i
hubiéramos sido conscientes del reguero de pueblos que nos íbamos a encontrar
hasta Chefchauen y de la poca distancia que les separaban, hubiéramos hecho el
trayecto de un tirón. O en dos jornadas como mucho. Pero ni interpretamos el
mapa, ni preguntamos. Supusimos solo. O ni siquiera eso. Simplemente tiramos
hacia delante y punto. Tras cruzar el río en el que nos habíamos bañado,
llegamos a una aldeucha, Derdara, desde donde se distinguía, siempre hacia el
norte, la ciudad de Chefchauen. Solo nos paramos a mirar la lejanía cercana. Durante
mi periplo había tenido muchas “primera vez” . Esta primera vez tenía que ver
con mirar a mi alrededor y ver todo verde. Y nos sumergimos en ese mar donde,
al fondo y contra una ladera, vimos las casas encaladas. No así los azules que
luego disfrutaríamos. Por capricho de los sentidos, los añiles no los vimos
hasta estar muy cerca de la ciudad. A mitad de camino, en mecio de la gran
pradera, tuve otra “primera vez”. Sentí un escalofrío que me recorrió toda la
espalda. Paré la marcha para abrigarme con la manta. Adama me miró un tanto
extrañado porque el sol nos caía a plomo, pero fiel a su costumbre, me esperó y
no abrió la boca más que para echar un trago de agua. La verdad era que a mí
aquel calor no me pesaba tanto como dice el dicho. Y de esta guisa, uno
extrañado y el otro abrigado, entramos en la ciudad que nos había servido de
referencia. Es positivo marcarse metas cercanas y hacederas. Cumplirlas alegra
el ánimo y anima. Hace el largo camino más breve. Si tu objetivo es a largo
plazo todo se hace cuesta arriba, en el camino pierdes la motivación y
encuentras la desgana. Chefchauen es una ciudad abierta, en la cual, sin
saberlo, escuché por “primera vez” hablar el idioma español. Fue por boca de
una mujer que cantaba según tendía la ropa al sol. No recuerdo la tonadilla. No
solo nos alegró aquella lavandera, también el resplandor de las casas bicolores
que volcaban la luz del sol a las calles empedradas. El color añil inferior
resaltaba contra el blanco superior como un oasis en el desierto. Después de
conocer ambas, aquella ciudad era un pedazo de Andalucía insertado en
Marruecos. De hecho, actualmente está her
manada con Ronda y fue fundada por los españoles expulsados de Al-Ándalus, tanto judios como musulmanes. Cuantas barbaridades cometemos los hombres. La limpieza nos sorprendió. Las calles, estrechas y retorcidas, circundaban las casa bajas encaladas de blanco y azul. Parecía que el tiempo se había detenido. Por su topografía, era imposible que ningún vehículo circulara por el entramado de calles y rinconadas, solo burros, algún camello y ovejas. La medina parecía trepar por la ladera, mientras las casas nuevas se desparramaban por el valle. Escuchamos hablar a mucha gente un idioma que no conocíamos, pero que a mí me gustó. Quizá por aquella tonada escuchada al llegar. Sin intuir que gracias a esa lengua me ganaría después la vida. Llegamos a una pequeña plaza que presidia una mezquita, cuyo minarete era distinto a los muchos vistos. No era redondo ni cuadrado, tenía muchos lados. La plazuela no era grande, pero alli crecía algún que otro árbol y estaba empedrada. Lo cierto es que en Chauen, como también se la conoce, nada era grande. Ni las puertas, ni las casas, ni los burros, ni las calles, ni las plazas, ni la medina. En cambio, el añil y el blanco luchaban en las fachadas por ganar las miradas. Batalla que ningun color conseguía ganar. Me llamaron mucho la atención las ventanas, rectangulares, cuadradas, de arco de medio punto, de doble arco, de herradura, ajimeces, de arco lobulado que, aún hoy, demuestran la cerrazón de la ciudad que durante mucho tiempo no dejó entrar a extranjero alguno. La arquitectura era puramente andalucí y fue en la primera ciudad que pagamos por dormir bajo techo. Una chauní entrada en años, al ver nuestras pintas, nos informó que en la medina había un caravasar (1) . Ni Adama ni yo sabíamos qué era eso. Así que, por curiosidad, nos acercamos allí donde la mujer nos indicó. Cuando estábamos dentro del caravasar preguntamos por él y nos contestaron eso, que estábamos dentro. Al ver la cara de sorpresa que pusimos, el “recepcionista” nos explicó la historia que daría origen a los hoteles o moteles de carretera, copiados por los árabes, a su vez, de los persas. Amablemente nos contó que los nombres de la ciudad hacían referencia a dos cuernos. Creímos que nos tomaba por idiotas y que se divertía a nuestra costa. Pero hoy sé que no lo hacía porque hay quien cree que el nombre Chauen o Xauen o Chefchauen proviene de un vocablo rifeño o berebere que significa aquello que nos explicaron a medias, porque los dos cuernos no son astas, sino dos picos que se divisan desde la casba. Y allí, en el caravasar, dormimos aquella noche. Y allí nos aseamos. Y allí nos volvieron a robar. Y eso que quien nos atendió incluyó entre sus comentarios que aquel establecimiento era usado por los comerciantes para tener a buen recaudo sus mercancías y animales. Por supuesto, no se hicieron cargo de lo robado porque no lo habíamos depositado en el lugar reservado a las mercaderías, único lugar del caravasar vigilado día y noche. Yo pensé que según nos acercábamos a la civilización más ladrones encontrábamos. Y como vemos día a día en las noticias no me faltaba razón, ¿o no? Eh bien, c'est ça, mon ami. ¡Vaya con la ciudad sagrada! Nos aconsejaron que nos acercáramos a la alcazaba que aún cumplía su originaria misión y denunciáramos el robo. Pero Adama me convenció por el camino y se me pasó el enfado por completo al ver a los soldados y cómo se retraía ante ellos mi amigo. Nos volvimos en busca del zoco para reponer otra vez los enseres robados. Los ladrones, a veces, no ganan nada y el daño que hacen supera con creces el beneficio que obtienen. Ya ves, jugársela por unas alforjas y un odre. Aunque lo más valioso para nosotros, el mechero y el dinero, se salvaron porque durmieron con nosotros. Yo había aprendido bien la lección anterior y como había cogido cariño al juguete me lo había guardado junto al dinero en un bolsillo que descubrí por casualidad en el interior de mi chilaba, porque sus aberturas laterales no eran más que eso, aberturas para acceder a las prendas que se vestían debajo. Ahora recuerdo cómo se rió de mí aquel Mohamed cuando le dije que mi chilaba estaba rota y no podía guardar nada en los bolsillos. Éramos y somos ignorantes. Y por no saber, hasta desconocemos los derechos que nos asisten. Y lo que es peor y sabido por todos, juristas y legos, no nos sabemos de memoria todas las leyes que debemos cumplir, aunque su ignorancia no nos exima: Ignorantia juris non excusat (2) . ¿Cómo es posible cumplir una ley que desconoces? Que me lo expliquen porque cada vez entiendo menos este asunto del derecho romano, y más cuando aquellos eximían de este cumplimiento a soldados, mujeres y niños. ¿O acaso todo aquel que tiene permiso de conducir se sabe de memoria el código de la circulación, incluidas todas las señales de tráfico? Son las incongruencias de un estado que cada vez desprecia más a quienes lo componen. Después de las compras, abandonamos la colorida y andaluza ciudad. El siguiente punto gordo y con nombre en el mapa era Tetuán. Y si no queríamos cruzar las estribaciones del Rif, debíamos dar un pequeño rodeo hacia el oeste, tras el cual virar hacia el norte y caminar por un valle. Según el viejo que nos aconsejó era el camino más plácido, pero no el más rápido. No le dejamos acabar al hombre, no teníamos prisa. Con conocer el camino asequible y placentero nos bastaba. Por el mismo motivo sí le dejamos presumir de su Chauen, como él llamaba a su ciudad. Por eso sé el origen de sus habitantes. Ya en camino, la sensación extraña que notamos en el ambiente y en la brisa se hizo más notoria. Saboreábamos un olor salado y desconocido. Y esta vez di yo con la explicación y todo por lo aprendido en el colegio de mi aldea: «¡Es el mar, Adama! ¡El mar!». Y me dio la razón con un movimiento de cabeza. Y también se le alegró a él la cara. Y a mí se me aclaró el deseo de encontrar un lugar que sería el destino de mi peor y más largo viaje, aunque fuera en la mejor compañía. Y no lo digo solo por Adama. Sin ella no habría podido cruzar medio continente africano. Si bien yo expresaba mi alegría por haber llegado hasta allí, Adama se mantenía serio ante la hazaña que yo me reconocía. Acaso intuía las dificultades de otra índole que nos esperaban en la tierra prometida. Y eso que los tiempos en que llegamos a España nada tienen que ver con los de hoy. En aquel momento nadie, ni nosotros ni quienes nos acogieron, tenía claro que éramos refugiados y aquí seguimos. Ahora que está claro que hay gente que huye de su país por la guerra, el hecho de ser refugiado es como ser portador de la peste bubónica. Tiene narices la cosa. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. El clima se hacía cada vez más suave, sobre todo cuando dejamos a la derecha el Rif. También empezó a llover. Y eso nos retrasó. Más de una vez tuvimos que buscar refugio de la lluvia para no acabar como unas sopas. Contrastamos que las mantas no se secaban como antes, en el desierto. Allí te podía caer al agua por la mañana, que a la noche ya estaban las prendas más secas que la mojama. Pero donde estábamos, ni aunque encendieras diez fuegos secabas las mantas. Por eso caímos los dos enfermos. Y no reconocimos el mal porque jamás habíamos cogido la gripe. O, al menos, no lo sabíamos. Solo encontramos una forma de estar calientes: entre los animales. Adama cayó primero y cuando me la pegó a mí buscamos un establo donde guarecernos, secar nuestros cuerpos y enseres, y compartir el calor con las bestias. En aquellas circunstancias el olor que desprendían los animales ni siquiera lo percibíamos. Adama se desnudó, y tal como su madre le trajo al mundo, se metió entre la paja con una tiritera de no te menees. Y, claro, yo le imité. Él buscó mi cuerpo y se abrazó a mí. Me extrañó. Pero cuando percibí que no temblaba y que su cuerpo me daba calor, me expliqué su abrazo. Pasamos la noche en vela y amodorrados. Antes de que saliera el sol, escondimos las ropas, todavía húmedas, y después nos escondimos nosotros. Los animales, después de que abrieran las puertas y les arrearan, nos dejaron solos con nuestra fiebre. No salimos de allí en unos días. No te puedo decir cuantos. Salimos secos, pero todavía tosíamos y llevábamos las narices llenas de mocos. Volví a sentir escalofríos como sintiera al cruzar aquellas praderas. Pero estos eran de origen distinto. Habíamos pasado frío al cruzar el Atlas Medio. Habíamos pisado la nieve y habíamos jugado con ella. Pero aquella humedad era otra cosa. Nuestros cuerpos no estaban preparados para soportar humedad y frío a la vez. Y así nos fue. Andaba no sé porqué. Me parecía que me habían dado, no una, sino varias palizas. Me dolían todos los huesos y cada paso era un esfuerzo ingrato y lacerante. Así, el camino de Tetúan se convirtió en un calvario. Y no solo para mí. Veía que Adama sufría lo mismo que yo o más. Cada uno tiraba del otro. Ambos empecinados en no doblar el brazo y tirarnos a la cuneta. Si yo hubiera ido solo, hubiera abandonado. Pero el ver a mi amigo luchar ad libitum para no sucumbir, alimentaba mi voluntad que era de donde sacábamos la energía de tirar hacia delante. Ahora veo que durante aquella pequeña odisea la demostración de amistad que nos ofrecimos uno al otro fue inmensa. En cambio, cuando lo hicimos ninguno de los dos le dio importancia. Fue como si su voluntad se sumara a la mía y la mía a la suya y, cada uno con dos, conseguimos pasar aquel trago. Porque como no hay mal que cien años dure, a mitad de camino empezamos a mejorar y a tener más apetito. Y así, mejor comidos, las fuerzas comenzaron a aparecer otra vez. Nuestros ojos y narices dejaron de estar húmedos. Las mangas de las chilabas ya no absorbían más moquitas, por ello íbamos adornados con algún mocarro que otro. El dolor de huesos pasó a ser de músculos que, una vez descansados desaparecían. Fue nuestro bautismo de gripe y a fe que, entre nosotros, fue sonado y recordado. Chefchauen y Tetúan no están muy lejos, calculo ahora unos sesenta kilómetros, pero para nosotros el trayecto se nos hizo tan pesado como largo. Al menos hicimos diez veces noche antes de llegar. La última etapa la hicimos desde Dar Ben Karrich. La recorrimos de un tirón mientras degustábamos la sal que la brisa del mar nos traía. Aquella noche, y la anterior en Zinat, dormimos juntos y abrazados bajo las dos mantas y en este pueblo conocimos los pinos, árboles que nos llamaron mucho la atención. No pasamos el frío al que achacábamos con acierto nuestras penurias y nuestro malestar ya pasado. No pudimos disfrutar de los lagos que formaban las presas ni de los ríos, como el Martín, que seguimos durante el camino. Pero sí de unos melocotones dulces y jugosos que compramos en Zinat. Lo primero que nos encontramos al avistar Tetuán fue una mezquita. Cientos de personas llegaban a ella desde la ciudad donde se distinguían los minaretes de otras. Supusimos que era uno de tantos centros de peregrinaje musulmán, pero lo curioso es que nadie llegaba por donde lo hacíamos nosotros. Todos venían de frente y todos nos miraban. Y no sería por las ojeras, porque ya me contarás a mí si se distinguían en dos negros más negros que el carbón. Después se alzaron las murallas ante nosotros. La historia de Tetuán está salpicada de guerras entre moros y cristianos. Y dentro de aquella
fortaleza, que se conservaba tan bien, escuchamos de nuevo el idioma español y apenas el francés, cuestión que a Adama le vino de perlas. Y gracias a mis conocimientos del árabe no tuvimos problemas en entendernos con aquella gente amable, sobre todo las mujeres. No lo sabíamos, pero hacia muy poco tiempo que el ejército español había abandonado este baluarte. De ahí el idioma y también, supongo, las iglesias católicas que vimos intramuros. La Paloma Blanca, como también se conoce a esta ciudad, tiene el puerto un poco retirado del centro y allí nos dirigimos, guiados por nuestra buena experiencia en Gao. Es imposible no ver el mar cuando te acercas a él, pero la mayor impresión la recibí al meter los pies en sus aguas, y no por la temperatura, sino por la inmensidad que aparece ante tu insignificancia. Ni nos miramos de tan absortos que nos quedamos mirando el oleaje. Mis sentimientos y sensaciones eran tantas como las olas que golpeaban mis tobillos y jugaban en aquella superficie indómita. No sé el tiempo que estuvimos allí plantados como dos tontos, pero dimos tiempo al sol a recogerse a nuestra espalda. Y en esos momentos apareció ante nosotros la belleza que su luz pintaba en el lienzo del encabritado mar. Cientos de brillos y colores nos cegaron sin que dejáramos de verlos. Y en ese momento sí nos miramos. Es imposible no conectar con la persona con quien compartes una experiencia de tal calibre. Ante aquella marina alucinamos y flipamos, como dirían tus hijos. Como si flotáramos volvimos en silencio a la medina sin dejar de mirarnos uno al otro y hacia atrás. Esa primera imagen del mar, si la tienes talludito, jamás se olvida. Si nos acordamos Adama y yo de Chefchauen por su parecido a vuestra Andalucía, Tetuán “es” una ciudad andaluza. Y motivos tiene, porque quien es considerado su fundador, Mohammed ben Ali Al Mandari, era andalusí y la Paloma Blanca recibió prácticamente a todos los judíos sefardíes, moriscos y exiliados andalusis expulsados o huídos de España que fundaron barrios a imagen y semejanza de los que tuvieron que dejar en su
país. No sabíamos por aquel entonces lo cerca que estábamos de España en más de un sentido. En nuestro mapa aunque aparecía Ceuta como un pequeño puntito, no había referencia alguna a que fuera territorio español. Ni tampoco sabíamos parte de la historia que te he contado. Además, Tetuán y Ceuta están a un salto,40 kilómetros más o
menos. Distancia que nosotros, si el camino era favorable, podíamos andar en
una jornada. Mucho después, al viajar a varias ciudades del sur español, en más
de una ocasión, caí en la cuenta de la semejanza entre sus pueblos y ciertos
barrios de Tetuán. Cuestión que no advertí la primera vez que pisamos la
península, acaso porque no me importaba o porque me pareció lógico por venir de
donde veníamos. Por la cultura también se cuelan sorpresas y se explican
situaciones. Aunque para ello haya que pensar.
manada con Ronda y fue fundada por los españoles expulsados de Al-Ándalus, tanto judios como musulmanes. Cuantas barbaridades cometemos los hombres. La limpieza nos sorprendió. Las calles, estrechas y retorcidas, circundaban las casa bajas encaladas de blanco y azul. Parecía que el tiempo se había detenido. Por su topografía, era imposible que ningún vehículo circulara por el entramado de calles y rinconadas, solo burros, algún camello y ovejas. La medina parecía trepar por la ladera, mientras las casas nuevas se desparramaban por el valle. Escuchamos hablar a mucha gente un idioma que no conocíamos, pero que a mí me gustó. Quizá por aquella tonada escuchada al llegar. Sin intuir que gracias a esa lengua me ganaría después la vida. Llegamos a una pequeña plaza que presidia una mezquita, cuyo minarete era distinto a los muchos vistos. No era redondo ni cuadrado, tenía muchos lados. La plazuela no era grande, pero alli crecía algún que otro árbol y estaba empedrada. Lo cierto es que en Chauen, como también se la conoce, nada era grande. Ni las puertas, ni las casas, ni los burros, ni las calles, ni las plazas, ni la medina. En cambio, el añil y el blanco luchaban en las fachadas por ganar las miradas. Batalla que ningun color conseguía ganar. Me llamaron mucho la atención las ventanas, rectangulares, cuadradas, de arco de medio punto, de doble arco, de herradura, ajimeces, de arco lobulado que, aún hoy, demuestran la cerrazón de la ciudad que durante mucho tiempo no dejó entrar a extranjero alguno. La arquitectura era puramente andalucí y fue en la primera ciudad que pagamos por dormir bajo techo. Una chauní entrada en años, al ver nuestras pintas, nos informó que en la medina había un caravasar (1) . Ni Adama ni yo sabíamos qué era eso. Así que, por curiosidad, nos acercamos allí donde la mujer nos indicó. Cuando estábamos dentro del caravasar preguntamos por él y nos contestaron eso, que estábamos dentro. Al ver la cara de sorpresa que pusimos, el “recepcionista” nos explicó la historia que daría origen a los hoteles o moteles de carretera, copiados por los árabes, a su vez, de los persas. Amablemente nos contó que los nombres de la ciudad hacían referencia a dos cuernos. Creímos que nos tomaba por idiotas y que se divertía a nuestra costa. Pero hoy sé que no lo hacía porque hay quien cree que el nombre Chauen o Xauen o Chefchauen proviene de un vocablo rifeño o berebere que significa aquello que nos explicaron a medias, porque los dos cuernos no son astas, sino dos picos que se divisan desde la casba. Y allí, en el caravasar, dormimos aquella noche. Y allí nos aseamos. Y allí nos volvieron a robar. Y eso que quien nos atendió incluyó entre sus comentarios que aquel establecimiento era usado por los comerciantes para tener a buen recaudo sus mercancías y animales. Por supuesto, no se hicieron cargo de lo robado porque no lo habíamos depositado en el lugar reservado a las mercaderías, único lugar del caravasar vigilado día y noche. Yo pensé que según nos acercábamos a la civilización más ladrones encontrábamos. Y como vemos día a día en las noticias no me faltaba razón, ¿o no? Eh bien, c'est ça, mon ami. ¡Vaya con la ciudad sagrada! Nos aconsejaron que nos acercáramos a la alcazaba que aún cumplía su originaria misión y denunciáramos el robo. Pero Adama me convenció por el camino y se me pasó el enfado por completo al ver a los soldados y cómo se retraía ante ellos mi amigo. Nos volvimos en busca del zoco para reponer otra vez los enseres robados. Los ladrones, a veces, no ganan nada y el daño que hacen supera con creces el beneficio que obtienen. Ya ves, jugársela por unas alforjas y un odre. Aunque lo más valioso para nosotros, el mechero y el dinero, se salvaron porque durmieron con nosotros. Yo había aprendido bien la lección anterior y como había cogido cariño al juguete me lo había guardado junto al dinero en un bolsillo que descubrí por casualidad en el interior de mi chilaba, porque sus aberturas laterales no eran más que eso, aberturas para acceder a las prendas que se vestían debajo. Ahora recuerdo cómo se rió de mí aquel Mohamed cuando le dije que mi chilaba estaba rota y no podía guardar nada en los bolsillos. Éramos y somos ignorantes. Y por no saber, hasta desconocemos los derechos que nos asisten. Y lo que es peor y sabido por todos, juristas y legos, no nos sabemos de memoria todas las leyes que debemos cumplir, aunque su ignorancia no nos exima: Ignorantia juris non excusat (2) . ¿Cómo es posible cumplir una ley que desconoces? Que me lo expliquen porque cada vez entiendo menos este asunto del derecho romano, y más cuando aquellos eximían de este cumplimiento a soldados, mujeres y niños. ¿O acaso todo aquel que tiene permiso de conducir se sabe de memoria el código de la circulación, incluidas todas las señales de tráfico? Son las incongruencias de un estado que cada vez desprecia más a quienes lo componen. Después de las compras, abandonamos la colorida y andaluza ciudad. El siguiente punto gordo y con nombre en el mapa era Tetuán. Y si no queríamos cruzar las estribaciones del Rif, debíamos dar un pequeño rodeo hacia el oeste, tras el cual virar hacia el norte y caminar por un valle. Según el viejo que nos aconsejó era el camino más plácido, pero no el más rápido. No le dejamos acabar al hombre, no teníamos prisa. Con conocer el camino asequible y placentero nos bastaba. Por el mismo motivo sí le dejamos presumir de su Chauen, como él llamaba a su ciudad. Por eso sé el origen de sus habitantes. Ya en camino, la sensación extraña que notamos en el ambiente y en la brisa se hizo más notoria. Saboreábamos un olor salado y desconocido. Y esta vez di yo con la explicación y todo por lo aprendido en el colegio de mi aldea: «¡Es el mar, Adama! ¡El mar!». Y me dio la razón con un movimiento de cabeza. Y también se le alegró a él la cara. Y a mí se me aclaró el deseo de encontrar un lugar que sería el destino de mi peor y más largo viaje, aunque fuera en la mejor compañía. Y no lo digo solo por Adama. Sin ella no habría podido cruzar medio continente africano. Si bien yo expresaba mi alegría por haber llegado hasta allí, Adama se mantenía serio ante la hazaña que yo me reconocía. Acaso intuía las dificultades de otra índole que nos esperaban en la tierra prometida. Y eso que los tiempos en que llegamos a España nada tienen que ver con los de hoy. En aquel momento nadie, ni nosotros ni quienes nos acogieron, tenía claro que éramos refugiados y aquí seguimos. Ahora que está claro que hay gente que huye de su país por la guerra, el hecho de ser refugiado es como ser portador de la peste bubónica. Tiene narices la cosa. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. El clima se hacía cada vez más suave, sobre todo cuando dejamos a la derecha el Rif. También empezó a llover. Y eso nos retrasó. Más de una vez tuvimos que buscar refugio de la lluvia para no acabar como unas sopas. Contrastamos que las mantas no se secaban como antes, en el desierto. Allí te podía caer al agua por la mañana, que a la noche ya estaban las prendas más secas que la mojama. Pero donde estábamos, ni aunque encendieras diez fuegos secabas las mantas. Por eso caímos los dos enfermos. Y no reconocimos el mal porque jamás habíamos cogido la gripe. O, al menos, no lo sabíamos. Solo encontramos una forma de estar calientes: entre los animales. Adama cayó primero y cuando me la pegó a mí buscamos un establo donde guarecernos, secar nuestros cuerpos y enseres, y compartir el calor con las bestias. En aquellas circunstancias el olor que desprendían los animales ni siquiera lo percibíamos. Adama se desnudó, y tal como su madre le trajo al mundo, se metió entre la paja con una tiritera de no te menees. Y, claro, yo le imité. Él buscó mi cuerpo y se abrazó a mí. Me extrañó. Pero cuando percibí que no temblaba y que su cuerpo me daba calor, me expliqué su abrazo. Pasamos la noche en vela y amodorrados. Antes de que saliera el sol, escondimos las ropas, todavía húmedas, y después nos escondimos nosotros. Los animales, después de que abrieran las puertas y les arrearan, nos dejaron solos con nuestra fiebre. No salimos de allí en unos días. No te puedo decir cuantos. Salimos secos, pero todavía tosíamos y llevábamos las narices llenas de mocos. Volví a sentir escalofríos como sintiera al cruzar aquellas praderas. Pero estos eran de origen distinto. Habíamos pasado frío al cruzar el Atlas Medio. Habíamos pisado la nieve y habíamos jugado con ella. Pero aquella humedad era otra cosa. Nuestros cuerpos no estaban preparados para soportar humedad y frío a la vez. Y así nos fue. Andaba no sé porqué. Me parecía que me habían dado, no una, sino varias palizas. Me dolían todos los huesos y cada paso era un esfuerzo ingrato y lacerante. Así, el camino de Tetúan se convirtió en un calvario. Y no solo para mí. Veía que Adama sufría lo mismo que yo o más. Cada uno tiraba del otro. Ambos empecinados en no doblar el brazo y tirarnos a la cuneta. Si yo hubiera ido solo, hubiera abandonado. Pero el ver a mi amigo luchar ad libitum para no sucumbir, alimentaba mi voluntad que era de donde sacábamos la energía de tirar hacia delante. Ahora veo que durante aquella pequeña odisea la demostración de amistad que nos ofrecimos uno al otro fue inmensa. En cambio, cuando lo hicimos ninguno de los dos le dio importancia. Fue como si su voluntad se sumara a la mía y la mía a la suya y, cada uno con dos, conseguimos pasar aquel trago. Porque como no hay mal que cien años dure, a mitad de camino empezamos a mejorar y a tener más apetito. Y así, mejor comidos, las fuerzas comenzaron a aparecer otra vez. Nuestros ojos y narices dejaron de estar húmedos. Las mangas de las chilabas ya no absorbían más moquitas, por ello íbamos adornados con algún mocarro que otro. El dolor de huesos pasó a ser de músculos que, una vez descansados desaparecían. Fue nuestro bautismo de gripe y a fe que, entre nosotros, fue sonado y recordado. Chefchauen y Tetúan no están muy lejos, calculo ahora unos sesenta kilómetros, pero para nosotros el trayecto se nos hizo tan pesado como largo. Al menos hicimos diez veces noche antes de llegar. La última etapa la hicimos desde Dar Ben Karrich. La recorrimos de un tirón mientras degustábamos la sal que la brisa del mar nos traía. Aquella noche, y la anterior en Zinat, dormimos juntos y abrazados bajo las dos mantas y en este pueblo conocimos los pinos, árboles que nos llamaron mucho la atención. No pasamos el frío al que achacábamos con acierto nuestras penurias y nuestro malestar ya pasado. No pudimos disfrutar de los lagos que formaban las presas ni de los ríos, como el Martín, que seguimos durante el camino. Pero sí de unos melocotones dulces y jugosos que compramos en Zinat. Lo primero que nos encontramos al avistar Tetuán fue una mezquita. Cientos de personas llegaban a ella desde la ciudad donde se distinguían los minaretes de otras. Supusimos que era uno de tantos centros de peregrinaje musulmán, pero lo curioso es que nadie llegaba por donde lo hacíamos nosotros. Todos venían de frente y todos nos miraban. Y no sería por las ojeras, porque ya me contarás a mí si se distinguían en dos negros más negros que el carbón. Después se alzaron las murallas ante nosotros. La historia de Tetuán está salpicada de guerras entre moros y cristianos. Y dentro de aquella
fortaleza, que se conservaba tan bien, escuchamos de nuevo el idioma español y apenas el francés, cuestión que a Adama le vino de perlas. Y gracias a mis conocimientos del árabe no tuvimos problemas en entendernos con aquella gente amable, sobre todo las mujeres. No lo sabíamos, pero hacia muy poco tiempo que el ejército español había abandonado este baluarte. De ahí el idioma y también, supongo, las iglesias católicas que vimos intramuros. La Paloma Blanca, como también se conoce a esta ciudad, tiene el puerto un poco retirado del centro y allí nos dirigimos, guiados por nuestra buena experiencia en Gao. Es imposible no ver el mar cuando te acercas a él, pero la mayor impresión la recibí al meter los pies en sus aguas, y no por la temperatura, sino por la inmensidad que aparece ante tu insignificancia. Ni nos miramos de tan absortos que nos quedamos mirando el oleaje. Mis sentimientos y sensaciones eran tantas como las olas que golpeaban mis tobillos y jugaban en aquella superficie indómita. No sé el tiempo que estuvimos allí plantados como dos tontos, pero dimos tiempo al sol a recogerse a nuestra espalda. Y en esos momentos apareció ante nosotros la belleza que su luz pintaba en el lienzo del encabritado mar. Cientos de brillos y colores nos cegaron sin que dejáramos de verlos. Y en ese momento sí nos miramos. Es imposible no conectar con la persona con quien compartes una experiencia de tal calibre. Ante aquella marina alucinamos y flipamos, como dirían tus hijos. Como si flotáramos volvimos en silencio a la medina sin dejar de mirarnos uno al otro y hacia atrás. Esa primera imagen del mar, si la tienes talludito, jamás se olvida. Si nos acordamos Adama y yo de Chefchauen por su parecido a vuestra Andalucía, Tetuán “es” una ciudad andaluza. Y motivos tiene, porque quien es considerado su fundador, Mohammed ben Ali Al Mandari, era andalusí y la Paloma Blanca recibió prácticamente a todos los judíos sefardíes, moriscos y exiliados andalusis expulsados o huídos de España que fundaron barrios a imagen y semejanza de los que tuvieron que dejar en su
país. No sabíamos por aquel entonces lo cerca que estábamos de España en más de un sentido. En nuestro mapa aunque aparecía Ceuta como un pequeño puntito, no había referencia alguna a que fuera territorio español. Ni tampoco sabíamos parte de la historia que te he contado. Además, Tetuán y Ceuta están a un salto,
Es impresionante la estupidez de las
fronteras antinaturales y del ser humano. No solo ya por no dar hospitalidad a
quienes lo necesitan, sino por no reconocer como compatriotas a los
descendientes de quienes ayudaron a construir un país, sean de la religión que
sean y sean del bando que sean. ¿Cómo es posible no reconocer, por su origen, a
un sefardita como español? Por otro lado, ¿quién puede prohibirte sentirte de
un país o de otro, de una etnia u otra, o de la cultura que tú quieras? Los apellidos
sefardíes son españoles y su lengua madre es el idioma que más se acerca a
aquel que fue el de nuestros antepasados. Si Felipe II fue un estúpido, ¿lo
debería ser Felipe IV y sus secuaces demócratas? ¿No, verdad? Pues eso, como
escribe Dikembe. No hay nada que una más que compartir la historia, como
también escribe nuestro protagonista en referencia a su amigo Adama y él. Pero
no, ¿a quiénes les importan sus orígenes? ¿A los moriscos, a los sefardíes? La
historia siempre se repite. Aquí lo que vale es ser un cristiano viejo, de pura
cepa, como era exigido después de la Reconquista, de lo cual se rió Cervantes,
aunque Quevedo atacara a Góngora por no serlo. Y cierro esta pequeña reflexión con
una frase atribuida a Albert Einstein: “Dos cosas son infinitas:
la estupidez humana y el universo; y no estoy seguro de lo segundo”.
En Tetuán terminamos de reponernos de la gripe. A petición de Adama
comimos caliente en una casa de comidas españolas, tal como rezaba en español y
en árabe un cartel que tapaba su escaparate. España y las necesidades de los
militares españoles aún perduraban en aquella ciudad que habían ampliado por
haber sido elegida como capital del protectorado de Marruecos. Comimos y
cenamos platos que no habíamos probado en nuestra vida. También ayudó a la
total mejoría el aumento de las temperaturas y el no tener que soportar la
lluvia a la intemperie. Y después de darle mucho a la cabeza no tuvimos más
remedio que intentar contactar con quien no queríamos. La situación era muy
clara. Nos enfrentábamos a un problema que no éramos capaces de ni de enunciar.
Se trataba de la frontera española, de la que ya nos habían informado, y que
nada tenía que ver con aquellas otras, faltas de todo control, que nosotros
habíamos cruzado en nuestro peregrinar. Esta sí era una frontera al uso de las
europeas, burocratizadas y militarizadas. No sabíamos cual era el siguiente
paso. ¿Acercarnos a ella a cuerpo descubierto? ¿Buscar una grieta y colarnos?
¿Pero por dónde? ¿Y luego? Éramos dos negros y en una tierra de blancos
llamaríamos la atención como un grano de café en un azucarero. Irían derechos a
por nosotros. Por todo ello, teníamos que ponernos en manos de alguien, cruzar
los dedos y esperar que todo saliera bien. Pero aquel planteamiento no nos
gustaba a ninguno de los dos. Eso sí, al ver que el punto más gordo dibujado en
el mapa estaba en el centro de la península incompleta, decidimos llegar hasta
allí. Ese punto sería Madrid. Y como decís los madrileños, ya seas asturiano,
gallego o Mozambiqueño: De Madrid al cielo. Y no te voy a contar más nada sobre
ella porque bastante la disfrutas y la sufres tú mismo. No tardamos mucho en
reponer las fuerzas porque nos dedicábamos a comer y descansar, nos pusimos en
camino hacia Ceuta con más ánimo que claridad de ideas. Decidimos no apartarnos
de la costa. El mar emanaba cierto magnetismo que nos atrapó. Antes de mediodía
nos topamos con Bouzghal donde buscamos alguna pista o vestigio de los hombres
de blanco. Pero allí solo había pescadores, esposas de pescadores e hijos e hijas
de pescadores. Trabajadores que solo miraban al mar por razones muy distintas a
la nuestra. Aunque el sol era espléndido, ya no nos guiaba. Y con el calor, el
polvo del camino y nuestra mocedad nos entraron las ganas de meternos en el
agua. Fue, cómo no, mi primer día lúdico de playa. También sería el único. Y
digo día porque fue uno entero el que pasamos allí, noche incluida, arrullados
por el monótono ruido de las olas. También sería la última vez que haríamos una
hoguera para calentarnos por la noche. Cualquiera puede pensar que no queríamos
enfrentarnos a la realidad y hoy pienso que no le faltaría razón a quien así
creyera. Sentíamos algo parecido al miedo que siente un jugador al estar al
borde de un triunfo. Sobre todo aquel que siempre ha perdido. Basta que busques
algo para que encuentres otra cosa. Tanto habíamos huido de las mafias que
ahora no aparecían por ningún zoco. Después de la noche en la playa, dejamos
atrás Bouzghal y a sus pescadores que nos hicieron el mismo caso que quien oye
llover. Si esta aldea era pequeña, Shir, a la que llegamos a mediodía, lo era todavía
más. Y eso que en la actualidad es un gran complejo turístico y nada queda de
aquellas cuatro casas que encontramos nosotros. Ni de las barcas
que se mecían en la orilla, mientras un par permanecían varadas sobre la arena y se avejentaban al sol. No vimos a nadie y pasamos de largo sin dejar de disfrutar de la preciosa rada que no permitía que el agua se enfadara con nada ni nadie. Alcanzada la cima de una loma vimos unas barcas que faenaban cerca de la costa y que explicaban la ausencia de personas junto a las casas. El calor apretaba y la humedad nos hacía sudar. Empecé a imaginar, no sé porqué, que nos íbamos a dar de cara con los soldados marroquíes o españoles, como ya me ocurriera una vez con aquel soldado al que tuve que demostrar que Hamal era mío. No me dio tiempo a sentir miedo, una columna de humo nos confirmó que llegábamos a otro lugar habitado muy cerca de las barcas encalladas, al otro lado del reteso. Junto al fuego y sentado al sol, un enjuto anciano reparaba unas artes de pesca. Al pasar cerca de él, nos saludó y preguntó en francés adonde íbamos. Ya no escondíamos nada, al contrario, lo anunciábamos para ver si encontrábamos ayuda para cruzar la frontera. Igual que ocurriera cuando conocimos a Kassem, Adama me sorprendió al sentarse junto al anciano y entablar conversación. Yo me mantuve apartado de la pequeña fogata por el calor. Le preguntó por la mar y el viejo vio el cielo abierto para hacer añicos su soledad. Pero no se quejó de nada. Al contrario, de sus palabras se deducía la gratitud y el respeto que esas aguas le hacían sentir. Había perdido un hijo entre sus olas y, aun así, no guardaba rencor a “ma mer (3) ”, como él decía: «Mi mar nos quita, mi mar nos da». Esa frase se me quedó grabada y desde entonces la he aplicado a la vida. El mar, de alguna manera, es la vida. Adama se había sentado junto a aquel hombre por propio interés en busca de información. Pero a mí se me olvidó al oír las historias que contaba. Me dio la impresión de que nosotros le importábamos poco, éramos una excusa para repasar su estar de vuelta ya de todo. Y así seguimos un buen rato, yo preguntando y él relatando sin que, a veces, nada tuviera que ver su respuesta con mi pregunta. Hasta que Adama tomó otra vez la iniciativa y le preguntó por aquello que nos interesaba. A mí, el momento de la pregunta no me pareció oportuno, pero la respuesta del pescador todavía menos: «Ah, hijo. Eso es muy fácil». Y volvió sobre su vida, a referir como había dejado de ver a su hijo entre la espuma sin que pudiera hacerle llegar un cabo. «Por eso ya no salgo, ni solo, ni acompañado. Por mi mujer Kaima, porque no voy a encontrar a mi hijo y porque no puedo ayudar a nadie». Entendí que en una profesión como aquella de pescador todos los integrantes de una tripulación debían valer para todo y estar pendientes de todos. Cada vez que hacíamos referencia a nuestro problema siempre decía lo mismo: «Eso es muy fácil». Hasta que imité a mi amigo y fui al grano: «¿Por qué y cómo es tan fácil pasar a Ceuta?». Su contestación fue clara pero no terminé de entenderle del todo: «¿Cómo? En barca. ¿Por qué? Es evidente». Y señaló un bote blanco y azul. Entonces intervino Adama: «Explíquese, abuelo». Y el viejo pescador se explicó por fin. Pero dejemos su explicación en el alero. Es un tanto larga y las vivencias que siguen al encuentro con Fadoul y Kaima en Rincon de Medik nos llevarán otras cuantas cuartillas. Un saludo,
que se mecían en la orilla, mientras un par permanecían varadas sobre la arena y se avejentaban al sol. No vimos a nadie y pasamos de largo sin dejar de disfrutar de la preciosa rada que no permitía que el agua se enfadara con nada ni nadie. Alcanzada la cima de una loma vimos unas barcas que faenaban cerca de la costa y que explicaban la ausencia de personas junto a las casas. El calor apretaba y la humedad nos hacía sudar. Empecé a imaginar, no sé porqué, que nos íbamos a dar de cara con los soldados marroquíes o españoles, como ya me ocurriera una vez con aquel soldado al que tuve que demostrar que Hamal era mío. No me dio tiempo a sentir miedo, una columna de humo nos confirmó que llegábamos a otro lugar habitado muy cerca de las barcas encalladas, al otro lado del reteso. Junto al fuego y sentado al sol, un enjuto anciano reparaba unas artes de pesca. Al pasar cerca de él, nos saludó y preguntó en francés adonde íbamos. Ya no escondíamos nada, al contrario, lo anunciábamos para ver si encontrábamos ayuda para cruzar la frontera. Igual que ocurriera cuando conocimos a Kassem, Adama me sorprendió al sentarse junto al anciano y entablar conversación. Yo me mantuve apartado de la pequeña fogata por el calor. Le preguntó por la mar y el viejo vio el cielo abierto para hacer añicos su soledad. Pero no se quejó de nada. Al contrario, de sus palabras se deducía la gratitud y el respeto que esas aguas le hacían sentir. Había perdido un hijo entre sus olas y, aun así, no guardaba rencor a “ma mer (3) ”, como él decía: «Mi mar nos quita, mi mar nos da». Esa frase se me quedó grabada y desde entonces la he aplicado a la vida. El mar, de alguna manera, es la vida. Adama se había sentado junto a aquel hombre por propio interés en busca de información. Pero a mí se me olvidó al oír las historias que contaba. Me dio la impresión de que nosotros le importábamos poco, éramos una excusa para repasar su estar de vuelta ya de todo. Y así seguimos un buen rato, yo preguntando y él relatando sin que, a veces, nada tuviera que ver su respuesta con mi pregunta. Hasta que Adama tomó otra vez la iniciativa y le preguntó por aquello que nos interesaba. A mí, el momento de la pregunta no me pareció oportuno, pero la respuesta del pescador todavía menos: «Ah, hijo. Eso es muy fácil». Y volvió sobre su vida, a referir como había dejado de ver a su hijo entre la espuma sin que pudiera hacerle llegar un cabo. «Por eso ya no salgo, ni solo, ni acompañado. Por mi mujer Kaima, porque no voy a encontrar a mi hijo y porque no puedo ayudar a nadie». Entendí que en una profesión como aquella de pescador todos los integrantes de una tripulación debían valer para todo y estar pendientes de todos. Cada vez que hacíamos referencia a nuestro problema siempre decía lo mismo: «Eso es muy fácil». Hasta que imité a mi amigo y fui al grano: «¿Por qué y cómo es tan fácil pasar a Ceuta?». Su contestación fue clara pero no terminé de entenderle del todo: «¿Cómo? En barca. ¿Por qué? Es evidente». Y señaló un bote blanco y azul. Entonces intervino Adama: «Explíquese, abuelo». Y el viejo pescador se explicó por fin. Pero dejemos su explicación en el alero. Es un tanto larga y las vivencias que siguen al encuentro con Fadoul y Kaima en Rincon de Medik nos llevarán otras cuantas cuartillas. Un saludo,
(1VG)
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Posada en
Oriente destinada a las caravanas (‖ grupos o comitivas). Fuente DRAE.
(2VG)
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La ignorancia no exime del cumplimiento de
la ley (latín).
(3VG)
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Mi mar (francés).
Imagen
1. Foto bajada de commons.wikimedia.org.
De Gabi.
Imagen
2. Foto bajada de tetuan.org.
Imagen 3. Foto bajada de sefarad-asturias.org.
Imagen 4. Foto bajada de www.art.com (original
en color).
Totalmente de acuerdo con Dikembe en lo de "cumplir una ley que se desconoce". Creo que ya te he contado alguna vez que la frase "la ignorancia no exime del cumplimiento de la ley" la pronunciaba muchas veces cuando trabajaba en la Agencia Tributaria, aunque entendía perfectamente la cara de mi interlocutor pues mi pensamiento no coincidía con mis palabras, pero... así es la vida.
ResponderEliminarY así es la de estos dos amigos que a medida que se acercan a la "civilización" se encuentran gente más "incivilizada", pero...
Bueno, J.C., hasta el próximo día y gracias de nuevo. Abrazos
¿Gracias a mí? No. Gracias a ti y no hay discusión posible. Ja, ja. Teóricamente estoy muy cerca de la anarquía y de la utopía, pero la bondad y la maldad están dentro de cada uno de nosotros. Me gusta tu "pero...". Un abrazo. JC.
EliminarPues si, muchos años nos pasamos oyéndola con esa cantinela. JaJaJa.
ResponderEliminarMe imagino la cara que se les quedó cuando vieron el mar. A pesar de los años yo todavía me quedo embobada. Aunque a decir verdad, para que me quede así, no hace falta mucho. 😁😁
Hasta el lunes J.C.
Ja, ja. A mí me pasa igual. Gracias, Varinia. Hasta el lunes, JC.
EliminarQue bonita descripción hace Dikembe del mar y a veces quienes lo tenemos tan cerca no solemos valorarlo, es una pena...
EliminarOtro pasito más, ya les queda poco muy a mi pesar...
Besitos
Tienes razón, Amanda. Eso nos pasa a muchos, lo que tenemos no lo valoramos. Aunque a veces sí, como es el caso de vuestros comentarios. Gracias. Un beso, JC.
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