De cómo ganar o perder una apuesta
uedamos
en que estaba encerrado en aquella limpia y pequeña habitación, ¿verdad? Por cierto, las nueces del otro día, estupendas.
Te acordarás también que te comenté que dentro de aquel palacete no se oía
ruido alguno, como si estuviera prohibido, ¿no? Pues bien, anunciada
la noche por el ventano aquel, empecé a oír, tras la puerta, ruidos que iban en
aumento. Me acerqué y puse la oreja sobre la conjunción de hoja y marco. Pero
no escuché nada, solo ruido y más ruido. Carreras, muebles que caían, gritos. Y
al final disparos y explosiones que hicieron temblar mi oreja y donde la tenía
apoyada. Mi reacción inmediata fue retirarme hasta el final de la habitación,
como si ese metro y medio me fuera a salvar de un bombazo. Me pegué a la pared
enfrentada con la puerta y esperé encogido de miedo. Recordé en esos momentos, tu vois(1), que el viejo me había
ordenado, a petición de la planchadora, que no me acostara ni con el caftán ni
con el turbante, sin saber que yo con quien no quería acostarme era con Fátima.
A veces la mente funciona a su aire y se aleja de la realidad o de las
circunstancias que nos rodean. Será para protegernos, digo yo. Si no, no
entiendo a qué vinieron esos pensamientos ante los tiros y los estallidos que
empecí a oír. Me habían dejado una percha colgada de una alcayata clavada en la
puerta que en un principio no estaba. Ya me había quitado la chilaba y el
turbante. Esperaba pegado a la pared, como una cría de lagartija, pero más
inmóvil que un mimo muerto. Y así me encontró aquel que echó la puerta abajo
después de intentar abrirla por las buenas. De tal manera que mis vestidos
quedaron ocultos a los ojos de cualquiera. «¿Y
tú quién eres, por qué estás aquí encerrado?», me gritó mientras me
apuntaba al pe-
cho con su fúsil. En esas circunstancias no se miente, aunque a mí me faltó el habla. Al final conseguí articular palabra: palabra: «Dikembe. Y estoy preso». «Pues, hala, lárgate y no cojas nada de ahí fuera. Venga, rápido». al ver que bajaba el arma, vi el cielo abierto y salí por piernas. Antes, entorné la puerta, agarré la lujosa túnica y la hice un gurruño. El soldado se había referido a no coger nada de fuera, no de dentro. Y le seguí porque no había otra manera de salir de aquel cuchitril, pero en cuanto pude me separé de él y traté de buscar una salida del palacete que parecía más un campo de batalla que la mansión de un sultán. Me costó salir a la calle, y no solo por los cascotes y los muebles destrozados, sino porque cada vez que veía a alguien, le evitaba. Entre eso y mi desorientación debí recorrerme toda la planta baja antes de salir de aquel infierno. Ya en el jardín, intenté acercarme a la tapia que me separaba de mi último hogar. Era la única que no había sufrido desperfectos. Salí a la calle por un agujero cercano a ella y me encontré con un vehículo militar con cañón y todo. Me pegué al muro y así llegué a nuestro rincón. Mis ojos notaron el cambio de luz y tuve que esperar a que se acostumbraran a la penumbra. Pero allí no había nada nadie, solo
una pared de hormigón al fondo que la recordaba de ladrillo, pero que no me extrañó. No estaba yo como para cuestionarme si mis percepciones eran acertadas o no. Me sentí abandonado, la verdad. Y con el puño cerrado golpeé con el canto de la mano aquella pared. El impacto no me provocó dolor porque parte del muro se movió hacia dentro. En mi frustración no me sorprendió que aquel calambuco se moviera. Ya te digo que no estaba para tonterías. Entonces me pareció oír mi nombre. No podía ser. Las piedras no hablan, ¿o sí? Alucinaba, porque mi nombre seguía sonando y venía de aquella pared. Me quedé de piedra. Sí, alguien susurraba mi nombre. No había duda. Ya nervioso, con la adrenalina a tope y dejando a un lado toda precaución grité: «¿Quién anda ahí?». «Dikembe, soy yo, Adama», escuché al acercar mi oreja a la grieta abierta por mi puñetazo. «¿Y dónde narices estás?», fue mi aliviada respuesta. «Estamos detrás del muro, tonto. Quita los lodrillos, no pesan mucho. No quiero empujar yo por si te las echo encima. Y tú ten cuidado». No había acabado de hablar mi amigo, y ya tiraba sin miramientos los calambucos que se partían a mi espalda. Estaban perfectamente colocados, contrapeados, pero sin argamasa entre ellos. A mitad de trabajo, apareció la cabeza de mi amigo. «¿Estás bien?», preguntamos los dos a la vez. Y nos echamos a reír, por lo que no necesitamos contestación. Otro asunto era nuestra situación, pero en ese momento de alegría no nos importaba. Antes me vino otra preocupación que se había escondido por dejar a un lado esa sensación de abandono al oír a Adama. «¿Y Hamal?». Su mirada ya me tranquilizó, pero sus palabras todavía más: «Sigue con los calambucos y le verás». No seguí, me colé por el hueco que ya había hecho y después de abrazar a un amigo abracé la cabezota del otro. Este intentó ponerse a cuatro patas, pero la estrechez del habitáculo no se lo permitió en el primer intento. En el segundo nos quitó trabajo, pero a punto estuvo de partirnos la crisma porque el resto de muro que quedaba en pie se vino abajo. «Yo no sé lo que lleva ahí sentado», le disculpó Adama. Como pudimos salimos de entre la pared y los cascotes. Me miré las manos porque me escocían y me di cuenta de que me las había destrozado con los calambucos. Pero no me importó, me dí dos lametones en cada uno, sin poder acertar de lleno, porque el camello no hacía más que embestirme con la cabeza. Mi labio tampoco salió ileso del encuentro, porque en uno de los movimientos de esa cabezota me arreó un golpe en la boca. Noté como se me hinchaba el labio. Me reí porque después de haber salido sin un rasguño de una batalla campal, del encuentro con mis amigos salía magullado. Eso le conté a Adama cuando me preguntó de qué me reía. Y me entraron las prisas o la cagalera de miedo, no lo tengo claro. «Hay que largarse de aquí, ya». Y como siempre, Adama puso la guinda a mi orden. Agarró la jáquima de Hamal, me puso la mano en el hombro y dijo: «Ahora sí». La verdad es que no se puede decir más con dos palabras. Habían aguantado emparedados a que yo llegara. Confiaban en mí hasta ese extremo. Y yo había dudado de ellos al ver aquella falsa pared que Adama se había encargado de construir para esconderse en tanto yo apareciera. Se la habían jugado por mí. Por si necesitábamos más motivos para irnos, volvieron a sonar unos disparos, estos más lejanos. Hamal se incomodó un poco, pero pude hacerme con él sin dificultad y salimos del callejón a la calle, después de que Adama echara un vistazo. Giramos esta vez a la derecha para huir del encuentro diario que tantos problemas nos había causado, aunque la verdad es que la otra dirección nos metía en el centro de Tawrirt y nosotros queríamos huir y olvidar a aquella gacela que no llegué a conocer pero que a punto estuvo de ser mi esposa. Y como esperábamos Adama y yo, Hamal se volvió a portar y nos sacó de aquella revuelta que daría con todos los componentes de la familia Hachemita bajo las dunas del desierto o comidos por las alimañas, que no solo viven en las ciudades. Aunque otra cosa serían sus bienes, sus activos y sus pasivos que, hoy supongo, engrosarían otros mayores. Y te lo digo porque al volverme por última vez vi como el palacete ardía en llamas. Si bien, no era del único edificio del que salía una columna de humo. El pez grande se come al chico decís aquí muy acertadamente porque confirma la cadena trófica. Mi abuela Mayifa decía que una hormiga no se comía un búfalo, pero ahora sabemos que muchos de esos bichitos juntos se pueden comer un elefante. Qué disgusto se llevaría de saberlo. Nosotros lo sabemos gracias al trabajo de científicos, naturalistas y divulgadores. Adama y yo seguimos la fuga alejados pero paralelos a la carretera. Así lo decidió mi amigo cuando echamos pie a tierra, después de sentirnos seguros lejos de ciertos habitantes de Tawrirt. Y yo, al recordar la que había liado con los higos, le seguí. Y menos mal, porque, desde la cresta de una duna, pudimos ver como llegaban a la ciudad más tropas en camiones y más armamento. También vinos como, desde diferentes puntos, salían unos regueros de personas de la ciudad, algunos en nuestra dirección. Adama, de un empujón, casi me hizo bajar la duna rodando: «¡Vamos, corre!». Solté a Hamal y bajé a trompicones por la pendiente arenosa. Y al final di un salto y caí. No entendí sus prisas. Aquella gente no venía a por nosotros. Por una vez no éramos objeto de caza, sino otros refugiados y perjudicados por la violencia de la lucha por el poder. Pero al oír su regañina, sí entendí su miedo: «¿No has aprendido nada?». No le contesté porque hubiera metido la pata al reconocer que conocía parte de su historia. Y por eso también se me paso el enojo por el empellón recibido. Tenía razón, bastante me había hecho notar en aquella ciudad. Una joven ya me había provocado el suficiente sufrimiento como para que sacara la cabeza entre las huestes de una contienda que nada tenía que ver con nosotros ni con aquella otra gente que también huía. A partir de aquel momento sorteé siempre que pude cualquier cima, fuera de duna o de ola, y, si se hubiera dado, de cualquier éxito. Si bien es cierto que desde la cumbre se ve todo aquello que te rodea, también es verdad que haces un blanco perfecto y que tu perspectiva se deforma. La óptica es muy caprichosa y eso lo saben muchos animales, como las cobras que ensanchan los músculos de sus cabezas y se yerguen para impresionar al otro animal que les ataca y las juzguen más grandes de lo que son. Al pie de las dunas giramos sobre nosotros mismo. ¿Hacia donde ir? ¡Qué más nos daba! Salvo al sur, donde se encontraba Tawrirt, podíamos ir en cualquier dirección. Como no nos decidíamos fue Hamal quien tomó la iniciativa. Y nosotros le seguimos. El animal podía acertar o equivocarse tanto como nosotros. Muchos animales toman mejores decisiones que los hombres y mujeres, sobre todo en una tierra tan salvaje como la que pisábamos, tan peligrosa como maravillosa, porque África está hecha a lo bestia. El acopio de agua y alimentos que hiciera Adama tras la pared con la idea de salir de allí cuanto antes una vez apareciera yo, nos daría para algunos días. Estaba claro que si Hamal seguía la dirección de la carretera, que de vez en cuando veíamos, llegaríamos a algún sitio. Las carreteras son como los ríos, si los sigues te encuentras con alguien. Como de costumbre Adama ni me contó ni me preguntó nada sobre lo acaecido mientras estuvimos separados. Pero la segunda noche, una vez acostados, yo volqué el talego. Le referí de un tirón toda la historia que se había escrito por culpa de la veleidad y el antojo de la tal Fátima. No sé qué le pareció porque ni le vi la cara, ni expresó ningún comentario al respecto. Sí sé que me escuchó, porque Adama tenía, y tiene, la misma virtud que Moussa, los dos saben escuchar, aunque mi amigo no comparte la verborrea del tuareg. En ese sentido me parecía yo más. Lo cierto es que, después de recordar estos acontecimientos hace unos días, busqué en Internet alguna referencia a esta revuelta, pero no encontré rastro alguno de ella. Imagino que nadie ha documentado el hecho o que nadie lo ha traslado a la Red. O bien sería una de tantas escaramuzas locales que, lamentablemente, salpican la historia de África y matan a tanto africano, presagio de guerras mayores. Por otro lado, cualquiera de los que me vieran, e incluyo a la mismísima Fátima, se acordarán hoy de mí. Si viven, eso sí. Porque en aquellos minigolpes de estado se arramplaba con todo lo establecido y de valor. Solo sobrevivían los bienes inmuebles y no todos enteros. A pesar de lo vivido en primera persona, tuve suerte. Hubiera sido peor haber llegado unos días antes a Tawrirt, en el momento del asalto al palacete. Entonces ya hubiera formado parte de la familia del aspirante a sultán, objetivo de aquella revuelta, y hoy no te podría contar nada de todo esto, ni nada de aquello. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Que no solo hay que nacer, hay que hacerlo acompañado de fortuna, y yo, en el fondo siempre la he acompañado, más que ella a mí. Y no hablo irónicamente. Para muchos la buena ventura está ligada al azar. ¿Pero qué divertimento puede superar a la propia vida? ¿Qué mayor premio que seguir vivo? Yo parto de la afirmación de estas preguntas para cimentar cualquier obra. Jamás he esperado un regalo. Habrá habido más, pero en este momento, aparte de la amistad de algunos de vosotros, solo recuerdo aquella camiseta que los cooperantes me lanzaron desde el camión. Obvio, evidentemente, los cuidados de mi abuela Mayifa que también fueron un regalo y que es lo mejor que pueda recibir nunca, porque cuando me han llegado los tuyos ya no estaba indefenso. En fin, que sin pretenderlo y sin saberlo, llegamos a Sali. Miramos temerosos hacia el pueblo, pero no vimos signo alguno de violencia. No oímos disparos ni explosiones. No divisamos columnas de humo, ni tampoco movimientos de gentes o vehículos fuera de lo común. Nos miramos y decidimos acercarnos. Un movimiento de cabeza de Adama y mi encogida de hombros bastaron para llegar a un acuerdo. Hamal también estuvo conforme pues con su paso, aparentemente desganado, tomó la dirección consensuada sin ser influido por nadie. Según habíamos subido hacia el norte, el entorno se había salpicado de verdes. El agua ya no era un problema y los pueblos estaban más cerca unos de otros, como ocurría entre Tawrirt y Sali. No cabe duda de que las carreteras unen a las personas, por eso hay tan pocas en África. Al menos, antes de que yo saliera de allí. Sali era pequeña, más que Tawrirt y tal como nos habíamos propuesto, pasamos desapercibidos. Cambiamos el rumbo hacia el oeste por un comentario de mi amigo: «Deberíamos apartarnos de la carretera». No sabía si era mejor o peor, mas lo cierto era que cada vez nos cruzábamos con más vehículos. El zoco de este pueblo no era como los vistos anteriormente. Los agricultores y los artesanos no compraban ni vendían sus productos: los cambiaban. Es decir, que el dinero no corría entre las manos, los frutos del trabajo de aquellas personas se trocaban unos por otros, por lo que el regateo y el diálogo estaban siempre presentes en cualquier intercambio o cambalache por trivial que fuera. Por eso nos fue difícil hacernos con víveres. Nadie quería aceptarnos dinero, ni siquiera dinares o francos argelinos, que de las dos monedas teníamos. No teníamos nada que ofrecer salvo el vil metal o Hamal. Y esto último no entraba dentro de nuestros planes. Adama hubo de desprenderse, muy a su pesar, de una pequeña daga con la que se había hecho en Tawrirt, pero que no
sirvió para mucho. En cambio, mi caftán de príncipe consorte sí le apañó a una frutera que según nos contó la quería para su hijo que iba a contraer nupcias en breve. Y como quiera que a la vecina de puesto también le cayó en gracia la prenda, sacamos bastante por ella. Bon, por la competencia entre las fruteras y porque era una prenda de lujo, mientras que el puñal de Adama era una hoja roñosa insertada en un palo poco labrado que según él se había encontrado en la calle. Ya algo abastecidos salimos del pueblo. Junto a la última choza distinguimos un grupo de hombres que parecían discutir, sin gritos, pero con aspavientos y manoteos. Ya sabes, como si hablaran con las manos. Con curiosidad y disimulo me acerqué y detrás de mí, Hamal y Adama. Pero antes de poder oír nítidamente sus palabras los siete hombres enmudecieron. Y el que parecía el mayor comenzó a hablar forzadamente de camellos. Al menos eso noté yo. Un crío llegó a la carrera justo cuando nos hacíamos los saludos de rigor. Y ya sabes como son los niños. Todo el pueblo se enteró del recado: «Mamá dice que sí, que te puedes apostar el saco de patatas porque todavía no lo ha vendido». No solo el padre de la criatura se sintió descubierto, sino que todo el grupo compartió su vergüenza. No hay nada como ocultar algo y confiárselo a un chaval para que te explote en las narices. Adama, con esa capacidad innata para soslayar situaciones incómodas, a pesar de su renuencia al lenguaje hablado, se ganó a los jugadores que olvidaron enseguida la afrenta infantil: «Yo tengo una apuesta que hacerles. Si la quieren oír se la propongo. Si no nos vamos y aquí paz y después gloria». Una vez pasado el trago, el viejo que había hablado de los meharis pidió a mi amigo que explicara su reto. Sería una de las veces que Adama se excediera en el habla. Quizá por ello no me calaron sus palabras, sino su cantidad. La apuesta con aquellos hombres, unos ganaderos, otros agricultores y otros beduinos que habían montado una timba a las afueras de Sali, se me escapó en un primer momento. Adama defendió que el camello que nos acompañaba era capaz de pasar un grano de mijo con su boca a la
mía sin que se cayera y viceversa. Cuando me di cuenta del sentido de sus palabras exclamé: «¡Tú estás loco!», y eso que no sabía todavía lo peor de su apuesta. «Eso es imposible», comentó el niño que fue secundado por todos aquellos hombres menos por uno, su padre, que le dio un bofetón y le mandó que se fuera. Aunque no creo que el chavea aprendiera a estarse callado entre los mayores porque se largó a regañadientes. Además de la torta se llevó para casa la orden de que no se tocara el saco de patatas. Pero su opinión y mi exclamación calaron en los jugadores, porque tras insistir Adama: «¿Y bien? Yo me juego la silla del camello y la carga de víveres a que sí son capaces», el padre enfadado, y sin su hijo delante, también le secundó: «Eso, como dice mi chico, es imposible». Como yo había perdido el habla y veía peligrar mis bienes robados no pude defenderme. Así que mi amigo volvió a retar a aquellos hombres: «Pues apuesten». Y la cosa empezó a ponerse seria: «Sabes que si no pagas morirás y todos tus bienes servirán para cubrir tu deuda, ¿no?». «Soy consciente de ello», contestó con toda seguridad Adama. Y entonces el miedo me dio una tregua y pude usar mi lengua y mi boca: «Yo no». En cambio sí era consciente de que no quería perder a ninguno de mis dos amigos y de que tampoco era posible que Hamal, con sus gordos labios, pudiera manejar un grano de mijo, un grano que apenas es mayor que otro de arroz. Nunca lo habíamos ensayado, lo más pequeño que habíamos usado era un terrón de azúcar que es bastante más grande. «Yo apuesto contra a mi camello», llegué a decir. Pero Adama me hundió en la miseria y el grupo me sepultó entre risas: «Tú no puedes apostar porque eres parte de la apuesta y, además, Hamal también». Todo eso me dejó boquiabierto y sabedor de cual era mi sitio. Si alguien era capaz de darle un grano de mijo a Hamal y de que se lo devolviera era yo, desde luego. “Vamos a perderlo todo” fue mi pensamiento. Y lo que oí después no me tranquilizó. «Confía en mí, Dikembe y también en ti». Yo en él confiaba, otra cosa era en aquel Dikembe a quien él se refería. Supongo que alguno de aquellos jugadores se le pasaría por la cabeza que mi actuación era eso, un proceder engañoso para hacerlos picar. Quizá por eso solamente tres aceptaron la apuesta. El viejo, que se jugó tres corderos, otro que se jugó cinco sacos de dátiles y el padre, que, por supuesto, se apostó el saco de patatas. La discusión que sobrevino sobre la forma de dividir las ganancias y valorar cada una de sus apuestas entre ellos solo me sirvió para sufrir más. Cuando llegaron a un consenso, tampoco acabó mi padecer. Ellos veían la apuesta ganada y yo perdida. Y como largos jugadores, también eran desconfiados. Por ello me obligaron a beber dos largos tragos de agua. Después a enjuagarme la boca dos veces y hacer gárgaras varias más, tras lo cual tenía que escupir con fuerza el agua. Una vez estuvieron seguros de que no tenía nada en mi boca, aparte de los dientes y la lengua, para lo cual el viejo me miró y rebuscó con un dedo entre mis encías y debajo de mi lengua, y tras la conformidad de este, se ocuparon de Hamal. «Este tampoco tiene nada en la boca». Mi enfado me hizo exclamar: «¿Y qué esperabais, encontrar un granero?». Ya revisados y en condiciones los dos participantes, se dejaron claras todas las apuestas otra vez para que no hubiera malos entendidos. «Bien, pues solo nos queda el grano de mijo. Nosotros llevamos. Voy a cogerlo, si no hay inconveniente», ofreció Adama. No lo hubo y se acercó a Hamal, le rodeó y pareció rebuscar dentro de las alforjas. Nadie pudo verle porque el cuerpo del camello lo impedía. A mí me pareció que tardaba demasiado pero lo achaqué a que el tiempo pasa despacio cuando se pasa mal. Cuando regresó entre el grupo, abrió la mano y mostró un puñadito de cereal. El viejo tomó un solo grano con los dedos de una mano mientras con la otra me agarraba de la muñeca. Me llevó frente a Hamal y todos nos siguieron y se situaron a ambos lados de su cabezota. «Bien, veamos», anunció el anciano, y metió el grano de mijo en la bocaza del camello. Yo más que asustado y con las piernas más blandas que la mantequilla en verano le di la orden de que me diera el terrón de azúcar. Y en efecto, acercó sus labios a los míos y hubo un murmullo a mi derecha y a mi izquierda que en esa situación no pude juzgar. Mientras me besaba miré de reojo a mi amigo y sentí cómo el sudor corría por mi espalda. Habíamos perdido. No se retiraba todavía Hamal y ya me caía yo al suelo. Las piernas no me sostenían y miré otra vez al culpable de nuestra situación que, con toda la pachorra del mundo me ordenó que mostrara el grano. «No… No… No lo tengo» conseguí marmullar a la vez que rezongar. «!Que no lo tienes, que no lo tienes! Tú eres imbécil, Dikembe! ¿Cómo que no tienes el grano?». Jamás me había tratado de aquel modo. No le pude contestar y los insultos se repitieron. «Eres un inútil, un tonto a las tres y a cualquier hora. Mentiroso. Vaya compañero que me he echado. ¿O sea, que todo lo que me has contado es una patraña?», se volvió de espaldas, levantó los brazos al cielo y exclamó: «Que Alá sea misericordioso con el mayor mentiroso de sus siervos». Después se volvió hacia mí y siguió: «Él comprenderá lo que has hecho con su eterna sabiduría porque a mí no me cabe en esta cabeza. Vamos, embustero, descarga todas nuestras pertenencias. Las hemos perdido por tu culpa». La cara de satisfacción de los ganadores solo era comparable a la cara de envidia de aquellos que no habían apostado. Y, entonces, Adama jugó otra carta: «Bueno, aún nos queda una última oportunidad. Me juego el camello a que yo sí lo consigo».
cho con su fúsil. En esas circunstancias no se miente, aunque a mí me faltó el habla. Al final conseguí articular palabra: palabra: «Dikembe. Y estoy preso». «Pues, hala, lárgate y no cojas nada de ahí fuera. Venga, rápido». al ver que bajaba el arma, vi el cielo abierto y salí por piernas. Antes, entorné la puerta, agarré la lujosa túnica y la hice un gurruño. El soldado se había referido a no coger nada de fuera, no de dentro. Y le seguí porque no había otra manera de salir de aquel cuchitril, pero en cuanto pude me separé de él y traté de buscar una salida del palacete que parecía más un campo de batalla que la mansión de un sultán. Me costó salir a la calle, y no solo por los cascotes y los muebles destrozados, sino porque cada vez que veía a alguien, le evitaba. Entre eso y mi desorientación debí recorrerme toda la planta baja antes de salir de aquel infierno. Ya en el jardín, intenté acercarme a la tapia que me separaba de mi último hogar. Era la única que no había sufrido desperfectos. Salí a la calle por un agujero cercano a ella y me encontré con un vehículo militar con cañón y todo. Me pegué al muro y así llegué a nuestro rincón. Mis ojos notaron el cambio de luz y tuve que esperar a que se acostumbraran a la penumbra. Pero allí no había nada nadie, solo
una pared de hormigón al fondo que la recordaba de ladrillo, pero que no me extrañó. No estaba yo como para cuestionarme si mis percepciones eran acertadas o no. Me sentí abandonado, la verdad. Y con el puño cerrado golpeé con el canto de la mano aquella pared. El impacto no me provocó dolor porque parte del muro se movió hacia dentro. En mi frustración no me sorprendió que aquel calambuco se moviera. Ya te digo que no estaba para tonterías. Entonces me pareció oír mi nombre. No podía ser. Las piedras no hablan, ¿o sí? Alucinaba, porque mi nombre seguía sonando y venía de aquella pared. Me quedé de piedra. Sí, alguien susurraba mi nombre. No había duda. Ya nervioso, con la adrenalina a tope y dejando a un lado toda precaución grité: «¿Quién anda ahí?». «Dikembe, soy yo, Adama», escuché al acercar mi oreja a la grieta abierta por mi puñetazo. «¿Y dónde narices estás?», fue mi aliviada respuesta. «Estamos detrás del muro, tonto. Quita los lodrillos, no pesan mucho. No quiero empujar yo por si te las echo encima. Y tú ten cuidado». No había acabado de hablar mi amigo, y ya tiraba sin miramientos los calambucos que se partían a mi espalda. Estaban perfectamente colocados, contrapeados, pero sin argamasa entre ellos. A mitad de trabajo, apareció la cabeza de mi amigo. «¿Estás bien?», preguntamos los dos a la vez. Y nos echamos a reír, por lo que no necesitamos contestación. Otro asunto era nuestra situación, pero en ese momento de alegría no nos importaba. Antes me vino otra preocupación que se había escondido por dejar a un lado esa sensación de abandono al oír a Adama. «¿Y Hamal?». Su mirada ya me tranquilizó, pero sus palabras todavía más: «Sigue con los calambucos y le verás». No seguí, me colé por el hueco que ya había hecho y después de abrazar a un amigo abracé la cabezota del otro. Este intentó ponerse a cuatro patas, pero la estrechez del habitáculo no se lo permitió en el primer intento. En el segundo nos quitó trabajo, pero a punto estuvo de partirnos la crisma porque el resto de muro que quedaba en pie se vino abajo. «Yo no sé lo que lleva ahí sentado», le disculpó Adama. Como pudimos salimos de entre la pared y los cascotes. Me miré las manos porque me escocían y me di cuenta de que me las había destrozado con los calambucos. Pero no me importó, me dí dos lametones en cada uno, sin poder acertar de lleno, porque el camello no hacía más que embestirme con la cabeza. Mi labio tampoco salió ileso del encuentro, porque en uno de los movimientos de esa cabezota me arreó un golpe en la boca. Noté como se me hinchaba el labio. Me reí porque después de haber salido sin un rasguño de una batalla campal, del encuentro con mis amigos salía magullado. Eso le conté a Adama cuando me preguntó de qué me reía. Y me entraron las prisas o la cagalera de miedo, no lo tengo claro. «Hay que largarse de aquí, ya». Y como siempre, Adama puso la guinda a mi orden. Agarró la jáquima de Hamal, me puso la mano en el hombro y dijo: «Ahora sí». La verdad es que no se puede decir más con dos palabras. Habían aguantado emparedados a que yo llegara. Confiaban en mí hasta ese extremo. Y yo había dudado de ellos al ver aquella falsa pared que Adama se había encargado de construir para esconderse en tanto yo apareciera. Se la habían jugado por mí. Por si necesitábamos más motivos para irnos, volvieron a sonar unos disparos, estos más lejanos. Hamal se incomodó un poco, pero pude hacerme con él sin dificultad y salimos del callejón a la calle, después de que Adama echara un vistazo. Giramos esta vez a la derecha para huir del encuentro diario que tantos problemas nos había causado, aunque la verdad es que la otra dirección nos metía en el centro de Tawrirt y nosotros queríamos huir y olvidar a aquella gacela que no llegué a conocer pero que a punto estuvo de ser mi esposa. Y como esperábamos Adama y yo, Hamal se volvió a portar y nos sacó de aquella revuelta que daría con todos los componentes de la familia Hachemita bajo las dunas del desierto o comidos por las alimañas, que no solo viven en las ciudades. Aunque otra cosa serían sus bienes, sus activos y sus pasivos que, hoy supongo, engrosarían otros mayores. Y te lo digo porque al volverme por última vez vi como el palacete ardía en llamas. Si bien, no era del único edificio del que salía una columna de humo. El pez grande se come al chico decís aquí muy acertadamente porque confirma la cadena trófica. Mi abuela Mayifa decía que una hormiga no se comía un búfalo, pero ahora sabemos que muchos de esos bichitos juntos se pueden comer un elefante. Qué disgusto se llevaría de saberlo. Nosotros lo sabemos gracias al trabajo de científicos, naturalistas y divulgadores. Adama y yo seguimos la fuga alejados pero paralelos a la carretera. Así lo decidió mi amigo cuando echamos pie a tierra, después de sentirnos seguros lejos de ciertos habitantes de Tawrirt. Y yo, al recordar la que había liado con los higos, le seguí. Y menos mal, porque, desde la cresta de una duna, pudimos ver como llegaban a la ciudad más tropas en camiones y más armamento. También vinos como, desde diferentes puntos, salían unos regueros de personas de la ciudad, algunos en nuestra dirección. Adama, de un empujón, casi me hizo bajar la duna rodando: «¡Vamos, corre!». Solté a Hamal y bajé a trompicones por la pendiente arenosa. Y al final di un salto y caí. No entendí sus prisas. Aquella gente no venía a por nosotros. Por una vez no éramos objeto de caza, sino otros refugiados y perjudicados por la violencia de la lucha por el poder. Pero al oír su regañina, sí entendí su miedo: «¿No has aprendido nada?». No le contesté porque hubiera metido la pata al reconocer que conocía parte de su historia. Y por eso también se me paso el enojo por el empellón recibido. Tenía razón, bastante me había hecho notar en aquella ciudad. Una joven ya me había provocado el suficiente sufrimiento como para que sacara la cabeza entre las huestes de una contienda que nada tenía que ver con nosotros ni con aquella otra gente que también huía. A partir de aquel momento sorteé siempre que pude cualquier cima, fuera de duna o de ola, y, si se hubiera dado, de cualquier éxito. Si bien es cierto que desde la cumbre se ve todo aquello que te rodea, también es verdad que haces un blanco perfecto y que tu perspectiva se deforma. La óptica es muy caprichosa y eso lo saben muchos animales, como las cobras que ensanchan los músculos de sus cabezas y se yerguen para impresionar al otro animal que les ataca y las juzguen más grandes de lo que son. Al pie de las dunas giramos sobre nosotros mismo. ¿Hacia donde ir? ¡Qué más nos daba! Salvo al sur, donde se encontraba Tawrirt, podíamos ir en cualquier dirección. Como no nos decidíamos fue Hamal quien tomó la iniciativa. Y nosotros le seguimos. El animal podía acertar o equivocarse tanto como nosotros. Muchos animales toman mejores decisiones que los hombres y mujeres, sobre todo en una tierra tan salvaje como la que pisábamos, tan peligrosa como maravillosa, porque África está hecha a lo bestia. El acopio de agua y alimentos que hiciera Adama tras la pared con la idea de salir de allí cuanto antes una vez apareciera yo, nos daría para algunos días. Estaba claro que si Hamal seguía la dirección de la carretera, que de vez en cuando veíamos, llegaríamos a algún sitio. Las carreteras son como los ríos, si los sigues te encuentras con alguien. Como de costumbre Adama ni me contó ni me preguntó nada sobre lo acaecido mientras estuvimos separados. Pero la segunda noche, una vez acostados, yo volqué el talego. Le referí de un tirón toda la historia que se había escrito por culpa de la veleidad y el antojo de la tal Fátima. No sé qué le pareció porque ni le vi la cara, ni expresó ningún comentario al respecto. Sí sé que me escuchó, porque Adama tenía, y tiene, la misma virtud que Moussa, los dos saben escuchar, aunque mi amigo no comparte la verborrea del tuareg. En ese sentido me parecía yo más. Lo cierto es que, después de recordar estos acontecimientos hace unos días, busqué en Internet alguna referencia a esta revuelta, pero no encontré rastro alguno de ella. Imagino que nadie ha documentado el hecho o que nadie lo ha traslado a la Red. O bien sería una de tantas escaramuzas locales que, lamentablemente, salpican la historia de África y matan a tanto africano, presagio de guerras mayores. Por otro lado, cualquiera de los que me vieran, e incluyo a la mismísima Fátima, se acordarán hoy de mí. Si viven, eso sí. Porque en aquellos minigolpes de estado se arramplaba con todo lo establecido y de valor. Solo sobrevivían los bienes inmuebles y no todos enteros. A pesar de lo vivido en primera persona, tuve suerte. Hubiera sido peor haber llegado unos días antes a Tawrirt, en el momento del asalto al palacete. Entonces ya hubiera formado parte de la familia del aspirante a sultán, objetivo de aquella revuelta, y hoy no te podría contar nada de todo esto, ni nada de aquello. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Que no solo hay que nacer, hay que hacerlo acompañado de fortuna, y yo, en el fondo siempre la he acompañado, más que ella a mí. Y no hablo irónicamente. Para muchos la buena ventura está ligada al azar. ¿Pero qué divertimento puede superar a la propia vida? ¿Qué mayor premio que seguir vivo? Yo parto de la afirmación de estas preguntas para cimentar cualquier obra. Jamás he esperado un regalo. Habrá habido más, pero en este momento, aparte de la amistad de algunos de vosotros, solo recuerdo aquella camiseta que los cooperantes me lanzaron desde el camión. Obvio, evidentemente, los cuidados de mi abuela Mayifa que también fueron un regalo y que es lo mejor que pueda recibir nunca, porque cuando me han llegado los tuyos ya no estaba indefenso. En fin, que sin pretenderlo y sin saberlo, llegamos a Sali. Miramos temerosos hacia el pueblo, pero no vimos signo alguno de violencia. No oímos disparos ni explosiones. No divisamos columnas de humo, ni tampoco movimientos de gentes o vehículos fuera de lo común. Nos miramos y decidimos acercarnos. Un movimiento de cabeza de Adama y mi encogida de hombros bastaron para llegar a un acuerdo. Hamal también estuvo conforme pues con su paso, aparentemente desganado, tomó la dirección consensuada sin ser influido por nadie. Según habíamos subido hacia el norte, el entorno se había salpicado de verdes. El agua ya no era un problema y los pueblos estaban más cerca unos de otros, como ocurría entre Tawrirt y Sali. No cabe duda de que las carreteras unen a las personas, por eso hay tan pocas en África. Al menos, antes de que yo saliera de allí. Sali era pequeña, más que Tawrirt y tal como nos habíamos propuesto, pasamos desapercibidos. Cambiamos el rumbo hacia el oeste por un comentario de mi amigo: «Deberíamos apartarnos de la carretera». No sabía si era mejor o peor, mas lo cierto era que cada vez nos cruzábamos con más vehículos. El zoco de este pueblo no era como los vistos anteriormente. Los agricultores y los artesanos no compraban ni vendían sus productos: los cambiaban. Es decir, que el dinero no corría entre las manos, los frutos del trabajo de aquellas personas se trocaban unos por otros, por lo que el regateo y el diálogo estaban siempre presentes en cualquier intercambio o cambalache por trivial que fuera. Por eso nos fue difícil hacernos con víveres. Nadie quería aceptarnos dinero, ni siquiera dinares o francos argelinos, que de las dos monedas teníamos. No teníamos nada que ofrecer salvo el vil metal o Hamal. Y esto último no entraba dentro de nuestros planes. Adama hubo de desprenderse, muy a su pesar, de una pequeña daga con la que se había hecho en Tawrirt, pero que no
sirvió para mucho. En cambio, mi caftán de príncipe consorte sí le apañó a una frutera que según nos contó la quería para su hijo que iba a contraer nupcias en breve. Y como quiera que a la vecina de puesto también le cayó en gracia la prenda, sacamos bastante por ella. Bon, por la competencia entre las fruteras y porque era una prenda de lujo, mientras que el puñal de Adama era una hoja roñosa insertada en un palo poco labrado que según él se había encontrado en la calle. Ya algo abastecidos salimos del pueblo. Junto a la última choza distinguimos un grupo de hombres que parecían discutir, sin gritos, pero con aspavientos y manoteos. Ya sabes, como si hablaran con las manos. Con curiosidad y disimulo me acerqué y detrás de mí, Hamal y Adama. Pero antes de poder oír nítidamente sus palabras los siete hombres enmudecieron. Y el que parecía el mayor comenzó a hablar forzadamente de camellos. Al menos eso noté yo. Un crío llegó a la carrera justo cuando nos hacíamos los saludos de rigor. Y ya sabes como son los niños. Todo el pueblo se enteró del recado: «Mamá dice que sí, que te puedes apostar el saco de patatas porque todavía no lo ha vendido». No solo el padre de la criatura se sintió descubierto, sino que todo el grupo compartió su vergüenza. No hay nada como ocultar algo y confiárselo a un chaval para que te explote en las narices. Adama, con esa capacidad innata para soslayar situaciones incómodas, a pesar de su renuencia al lenguaje hablado, se ganó a los jugadores que olvidaron enseguida la afrenta infantil: «Yo tengo una apuesta que hacerles. Si la quieren oír se la propongo. Si no nos vamos y aquí paz y después gloria». Una vez pasado el trago, el viejo que había hablado de los meharis pidió a mi amigo que explicara su reto. Sería una de las veces que Adama se excediera en el habla. Quizá por ello no me calaron sus palabras, sino su cantidad. La apuesta con aquellos hombres, unos ganaderos, otros agricultores y otros beduinos que habían montado una timba a las afueras de Sali, se me escapó en un primer momento. Adama defendió que el camello que nos acompañaba era capaz de pasar un grano de mijo con su boca a la
mía sin que se cayera y viceversa. Cuando me di cuenta del sentido de sus palabras exclamé: «¡Tú estás loco!», y eso que no sabía todavía lo peor de su apuesta. «Eso es imposible», comentó el niño que fue secundado por todos aquellos hombres menos por uno, su padre, que le dio un bofetón y le mandó que se fuera. Aunque no creo que el chavea aprendiera a estarse callado entre los mayores porque se largó a regañadientes. Además de la torta se llevó para casa la orden de que no se tocara el saco de patatas. Pero su opinión y mi exclamación calaron en los jugadores, porque tras insistir Adama: «¿Y bien? Yo me juego la silla del camello y la carga de víveres a que sí son capaces», el padre enfadado, y sin su hijo delante, también le secundó: «Eso, como dice mi chico, es imposible». Como yo había perdido el habla y veía peligrar mis bienes robados no pude defenderme. Así que mi amigo volvió a retar a aquellos hombres: «Pues apuesten». Y la cosa empezó a ponerse seria: «Sabes que si no pagas morirás y todos tus bienes servirán para cubrir tu deuda, ¿no?». «Soy consciente de ello», contestó con toda seguridad Adama. Y entonces el miedo me dio una tregua y pude usar mi lengua y mi boca: «Yo no». En cambio sí era consciente de que no quería perder a ninguno de mis dos amigos y de que tampoco era posible que Hamal, con sus gordos labios, pudiera manejar un grano de mijo, un grano que apenas es mayor que otro de arroz. Nunca lo habíamos ensayado, lo más pequeño que habíamos usado era un terrón de azúcar que es bastante más grande. «Yo apuesto contra a mi camello», llegué a decir. Pero Adama me hundió en la miseria y el grupo me sepultó entre risas: «Tú no puedes apostar porque eres parte de la apuesta y, además, Hamal también». Todo eso me dejó boquiabierto y sabedor de cual era mi sitio. Si alguien era capaz de darle un grano de mijo a Hamal y de que se lo devolviera era yo, desde luego. “Vamos a perderlo todo” fue mi pensamiento. Y lo que oí después no me tranquilizó. «Confía en mí, Dikembe y también en ti». Yo en él confiaba, otra cosa era en aquel Dikembe a quien él se refería. Supongo que alguno de aquellos jugadores se le pasaría por la cabeza que mi actuación era eso, un proceder engañoso para hacerlos picar. Quizá por eso solamente tres aceptaron la apuesta. El viejo, que se jugó tres corderos, otro que se jugó cinco sacos de dátiles y el padre, que, por supuesto, se apostó el saco de patatas. La discusión que sobrevino sobre la forma de dividir las ganancias y valorar cada una de sus apuestas entre ellos solo me sirvió para sufrir más. Cuando llegaron a un consenso, tampoco acabó mi padecer. Ellos veían la apuesta ganada y yo perdida. Y como largos jugadores, también eran desconfiados. Por ello me obligaron a beber dos largos tragos de agua. Después a enjuagarme la boca dos veces y hacer gárgaras varias más, tras lo cual tenía que escupir con fuerza el agua. Una vez estuvieron seguros de que no tenía nada en mi boca, aparte de los dientes y la lengua, para lo cual el viejo me miró y rebuscó con un dedo entre mis encías y debajo de mi lengua, y tras la conformidad de este, se ocuparon de Hamal. «Este tampoco tiene nada en la boca». Mi enfado me hizo exclamar: «¿Y qué esperabais, encontrar un granero?». Ya revisados y en condiciones los dos participantes, se dejaron claras todas las apuestas otra vez para que no hubiera malos entendidos. «Bien, pues solo nos queda el grano de mijo. Nosotros llevamos. Voy a cogerlo, si no hay inconveniente», ofreció Adama. No lo hubo y se acercó a Hamal, le rodeó y pareció rebuscar dentro de las alforjas. Nadie pudo verle porque el cuerpo del camello lo impedía. A mí me pareció que tardaba demasiado pero lo achaqué a que el tiempo pasa despacio cuando se pasa mal. Cuando regresó entre el grupo, abrió la mano y mostró un puñadito de cereal. El viejo tomó un solo grano con los dedos de una mano mientras con la otra me agarraba de la muñeca. Me llevó frente a Hamal y todos nos siguieron y se situaron a ambos lados de su cabezota. «Bien, veamos», anunció el anciano, y metió el grano de mijo en la bocaza del camello. Yo más que asustado y con las piernas más blandas que la mantequilla en verano le di la orden de que me diera el terrón de azúcar. Y en efecto, acercó sus labios a los míos y hubo un murmullo a mi derecha y a mi izquierda que en esa situación no pude juzgar. Mientras me besaba miré de reojo a mi amigo y sentí cómo el sudor corría por mi espalda. Habíamos perdido. No se retiraba todavía Hamal y ya me caía yo al suelo. Las piernas no me sostenían y miré otra vez al culpable de nuestra situación que, con toda la pachorra del mundo me ordenó que mostrara el grano. «No… No… No lo tengo» conseguí marmullar a la vez que rezongar. «!Que no lo tienes, que no lo tienes! Tú eres imbécil, Dikembe! ¿Cómo que no tienes el grano?». Jamás me había tratado de aquel modo. No le pude contestar y los insultos se repitieron. «Eres un inútil, un tonto a las tres y a cualquier hora. Mentiroso. Vaya compañero que me he echado. ¿O sea, que todo lo que me has contado es una patraña?», se volvió de espaldas, levantó los brazos al cielo y exclamó: «Que Alá sea misericordioso con el mayor mentiroso de sus siervos». Después se volvió hacia mí y siguió: «Él comprenderá lo que has hecho con su eterna sabiduría porque a mí no me cabe en esta cabeza. Vamos, embustero, descarga todas nuestras pertenencias. Las hemos perdido por tu culpa». La cara de satisfacción de los ganadores solo era comparable a la cara de envidia de aquellos que no habían apostado. Y, entonces, Adama jugó otra carta: «Bueno, aún nos queda una última oportunidad. Me juego el camello a que yo sí lo consigo».
En el momento de leer por primera vez esta carta,
hice esta anotación. Palabras que respeto para no destripar la historia de
Dikembe: “Arriesga mucho Adama. Aun en la seguridad de tener todo a su favor.
El atrevimiento de la juventud, osadía que sufre su amigo Dikembe, le hace
creer que es capaz de engañar a quien, de forma diletante, se dedica a ello
para no palmar en una apuesta. Y más si los otros apostantes pueden ser sus
padres o sus abuelos. Sabe más el diablo por viejo que por diablo. A ver cómo
salen de esta los dos amigos, porque si el mundo es de los valientes, también
es verdad que los cementerios están abarrotados de héroes. Normalmente la
experiencia es mejor consejera que la valentía, pero cuando la ambición entra
en juego las cosas cambian. Y en el juego, las circunstancias se trastocan. La
codicia ciega al más experto de los jugadores. Y me vienen a la cabeza ciertas
palabras escritas por el Dikembe adulto en las que equipara a todos los seres
humanos por el hecho de compartir las mismas pasiones y por la imposibilidad
que tenemos de inventarnos otras. Según él, la diferencia entre una
personalidad y otra viene dada por el grado en que se experimentan las
pasiones, además de la interacción que tienen en nuestro interior y con lo
acontecido a nuestro rededor. Así pues, veremos qué ocurre y como acaba esta
andanza que sufre más que protagoniza Dikembe.
Uno,cuando siente pánico, cree que nunca puede aumentar. Pues yo te puedo asegurar
que es mentira. El miedo es como el dinero. Siempre puedes tener un poco más. Y
si no, se lo preguntas a algún rico que conozcas. Y así me ocurrió a mí, pero
solo con el temor. Me veía ya separado de un amigo por otro. ¿Qué podía hacer?
Me despistó la excitación y el nerviosismo que mostraba Adama. Era la primera
vez que le veía de tal guisa. Los demás también mostraban esos signos y esos modos.
Una vez visto el desastre de actuación vieron el cielo abierto y lleno de
camellos que les llamaban. Incluso discutieron porque un camello para tanto
dueño no era suficiente. Pero llegaron a un acuerdo nuevamente. Hamal era muy
goloso en todos los sentidos. El anciano, único propietario de camellos,
cubriría la apuesta que, tras ganar, como tenían por cierto y seguro, daría a
los demás lo mismo que hubieran apostado y se quedaría él con mi camello porque
también era agricultor y tenía rebaños de cabras. Al darse cuenta de la
seriedad de la apuesta, uno de aquellos hombres se acercó a la mezquita y
requirió la presencia del chauz para que certificara oficialmente el cambio de
propiedad. Tan seguros estaban de ganar que se descubrieron, aunque también dejaron
claro que quien se iba era amigo del alguacil. Yo, cada segundo que pasaba, más
nervioso me ponía. La camisa, de haberla vestido, no me hubiera llegaba al
cuerpo. La sonrisa burlona de Adama, que solo yo leía en la comisura de sus
labios, era lo único que me retenía para no saltar sobre Hamal y salir a toda
leche de allí, como diría tu hijo. Además, de vez en cuando, me echaba una
mirada de complicidad que yo ni entendía ni compartía. Era como si yo tuviera
que saber algo que solo él sabía. Cuando volvió el apostante acompañado por su
amigo para que diera fe de lo que, en cualquier caso, iba a ocurrir se decidió,
decidieron que fuera él quien declarara el ganador de la apuesta. Así todo
sería oficial y nadie podría reclamar después. Y esta vez le tocó a Adama
enjuagarse la boca y hacer las gárgaras. Revisada su boca por el chauz, este
cogió un grano de mijo que le entregó el propio Adama y se lo quiso poner en la
boca a Hamal. «¿No morderá?», se curó
en salud el alguacil. Y yo me vengué a mi manera: «A los extraños sí». Por lo que sugirió que se lo diera yo. En el
súmmum de la desconfianza, el anciano cuestionó que cómo sabríamos que el grano
que uno entregaba al otro y viceversa era el mismo y no otro. Entonces, el
chauz, con su daga, hizo dos muescas en el grano y preguntó: «¿Conforme?». Conformes todos menos yo,
me entregaron el grano y antes de dárselo al camello me deshice en mimos y
elogios con él: «Toma bonito, camello
guapo. No te lo comas. Se lo tienes que dar a tu amigo Adama. Camello grande y
obediente». Pero Hamal no quería el grano de mijo. Ni que se lo diera otro,
ni que se lo diera yo. «Mejor, vamos a
hacerlo al revés. Yo se lo doy al camello, demuestro que no lo tengo y luego él
me lo da a mí. ¿Qué le parece chauz?», propuso mi amigo. Y el juez dio el
consentimiento: «La apuesta no cambia y
si el bruto no quiere colaborar peor para ustedes. Recuerda que el mismo grano
tiene que volver a su boca señor Adama». Cada vez se complicaba más el
asunto. Yo sabía que en cuanto Hamal tuviera en la boca el grano, si es que
quería cogerlo, se lo tragaría. Adama, con toda la pachorra del mundo, se puso
entre los labios el grano y acercó su boca a los labios de Hamal. Yo ordené al
camello que diera un beso a nuestro amigo y así lo hizo. Yo empecé a decirle
que no se lo tragara. Pero para eso yo no tenía orden, ni él la había
aprendido, así que se lo dije como si se tratase de un humano. Eso volvió a
desencadenar las risas de los apostantes y del chauz, quien revisó la boca de
Adama con un dedo que pasó por lengua, paladar, encías y dientes. «Ahora te lo tiene que devolver», ordenó
el juez y mi amigo me dio un consejo: «Procura
que el beso sea largo esta vez, Dikembe». Y mis dos amigos volvieron a
juntar sus labios. Obedecí a Adama y no paré de decir en voz alta la palabra
que servía de orden para que Hamal me diera a mí un beso. No era otra que esa
precisamente, beso en francés: baiser.
Como veía de perfil a ambos, en este caso tampoco vi trasiego alguno de grano,
como me temía, pero sí que el moflete de Adama se movía extrañamente. Además, no
dejaba de mirarme como suplicándome que el beso siguiera. Fue el único momento
que vi inseguridad en él desde que empezara la apuesta. Yo seguí con la palabra
“baiser” en la boca hasta que se separaron. Y para mi
sorpresa vi un grano de mijo entre los labios de mi amigo. La sorpresa no dejó que
disfrutara ese instante de alegría suprema: ¡No había perdido a Hamal! Y al
darme cuenta empecé a saltar de alegría. Pero el desconfiado no se dio por
perdedor y me paró los pies. «¡Eh, eh! A
ver si es el mismo grano, señor chauz». Si en esos momentos se hubiera
abierto la tierra y nos hubiera tragado a todos no me hubiera importado lo más
mínimo. Pero no hubo necesidad porque el juez de la apuesta dictaminó que el
grano que le había cogido a Adama de entre los labios era el mismo que él había
marcado con su puñal. ¿Cómo lo había conseguido? Nadie se lo creía. Y yo menos.
Tampoco el chauz, que terminó por rendirse a la evidencia: «Los ganadores son los dos muchachos. Así que
vosotros debéis pagar». Como en todos los timos, la colaboración del timado
es imprescindible. Y aquellos avariciosos lugareños que se vieron dueños de un
camello a costa de dos muchachos “extranjeros” aportaron todo menos el timo
para que la añagaza fuera posible. Sí, mon
ami, aquellos “ignorantes” adolescentes ganaron la apuesta. Si bien uno de
ellos sufrió lo indecible precisamente por no saber que toda aquella engañifa
se le había ocurrido a su amigo al ver apostar a aquellos hombres. Adama, según
me contó después, creía que yo me había imaginado el truco por lo que ocurriera
en Tamanrasset
con el albaricoque. Te doy tiempo hasta la próxima para ver si lo descubres tú.
Sé que es difícil, pero igual de dificultoso lo tenía yo. No me llames tonto.
Un saludo,
Imagen 1. Foto bajada de siatt.los-foros.es. Original en
color.
Imagen 2. Foto bajada de
bloquesdecemento.blogspot.com.es. Original en color.
Imagen 3. Foto bajada de foto propia.
Imagen 4. Foto bajada de www.herbalius.com y
cambioeurodolar.com. Originales en color.
De la que se libró Dikembe... La Fátima se quedó compuesta y sin novio... Y la amistad de Adama, incuestionable. Por momentos, lo veo más decidido y consciente que el propio Dikembe, aunque también atrevido con el mijo. No adivino como lo pudo hacer, espero que "meloexplique". Hasta el próximo capítulo, J.C. Abrazos.
ResponderEliminarPor supuesto que lo explicarán, pero tiene que ver con un albaricoque que Adama se come en un capítulo anterior. Hacen buena pareja, uno pone la seriedad y el otro la alegría de vivir. Gracias, Ligia, un abrazo, JC.
EliminarSe dice y no se cree. Mira por donde se libró de una buena. Sin verla ya era fea, cuanto más tener que aguantarla. Bien, no hay mal que por bien no venga.
ResponderEliminarHasta el lunes J.C.
Ni9 mal que cien años dure, ja, ja. Gracias, Varinia. Hasta el lunes, JC.
EliminarVaya, pues no es la mejor manera de escapar pero no tuvo que pensar mucho... Y de buena se libró!
ResponderEliminarNi por asomo se me ocurre el truco así que toca esperar al próximo capítulo =)
Besitos
Es una tontería. Son cosas que no han sucedido pero que pueden ser verdad, como diría mi suegro Mateo. Gracias, Amanda. Un beso, JC.
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