igamos
pues con la cara más amable de la apuesta: el cobro. Enseguida de proclamarnos
oficialmente ganadores y acallar así cualquier protesta, tan en serio se tomaba
su oficio el chauz, dispuso que visitáramos cada una de las casas de los
perdedores para que la deuda fuera satisfecha y cerrar así el asunto. No a
todos complació el celo profesional del alguacil, por eso antes de iniciar el
recorrido, se montó una especie de cónclave de perdedores en el que se discutió
sobre qué y como pagaría cada uno. Hubo un momento en el que llegamos a tener
otro camello. Pero el anciano se negó en redondo. Entonces intervino Adama y se
dirigió al juez: «Señor chaud, la apuesta
de nuestro camello solo la puede cubrir otro camello, como este buen hombre,
temeroso de Alá, ha defendido. Si ellos hubieran ganado, él se hubiera quedado
con nuestro camello y de su bolsillo restituiría a cada ganador lo apostado.
Pues hágase lo mismo, pero al revés. Que los perdedores le entreguen a él lo
apostado y él nos pague a nosotros con un camello. Eso es lo justo y aprobado
por ellos mismos y por su eminencia». Tanto el juez como el resto de
labradores y agricultores estuvieron de total acuerdo con mi amigo. Motivos
había para ello, nadie quería perder más de lo apostado, auque el viejo no
estaba dispuesto a pagar con la misma moneda que hubiera exigido el pago. Entre
todos obligamos al discorde a admitir la fórmula expuesta por el ganador: Lo
apostado era un camello y eso era lo que debía pagarse. Y así fue. Nos pusimos
todos en marcha y terminamos en casa del anciano protestón y disconforme quien,
al llegar junto a su ganado, se fue derecho hacia uno de sus camellos, agarró
la jáquima y lo acercó. En ese momento no lo sabíamos, pero el camello tenía la
misma edad que su dueño, si no más. Una vez cobrada la deuda y más contentos
que una mosca en un azucarero, nos despedimos, dimos las gracias al chauz y
retomamos camino. Al salir de Sali, por el mismo lugar donde se había hecho la
apuesta, yo no hacía más que mirar para atrás, y no solo para ver a nuestro
nuevo acompañante. No veía distancia suficiente como para atreverme a hablar
sin dudar de que nos oyeran. Quería preguntar a Adama cómo narices había
conseguido que Hamal le pasara el grano de mijo. Él, por el contrario, no hacía
más que mirarme a mí y disfrutar de mi ignorancia y de mi impaciencia. Cuando
la primera altura del terreno ocultó el pueblo, paré y me enfrenté a él. Con
media sonrisa dibujada en toda la cara, se metió dos dedos en la boca y se sacó
un colmillo. Al principio no entendí a qué venía aquello antes de que me dejara
preguntar sobre lo pasado. Pero, acostumbrado como estaba a no escuchar
respuestas, en seguida interpreté su gesto. Tampoco era tan difícil, por otro
lado. Y todo me cuadró. Luego supe la mecánica. Cuando Adama tardó tanto en
sacar el puñado de mijo de las alforjas, en realidad no es que lo buscara, sino
que introducía un grano en el hueco del colmillo para ver si le cabía. Una vez
seguro, ya podía yo perder la apuesta, que él se jugaría un camello. Más le
costó, según me dijo muchísimo después, hacer con la lengua aquello que había
hecho con los dedos, por eso me pidió que el beso con Hamal fuera largo. Sin
mediar palabra alguna, dejé que se colocara otra vez el colmillo y a punto
estuve de pegarle un puñetazo y saltarle algún diente más por el rato que me
había hecho pasar, pero me dio por reír. Y él se sumó de buen grado. Estaba
claro que con aquella explosión de carcajadas soltábamos toda la tensión
acumulada. Cuando reemprendimos la marcha todavía reíamos nerviosamente. «Así que sabías desde un principio que íbamos
a ganar». «Claro», fue su
respuesta. Y seguimos con la risa contagiosa. «Y yo pasándolas putas. Serás cabrón». Y de nuevo sus risas y detrás
las mías. Al rato me preguntó que si no me acordaba de lo que había pasado con
los albaricoques. Y entonces lo recordé. Cuando nos los comimos en Tamanrasset terminó de soltarse el diente y yo lo vi. Y recuerdo habértelo contado a ti en otra
carta. Por eso te reté en la anterior a que descubrieras el truco de
Adama. Estoy seguro, que, como yo, no lo habrás conseguido. Es cierto que era
una pista pequeña pero también es cierto que cada vez le echamos menos
imaginación a la vida. En cambio, Adama, se ganó con ella un camello, viejo,
pero un camello. Bon, volvamos a las
risas, porque siguieron al darse cuenta Adama que Grandpère, como bautizaríamos
después al animal, no tenía silla, por lo que no podía montarlo porque no sabía.
Para nuestra sorpresa, el nuevo compañero de Hamal obedecía la mayor parte de
las órdenes que les dábamos a los dos, sobre todo las que yo había aprendido
con Moussa. Hamal no se
llevaba ni mal ni bien con su semejante. Los dos se hicieron el mismo caso, por
eso recordamos a Monamí. Sin habérnoslo propuesto seguimos la misma carretera que
nos sacara de Tawrirt, pero sin pisarla. Si el paso de Hamal, como ya te he
contado alguna vez, parecía lento por su naturaleza, el de Grandpère lo era.
Y más se notaba al verlos andar juntos. Llegó un momento, cuando el sol comenzó
a decaer, que el viejo camello se paró y no fuimos capaces de que diera un paso
más. Así que, le imitamos. Y antes de sentarnos nosotros, el bicho ya estaba
derrengado sobre la arena y con los
ojos cerrados. Hacia ya rato que se había pasado el momento de hilaridad,
pero el comentario de Adama al sentarnos hizo que, de nuevo, las carcajadas salieran
a flote. Esta vez de manera más natural. «Me pregunto para qué sirve un camello que no
puedo montar y que se niega a andar. Si lo sé no hago la apuesta». Cenamos
y ya sin sol, nos metimos debajo de nuestras mantas y nos dimos la espalda. En
África, una vez vez que se va, enseguida oscurece. Esa noche me dormí con dolor
en la mandíbula y feliz por poderme atar la jáquima de Hamal al tobillo. Si
bien las ganancias de la apuesta no nos servían de mucho, mi camello seguía
conmigo y, encima, Adama y yo nos lo pasábamos bomba. ¡Qué más quería! Pero la
noche me dio más, porque no me había dormido y escuché: «Gracias, Dikembe». No pude por menos que preguntar el motivo del
agradecimiento y Adama me contestó: «Por
hacerme reír como lo has hecho hoy».
Y esta vez fui yo quien no contestó. No supe qué decir. Cuando pensé en su reconocimiento
caí en la cuenta que ese día había conocido a un ignoto y nuevo Adama. Y hoy
pienso que muy pocas veces le he visto sin aquel aire de tristeza y sin aquel
caparazón detrás del que se protegía cuando nos hicimos amigos. Los
zarpazos que la vida le dio construyeron una coraza que solo Monami pudo
romper, aunque yo, en algún momento, también llegué a colarme por la grieta de
su amistad. Cada uno responde al mismo estímulo a su manera, como puede, porque
nadie está preparado para aquello que tantos Adama y tantos Dikembe sufren
incluso hoy, ahora, en el momento en el que te escribo estas palabras. Tan solo
les deseo que encuentren un amigo como con el que yo me encontré. Eso es posible,
ya que desearles otra cosa sería un desiderátum eterno. Si nos hubieran leído
por entonces las novelas de Charles Dickens nos hubieran parecido historietas o
gallofas. Y, ¿sabes?, Europa no ha ido siempre por delante en cultura y
calamidades. Basta con que cite a Egipto para que estés de acuerdo conmigo, ¿o
no? Eh
bien, c'est ça, mon ami. Y a mí me
gustaría saber si, de haber sido al revés, estaríamos todos mejor o peor. Eso
nunca lo sabremos, ¿verdad, mon ami?
También puede ser que importe un pepino. Elucubrar con el ayer es lo mismo que
hacerlo con el mañana. El resultado es pura historia-ficción que, a veces, da
risa. Hoy vemos que el primero se dilata y que el futuro se contrae. Vamos tan
deprisa que es muy difícil ajustar el paso a la tecnología, que se cuela en
nuestras vidas de forma tan cotidiana como transformadora.
La primera vez que leí la frase: “Hoy vemos que el
primero [el pasado] se dilata y que el futuro se contrae” no me pasó
desapercibida. Y claro, pensé en ella. El hombre evoluciona a tal velocidad que
ya no se crean antigüedades. Ni siquiera da tiempo para ello. Cada cinco
minutos se da un paso más en el avance tecnológico. Cuando yo era pequeño (1960-1970)
el año 2000 se nos presentaba como el futuro inalcanzable. En aquel año
encontraríamos extraterrestres. No sé si me entendéis. Y eso que tan solo
faltaban 40 años para celebrar esa nochevieja. Bien, hoy no se puede pensar qué
ocurrirá en el año 2056 porque nadie es capaz de imaginarlo. Pero, siempre hay
uno, mientras que avanzamos rápidamente en un sentido, hay otro u otros en los
que parecemos cangrejos. Me pregunto si ese es el precio de tal velocidad. Y si
lo es, yo no quiero pagarlo. No quiero que me arrinconen como un trasto viejo.
No quiero que mi nieto sea un especialista inculto. No quiero que uno tenga
todo y otro nada. No quiero ser más años dependiente que válido. No quiero
tener que irme de la Tierra. No quiero que desaparezcan los osos polares. No
quiero que se me olvide el sexo. No quiero sentirme solo. No quiero sonreír a
un dron cuando me traiga un paquete.
No quiero teletransportarme. No quiero ver morir árboles en un museo. No
quiero…
En fin, que cuando nos levantamos tomamos
dirección a Adrar, aunque no lo sabíamos. Durante el camino, las vistas no
cambiaron, la arena y el sol
prendían nuestro entorno. Ya tenía
yo ganas de ver un bosque o un trozo de selva con todos sus verdes, ese color
que vosotros identificáis con esa fantasía que es la esperanza. Y digo fantasía
porque son más aquellos que la pierden, o a quienes se la roban, que aquellos
otros que ven cumplida la suya. Por cada uno de estos últimos, entre los que me
incluyo, se cuentan por cientos de miles esos otros que no ven el verde en su
vida. Y no hablo solo de mi continente. África es grande, pero no tanto como
Bilbao. ¿Te acuerdas?, ese chiste me lo contaste y explicaste tú, entre otros, para
que conociera la idiosincrasia de las diferentes culturas y formas de ver la
vida de las gentes de aquí. Después ya me encargué yo de leer y dejar atrás los
tópicos que alimentan la alienación de sus propias gentes. Tuve suerte porque
partía de cero. No tenía prejuicios sobre los españoles. De hecho no sabía que
existíais hasta que casi me di con vosotros de cara. Con respecto a vuestra
forma de ser y convivir, y a partir de los hechos políticos vividos desde hace
un tiempo, Adama me preguntó sobre eso de la independencia de Cataluña. Le
contesté que yo entendía que hubiera gente que no se sintiera española, también
a los otros, y que lo mejor sería realizar un referéndum, pero que, por otro
lado, su resultado sería la voluntad de unas generaciones que, con el paso del
tiempo, serían sustituidas por otras que pudieran tener la opinión contraria. Y
este pensamiento me proponía otro problema en vez de una solución, con lo cual
y como la educación infantil es lo más importante para ese supuesto devenir,
tenía que volver a plantearme el asunto desde el principio. Adama, en cambio,
por no creer en banderas ni en fronteras, el problema le parece nimio, bon, más que nimio, irrelevante e
inoportuno ya que las culturas y los idiomas son más importantes que las
naciones y los estados y no tienen nada que ver los unos con los otros. Y,
además, me planteó una incongruencia en la que caen muchos de tus compatriotas.
De aquellos que ven a Cataluña dentro de España como un todo indivisible. Si
esta nación pertenece a este país, el idioma catalán también les pertenece.
Pero hete aquí la incoherencia, no lo admiten, ellos lo eliminarían si
pudieran. Adama no lo entiende. Normalmente se quiere algo que se desea, que se
ama, bien por interés, bien por emotividad, pero querer algo porque se odia
solo se puede entender que se desea por fastidiar a otro. Y fastidiar por
fastidiar solo lleva a fastidiarse. Es como la envidia, quien más perjudicado
sale es quien la siente. Pero, ¡ojo!, que para mí morir por una identidad es
tan estúpido como inmolarse por un ideal. Adama, en cambio, se uniría a estos
últimos, pero nunca a los primeros. Más que nada porque no tiene ningún sentido
identitario y cree en los ideales
comunitarios. Y como piensa más que habla, sabe distinguir, al menos
mejor que yo, las propuestas generosas de las otras que esconden intereses
particulares. El pobre se come las uñas al ver como se han repartido África
unos ladrones miserables a los que algún otro país no africano ha apoyado. Allí
muy pocos se pueden sentir libres entre unas cosas y otras. Y eso es
fundamental para mi amigo. Eso hoy, porque cuando estábamos allí, ya te lo he
dicho, lo único que nos interesaba era llegar al día siguiente, aunque fuera a
ningún sitio. Nos habían dicho de varias formas distintas que el desierto era
infinito. Pero no sabíamos cuanto. Ahora también opinamos así. Pero mientras lo
ratificábamos lo desconocíamos. Resultaba increíble. No sé, porque nunca lo he
calculado, el tiempo que llevábamos entre la arena y el sol. La ignorancia me
llevó a pensar que si seguíamos hacia el norte no veríamos otra cosa que no
fuera lo ya visto. «¿Y
adónde vamos, Dikembe?». Me preguntó harto de mis quejas. Allí parado, con
una mano sujeta a la jáquima de su nuevo y viejo amigo, y con la otra en
demanda de mi contestación, no parecía un amo de esos que yo había tenido.
Sonreí curiosamente al ver la incongruencia de mi creencia. A aquel cuerpo
delgado le sobraba media chilaba. Con su acostumbrada paciencia esperó mi
respuesta, pero al ver que yo me había despistado encogió los hombros y bajó el
brazo. Me di cuenta de que le debía una respuesta. «Al oeste», salté por decir algo. «Nos dará en la cara el sol de la tarde». Por cabezonería le
repliqué que daba igual. Al ver mi tozudez dijo: «Vale, primero encontraremos un pueblo». Quedamos en eso y
reanudamos la marcha. Tardaríamos poco en variar la dirección porque apareció
ante nosotros otra ciudad. De no ser por sus palmeras y campos verdes, quizá
nos hubiera pasado desapercibida porque las casas eran del
mismo color que el desierto. Bon, un poco más oscuras, si he de decirte la verdad. Era la ciudad de Adrar, ubicada, como no podía ser de otra manera junto a un oasis que le daba la vida. Según nos acercábamos, su verdor se hacía más notorio. Pero ver y pisar una ciudad no es lo mismo. Entre esos dos momentos ocurrió algo que nos retrasó. Sufrimos una baja. Por la edad y por la caminata, el viejo camello se agotó o se cansó de vivir. Vaya usted a saber. Se despidió la noche anterior a nuestra entrada en Adrar. Si hubiéramos apretado un poco el paso hubiéramos llegado al filo de la noche, pero decidimos parar y no hacerlo porque lo haríamos sin sol. Entrar en un lugar desconocido sin luz es como entrar con una venda en los ojos. Y hasta puede ser peligroso. De todas maneras, no lo hubiéramos logrado, por lo que te cuento. No es mala muerte si lo piensas. Te acuestas, te duermes y no te despiertas. Adama me lo comunicó por señas y yo le contesté que poco le habían durado las ganancias. «Estoy acostumbrado». En aquel momento creí que su comentario se refería al tiempo de disfrute. Hoy pienso que se había acostumbrado a la muerte que le perseguía, pero no como a todos. No enterramos a Grandpère, tarde o temprano, el aire se llevaría la tierra que pudiéramos echarle encima. Quien sí pareció afectado fue Hamal, que se quedó un rato junto al cadáver de su semejante. No lo entendí porque estaba convencido de que le gustaba ser el centro de atención y poco caso se habían hecho en vida. Yo, como verás, tenía más imaginación que ahora. No deberíamos deshacernos de la fantasía, sino cultivarla. Pero el día a día no nos lo permite. Creemos más importante aquello que percibimos por los sentidos. ¡Qué le vamos a hacer! Incluso muchos de los jóvenes trasgresores se ven obligados a claudicar ante el sistema. Y si no, ya se encarga él de incluirlos como famosotes o artistas. Así pasó con tantos grafiteros, por ejemplo, que tras ser carne de multa y proscritos han sido reclamados por los propios ayuntamientos para decorar fachadas, aparcamientos, etc. No creas tú que el asunto no tiene mandanga. Esa mutación la he vivido yo en primera persona durante mi etapa callejera y llegué a conocer a más de uno de aquellos artistas rebeldes y contestatarios. Por desgracia no he vuelto a verlos porque me gustaría conocer su opinión sobre los que, todavía sin nombre, disfrutan al crear sobre una pared olvidada de dios y del alcalde obras de arte, mientras los munipas andan a la greña con ellos. Pero ni en Adrar, ni en ningún otro lugar vimos nosotros pintada alguna, si excluimos los textos religiosos tan comunes dedicados a Alá y que forman parte consustancial de la cultura árabe. Al tener prohibida cualquier imaginería sacra es la única salida, junto con los arabescos y filigranas, que tienen los artistas y arquitectos de mezquitas y demás edificaciones. Adrar era otra ciudad cuya periferia distaba poco de los arrabales que ya conocíamos. Casas de barro, humildes y escasas, en cuyas puertas decenas de arrapiezos aprendían a andar o mejoraban y perfeccionaban su equilibrio con juegos que no todos hemos jugado alguna vez, mientras sus madres hacían la colada en un barreño comunitario. Kady, cuando lo hacía, se desplazaba al río y muchas veces requería de mí para llevar y traer la ropa. Pero en mitad de desierto, aunque haya agua, no corre por un lecho natural ni hay corrientes fluviales, solo depósitos finitos de agua subterránea que, por capricho de la naturaleza, llegaba a ellos al filtrarse a cientos de kilómetros. Los cauces eran artificiales y cuidados al máximo para abastecer de agua a las gentes y a los campos. Es famosa la maña que los árabes de dan para reconducir el agua y crear infraestructuras hidrográficas. Acequiar es un arte que ellos dominan desde siempre. Cuando la necesidad aprieta, el ingenio se estimula, y nadie tiene más necesidad de agua que aquellos que transitan o habitan el desierto. Aunque eso era antes, porque ahora la necesidad de agua es ecuménica diría yo. Contra las chabolas terrosas, como vosotros llamáis a estas cabañas suburbanas, contrastaba el colorido de los huertos cuyos límites se negaban a ser desaprovechados. El quingombó de una familia se desarrollaba en guerra con las acelgas de la vecina. Motivo por el cual la vista agradecía tanto verdor y no distinguía los minifundios. Y, a nosotros, después de tanta arena, aquello nos parecía un vergel celestial. Y Adrar lo era y a lo grande. Según recorríamos sus calles veíamos los pequeños zocos que en parcas plazas ofrecían frutas y verduras junto a concurridas fuentes que dejaban huir agua suficiente para que los de más abajo la aprovecharan en los campos. No se desperdiciaba ni una gota. Incluso los azarbes servían para que el ganado bebiera. Algunos de aquellos frutos exhibidos eran desconocidos para nosotros. Aunque el dato no tenga valor alguno por nuestra ignorancia supina en cuanto a productos agrícolas se refería. Yo, por ejemplo, no sabía ni el nombre de las raíces y tubérculos que recogí muchas veces desde niño. Sí distinguía las comestibles de las otras, los viejos de mi aldea me lo enseñaron y sabes que aprendo rápido. Por los barrios de Adrar se respiraba un aire de tranquilidad que también nos embargó a nosotros. Supimos que habíamos llegado al centro de la ciudad por la mezquita. Tampoco vimos turistas de esos que nos
habían mantenido en Gao, a pesar de tanto buitre que nos mermaban los ingresos. Si a eso sumamos los usureros que se dedicaban al cambio de moneda en el mercado negro, se podría decir que, a última hora, habíamos trabajado gratis. Y menos mal que cobrábamos en dólares, si no, no sé que hubiera pasado. Por la insistencia, no me extraña que el adjetivo “negro” se entienda como negativo: humor negro, mercado negro, me pones negro, tener un futuro negro, magia negra, gato negro, pagar en negro, ponerse negro algo, pasarlas negras, verse negro, sacar lo que el negro del sermón, etc. Todo invención de los blancos, como la paloma blanca símbolo de la pureza, siendo este animal de los más dañinos para hombres, animales, vegetales y edificios. De todas maneras, ¿qué coño tendrá que ver el color con el bien y el mal? Ya estoy yo con mis digresiones. En fin, que según subíamos la pequeña pendiente, tras la plaza de la mezquita, nos llamó la atención, no ya las fuentes que abundaban y según Adama vertían el agua más fresca, sino el intrincado diseño de canales y caceras
escavados o construidos con maderas y piedra que se dibujaban en el arenoso suelo. Seguimos hacia arriba la gran acequia guiados por la curiosidad. «¿De dónde vendrá tanta agua?». Así, después de una larga y suave ascensión, llegamos a la boca de una cueva que, en principio, nos pareció natural. Pero Adama al observarla más detenidamente opinó que no, que reconocía la mano del hombre en su excavación. Hamal quiso beber allí mismo, donde nos habíamos parado, pero oímos un grito de advertencia. La voz pertenecía a un mozo que apareció después por la boca de la cueva. Nos advirtió que el animal debía beber de la última de los tres regueros que salían de la oscura espelunca. Precisamente el canal que llevaba más caudal. «Es la que da servicio a las tierras». Al menos era curiosa, si no ingeniosa, cómo aquella gente buscaba y distribuía el agua. Aquel agujero en la montaña pertenecía a una fogara que no es otra cosa que una obra de ingeniería que consiste en aprovechar los recursos hidráulicos del subsuelo. Esa técnica se cree tan antigua como los mismos persas y recibe diferentes nombres según el lugar. Han de darse las circunstancias geológicas que se dan en Adrar para poder construir las galerías que la componen. Debía haber una pequeña pendiente y agua subterránea por filtración. Se parte de un pozo madre, el más pro-
fundo y alejado, por la inclinación del terreno, que se perfora hasta encontrar agua. Luego, a partir de ese punto se trabajan otros en línea recta. El último paso es cavar un túnel hasta que se encuentra el aire libre. Allí es donde estábamos nosotros. Esos otros pozos intermedios cada vez con menos profundidad, así como el madre, conectan con el túnel realizado. La gravedad, las diferentes temperaturas y presiones hacen que el sistema funcione al embocar en el túnel tanto el agua filtrada por la roca como la humedad generada en las paredes de roca. Una vez creada esta corriente el asunto es usar la pendiente del pueblo para su distribución. Y ya te he dicho que en este arte, los árabes son unos maestros. Pues ya conoces el secreto de la existencia de Adrar, allí, en medio de la nada. Cuando el sol se junta con el agua es impresionante ver qué son capaces de hacer. El futuro del hombre no será otro que la capacidad que tenga de controlar las fuerzas de la naturaleza o huir de ella. Algunos de nosotros lo tenemos presente y nos enzarzamos en guerras por poderes efímeros, en el mejor de los casos y mortales en el peor. Y, precisamente, controlar y sacar partido del agua por medio de la fogara y posteriores canales de distribución te otorga el poder supremo de crear vida allí donde no la hay. A qué más puede aspirar el ser humano. Claro que, a quien le va el rollo del enfrentamiento, que suele ser el más bruto, en vez de pensar cómo solucionar sus problemas, se le ocurre invadir las tierras donde se han encontrado soluciones, y asunto arreglado. Luego vendrán las invasiones por el oro, por el petróleo, etc. Es vana cualquier otra excusa, que siempre hay, como hay refranes para cualquier situación, que si no lo digo, reviento. Es muy fácil criticar a quien ejerce la fuerza y la violencia, pero los “débiles” lo hemos aprendido de nuestras heridas. Ya, ya vuelvo a las escorrentías. Daba gusto ver las acequias y los aliviaderos donde el agua se atropellaba y jugaba con la gravedad y su propia presión. Ver manar de esa manera el agua es ver un milagro en aquellas tierras rodeadas de arena seca. Hoy sé que bajo el desierto del Kalahari se encuentra el mayor lago subterráneo del mundo. ¡Bajo un desierto! También es caprichosa el agua dulce. Tú mismo lo has comprobado el día que casi ahogas a tu vecino de abajo. ¿Te acuerdas? Y mira que os enseñaron maneras y técnicas para dominar el agua tanto los romanos como las tribus árabes que dominaron esta península. En aquellos ocho siglos quienes cardaban la lana eran los ingenieros árabes, no los europeos. ¿Qué hubiera ocurrido de mantenerse la convivencia y el intercambio de conocimientos que ocurrió en Toledo en la época de Alfonso X? ¿Se hubieran limado esas “asperezas” que parecen obligarnos a ser enemigos por el interés de algunos? En Al-Andalus quedaron mucha cultura y muchas personas árabes y musulmanas. Boabdil se iría, pero quienes construyeron la Alhambra con sus manos y genialidades se quedaron y criaron hijos en La Alpujarra abocados a cambiar de religión o a morir a manos de la posterior Inquisición que, por cierto, no es un invento español. Aunque esta secta terrorista la tomara más con los judíos españoles. A rey católico, súbdito católico, ambos más papistas que el Papa. No sé porqué motivo, a lo mejor por simple intuición, percibí que en Adrar no nos iba a ir mal. Si seguías el agua por las calles la sensación de sosiego te dominaba. El murmullo que el correr del agua levantaba ponía música a esa serenidad. Es normal que, ante aquel ambiente dominado por la inventiva hidráulica, dos personas, que venían empapadas de arena y malos infortunios, compartieran la paz cotidiana con aquellos vecinos. Estoy seguro que todo el que llegaba a esa ciudad en busca de algo, aunque no encontrara ese algo, allí se quedaba. Y que pasara por allí la carretera que une el norte con el sur, y viceversa, permitía a los hortelanos con excedentes mandar estos a otros mercados y así crear riqueza para la propia ciudad. Por raro que hoy nos parezca, los agricultores eran la clase alta de esta sociedad, si bien hay que matizar que no todos, solo aquellos que tenían más de diez metros cuadrados de huerto. No nos fue difícil instalarnos. El mismo día que llegamos vimos que en la plaza de la mezquita se concentraba la vida social de Adrar. Cualquiera se hubiera dado cuenta de este hecho. Después de dormir esa primera noche bajo un baobab enorme a las afueras, nos hicimos presentes a hora temprana en la plaza, antes de que el almuecín llamara a la primera oración del día. Cuando lo hizo, Adama y yo nos miramos y consentimos en actuar. Si no puedes con tu enemigo únete a él, como escribió Sun Tzu. Si bien, enemigos todavía no teníamos en Adrar, oramos por si las moscas. Después de la actuación, y a unos pasos de donde habíamos hincado las rodillas, se agrupó un buen número de hombres andrajosos. De allí surgió una buena cantidad de conversaciones. Mi amigo se acercó a escuchar qué decían. Ya sabes de su curiosidad y de su capacidad de escuchar. Yo me quedé aparte, junto a Hamal, al que también parecía gustarle el lugar. Y como solía hacer recosté mi espalda sobre él. Me fijé en un caballero muy ricamente vestido que se acercaba al grupo de personas. Estas se callaron y se abrieron en abanico. No llegó a acercarse del todo a ellos y desde una distancia prudencial, se puso a señalar aleatoriamente a algunos de aquellos desarrapados. Según eran elegidos salían de la fila y se colocaban detrás de aquel individuo tan limpio y elegante. Pensé que irían a jugar a algo, pero eran mayores para jueguecitos y dejé de pensar al sorprenderme: Adama formaba parte del grupo que espera a la espalda de aquel hombre. Desde allí me guiñó un ojo y me relajé un tanto, si bien mi curiosidad aumentó. Dejé el apoyo de Hamal y me erguí sobre mis pies. En un principio mi intención fue acercarme a mi amigo, pero al verme andar hacia él, aquel hombre me paró los pies: «A usted no le he elegido». Así que, un tanto fuera de lugar, me volví y me apoyé otra vez en mi amigo sin perder de vista al otro. El director de orquesta terminó su actuación levantando los brazos a la vez que los cruzaba varias veces ante su cara y los de enfrente. Estos se vinieron abajo, varios bajaron la vista, otros se sentaron en el suelo con la cabeza gacha, y todos movieron la suya dando a entender su frustración. En cambio, en el grupo de Adama todo eran sonrisas y frote de manos mientras dejaban pasar al elector al que siguieron. Adama, antes de iniciar la marcha y tras mirarme, señaló el cielo y después la tierra. Como el que echa la culpa a otro pregunté a Hamal: «¿Tú te has enterado?». A lo que el camello contestó al mover la cabeza negativamente debido a unas moscas que no le dejaban en paz. «Ni yo tampoco». Pero mientras me sonreía de la casualidad, me llegó la inspiración. Era tan fácil entenderle que la sonrisa volvió a mis labios. Y ahí te dejo otra adivinanza. ¿Qué me quiso decir Adama? Piensa hasta que te llegue mi próxima carta. No tiene nada que ver que estuviéramos alejados uno de otro. Se hubiera comportado igual de estar juntos si tienes en cuenta la parquedad en hablar de mi amigo. Un saludo y más suerte esta vez,
mismo color que el desierto. Bon, un poco más oscuras, si he de decirte la verdad. Era la ciudad de Adrar, ubicada, como no podía ser de otra manera junto a un oasis que le daba la vida. Según nos acercábamos, su verdor se hacía más notorio. Pero ver y pisar una ciudad no es lo mismo. Entre esos dos momentos ocurrió algo que nos retrasó. Sufrimos una baja. Por la edad y por la caminata, el viejo camello se agotó o se cansó de vivir. Vaya usted a saber. Se despidió la noche anterior a nuestra entrada en Adrar. Si hubiéramos apretado un poco el paso hubiéramos llegado al filo de la noche, pero decidimos parar y no hacerlo porque lo haríamos sin sol. Entrar en un lugar desconocido sin luz es como entrar con una venda en los ojos. Y hasta puede ser peligroso. De todas maneras, no lo hubiéramos logrado, por lo que te cuento. No es mala muerte si lo piensas. Te acuestas, te duermes y no te despiertas. Adama me lo comunicó por señas y yo le contesté que poco le habían durado las ganancias. «Estoy acostumbrado». En aquel momento creí que su comentario se refería al tiempo de disfrute. Hoy pienso que se había acostumbrado a la muerte que le perseguía, pero no como a todos. No enterramos a Grandpère, tarde o temprano, el aire se llevaría la tierra que pudiéramos echarle encima. Quien sí pareció afectado fue Hamal, que se quedó un rato junto al cadáver de su semejante. No lo entendí porque estaba convencido de que le gustaba ser el centro de atención y poco caso se habían hecho en vida. Yo, como verás, tenía más imaginación que ahora. No deberíamos deshacernos de la fantasía, sino cultivarla. Pero el día a día no nos lo permite. Creemos más importante aquello que percibimos por los sentidos. ¡Qué le vamos a hacer! Incluso muchos de los jóvenes trasgresores se ven obligados a claudicar ante el sistema. Y si no, ya se encarga él de incluirlos como famosotes o artistas. Así pasó con tantos grafiteros, por ejemplo, que tras ser carne de multa y proscritos han sido reclamados por los propios ayuntamientos para decorar fachadas, aparcamientos, etc. No creas tú que el asunto no tiene mandanga. Esa mutación la he vivido yo en primera persona durante mi etapa callejera y llegué a conocer a más de uno de aquellos artistas rebeldes y contestatarios. Por desgracia no he vuelto a verlos porque me gustaría conocer su opinión sobre los que, todavía sin nombre, disfrutan al crear sobre una pared olvidada de dios y del alcalde obras de arte, mientras los munipas andan a la greña con ellos. Pero ni en Adrar, ni en ningún otro lugar vimos nosotros pintada alguna, si excluimos los textos religiosos tan comunes dedicados a Alá y que forman parte consustancial de la cultura árabe. Al tener prohibida cualquier imaginería sacra es la única salida, junto con los arabescos y filigranas, que tienen los artistas y arquitectos de mezquitas y demás edificaciones. Adrar era otra ciudad cuya periferia distaba poco de los arrabales que ya conocíamos. Casas de barro, humildes y escasas, en cuyas puertas decenas de arrapiezos aprendían a andar o mejoraban y perfeccionaban su equilibrio con juegos que no todos hemos jugado alguna vez, mientras sus madres hacían la colada en un barreño comunitario. Kady, cuando lo hacía, se desplazaba al río y muchas veces requería de mí para llevar y traer la ropa. Pero en mitad de desierto, aunque haya agua, no corre por un lecho natural ni hay corrientes fluviales, solo depósitos finitos de agua subterránea que, por capricho de la naturaleza, llegaba a ellos al filtrarse a cientos de kilómetros. Los cauces eran artificiales y cuidados al máximo para abastecer de agua a las gentes y a los campos. Es famosa la maña que los árabes de dan para reconducir el agua y crear infraestructuras hidrográficas. Acequiar es un arte que ellos dominan desde siempre. Cuando la necesidad aprieta, el ingenio se estimula, y nadie tiene más necesidad de agua que aquellos que transitan o habitan el desierto. Aunque eso era antes, porque ahora la necesidad de agua es ecuménica diría yo. Contra las chabolas terrosas, como vosotros llamáis a estas cabañas suburbanas, contrastaba el colorido de los huertos cuyos límites se negaban a ser desaprovechados. El quingombó de una familia se desarrollaba en guerra con las acelgas de la vecina. Motivo por el cual la vista agradecía tanto verdor y no distinguía los minifundios. Y, a nosotros, después de tanta arena, aquello nos parecía un vergel celestial. Y Adrar lo era y a lo grande. Según recorríamos sus calles veíamos los pequeños zocos que en parcas plazas ofrecían frutas y verduras junto a concurridas fuentes que dejaban huir agua suficiente para que los de más abajo la aprovecharan en los campos. No se desperdiciaba ni una gota. Incluso los azarbes servían para que el ganado bebiera. Algunos de aquellos frutos exhibidos eran desconocidos para nosotros. Aunque el dato no tenga valor alguno por nuestra ignorancia supina en cuanto a productos agrícolas se refería. Yo, por ejemplo, no sabía ni el nombre de las raíces y tubérculos que recogí muchas veces desde niño. Sí distinguía las comestibles de las otras, los viejos de mi aldea me lo enseñaron y sabes que aprendo rápido. Por los barrios de Adrar se respiraba un aire de tranquilidad que también nos embargó a nosotros. Supimos que habíamos llegado al centro de la ciudad por la mezquita. Tampoco vimos turistas de esos que nos
habían mantenido en Gao, a pesar de tanto buitre que nos mermaban los ingresos. Si a eso sumamos los usureros que se dedicaban al cambio de moneda en el mercado negro, se podría decir que, a última hora, habíamos trabajado gratis. Y menos mal que cobrábamos en dólares, si no, no sé que hubiera pasado. Por la insistencia, no me extraña que el adjetivo “negro” se entienda como negativo: humor negro, mercado negro, me pones negro, tener un futuro negro, magia negra, gato negro, pagar en negro, ponerse negro algo, pasarlas negras, verse negro, sacar lo que el negro del sermón, etc. Todo invención de los blancos, como la paloma blanca símbolo de la pureza, siendo este animal de los más dañinos para hombres, animales, vegetales y edificios. De todas maneras, ¿qué coño tendrá que ver el color con el bien y el mal? Ya estoy yo con mis digresiones. En fin, que según subíamos la pequeña pendiente, tras la plaza de la mezquita, nos llamó la atención, no ya las fuentes que abundaban y según Adama vertían el agua más fresca, sino el intrincado diseño de canales y caceras
escavados o construidos con maderas y piedra que se dibujaban en el arenoso suelo. Seguimos hacia arriba la gran acequia guiados por la curiosidad. «¿De dónde vendrá tanta agua?». Así, después de una larga y suave ascensión, llegamos a la boca de una cueva que, en principio, nos pareció natural. Pero Adama al observarla más detenidamente opinó que no, que reconocía la mano del hombre en su excavación. Hamal quiso beber allí mismo, donde nos habíamos parado, pero oímos un grito de advertencia. La voz pertenecía a un mozo que apareció después por la boca de la cueva. Nos advirtió que el animal debía beber de la última de los tres regueros que salían de la oscura espelunca. Precisamente el canal que llevaba más caudal. «Es la que da servicio a las tierras». Al menos era curiosa, si no ingeniosa, cómo aquella gente buscaba y distribuía el agua. Aquel agujero en la montaña pertenecía a una fogara que no es otra cosa que una obra de ingeniería que consiste en aprovechar los recursos hidráulicos del subsuelo. Esa técnica se cree tan antigua como los mismos persas y recibe diferentes nombres según el lugar. Han de darse las circunstancias geológicas que se dan en Adrar para poder construir las galerías que la componen. Debía haber una pequeña pendiente y agua subterránea por filtración. Se parte de un pozo madre, el más pro-
fundo y alejado, por la inclinación del terreno, que se perfora hasta encontrar agua. Luego, a partir de ese punto se trabajan otros en línea recta. El último paso es cavar un túnel hasta que se encuentra el aire libre. Allí es donde estábamos nosotros. Esos otros pozos intermedios cada vez con menos profundidad, así como el madre, conectan con el túnel realizado. La gravedad, las diferentes temperaturas y presiones hacen que el sistema funcione al embocar en el túnel tanto el agua filtrada por la roca como la humedad generada en las paredes de roca. Una vez creada esta corriente el asunto es usar la pendiente del pueblo para su distribución. Y ya te he dicho que en este arte, los árabes son unos maestros. Pues ya conoces el secreto de la existencia de Adrar, allí, en medio de la nada. Cuando el sol se junta con el agua es impresionante ver qué son capaces de hacer. El futuro del hombre no será otro que la capacidad que tenga de controlar las fuerzas de la naturaleza o huir de ella. Algunos de nosotros lo tenemos presente y nos enzarzamos en guerras por poderes efímeros, en el mejor de los casos y mortales en el peor. Y, precisamente, controlar y sacar partido del agua por medio de la fogara y posteriores canales de distribución te otorga el poder supremo de crear vida allí donde no la hay. A qué más puede aspirar el ser humano. Claro que, a quien le va el rollo del enfrentamiento, que suele ser el más bruto, en vez de pensar cómo solucionar sus problemas, se le ocurre invadir las tierras donde se han encontrado soluciones, y asunto arreglado. Luego vendrán las invasiones por el oro, por el petróleo, etc. Es vana cualquier otra excusa, que siempre hay, como hay refranes para cualquier situación, que si no lo digo, reviento. Es muy fácil criticar a quien ejerce la fuerza y la violencia, pero los “débiles” lo hemos aprendido de nuestras heridas. Ya, ya vuelvo a las escorrentías. Daba gusto ver las acequias y los aliviaderos donde el agua se atropellaba y jugaba con la gravedad y su propia presión. Ver manar de esa manera el agua es ver un milagro en aquellas tierras rodeadas de arena seca. Hoy sé que bajo el desierto del Kalahari se encuentra el mayor lago subterráneo del mundo. ¡Bajo un desierto! También es caprichosa el agua dulce. Tú mismo lo has comprobado el día que casi ahogas a tu vecino de abajo. ¿Te acuerdas? Y mira que os enseñaron maneras y técnicas para dominar el agua tanto los romanos como las tribus árabes que dominaron esta península. En aquellos ocho siglos quienes cardaban la lana eran los ingenieros árabes, no los europeos. ¿Qué hubiera ocurrido de mantenerse la convivencia y el intercambio de conocimientos que ocurrió en Toledo en la época de Alfonso X? ¿Se hubieran limado esas “asperezas” que parecen obligarnos a ser enemigos por el interés de algunos? En Al-Andalus quedaron mucha cultura y muchas personas árabes y musulmanas. Boabdil se iría, pero quienes construyeron la Alhambra con sus manos y genialidades se quedaron y criaron hijos en La Alpujarra abocados a cambiar de religión o a morir a manos de la posterior Inquisición que, por cierto, no es un invento español. Aunque esta secta terrorista la tomara más con los judíos españoles. A rey católico, súbdito católico, ambos más papistas que el Papa. No sé porqué motivo, a lo mejor por simple intuición, percibí que en Adrar no nos iba a ir mal. Si seguías el agua por las calles la sensación de sosiego te dominaba. El murmullo que el correr del agua levantaba ponía música a esa serenidad. Es normal que, ante aquel ambiente dominado por la inventiva hidráulica, dos personas, que venían empapadas de arena y malos infortunios, compartieran la paz cotidiana con aquellos vecinos. Estoy seguro que todo el que llegaba a esa ciudad en busca de algo, aunque no encontrara ese algo, allí se quedaba. Y que pasara por allí la carretera que une el norte con el sur, y viceversa, permitía a los hortelanos con excedentes mandar estos a otros mercados y así crear riqueza para la propia ciudad. Por raro que hoy nos parezca, los agricultores eran la clase alta de esta sociedad, si bien hay que matizar que no todos, solo aquellos que tenían más de diez metros cuadrados de huerto. No nos fue difícil instalarnos. El mismo día que llegamos vimos que en la plaza de la mezquita se concentraba la vida social de Adrar. Cualquiera se hubiera dado cuenta de este hecho. Después de dormir esa primera noche bajo un baobab enorme a las afueras, nos hicimos presentes a hora temprana en la plaza, antes de que el almuecín llamara a la primera oración del día. Cuando lo hizo, Adama y yo nos miramos y consentimos en actuar. Si no puedes con tu enemigo únete a él, como escribió Sun Tzu. Si bien, enemigos todavía no teníamos en Adrar, oramos por si las moscas. Después de la actuación, y a unos pasos de donde habíamos hincado las rodillas, se agrupó un buen número de hombres andrajosos. De allí surgió una buena cantidad de conversaciones. Mi amigo se acercó a escuchar qué decían. Ya sabes de su curiosidad y de su capacidad de escuchar. Yo me quedé aparte, junto a Hamal, al que también parecía gustarle el lugar. Y como solía hacer recosté mi espalda sobre él. Me fijé en un caballero muy ricamente vestido que se acercaba al grupo de personas. Estas se callaron y se abrieron en abanico. No llegó a acercarse del todo a ellos y desde una distancia prudencial, se puso a señalar aleatoriamente a algunos de aquellos desarrapados. Según eran elegidos salían de la fila y se colocaban detrás de aquel individuo tan limpio y elegante. Pensé que irían a jugar a algo, pero eran mayores para jueguecitos y dejé de pensar al sorprenderme: Adama formaba parte del grupo que espera a la espalda de aquel hombre. Desde allí me guiñó un ojo y me relajé un tanto, si bien mi curiosidad aumentó. Dejé el apoyo de Hamal y me erguí sobre mis pies. En un principio mi intención fue acercarme a mi amigo, pero al verme andar hacia él, aquel hombre me paró los pies: «A usted no le he elegido». Así que, un tanto fuera de lugar, me volví y me apoyé otra vez en mi amigo sin perder de vista al otro. El director de orquesta terminó su actuación levantando los brazos a la vez que los cruzaba varias veces ante su cara y los de enfrente. Estos se vinieron abajo, varios bajaron la vista, otros se sentaron en el suelo con la cabeza gacha, y todos movieron la suya dando a entender su frustración. En cambio, en el grupo de Adama todo eran sonrisas y frote de manos mientras dejaban pasar al elector al que siguieron. Adama, antes de iniciar la marcha y tras mirarme, señaló el cielo y después la tierra. Como el que echa la culpa a otro pregunté a Hamal: «¿Tú te has enterado?». A lo que el camello contestó al mover la cabeza negativamente debido a unas moscas que no le dejaban en paz. «Ni yo tampoco». Pero mientras me sonreía de la casualidad, me llegó la inspiración. Era tan fácil entenderle que la sonrisa volvió a mis labios. Y ahí te dejo otra adivinanza. ¿Qué me quiso decir Adama? Piensa hasta que te llegue mi próxima carta. No tiene nada que ver que estuviéramos alejados uno de otro. Se hubiera comportado igual de estar juntos si tienes en cuenta la parquedad en hablar de mi amigo. Un saludo y más suerte esta vez,
Imagen
2. Foto bajada de www elmawke3 com.
Imagen 3. Foto bajada de www.tripadvisor.es.
Imagen 4. Foto bajada de es.wikipedia.org.
Imagen 5 Foto bajada de serturista.com.
Imagen 6. Foto bajada de es.db-city.com. ©Nabil Benmousa.
Yo no llevo nada bien lo de las adivinanzas... Lo del colmillo de Adama no se me hubiera ocurrido, aunque sí pensé que había escondido el mijo en alguna parte... Y ahora lo del cielo y tierra, como no sea que se encomiende al cielo para que no lo metan bajo tierra, ja, ja... Bueno, ya nos enteraremos... Abrazos, J.C.
ResponderEliminarEn estos casos tengo ventaja, jaja. Gracias, Ligia. Un abrazo.
EliminarTuve en cuenta lo del melocotón pero no lo hubiera asociado con el colmillo.
ResponderEliminarSiempre pienso lo mismo, en la antigüedad eran más inteligentes, tanto a la hora de derivar, como bien hablas, del agua, como de las construcciones. Ahora tenemos a Calatrava. Jaja
La verdad es que yo también soy mala con las adivinazas, se me ocurre que es el elegido y que tendrá trabajo, al menos para poder comer.
Hasta el lunes J.C.
Me encanta la gente sin complejos, que se moja y sincera. Aunque lo de Calatrava podríamos discutirlo, ja, ja. Muchas gracias, Varinia. La respuesta es tan tonta que me lo vais a llamar a mí cuando Dikembe se explique. Un abrazo, JC.
EliminarPues lo único que se me ocurre es que le quería decir que se vería cuando el sol cayera, o por lo menos eso es lo que espero porque no me hace gracia que se vuelvan a separar, la última vez no fue para nada bueno.
ResponderEliminarToca esperar al próximo.
Besitos
Jo, me has reventado el misterio, ja, ja. ¡Qué lista eres, jodía! Me alegro. Es que lo del mijo era muy retorcido. Gracias, Amanda. Un beso, JC.
EliminarPues fue sin querer! 🙊 Jejeje No suelo acertar las adivinanzas...
EliminarBesitos