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lunes, 28 de marzo de 2016

6ª entrevista: don Mauro

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Entre puntada y puntada
 5ª puerta


Desilusionado por no poder llevarme la grabadora, me equipé con un bloc de notas y un bolígrafo. Lo peor que podía pasar es que éste no escribiera porque, la verdad, no sabía cuando se había inventado este utensilio, por lo que cogí también un lápiz, por si las moscas. O mejor dicho, por si las ranas. Cuando llegué a sus dominios estaban más tranquilas que en mi visita anterior. ¡Menos mal! No di ni las buenas tardes para no levantar la liebre o la rana, según se mire. Me fui derecho hacia la primera puerta, ya sólo quedaban seis, y antes de agarrar el picaporte una de color amarillo con estrellas azules a la que le faltaba un anca y un ojo y le sobraban verrugas verdes saltó sobre mi hombro. «¿Llevas la carta de Mendrugo?», me preguntó. Inmediatamente me palpé los bolsillos. No recordaba haberla cogido. ¿O sí?. Me busque y no la encontré. “¿Y ahora qué hago?”, pensé. Y después escuché con un tono interesado y amable: «Si tú quieres voy a por ella, buen mozo». «Me harías un gran favor, me la he dejado encima de la mesa de trabajo. Me parece», contesté. «Espera, vuelvo enseguida». Aun coja y tuerta, saltó a una puerta que yo no había visto y se coló por el agujero de la cerradura. Estuve tentado de ir tras ella, pero después de lo que había vivido con esos batracios pensé que era mejor esperar. Y así lo hice. Tardé poco en sentirla otra vez sobre mi hombro y en dejar de ver la puerta que ella había usado. «Ahora me das un beso y yo te doy la carta”. No sin cierto reparo posé mis labios en los morros que me ofrecía la rana. Una vez toqué los suyos comenzó a saltar y a dar gritos de alegría. «¡He ganado, he ganado! Me debéis un cromo cada una. ¡Yupi! ¿Qué, que no me iba a besar, eh?».  «¿Oye, y mi carta?», le grité. «Tonto la has tenido siempre entre las hojas de tu bloc, donde la metiste en tu casa. Más que tonto». Me puse colorado, acepté la broma y me centré en lo mío mientras la besucona cobraba su apuesta.

—Perdone, ¿usté es?
—El autor de Entre puntada y puntada, y le agradezco que me haya recibido.
—Al revés, siento haberle cambiado los planes y que haya tenido que venir aquí, una gripe de esas malas le ha caído a Antón. Y no podía dejar esto solo. Y tampoco soy mucho de cafeterías.
—Lo entiendo y siento el motivo. Pero no se crea, no ha sido ningún incordio, sino todo lo contrario, jamás pensé que volviera a estar por aquí, y menos dentro de mi propia imaginación. Yo nací o naceré, según se entienda, aquí en este barrio, en la trasera de este edificio. Pero dejemos mi persona, y, si no le importa, hablemos de usté.
—A mí eso jamás me ha gustado, y lo sabe. Pero no me voy a adelantar a los acontecimientos. ¿Qué es lo que quiere saber de mí?
—No sé, lo que ha vivido desde la noche que llegaron los padres de su hoy esposa. ¿Querer conocer todo sobre usté sería muy pretencioso?
—Eso es imposible, y no por mí, que también, sino por el tiempo del que disponemos. Media vida se puede contar en dos palabras o en dos eternidades. De la misma forma que hay quien baja a por tabaco y parece que ha ido a la guerra, y quien la ha sufrido y vuelve a casa como el que ha bajado a por tabaco. ¿Entiende?
—Sí, perfectamente. Y tiene razón. Usté parece de los segundos.
—Eso es arriesgar una opinión sin información.
—No lo digo por lo que no sé. Lo de la guerra no lo entiendo como literal en su comentario. Mi opinión se basa en que ha intervenido en la vida de muchas personas para bien sin pedir nada a cambio y sin darle importancia.
—¿Y le parece poco lo que he recibido? Parece mentira que haya creado usté esta historia. Gertrudis, sin ir más lejos, es un regalo de Dios con la que compartí otro, Juan. Y ya no hablo de Elisa, su madre, ni de Servanda su aya y mi apoyo durante un tiempo muy difícil. ¿Qué le pide usté a la vida, amigo?
—Bien, no se tome a mal mis palabras, por favor, están dichas desde mi más sincera admiración. Y mira que es difícil que yo opine bien de un rico. En eso coincido con la Biblia, curiosamente. Ya sabe, el camello y el ojo de la aguja…
—Vayamos al grano, caballero. ¿No cree que sería mejor que me hiciera preguntas concretas y yo veo si las quiero responder o no?
—De acuerdo, tengo varias preparadas. Espere que saco mis notas, no quisiera dejarme algo importante en el tintero. ¿Empezamos?
—A su disposición.
—¿Qué me puede contar del calvario que pasó Antón para llevar a cabo la misión que le encomendó? A mí se me antoja que estaba fuera de las obligaciones de un secretario, dicho desde el más absoluto respeto.
—En principio intentaré rebatir su opinión. Le puede parecer un subterfugio pero Antón era mi secretario, y no sólo eso, no ha de olvidarse del adjetivo que califica al nombre y en este caso hablamos de “personal”, es decir, era, y es, mi secretario personal. Personal —puntualizó—. Con esta aclaración creo que el abuso que usté propone no existe. Dentro de las atribuciones de ese cargo se incluye resolver y llevar los asuntos personales y particulares de su patrón, palabra que odio por otro lado, cuando éste lo necesite. Por el contrario, hubiera entendido perfectamente que Antón se hubiera negado a llevar a cargo mi ruego. Pero, fíjese cómo son las cosas, lo que le voy a contar está hablado y consensuado con él, de hecho es de dominio público, entre las familias y allegados, claro. Antes de la aventura, Antón se sentía en deuda conmigo y con mi familia. Independientemente de que tuviera éxito o no, cuando volvió a Madrí ese sentimiento se trocó entre nosotros, y ahora, el deudor soy yo. Y creo que jamás volveremos a intercambiar los papeles. Desde otro punto de vista, lo que yo viví durante esos días, sin olvidar lo que vivió él, no se lo deseo a nadie. Y como le digo, no lo puedo comparar con su sufrimiento allí en Asturias. Pero aprendí una lección muy importante. Aunque consigas el éxito no siempre ganas. Es decir, que, aunque un asunto acabe tal como tú querías, si acabas sin los tuyos se reduce el valor de ese triunfo de forma drástica.
—Muchas gracias por su sinceridad, don Mauro. Hábleme ahora de su hijo. Estará hecho un hombre.
—Habla usté como si hubiera visto crecer a sus hijos.
—Así es. Tengo ese privilegio.
—Pero, ¿qué quiere que le cuente de Juan? Soy su padre, no sería ecuánime.
—No, no quiero que haga un juicio o valoración sobre él, sino sus vivencias con él.
—Ese es un asunto muy íntimo, señor mío, en el que están involucradas también otras personas que ya no están con nosotros. Entiéndalo.
—Se refiere a su mujer fallecida, Adela, ¿verdá?
—Y también a Servanda, es evidente.
—Pero yo no le pido que me hable de ellas. Y por supuesto, queda fuera de toda duda que tanto Juanín como usté no serían hoy lo que son sin la complicidad de esas dos mujeres.
—Eso es más factible, pero hablar de Juan, o de aquel Juanín, sin involucrar a esas personas, permítame decirle que es casi imposible, créame.
—Lo sé, don Mauro, pero me gustaría que, al menos, lo intentara. Es el personaje del que menos sabemos todos. No hay ningún interés malsano, se lo aseguro.
—Entonces le resumiré. Así será más fácil. Como sabrá usté, el precio que la vida se cobró por la de Juan, fue la de mi mujer. Acaso por ello, yo reaccioné culpándole a él. Por supuesto estuve equivocado durante un tiempo. Y Servanda no se sentía con autoridad moral para sacarme de mi error. Recuerde que nos conocimos al mes de nacer Juan. En aquel tiempo nuestra relación no era la que después llegó a ser, convivencia que permitió a esa gran mujer sacarme de los muchos errores que cometí después. Pero en aquel momento no, aunque lo decía, no se crea. Todavía recuerdo como entraba en mi despacho y me decía: No culpe al guaje, don Mauro. Y me daba las buenas noches. Aunque de ese error me sacaría Gertrudis, curiosamente. Aquélla que iba a sustituir a quien, sin querer y sin pensar, yo denigraba en su hijo, en la creencia que hacía lo contrario, que al culpar a Juan quería más a Adela. Y Gertrudis lo hizo sin pretenderlo y sin decirlo expresamente. En un momento determinado me di cuenta que aquella personilla era lo único que podía abrazar y besar de Adela. El resto tan solo eran recuerdos. También se despertó en mí la obligación paterna, la conciencia de ser padre. Y cambié la forma de mirar a Juanín al ver cómo lo hacía ella, como le trataba, cómo me hablaba de él. Su preocupación por ser aceptada tanto por mi hijo como por Servanda. Todo ello se lo debo a Gertrudis. Y dice usté que he hecho las cosas sin esperar nada a cambio…
—Y sigo pensándolo.
—Haga usté lo que le parezca oportuno. Uno tiene derecho a estar equivocado. Pero le diré más, también entendí que se puede estar agradecido a una persona y a la vez estar enamorado de ella. Yo no tenía claro que Gertrudis estuviera enamorada de mí, que su sentimiento no fuera más allá de la gratitud que usté demanda de todos hacia mí. No las tenía todas conmigo, por su inocencia, por su juventud, por su inexperiencia y por sus experiencias recién vividas. Esa era mi gran duda. Y creo que también la de ella, aunque Gertrudis no fuera capaz de concretarla por los motivo anteriores. Yo veía que se sentía desamparada. Pero al observar la relación que creó con mi hijo, pensé en Adela y en el derecho que tenía Juan de tener otra madre, así como en el derecho que habían arrebatado a Gertrudis. Ella no lo sabía entonces, pero yo supe desde un principio que ella no podría concebir jamás. Por ello me di o nos di un tiempo para ver cómo evolucionaban los sentimientos de Gertrudis hacia mí. Nunca quise presionarla y no creo que lo hiciera, pero de haber sido así, no me lo reprocho en absoluto. Lo que me empujaba era fuerte y limpio. Pero ve, a causa de Juan he hablado más de lo que me hubiera gustado. Por eso no quería empezar. Acabo con el tema de Juan diciéndole que, ahora, es un próspero abogado.
—¿Afectó a su hijo la guerra?
—Como le he dicho he acabado el tema Juan.
—Perdone, bastante ha dicho, lleva razón, no voy a insistir. Aunque la siguiente pregunta… Me parece a mí que… No sé yo si la va a tener a bien contestar, aunque no lo debería decir. Hábleme de Gertrudis, de su relación con ella.
—Se equivoca de cabo a rabo. Sí se la voy a contestar, otra cosa es que le parezca a usted insuficiente la contestación. Gertrudis y yo hemos sido y somos muy felices. Punto.
—Ya sabía yo…
—No pretenderá usté que le meta en la alcoba con nosotros.
—No, por supuesto que no. Quizá mis ansias de información me estén haciendo perder el respeto debido.
—Me alegro que, al menos, se lo plantee. Últimamente en este país no suelo encontrarme con ese respeto. Y es de agradecer. Y no es que antes se respetara más, pero me parece a mí que había más excepciones que ahora.
—Pero, permítame otra pregunta sobre su esposa que sí veo apropiada.
—Usté dirá.
—Gertrudis pertenecía a una clase social, digamos que distinta a la suya, ¿no?
—Pensará que ha descubierto usté América con esa observación. Pero, vamos, que le contesto lo que ya sabe, que sí.
—¿Y cómo la aceptaron sus conocidos, el entorno de usté quiero decir. Y entienda que no hablo de sus amigos íntimos, sino de amistades.
—Mire, cuando nos casamos, y aún antes, Gertrudis ya había adquirido, digamos, ciertos modales gracias a la influencia de las señoritas que vivían en el tercero de la calle Españoleto, a las que poco he podido agradecer lo que hicieron por ella. No sólo la enseñaron a leer y a escribir, historia o matemáticas, sino también a saber estar en sociedad, a usar los cubiertos y las copas, a cómo tratar a las diferentes personalidades, al modo de comportarse. En fin, usté me entiende. Aunque ahora no sirva para mucho, porque parece ser que los condes, duques y demás nobles parecen haber desaparecido de la faz de la tierra, pero bueno. Por ello y por cómo es ella, y viéndose apoyada y acompañada por mí en todo momento, superó con creces las pruebas que, sobre todo las mujeres de las nuevas clases dominantes, que a mí nunca me han terminado de convencer, le pusieron sin que hubiera necesidad de parar los pies a nadie. Sí intentaron marcar distancias con ella, pero como con todos. Ya sabrá que cualquier vencedor intenta ser siempre reconocido como tal. Y, como casi siempre, los que tienen menos que ver con ese triunfo son los que más lo reclaman. Lo cierto es que la lectura también le ayudó mucho. Cuando vieron esas mujeres que Gertrudis les superaba en muchos aspectos, yo diría que en todos menos en importancia del marido, la dejaron en paz. Ella nunca se sintió atacada. Por otra parte, ya la conoce, supongo. Contra la sencillez, poco se puede hacer. Aunque sí es cierto que ese roce, además de otros, por mucho que yo intenté evitarlo, le terminó por robar esa candidez que yo siempre juzgué como un tesoro. Pero vivir tiene un precio. 
—¿Y los negocios?
—No me da usté tregua, ¿eh? ¿No quiere usté tomar un café u otra cosa que le apetezca?
—No, muchas gracias.
—Yo sí me voy a servir un vaso de agua. Hacía mucho tiempo que no hablaba tanto ni tan seguido. Permítame.
—Faltaría más.
—Bueno, me preguntaba sobre los negocios. No le puedo decir que van mal, pero tampoco que van bien. Y lo que tengo claro es que si no aparece alguien interesado en seguir el negocio de los chocolates, esta fábrica desaparece cuando yo lo deje. Y si no, al tiempo.
—¿Y su hijo?
—Juan es feliz con lo que hace. Y a mí me parece bien. Quiere hacer las oposiciones a notaría. Ha tenido la suerte de poder elegir, no es un reproche, no crea. Él es consciente de ello y lo aprecia, y eso nunca es malo.
—Bueno, y ya por último, hábleme de la guerra.
—No, caballero, de eso no le voy a hablar. Lo tengo muy clarito. Ni siquiera tan escuetamente como lo he hecho de mi matrimonio.
—Como usté quiera. Entonces, sólo me queda agradecerle su tiempo y sus palabras, don Mauro. Aunque me gustaría seguir charlando como amigos o posibles amigos.
—Creo que eso va a ser muy difícil, caballero. No sé cómo ha conseguido llegar hasta aquí, pero, dese por satisfecho. Y si lo consigue de nuevo, no dude en llamarme. Aunque para mí no ha sido el encuentro tan grato, por las preguntas, no se confunda, no me importaría volver a hablar con usté, pero de otros asuntos que no sean tan personales. Me ha caído usté muy bien. Y quién sabe si con el tiempo no le haría alguna confidencia —don Mauro sonrió, se levantó de su sillón, me ofreció la mano que yo apreté y me fui satisfecho, pero con la pena de dejar atrás un posible amigo y una persona honesta. Y ya, en la puerta recordé, me volví y le hablé.
—Sabe usté, muchas lectoras le han puesto por las nubes. Y no es que yo dudara, pero ahora conozco mejor el motivo. Adiós, caballero.  


Volvió a ocurrirme lo que en la cafetería con Antón. No podía salir de la fábrica de chocolates. Me volví y el olor me volvió a atrapar. Aunque no me gusta mucho el dulce no era un mal sitio donde quedarse encerrado, había otros peores, desde luego. Sonreí al recordar el subterfugio usado por la rana para ganar su apuesta. Luego miré el primer peldaño de la escalera que subía hasta las oficinas, me imaginé a Balín allí sentado y retrasé un poco mi vuelta. La entrevista me había parecido muy corta. Me coloqué donde imaginaba que el crío esperaba las órdenes de Antón o don Mauro. Me quedé allí un rato, absorto. Cuando sentí un escalofrío supe que era hora de regresar, así que extraje la carta de Mendrugo y pronuncié la palabra que aparecía en el recuadro de forma intermitente. En este caso era otra vez “COSO”.    

  

8 comentarios :

  1. Aunque don Mauro ha hablado más de los demás que de sí mismo, a través de la entrevista he reafirmado la opinión que sobre él tenía por el relato. Todo un caballero y además, generoso y buen conocedor de su gente. Me alegro por Gertru (prefiero seguir llamándola así porque lo de Gertrudis la hace "señora"), que supo encauzarlo en la relación con su hijo. Y lo de Coso no sé si será una señal... Hasta la próxima semana y abrazos, J.C.

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    1. A mí me pasa lo mismo con Gertru, es como si Gertrudis se me haya escapado de las manos, jaja. Las entrevistas están pensadas así, como tu dices, hablan más unos de otros de de sí mismos, pero es lo lógico y normal, creo. Un abrazo, JC

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  2. También me reafirmo en mi opinión de Don Mauro, apuntaba maneras.
    J.C., me hubiese gustado verte intentando entrar por la cerradura de la puerta. Y la rana, que aprovechada. Jaja
    Hasta la siguiente. Abrazos.

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    1. El humor de una persona es capaz de todo. No me retes que lo intento, jaja. Un abrazo, JC.

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  3. Sin duda, todo un caballero, y en todos los sentidos.
    Y esas ranas......??, hay el juego que dan, ja ja ja.
    Besos.

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  4. Madre mia que retraso llevo, ni las entrevistas he tenido tiempo de leer aunque nunca es tarde para leer esta entrevista que me vuelve a mostrar a D. Mauro tan caballero como siempre y discreto que ha hablado de todos mas que de él mismo.
    Lo de COSO, un enigma mas...
    Hasta mañana... ;)
    Chary :)

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    1. Me he asustado cuando he empezado a leer tu comentario: "Madre mia que retraso llevo", jajaja. Gracias, Chary, un saludo, JC.

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