ba en la anterior por el Marenostrum, es decir por la propiedad de aquello que no puede tener dueño. ¿De quién es el mar o el Ártico? ¿De quién es una violada o maltratada? ¿De quién es el violador? A todas estas preguntas se les puede dar la vuelta. Entonces adquieren un matiz muy distinto. Si el europeo afirma que la europea es suya surge su pregunta: ¿Si es mía no puedo hacer yo con ella lo que quiera? Igual pasa con el mar: Si es mío, ¿no puedo envenenarlo o esquilmarlo? Y en cuanto al violador podríamos decir que se prefiere a uno cuyas víctimas sean adultas o a otro que se dedique a ultrajar a menores. No defiendo nada que no defiendas tú o aquel otro. Pero sí quiero tirar abajo tópicos y tabúes por los que nuestro grupo es mejor que aquel otro y que la propiedad no siempre es privada o/y privativa. Son aberraciones asumidas y esgrimidas. ¿O no lo es pensar que prefieres que el violador de tu hijo sea europeo y no africano? Eh bien, c'est ça, mon ami. Lo siento, parece que estos días estoy más contestario que de costumbre. Si pudiera leería la anterior carta para ubicarme en el punto que dejé la narración que te interesa, aunque ya te advertí de mi facilidad para la digresión. Pero sí, sí recuerdo donde lo dejé. Por Adama, porque fue cuando le vi y hablé con él la primera vez. De aquel grupo de caminantes solo sobreviviría él. Más adelante te contaré qué les ocurrió a quienes se quedaron por el camino. Y lo haré con las palabras de mi amigo, si me acuerdo. Si no habrás de conformarte con la simple noticia o con mi versión según me dicten mis recuerdos, a veces tan confusos como los tiempos que vivimos. Entre ellos y las siguientes personas que viera se extendía parte del Sahel. Y antes de que ellos las vieran muchas monedas cambiarían de manos. Fíjate en los conocimientos dinerarios que yo tenía que pensaba que las monedas y los billetes servían en todos los sitios. Para mí el dinero era dinero y no tenía nacionalidad, aunque sí dueño. Pero no: “Si no es el nuestro aquí no vale”. No concebía que las monedas que tenía no sirvieran más allá de una frontera. Al final, bien por la necesidad material, bien por la anímica, me decidí a entrar en una población, aunque no era muy grande. En principio entré en Dilé como entra un señor en el patio de su castillo, mirando a sus súbditos por encima del hombro, sin mirarles a la cara, sin verles en realidad. Salvo que yo no lo hacia por soberbia, sino por miedo y precaución. No quería quedar enganchado en otros ojos o en otra sonrisa de anciana para luego verme obligado a dejarlos atrás. Ya echaba de menos a suficientes personas como para engrosar la nómina de añorados. Además, no quería aumentar el peso de mi historia, porque la personal nos pesa, ¿sabes? Al menos a mí, y soy tan vulgar como humano. Busqué el mercado y lo encontré. Y después de enseñar las siete monedas, en ninguno de los siete puestos donde pregunté me sirvieron para comprar nada. No era suficiente y tampoco encontré a ningún frutero al que diera lástima como ya me había ocurrido antes porque todos miraron a Hamal antes de negarse. Menos mal que escuché una conversación entre un vejete con un asno y un vendedor que me interesó sobremanera. El anciano, Daud, decía que si apañaba unos higos irían a medias. El dueño del puesto aceptó la proposición y la proporción de las ganancias. «Aquí los tendrás a media mañana». Me quedé fuera del ir y venir entre los puestos sin perder de vista al burro. Me subí a Hamal y me fue más fácil divisarle y, a la postre, seguirle después de que él también se subiera en su animal. Así, uno detrás del otro, salimos del centro de la aldea. Después de un rato, a través de un estrecho y hollado camino trazado por el paso de cuadrúpedos, llegamos a
un huerto lleno de higueras. Yo me alejé un poco antes de llegar a los árboles y disimulé mi presencia. Descabalgué e hice que Hamal se tumbara con la barbilla en el suelo como en otro de nuestros juegos. Trepé un poco y me tumbé a observar. Todavía el sol hacía las sombras largas. Cuando después de llenar los dos cestos que el burro llevaba, el anciano tomó el camino de vuelta. Cuando desaparecieron me erguí y oteé mi alrededor. No había señales de estar acompañado. Aun así esperé en contra de las órdenes de mi estómago. Hasta que no pude más y me subí a Hamal. Una vez en el huerto no miré salvo hacia arriba de las higueras, donde estaban los frutos en sazón. Conseguí llegar a ellos gracias al camello y negándome a recordar el accidente ocurrido en casa de Thais. Me puse de higos hasta las cejas. Y cuando no me cupieron más en el estómago, empecé a llenar las alforjas. Una vez tripas y árguenas llenas y las manos más pringosas que el palito de la miel, puse pies en polvorosa, aunque en realidad fue Hamal quien puso sus pezuñas en movimiento azuzado por mí, y yo por el temor que empezaba a sentir por perder aquello que ya era mío y no por ser castigado por coger, precisamente, los higos ajenos. El miedo es directamente proporcional a los bienes que posees. Nada tienes, nada temes. Las manos me picaban cada vez más, pero no por robar, sino por la leche que suelta ese fruto al ser arrancado con las manos desnudas. Lógicamente tomé la dirección que me alejaba de la aldea. Pero no había contado con que, a derecha e izquierda de aquel camino, se extendían todos los huertos de los aldeanos. Cada vez tenía los dedos mas rojos, del color de la arcilla. Ya no sé si era fruto de la leche de los higos o de tanto rascarme. De hecho no llevaba sujeta la jáquima de Hamal. Iba tan ocupado con las frotaduras que no me di cuenta de que no estaba solo en el camino. Dos hombres y un caballo venían de cara. La vereda era tan estrecha entre las ajadas enramadas que, o ellos o yo, teníamos que hacernos a un lado para dejar pasar al otro, aunque fuera rozándonos. Me saludaron y me preguntaron donde iba por allí. Estaba claro que aquel camino se usaba solo para acceder a los huertos. No tuve más remedio que mentir. Les dije que me dirigía hacia las higueras de Daud, que me había encargado llevarle al zoco una buena cantidad de higos que había apalabrado con un extranjero y que tenía prisa. Pero no contaba con que aquellos hortelanos no eran tontos. «Pues te has pasado muchacho», me contestaron al unísono. Y el más joven, mirando mi alforjas llenas me preguntó donde pensaba llevar los higos. Y como yo antes tenía contestación para todo, le dije que en los sacos que reventaban mis alforjas. Luego el otro se fijo en mis manos y aludió a su estado. Y aquí lo bordé porque ante el miedo de contagiarse de una enfermedad infecciosa o descubrir a un ladrón de higos, después de mirarse, apostaron por salvaguardar su salud y la mía. Y conseguí meterlos en la huerta(1) . Tanto que, para dejarme pasar y no rozarse conmigo ni con Hamal, lo hicieron físicamente después de que el caballo pisara las matas que definían las lindes. Después del susto, llevé de mejor humor el picor de manos que no disimulé al pasar junto a ellos. Y hasta me permití dar un azote en la grupa de su caballo para que se fueran preocupados y no miraran para atrás. Ninguno de los dos cayó en la cuenta de que huía en sentido contrario al que debía, o no quisieron saberlo. Si la fe mueve montañas, el miedo las hunde. Por temor te crees que te mereces ser el único, te hace egoísta. Ese canguelo me había hecho llenar mis alforjas y mis tripas de higos sin mirar a mi alrededor. Y lo podía haber hecho de los diferentes frutos que vi a lo largo del sendero del que me costaría salir porque solo llevaba a los diferentes huertos. Pero ni me paré ni me arrepentí de mi ignorante y precipitada decisión. Más vale pájaro en mano irritada que ciento volando con los dedos intactos. Me había salvado y no iba a tentar más a la suerte. Después de que Hamal se llevara por delante un seto artificial, porque la trocha no tenía salida, me encontré con un riachuelo que corría menos que yo, pero que seguí hasta que se unió a otro de iguales características. Y en él me alivié un poco el picor de manos. Me hubiera quedado allí con las manos sumergidas en el agua fresca, pero no podía. Y, además, el agua no podía llevarme a mal sitio. Allí por donde pasa no se vive mal, salvo que el río tenga dueño, claro. Caso que no entiendo. Cuando creí estar a salvo, me metí en la corriente y me tumbé todo lo largo que era. Dejé que el agua me acariciara desde la cabeza a los pies. Fue una experiencia maravillosa que el mehari aprovechó para llenar sus depósitos. ¿Dónde metería toda el agua que era capaz de beber en una sentada? En la joroba no, desde luego. Pero eso nunca lo sabría, si bien el cuerpo de un camello debe tener muchos recovecos. Con comida y bebida para varios días, más el baño, me sentía más feliz que un bebé recién bañado. En esos momentos llegué a pensar que no necesitaba nada más. Pero el ser humano nunca está conforme con lo tiene, y eso que yo no tenía nada ni nadie que me lo ofreciera y me convenciera de que lo necesitaba. Aun así somos capaces de sacrificarnos y cambiar unos bienes por otros que luego echaremos en falta nuevamente. Nuestros deseos, nuestros sueños y nuestras necesidades, creadas o no, nos meten en verdaderos círculos viciosos de los que es muy raro y costoso escapar. Por todo ello hay que tener cuidado con los deseos y los sueños que forjamos. Y más cuando los consigues. Puede ser que el precio que has pagado desvirtúe el resultado. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. El segundo regato me llevó a un tercero aunque nunca creció mucho la corriente. Seguramente, las aldeas y los campamentos les restaban sus aguas. Ni juntos alcanzaban el apelativo de río. Incluso en un tramo pareció desaparecer. Renació al unirse a otro que bajaba del norte. Era una maravilla viajar con higos en las alforjas y en compañía del agua, aunque esta fuera escasa. De siempre me han gustado los higos y las brevas, y me gustan todavía, como sabes, a pesar del atracón que me di. No desprecié ni los abiertos por la presión de unos contra otros. No necesité abrir los últimos. Cuando se acabaron los higos, después del agua, hube de cambiar de dieta y mi aparato excretor lo notó. Con los higos no trabajaba mucho, pero con las bayas y las raíces se vio más exigido. En un momento determinado el terreno se volvió abrupto. Hamal no se movía muy bien entre las grandes piedras. Descabalgué y le hice yo de guía. En su día, las aguas pretéritas habían ganado la batalla a la piedra. Y no nos quedo más remedio que atravesar aquella garganta. Me hubiera gustado ver aquel paraje cuando el río era capaz de modificarle, antes de que el ser humano le robara su fuerza y constancia. Pero no fue en vano nuestro esfuerzo. También se anda peor con los pies desnudos por las piedras. Al salir de un recoveco, se abrió ante nuestros ojos, aunque solo lo apreciara yo, una de las panorámicas que más bonitas he visto en mi vida. Un gran lago rodeado de verdor por todos lados nos invitaba a seguir adelante. También descubrí un camino que serpenteaba igual que el riachuelo, amén de algunos hermanos mayores de este. Todos llegaban hasta el lago. Y en él manchas que se movían despacio y que supuse barcas de pescadores nativos, como los pocos que surcaban el río cercano a mi aldea. Le conté mis recuerdos y mis impresiones a Hamal, pero él andaba preocupado por lo pedregoso del terreno. Traté de tranquilizarle, pero no sé yo si se creyó lo que le conté. El caso es que el paso inseguro y torpe del camello llegó a preocuparme hasta a mí. Conseguimos llegar a terreno arenoso sin ningún contratiempo. Una vez allí pensé lo que hubiera tenido que hacer si Hamal se hubiera roto una pata o algo así. Enseguida me lo quité de la cabeza. Me di cuenta de que ya no concebía el viaje sin aquel animal al lado. Y disfruté al notarle más tranquilo y yo diría que más feliz. No tomé ninguna dirección premeditada, simplemente quería bordear aquel gran lago. Y lo hice sin dejar de mirarle. Vi una mancha oscura que se movía por el agua. Agucé la vista todo
lo que pude y me sorprendió ver tantas vacas, en realidad cebúes, juntas guiadas por un muchacho como yo. El lago, empequeñecido por la lejanía, se había convertido en un mar donde las barcas remolcaban a varias personas, incluso a familias que saludaba a todo el que veían, yo incluido. También saludé con alegría. La gen-
te parecía feliz.Y no le faltaban motivos: Agua, carne, peces, verduras y frutas. ¿Qué más se puede pedir. Tu dirás que muchas más. Pero allí y en aquellos momentos, a mí me parecía la opulencia en su más alto grado. Aquellas barcas de cáscaras de nuez tenían poco cuando se las veía de cerca. La profundidad del lago no debía de ser mucha porque cantidad de gente lo cruzaba sin dificultad, incluso los cebúes. La ropa extendida al sol me hizo serpentear por la orilla, pero a lo lejos dotaba al paisaje de una variedad de colores infinita y tan alegre como sus gentes. Y sin darme cuenta me sumergí en aquel ambiente, si no festivo, sí jubiloso, y luego en la aldea que apareció sin darme apenas cuenta. De camino al centro del pueblo me encontré con otro malecón de madera en bastante mal estado. Estaba apartado del agua, con sus pilotes y todo carcomidos y medio podridos. “¿Qué hacía allí”, me pregunté. Más tarde sabría leer su significado. Era el recuerdo físico de lo que un día había sido un pequeño puerto de un inmenso lago que poco a poco se moría de sed, si bien todo lo visto hasta ese momento reflejaba vida. Si hubiera llegado diez años atrás, lo que era imposible por otro lado, hubiera visto que aquel lago, el lago Chad, era el doble de lo que era cuando me lo encontré, porque los riachuelos que le alimentaban eran señores ríos que le cedían la vida. Y ahora, si te informas, te enterarás que está en su lecho de muerte. Y me pregunto: “¿Qué va a pasarle a esa ingente cantidad de personas que vive gracias a él?”. Como a tantas otras preguntas que me hago no hallo respuestas porque la encontrada me asusta y prefiero quedarme ignorante sin serlo.
No es que uno sea un ecologista activo que se
parte el pecho colgado de un edificio. O que se juegue la vida al instigar a un
petrolero desde una barca neumática. No, pero ciertos asuntos me llegan al
alma. Siempre pondré por delante a las personas que a los animales y demás. Y
precisamente por ello, conocer la situación del lago Chad y pasar de ella, no
va conmigo. Y sé que tengo una conciencia selectiva, que conste. La muerte
anunciada de ese gran oasis en mitad del Sahel no dice nada bueno del ser
humano. Bien está, desde luego, que nos preocupemos por las consecuencias de
terremotos y tsunamis. Bien está que aportemos, si podemos, nuestro granito de
arena para mitigar los estragos que producen. Pero si una vida que sostiene
muchas se muere poco a poco de una “enfermedad” larga y curable parece como si
no importara. Acaso sea porque no ocupa la portada de los periódicos. ¿Qué
hubiera pasado si un meteorito hubiera chocado contra él y se lo hubiera tragado?
Preguntas, siempre preguntas. Y una más: ¡Dónde estarán las soluciones, me cago
en la leche!
En África todo se consume, nada se renueva. Y
se niega el principio físico de la conservación de la materia. En este caso no
se debe a una de las sequías que por motivo ya descubierto, el cambio
climático, atacan el continente negro, no. La disminución del agua embalsada se
debía y aún se debe a otra acción directa de los hombres, ¿cómo no? Esta más
lógica que aquella. Las aldeas que salpicaban el recorrido fluvial que
alimentaba el lago cada vez tenían más necesidades de agua porque se ampliaban
los campos de regadío y había más animales. A su vez nacían más personas y
crecían las necesidades tanto en las cuencas de los tributarios como junto al
agua embalsada. Es decir, que el antiguo gran lago en vez de litros y litros de
agua por minuto, recibía gotas y gotas por hora. Todo ello unido a la gran
cantidad de pueblos que salpican las antiguas y nuevas orillas del lago
Chad, y sumado a la evaporación por efecto del sol y la cercanía del Sahara,
sin olvidar su poca profundidad, hacían morir al que fuera uno de los lagos más
grandes del mundo cuando se descubriera por los europeos allá por 1823. Debo
decirte, que yo lo vi aún con cierto esplendor, porque este desastre se aceleró
hace cuarenta años. Y no es que sea pesimista, pero contrariamente a lo que a
mí me pareció, aquel mar interior pronto será un simple charco antes de
desaparecer. Y, entonces, toda la gente que depende de esa agua desaparecida
tendrá que buscarse otro lugar donde vivir o morir. Eso si les dejamos. Porque
tal y como están las cosas, veo más factible que ocurra lo segundo. Pronto
el Sahara se comerá toda la vida que allí se desarrolla. Y eso que el gran
desierto no es solo un asesino, ¿sabes? Gracias a él la selva amazónica se regenera y revive, aunque parezca increíble. Es el polvo
cargado de microorganismos, que fueron plancton marino en su momento, el
alimento que llega a los pulmones de la tierra, sobre todo de las tierras que
deja al descubierto el lago Chad. ¿Quién lo iba a decir? Y el fenómeno se
produce continuamente debido a los vientos y las lluvias en el Sahel, que
también tienen que ver. Bueno, se acabó la clase de ciencias naturales, ahora
llamadas “soci” o “sociales” y que si
se imparten en inglés “science”. Ya
sé que, a veces, me pongo pesado y me voy por las ramas, pero sin ellas, ¿qué
sería del árbol? Aquella aldea era distinta a todas las que había visitado. Las
casas, las cabañas, estaban muy separadas unas de otras. Y cuanto más te alejabas
del agua, más humildes y pequeñas parecían. Por el alboroto que montaban, me
quede enganchado con la mirada a un grupo de niños que corrían en tropel semidesnudos
hacia el agua. Parecían tan felices como lo éramos mis amigos y yo cuando
salíamos a jugar o a buscar bayas y raíces. Mi mente viajó durante unos
instantes a una infancia que al volver me pareció muy lejana. No vi plaza ni
mezquita alguna, y cuando deshice mis pasos vi la ropa secándose al sol, a los
bebés, abrazados a sus madres gracias a un pañuelo anudado y apretado contra su
pecho o espalda, el trabajo a las puertas de las cabañas, los ancianos buscando
sombra como los perros, que también me hicieron viajar en el tiempo y revivir
escenas cotidianas, rebaños de cebúes con sus inmensos cuerpos y cuernos.
Aquella gente era tan pescadora como ganadera y agrícola. Las barcas eran tanto
un arte de pesca, como un medio de transporte. Algunas de ellas, rotas, se
pudrían
al sol en la enorme playa que circundaba el lago como cadáveres útiles para alimentar el fuego, hogares donde se cocían los guisos. También vi muchas redes colgadas al lado de las chozas. Y junto a ellas unos cuantos peces abiertos y colgados que se secaban al sol. No sé decirte el motivo, pero aquel asentamiento, pese a su tranquilidad y a los buenos recuerdos que me había traído no me gustó. Me acerqué a una de las cabañas que tenían los peces al aire, saqué unos cuantos higos de mis alforjas y traté de hacer un trueque con la que supuse dueña del pescado seco, que atendía un puchero. Pero me señaló a un anciano que sentado a la sombra de las redes colgadas fumaba un cigarrillo. El viejo, en un principio no me entendió, a pesar de hablarle en árabe y luego en francés. Así que ni lo intenté en lingala. Recurrí al idioma universal de los signos, y con ellos pude entenderme y entender que era sordo porque la mujer no hacía más que tocarse la oreja y negar con la cabeza, sin dejar de atender su puchero. Así, ese día y esa noche cambié el menú. El pescado, al igual que el queso no me ha gustado nunca, pero después de no sé cuantos días de alimentarme solo de higos, la carne seca y salada de aquellas espinas no me supo tan mal como los peces que nos ponía Kady para comer de tarde en tarde cuya peor característica es que estaba medio crudo y soso, al contrario que este otro. A la mañana siguiente ya estaba dispuesto a abandonar aquel lugar. Y aunque la temperatura era ideal, ¿qué iba a hacer yo allí? Ni sabía pescar, ni me gustaba el pescado, ni era pastor de cebúes, ni nada. No encontré razón alguna para quedarme porque no quería. Se me había atravesado el pueblo y punto. Y aunque veía a personas y animales cruzar el lago porque se hacía pie, yo no le vadeé, sino que le circundé. Pasé por otras aldeas, pero todas me parecieron la primera. Sobre ellos pesaba una tristeza que no supe entender. Tan solo los niños rompían aquel ambiente atribulado y afligido. Hoy, con más información y con equipaje, lo entiendo a la perfección. Aquella gente sufría el mismo mal que el propio lago y los ríos que le abastecían. Aquello que parecía el mayor edén del Sahel tiene fecha de caducidad y sus habitantes lo sabían. Tan solo los niños seguían ajenos a esa realidad. Los de antaño, los que yo viera, componen la última generación que verá durante toda su vida la cuenca del lago Chad con agua. Pronto el río Chari dejará de volcar agua, a lo más veinte años. Todo es efímero, pero al que toca vivir la muerte de su entorno no le van a convencer esas palabras. Y me alegro de no vivirlo. No me costó encontrar comida por allí. Acabados los higos y limpias las alforjas y con los pellejos hinchados hasta reventar, me alejé de aquel lago con un futuro tan incierto como el de sus habitantes. Quizá por ello cuando conocí aquí la palabra insurgente pensé que quien la citaba se refería a la gente que vive en el sur. Mi instinto me llevaba al oeste y el lago me obligó a tomar rumbo noroeste. El paisaje volvió a ser el de siempre en el que Hamal era imprescindible para no sufrir males mayores, como el de no encontrar higos ni dátiles, tan de mi gusto, y tener que excavar para poder comer raíces, tan poco apetecibles. Fue un trecho muy largo durante el que no ocurrió nada merecedor de mención. Dedicábamos las tardes a jugar y a escarbar, eso si. Pero nada más. Las gentes con las que me encontré iban a lo suyo, como yo. Sí noté un cambio en la vestimenta del que iba vestido. También en el color de su piel. Era tan oscura casi como la mía. Por esos motivos tampoco llamaba yo mucho la atención. Pero no aprendía a ver más allá de mis narices. Me di de golpe con otro puesto militar. Esta vez tuve suerte. La barrera rojiblanca estaba levantada. Y los soldados no hacían nada, que es lo que mejor pueden hacer por nosotros, salvo ayudar, como otros hacen. Pasé la frontera a pie. Miré hacia el frente, tomé aire y no respiré. Tiraba suavemente de Hamal. Intentaba dar la imagen del que cruza todos los días por allí. Aunque, en realidad, iba muerto de miedo. Nadie me dijo nada y cambié de país como el que cambia de parecer. Y así fue todo tranquilo hasta que empecé a encontrar un goteo de familias, cargadas todas ellas con bultos, cubos, palancanas, atillos y algunos que tiraban de un carro lleno hasta los topes. Iban en dirección opuesta a la mía. No fueron una ni dos, fueron muchos grupitos los que vi pasar hasta que un hombre mayor, solo y cargado con un cubo en cada mano, me advirtió: «No vas en buena dirección, muchacho». Le hice un gesto de cortesía y me paré en la orilla del camino sin dejar de sujetar la rienda de Hamal. Como solía, le conté al camello mis impresiones. Esa costumbre la provocaba la soledad y la convivencia con un animal. Y te aseguro que no solo es una práctica habitual en el binomio vieja-perro. Estaba claro que aquellas personas huían de algo. Tan claro como que yo me dirigía directo al punto de donde ellos se escabullían. Por el motivo que fuera Hamal se movió. Quedó casi atravesado del todo en la orilla de la pista de tierra por donde caminábamos todos. Quedó encarado hacia el norte según me indicaba su sombra. Entendí su inacción tras el movimiento como la señal que hacen los perros ventores al avistar una posible víctima del cazador. Sin pensarlo tiré de él y nos alejamos del reguero de caracoles que seguía en aumento. Y volví a sumergirme en una tranquilidad total que nadie estorbaba. Así fue hasta que, desde un otero, divisé algo en movimiento. Era raro ver una alimaña por aquellos lares, entre otras cosas porque tiene poco que comer y mucho que temer. No quise acercarme por precaución. Nunca se sabe. Además, me pareció que la figura en cuestión era humana y que se acercaba. Mejor esperar, me dije, pero subido en Hamal. Él corría más que yo. Desde la grupa del mehari mi visión mejoró y pude reconocer al acercarse más al muchacho con el que compartiera la comida que a su vez sus compañeros habían compartido con él. Sí, en efecto, era Adama. Ya no nos separaríamos más, como tú y yo cuando nos encontramos, pero dejemos para mañana lo que no podemos acabar hoy. Así pues, buenas noches, amigo.
al sol en la enorme playa que circundaba el lago como cadáveres útiles para alimentar el fuego, hogares donde se cocían los guisos. También vi muchas redes colgadas al lado de las chozas. Y junto a ellas unos cuantos peces abiertos y colgados que se secaban al sol. No sé decirte el motivo, pero aquel asentamiento, pese a su tranquilidad y a los buenos recuerdos que me había traído no me gustó. Me acerqué a una de las cabañas que tenían los peces al aire, saqué unos cuantos higos de mis alforjas y traté de hacer un trueque con la que supuse dueña del pescado seco, que atendía un puchero. Pero me señaló a un anciano que sentado a la sombra de las redes colgadas fumaba un cigarrillo. El viejo, en un principio no me entendió, a pesar de hablarle en árabe y luego en francés. Así que ni lo intenté en lingala. Recurrí al idioma universal de los signos, y con ellos pude entenderme y entender que era sordo porque la mujer no hacía más que tocarse la oreja y negar con la cabeza, sin dejar de atender su puchero. Así, ese día y esa noche cambié el menú. El pescado, al igual que el queso no me ha gustado nunca, pero después de no sé cuantos días de alimentarme solo de higos, la carne seca y salada de aquellas espinas no me supo tan mal como los peces que nos ponía Kady para comer de tarde en tarde cuya peor característica es que estaba medio crudo y soso, al contrario que este otro. A la mañana siguiente ya estaba dispuesto a abandonar aquel lugar. Y aunque la temperatura era ideal, ¿qué iba a hacer yo allí? Ni sabía pescar, ni me gustaba el pescado, ni era pastor de cebúes, ni nada. No encontré razón alguna para quedarme porque no quería. Se me había atravesado el pueblo y punto. Y aunque veía a personas y animales cruzar el lago porque se hacía pie, yo no le vadeé, sino que le circundé. Pasé por otras aldeas, pero todas me parecieron la primera. Sobre ellos pesaba una tristeza que no supe entender. Tan solo los niños rompían aquel ambiente atribulado y afligido. Hoy, con más información y con equipaje, lo entiendo a la perfección. Aquella gente sufría el mismo mal que el propio lago y los ríos que le abastecían. Aquello que parecía el mayor edén del Sahel tiene fecha de caducidad y sus habitantes lo sabían. Tan solo los niños seguían ajenos a esa realidad. Los de antaño, los que yo viera, componen la última generación que verá durante toda su vida la cuenca del lago Chad con agua. Pronto el río Chari dejará de volcar agua, a lo más veinte años. Todo es efímero, pero al que toca vivir la muerte de su entorno no le van a convencer esas palabras. Y me alegro de no vivirlo. No me costó encontrar comida por allí. Acabados los higos y limpias las alforjas y con los pellejos hinchados hasta reventar, me alejé de aquel lago con un futuro tan incierto como el de sus habitantes. Quizá por ello cuando conocí aquí la palabra insurgente pensé que quien la citaba se refería a la gente que vive en el sur. Mi instinto me llevaba al oeste y el lago me obligó a tomar rumbo noroeste. El paisaje volvió a ser el de siempre en el que Hamal era imprescindible para no sufrir males mayores, como el de no encontrar higos ni dátiles, tan de mi gusto, y tener que excavar para poder comer raíces, tan poco apetecibles. Fue un trecho muy largo durante el que no ocurrió nada merecedor de mención. Dedicábamos las tardes a jugar y a escarbar, eso si. Pero nada más. Las gentes con las que me encontré iban a lo suyo, como yo. Sí noté un cambio en la vestimenta del que iba vestido. También en el color de su piel. Era tan oscura casi como la mía. Por esos motivos tampoco llamaba yo mucho la atención. Pero no aprendía a ver más allá de mis narices. Me di de golpe con otro puesto militar. Esta vez tuve suerte. La barrera rojiblanca estaba levantada. Y los soldados no hacían nada, que es lo que mejor pueden hacer por nosotros, salvo ayudar, como otros hacen. Pasé la frontera a pie. Miré hacia el frente, tomé aire y no respiré. Tiraba suavemente de Hamal. Intentaba dar la imagen del que cruza todos los días por allí. Aunque, en realidad, iba muerto de miedo. Nadie me dijo nada y cambié de país como el que cambia de parecer. Y así fue todo tranquilo hasta que empecé a encontrar un goteo de familias, cargadas todas ellas con bultos, cubos, palancanas, atillos y algunos que tiraban de un carro lleno hasta los topes. Iban en dirección opuesta a la mía. No fueron una ni dos, fueron muchos grupitos los que vi pasar hasta que un hombre mayor, solo y cargado con un cubo en cada mano, me advirtió: «No vas en buena dirección, muchacho». Le hice un gesto de cortesía y me paré en la orilla del camino sin dejar de sujetar la rienda de Hamal. Como solía, le conté al camello mis impresiones. Esa costumbre la provocaba la soledad y la convivencia con un animal. Y te aseguro que no solo es una práctica habitual en el binomio vieja-perro. Estaba claro que aquellas personas huían de algo. Tan claro como que yo me dirigía directo al punto de donde ellos se escabullían. Por el motivo que fuera Hamal se movió. Quedó casi atravesado del todo en la orilla de la pista de tierra por donde caminábamos todos. Quedó encarado hacia el norte según me indicaba su sombra. Entendí su inacción tras el movimiento como la señal que hacen los perros ventores al avistar una posible víctima del cazador. Sin pensarlo tiré de él y nos alejamos del reguero de caracoles que seguía en aumento. Y volví a sumergirme en una tranquilidad total que nadie estorbaba. Así fue hasta que, desde un otero, divisé algo en movimiento. Era raro ver una alimaña por aquellos lares, entre otras cosas porque tiene poco que comer y mucho que temer. No quise acercarme por precaución. Nunca se sabe. Además, me pareció que la figura en cuestión era humana y que se acercaba. Mejor esperar, me dije, pero subido en Hamal. Él corría más que yo. Desde la grupa del mehari mi visión mejoró y pude reconocer al acercarse más al muchacho con el que compartiera la comida que a su vez sus compañeros habían compartido con él. Sí, en efecto, era Adama. Ya no nos separaríamos más, como tú y yo cuando nos encontramos, pero dejemos para mañana lo que no podemos acabar hoy. Así pues, buenas noches, amigo.
(1) [↑][Volver] DRAE, entrada huerta, meter a alguien en la huerta: 1. loc. verb. coloq. Engañarlo haciéndole creer que se le favorece.
Imagen 1. Foto bajada de nonperfect.com
Imagen 2 y 3. Fotos bajadas de elcuchara.es
Imagen 4. Foto bajada de www.unizar.es © Fundación Nueva
Cultura del Agua 2009
Me he quedado con la miel en los labios esperando que ya se encontrara con Adama... Habrá que esperar otra semana... He buscado en Google lo del Lago Chad y es tremenda la evolución que ha tenido en unos pocos años... Hasta el próximo capítulo. Abrazos, J.C.
ResponderEliminarAh, y las imágenes escogidas me han gustado...
ResponderEliminarGracias por todo, Ligia. Respecto a las imágenes todas pertenecen al lago Chad y alrededores. Esta vez no he hecho trampillas, jaja. Un saludo, JC.
EliminarLos presentimientos casi siempre son acertados. Pues si, Esperaremos al lunes para saludar a Adam?.
ResponderEliminarC'est ça, mon ami.
Hasta el lunes J.C.
Jaja. Y yo encantado. Merci, Varinia.
EliminarHastas el, lunes. JC
Una nueva andanza más tranquila de lo que acostumbra Dikembe. Espero que haya pasado una época buena en compañía de Adama =)
ResponderEliminarBesitos
Gracias, Amanda. Habrá de todo. Un beso, JC.
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