eneralmente
espero unos días para retomar mi relato, pero esta vez no ocurre así. Esta
mañana he echado al correo la anterior y esta tarde retomo la escritura. Y lo
hago donde lo dejé. En las cosas pequeñas. En aquellas que no damos importancia
ni proyección de futuro. Como quedarte con la mirada fija y perdida en la luna
a pesar de que el sol reine. ¡Qué osada! Y cuantas mentiras nos enseñan. Ni la
luna es incom-
patible con el sol, ni el sol con la luna. En fin. Al saber que entrábamos en Zoumi, nos miramos y nos encogimos de hombros: Aquella aldea no era Chefchauen o el cartel a su entrada mentía. Aunque también podría mentir el anterior. Y lo curioso es que nada era mentira. Pero nosotros sabíamos poco de señales de tráfico. Sí las conoceríamos después, aunque no todas, solo aquellas que afectaban a nuestra seguridad. Yo diría que todos los animales aprenden por imitación o por propia experiencia. Y el hombre, en este aspecto, es un animal y tiene, además, la gran ventaja de pensar. Acaso por ello le cueste más aprender tanto de los propios fallos como de los ajenos. Y, por supuesto, me cuento entre los zopencos. Creo que esa inoperancia puede ser contrarrestada por la curiosidad. Yo, quizá por genes, unos desconocidos u otros confusos, me muevo entre preguntas y no entre afirmaciones absolutas. Y, desde luego, si me convenzo o me convencen de que estoy equivocado no me duele cambiar la opinión o dejarla en suspenso. Estas son las posturas que he querido transmitir siempre a mis alumnos: La curiosidad por el lenguaje y que no hay verdades absolutas. Instigado Adama por el mapa y yo por él, pregunté cuanto tiempo nos llevaría llegar a El Aaiún, porque la distancia ya la conocíamos sin que nos dijera nada. La contestación nos tranquilizó y nos alegró. Cada vez quedaba menos para llegar a nuestro objetivo final. Adama ya se había ajustado a mi deseo y se había olvidado de Francia. La idea era estar juntos allí donde fuéramos y España estaba más cerca. Aunque en realidad ese destino no era más que otro punto de partida, aunque no lo supiéramos y por tanto tampoco nos preocupara. No compramos ni provisiones. Y eso que yo no hacía más que protestar por el dichoso queso de cabra y decir a Adama que nos iban a salir cuernos como a ellas. Y, esta vez, informados, no hicimos noche en Zoumi, en dos días estaríamos en El Aaiún, un punto gordo en el mapa, mapa que no contemplaba otras aldeas más pequeñas. Además de nuestra ilusión, también nos ayudaban el clima y la vegetación. Aunque el primero nos obligó a comprar un jersey de lana para cada uno. Prenda que nos pusimos encima de las chilabas sin pensar más. No supimos el motivo por el que los críos con quienes nos cruzábamos se reían y nos señalaban, hasta que un hombre nos lo aclaró. Al saberlo ocultamos la lana debajo del algodón y santas pascuas. Y no es que nos importara hacer el ridículo, pero no queríamos llamar la atención. Ese ha sido siempre uno de los ejes vitales de Adama: no destacar. Aquellas risas infantiles tuvieron consecuencias. Cuando salíamos de Zoumi también lo hacía una curiosa pareja. Un anciano y un niño que andaban muy deprisa y que nos recordaron a Hafiz y su supuesto nieto. Iban delante de nosotros hasta que el chaval se trastabilló. Al llegar a su altura nos dimos cuenta, o al menos yo, de que se trataba de un ciego asistido por un lazarillo. Según nos contaron, porque yo me interesé por el niño, eran marroquíes además de abuelo y nieto. El anciano se enrolló conmigo y no veíamos el momento de coger nuestro paso, porque ellos, tras el encuentro, cambiaron la urgencia por la parsimonia. El ciego nos contó también que volvían a Mokrisset, donde vivían, después de visitar a una hija que se había casado con un pastor de Zoumi y que acababa de dar a luz. Nos pudimos despegar de ellos después de comer y como quiera que ellos no llevaban vituallas para el camino, solo agua que cargaba el crío, compartimos con ellos nuestras viandas. Eso sí, comieron prudentemente y el abuelo no hacía más que regañar al nieto que no abría la boca más que para engullir. Adama aprovechó el sueño en el que cayó el anciano debajo de un árbol mientras su nieto jugaba a tirar piedras a un enemigo imaginario. Yo, a regañadientes, le seguí, y cuando creí que ya estábamos suficientemente lejos le planté que no me parecía bien haberlos dejado a su suerte. Y para ello me apoyé en Hafiz. La contestación me pilló de sorpresa: «Esa pareja no me gusta, Dikembe». Y no me explicó más. Yo, un tanto contrariado, no respondí pero me quedé preguntándome el motivo mientras ralentizaba el paso. A partir de aquella conversación comencé a tropezarme con todo y a perder el tiempo como hacen los futbolistas cuando reciben un golpe y les interesa. Sabía que eso fastidiaba a mi amigo y le ponía de los nervios. Yo creo que fue la primera vez que teníamos opiniones encontradas y que no habíamos compartido una decisión. Claro, Adama terminó por hartarse de tanto cuento y se sentó en una piedra: «Vuelve a buscarlos si quieres». El tono que usó jamás se lo había escuchado. Aun así no protesté pero, a cambio de su enmienda, le dije que esperaríamos allí mismo, junto a la carretera. Mi decisión no cambió su mala cara y allí nos quedamos a la espera del abuelo y del nieto. Antes de lo que creíamos aparecieron en el horizonte. Desde que les vimos hasta que llegaron a nuestra altura pasó más tiempo del que habíamos esperado hasta verlos. Antes de que llegaran Adama volvió a reafirmarse en su opinión: «Ahora me gustan menos». Yo les recibí de buena gana y el viejo se deshizo en halagos y agradecimientos. Y me pidió descansar un poco. El gesto de mi amigo se torció más y para calmarse comenzó a andar en círculos sobre la arena. «Dile a tu amigo que si tiene prisa, nosotros nos sabemos un atajo para ganar horas. Eso sí, hay que dejar la carretera, pero merece la pena. Nosotros siempre lo cogemos, ¿verdad?». El crío ni contestó. En ese momento no caí, pero si Adama le hubiera oído nos hubiéramos ahorrado un disgusto. Sobre todo yo. ¿Cómo sabía el ciego que Adama estaba nervioso y tenía prisa si no le había oído quejarse? Siempre he sido un poco bobo. Una vez hubo descansado, reanudamos el lento caminar que nos separó de la carretera. Abuelo y nieto de la mano, yo a su lado y Adama un tanto separado. En el fondo no se podía diferenciar quien guiaba a quien, si bien Adama no podía ser porque nos seguía un tanto retrasado y mohíno. El hombre, entre pausas, me contó que la carretera hacía por allí una hoz para evitar una gran elevación del terreno que si se atravesaba se reducía a la mitad tanto la distancia andada como el tiempo empleado. También esta vez se me pasó por alto que el ciego no se tropezaba nunca, pero que el lazarillo mucho, y el terreno no estaba diseñado ni para niños ni para invidentes. Y, además, durante el atajo no habíamos subido ni una cuesta. ¿Dónde estaba el promontorio que rodeaba la carretera? El lugar no se parecía en modo alguno a una de vuestras ciudades al uso, pero las dificultades del terreno y la cantidad de árboles, arbustos y piedras ponían el andar tan difícil como papeleras, bordillos y farolas. Después de un buen rato de marcha, Adama se acercó al trío de cabeza y nos dijo: «Por aquí ya hemos pasado». Sus palabras desataron una tormenta que terminó por caer sobre el crío en forma de cachetes. El invidente no falló ni uno. Para los adultos siempre es bueno que haya niños. La reprimenda que acompañó a la tormenta fue en árabe y entre las quejas y las defensas del golpeado me pareció oír la palabra “tío”, y no “abuelo”, pero tampoco le di mucha importancia. Aquella mueca dibujada en la cara de Adama era desconocida para mí. A medida que andábamos, su enfado iba en aumento. Yo no era capaz de interpretar el sentimiento que escondía aquel visaje. Si me hubiera transmitido sus inquietudes, quizá hubiera despertado mi curiosidad, y así, los detalles que me habían pasado desapercibidos se hubieran convertido en información para llegar a la conclusión que después llegaría sin esfuerzo alguno, cuando ya no había remedio. Tras la bronca que soportó el muchacho por haberse perdido, tuvo que describir al anciano el entorno que nos rodeaba. Después el ciego hizo varias preguntas. Yo contesté alguna y el crío otras. Pasamos un rato allí plantados, a la espera de la inspiración de nuestro guía invidente. No sé si fue la espera o el cabreo pero Adama se acercó y me hizo una seña. Me advertía de algo, pero yo no sabía de qué, y menos cuando dijo: «Ahora nos fiaremos del sol y no del crío. Es más seguro. ¿No, abuelo?». El aludido no contestó y mi amigo se puso en cabeza, sitúo el norte y nos animó a seguirle con una palabra: «Allons!(1)». Eso descartó la posibilidad de elegir. La pulla no solo me la había lanzado a mí, pero la pareja estaba tan interesada en seguir con nosotros como yo con Adama. Pero el motivo no era que el abuelo y el nieto no supieran donde estaban. Su interés era otro más taimado y ladino. Entre unas cosas y otras, nuestro guía, el sol, abandonó tanto a mi amigo como al resto de la comitiva. Llegó un momento en el que todos veíamos lo mismo que el ciego, porque, aparte de oscurecer, Adama nos metió en un bosquecillo muy espeso, en el cual el viejo tampoco tuvo un tropiezo. Pero en eso caería después. Muy a su pesar mi amigo tuvo que reconocer que había que hacer noche allí. Y no fueron mis protestas, sino las continuas quejas del cansado anciano al que nadie había dicho que ya era de noche: «Amigos míos, la noche la hizo Alá para descansar». Esta monserga terminó con la paciencia de Adama, que claudicó, tiró su manta al suelo y advirtió: «A descansar. Hoy no se cena. Mi amigo y yo ya estamos en el mes contrario al Ramadán». Yo no dije ni mu por los humos que imagine salían de la cabeza de mi amigo. Cualquiera le llevaba la contraria. Estoy seguro que de llevársela se hubiera desahogado a mantazos conmigo. Además yo estaba más que harto de queso, así que no me importó. El único que protestó fue el crío que se volvió a ganar otro sopapo. Había que ver la maña que tenía el ciego para que sus golpes atinaran en la cabeza del muchacho. Pero al ver yo que estábamos muy cerca de un arroyo que cruzaba el bosque propuse con voz más que humilde que nos alejáramos un poco: «Por eso de la riadas». Adama consintió, pero hizo recoger al muchacho la manta que había tirado, le puso la mano en el hombro y le dijo: «Tú a mi lado, ya has cobrado bastante hoy», y le dio un trozo de queso. Y nos alejamos un poco del regato. Cuando creyó oportuno me pidió opinión sobre el lugar con un retintín que no me gustó ni un pelo: «¿Qué le parece este sitio al señor?». No contesté. Tiré mi manta al suelo y me descolgué las alforjas. Después mandé al crío a por leña y le devolví a Adama el rentoy: «Si el amo te lo permite, claro». Me costó lo mío hacer fuego porque las ramas que trajo el chico estaban húmedas. Yo creo que fue su pequeña venganza. Y por eso, la fogata soltaba más humo que calor. Al final, el fuego ganó la batalla y empezamos a entrar en calor. Cuando llegó la hora de la verdad me acordé del queso. Ya me había malacostumbrado a cenar todos los días y a tener mi propia manta. Y esa noche no comería nada y dejaría mi abrigo a la pareja. Y, además, estaba mosqueado con quien tenía que compartir la manta esa noche. El anciano, antes de acostarnos nos aconsejó dejar la comida en alto, pero Adama mintió al contestar que a él nadie le iba a quitar su almohada. Jamás habíamos usado nada para reposar la cabeza durante el sueño. Pero como las cosas andaban como andaban, yo también puse la cabeza sobre mis alforjas. Tampoco supe interpretar aquella ocurrencia, aunque, supongo que tú ya lo has imaginado, pero es que a mí me costó muchos años dejar de ser tonto de baba, como habrás comprobado. Acostados junto al fuego compartimos la manta de Adama, pero no cogíamos el sueño por varios motivos. Entre ellos porque la manta no daba para los dos cuerpos que tenía que abrigar y porque a mí se me clavaba en la cara el contenido de las alforjas. Dejamos la posición horizontal e intentamos dormirnos recostados contra una piedra, hombro con hombro y él con sus alforjas entre las piernas. Yo deposité las mías sobre la roca. Al verme, se levantó, hurgó en ellas y volvió a sentarse enredando en las suyas. Cuando decidimos levantarnos y recostarnos en la piedra, vimos al abuelo y al nieto tan a gusto, cerca del fuego y abrigados con mi manta. El primero parecía roncar ya. Y yo, la verdad, sentí envidia. Supongo que mi amigo sintió rabia. A pesar de todo, al final terminamos dormidos. La roca era más dura que las alforjas, así que renuncié a mi trozo de manta para obligar a mi amigo a sentirse mal. Pero no conseguí que experimentara agradecimiento, como era mi ruin intención. Él es de aquellas personas que se sienten culpables por los errores propios, no por los ajenos. Como era el caso. Y a la mañana siguiente se demostró que el error había sido cosa mía. Me desperté antes del alba por el frío y sin abrir mucho los ojos y sin pensar me dediqué a reavivar el fuego para reanimarme yo. Por eso no me percaté de la ausencia de la pareja. Cuando lo advertí, pensé que habrían ido a hacer sus necesidades, pero cuando eché en falta tanto las alforjas que había dejado sobre la piedra, como los pellejos de agua, la venda se me cayó de los ojos. Y con ella, las lágrimas. Mi mente no pudo con la cantidad ni la intensidad de sentimientos que me inundaron en ese instante de lucidez. Todos surgieron del hecho de haber sido engañado, de haberle negado a Adama su realidad y de lo tonto que había sido. Así me encontró mi amigo, junto al fuego que moría otra vez con mi inocencia y hecho un mar de lágrimas. No dijo nada. Y esta vez le agradecí su silencio. Se acercó a mí, me tiró la manta sobre los hombros y me los apretó con ambas manos. Después me dejó solo con mis críticas que gracias a su gesto comenzaban a minorar. Desde luego, dejarme a mi aire fue lo mejor que pudo hacer. Cuando volvió del gran cuarto de aseo, me quitó la losa que pesaba sobre mí como una montaña. Me enseñó simplemente los dos rulos de dólares, el suyo y el mío. Cierta alegría debió dibujarse en mi cara porque conseguí arrancarle unas palabras: «Eso está mejor, Dikembe. Vamos». Y dejamos atrás aquel bosquecillo donde me dejé otro jirón de la poca ingenuidad que aún me quedaba. Pensarás que soy un materialista, pero no. No, porque a mí aquel dinero me importaba, no por su valor nominal, sino porque lo habíamos ganado los tres juntos para conseguir un sueño. Por otro lado, creo haberte dicho ya que a Adama le habían arrancado de cuajo su inocencia. Si no es así, aprovecho la ocasión para dejarlo claro.
patible con el sol, ni el sol con la luna. En fin. Al saber que entrábamos en Zoumi, nos miramos y nos encogimos de hombros: Aquella aldea no era Chefchauen o el cartel a su entrada mentía. Aunque también podría mentir el anterior. Y lo curioso es que nada era mentira. Pero nosotros sabíamos poco de señales de tráfico. Sí las conoceríamos después, aunque no todas, solo aquellas que afectaban a nuestra seguridad. Yo diría que todos los animales aprenden por imitación o por propia experiencia. Y el hombre, en este aspecto, es un animal y tiene, además, la gran ventaja de pensar. Acaso por ello le cueste más aprender tanto de los propios fallos como de los ajenos. Y, por supuesto, me cuento entre los zopencos. Creo que esa inoperancia puede ser contrarrestada por la curiosidad. Yo, quizá por genes, unos desconocidos u otros confusos, me muevo entre preguntas y no entre afirmaciones absolutas. Y, desde luego, si me convenzo o me convencen de que estoy equivocado no me duele cambiar la opinión o dejarla en suspenso. Estas son las posturas que he querido transmitir siempre a mis alumnos: La curiosidad por el lenguaje y que no hay verdades absolutas. Instigado Adama por el mapa y yo por él, pregunté cuanto tiempo nos llevaría llegar a El Aaiún, porque la distancia ya la conocíamos sin que nos dijera nada. La contestación nos tranquilizó y nos alegró. Cada vez quedaba menos para llegar a nuestro objetivo final. Adama ya se había ajustado a mi deseo y se había olvidado de Francia. La idea era estar juntos allí donde fuéramos y España estaba más cerca. Aunque en realidad ese destino no era más que otro punto de partida, aunque no lo supiéramos y por tanto tampoco nos preocupara. No compramos ni provisiones. Y eso que yo no hacía más que protestar por el dichoso queso de cabra y decir a Adama que nos iban a salir cuernos como a ellas. Y, esta vez, informados, no hicimos noche en Zoumi, en dos días estaríamos en El Aaiún, un punto gordo en el mapa, mapa que no contemplaba otras aldeas más pequeñas. Además de nuestra ilusión, también nos ayudaban el clima y la vegetación. Aunque el primero nos obligó a comprar un jersey de lana para cada uno. Prenda que nos pusimos encima de las chilabas sin pensar más. No supimos el motivo por el que los críos con quienes nos cruzábamos se reían y nos señalaban, hasta que un hombre nos lo aclaró. Al saberlo ocultamos la lana debajo del algodón y santas pascuas. Y no es que nos importara hacer el ridículo, pero no queríamos llamar la atención. Ese ha sido siempre uno de los ejes vitales de Adama: no destacar. Aquellas risas infantiles tuvieron consecuencias. Cuando salíamos de Zoumi también lo hacía una curiosa pareja. Un anciano y un niño que andaban muy deprisa y que nos recordaron a Hafiz y su supuesto nieto. Iban delante de nosotros hasta que el chaval se trastabilló. Al llegar a su altura nos dimos cuenta, o al menos yo, de que se trataba de un ciego asistido por un lazarillo. Según nos contaron, porque yo me interesé por el niño, eran marroquíes además de abuelo y nieto. El anciano se enrolló conmigo y no veíamos el momento de coger nuestro paso, porque ellos, tras el encuentro, cambiaron la urgencia por la parsimonia. El ciego nos contó también que volvían a Mokrisset, donde vivían, después de visitar a una hija que se había casado con un pastor de Zoumi y que acababa de dar a luz. Nos pudimos despegar de ellos después de comer y como quiera que ellos no llevaban vituallas para el camino, solo agua que cargaba el crío, compartimos con ellos nuestras viandas. Eso sí, comieron prudentemente y el abuelo no hacía más que regañar al nieto que no abría la boca más que para engullir. Adama aprovechó el sueño en el que cayó el anciano debajo de un árbol mientras su nieto jugaba a tirar piedras a un enemigo imaginario. Yo, a regañadientes, le seguí, y cuando creí que ya estábamos suficientemente lejos le planté que no me parecía bien haberlos dejado a su suerte. Y para ello me apoyé en Hafiz. La contestación me pilló de sorpresa: «Esa pareja no me gusta, Dikembe». Y no me explicó más. Yo, un tanto contrariado, no respondí pero me quedé preguntándome el motivo mientras ralentizaba el paso. A partir de aquella conversación comencé a tropezarme con todo y a perder el tiempo como hacen los futbolistas cuando reciben un golpe y les interesa. Sabía que eso fastidiaba a mi amigo y le ponía de los nervios. Yo creo que fue la primera vez que teníamos opiniones encontradas y que no habíamos compartido una decisión. Claro, Adama terminó por hartarse de tanto cuento y se sentó en una piedra: «Vuelve a buscarlos si quieres». El tono que usó jamás se lo había escuchado. Aun así no protesté pero, a cambio de su enmienda, le dije que esperaríamos allí mismo, junto a la carretera. Mi decisión no cambió su mala cara y allí nos quedamos a la espera del abuelo y del nieto. Antes de lo que creíamos aparecieron en el horizonte. Desde que les vimos hasta que llegaron a nuestra altura pasó más tiempo del que habíamos esperado hasta verlos. Antes de que llegaran Adama volvió a reafirmarse en su opinión: «Ahora me gustan menos». Yo les recibí de buena gana y el viejo se deshizo en halagos y agradecimientos. Y me pidió descansar un poco. El gesto de mi amigo se torció más y para calmarse comenzó a andar en círculos sobre la arena. «Dile a tu amigo que si tiene prisa, nosotros nos sabemos un atajo para ganar horas. Eso sí, hay que dejar la carretera, pero merece la pena. Nosotros siempre lo cogemos, ¿verdad?». El crío ni contestó. En ese momento no caí, pero si Adama le hubiera oído nos hubiéramos ahorrado un disgusto. Sobre todo yo. ¿Cómo sabía el ciego que Adama estaba nervioso y tenía prisa si no le había oído quejarse? Siempre he sido un poco bobo. Una vez hubo descansado, reanudamos el lento caminar que nos separó de la carretera. Abuelo y nieto de la mano, yo a su lado y Adama un tanto separado. En el fondo no se podía diferenciar quien guiaba a quien, si bien Adama no podía ser porque nos seguía un tanto retrasado y mohíno. El hombre, entre pausas, me contó que la carretera hacía por allí una hoz para evitar una gran elevación del terreno que si se atravesaba se reducía a la mitad tanto la distancia andada como el tiempo empleado. También esta vez se me pasó por alto que el ciego no se tropezaba nunca, pero que el lazarillo mucho, y el terreno no estaba diseñado ni para niños ni para invidentes. Y, además, durante el atajo no habíamos subido ni una cuesta. ¿Dónde estaba el promontorio que rodeaba la carretera? El lugar no se parecía en modo alguno a una de vuestras ciudades al uso, pero las dificultades del terreno y la cantidad de árboles, arbustos y piedras ponían el andar tan difícil como papeleras, bordillos y farolas. Después de un buen rato de marcha, Adama se acercó al trío de cabeza y nos dijo: «Por aquí ya hemos pasado». Sus palabras desataron una tormenta que terminó por caer sobre el crío en forma de cachetes. El invidente no falló ni uno. Para los adultos siempre es bueno que haya niños. La reprimenda que acompañó a la tormenta fue en árabe y entre las quejas y las defensas del golpeado me pareció oír la palabra “tío”, y no “abuelo”, pero tampoco le di mucha importancia. Aquella mueca dibujada en la cara de Adama era desconocida para mí. A medida que andábamos, su enfado iba en aumento. Yo no era capaz de interpretar el sentimiento que escondía aquel visaje. Si me hubiera transmitido sus inquietudes, quizá hubiera despertado mi curiosidad, y así, los detalles que me habían pasado desapercibidos se hubieran convertido en información para llegar a la conclusión que después llegaría sin esfuerzo alguno, cuando ya no había remedio. Tras la bronca que soportó el muchacho por haberse perdido, tuvo que describir al anciano el entorno que nos rodeaba. Después el ciego hizo varias preguntas. Yo contesté alguna y el crío otras. Pasamos un rato allí plantados, a la espera de la inspiración de nuestro guía invidente. No sé si fue la espera o el cabreo pero Adama se acercó y me hizo una seña. Me advertía de algo, pero yo no sabía de qué, y menos cuando dijo: «Ahora nos fiaremos del sol y no del crío. Es más seguro. ¿No, abuelo?». El aludido no contestó y mi amigo se puso en cabeza, sitúo el norte y nos animó a seguirle con una palabra: «Allons!(1)». Eso descartó la posibilidad de elegir. La pulla no solo me la había lanzado a mí, pero la pareja estaba tan interesada en seguir con nosotros como yo con Adama. Pero el motivo no era que el abuelo y el nieto no supieran donde estaban. Su interés era otro más taimado y ladino. Entre unas cosas y otras, nuestro guía, el sol, abandonó tanto a mi amigo como al resto de la comitiva. Llegó un momento en el que todos veíamos lo mismo que el ciego, porque, aparte de oscurecer, Adama nos metió en un bosquecillo muy espeso, en el cual el viejo tampoco tuvo un tropiezo. Pero en eso caería después. Muy a su pesar mi amigo tuvo que reconocer que había que hacer noche allí. Y no fueron mis protestas, sino las continuas quejas del cansado anciano al que nadie había dicho que ya era de noche: «Amigos míos, la noche la hizo Alá para descansar». Esta monserga terminó con la paciencia de Adama, que claudicó, tiró su manta al suelo y advirtió: «A descansar. Hoy no se cena. Mi amigo y yo ya estamos en el mes contrario al Ramadán». Yo no dije ni mu por los humos que imagine salían de la cabeza de mi amigo. Cualquiera le llevaba la contraria. Estoy seguro que de llevársela se hubiera desahogado a mantazos conmigo. Además yo estaba más que harto de queso, así que no me importó. El único que protestó fue el crío que se volvió a ganar otro sopapo. Había que ver la maña que tenía el ciego para que sus golpes atinaran en la cabeza del muchacho. Pero al ver yo que estábamos muy cerca de un arroyo que cruzaba el bosque propuse con voz más que humilde que nos alejáramos un poco: «Por eso de la riadas». Adama consintió, pero hizo recoger al muchacho la manta que había tirado, le puso la mano en el hombro y le dijo: «Tú a mi lado, ya has cobrado bastante hoy», y le dio un trozo de queso. Y nos alejamos un poco del regato. Cuando creyó oportuno me pidió opinión sobre el lugar con un retintín que no me gustó ni un pelo: «¿Qué le parece este sitio al señor?». No contesté. Tiré mi manta al suelo y me descolgué las alforjas. Después mandé al crío a por leña y le devolví a Adama el rentoy: «Si el amo te lo permite, claro». Me costó lo mío hacer fuego porque las ramas que trajo el chico estaban húmedas. Yo creo que fue su pequeña venganza. Y por eso, la fogata soltaba más humo que calor. Al final, el fuego ganó la batalla y empezamos a entrar en calor. Cuando llegó la hora de la verdad me acordé del queso. Ya me había malacostumbrado a cenar todos los días y a tener mi propia manta. Y esa noche no comería nada y dejaría mi abrigo a la pareja. Y, además, estaba mosqueado con quien tenía que compartir la manta esa noche. El anciano, antes de acostarnos nos aconsejó dejar la comida en alto, pero Adama mintió al contestar que a él nadie le iba a quitar su almohada. Jamás habíamos usado nada para reposar la cabeza durante el sueño. Pero como las cosas andaban como andaban, yo también puse la cabeza sobre mis alforjas. Tampoco supe interpretar aquella ocurrencia, aunque, supongo que tú ya lo has imaginado, pero es que a mí me costó muchos años dejar de ser tonto de baba, como habrás comprobado. Acostados junto al fuego compartimos la manta de Adama, pero no cogíamos el sueño por varios motivos. Entre ellos porque la manta no daba para los dos cuerpos que tenía que abrigar y porque a mí se me clavaba en la cara el contenido de las alforjas. Dejamos la posición horizontal e intentamos dormirnos recostados contra una piedra, hombro con hombro y él con sus alforjas entre las piernas. Yo deposité las mías sobre la roca. Al verme, se levantó, hurgó en ellas y volvió a sentarse enredando en las suyas. Cuando decidimos levantarnos y recostarnos en la piedra, vimos al abuelo y al nieto tan a gusto, cerca del fuego y abrigados con mi manta. El primero parecía roncar ya. Y yo, la verdad, sentí envidia. Supongo que mi amigo sintió rabia. A pesar de todo, al final terminamos dormidos. La roca era más dura que las alforjas, así que renuncié a mi trozo de manta para obligar a mi amigo a sentirse mal. Pero no conseguí que experimentara agradecimiento, como era mi ruin intención. Él es de aquellas personas que se sienten culpables por los errores propios, no por los ajenos. Como era el caso. Y a la mañana siguiente se demostró que el error había sido cosa mía. Me desperté antes del alba por el frío y sin abrir mucho los ojos y sin pensar me dediqué a reavivar el fuego para reanimarme yo. Por eso no me percaté de la ausencia de la pareja. Cuando lo advertí, pensé que habrían ido a hacer sus necesidades, pero cuando eché en falta tanto las alforjas que había dejado sobre la piedra, como los pellejos de agua, la venda se me cayó de los ojos. Y con ella, las lágrimas. Mi mente no pudo con la cantidad ni la intensidad de sentimientos que me inundaron en ese instante de lucidez. Todos surgieron del hecho de haber sido engañado, de haberle negado a Adama su realidad y de lo tonto que había sido. Así me encontró mi amigo, junto al fuego que moría otra vez con mi inocencia y hecho un mar de lágrimas. No dijo nada. Y esta vez le agradecí su silencio. Se acercó a mí, me tiró la manta sobre los hombros y me los apretó con ambas manos. Después me dejó solo con mis críticas que gracias a su gesto comenzaban a minorar. Desde luego, dejarme a mi aire fue lo mejor que pudo hacer. Cuando volvió del gran cuarto de aseo, me quitó la losa que pesaba sobre mí como una montaña. Me enseñó simplemente los dos rulos de dólares, el suyo y el mío. Cierta alegría debió dibujarse en mi cara porque conseguí arrancarle unas palabras: «Eso está mejor, Dikembe. Vamos». Y dejamos atrás aquel bosquecillo donde me dejé otro jirón de la poca ingenuidad que aún me quedaba. Pensarás que soy un materialista, pero no. No, porque a mí aquel dinero me importaba, no por su valor nominal, sino porque lo habíamos ganado los tres juntos para conseguir un sueño. Por otro lado, creo haberte dicho ya que a Adama le habían arrancado de cuajo su inocencia. Si no es así, aprovecho la ocasión para dejarlo claro.
La continua alusión de nuestro protagonista
a la pérdida de su inocencia, me dio que pensar. Y me planteé qué sería de
nuestras relaciones si todos mantuviéramos aquella con la que nacemos. He
llegado a la conclusión, por mucho que me duela, de que la naturaleza tiene
razón. Según vivimos nos la dejamos por el camino para bien nuestro y mal de
los otros. No obstante, valoro mucho esa característica en una persona. Siempre
pienso bien de los ingenuos y jamás les tacho de tontos o confiados. Me
encantaría no ver la maldad en los demás y poder negar el refrán de piensa mal
y acertarás. También me gustaría darme cuenta de la suspicacia que uso con los
demás. Uno, cuando desconfía, siempre se disculpa precisamente con esa frase
proverbial. La inocencia debería estar más valorada porque nos permite
relacionarnos con los demás desde una postura más positiva para entendernos y
colaborar. La sospecha aísla a pesar de que el ladrón que roba al ladrón tenga
cien años de perdón. Esta afirmación no hace más que premiar al mayor
depredador y crear una vorágine de desconfianza.
El camino a Mokrisset, después de ubicarnos de nuevo en la carretera y
en el mapa, fue silencioso, como siempre. Aunque, de vez en cuando, la calma se
rompía por la llegada de un motor o por el roce de las ruedas de un carruaje
tirado por bestias. Yo tenía motivos para estar ofendido y cabizbajo. Pero
mientras la tristeza aumentaba, el agravio se convertía en rabia y experiencia.
Cuanto más pensaba en los hechos, más tonto me sentía. No sabía ni el nombre de
los ladrones. ¿Qué le había pasado a aquel niño de ojos despiertos que
definiera mi abuela Mayifa? Tenía la misma capacidad de engañar y de ser engañado.
A esa conclusión es a la que llegué cuando Adama me aconsejó que no lo pensara
más. Pero por simpleza y confianza había perdido las alforjas de lana y el
pellejo con los que había salido de la casa de Wahid Okoye, además de mi manta. Y para un
caminante esos son enseres vitales. Lo había perdido todo por el camino.
Sé que aquella coyuntura era pesimista, pero esa sensación fue la que tuve en
aquellos momentos funestos que, ahora comprendo que no se ajustaban a la
realidad. ¿Qué hubiera pagado por mantenerme junto a Adama? Todo: es la
respuesta. Y Adama cada día estaba más cerca de mí y yo de él. No necesitas
guardar en ningún sitio las lecciones que aprendes, tanto si es por lo oído y
visto como por lo sufrido y disfrutado. Aun así, siempre está presente y matiza
el enfoque en el futuro. Y así nos vimos en Mokrisset, donde no se me
ocurrió buscar a la pareja de maleantes. Nos costó encontrar dos pellejos para
el agua. Allí usaban el barro para las casas y las calabazas para los viajes.
Pero, para mí eran más prácticos los odres de cabritillo. A mí me molestaba el
bamboleo de las cantimploras orgánicas y, además, tenían menos capacidad que
los pellejos. Aunque en una zona donde
te encuentras con agua a cada paso, es mejor caminar con menos peso, porque un
odre lleno, pesa lo suyo, no te creas. Pero, ya te digo, como cada uno aprende
en la feria a la que asiste, esto te marca hasta que desaprendes lo aprendido.
Y esa es una de las cuestiones a tener en cuenta para mantener abierta la
mente: Ser capaz de olvidar lo mal aprendido o la experiencia que ya no te
sirve para nada. Porque, como decís vosotros por aquí: Nunca se olvida montar
en bicicleta, pero si no montas otra vez no sabes que puedes hacerlo. Qué
difícil es desaprender. Sobre todo a dejar a un lado los hábitos adquiridos.
Ninguna de las normas que yo he aplicado en mi vida son inmutables y tampoco
sirven siempre y en cada momento. Son tantas las circunstancias que confluyen
en las sucesivas situaciones que es imposible que aquellas se repitan. Y no
solo en las coyunturas que nos llegan del exterior, sino también en las
íntimas. Por el contrario, la manta la compramos a la primera, así como las
alforjas, que en vez de lana eran de un tejido vegetal más rígido. Llenarlas de
fruta tampoco nos costó trabajo. Y cuando me vi con todos los pertrechos
nuevos, aquella tristeza acumulada se mitigó un tanto. En el fondo seguía
siendo un niño. Reconozco que lo nuevo ayuda a la alegría. Por eso entiendo
vuestra disposición al consumo. Pero también habéis de reconocer que es una
espiral muy peligrosa. No se puede ser un comprador imperecedero porque la
novedad deja de serlo y ya no alegra, sino que te consume, como el juego. Y más
cuando no tienes claro el valor del dinero, como me pasaba a mí. No sabía que
el dinero puede comprar todo aquello que tiene precio. Pocas personas están en
disposición de rechazar una oferta puntual y ventajosa. Y, si lo hicieran,
serían tachadas de “tontas”. Se trata de vivir. Y si te solucionan la vida,
¿qué más puedes pedir? ¿o no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Luego el problema es llenar tu
existencia. Bon, que poco nos
quedamos en aquella aldea. Recuerdo poco de Mokrisset, tanto por mi estado de ánimo como por
la actividad que desplegamos para comprar. Después de comer y sin preguntar
sobre el camino y las posibles eventualidades a encontrar nos pusimos en
marcha. Aunque Adama hubo de regresar porque yo había extraviado las
cerillas. Volvió con un pequeño artilugio que emitía una llama. A mí me pareció
un juguete y así lo usé, hasta que mi amigo me lo arrancó de las manos con una
advertencia: «Se gasta». A quien no
se le iban a agotar las palabras era a él. Algo así le respondí. El se sonrió y
me insultó con la boca pequeña: «Enfadica».
No me dijo que también había comprado cerillas por si el invento aquel no
funcionaba. Por lo que deduje que había comprado el encendedor para mí.
¿Entiendes? Para alegrarme, pero sin renunciar a su pragmatismo. Porque un
instante después, me lanzó el mechero blandiendo la misma sonrisa que cuando me
insultara. Esa tarde Hamal hubiera podido aprender a apagar de un soplo la
llama que yo no hacía más que prender. Por más que lo hacía no dejaba de
sorprenderme. Accionaba una y otra vez el mecanismo de encendido y apagado sin
tener en cuenta el consejo de mi amigo. Y, como casi siempre, mi amigo tuvo
razón porque por la noche el encendedor ya no funcionaba, solo soltaba pequeñas
chispas que no servían para nada. Y ante mi cara de decepción y preocupación,
Adama me informó de que también había comprado fósforos: «No te preocupes». El mechero quedó olvidado en el fondo de las
alforjas. Y terminó en poder de Adama por mi voluntad. Cuando en alguna de mis
visitas a su casa ha aparecido el encendedor, siempre ha ocurrido lo mismo: él
sonríe tras yo decir que todo se gasta. No me contesta, porque aún sigue fiel a
su mutismo. Pero, que yo sepa, solo ha habido una ocasión en la que he
necesitado que hablara para entenderle y ya te la he contado un poco más
arriba. Tampoco he necesitado sus palabras para sentir su apoyo. Me basta con
un gesto o con un apretón de hombro. Jamás nos hemos hecho la típica pregunta:
“¿Qué tal estás?”. Simplemente con mirarnos ya lo sabemos. En cambio, contigo,
la comunicación funciona de otra manera que no te voy a explicar. Pero el
triángulo que los tres formamos me sirve para explicarme la plasticidad del ser
humano, así como su diversidad. Mientras los dos os mantenéis en vuestras
culturas, yo me ajusto tanto a la tuya, como a la suya, que también era la
única mía. Y con el paso del tiempo y el roce, ya no me cuesta sumergirme en
cualquiera de las dos. Si bien han trocado su permeabilidad porque ahora me
cuesta más pensar como africano. Y pienso que al mantener una amistad con dos
personas que están en las antípodas, en cuanto a concepción del mundo, me
enorgullece. Y más al comprobar que únicamente saco experiencias positivas. Hoy
en día, tener un amigo es más que un tesoro. Y ya no te digo dos. Son
herramientas para estar tranquilo, para aprender, para confesarte, para
desahogarte… La amistad es un afecto muy intenso que necesita de la
convivencia. Por ello, aquel que presume de muchos, miente. O bien se refiere a
que los tuvo o se refiere a amistades que, desde luego, no son lo mismo. Y esta
particular relación entre Adama y yo creo que nos permitió dejar a un lado todo
lo superfluo que añade la conversación diaria. Habrá quien piense que estar
todo el santo día junto a una persona y no cruzar una palabra con ella es
tremendamente aburrido. Pero yo le diría que se olvida de las miradas, de las muecas,
de las caricias, de la complicidad, de todo aquello que sabes que hacen por ti,
de la admiración por el otro y de muchos otros aspectos que cualquier relación
conlleva. A veces, la cháchara cercena y oculta precisamente esa amistad, esa
necesidad del otro o de la otra. La salida de Mokrisset casi se me juntó con la
llegada a Laghdir donde encontramos otro río y comimos. Cuatro horas, más o
menos, de marcha entre zonas verdes ya no era ningún reto para nosotros. Y
menos si lo hacíamos por buenos caminos y alguna carretera que otra. Cualquier
pueblo que se ubica cerca de otro más grande, no suele crecer, porque el grande
se suele comer al chico. El Aaiún ejercía ese efecto en su entorno. Pasamos la
tarde junto al río. Y cuando comenzamos a ver las luces de los candiles y velas
que se encendían tras las ventanas de las casas, buscamos un lugar donde cenar
y descansar. En un principio, nos aposentamos junto a una telera llena de
cabras. Pero no duramos mucho allí. El olor y el ruido no eran los mejores para
pasar una noche tranquila. Para el descanso son mejores compañeros los árboles
que los animales. Y bajo uno frondoso estrené mi nueva manta, detalle de mi
amigo, aunque yo me negué a aceptarlo sin poner mucho empeño. Según él, era yo
quien me había quedado sin ella. Y a ello me agarré para aceptar el regalo. Y
noté la diferencia, esta pesaba menos, abrigaba más y no soltaba olores ni
polvo al extenderla. También habíamos comprado unas esterillas de fibra
vegetal. Con ellas nos aislaríamos por la noche de aquellas tierras húmedas que
tan bien nos habían recibido. Dormí como un lirón y por la cara que vi a mi
amigo al levantarse me pareció que también había descansado a gusto. Y como
quiera que disponíamos de todo lo necesario para desayunarnos un té con unos
dulces de la tierra espachurrados, lo preparamos en un pispás y nos dimos una
alegría junto al río. Bien es verdad que todo lo hizo Adama. Y es que el mozo
no tiene desperdicio, ¿pero qué voy a decir yo si ya lo he dicho? Bien es
verdad que no tiene a nadie más que presuma de él. A mí, me pasa lo mismo, pero
nadie presume de mí. Ni él, ni tú. Ya me gustaría. No, es broma. No necesito
halagos. Y menos de vosotros. Aunque algunos recibo de mis antiguos alumnos, no
te creas. Si algo no soy es presumido, como bien sabes. Con la tripa caliente y
ocupada, enrollamos esterillas y mantas, recogimos los achiperres(2)
del té, echamos tierra
sobre la fogata y nos dispusimos a caminar
hacia el norte. Y en ese momento, entre una purrela de chavales que corrían me
pareció ver al nieto y lazarillo ladrón. Y se lo anuncié a Adama. «¿Merece la pena, Dikembe?», fue su
razonamiento. No, no merecía la pena. Si el esfuerzo por hacer justicia hubiera
podido tener consecuencias ejemplarizantes, o a sentar jurisprudencia, todavía.
Pero no, no iba a ser así. Y en definitiva sería la palabra de unos contra las
palabras de otros. Y el daño no había sido tanto ni irreparable. Y otra
consecuencia hubiera podido ser que la familia del ciego vidente la tomara con
nosotros. Así es que, como dijo Adama, no merecía la pena. Es más, sería mejor
dejarlo correr. Tampoco tenía yo, ni tengo, suficiente orgullo para exigir una
reparación a mi inocencia. Me desquité al lanzar una piedra en dirección a la
chiquillería que no llegó a ninguna parte. Así olvidó mi corazón semejante
afrenta. No he vuelto a acordarme hasta que he hecho memoria para cumplir tus
deseos: «Dikermbe, si tienes a bien, me
lo cuentas todo…». Esas fueron tus palabras, ¿no? Bien, pues hasta ahora
esto es todo. Y no te preocupes, que yo no te voy a pedir a ti lo mismo. Tú no
tienes un amigo tan cotilla. No, es otra broma. Cada uno es como es y, como
bien dices, si no exiges, no te defraudan, aunque no sea el caso. Y no me lo
tomes como una queja, sino como una manera de acabar esta entrega. Un saludo,
(1VG) [↑][Volver] ¡Vamos! (en francés).
(2VG)
[↑][Volver]
Si quieres
saber más sobre la palabra “achiperre”, que no recoge el DRAE, pulsa AQUÍ.
eneralmente
espero unos días para retomar mi relato, pero esta vez no ocurre así. Esta
mañana he echado al correo la anterior y esta tarde retomo la escritura. Y lo
hago donde lo dejé. En las cosas pequeñas. En aquellas que no damos importancia
ni proyección de futuro. Como quedarte con la mirada fija y perdida en la luna
a pesar de que el sol reine. ¡Qué osada! Y cuantas mentiras nos enseñan. Ni la
luna es incom-
patible con el sol, ni el sol con la luna. En fin. Al saber que entrábamos en Zoumi, nos miramos y nos encogimos de hombros: Aquella aldea no era Chefchauen o el cartel a su entrada mentía. Aunque también podría mentir el anterior. Y lo curioso es que nada era mentira. Pero nosotros sabíamos poco de señales de tráfico. Sí las conoceríamos después, aunque no todas, solo aquellas que afectaban a nuestra seguridad. Yo diría que todos los animales aprenden por imitación o por propia experiencia. Y el hombre, en este aspecto, es un animal y tiene, además, la gran ventaja de pensar. Acaso por ello le cueste más aprender tanto de los propios fallos como de los ajenos. Y, por supuesto, me cuento entre los zopencos. Creo que esa inoperancia puede ser contrarrestada por la curiosidad. Yo, quizá por genes, unos desconocidos u otros confusos, me muevo entre preguntas y no entre afirmaciones absolutas. Y, desde luego, si me convenzo o me convencen de que estoy equivocado no me duele cambiar la opinión o dejarla en suspenso. Estas son las posturas que he querido transmitir siempre a mis alumnos: La curiosidad por el lenguaje y que no hay verdades absolutas. Instigado Adama por el mapa y yo por él, pregunté cuanto tiempo nos llevaría llegar a El Aaiún, porque la distancia ya la conocíamos sin que nos dijera nada. La contestación nos tranquilizó y nos alegró. Cada vez quedaba menos para llegar a nuestro objetivo final. Adama ya se había ajustado a mi deseo y se había olvidado de Francia. La idea era estar juntos allí donde fuéramos y España estaba más cerca. Aunque en realidad ese destino no era más que otro punto de partida, aunque no lo supiéramos y por tanto tampoco nos preocupara. No compramos ni provisiones. Y eso que yo no hacía más que protestar por el dichoso queso de cabra y decir a Adama que nos iban a salir cuernos como a ellas. Y, esta vez, informados, no hicimos noche en Zoumi, en dos días estaríamos en El Aaiún, un punto gordo en el mapa, mapa que no contemplaba otras aldeas más pequeñas. Además de nuestra ilusión, también nos ayudaban el clima y la vegetación. Aunque el primero nos obligó a comprar un jersey de lana para cada uno. Prenda que nos pusimos encima de las chilabas sin pensar más. No supimos el motivo por el que los críos con quienes nos cruzábamos se reían y nos señalaban, hasta que un hombre nos lo aclaró. Al saberlo ocultamos la lana debajo del algodón y santas pascuas. Y no es que nos importara hacer el ridículo, pero no queríamos llamar la atención. Ese ha sido siempre uno de los ejes vitales de Adama: no destacar. Aquellas risas infantiles tuvieron consecuencias. Cuando salíamos de Zoumi también lo hacía una curiosa pareja. Un anciano y un niño que andaban muy deprisa y que nos recordaron a Hafiz y su supuesto nieto. Iban delante de nosotros hasta que el chaval se trastabilló. Al llegar a su altura nos dimos cuenta, o al menos yo, de que se trataba de un ciego asistido por un lazarillo. Según nos contaron, porque yo me interesé por el niño, eran marroquíes además de abuelo y nieto. El anciano se enrolló conmigo y no veíamos el momento de coger nuestro paso, porque ellos, tras el encuentro, cambiaron la urgencia por la parsimonia. El ciego nos contó también que volvían a Mokrisset, donde vivían, después de visitar a una hija que se había casado con un pastor de Zoumi y que acababa de dar a luz. Nos pudimos despegar de ellos después de comer y como quiera que ellos no llevaban vituallas para el camino, solo agua que cargaba el crío, compartimos con ellos nuestras viandas. Eso sí, comieron prudentemente y el abuelo no hacía más que regañar al nieto que no abría la boca más que para engullir. Adama aprovechó el sueño en el que cayó el anciano debajo de un árbol mientras su nieto jugaba a tirar piedras a un enemigo imaginario. Yo, a regañadientes, le seguí, y cuando creí que ya estábamos suficientemente lejos le planté que no me parecía bien haberlos dejado a su suerte. Y para ello me apoyé en Hafiz. La contestación me pilló de sorpresa: «Esa pareja no me gusta, Dikembe». Y no me explicó más. Yo, un tanto contrariado, no respondí pero me quedé preguntándome el motivo mientras ralentizaba el paso. A partir de aquella conversación comencé a tropezarme con todo y a perder el tiempo como hacen los futbolistas cuando reciben un golpe y les interesa. Sabía que eso fastidiaba a mi amigo y le ponía de los nervios. Yo creo que fue la primera vez que teníamos opiniones encontradas y que no habíamos compartido una decisión. Claro, Adama terminó por hartarse de tanto cuento y se sentó en una piedra: «Vuelve a buscarlos si quieres». El tono que usó jamás se lo había escuchado. Aun así no protesté pero, a cambio de su enmienda, le dije que esperaríamos allí mismo, junto a la carretera. Mi decisión no cambió su mala cara y allí nos quedamos a la espera del abuelo y del nieto. Antes de lo que creíamos aparecieron en el horizonte. Desde que les vimos hasta que llegaron a nuestra altura pasó más tiempo del que habíamos esperado hasta verlos. Antes de que llegaran Adama volvió a reafirmarse en su opinión: «Ahora me gustan menos». Yo les recibí de buena gana y el viejo se deshizo en halagos y agradecimientos. Y me pidió descansar un poco. El gesto de mi amigo se torció más y para calmarse comenzó a andar en círculos sobre la arena. «Dile a tu amigo que si tiene prisa, nosotros nos sabemos un atajo para ganar horas. Eso sí, hay que dejar la carretera, pero merece la pena. Nosotros siempre lo cogemos, ¿verdad?». El crío ni contestó. En ese momento no caí, pero si Adama le hubiera oído nos hubiéramos ahorrado un disgusto. Sobre todo yo. ¿Cómo sabía el ciego que Adama estaba nervioso y tenía prisa si no le había oído quejarse? Siempre he sido un poco bobo. Una vez hubo descansado, reanudamos el lento caminar que nos separó de la carretera. Abuelo y nieto de la mano, yo a su lado y Adama un tanto separado. En el fondo no se podía diferenciar quien guiaba a quien, si bien Adama no podía ser porque nos seguía un tanto retrasado y mohíno. El hombre, entre pausas, me contó que la carretera hacía por allí una hoz para evitar una gran elevación del terreno que si se atravesaba se reducía a la mitad tanto la distancia andada como el tiempo empleado. También esta vez se me pasó por alto que el ciego no se tropezaba nunca, pero que el lazarillo mucho, y el terreno no estaba diseñado ni para niños ni para invidentes. Y, además, durante el atajo no habíamos subido ni una cuesta. ¿Dónde estaba el promontorio que rodeaba la carretera? El lugar no se parecía en modo alguno a una de vuestras ciudades al uso, pero las dificultades del terreno y la cantidad de árboles, arbustos y piedras ponían el andar tan difícil como papeleras, bordillos y farolas. Después de un buen rato de marcha, Adama se acercó al trío de cabeza y nos dijo: «Por aquí ya hemos pasado». Sus palabras desataron una tormenta que terminó por caer sobre el crío en forma de cachetes. El invidente no falló ni uno. Para los adultos siempre es bueno que haya niños. La reprimenda que acompañó a la tormenta fue en árabe y entre las quejas y las defensas del golpeado me pareció oír la palabra “tío”, y no “abuelo”, pero tampoco le di mucha importancia. Aquella mueca dibujada en la cara de Adama era desconocida para mí. A medida que andábamos, su enfado iba en aumento. Yo no era capaz de interpretar el sentimiento que escondía aquel visaje. Si me hubiera transmitido sus inquietudes, quizá hubiera despertado mi curiosidad, y así, los detalles que me habían pasado desapercibidos se hubieran convertido en información para llegar a la conclusión que después llegaría sin esfuerzo alguno, cuando ya no había remedio. Tras la bronca que soportó el muchacho por haberse perdido, tuvo que describir al anciano el entorno que nos rodeaba. Después el ciego hizo varias preguntas. Yo contesté alguna y el crío otras. Pasamos un rato allí plantados, a la espera de la inspiración de nuestro guía invidente. No sé si fue la espera o el cabreo pero Adama se acercó y me hizo una seña. Me advertía de algo, pero yo no sabía de qué, y menos cuando dijo: «Ahora nos fiaremos del sol y no del crío. Es más seguro. ¿No, abuelo?». El aludido no contestó y mi amigo se puso en cabeza, sitúo el norte y nos animó a seguirle con una palabra: «Allons! (1) ». Eso descartó la posibilidad de elegir. La pulla no solo me la había lanzado a mí, pero la pareja estaba tan interesada en seguir con nosotros como yo con Adama. Pero el motivo no era que el abuelo y el nieto no supieran donde estaban. Su interés era otro más taimado y ladino. Entre unas cosas y otras, nuestro guía, el sol, abandonó tanto a mi amigo como al resto de la comitiva. Llegó un momento en el que todos veíamos lo mismo que el ciego, porque, aparte de oscurecer, Adama nos metió en un bosquecillo muy espeso, en el cual el viejo tampoco tuvo un tropiezo. Pero en eso caería después. Muy a su pesar mi amigo tuvo que reconocer que había que hacer noche allí. Y no fueron mis protestas, sino las continuas quejas del cansado anciano al que nadie había dicho que ya era de noche: «Amigos míos, la noche la hizo Alá para descansar». Esta monserga terminó con la paciencia de Adama, que claudicó, tiró su manta al suelo y advirtió: «A descansar. Hoy no se cena. Mi amigo y yo ya estamos en el mes contrario al Ramadán». Yo no dije ni mu por los humos que imagine salían de la cabeza de mi amigo. Cualquiera le llevaba la contraria. Estoy seguro que de llevársela se hubiera desahogado a mantazos conmigo. Además yo estaba más que harto de queso, así que no me importó. El único que protestó fue el crío que se volvió a ganar otro sopapo. Había que ver la maña que tenía el ciego para que sus golpes atinaran en la cabeza del muchacho. Pero al ver yo que estábamos muy cerca de un arroyo que cruzaba el bosque propuse con voz más que humilde que nos alejáramos un poco: «Por eso de la riadas». Adama consintió, pero hizo recoger al muchacho la manta que había tirado, le puso la mano en el hombro y le dijo: «Tú a mi lado, ya has cobrado bastante hoy», y le dio un trozo de queso. Y nos alejamos un poco del regato. Cuando creyó oportuno me pidió opinión sobre el lugar con un retintín que no me gustó ni un pelo: «¿Qué le parece este sitio al señor?». No contesté. Tiré mi manta al suelo y me descolgué las alforjas. Después mandé al crío a por leña y le devolví a Adama el rentoy: «Si el amo te lo permite, claro». Me costó lo mío hacer fuego porque las ramas que trajo el chico estaban húmedas. Yo creo que fue su pequeña venganza. Y por eso, la fogata soltaba más humo que calor. Al final, el fuego ganó la batalla y empezamos a entrar en calor. Cuando llegó la hora de la verdad me acordé del queso. Ya me había malacostumbrado a cenar todos los días y a tener mi propia manta. Y esa noche no comería nada y dejaría mi abrigo a la pareja. Y, además, estaba mosqueado con quien tenía que compartir la manta esa noche. El anciano, antes de acostarnos nos aconsejó dejar la comida en alto, pero Adama mintió al contestar que a él nadie le iba a quitar su almohada. Jamás habíamos usado nada para reposar la cabeza durante el sueño. Pero como las cosas andaban como andaban, yo también puse la cabeza sobre mis alforjas. Tampoco supe interpretar aquella ocurrencia, aunque, supongo que tú ya lo has imaginado, pero es que a mí me costó muchos años dejar de ser tonto de baba, como habrás comprobado. Acostados junto al fuego compartimos la manta de Adama, pero no cogíamos el sueño por varios motivos. Entre ellos porque la manta no daba para los dos cuerpos que tenía que abrigar y porque a mí se me clavaba en la cara el contenido de las alforjas. Dejamos la posición horizontal e intentamos dormirnos recostados contra una piedra, hombro con hombro y él con sus alforjas entre las piernas. Yo deposité las mías sobre la roca. Al verme, se levantó, hurgó en ellas y volvió a sentarse enredando en las suyas. Cuando decidimos levantarnos y recostarnos en la piedra, vimos al abuelo y al nieto tan a gusto, cerca del fuego y abrigados con mi manta. El primero parecía roncar ya. Y yo, la verdad, sentí envidia. Supongo que mi amigo sintió rabia. A pesar de todo, al final terminamos dormidos. La roca era más dura que las alforjas, así que renuncié a mi trozo de manta para obligar a mi amigo a sentirse mal. Pero no conseguí que experimentara agradecimiento, como era mi ruin intención. Él es de aquellas personas que se sienten culpables por los errores propios, no por los ajenos. Como era el caso. Y a la mañana siguiente se demostró que el error había sido cosa mía. Me desperté antes del alba por el frío y sin abrir mucho los ojos y sin pensar me dediqué a reavivar el fuego para reanimarme yo. Por eso no me percaté de la ausencia de la pareja. Cuando lo advertí, pensé que habrían ido a hacer sus necesidades, pero cuando eché en falta tanto las alforjas que había dejado sobre la piedra, como los pellejos de agua, la venda se me cayó de los ojos. Y con ella, las lágrimas. Mi mente no pudo con la cantidad ni la intensidad de sentimientos que me inundaron en ese instante de lucidez. Todos surgieron del hecho de haber sido engañado, de haberle negado a Adama su realidad y de lo tonto que había sido. Así me encontró mi amigo, junto al fuego que moría otra vez con mi inocencia y hecho un mar de lágrimas. No dijo nada. Y esta vez le agradecí su silencio. Se acercó a mí, me tiró la manta sobre los hombros y me los apretó con ambas manos. Después me dejó solo con mis críticas que gracias a su gesto comenzaban a minorar. Desde luego, dejarme a mi aire fue lo mejor que pudo hacer. Cuando volvió del gran cuarto de aseo, me quitó la losa que pesaba sobre mí como una montaña. Me enseñó simplemente los dos rulos de dólares, el suyo y el mío. Cierta alegría debió dibujarse en mi cara porque conseguí arrancarle unas palabras: «Eso está mejor, Dikembe. Vamos». Y dejamos atrás aquel bosquecillo donde me dejé otro jirón de la poca ingenuidad que aún me quedaba. Pensarás que soy un materialista, pero no. No, porque a mí aquel dinero me importaba, no por su valor nominal, sino porque lo habíamos ganado los tres juntos para conseguir un sueño. Por otro lado, creo haberte dicho ya que a Adama le habían arrancado de cuajo su inocencia. Si no es así, aprovecho la ocasión para dejarlo claro.
patible con el sol, ni el sol con la luna. En fin. Al saber que entrábamos en Zoumi, nos miramos y nos encogimos de hombros: Aquella aldea no era Chefchauen o el cartel a su entrada mentía. Aunque también podría mentir el anterior. Y lo curioso es que nada era mentira. Pero nosotros sabíamos poco de señales de tráfico. Sí las conoceríamos después, aunque no todas, solo aquellas que afectaban a nuestra seguridad. Yo diría que todos los animales aprenden por imitación o por propia experiencia. Y el hombre, en este aspecto, es un animal y tiene, además, la gran ventaja de pensar. Acaso por ello le cueste más aprender tanto de los propios fallos como de los ajenos. Y, por supuesto, me cuento entre los zopencos. Creo que esa inoperancia puede ser contrarrestada por la curiosidad. Yo, quizá por genes, unos desconocidos u otros confusos, me muevo entre preguntas y no entre afirmaciones absolutas. Y, desde luego, si me convenzo o me convencen de que estoy equivocado no me duele cambiar la opinión o dejarla en suspenso. Estas son las posturas que he querido transmitir siempre a mis alumnos: La curiosidad por el lenguaje y que no hay verdades absolutas. Instigado Adama por el mapa y yo por él, pregunté cuanto tiempo nos llevaría llegar a El Aaiún, porque la distancia ya la conocíamos sin que nos dijera nada. La contestación nos tranquilizó y nos alegró. Cada vez quedaba menos para llegar a nuestro objetivo final. Adama ya se había ajustado a mi deseo y se había olvidado de Francia. La idea era estar juntos allí donde fuéramos y España estaba más cerca. Aunque en realidad ese destino no era más que otro punto de partida, aunque no lo supiéramos y por tanto tampoco nos preocupara. No compramos ni provisiones. Y eso que yo no hacía más que protestar por el dichoso queso de cabra y decir a Adama que nos iban a salir cuernos como a ellas. Y, esta vez, informados, no hicimos noche en Zoumi, en dos días estaríamos en El Aaiún, un punto gordo en el mapa, mapa que no contemplaba otras aldeas más pequeñas. Además de nuestra ilusión, también nos ayudaban el clima y la vegetación. Aunque el primero nos obligó a comprar un jersey de lana para cada uno. Prenda que nos pusimos encima de las chilabas sin pensar más. No supimos el motivo por el que los críos con quienes nos cruzábamos se reían y nos señalaban, hasta que un hombre nos lo aclaró. Al saberlo ocultamos la lana debajo del algodón y santas pascuas. Y no es que nos importara hacer el ridículo, pero no queríamos llamar la atención. Ese ha sido siempre uno de los ejes vitales de Adama: no destacar. Aquellas risas infantiles tuvieron consecuencias. Cuando salíamos de Zoumi también lo hacía una curiosa pareja. Un anciano y un niño que andaban muy deprisa y que nos recordaron a Hafiz y su supuesto nieto. Iban delante de nosotros hasta que el chaval se trastabilló. Al llegar a su altura nos dimos cuenta, o al menos yo, de que se trataba de un ciego asistido por un lazarillo. Según nos contaron, porque yo me interesé por el niño, eran marroquíes además de abuelo y nieto. El anciano se enrolló conmigo y no veíamos el momento de coger nuestro paso, porque ellos, tras el encuentro, cambiaron la urgencia por la parsimonia. El ciego nos contó también que volvían a Mokrisset, donde vivían, después de visitar a una hija que se había casado con un pastor de Zoumi y que acababa de dar a luz. Nos pudimos despegar de ellos después de comer y como quiera que ellos no llevaban vituallas para el camino, solo agua que cargaba el crío, compartimos con ellos nuestras viandas. Eso sí, comieron prudentemente y el abuelo no hacía más que regañar al nieto que no abría la boca más que para engullir. Adama aprovechó el sueño en el que cayó el anciano debajo de un árbol mientras su nieto jugaba a tirar piedras a un enemigo imaginario. Yo, a regañadientes, le seguí, y cuando creí que ya estábamos suficientemente lejos le planté que no me parecía bien haberlos dejado a su suerte. Y para ello me apoyé en Hafiz. La contestación me pilló de sorpresa: «Esa pareja no me gusta, Dikembe». Y no me explicó más. Yo, un tanto contrariado, no respondí pero me quedé preguntándome el motivo mientras ralentizaba el paso. A partir de aquella conversación comencé a tropezarme con todo y a perder el tiempo como hacen los futbolistas cuando reciben un golpe y les interesa. Sabía que eso fastidiaba a mi amigo y le ponía de los nervios. Yo creo que fue la primera vez que teníamos opiniones encontradas y que no habíamos compartido una decisión. Claro, Adama terminó por hartarse de tanto cuento y se sentó en una piedra: «Vuelve a buscarlos si quieres». El tono que usó jamás se lo había escuchado. Aun así no protesté pero, a cambio de su enmienda, le dije que esperaríamos allí mismo, junto a la carretera. Mi decisión no cambió su mala cara y allí nos quedamos a la espera del abuelo y del nieto. Antes de lo que creíamos aparecieron en el horizonte. Desde que les vimos hasta que llegaron a nuestra altura pasó más tiempo del que habíamos esperado hasta verlos. Antes de que llegaran Adama volvió a reafirmarse en su opinión: «Ahora me gustan menos». Yo les recibí de buena gana y el viejo se deshizo en halagos y agradecimientos. Y me pidió descansar un poco. El gesto de mi amigo se torció más y para calmarse comenzó a andar en círculos sobre la arena. «Dile a tu amigo que si tiene prisa, nosotros nos sabemos un atajo para ganar horas. Eso sí, hay que dejar la carretera, pero merece la pena. Nosotros siempre lo cogemos, ¿verdad?». El crío ni contestó. En ese momento no caí, pero si Adama le hubiera oído nos hubiéramos ahorrado un disgusto. Sobre todo yo. ¿Cómo sabía el ciego que Adama estaba nervioso y tenía prisa si no le había oído quejarse? Siempre he sido un poco bobo. Una vez hubo descansado, reanudamos el lento caminar que nos separó de la carretera. Abuelo y nieto de la mano, yo a su lado y Adama un tanto separado. En el fondo no se podía diferenciar quien guiaba a quien, si bien Adama no podía ser porque nos seguía un tanto retrasado y mohíno. El hombre, entre pausas, me contó que la carretera hacía por allí una hoz para evitar una gran elevación del terreno que si se atravesaba se reducía a la mitad tanto la distancia andada como el tiempo empleado. También esta vez se me pasó por alto que el ciego no se tropezaba nunca, pero que el lazarillo mucho, y el terreno no estaba diseñado ni para niños ni para invidentes. Y, además, durante el atajo no habíamos subido ni una cuesta. ¿Dónde estaba el promontorio que rodeaba la carretera? El lugar no se parecía en modo alguno a una de vuestras ciudades al uso, pero las dificultades del terreno y la cantidad de árboles, arbustos y piedras ponían el andar tan difícil como papeleras, bordillos y farolas. Después de un buen rato de marcha, Adama se acercó al trío de cabeza y nos dijo: «Por aquí ya hemos pasado». Sus palabras desataron una tormenta que terminó por caer sobre el crío en forma de cachetes. El invidente no falló ni uno. Para los adultos siempre es bueno que haya niños. La reprimenda que acompañó a la tormenta fue en árabe y entre las quejas y las defensas del golpeado me pareció oír la palabra “tío”, y no “abuelo”, pero tampoco le di mucha importancia. Aquella mueca dibujada en la cara de Adama era desconocida para mí. A medida que andábamos, su enfado iba en aumento. Yo no era capaz de interpretar el sentimiento que escondía aquel visaje. Si me hubiera transmitido sus inquietudes, quizá hubiera despertado mi curiosidad, y así, los detalles que me habían pasado desapercibidos se hubieran convertido en información para llegar a la conclusión que después llegaría sin esfuerzo alguno, cuando ya no había remedio. Tras la bronca que soportó el muchacho por haberse perdido, tuvo que describir al anciano el entorno que nos rodeaba. Después el ciego hizo varias preguntas. Yo contesté alguna y el crío otras. Pasamos un rato allí plantados, a la espera de la inspiración de nuestro guía invidente. No sé si fue la espera o el cabreo pero Adama se acercó y me hizo una seña. Me advertía de algo, pero yo no sabía de qué, y menos cuando dijo: «Ahora nos fiaremos del sol y no del crío. Es más seguro. ¿No, abuelo?». El aludido no contestó y mi amigo se puso en cabeza, sitúo el norte y nos animó a seguirle con una palabra: «Allons! (1) ». Eso descartó la posibilidad de elegir. La pulla no solo me la había lanzado a mí, pero la pareja estaba tan interesada en seguir con nosotros como yo con Adama. Pero el motivo no era que el abuelo y el nieto no supieran donde estaban. Su interés era otro más taimado y ladino. Entre unas cosas y otras, nuestro guía, el sol, abandonó tanto a mi amigo como al resto de la comitiva. Llegó un momento en el que todos veíamos lo mismo que el ciego, porque, aparte de oscurecer, Adama nos metió en un bosquecillo muy espeso, en el cual el viejo tampoco tuvo un tropiezo. Pero en eso caería después. Muy a su pesar mi amigo tuvo que reconocer que había que hacer noche allí. Y no fueron mis protestas, sino las continuas quejas del cansado anciano al que nadie había dicho que ya era de noche: «Amigos míos, la noche la hizo Alá para descansar». Esta monserga terminó con la paciencia de Adama, que claudicó, tiró su manta al suelo y advirtió: «A descansar. Hoy no se cena. Mi amigo y yo ya estamos en el mes contrario al Ramadán». Yo no dije ni mu por los humos que imagine salían de la cabeza de mi amigo. Cualquiera le llevaba la contraria. Estoy seguro que de llevársela se hubiera desahogado a mantazos conmigo. Además yo estaba más que harto de queso, así que no me importó. El único que protestó fue el crío que se volvió a ganar otro sopapo. Había que ver la maña que tenía el ciego para que sus golpes atinaran en la cabeza del muchacho. Pero al ver yo que estábamos muy cerca de un arroyo que cruzaba el bosque propuse con voz más que humilde que nos alejáramos un poco: «Por eso de la riadas». Adama consintió, pero hizo recoger al muchacho la manta que había tirado, le puso la mano en el hombro y le dijo: «Tú a mi lado, ya has cobrado bastante hoy», y le dio un trozo de queso. Y nos alejamos un poco del regato. Cuando creyó oportuno me pidió opinión sobre el lugar con un retintín que no me gustó ni un pelo: «¿Qué le parece este sitio al señor?». No contesté. Tiré mi manta al suelo y me descolgué las alforjas. Después mandé al crío a por leña y le devolví a Adama el rentoy: «Si el amo te lo permite, claro». Me costó lo mío hacer fuego porque las ramas que trajo el chico estaban húmedas. Yo creo que fue su pequeña venganza. Y por eso, la fogata soltaba más humo que calor. Al final, el fuego ganó la batalla y empezamos a entrar en calor. Cuando llegó la hora de la verdad me acordé del queso. Ya me había malacostumbrado a cenar todos los días y a tener mi propia manta. Y esa noche no comería nada y dejaría mi abrigo a la pareja. Y, además, estaba mosqueado con quien tenía que compartir la manta esa noche. El anciano, antes de acostarnos nos aconsejó dejar la comida en alto, pero Adama mintió al contestar que a él nadie le iba a quitar su almohada. Jamás habíamos usado nada para reposar la cabeza durante el sueño. Pero como las cosas andaban como andaban, yo también puse la cabeza sobre mis alforjas. Tampoco supe interpretar aquella ocurrencia, aunque, supongo que tú ya lo has imaginado, pero es que a mí me costó muchos años dejar de ser tonto de baba, como habrás comprobado. Acostados junto al fuego compartimos la manta de Adama, pero no cogíamos el sueño por varios motivos. Entre ellos porque la manta no daba para los dos cuerpos que tenía que abrigar y porque a mí se me clavaba en la cara el contenido de las alforjas. Dejamos la posición horizontal e intentamos dormirnos recostados contra una piedra, hombro con hombro y él con sus alforjas entre las piernas. Yo deposité las mías sobre la roca. Al verme, se levantó, hurgó en ellas y volvió a sentarse enredando en las suyas. Cuando decidimos levantarnos y recostarnos en la piedra, vimos al abuelo y al nieto tan a gusto, cerca del fuego y abrigados con mi manta. El primero parecía roncar ya. Y yo, la verdad, sentí envidia. Supongo que mi amigo sintió rabia. A pesar de todo, al final terminamos dormidos. La roca era más dura que las alforjas, así que renuncié a mi trozo de manta para obligar a mi amigo a sentirse mal. Pero no conseguí que experimentara agradecimiento, como era mi ruin intención. Él es de aquellas personas que se sienten culpables por los errores propios, no por los ajenos. Como era el caso. Y a la mañana siguiente se demostró que el error había sido cosa mía. Me desperté antes del alba por el frío y sin abrir mucho los ojos y sin pensar me dediqué a reavivar el fuego para reanimarme yo. Por eso no me percaté de la ausencia de la pareja. Cuando lo advertí, pensé que habrían ido a hacer sus necesidades, pero cuando eché en falta tanto las alforjas que había dejado sobre la piedra, como los pellejos de agua, la venda se me cayó de los ojos. Y con ella, las lágrimas. Mi mente no pudo con la cantidad ni la intensidad de sentimientos que me inundaron en ese instante de lucidez. Todos surgieron del hecho de haber sido engañado, de haberle negado a Adama su realidad y de lo tonto que había sido. Así me encontró mi amigo, junto al fuego que moría otra vez con mi inocencia y hecho un mar de lágrimas. No dijo nada. Y esta vez le agradecí su silencio. Se acercó a mí, me tiró la manta sobre los hombros y me los apretó con ambas manos. Después me dejó solo con mis críticas que gracias a su gesto comenzaban a minorar. Desde luego, dejarme a mi aire fue lo mejor que pudo hacer. Cuando volvió del gran cuarto de aseo, me quitó la losa que pesaba sobre mí como una montaña. Me enseñó simplemente los dos rulos de dólares, el suyo y el mío. Cierta alegría debió dibujarse en mi cara porque conseguí arrancarle unas palabras: «Eso está mejor, Dikembe. Vamos». Y dejamos atrás aquel bosquecillo donde me dejé otro jirón de la poca ingenuidad que aún me quedaba. Pensarás que soy un materialista, pero no. No, porque a mí aquel dinero me importaba, no por su valor nominal, sino porque lo habíamos ganado los tres juntos para conseguir un sueño. Por otro lado, creo haberte dicho ya que a Adama le habían arrancado de cuajo su inocencia. Si no es así, aprovecho la ocasión para dejarlo claro.
La continua alusión de nuestro protagonista
a la pérdida de su inocencia, me dio que pensar. Y me planteé qué sería de
nuestras relaciones si todos mantuviéramos aquella con la que nacemos. He
llegado a la conclusión, por mucho que me duela, de que la naturaleza tiene
razón. Según vivimos nos la dejamos por el camino para bien nuestro y mal de
los otros. No obstante, valoro mucho esa característica en una persona. Siempre
pienso bien de los ingenuos y jamás les tacho de tontos o confiados. Me
encantaría no ver la maldad en los demás y poder negar el refrán de piensa mal
y acertarás. También me gustaría darme cuenta de la suspicacia que uso con los
demás. Uno, cuando desconfía, siempre se disculpa precisamente con esa frase
proverbial. La inocencia debería estar más valorada porque nos permite
relacionarnos con los demás desde una postura más positiva para entendernos y
colaborar. La sospecha aísla a pesar de que el ladrón que roba al ladrón tenga
cien años de perdón. Esta afirmación no hace más que premiar al mayor
depredador y crear una vorágine de desconfianza.
El camino a Mokrisset, después de ubicarnos de nuevo en la carretera y
en el mapa, fue silencioso, como siempre. Aunque, de vez en cuando, la calma se
rompía por la llegada de un motor o por el roce de las ruedas de un carruaje
tirado por bestias. Yo tenía motivos para estar ofendido y cabizbajo. Pero
mientras la tristeza aumentaba, el agravio se convertía en rabia y experiencia.
Cuanto más pensaba en los hechos, más tonto me sentía. No sabía ni el nombre de
los ladrones. ¿Qué le había pasado a aquel niño de ojos despiertos que
definiera mi abuela Mayifa? Tenía la misma capacidad de engañar y de ser engañado.
A esa conclusión es a la que llegué cuando Adama me aconsejó que no lo pensara
más. Pero por simpleza y confianza había perdido las alforjas de lana y el
pellejo con los que había salido de la casa de Wahid Okoye, además de mi manta. Y para un
caminante esos son enseres vitales. Lo había perdido todo por el camino.
Sé que aquella coyuntura era pesimista, pero esa sensación fue la que tuve en
aquellos momentos funestos que, ahora comprendo que no se ajustaban a la
realidad. ¿Qué hubiera pagado por mantenerme junto a Adama? Todo: es la
respuesta. Y Adama cada día estaba más cerca de mí y yo de él. No necesitas
guardar en ningún sitio las lecciones que aprendes, tanto si es por lo oído y
visto como por lo sufrido y disfrutado. Aun así, siempre está presente y matiza
el enfoque en el futuro. Y así nos vimos en Mokrisset, donde no se me
ocurrió buscar a la pareja de maleantes. Nos costó encontrar dos pellejos para
el agua. Allí usaban el barro para las casas y las calabazas para los viajes.
Pero, para mí eran más prácticos los odres de cabritillo. A mí me molestaba el
bamboleo de las cantimploras orgánicas y, además, tenían menos capacidad que
los pellejos. Aunque en una zona donde
te encuentras con agua a cada paso, es mejor caminar con menos peso, porque un
odre lleno, pesa lo suyo, no te creas. Pero, ya te digo, como cada uno aprende
en la feria a la que asiste, esto te marca hasta que desaprendes lo aprendido.
Y esa es una de las cuestiones a tener en cuenta para mantener abierta la
mente: Ser capaz de olvidar lo mal aprendido o la experiencia que ya no te
sirve para nada. Porque, como decís vosotros por aquí: Nunca se olvida montar
en bicicleta, pero si no montas otra vez no sabes que puedes hacerlo. Qué
difícil es desaprender. Sobre todo a dejar a un lado los hábitos adquiridos.
Ninguna de las normas que yo he aplicado en mi vida son inmutables y tampoco
sirven siempre y en cada momento. Son tantas las circunstancias que confluyen
en las sucesivas situaciones que es imposible que aquellas se repitan. Y no
solo en las coyunturas que nos llegan del exterior, sino también en las
íntimas. Por el contrario, la manta la compramos a la primera, así como las
alforjas, que en vez de lana eran de un tejido vegetal más rígido. Llenarlas de
fruta tampoco nos costó trabajo. Y cuando me vi con todos los pertrechos
nuevos, aquella tristeza acumulada se mitigó un tanto. En el fondo seguía
siendo un niño. Reconozco que lo nuevo ayuda a la alegría. Por eso entiendo
vuestra disposición al consumo. Pero también habéis de reconocer que es una
espiral muy peligrosa. No se puede ser un comprador imperecedero porque la
novedad deja de serlo y ya no alegra, sino que te consume, como el juego. Y más
cuando no tienes claro el valor del dinero, como me pasaba a mí. No sabía que
el dinero puede comprar todo aquello que tiene precio. Pocas personas están en
disposición de rechazar una oferta puntual y ventajosa. Y, si lo hicieran,
serían tachadas de “tontas”. Se trata de vivir. Y si te solucionan la vida,
¿qué más puedes pedir? ¿o no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Luego el problema es llenar tu
existencia. Bon, que poco nos
quedamos en aquella aldea. Recuerdo poco de Mokrisset, tanto por mi estado de ánimo como por
la actividad que desplegamos para comprar. Después de comer y sin preguntar
sobre el camino y las posibles eventualidades a encontrar nos pusimos en
marcha. Aunque Adama hubo de regresar porque yo había extraviado las
cerillas. Volvió con un pequeño artilugio que emitía una llama. A mí me pareció
un juguete y así lo usé, hasta que mi amigo me lo arrancó de las manos con una
advertencia: «Se gasta». A quien no
se le iban a agotar las palabras era a él. Algo así le respondí. El se sonrió y
me insultó con la boca pequeña: «Enfadica».
No me dijo que también había comprado cerillas por si el invento aquel no
funcionaba. Por lo que deduje que había comprado el encendedor para mí.
¿Entiendes? Para alegrarme, pero sin renunciar a su pragmatismo. Porque un
instante después, me lanzó el mechero blandiendo la misma sonrisa que cuando me
insultara. Esa tarde Hamal hubiera podido aprender a apagar de un soplo la
llama que yo no hacía más que prender. Por más que lo hacía no dejaba de
sorprenderme. Accionaba una y otra vez el mecanismo de encendido y apagado sin
tener en cuenta el consejo de mi amigo. Y, como casi siempre, mi amigo tuvo
razón porque por la noche el encendedor ya no funcionaba, solo soltaba pequeñas
chispas que no servían para nada. Y ante mi cara de decepción y preocupación,
Adama me informó de que también había comprado fósforos: «No te preocupes». El mechero quedó olvidado en el fondo de las
alforjas. Y terminó en poder de Adama por mi voluntad. Cuando en alguna de mis
visitas a su casa ha aparecido el encendedor, siempre ha ocurrido lo mismo: él
sonríe tras yo decir que todo se gasta. No me contesta, porque aún sigue fiel a
su mutismo. Pero, que yo sepa, solo ha habido una ocasión en la que he
necesitado que hablara para entenderle y ya te la he contado un poco más
arriba. Tampoco he necesitado sus palabras para sentir su apoyo. Me basta con
un gesto o con un apretón de hombro. Jamás nos hemos hecho la típica pregunta:
“¿Qué tal estás?”. Simplemente con mirarnos ya lo sabemos. En cambio, contigo,
la comunicación funciona de otra manera que no te voy a explicar. Pero el
triángulo que los tres formamos me sirve para explicarme la plasticidad del ser
humano, así como su diversidad. Mientras los dos os mantenéis en vuestras
culturas, yo me ajusto tanto a la tuya, como a la suya, que también era la
única mía. Y con el paso del tiempo y el roce, ya no me cuesta sumergirme en
cualquiera de las dos. Si bien han trocado su permeabilidad porque ahora me
cuesta más pensar como africano. Y pienso que al mantener una amistad con dos
personas que están en las antípodas, en cuanto a concepción del mundo, me
enorgullece. Y más al comprobar que únicamente saco experiencias positivas. Hoy
en día, tener un amigo es más que un tesoro. Y ya no te digo dos. Son
herramientas para estar tranquilo, para aprender, para confesarte, para
desahogarte… La amistad es un afecto muy intenso que necesita de la
convivencia. Por ello, aquel que presume de muchos, miente. O bien se refiere a
que los tuvo o se refiere a amistades que, desde luego, no son lo mismo. Y esta
particular relación entre Adama y yo creo que nos permitió dejar a un lado todo
lo superfluo que añade la conversación diaria. Habrá quien piense que estar
todo el santo día junto a una persona y no cruzar una palabra con ella es
tremendamente aburrido. Pero yo le diría que se olvida de las miradas, de las muecas,
de las caricias, de la complicidad, de todo aquello que sabes que hacen por ti,
de la admiración por el otro y de muchos otros aspectos que cualquier relación
conlleva. A veces, la cháchara cercena y oculta precisamente esa amistad, esa
necesidad del otro o de la otra. La salida de Mokrisset casi se me juntó con la
llegada a Laghdir donde encontramos otro río y comimos. Cuatro horas, más o
menos, de marcha entre zonas verdes ya no era ningún reto para nosotros. Y
menos si lo hacíamos por buenos caminos y alguna carretera que otra. Cualquier
pueblo que se ubica cerca de otro más grande, no suele crecer, porque el grande
se suele comer al chico. El Aaiún ejercía ese efecto en su entorno. Pasamos la
tarde junto al río. Y cuando comenzamos a ver las luces de los candiles y velas
que se encendían tras las ventanas de las casas, buscamos un lugar donde cenar
y descansar. En un principio, nos aposentamos junto a una telera llena de
cabras. Pero no duramos mucho allí. El olor y el ruido no eran los mejores para
pasar una noche tranquila. Para el descanso son mejores compañeros los árboles
que los animales. Y bajo uno frondoso estrené mi nueva manta, detalle de mi
amigo, aunque yo me negué a aceptarlo sin poner mucho empeño. Según él, era yo
quien me había quedado sin ella. Y a ello me agarré para aceptar el regalo. Y
noté la diferencia, esta pesaba menos, abrigaba más y no soltaba olores ni
polvo al extenderla. También habíamos comprado unas esterillas de fibra
vegetal. Con ellas nos aislaríamos por la noche de aquellas tierras húmedas que
tan bien nos habían recibido. Dormí como un lirón y por la cara que vi a mi
amigo al levantarse me pareció que también había descansado a gusto. Y como
quiera que disponíamos de todo lo necesario para desayunarnos un té con unos
dulces de la tierra espachurrados, lo preparamos en un pispás y nos dimos una
alegría junto al río. Bien es verdad que todo lo hizo Adama. Y es que el mozo
no tiene desperdicio, ¿pero qué voy a decir yo si ya lo he dicho? Bien es
verdad que no tiene a nadie más que presuma de él. A mí, me pasa lo mismo, pero
nadie presume de mí. Ni él, ni tú. Ya me gustaría. No, es broma. No necesito
halagos. Y menos de vosotros. Aunque algunos recibo de mis antiguos alumnos, no
te creas. Si algo no soy es presumido, como bien sabes. Con la tripa caliente y
ocupada, enrollamos esterillas y mantas, recogimos los achiperres
(2)
del té, echamos tierra
sobre la fogata y nos dispusimos a caminar
hacia el norte. Y en ese momento, entre una purrela de chavales que corrían me
pareció ver al nieto y lazarillo ladrón. Y se lo anuncié a Adama. «¿Merece la pena, Dikembe?», fue su
razonamiento. No, no merecía la pena. Si el esfuerzo por hacer justicia hubiera
podido tener consecuencias ejemplarizantes, o a sentar jurisprudencia, todavía.
Pero no, no iba a ser así. Y en definitiva sería la palabra de unos contra las
palabras de otros. Y el daño no había sido tanto ni irreparable. Y otra
consecuencia hubiera podido ser que la familia del ciego vidente la tomara con
nosotros. Así es que, como dijo Adama, no merecía la pena. Es más, sería mejor
dejarlo correr. Tampoco tenía yo, ni tengo, suficiente orgullo para exigir una
reparación a mi inocencia. Me desquité al lanzar una piedra en dirección a la
chiquillería que no llegó a ninguna parte. Así olvidó mi corazón semejante
afrenta. No he vuelto a acordarme hasta que he hecho memoria para cumplir tus
deseos: «Dikermbe, si tienes a bien, me
lo cuentas todo…». Esas fueron tus palabras, ¿no? Bien, pues hasta ahora
esto es todo. Y no te preocupes, que yo no te voy a pedir a ti lo mismo. Tú no
tienes un amigo tan cotilla. No, es otra broma. Cada uno es como es y, como
bien dices, si no exiges, no te defraudan, aunque no sea el caso. Y no me lo
tomes como una queja, sino como una manera de acabar esta entrega. Un saludo,
(1VG) [↑][Volver] ¡Vamos! (en francés).
(2VG)
[↑][Volver]
Si quieres
saber más sobre la palabra “achiperre”, que no recoge el DRAE, pulsa AQUÍ.
Me gusta la palabra "achiperre", lo más parecido que he encontrado en el Diccionario de la Academia Canaria de la Lengua es "achipenque":
ResponderEliminar"2. m. Lz. Utensilio, instrumento. ¿Cómo va a poner una cama en ese cuarto, que está lleno de achipenques?
3. m. Trasto, mueble viejo o inútil. Esa gente quería comprar la casa, pero sin los achipenques que había dentro."
Pero cuando la leí y fui a leer la nota 2, se me vino a la mente la palabra "cachivache", que me gusta todavía más...
A pesar de todo lo que han pasado estos dos, Dikembe no ha perdido su ingenuidad, bueno, no la había perdido, supongo que esa última trastada le haría abrir los ojos un poco mas...
Hasta el próximo capítulo, J.C., un abrazo.
Encantadora palabra: cachivache... Y sonora.
EliminarSí, la ingenuidad la perdemos en favor de la experiencia.
Un abrazo y gracias (por todo), Ligia.
"Dir, golver, golver a dir y golver a golver", ja, ja, perdona la cacofonía de "la leí y fui a leer", ahora que la he vuelto a releer...
ResponderEliminarParece mentira que Dikembe, no aprenda de su amigo un poco. La inocencia está bien, pero a veces tiene sus consecuencias.
ResponderEliminarBien le gusta a Ligia unas palabrejas.
Hasta el lunes J.C.
Es difícil cambiar la manera de ver a las personas. La educación trata de eso. Todavía está a tiempo Dikembe. A mí ya me resulta más difícil aprender, ja, ja.
EliminarHasta el lunes, Varinia, y gracias. JC.
Lo malo es que algunos/as se aprovechan de esa inocencia de otros/as... Y quien normalmente piensa bien de los semejantes acaba como Dikembe, decepcionado. Tan diferente esta pareja a la del pasado capítulo, que pena! Pero bueno, dicen que la experiencia son errores cometidos...
ResponderEliminarBesitos
Aunque los errores pesan y la experiencia no, ja, ja. Gracias, Amanda. Un beso, JC.
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