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Entre puntada y puntada
5ª puerta
Desilusionado por no poder llevarme la
grabadora, me equipé con un bloc de notas y un bolígrafo. Lo peor que podía
pasar es que éste no escribiera porque, la verdad, no sabía cuando se había
inventado este utensilio, por lo que cogí también un lápiz, por si las moscas. O
mejor dicho, por si las ranas. Cuando llegué a sus dominios estaban más
tranquilas que en mi visita anterior. ¡Menos mal! No di ni las buenas tardes
para no levantar la liebre o la rana, según se mire. Me fui derecho hacia la
primera puerta, ya sólo quedaban seis, y antes de agarrar el picaporte una de
color amarillo con estrellas azules a la que le faltaba un anca y un ojo y le
sobraban verrugas verdes saltó sobre mi hombro. «¿Llevas la carta de Mendrugo?», me preguntó. Inmediatamente me
palpé los bolsillos. No recordaba haberla cogido. ¿O sí?. Me busque y no la
encontré. “¿Y ahora qué hago?”, pensé. Y después escuché con un tono interesado
y amable: «Si tú quieres voy a por ella, buen
mozo». «Me harías un gran favor, me
la he dejado encima de la mesa de trabajo. Me parece», contesté. «Espera, vuelvo enseguida». Aun coja y
tuerta, saltó a una puerta que yo no había visto y se coló por el agujero de la
cerradura. Estuve tentado de ir tras ella, pero después de lo que había vivido
con esos batracios pensé que era mejor esperar. Y así lo hice. Tardé poco en
sentirla otra vez sobre mi hombro y en dejar de ver la puerta que ella había
usado. «Ahora me das un beso y yo te doy
la carta”. No sin cierto reparo posé mis labios en los morros que me
ofrecía la rana. Una vez toqué los suyos comenzó a saltar y a dar gritos de
alegría. «¡He ganado, he ganado! Me
debéis un cromo cada una. ¡Yupi! ¿Qué, que no me iba a besar, eh?». «¿Oye, y
mi carta?», le grité. «Tonto la has
tenido siempre entre las hojas de tu bloc, donde la metiste en tu casa. Más que
tonto». Me puse colorado, acepté la broma y me centré en lo mío mientras la
besucona cobraba su apuesta.
—Perdone, ¿usté es?
—El autor de Entre puntada y puntada, y le
agradezco que me haya recibido.
—Al revés, siento haberle cambiado los planes y que
haya tenido que venir aquí, una gripe de esas malas le ha caído a Antón. Y no
podía dejar esto solo. Y tampoco soy mucho de cafeterías.
—Lo entiendo y siento el motivo. Pero no se crea,
no ha sido ningún incordio, sino todo lo contrario, jamás pensé que volviera a
estar por aquí, y menos dentro de mi propia imaginación. Yo nací o naceré,
según se entienda, aquí en este barrio, en la trasera de este edificio. Pero
dejemos mi persona, y, si no le importa, hablemos de usté.
—A mí eso jamás me ha gustado, y lo sabe. Pero no
me voy a adelantar a los acontecimientos. ¿Qué es lo que quiere saber de mí?
—No sé, lo que ha vivido desde la noche que
llegaron los padres de su hoy esposa. ¿Querer conocer todo sobre usté sería muy
pretencioso?
—Eso es imposible, y no por mí, que también, sino
por el tiempo del que disponemos. Media vida se puede contar en dos palabras o
en dos eternidades. De la misma forma que hay quien baja a por tabaco y parece
que ha ido a la guerra, y quien la ha sufrido y vuelve a casa como el que ha
bajado a por tabaco. ¿Entiende?
—Sí, perfectamente. Y tiene razón. Usté parece de
los segundos.
—Eso es arriesgar una opinión sin información.
—No lo digo por lo que no sé. Lo de la guerra no lo
entiendo como literal en su comentario. Mi opinión se basa en que ha
intervenido en la vida de muchas personas para bien sin pedir nada a cambio y
sin darle importancia.
—¿Y le parece poco lo que he recibido? Parece
mentira que haya creado usté esta historia. Gertrudis, sin ir más lejos, es un
regalo de Dios con la que compartí otro, Juan. Y ya no hablo de Elisa, su
madre, ni de Servanda su aya y mi apoyo durante un tiempo muy difícil. ¿Qué le
pide usté a la vida, amigo?
—Bien, no se tome a mal mis palabras, por favor,
están dichas desde mi más sincera admiración. Y mira que es difícil que yo
opine bien de un rico. En eso coincido con la Biblia , curiosamente. Ya sabe, el camello y el
ojo de la aguja…
—Vayamos al grano, caballero. ¿No cree que sería
mejor que me hiciera preguntas concretas y yo veo si las quiero responder o no?
—De acuerdo, tengo varias preparadas. Espere que
saco mis notas, no quisiera dejarme algo importante en el tintero. ¿Empezamos?
—A su disposición.
—¿Qué me puede contar del calvario que pasó Antón
para llevar a cabo la misión que le encomendó? A mí se me antoja que estaba
fuera de las obligaciones de un secretario, dicho desde el más absoluto respeto.
—En principio intentaré rebatir su opinión. Le
puede parecer un subterfugio pero Antón era mi secretario, y no sólo eso, no ha
de olvidarse del adjetivo que califica al nombre y en este caso hablamos de
“personal”, es decir, era, y es, mi secretario personal. Personal —puntualizó—.
Con esta aclaración creo que el abuso que usté propone no existe. Dentro de las
atribuciones de ese cargo se incluye resolver y llevar los asuntos personales y
particulares de su patrón, palabra que odio por otro lado, cuando éste lo necesite.
Por el contrario, hubiera entendido perfectamente que Antón se hubiera negado a
llevar a cargo mi ruego. Pero, fíjese cómo son las cosas, lo que le voy a
contar está hablado y consensuado con él, de hecho es de dominio público, entre
las familias y allegados, claro. Antes de la aventura, Antón se sentía en deuda
conmigo y con mi familia. Independientemente de que tuviera éxito o no, cuando
volvió a Madrí ese sentimiento se trocó entre nosotros, y ahora, el deudor soy
yo. Y creo que jamás volveremos a intercambiar los papeles. Desde otro punto de vista, lo que yo viví durante esos días, sin olvidar lo que vivió él, no se lo
deseo a nadie. Y como le digo, no lo puedo comparar con su sufrimiento allí en
Asturias. Pero aprendí una lección muy importante. Aunque consigas el éxito no
siempre ganas. Es decir, que, aunque un asunto acabe tal como tú querías, si
acabas sin los tuyos se reduce el valor de ese triunfo de forma drástica.
—Muchas gracias por su sinceridad, don Mauro. Hábleme
ahora de su hijo. Estará hecho un hombre.
—Habla usté como si hubiera visto crecer a sus
hijos.
—Así es. Tengo ese privilegio.
—Pero, ¿qué quiere que le cuente de Juan? Soy su
padre, no sería ecuánime.
—No, no quiero que haga un juicio o valoración
sobre él, sino sus vivencias con él.
—Ese es un asunto muy íntimo, señor mío, en el que
están involucradas también otras personas que ya no están con nosotros.
Entiéndalo.
—Se refiere a su mujer fallecida, Adela, ¿verdá?
—Y también a Servanda, es evidente.
—Pero yo no le pido que me hable de ellas. Y por
supuesto, queda fuera de toda duda que tanto Juanín como usté no serían hoy lo
que son sin la complicidad de esas dos mujeres.
—Eso es más factible, pero hablar de Juan, o de
aquel Juanín, sin involucrar a esas personas, permítame decirle que es casi
imposible, créame.
—Lo sé, don Mauro, pero me gustaría que, al menos,
lo intentara. Es el personaje del que menos sabemos todos. No hay ningún
interés malsano, se lo aseguro.
—Entonces le resumiré. Así será más fácil. Como
sabrá usté, el precio que la vida se cobró por la de Juan, fue la de mi mujer.
Acaso por ello, yo reaccioné culpándole a él. Por supuesto estuve equivocado
durante un tiempo. Y Servanda no se sentía con autoridad moral para sacarme de
mi error. Recuerde que nos conocimos al mes de nacer Juan. En aquel tiempo
nuestra relación no era la que después llegó a ser, convivencia que permitió a
esa gran mujer sacarme de los muchos errores que cometí después. Pero en aquel
momento no, aunque lo decía, no se crea. Todavía recuerdo como entraba en mi
despacho y me decía: No culpe al guaje, don Mauro. Y me daba las buenas noches.
Aunque de ese error me sacaría Gertrudis, curiosamente. Aquélla que iba a
sustituir a quien, sin querer y sin pensar, yo denigraba en su hijo, en la creencia
que hacía lo contrario, que al culpar a Juan quería más a Adela. Y Gertrudis lo
hizo sin pretenderlo y sin decirlo expresamente. En un momento determinado me
di cuenta que aquella personilla era lo único que podía abrazar y besar de
Adela. El resto tan solo eran recuerdos. También se despertó en mí la
obligación paterna, la conciencia de ser padre. Y cambié la forma de mirar a
Juanín al ver cómo lo hacía ella, como le trataba, cómo me hablaba de él. Su
preocupación por ser aceptada tanto por mi hijo como por Servanda. Todo ello se
lo debo a Gertrudis. Y dice usté que he hecho las cosas sin esperar nada a
cambio…
—Y sigo pensándolo.
—Haga usté lo que le parezca oportuno. Uno tiene
derecho a estar equivocado. Pero le diré más, también entendí que se puede
estar agradecido a una persona y a la vez estar enamorado de ella. Yo no tenía
claro que Gertrudis estuviera enamorada de mí, que su sentimiento no fuera más
allá de la gratitud que usté demanda de todos hacia mí. No las tenía todas
conmigo, por su inocencia, por su juventud, por su inexperiencia y por sus
experiencias recién vividas. Esa era mi gran duda. Y creo que también la de
ella, aunque Gertrudis no fuera capaz de concretarla por los motivo anteriores.
Yo veía que se sentía desamparada. Pero al observar la relación que creó con mi
hijo, pensé en Adela y en el derecho que tenía Juan de tener otra madre, así
como en el derecho que habían arrebatado a Gertrudis. Ella no lo sabía
entonces, pero yo supe desde un principio que ella no podría concebir jamás. Por
ello me di o nos di un tiempo para ver cómo evolucionaban los sentimientos de
Gertrudis hacia mí. Nunca quise presionarla y no creo que lo hiciera, pero de
haber sido así, no me lo reprocho en absoluto. Lo que me empujaba era fuerte y
limpio. Pero ve, a causa de Juan he hablado más de lo que me hubiera gustado.
Por eso no quería empezar. Acabo con el tema de Juan diciéndole que, ahora, es
un próspero abogado.
—¿Afectó a su hijo la guerra?
—Como le he dicho he acabado el tema Juan.
—Perdone, bastante ha dicho, lleva razón, no voy a
insistir. Aunque la siguiente pregunta… Me parece a mí que… No sé yo si la va a
tener a bien contestar, aunque no lo debería decir. Hábleme de Gertrudis, de su
relación con ella.
—Se equivoca de cabo a rabo. Sí se la voy a contestar,
otra cosa es que le parezca a usted insuficiente la contestación. Gertrudis y
yo hemos sido y somos muy felices. Punto.
—Ya sabía yo…
—No pretenderá usté que le meta en la alcoba con
nosotros.
—No, por supuesto que no. Quizá mis ansias de
información me estén haciendo perder el respeto debido.
—Me alegro que, al menos, se lo
plantee. Últimamente en este país no suelo encontrarme con ese respeto. Y es de
agradecer. Y no es que antes se respetara más, pero me parece a mí que había más
excepciones que ahora.
—Pero, permítame otra pregunta sobre su esposa que
sí veo apropiada.
—Usté dirá.
—Gertrudis pertenecía a una clase social, digamos
que distinta a la suya, ¿no?
—Pensará que ha descubierto usté América con esa
observación. Pero, vamos, que le contesto lo que ya sabe, que sí.
—¿Y cómo la aceptaron sus conocidos, el entorno de
usté quiero decir. Y entienda que no hablo de sus amigos íntimos, sino de
amistades.
—Mire, cuando nos casamos, y aún antes, Gertrudis
ya había adquirido, digamos, ciertos modales gracias a la influencia de las
señoritas que vivían en el tercero de la calle Españoleto, a las que poco he
podido agradecer lo que hicieron por ella. No sólo la enseñaron a leer y a
escribir, historia o matemáticas, sino también a saber estar en sociedad, a
usar los cubiertos y las copas, a cómo tratar a las diferentes personalidades,
al modo de comportarse. En fin, usté me entiende. Aunque ahora no sirva para
mucho, porque parece ser que los condes, duques y demás nobles parecen haber
desaparecido de la faz de la tierra, pero bueno. Por ello y por cómo es ella, y
viéndose apoyada y acompañada por mí en todo momento, superó con creces las
pruebas que, sobre todo las mujeres de las nuevas clases dominantes, que a mí
nunca me han terminado de convencer, le pusieron sin que hubiera necesidad de
parar los pies a nadie. Sí intentaron marcar distancias con ella, pero como con
todos. Ya sabrá que cualquier vencedor intenta ser siempre reconocido como tal.
Y, como casi siempre, los que tienen menos que ver con ese triunfo son los que
más lo reclaman. Lo cierto es que la lectura también le ayudó mucho. Cuando
vieron esas mujeres que Gertrudis les superaba en muchos aspectos, yo diría que
en todos menos en importancia del marido, la dejaron en paz. Ella nunca se sintió
atacada. Por otra parte, ya la conoce, supongo. Contra la sencillez, poco se
puede hacer. Aunque sí es cierto que ese roce, además de otros, por mucho que
yo intenté evitarlo, le terminó por robar esa candidez que yo siempre juzgué
como un tesoro. Pero vivir tiene un precio.
—¿Y los negocios?
—No me da usté tregua, ¿eh? ¿No quiere usté tomar
un café u otra cosa que le apetezca?
—No, muchas gracias.
—Yo sí me voy a servir un vaso de agua. Hacía mucho
tiempo que no hablaba tanto ni tan seguido. Permítame.
—Faltaría más.
—Bueno, me preguntaba sobre los negocios. No le
puedo decir que van mal, pero tampoco que van bien. Y lo que tengo claro es que
si no aparece alguien interesado en seguir el negocio de los chocolates, esta
fábrica desaparece cuando yo lo deje. Y si no, al tiempo.
—¿Y su hijo?
—Juan es feliz con lo que hace. Y a mí me parece
bien. Quiere hacer las oposiciones a notaría. Ha tenido la suerte de poder
elegir, no es un reproche, no crea. Él es consciente de ello y lo aprecia, y
eso nunca es malo.
—Bueno, y ya por último, hábleme de la guerra.
—No, caballero, de eso no le voy a hablar. Lo tengo
muy clarito. Ni siquiera tan escuetamente como lo he hecho de mi matrimonio.
—Como usté quiera. Entonces, sólo me queda
agradecerle su tiempo y sus palabras, don Mauro. Aunque me gustaría seguir
charlando como amigos o posibles amigos.
—Creo que eso va a ser muy difícil, caballero. No
sé cómo ha conseguido llegar hasta aquí, pero, dese por satisfecho. Y si lo
consigue de nuevo, no dude en llamarme. Aunque para mí no ha sido el encuentro
tan grato, por las preguntas, no se confunda, no me importaría volver a hablar
con usté, pero de otros asuntos que no sean tan personales. Me ha caído usté
muy bien. Y quién sabe si con el tiempo no le haría alguna confidencia —don
Mauro sonrió, se levantó de su sillón, me ofreció la mano que yo apreté y me
fui satisfecho, pero con la pena de dejar atrás un posible amigo y una persona
honesta. Y ya, en la puerta recordé, me volví y le hablé.
—Sabe usté, muchas lectoras le han puesto por las
nubes. Y no es que yo dudara, pero ahora conozco mejor el motivo. Adiós,
caballero.
Volvió a ocurrirme lo que en la cafetería con
Antón. No podía salir de la fábrica de chocolates. Me volví y el olor me volvió
a atrapar. Aunque no me gusta mucho el dulce no era un mal sitio donde quedarse
encerrado, había otros peores, desde luego. Sonreí al recordar el subterfugio
usado por la rana para ganar su apuesta. Luego miré el primer peldaño de la
escalera que subía hasta las oficinas, me imaginé a Balín allí sentado y
retrasé un poco mi vuelta. La entrevista me había parecido muy corta. Me coloqué donde imaginaba que el crío esperaba las
órdenes de Antón o don Mauro. Me quedé allí un rato, absorto. Cuando sentí un
escalofrío supe que era hora de regresar, así que extraje la carta de Mendrugo
y pronuncié la palabra que aparecía en el recuadro de forma intermitente. En
este caso era otra vez “COSO”.
Aunque don Mauro ha hablado más de los demás que de sí mismo, a través de la entrevista he reafirmado la opinión que sobre él tenía por el relato. Todo un caballero y además, generoso y buen conocedor de su gente. Me alegro por Gertru (prefiero seguir llamándola así porque lo de Gertrudis la hace "señora"), que supo encauzarlo en la relación con su hijo. Y lo de Coso no sé si será una señal... Hasta la próxima semana y abrazos, J.C.
ResponderEliminarA mí me pasa lo mismo con Gertru, es como si Gertrudis se me haya escapado de las manos, jaja. Las entrevistas están pensadas así, como tu dices, hablan más unos de otros de de sí mismos, pero es lo lógico y normal, creo. Un abrazo, JC
EliminarTambién me reafirmo en mi opinión de Don Mauro, apuntaba maneras.
ResponderEliminarJ.C., me hubiese gustado verte intentando entrar por la cerradura de la puerta. Y la rana, que aprovechada. Jaja
Hasta la siguiente. Abrazos.
El humor de una persona es capaz de todo. No me retes que lo intento, jaja. Un abrazo, JC.
EliminarSin duda, todo un caballero, y en todos los sentidos.
ResponderEliminarY esas ranas......??, hay el juego que dan, ja ja ja.
Besos.
Gracias, Rubí. Un beso. JC.
ResponderEliminarMadre mia que retraso llevo, ni las entrevistas he tenido tiempo de leer aunque nunca es tarde para leer esta entrevista que me vuelve a mostrar a D. Mauro tan caballero como siempre y discreto que ha hablado de todos mas que de él mismo.
ResponderEliminarLo de COSO, un enigma mas...
Hasta mañana... ;)
Chary :)
Me he asustado cuando he empezado a leer tu comentario: "Madre mia que retraso llevo", jajaja. Gracias, Chary, un saludo, JC.
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