro es más una entrevista que yo te hago a ti que un intercambio de ideas
entre los dos. Se trata de saber más cosas de ti, no de mí. Yo no tengo interés
alguno.
—Es difícil de entender lo que dice. Y
también es difícil aceptar tanta humildad.
—Otros dos puntos en los que estamos de
acuerdo, José. Pero tú has de elegir creerme o no.
—¿Sabe? Yo vi mucha miseria a mi
alrededor. A mí me protegieron en cierta forma para que no me afectara, pero
los ojos de un niño no ven lo mismo que los de un adulto aunque miren lo mismo.
Por el motivo que sea yo sigo viéndolo todo como antes.
—¿Cómo?
—Como un niño.
—Te extrañará, pero yo conozco el
motivo.
—¿Ahora se viene usted arriba y dice
que conoce el motivo de que yo vea las cosas como un crío? Ande ya…
—Sí, me creerás o no, pero si te digo
que la causa es en realidad un causante, una persona que conociste, ¿qué me
dirías?
—Que usted delira.
—Y si cito a Mendrugo —el impacto que
sufrió José al escuchar ese nombre fue superior al que me esperaba. No habló
durante un rato y pude intuir que, por delante de los ojos, le pasaba la
película de unos recuerdos gratos de los que Joselillo había extraído mucho de
lo que hoy era. Tras el prolongado silencio, se pasó la mano por la cara y chascó
la lengua.
—Va a tener usted razón. Mendrugo es…
No sabría decirle con palabras, lo siento.
—Yo no lo siento. Si lo hubieras
conseguido me hubiera extrañado.
—¿Por qué?
—Porque yo también conozco a Mendrugo. Ah,
y me dijo que te diera un beso.
—No se le ocurra, acabaríamos en la
checa.
—No pensaba. Pero no sigamos hablando
de mí, por favor. De él sí, cuéntame todo lo que sepas y quieras.
—Si supiera las veces que me lo ha
pedido Venan. Como si yo fuera a resolverle aquello que vivió en el Rastro y
que no se explica. Y sobre todo aquella carta. Sabe que de vez en cuando la
saco del libro…
—¿Del Quijote que te regaló? —pregunté
después de palparme el bolsillo de la camisa. Y pensé “si yo te contara el lío
de mi carta”.
—Sí, claro. Pues eso, que de vez en
cuando la saco del Quijote y, a veces, parece que se dibujan sus palabras en la
hoja en blanco, pero no consigo fijarlas.
—Porque ya no eres niño y él no deja ni
una pista de su existencia. Lo que sí deja son lesiones infantiles cuando
llegas a adulto.
—¿A qué se refiere?
—A que todo aquel que tiene una
experiencia con él nunca deja de ser niño. Y eso, en el mundo que nos movemos,
tanto para ti como para mí se puede entender como una lesión.
—Pues que yo sepa me enseñó a leer y a
escribir y a pensar. Y eso dista mucho de ser una lesión, como usted dice.
—Pero también te inoculó el virus de la
curiosidad, de las ansias de conocer y de leer, de la capacidad de respetar por
encima de otros valores. Mendrugo se te cuela como una infección que te afecta
la voluntad y el cerebro. Aunque bendita infección.
—Es curioso que hable usted en primera
persona.
—Volvamos a Venancio. ¿No le cuentas
nada de Mendrugo?
—Sí, claro que sí.
—Entonces sus deseos son fáciles de
cumplir.
—En eso creo que se equivoca. Mi
opinión sobre Mendrugo ha ido cambiando con el tiempo.
—¿Y eso?
—Es muy evidente. En un primer momento
sentí lo mismo que con Balín, un antiguo compañero de juegos. Siempre que estaba
con ellos tenía la sensación de que jugábamos. A ambos les tomé mucho cariño y
esos afectos fueron parte del contrapeso a la violencia vivida con tío Eliseo.
Entendí, sin saberlo, que hay gente que te quiere hacer daño, otra que pretende
darte alegría y quererte, y otra a la que no le importas un pimiento. Tanto
Mendrugo como el hermano Zacarías, por adultos, me ayudaron a entenderlo
en cuento a lo positivo, y en cuanto a
lo negativo los que aportaron más fueron tío y el vecino ese del primero, el
que llegó después de que se mataran el teniente y la tenienta. Los del último
grupo, los indiferentes, son los más entendibles. A mí hay mucha gente que en
un principio no me interesa. Luego, Mendrugo me defraudó, no entendía cómo era
posible que no pudiéramos vernos más, ni cómo se despidió de mí a través de una
carta.
—Pero la carta tenía su miga, ¿no?
—Sí, claro. Aunque yo diría magia. Era
una carta mágica. A veces pienso simplemente que fueron imaginaciones mías. Sí,
he de reconocer que me aportó mucho. Entre otras cosas sentir la necesidad de
pensar para no ser como la Perla. Los
hombres son hombres y pueden tener opiniones distintas y ser amigos. Por todo
ello, después de desilusionado, siento un gran agradecimiento y una gran
impotencia por no poder devolver la deuda que contraje con él.
—Ya veo, pero mira cómo es la vida, yo
he contactado con él para hacerle una entrevista como ésta.
—¿No me diga?
—Sí. La pena para ti y para mí es que
no voy a volver a verle, como tú.
—Claro, me hubiera gustado mucho hablar
con él. Darle las gracias y un abrazo. Fue otra de las cosas que me enseñó.
—No te capto, José.
—Que la gente que se quiere debe
tocarse, que no hay que tener miedo de ello. Si estás seguro de que alguien te
quiere y tú le quieres no evites su contacto, ni tanpoco expresar tus
sentimientos, si tienes que llorar llora y si tienes que reír ríe. Incluso de
ti mismo. Me decía que era un deporte muy sano, como correr.
—Por mi no va a quedar. Venga esa mano
y choquemos los cinco, eso no será mal visto por nadie, supongo. —. Así nos dimos
un apretón de manos.
—¿Sabe que no somos los únicos que le
conocieron? Venan también.
—Sí, yo les hice coincidir el día que
tu hermano fue a comprar la cama turca(1)
para que durmieras en el comedor de la señora Casta.
—Ah, sí, claro, no me acordaba cuando.
Si no hubiera sido así, a lo mejor pensaría ahora que la carta fue pura
imaginación mía.
—Hombre, también quedaría constancia en
el relato —volví a pensar en la mía y sonreí.
—Retiro lo de humilde. Ahora actúa
usted un tanto pretenciosamente al aseverar que aquello que escribe es la
verdad con una sonrisa irónica en la boca —malentendió José mi gesto, pero no
se lo aclaré.
—Acepto el rapapolvo, aunque desde mi
imaginación no deje de serlo.
—No era mi intención regañarle.
—En cualquier caso me lo merezco.
—Noto que usted también piensa.
—A veces en exceso, no se crea.
—Como yo.
—Cambiemos de personajes, parece que la
conversación siempre acaba llevándonos a mí. Háblame de tu hermano.
—¿Y qué quiere que le diga? Realmente es al que
debo todo. Intentó, y lo consiguió, darme todo lo que él no pudo tener, hasta
un padre.
—Y un futuro con el que renunció al suyo.
—No, él también tuvo uno. Me refería a una infancia
y una mocedad. Cuando pudo hacerlo, claro. Entre otras muchas cosas, pude ser
un niño. Con eso ya le digo bastante. Un hombre o una mujer que no hayan podido
serlo son personas incompletas, ni mejores ni peores de las que sí fueron niños,
pero incompletas. Es el momento más sencillo porque sólo tenemos un interés.
—¿Cuál?
—El nuestro, el propio. Un niño, creo yo, sólo
piensa en él. No hay dobleces. No hay sentimientos encontrados, ni intereses
ocultos. Todo es lo que parece, aunque mienta. Es cuando aprendemos que mentir
te beneficia, y sin mentir no se puede vivir. En el fondo, después de la niñez,
todos tenemos un repertorio de caras que usamos a nuestro antojo e interés.
Salvo escasas excepciones, como es el caso de mi cuñada Reme. Aunque he de
reconocer que esta opinión es muy subjetiva, naturalmente.
—¿Estás seguro de ello, José?
—Sí, completamente, aunque también puedo estar
equivocado, estos hechos no son excluyentes. ¿Qué es si no la esperanza,
caballero? ¿Cómo hubiera llegado yo de niño a la siguiente paliza de tío de no
mentirme? ¿De no decirme que esa era la última? ¿Qué era ese deseo de
ocultárselo a mi madre y a mi hermano sino una mentira? De esa idea, de que la
mentira es necesaria para vivir, no me va a apear nadie, se lo aseguro.
—Si lo tienes tan claro… ¿Y qué opinas de tu cuñada
ya que la has nombrado?
—¿De Reme? También me lo pone fácil. Esa mujer fue,
bueno, y es, la que permitió corregir que Venan no tuviera infancia. Ella, con
su forma de ser y entender a los demás, fue capaz de remodelar a aquel joven
para que disfrutara de la vida y de su amor, para que se olvidara de que
nuestro peor enemigo eres tú mismo y el odio que engendramos o nos hacen
engendrar. Fue la que pudo con ese sentimiento que hubiera envenenado a Venan
en un momento crucial de nuestras vidas. Los dos lo entendimos casi a la vez,
me acuerdo perfectamente. Nosotros aprendimos a pasar página con lo de tío
Eliseo, y lo hemos vuelto a hacer con la guerra, aunque en ese caso es más
difícil porque te la están recordando continuamente. Es mejor amar que odiar.
Si juntas la miseria con el odio, se provoca una explosión. Son como el fuego y
la dinamita. Ya lo hemos visto en multitud de ocasiones.
—La verdá es que sí, en vuestro tiempo lo
llamasteis anarquismo o alzamiento nacional, en el nuestro terrorismo. ¿Te ha
quedado alguna secuela de las palizas sufridas o de la guerra?
—Eso es un asunto muy íntimo y muy delicado, pero
le aseguro que no me noto ninguna inclinación a la violencia de ningún tipo. En
ambos casos pasó lo que pasó, se vivió y punto. En cualquier caso es normal que
los hijos pierdan a los padres, lo contrario no lo quieren ni los unos ni los
otros, aunque pase tan continuamente que uno también se acostumbra a verlo,
pero no a vivirlo.
—¿Eres padre, José?
—No, hablaba metafóricamente. Tengo el listón muy
alto.
—¿Qué quieres decir?
—No me explico que usted no lo adivine. Es muy
sencillo. Mi ideal de mujer lo resume la señora Casta sumada a Reme y a Gertru.
Es lógico, ¿no? ¡Y a ver quién encuentra una mujer así! Esas personas son
únicas y la suma de ellas una mujer utópica.
—Ya, te entiendo. ¿Sigues hablando con la señora
Casta tanto como hacías de crío?
—Por desgracia no. Mi actual vida no me lo permite,
pero muchas veces como o ceno en casa de mi hermano y Reme... A veces, todavía
puedo contarla mis cosas, y todavía ella me escucha como lo hacia, como si
fueran los problemas más importantes del mundo. Aunque ahora nos comunicamos
más con los gestos, las miradas y las caricias. Los dos somos conscientes de
cómo acabará nuestra relación. Pero no hablamos de ello. ¿Entiende?
—Sí, creo que sí. Se trata de disfrutar juntos
mientras estéis los dos, ¿no?
—Sí, algo así. Lo que sí han cambiado son los
temas. Antes hablábamos de futuro, ahora sólo recordamos. A mí, lógicamente, el
futuro me sigue interesando, pero a ella, el suyo no, prefiere echarme en cara
los platos de patatas que me comía a su costa en el chiscón aquel de su portería.
O la cantidad de conversaciones que hubo de mantener conmigo sin saber de lo
que hablaba, como cuando yo le contaba que jugaba al fútbol en el recreo, pobre
mujer, lo que me aguantó. O lo guarrete que era yo. En fin, es lógico y muy
duro, saber que no tienes futuro, lo sé porque yo lo he sentido y sufrido.
—Otra cosa, ¿recuerdas cómo viviste la
incorporación a la clase del hermano Durmiente?
—¿Se refiere usted a cuando el hermano Zacarías me
dio de alta y me mandó a los leones, cosa que yo, por otro lado, estaba
deseando?
—Sí, a ese momento me refiero.
—Ahora lo recuerdo con alegría y mucho cariño hacia
ambos, pero lo pasé muy mal… Hasta que me puse a su altura —José rió—. ¿Y qué
va a hacer con esta entrevista? No le veo su utilidad.
—Yo tampoco, pero, a veces yo hago cosas que no
parecen útiles. Haré con ella lo mismo que hice con el relato de vuestras
vidas.
—¿Y es?
—Compartirla con los demás. Es una de las
satisfacciones de esta vida, compartir.
—Mire, eso nunca lo había pensado. Pero al hacerlo
ahora a la carrera, interpreto que todas las personas que me ayudaron antaño
fueron felices por hacerlo. ¿Quiere usted decir eso con compartir?
—En efecto. Y no te quepa duda de ello.
—Entonces me alegro aún más de que lo hicieran y me
consuela el no poder agradecérselo a muchas de ellas.
—Bueno, ya no me quedan más preguntas. Muchas
gracias por venir y contestar a mis impertinentes preguntas.
—No todas lo han sido. Pero gracias a usted.
—¿Y eso por qué?
—Es evidente, sin usted, yo no estaría aquí —y vi sonreír
a Josélillo por última vez. Y aunque su porte y su cara no eran las mismas, la
sonrisa de pícaro sí lo era.
Me dijo que llevaba prisa y que le disculpara. Salí
a la terraza y le seguí con la vista según bajaba por mi calle. Me pareció
distinta, sin coches, con hombres con boina y mujeres con pañuelo negro en sus
cabezas. Un pollino asomó por la esquina, le guiaba un paisano con una guadaña
al hombro. Dejé a un lado la impensable situación y recorrí con la mirada el
salón de mi casa y caí en la cuenta de que estaba solo, que Joselillo, al irse,
se había llevado todo. Entonces cambiaron mis sensaciones y comencé a sentirme
incómodo en aquella habitación. Saqué la carta de Mendrugo del bolsillo, la
desplegué y miré el recuadro. La palabra estaba escrita en tinta roja y en negrita.
La leí rápido en un susurro para salir de allí cuanto antes, no me gusta sentir
el aliento de los fantasmas en la nuca: “QUE”.
[Volver]
Cama turca. Sugerido por Chary Aceituno en un comentario en la entrada XXVII: «[...] se preparaba un
camastro o una cama ‘turca’ como llamaba mi abuela a esas [camas] que se ‘encogen’,
y rápido estaba todo a punto... [...].
Bueno lo primero, gracias por la mención, al terminar la entrevista y ver mi nombre, me ha dado alegría. ¡Gracias!
ResponderEliminarY este relato me ha gustado de principio a fin, porque aunque Joselillo ha crecido, me encanta que no se olvida de sus principios y es agradecido y no olvida a nadie de los que le han ayudado a ser quien y en eso me siento identificada con él.
Saludos y feliz semana, empiezo mis tareas del lunes muy motivada....
Chary ;)
Aquél que no agradece, no merece. Me lo acabo de inventar, (me pongo contento), aunque seguro que seguro que antes lo ha dicho alguien, jaja. Lo importante no es el relato, sino lo que ha generado a su alrededor, vuestra complicidad, el ambiente que respiro cuando me introduzco en los Relatos de CosoQueTeCoso. Yo también espero los lunes con ilusión. ¿Les gustará? ¿Qué me dirán? ¿Me corregirán? No es inseguridad, es participación. Saludos y gracias, Chary. JC.
EliminarMuy bien la entrevista a Joselillo, que ya no me parece Joselillo... Pero es lógico, los años hacen mella en cualquiera, de una forma u otra, en este caso le han aportado seriedad a Jose, y solo he visto un atisbo de sus años mozos cuando se refiere a doña Casta y su tierna relación con ella. Lo que más me fastidia es su "situación laboral"... pero bueno, ya te he dicho que "nunca llueve a gusto de todos", así que por lo demás, muy bien. A ver con quien te encuentras la próxima semana. Abrazos
ResponderEliminarAcaso podíamos haber hecho un ejercicio libre en el sentido de que cada una de vosotras imaginara a un personaje ya adulto. No sé si hubiera sido posible. A nadie se le puede obligar a imaginar, pero yo sí me atrevo a aconsejarlo. En fin, este es el José que yo he imaginado, pero caben muchos. Un abrazo, JC.
Eliminar¡Bien! Mi favorito sin duda.
ResponderEliminar¿Se sigue viendo con Balín?
Cq.
En la siguiente entrevista te contesto. Gracias. Cq.
EliminarBonita entrevista. No ha perdido ni las ganas de comer ni parte de su inocencia. Yo, al menos así lo siento, adquiriendo sabiduría del entrevistador.
ResponderEliminarA ver con quién nos sorprende el lunes. Saludos.
No iba a ser un secreto, pero me guardo el orden de entrevistas, me gusta intentar sorprenderos, jaja. Gracias por lo que me toca, Varinia. Un saludo, JC.
EliminarMe ha parecido muy buena la entrevista, yo sigo viendo a Joselillo en Jose, y me alegra que a pesar de la infancia tan dura que vivió se haya quedado con lo bueno y viva sin rencir. Su situación laboral es como la de los becarios de este país, ellos trabajan y otros se llevan el mérito. Gracias y hasta el lunes.Besos
ResponderEliminarGracias, Mar. A mí me pasa igual que a ti respecto a Joselillo. Y sé de lo que hablas pues me cuesta olvidar a quien me ha hecho daño. Soy de naturaleza rencorosa, que no vengativa, quede claro. Hasta el lunes. Un beso, JC.
ResponderEliminarSe nos ha echo un hombre echo y derecho de la noche a la mañana, ja ja ja,aprovecho a conciencia todas las oportunidades que le dieron de niño y tiene en mente a todos para bien o para mal, me gusta.
ResponderEliminarHasta la próxima.
Gracias, Rubí. Hasta el lunes. JC.
EliminarMe ha parecido reconocer rasgos inquietantes en Joselillo desde el principio. Y esta entrevista, sobre todo el final, me dejan aún más intrigado.
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