De cómo perder un mapa sin que nadie se entere
quellas gentes con las
que nos habíamos encontrado en mitad del desierto venían de Tiaret. Nos aconsejaron
que tomáramos rumbo oeste. En esa dirección encontraríamos agua más fácilmente
y con más frecuencia. Antes del amanecer me despertó el trajín de los tuaregs
que reemprendían camino. Vi que Adama también se revolvía bajo su manta, pero
él no se levantó. Yo sabía que estaba despierto y esperaba a que la pequeña
caravana se pusiera en marcha para emprender el día. A veces, mi amigo parecía,
o lo era, antipático. Las despedidas y los formulismos le gustaban tanto como
hablar. Cuando se desperezó y volvió a ser persona, me le quedé mirando a los
ojos a modo de reproche. «Los tuaregs
no me gustan», fue su disculpa. Hoy puedo asegurarte que, salvo Hamal y yo,
todo el mundo le desagradaba. Y poco ha cambiado. Creo que las experiencias con
sus semejantes le han llevado a desconfiar de todo el mundo. Y no tengo en
cuenta solamente el sufrimiento de aquel niño en África, también incluyo como
fue, fuimos, tratados al llegar a España
e inclusive todavía hoy. Aún hay gente que nos repudia por tener la piel de otro
color. Y, a veces, nos demuestran ese rechazo hasta violentamente. Adama cuenta
en su haber, o en su debe, con dos palizas callejeras que le hicieron pasar por
el hospital. Donde también se encontró con problemas, digamos burocráticos. Si
bien debo decir, porque soy testigo de ello, que el personal sanitario se portó
estupendamente con los dos. Muchos de estos profesionales actúan en contra de
las instancias superiores y a favor de su juramento. Asunto que se agradece a
todos los niveles, incluido el legal. Una persona que tarda 10 ó 15 años en
esforzarse para hacer un juramento, no va a dejar de cumplirlo porque se lo
ordene un ministro de tres al cuarto. A mí, al menos, me parece más importante
e imprescindible un solo médico que todo un gobierno en pleno, se ponga los
demócratas como se pongan. Debemos mejorar muchos aspectos de nuestros
estamentos, tanto allí, en África, como aquí. No me duelen prendas, mon ami. No sería solo la xenofobia la
culpable de que Adama acabara en un centro sanitario. Su malaria también le
obligaría más de una vez. Y si bien está casi curada, le ha dejado huella. Y en
su favor debo decir que, siendo un “simpapeles”, le permitieron formar parte de
un grupo de cobayas en el que se ensayó una droga contra el paludismo. Otra vez
aparece la incongruencia de vuestras leyes. ¿Si no existes civilmente, cómo
narices puedes contribuir a la ciencia?”. Todos esos desajustes desaparecerán,
no cuando se hagan leyes justas, porque es imposible, sino cuando todos
tengamos los mismos derechos en cualquier momento y lugar. Para mí es así de
sencillo. Pero si yo fabrico peines, no quiero que haya calvos. Y si esos
peines usan balas, la paz no me interesa. Quien no quiera entenderlo y sea
partidario de armar hasta a los niños, más le valdría no haber nacido. Un mundo
que debe vivir en paz no les necesita. Y digo que no deberían haber nacido,
porque me guste o no, una vez paridos tienen el mismo derecho que yo para
expresar su opinión.
¿Qué queréis que os diga? Bastante dice Dikembe a
su amigo José María. Ante sus palabras poco puedo añadir, aunque alguien las discutirá.
Pero quien quiera que lo haga tendrá que explicar porqué llegan armas a manos de
tantos niños. Y no le valdrá la escusa del cuchillo que también sirve para
cortar el pan porque en un arma no hay nada bueno, nada. Yo me sumo a la
reflexión y postura de Dikembe. A los niños hay que amarlos, no armarlos, como
hacen por África actualmente. Todos arrimamos el ascua a nuestra sardina,
aunque este refrán falla cuando no hay ni una parrocha que arrimar.
Seguimos camino también
nosotros hacia el oeste con el regusto dulce de aquel azúcar tostado con
almendras, así como de la grata compañía, al menos para mí, porque ya conocemos
la postura de Adama ante los tuaregs y no tuaregs. Al cruzar una pista de
tierra, mi amigo me planteó seguirla. Iba hacia el norte. Le propuse que
cavilara un poco. Después de que se volviera hacia los cuatro puntos cardinales
sus pasos me indicaron la dirección que “habíamos” elegido. Y hablo en plural
porque aunque las decisiones las tomáramos individualmente siempre eran por
consenso. Cuestión de confianza. Igual que la presunción que tú asumes cuando
te pones al volante de un coche ante los demás conductores. Si no tuvieras la
seguridad de que nadie va a ir contra tu vehículo, no conducirías. Confías
ciegamente en que todos vais a cumplir las normas de circulación. Y, en cambio,
sabes perfectamente que muchos os las saltáis a la torera. Pues es lo mismo que
nos pasaba a nosotros. Atinaría o erraría, pero yo presumía que en ese momento
la suya era una decisión acertada. Éramos como una mujer maltratada que siempre
consiente, en su caso por lo contrario que nosotros. Supongo que le ayudó a
decidir oír junto al murmullo del viento el traqueteo lejano de un motor. Y
ello implicaba el encuentro con otro humano. Evidentemente dejamos la pista por
la que se caminaba mil veces mejor que por la arena suelta, pero que,
precisamente por ello, atraía más caminantes y vehículos motorizados o no. Sin
volverme, oí alejarse el monótono ruido mecánico, y volvimos al silencio que se
ve inundado por el viento, que esta vez nos daba de cara. Nos subimos las
camisetas hasta la nariz, de modo que si nos hubiéramos cruzado con los
fantasmas de nuestros familiares no nos hubieran conocido. Hamal no necesitaba
ni de turbantes, ni de pañuelos, ni de camisetas para defenderse de la arena
que traía el aire. Los camellos son capaces de sellar sus narinas a voluntad
para que no se vean afectadas sus fosas nasales. Lo que ya no sé es por donde
respiran los “jodíos”. Como tampoco necesitan la vista para caminar en línea
recta, al menos Hamal. Lo sé porque en nuestros juegos yo le ponía mi camiseta
en la cabeza, me alejaba, le llamaba. Él acudía por el camino más corto. Por
ese motivo y porque la tempestad de arena arreciaba, nos pusimos en su lomo y
nos dejamos llevar hacia la profundidad del desierto. En nuestros corazones,
sin alimentarlo ni saberlo, crecía el sueño de una tierra que nadie nos había
prometido pero en la que, en mi caso, buscaba a Kataku. Sí, es
cierto que Adama hablaba poco y andaba siempre absorto en sus pensamientos,
pero cuando hablaba decía algo, no era como yo. Creo que me repito, pero es
fácil caer en la tautología. Te lo digo, porque durante una de esas noches de travesía,
bajo las estrellas y nuestras correspondientes mantas, racionalicé mi deseo de
llegar allí donde todos los de mi aldea ubicábamos a aquel joven que marchara. No
buscaba contestación alguna, porque no había pregunta, tan solo reconocimiento de
un anhelo íntimo y profundo que no creía tener . Mi sorpresa fue escuchar una
confesión en tan solo tres palabras: «Yo solo huyo». Adama no iba a ningún sitio en particular, solo
huía. Quería evaporarse, no estar en ningún sitio. Aunque eso cambiaría. Y sin
querer ser protagonista de nada, creo que fui yo el motivo. Bon, moi
y supongo que algo tuvo que ver también Hamal. Le entendí perfectamente porque
eso creía yo que hacía desde que dejé atrás a Wahid Okoye. Aquella noche, imaginé más que dormí. Mi amigo, sin intención,
ya me había contado los motivos de su constante evasión. Y yo confundía mis
recuerdos con sus delirios durante su enfermedad. Cada uno vive las situaciones
similares como puede y sabe. Ninguno respondemos igual ante lo mismo. Y, aunque
sean semejantes esas vivencias, calan y desgarran, en su caso, diferentes
partes del alma. Y considerando que no hay dos almas iguales, a pesar de que
las hay gemelas, pensé en las diferencias de nuestras heridas ante hechos
semejantes. También llegué a una conclusión que desecharía durante el viaje. A
la sazón asumí que aquello vivido en nuestras respectivas aldeas, tanto Adama como
yo, era consuetudinario. Como decís vosotros, que era el pan nuestro de cada
día que debía llegarle a todo el mundo. Bien es verdad, como te he dicho, que
antes de llegar a estas tierras que hoy piso, ya había corregido esa sensación.
Porque, también, en nuestro largo y ancho peregrinar, vi que en África hay
personas que no sufren la amputación de sus seres queridos en el momento que
más los necesitan. Sin llegar a pensar que nuestras soledades, la de Adama y la
mía, eran raras o particulares. Según nos levantábamos caminábamos hacia
nuestras sombras, siluetas que por las tardes nos seguían a nosotros. Recordé
con alegría que un anciano de mi aldea, cuando no era yo más que un mocoso, se
reía de mí porque siempre andaba corre que te corre para pisar mi sombra. Y me
decía que nunca conseguiría adelantarla ni dejarla atrás, que era como el dolor,
que siempre le tenemos delante y que siempre está detrás, en la memoria. Y este
recuerdo final, me torció el gesto. Así que dejé de recordar y punto. Y mira tú
por donde, si cuando sale el sol le das la espalda y sigues en esa dirección a
la tarde has conseguido dejar tu sombra atrás. Aquel viejo no tenia razón,
cualquier cosa se puede dejar atrás, aunque luego vuelva a estar delante. Basta
con seguir tu caminar y echarle paciencia. Adama, al ver las sonrisas que por
estos pensamientos se me venían a la cara, me miró con extrañeza. A lo mejor se
preguntaba si tenía motivos para sonreír o quizás pensara que su compañero se
había vuelto loco. Terminó por esbozar forzadamente otra sonrisa que apenas terminó.
Y como me gustaba pincharle me acerqué a él y le pregunté, exagerando: «¿Y tú de que ríes?». Fue la única vez, que recuerde, que me dio la sensación de
que Adama hablaba por hablar. «Porque
tú lo haces», me dijo, respuesta que en aquel momento juzgué vacía. Pero de
banal tenía poco, porque hoy reconozco en ella su amistad, la pura alegría de
ver que el otro está alegre. En esa sonrisa había cariño, había admiración. Sí,
a veces, las palabras separan, otras muchas expresan más de la idea que
representan. Ojala las palabras, incluidos los insultos y las mofas, fueran las
únicas armas para luchar entre nosotros. Aunque hay algunos que no las
entienden. Poco te cuento, como verás, de la travesía por el desierto, pero es
que tan solo pasaban los días y las tormentas de arena. Hoy reconozco que el
desierto no fue solo duna tras duna. Si algún día fue verde, debió ser
impresionante, acaso un paraíso. A nada que se le hubiera hecho caso a aquel
físico, matemático e inventor, Augustin Mouchot,
que ya en el siglo XIX pensó en la energía solar, hoy el Sahara y otros
desiertos generarían más energía que aquella que obtendremos nunca al quemar
todo el carbón y el petróleo que arrancamos a la tierra. Y sin ningún riesgo
para nuestra salud. Pero, como siempre, la economía se impuso a la lógica.
Después de la Exposición Universal de París de 1889, donde monsieur Mouchot presentó su invento para explotar la energía
solar, el hundimiento del precio del carbón
hizo que todos se olvidaran de sus proyectos. Todos menos
un multimillonario, gracias a la invención del cristal de seguridad, que, treinta
años después, montó en Maadi, Egipto, una planta solar capaz de bombear del
Nilo 23.000 litros
de agua por minuto para mantener irrigados varios campos de algodón. Este
pionero fue Frank Shuman. Esta vez no fue la economía, o sí, sino la II
Guerra Mundial el freno. Y después el bajo coste del petróleo. Las grandes industrias
optaron por quemar petróleo y la liaron. Era todavía más barato que extraer carbón.
Y así se fue al traste el gran invento que pudo evitar el desastre que hemos
provocado por el uso de los combustibles fósiles. Y la energía solar quedó
arrinconada hasta que en 1970, por necesidad, se retomó. Es decir, que perdimos
medio siglo estropeando, además, nuestra atmósfera. Si algo es notorio en la
humanidad es su estupidez. Aunque alguien pueda pensar que a cojón visto, macho
seguro, cualquier tonto como yo podría haber pensado que se acabaría antes
cualquier mineral que la luz del sol. Y ya, de paso, evitar el cambio
climático, aunque en aquella época pocos, por no decir nadie, pensaba en ello. Pero
lo que queda claro es que unos pocos arrastraron a la mayoría, no hacia el bien
común, sino hacia el bolsillo propio. Como a nosotros nos arrastró nuestro
silencioso caminar hasta Im Amguel. La ciudad no nos esperaba, aunque tampoco
sentimos que fuéramos un estorbo. Fue como seguir en el desierto porque nadie
reparó en nosotros. Todo el mundo iba a lo suyo, como nosotros, que primero nos
avituallamos y luego jugamos en el río mientras Hamal comía. Y, de paso, nos
quitamos el polvo del camino. Y, aunque no chapoteamos solos, tampoco extrañó a
nadie que lo hiciéramos. Tan solo nos quitamos las túnicas, los turbantes a
punto estuvieron de desaparecer en la corriente, pero nos lo pasamos en grande
al perseguirlos. Adama, como no sabía nadar, me animaba a perseguirlos y cuando
los alcanzaba se tiraba hacia atrás para celebrarlo. El camello, sin prisas,
bebió lo suyo, que como ya sabes es mucho y nos esperó con la paciencia que le
caracterizaba. Nos secamos al sol y al sol dejamos los turbantes extendidos
sobre la hierba mientras comíamos a la sombra de un frondoso y recio árbol. Cuando
acabamos de comer nos tumbamos a descansar. Ni él ni yo dijimos nada sobre
seguir camino. No hicimos noche bajo aquel árbol, junto al río, por los
mosquitos. Trasladamos nuestro culo junto a una tapia de barro con unos
contrafuertes y allí dormimos resguardados del viento que se levantó cuando
bajó la temperatura después de irse el sol. Al despertar, lo primero que vi
fueron unos frutos que colgaban de un árbol cuyo tronco ocultaba la valla. Las ramas de otro árbol también asomaban por encima del muro, al
otro
lado de un pilar que hacía el rincón que habíamos aprovechado nosotros para
pernoctar. Quien cerró durante la noche el habitáculo así creado, fue Hamal que
con su corpachón nos resguardó del aire y del frío. Y el camello también nos
sirvió de nuevo como escalera para hacernos con aquellos frutos. Por todo ello
fue un despertar agradable. Parecido al que vives tú a diario, que te
encuentras, tras dormir, con un desayuno encima de la mesa, nosotros lo
encontramos encima de nuestras cabezas. De alguna manera, un frigorífico
natural, nos guardaba a nosotros un almuerzo sorpresa. Fue Adama quien se subió
a Hamal y arrampló con casi todos los frutos que creyó en sazón. Los apretaba,
calibraba su madurez y los arrancaba o los dejaba según le pareciera. Al verle,
deduje que no era la primera vez que hacía aquello, pero no le pregunté. No es
que fueran un manjar, pero no estaban mal aquellos frutos, y mejor nos supieron
por la cercanía y el costo. Eran jugosos y sin hablar aprobamos a mordiscos y
con gestos aquella suerte. Me vino a la cabeza mi bisabuela Mayifa que siempre
sería mi abuela a pesar de todo. Ella siempre quiso que fuera un guerrero, de
la misma forma que tú quieres que uno de tus hijos sea médico. Los sueños están
matizados, como nosotros mismos, por nuestro entorno. De hecho, mi abuela
Mayifa solo podía soñar con que su biznieto fuera el brujo de la tribu o un
guerrero. Y mira tú por donde, las circunstancias me llevaron a ser filólogo de
una lengua que, ni ella ni yo, conocíamos. Algo que Adama nunca se planteó. Él
optó por la ignorancia, que no por la incultura, y lo hizo totalmente
consciente. Y eso normalmente no ocurre porque la ignorancia suele ser
impuesta. Él no es infeliz a su modo. Siempre ha querido que no se repitiera su
historia, sin saber que solo le podían arrancar una vez de su infancia. Lo
sabe, pero no lo quiere reconocer por si acaso. La herida de Adama es tan
profunda como la muerte. Y no deja de ser curioso que él sea uno de los
cicatrizantes de la mía. A mí me tira más mi tierra. A Adama le da miedo. Y eso
que ya han pasado lo menos cincuenta años. Nos tuvimos que lavar en el río
porque el jugo de los frutos nos dejó pegajosos. En el trayecto hasta el agua
el polvo se pegó en nuestras manos y en nuestras caras. Y cuando llegamos a la
ribera Adama parecía un negro esmirriado con barba canosa y espesa. Imagino que
a mí me pasaría lo mismo. Yo me reí lo mío. Fue uno de los momentos más
hilarantes que recuerdo. No paré de reír ni al lavarme, por lo que me atraganté
al tragar agua. Cuantas veces, al recordar aquella cara amiga y sucia, he roto
a reír. Hoy tan solo me sonrío al evocarla, pero me alegra tanto como entonces.
Bon, el caso es que, después de
preguntar a un comerciante, nos dijo que la siguiente ciudad hacia el norte era
la lejana In Salah, y como era mañana volvimos a dejar el sol a nuestra derecha.
Consultamos nuestro mapa y este confirmó las palabras de aquel. Y ya te puedes
imaginar, arena sobre arena. Pero eso ya no es una novedad en estos relatos.
Bastante te he escrito ya de tormentas de arena, de caminatas y cabalgadas
sobre camello. Solo te diré que, a mitad de camino, es un decir, justo en un
cartel de madera que encontramos en un cruce, medio enterrado, Adama cambió de
idea y de rumbo. La señal también indicaba que si seguíamos la pista hacia el oeste
llegaríamos a Taourirt. Y Adama sacó el mapa y lo estudió. Tuvo que pegarlo al
suelo, porque el aire no dejaba de menearlo. Y esa pudo ser la decisión por la
que acabamos aquí, aunque esta opinión es una simplificación. De haber seguido
hacia In Salah, podríamos haber pisado tierra Libia y de ahí el salto hubiera
sido a cualquiera de las otras dos grandes penínsulas europeas y mediterráneas.
Pero eso no lo sabremos jamás. Ni importa, porque yo he sido feliz entre muchos
de vosotros. Las etnias, las culturas son importantes para el desarrollo del
hombre, pero los individuos que te rodean, son, al fin y a la postre, quienes
te enriquecen. En realidad, no conocíamos nuestro destino, pero, ¿quién carajo
lo sabe? ¿Acaso tú te veías cómo y dónde estás? Y no creas que solo éramos
Adama y yo quienes desconocíamos nuestro rumbo. Ni siquiera aquellos que
quieren que arribemos a puertos por ellos fijados conocen y manejan las
tempestades y las olas del mar. Hay tantas variables en juego que ni un
ordenador cuántico podría manejarlas. Y hablo de una sola vida. Pero si el
hombre llegara a dominar todos esos factores, dejaríamos de ser humanos. No
juzgo el hecho, solo admito la posibilidad de que se materialice. Y no
olvidemos que la variable por excelencia siempre ha sido y será nuestra
finitud. Quien resuelva la ecuación en la que está involucrada Muerte será tan
dios como Imana. ¿Te acuerdas del cuento que te conté de mi abuela Mayifa? Eh bien,
c'est ça, mon ami. Como casi siempre,
Adama tuvo razón. Su desconfianza ante los tuaregs y los viajeros del desierto
se confirmaron cuando
fuimos abordados por cuatro ladrones que solo nos dejaron el agua y, extrañamente, a Hamal. O sea, que no se llevaron mucho. El asalto fue visto y no visto. Las alforjas, pasaron de nuestro camello al suyo y los bandidos siguieron camino. Tan solo tuvieron que esgrimir una takuba(1) para convencernos de la transacción. Como dos tontos, parados en medio de la nada, dimos oídos a las risas de los cuatro jóvenes que se alejaban. Con ellos se iban nuestras provisiones, nuestras mantas y nuestro mapa, pero no los dineros porque los llevábamos encima, ya sabes donde. Después Adama me miró con ojos culpables. Me acerqué a él y le puse una mano en el hombro. A veces las palabras no hacen falta para perdonar, aunque las usé para dar ánimos: «Tenías razón». «Sí, pero no en el rumbo», fue su respuesta. No quise contestarle porque no sabía si tenía o no razón. Creo que los dos pensamos en volver a Im Manguel pero no lo discutimos ni lo decidimos. Mi amigo seguía afectado por haber cambiado el rumbo y por tener razón con los tuaregs. Hizo otro comentario sobre lo mucho que nos había costado conseguir el mapa y ya no dijo nada más al respecto. Por eso asumí yo la responsabilidad de las decisiones durante algún tiempo. Y la primera fue seguir hacia Taourirt. No sé el motivo, pero siempre ha decido ir hacia delante. Durante el camino, insistí con mis palabras de ánimo, no nos habían quitado lo más valioso. Taché a los asaltantes de ineptos ladronzuelos que, por suerte para nosotros, tan solo querían divertirse. Y hoy lo pienso en serio porque si no, ni Hamal ni el dinero hubieran seguido con nosotros. Aquello no fue más que una gamberrada. Ante mis palabras de aliento, Adama no se manifestaba. No sabía si hacían efecto en él, pero seguí erre que erre hasta que se cansó de oírlas y me mandó a freír espárragos. Y, aun así, no me callé. Menos mal que veníamos de una vida regalada en la que ambos habíamos cogido peso y la costumbre de hacer, al menos, tres comidas al día. El menos perjudicado por el atraco fue Hamal porque lo único que le quitaron fue un estorbo de encima. Y otra vez sería él quien tiraría de nosotros dos. Volvimos a ver otro cartel en el que se anunciaba la ciudad de Taourirt en árabe porque íbamos paralelos a una pista de tierra. De tanto en tanto veíamos un camión que se presentaba antes con el ruido del motor. Al tercer o cuarto que pasó, y en mis trece, comenté a mi amigo, que no todo el mundo que rodaba por el desierto se dedicaba a robar, como aquellos camioneros. Su respuesta fue lapidaria y me obligó a no decir ya más tonterías para animarle: «Porque no pueden». Y esta opinión poco ha variado hasta hoy, te advierto. Aunque ya contempla algunas excepciones. Por aquella época no descartaba a nadie, ni a mí. Bon, y ahora tampoco. Pero hace bien porque yo ante las mismas circunstancias e información volvería a repetir lo hecho. Y en ello, incluyo mi responsabilidad en el accidente que costó la vida a un indeseable. Peor hubiera sido que la boca del arma me hubiera apuntado a mí en el momento que se disparó durante el forcejeo. ¿No crees? Eh bien, c'est ça, mon ami. En esta ocasión juego con ventaja porque ya hemos hablado de este tema y hemos llegado a una conclusión compartida: Todos tenemos un precio. Y aquellos que se estiman menos o más no son peores o mejores por ello. Me gusta resolver estos asuntos éticos. Sobre todo si he protagonizado alguno. Estaré equivocado, pero tengo mi opinión. Aunque, como bien sabes, no siempre mis conclusiones se ajustan a mis reacciones. Es certera esa frase de origen cristiano que afirma que quien evita la ocasión, evita el pecado (hoy sustituido por “peligro”). Pero también es cierto que la vida sin riesgos solo da vueltas como un tiovivo. Todo aquel que no se pone a prueba, no aprueba. No vive, pasa por aquí de puntillas. Lo peor es que nadie aprenda nada de ti, que no aportes nada a nadie. Formamos parte de un todo y sería triste que ese todo siguiera igual después de darte un garbeo por esta santa tierra que nos acoge. No generar una sola pregunta o duda a nadie se me antoja de seres inútiles. Prefiero ser enemigo a anodino. Prefiero que piensen mal de los africanos a que no piensen en absoluto en ellos. Incluso prefiero al que se valora por el mal que hace. Y ahora me viene a la mente una fábula que mi abuela Mayifa me contaba sin que de crío me enterara del trasfondo. Verás, una mañana de verano despertó una hormiga y vio que estaba sola. No podía creerlo. Ni desayunó. Se puso a buscar a sus amigas. Pero no encontró a ninguna. Tras sortear una raíz se dio de cara con un lagarto de grandes ojos que se alegraron de ver parte del desayuno de su dueño. Reaccionó la hormiga ante esa mirada ávida y desiderativa. Convenció al reptil de que almorzaran juntos, pero en paz, un par de moscas muertas que había visto durante la búsqueda de su familia. Si por algo destacaba la hormiga era por su pico de oro. Satisfizo el desayuno más al grande que a la chica, aunque ella quedó más contenta por no formar parte del menú del ya amigo. Hablaban sobre todo del deseo de ser famosos en el bosque. Él posibilitó que su nueva amistad conociera a un papamoscas monarca que no se la comió por su verborrea y su valedor. Y terminaron amigos también. El sueño hormiguesco de ser notoria y que la conociera más y más gente crecía a cada paso, como el de su primer amigo. Y el pájaro también ayudó en este sentido, pues les presentó a una zorra que criaba a tres cachorros en una zorrera que a nuestra amiga le pareció un palacio de lo apañada que la tenía la raposa y de lo grande que era. La invitada tardó poco en hacerse con la voluntad de su anfitriona por la atención interesada que ponía en sus hijos. Todas las noches les contaba un cuento antes de dormir. Una madre agradece enormemente todo detalle con su prole. Se creció la hormiga y quedaba al cuidado de los cachorros cuando su madre salía a cazar y conoció a otras madres en el parque. Y, así, una tarde ella volvió con un cotilleo del bosque: El rey lobo estaba a punto de morir, y todo el mundo andaba revolucionado por ver quien heredaría el trono. En ello vio la hormiga una posibilidad de cumplir su sueño y alcanzar la fama. Lo más lógico era que eligieran a otro lobo o loba para un nuevo reinado, pero las artes oratorias y el apoyo de todos sus conocidos pesaron tanto en el resto de animales, que salió elegida ella como reina. Y lo primero que hizo fue dar una audiencia a cada uno de sus amigos en palacio. Así les agradecía su apoyo y amistad. Pasaron todos y el último fue el lagarto. Cuando este entró en la sala del trono, cerró con llave por dentro y se acercó a su amiga. Esta se extrañó y pensó que iba a contarle algún chisme. Pero no escuchó ningún cotilleo, sino su sentencia de muerte. Y ante la pregunta del porqué el reptil, también ambicioso le reconoció que comerse una hormiga anónima no era lo mismo que comerse a la reina del bosque. Y colorín colorado, este cuento y esta carta, se han acabado. Un saludo,
fuimos abordados por cuatro ladrones que solo nos dejaron el agua y, extrañamente, a Hamal. O sea, que no se llevaron mucho. El asalto fue visto y no visto. Las alforjas, pasaron de nuestro camello al suyo y los bandidos siguieron camino. Tan solo tuvieron que esgrimir una takuba(1) para convencernos de la transacción. Como dos tontos, parados en medio de la nada, dimos oídos a las risas de los cuatro jóvenes que se alejaban. Con ellos se iban nuestras provisiones, nuestras mantas y nuestro mapa, pero no los dineros porque los llevábamos encima, ya sabes donde. Después Adama me miró con ojos culpables. Me acerqué a él y le puse una mano en el hombro. A veces las palabras no hacen falta para perdonar, aunque las usé para dar ánimos: «Tenías razón». «Sí, pero no en el rumbo», fue su respuesta. No quise contestarle porque no sabía si tenía o no razón. Creo que los dos pensamos en volver a Im Manguel pero no lo discutimos ni lo decidimos. Mi amigo seguía afectado por haber cambiado el rumbo y por tener razón con los tuaregs. Hizo otro comentario sobre lo mucho que nos había costado conseguir el mapa y ya no dijo nada más al respecto. Por eso asumí yo la responsabilidad de las decisiones durante algún tiempo. Y la primera fue seguir hacia Taourirt. No sé el motivo, pero siempre ha decido ir hacia delante. Durante el camino, insistí con mis palabras de ánimo, no nos habían quitado lo más valioso. Taché a los asaltantes de ineptos ladronzuelos que, por suerte para nosotros, tan solo querían divertirse. Y hoy lo pienso en serio porque si no, ni Hamal ni el dinero hubieran seguido con nosotros. Aquello no fue más que una gamberrada. Ante mis palabras de aliento, Adama no se manifestaba. No sabía si hacían efecto en él, pero seguí erre que erre hasta que se cansó de oírlas y me mandó a freír espárragos. Y, aun así, no me callé. Menos mal que veníamos de una vida regalada en la que ambos habíamos cogido peso y la costumbre de hacer, al menos, tres comidas al día. El menos perjudicado por el atraco fue Hamal porque lo único que le quitaron fue un estorbo de encima. Y otra vez sería él quien tiraría de nosotros dos. Volvimos a ver otro cartel en el que se anunciaba la ciudad de Taourirt en árabe porque íbamos paralelos a una pista de tierra. De tanto en tanto veíamos un camión que se presentaba antes con el ruido del motor. Al tercer o cuarto que pasó, y en mis trece, comenté a mi amigo, que no todo el mundo que rodaba por el desierto se dedicaba a robar, como aquellos camioneros. Su respuesta fue lapidaria y me obligó a no decir ya más tonterías para animarle: «Porque no pueden». Y esta opinión poco ha variado hasta hoy, te advierto. Aunque ya contempla algunas excepciones. Por aquella época no descartaba a nadie, ni a mí. Bon, y ahora tampoco. Pero hace bien porque yo ante las mismas circunstancias e información volvería a repetir lo hecho. Y en ello, incluyo mi responsabilidad en el accidente que costó la vida a un indeseable. Peor hubiera sido que la boca del arma me hubiera apuntado a mí en el momento que se disparó durante el forcejeo. ¿No crees? Eh bien, c'est ça, mon ami. En esta ocasión juego con ventaja porque ya hemos hablado de este tema y hemos llegado a una conclusión compartida: Todos tenemos un precio. Y aquellos que se estiman menos o más no son peores o mejores por ello. Me gusta resolver estos asuntos éticos. Sobre todo si he protagonizado alguno. Estaré equivocado, pero tengo mi opinión. Aunque, como bien sabes, no siempre mis conclusiones se ajustan a mis reacciones. Es certera esa frase de origen cristiano que afirma que quien evita la ocasión, evita el pecado (hoy sustituido por “peligro”). Pero también es cierto que la vida sin riesgos solo da vueltas como un tiovivo. Todo aquel que no se pone a prueba, no aprueba. No vive, pasa por aquí de puntillas. Lo peor es que nadie aprenda nada de ti, que no aportes nada a nadie. Formamos parte de un todo y sería triste que ese todo siguiera igual después de darte un garbeo por esta santa tierra que nos acoge. No generar una sola pregunta o duda a nadie se me antoja de seres inútiles. Prefiero ser enemigo a anodino. Prefiero que piensen mal de los africanos a que no piensen en absoluto en ellos. Incluso prefiero al que se valora por el mal que hace. Y ahora me viene a la mente una fábula que mi abuela Mayifa me contaba sin que de crío me enterara del trasfondo. Verás, una mañana de verano despertó una hormiga y vio que estaba sola. No podía creerlo. Ni desayunó. Se puso a buscar a sus amigas. Pero no encontró a ninguna. Tras sortear una raíz se dio de cara con un lagarto de grandes ojos que se alegraron de ver parte del desayuno de su dueño. Reaccionó la hormiga ante esa mirada ávida y desiderativa. Convenció al reptil de que almorzaran juntos, pero en paz, un par de moscas muertas que había visto durante la búsqueda de su familia. Si por algo destacaba la hormiga era por su pico de oro. Satisfizo el desayuno más al grande que a la chica, aunque ella quedó más contenta por no formar parte del menú del ya amigo. Hablaban sobre todo del deseo de ser famosos en el bosque. Él posibilitó que su nueva amistad conociera a un papamoscas monarca que no se la comió por su verborrea y su valedor. Y terminaron amigos también. El sueño hormiguesco de ser notoria y que la conociera más y más gente crecía a cada paso, como el de su primer amigo. Y el pájaro también ayudó en este sentido, pues les presentó a una zorra que criaba a tres cachorros en una zorrera que a nuestra amiga le pareció un palacio de lo apañada que la tenía la raposa y de lo grande que era. La invitada tardó poco en hacerse con la voluntad de su anfitriona por la atención interesada que ponía en sus hijos. Todas las noches les contaba un cuento antes de dormir. Una madre agradece enormemente todo detalle con su prole. Se creció la hormiga y quedaba al cuidado de los cachorros cuando su madre salía a cazar y conoció a otras madres en el parque. Y, así, una tarde ella volvió con un cotilleo del bosque: El rey lobo estaba a punto de morir, y todo el mundo andaba revolucionado por ver quien heredaría el trono. En ello vio la hormiga una posibilidad de cumplir su sueño y alcanzar la fama. Lo más lógico era que eligieran a otro lobo o loba para un nuevo reinado, pero las artes oratorias y el apoyo de todos sus conocidos pesaron tanto en el resto de animales, que salió elegida ella como reina. Y lo primero que hizo fue dar una audiencia a cada uno de sus amigos en palacio. Así les agradecía su apoyo y amistad. Pasaron todos y el último fue el lagarto. Cuando este entró en la sala del trono, cerró con llave por dentro y se acercó a su amiga. Esta se extrañó y pensó que iba a contarle algún chisme. Pero no escuchó ningún cotilleo, sino su sentencia de muerte. Y ante la pregunta del porqué el reptil, también ambicioso le reconoció que comerse una hormiga anónima no era lo mismo que comerse a la reina del bosque. Y colorín colorado, este cuento y esta carta, se han acabado. Un saludo,
(1VG)
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Espada tuareg.
Imagen 1. Foto bajada de www.thestar.com
Imagen 2. Foto bajada de
en.wikipedia.org
Imagen 3.
Foto bajada de ssl.panoramio.com ©Le
mehariste
Imagen 4. Foto bajada de galeria-out-of-africa.com
Aquí de vuelta leyendo las aventuras de estos dos muchachos y su camello. Se va determinando el carácter de cada uno y su diferente forma de ver el destino, que no sabemos lo que les deparará todavía. Hasta el próximo. Abrazos
ResponderEliminarSe desprende que todo ha ido bien. Me alegro. Gracias, Ligia. Un abrazo. JC.
EliminarCuenta Dikembe que Adama es de pocas palabras, a veces hasta antipático. Pero con pocas palabras, a menudo se dice tanto.
ResponderEliminarHasta el lunes J.C.
Sí, lo mismo le ocurre al buen entendedor. Necesita pocas palabras. Gracias, Varinia. Un saludo. JC.
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