De cómo con emparentar con un sultán
lía a
fragancias desconocidas. Y lo curioso es
que fuera no me había avisado mi olfato de ello. Unos olores azuzaban el
sosiego y otros hasta el hambre. No los he vuelto a oler, te lo aseguro. Mis
carceleros se pararon frente a una gran puerta de doble hoja y de madera
preciosamente labrada. Pero un
siseo nos hizo desviar la mirada hacia otra cancela más humilde pero no menos trabajada. Una mano femenina, que salía del vano oscuro, parecía flotar en el aire como una mariposa. El guardián más lejano a esa puerta, hizo un gesto con los ojos al chófer y este se acercó raudo hasta la mano e intentó meter la oreja por donde había desaparecido la mano. No tocó ni el picaporte. Sabía que aquella puerta y su interior le estaban vedados. Pronto estuvo de nuevo con nosotros el recadero y pronto compartió con su compañero la orden recibida en voz baja. «Quiere verle». «Otro capricho», le contestó el otro. Y tras una pausa, el primero añadió: «Está con su madre». Estas fueron palabras mayores para el sirviente. Si intervenía la preferida del opositor a sultán ya no era un capricho más de la niña, sino una orden directa de quien mandaba. Hicieron que me volviera y me encarara con la otra puerta. Acaso por los nervios, ambos llamaron a la vez. Cuando abrieron y apareció la oscuridad, ambos hombretones dijeron un servil “señora” con reverencia incluida y se colocó cada uno a un lado de la puerta, de espaldas a la pared pero sin tocarla. Yo, que no veía una mierda, no supe qué hacer, a pesar de oír el susurro de una voz: «Venez, venez, s’il vous plaît. Venez, garçon(1)». Y entré, a ciegas, pero entré animado por el golpecito que sentí en mi espalda. Lo primero, después de la penumbra fue sentir bajo los pies la confortabilidad de la alfombra que pisé. Una celosía defendía del jardín y de las miradas curiosas aquella fresca habitación. Poco a poco me hice a la poca luz reinante y llegué a distinguir bultos y siluetas. De estas últimas concretamente dos y femeninas. De los otros una mesa redonda baja y unos almohadones alrededor de ella y otros apoyados en la celosía. A mi derecha, desde la silueta más pequeña, escuché otros susurros: «Me llamo Fátima y quien te ha hecho entrar es mi madre, Yasmine. Preferida de mi padre, al que vas a conocer en un momento». Lógicamente giré la cabeza hacía donde surgían las palabras que confirmaban mi sensación de estar ante dos mujeres. Yo, un tanto azarado balbucí al principio unas palabras de saludo que no entendí ni yo, pero luego, por la cantidad de veces repetidas, salieron inteligibles. Y añadí: «Yo, yo me llamo Dikembe y tengo un amigo, Adama y un camello que se llama Hamal». «Todo eso que me cuentas ya lo sé, no es nada nuevo para mí. Como tampoco lo es la mirada que todas las mañanas me dedicas antes de subir al coche que me lleva a la escuela. Tú vas al colegio, Dikembe?». Pensé que yo no dedicaba miradas, ni a ella ni a nadie, pero contesté su pregunta: «He ido poco. Solo me dio tiempo a aprender a leer un poco, pero no sé escribir». Según ella, por mi vestimenta, debía rezar a Alá el Grande. Como aquella aseveración me sonó a condición excluyente, mentí. Mi falaz y cínica afirmación fue seguida de dos suspiros que te debo traducir como dos “menos mal”. A punto estuve de preguntarle si era tan fea como decían en la tienda, pero no me dieron pie ni yo tuve agallas. «Espero que te portes bien y que podamos vernos todas las tardes, después de mis estudios, un ratito, como hoy. Será más grato que trabajar todo el día en una mina». A pesar de su dulzura y juventud, sus palabras me sonaron amenazantes y prescriptivas. Como si quien las hubiera dicho se supiera más poderosa que seductora. Desde luego yo no era capaz de asimilar aquello que vivía desde el encuentro con la pareja de hombres que esperaban fuera. Me sentía como si alguien se hubiera apoderado de mi voluntad y me hubiera introducido en una vida que no era la mía. Si hubiera dispuesto de Adama, la cosa hubiera discurrido de otro modo, estoy seguro. Pero no, no estaba a mi lado, estaba “perfectamente atendido”. Él me hubiera fijado a la realidad. Incluso la mano que me cogió por el codo y me guió hasta la puerta me pareció la de un fantasma. El fogonazo de luz me aturdió y los guardaespaldas hubieron de fungir de lazarillos porque no veía ni tres en un burro al salir de aquella habitación penumbrosa y vedada. Cuando mis ojos volvieron a funcionar me vi otra vez ante la puerta de dos hojas. Esta vez alguien abrió desde dentro y una voz profunda me ordenó entrar. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de libros. Me hallaba en una biblioteca como después aprendería. Y me impresionó más que las palabras que acababa de oír de boca del chófer en el umbral de la puerta: «Vamos, muchacho. Tienes el honor de ser recibido por un gran señor». Pero la persona que vi no se correspondía con el personaje descrito. La palabra gran señor suena a nobleza, a majestuoso, a poder, pero aquel señor era más bien pequeñajo, vulgar y endeble. Y más al lado de los dos soldados que parecían dos estatuas, uno a su lado y otro en la puerta. El sultán debía de tener los atributos que yo imaginaba en el alma. Si te digo que me costó trabajo localizarle en aquella gran sala, te puedes imaginar al caballero en cuestión. Y más si te digo que estaba de pie. Yo, al menos, me lo esperaba gordo. Al final le ubiqué al otro extremo de la habitación, de espaldas a mí. Miraba hacia el jardín. Un gran escritorio, le ocultaba prácticamente, salvo su gran turbante blanco. Cuando se volvió y seguí su orden de acercarme, me alegré de no haber hecho la pregunta a su hija sobre su fealdad supuesta. Si aquella doncella había recibido los genes de su padre, ya tenía bastante la pobre. Lo único que podría aducir sería aquello de quien hereda no roba, aunque supongo que no la serviría de consuelo. ¡Qué feo era el presunto sultán! ¡Madre mía! Moreno desteñido con manchas, cejijunto, nariz ganchuda y grande, al contrario que los ojos, que se escondían en dos cuencas profundas y ennegrecidas. Parecía que la nariz estorbaba el hablar de unos labios inexistentes que desaparecían en una barba y bigote salpicados de canas y rala. En fin, que el tío era una pintura negra de Goya que hubiera cabido en una teca. Se volvió y me miró con desdén de arriba abajo, como si el pigmeo fuera yo. Físicamente éramos el contrapunto. «Así que tú eres el muchacho» dijo al acercarse. Y sin decir ni mu, me cayó un cogotazo que molestó más a quien lo dio que a quien lo recibió. Y entendí que debía haber hecho una reverencia ante aquel gran hombre, amo y señor de todo aquello que se refería al palacete y más. Y se lo puse más fácil. Agaché la cabeza y dejé desprotegida la nuca por si se le ocurría darme otro pescozón. Pero no fue el caso porque, no sé el motivo, aquel engreído me aclaró que tanto la mesa como el sillón eran un antiguo botín de guerra, de cuando el poder del Islam llegaba hasta los Pirineos. Debió ser porque aquellos dos muebles no tenían nada de árabes. Luego presumió de haber sido siempre listo de manos y de no haber leído un solo libro de todos aquellos que nos rodeaban, pero que esa repulsa no eliminaba la sensación de calor y bienestar que le producían. Me imaginé al personaje sentado a esa mesa, en su sillón, y vi una hormiga subida en un elefante. Pero no dejé que me traicionara ninguna sonrisa. Supuse que se lo tomaría a mal, y más si el gesto venía de alguien que le doblaba en altura, podía ser su nieto y el más pobre de sus lacayos. «Veo que te han vestido para la ocasión». A partir de aquel momento tuve que aguantar un discurso que no sabía a qué venía. Si ya antes estaba desconcertado, al menos los acontecimientos me habían traído ropas, una joya y calzados. Pero, aparte de agrandarme el hambre, aquel monólogo me iba a servir de bien poco. Veo imposible trasladarte palabra por palabra aquella perorata, pero digamos que incluyó la historia de la familia Hachemí desde el Pleistoceno y que se hizo hincapié en las virtudes de cada uno de los antepasados entre los que eché en falta a madres, hermanas e hijas. Por el contrario sobraron camellos, corderos y cabras. Después sobrevino la historia del Islam novelada, porque era imposible que nadie supiera, a nivel de detalle, cómo se desvestía Mahoma para acostarse o las conversaciones privadas con su madre que ninguno de los dos hicieron públicas y nadie presenció. Recuerda que yo del Islam ya sabía un poquito porque me lo había enseñado Abdal-Rahman. En otro momento me hubiera distraído esa verborrea, pero en aquel momento el hambre me ordenaba abrir la boca y no siempre conseguía desobedecerla. Terminaron por dolerme los laterales de la mandíbula por mantener la boca cerrada. Y aun hube de aguantar otra andanada de palabras referidas a las tierras que se correspondían con sus propiedades. Cuando terminó tenía la certeza de que aquel hombre era el amo del norte de África. También saqué la conclusión que, una de dos, o el sur no le importaba o era transparente para él porque no lo citó ni una vez. Desde luego, a mi país no se refirió. La curiosidad que había nacido en mí a lo largo de aquel día, había muerto de aburrimiento ante las interminables y sosas historias del narigudo aquel. Podía haberle corregido mil veces en cuanto a la vida y los hechos de su profeta, pero algo me decía que no debía hacerlo. Y creo que acerté porque por fin se desveló el motivo por el que me encontraba frente a él. La causa, como ya te habrás imaginado, no era otro que “su almíbar”, como él la llamó. «Quien endulza mis días y mis sueños, si Alá lo permite en su infinita justicia, me dará un nieto y heredero. No como esas mujeres que tan solo han podido darme la mejor fruta del desierto. Mi Fátima, mi bella gacela. Sí, un nieto que educaré como merece su estirpe que será la mía. Esa virgen doncella solo ha puesto una condición a este humilde servidor de Alá: ser ella quien elija al padre de su hijo. Y, sin saberlo, me ha quitado un problema, porque yo entiendo de ganado, de minas, de tierras, de soldadescas, pero de padres… Un hombre de Alá no puede entender de esos temas. Así que mejor que ella, nadie. Ni siquiera su madre que solo conoce un varón y no es de sangre noble como cualquier Hachemita, ni ha sabido darme un hijo, sino una hija, tan bella como la luna pero que nunca llegará a ser un sol. Esa será su tarea y también la tuya, porque ella te ha elegido a ti. Por eso no me importa de donde vengas, ni como te llames, ni adonde vayas. Así que hoy ayunarás para que nada distraiga tu razón y puedas decidir lo que te conviene. Mañana, cuando hayas aceptado este grande ofrecimiento, conocerás y hablarás con la madre de tus hijos». Y sin más, hizo un gesto con la mano llena de anillos y me vi en la obligación de largarme de la biblioteca camino de no sabía donde. Me acordé de la colleja y le hice una reverencia antes de volverme hacia la puerta. No recuerdo como llegué de nuevo a la pequeña habitación. El sirviente se paró ante una puerta distinta de las otras que había visto, me preguntó si me apretaba la sortija, y, sin esperar respuesta, me chupó el dedo y casi me lo arranca. Al final salió la joya mi anular. Al abrir la puerta me encontré con un cuchitril con un ventanuco en lo alto y una estera en lo bajo. Y allí me encerró el sirviente. Desde luego, no hubiera entrado de saber que iba a echar la llave por fuera. Me engañó con unas amables palabras: «Entra, esta será tu habitación en palacio». Yo me esperaba un dormitorio a la altura del padre de un Hachemita y mira lo que me encontré. Junto a la puerta destacaba una cantarilla que no vacié porque me paré a tiempo y caí en que me quedaba, por lo menos, una noche por delante. Una vez deduje que no probaría bocado, se me pasaron las ganas. El cerebro humano es comparable a la publicidad. Ambos son capaces de crear o cercenar necesidades. Lo mismo generan ganas de probar una bebida que no sabes a qué sabe, que te quitan la apetencia de votar en unas elecciones. Y eso quienes mejor lo saben son los dictadores. A mí, como a ningún adolescente ya crecido, me había preocupado jamás el asunto de la paternidad. Y mira tú por donde, llegaba a mi vida uno de esos déspotas y me la imponía. Tenía unas horas para decidirme entre yacer con una muchacha de la que solo conocía los ojos o pudrirme en aquel cuchitril, limpio pero cuartucho al fin y al cabo. ¿A mí que me importaba la familia Hachemita? ¿Y si la tendera tenía razón sobre la gacela y me recordaba al viejo Abdalla? Pensé de todo y me acordé de las palabras de Adama: “El cerco se cierra, amigo”, y le eché de menos, no al cerco, sino al amigo. Cuando uno se siente solo ama con más intensidad, es otra de las jugarretas de nuestra mente por mucho que nos empeñemos en situar en el corazón los sentimientos.
siseo nos hizo desviar la mirada hacia otra cancela más humilde pero no menos trabajada. Una mano femenina, que salía del vano oscuro, parecía flotar en el aire como una mariposa. El guardián más lejano a esa puerta, hizo un gesto con los ojos al chófer y este se acercó raudo hasta la mano e intentó meter la oreja por donde había desaparecido la mano. No tocó ni el picaporte. Sabía que aquella puerta y su interior le estaban vedados. Pronto estuvo de nuevo con nosotros el recadero y pronto compartió con su compañero la orden recibida en voz baja. «Quiere verle». «Otro capricho», le contestó el otro. Y tras una pausa, el primero añadió: «Está con su madre». Estas fueron palabras mayores para el sirviente. Si intervenía la preferida del opositor a sultán ya no era un capricho más de la niña, sino una orden directa de quien mandaba. Hicieron que me volviera y me encarara con la otra puerta. Acaso por los nervios, ambos llamaron a la vez. Cuando abrieron y apareció la oscuridad, ambos hombretones dijeron un servil “señora” con reverencia incluida y se colocó cada uno a un lado de la puerta, de espaldas a la pared pero sin tocarla. Yo, que no veía una mierda, no supe qué hacer, a pesar de oír el susurro de una voz: «Venez, venez, s’il vous plaît. Venez, garçon(1)». Y entré, a ciegas, pero entré animado por el golpecito que sentí en mi espalda. Lo primero, después de la penumbra fue sentir bajo los pies la confortabilidad de la alfombra que pisé. Una celosía defendía del jardín y de las miradas curiosas aquella fresca habitación. Poco a poco me hice a la poca luz reinante y llegué a distinguir bultos y siluetas. De estas últimas concretamente dos y femeninas. De los otros una mesa redonda baja y unos almohadones alrededor de ella y otros apoyados en la celosía. A mi derecha, desde la silueta más pequeña, escuché otros susurros: «Me llamo Fátima y quien te ha hecho entrar es mi madre, Yasmine. Preferida de mi padre, al que vas a conocer en un momento». Lógicamente giré la cabeza hacía donde surgían las palabras que confirmaban mi sensación de estar ante dos mujeres. Yo, un tanto azarado balbucí al principio unas palabras de saludo que no entendí ni yo, pero luego, por la cantidad de veces repetidas, salieron inteligibles. Y añadí: «Yo, yo me llamo Dikembe y tengo un amigo, Adama y un camello que se llama Hamal». «Todo eso que me cuentas ya lo sé, no es nada nuevo para mí. Como tampoco lo es la mirada que todas las mañanas me dedicas antes de subir al coche que me lleva a la escuela. Tú vas al colegio, Dikembe?». Pensé que yo no dedicaba miradas, ni a ella ni a nadie, pero contesté su pregunta: «He ido poco. Solo me dio tiempo a aprender a leer un poco, pero no sé escribir». Según ella, por mi vestimenta, debía rezar a Alá el Grande. Como aquella aseveración me sonó a condición excluyente, mentí. Mi falaz y cínica afirmación fue seguida de dos suspiros que te debo traducir como dos “menos mal”. A punto estuve de preguntarle si era tan fea como decían en la tienda, pero no me dieron pie ni yo tuve agallas. «Espero que te portes bien y que podamos vernos todas las tardes, después de mis estudios, un ratito, como hoy. Será más grato que trabajar todo el día en una mina». A pesar de su dulzura y juventud, sus palabras me sonaron amenazantes y prescriptivas. Como si quien las hubiera dicho se supiera más poderosa que seductora. Desde luego yo no era capaz de asimilar aquello que vivía desde el encuentro con la pareja de hombres que esperaban fuera. Me sentía como si alguien se hubiera apoderado de mi voluntad y me hubiera introducido en una vida que no era la mía. Si hubiera dispuesto de Adama, la cosa hubiera discurrido de otro modo, estoy seguro. Pero no, no estaba a mi lado, estaba “perfectamente atendido”. Él me hubiera fijado a la realidad. Incluso la mano que me cogió por el codo y me guió hasta la puerta me pareció la de un fantasma. El fogonazo de luz me aturdió y los guardaespaldas hubieron de fungir de lazarillos porque no veía ni tres en un burro al salir de aquella habitación penumbrosa y vedada. Cuando mis ojos volvieron a funcionar me vi otra vez ante la puerta de dos hojas. Esta vez alguien abrió desde dentro y una voz profunda me ordenó entrar. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de libros. Me hallaba en una biblioteca como después aprendería. Y me impresionó más que las palabras que acababa de oír de boca del chófer en el umbral de la puerta: «Vamos, muchacho. Tienes el honor de ser recibido por un gran señor». Pero la persona que vi no se correspondía con el personaje descrito. La palabra gran señor suena a nobleza, a majestuoso, a poder, pero aquel señor era más bien pequeñajo, vulgar y endeble. Y más al lado de los dos soldados que parecían dos estatuas, uno a su lado y otro en la puerta. El sultán debía de tener los atributos que yo imaginaba en el alma. Si te digo que me costó trabajo localizarle en aquella gran sala, te puedes imaginar al caballero en cuestión. Y más si te digo que estaba de pie. Yo, al menos, me lo esperaba gordo. Al final le ubiqué al otro extremo de la habitación, de espaldas a mí. Miraba hacia el jardín. Un gran escritorio, le ocultaba prácticamente, salvo su gran turbante blanco. Cuando se volvió y seguí su orden de acercarme, me alegré de no haber hecho la pregunta a su hija sobre su fealdad supuesta. Si aquella doncella había recibido los genes de su padre, ya tenía bastante la pobre. Lo único que podría aducir sería aquello de quien hereda no roba, aunque supongo que no la serviría de consuelo. ¡Qué feo era el presunto sultán! ¡Madre mía! Moreno desteñido con manchas, cejijunto, nariz ganchuda y grande, al contrario que los ojos, que se escondían en dos cuencas profundas y ennegrecidas. Parecía que la nariz estorbaba el hablar de unos labios inexistentes que desaparecían en una barba y bigote salpicados de canas y rala. En fin, que el tío era una pintura negra de Goya que hubiera cabido en una teca. Se volvió y me miró con desdén de arriba abajo, como si el pigmeo fuera yo. Físicamente éramos el contrapunto. «Así que tú eres el muchacho» dijo al acercarse. Y sin decir ni mu, me cayó un cogotazo que molestó más a quien lo dio que a quien lo recibió. Y entendí que debía haber hecho una reverencia ante aquel gran hombre, amo y señor de todo aquello que se refería al palacete y más. Y se lo puse más fácil. Agaché la cabeza y dejé desprotegida la nuca por si se le ocurría darme otro pescozón. Pero no fue el caso porque, no sé el motivo, aquel engreído me aclaró que tanto la mesa como el sillón eran un antiguo botín de guerra, de cuando el poder del Islam llegaba hasta los Pirineos. Debió ser porque aquellos dos muebles no tenían nada de árabes. Luego presumió de haber sido siempre listo de manos y de no haber leído un solo libro de todos aquellos que nos rodeaban, pero que esa repulsa no eliminaba la sensación de calor y bienestar que le producían. Me imaginé al personaje sentado a esa mesa, en su sillón, y vi una hormiga subida en un elefante. Pero no dejé que me traicionara ninguna sonrisa. Supuse que se lo tomaría a mal, y más si el gesto venía de alguien que le doblaba en altura, podía ser su nieto y el más pobre de sus lacayos. «Veo que te han vestido para la ocasión». A partir de aquel momento tuve que aguantar un discurso que no sabía a qué venía. Si ya antes estaba desconcertado, al menos los acontecimientos me habían traído ropas, una joya y calzados. Pero, aparte de agrandarme el hambre, aquel monólogo me iba a servir de bien poco. Veo imposible trasladarte palabra por palabra aquella perorata, pero digamos que incluyó la historia de la familia Hachemí desde el Pleistoceno y que se hizo hincapié en las virtudes de cada uno de los antepasados entre los que eché en falta a madres, hermanas e hijas. Por el contrario sobraron camellos, corderos y cabras. Después sobrevino la historia del Islam novelada, porque era imposible que nadie supiera, a nivel de detalle, cómo se desvestía Mahoma para acostarse o las conversaciones privadas con su madre que ninguno de los dos hicieron públicas y nadie presenció. Recuerda que yo del Islam ya sabía un poquito porque me lo había enseñado Abdal-Rahman. En otro momento me hubiera distraído esa verborrea, pero en aquel momento el hambre me ordenaba abrir la boca y no siempre conseguía desobedecerla. Terminaron por dolerme los laterales de la mandíbula por mantener la boca cerrada. Y aun hube de aguantar otra andanada de palabras referidas a las tierras que se correspondían con sus propiedades. Cuando terminó tenía la certeza de que aquel hombre era el amo del norte de África. También saqué la conclusión que, una de dos, o el sur no le importaba o era transparente para él porque no lo citó ni una vez. Desde luego, a mi país no se refirió. La curiosidad que había nacido en mí a lo largo de aquel día, había muerto de aburrimiento ante las interminables y sosas historias del narigudo aquel. Podía haberle corregido mil veces en cuanto a la vida y los hechos de su profeta, pero algo me decía que no debía hacerlo. Y creo que acerté porque por fin se desveló el motivo por el que me encontraba frente a él. La causa, como ya te habrás imaginado, no era otro que “su almíbar”, como él la llamó. «Quien endulza mis días y mis sueños, si Alá lo permite en su infinita justicia, me dará un nieto y heredero. No como esas mujeres que tan solo han podido darme la mejor fruta del desierto. Mi Fátima, mi bella gacela. Sí, un nieto que educaré como merece su estirpe que será la mía. Esa virgen doncella solo ha puesto una condición a este humilde servidor de Alá: ser ella quien elija al padre de su hijo. Y, sin saberlo, me ha quitado un problema, porque yo entiendo de ganado, de minas, de tierras, de soldadescas, pero de padres… Un hombre de Alá no puede entender de esos temas. Así que mejor que ella, nadie. Ni siquiera su madre que solo conoce un varón y no es de sangre noble como cualquier Hachemita, ni ha sabido darme un hijo, sino una hija, tan bella como la luna pero que nunca llegará a ser un sol. Esa será su tarea y también la tuya, porque ella te ha elegido a ti. Por eso no me importa de donde vengas, ni como te llames, ni adonde vayas. Así que hoy ayunarás para que nada distraiga tu razón y puedas decidir lo que te conviene. Mañana, cuando hayas aceptado este grande ofrecimiento, conocerás y hablarás con la madre de tus hijos». Y sin más, hizo un gesto con la mano llena de anillos y me vi en la obligación de largarme de la biblioteca camino de no sabía donde. Me acordé de la colleja y le hice una reverencia antes de volverme hacia la puerta. No recuerdo como llegué de nuevo a la pequeña habitación. El sirviente se paró ante una puerta distinta de las otras que había visto, me preguntó si me apretaba la sortija, y, sin esperar respuesta, me chupó el dedo y casi me lo arranca. Al final salió la joya mi anular. Al abrir la puerta me encontré con un cuchitril con un ventanuco en lo alto y una estera en lo bajo. Y allí me encerró el sirviente. Desde luego, no hubiera entrado de saber que iba a echar la llave por fuera. Me engañó con unas amables palabras: «Entra, esta será tu habitación en palacio». Yo me esperaba un dormitorio a la altura del padre de un Hachemita y mira lo que me encontré. Junto a la puerta destacaba una cantarilla que no vacié porque me paré a tiempo y caí en que me quedaba, por lo menos, una noche por delante. Una vez deduje que no probaría bocado, se me pasaron las ganas. El cerebro humano es comparable a la publicidad. Ambos son capaces de crear o cercenar necesidades. Lo mismo generan ganas de probar una bebida que no sabes a qué sabe, que te quitan la apetencia de votar en unas elecciones. Y eso quienes mejor lo saben son los dictadores. A mí, como a ningún adolescente ya crecido, me había preocupado jamás el asunto de la paternidad. Y mira tú por donde, llegaba a mi vida uno de esos déspotas y me la imponía. Tenía unas horas para decidirme entre yacer con una muchacha de la que solo conocía los ojos o pudrirme en aquel cuchitril, limpio pero cuartucho al fin y al cabo. ¿A mí que me importaba la familia Hachemita? ¿Y si la tendera tenía razón sobre la gacela y me recordaba al viejo Abdalla? Pensé de todo y me acordé de las palabras de Adama: “El cerco se cierra, amigo”, y le eché de menos, no al cerco, sino al amigo. Cuando uno se siente solo ama con más intensidad, es otra de las jugarretas de nuestra mente por mucho que nos empeñemos en situar en el corazón los sentimientos.
Yo también prefiero ubicar los sentimientos en
órganos distintos al cerebro. Quizás porque el querer ser lógico me aparta de
aquello que ha demostrado la ciencia. Pero mi romanticismo me empuja a querer
con el corazón y a imaginar con la mente, a odiar con toda mi alma y a pensar
con la cabeza y no con los pies o con otra extremidad masculina. De la misma
manera prefiero expresar mi malestar con alguien en el sentido que “me revuelve
las tripas” que no con la expresión “me encrespa”. Y como las metáforas forman
parte del juego del idioma pues aprovecho y me entretengo con él. Hay quien
gusta de jugar con el peligro, yo, más anodino, prefiero jugar con las
palabras. Con ellas solo corres el riesgo de parecer un ignorante o un enterado.
No recuerdo el motivo de esta nota. La tomé la
primera vez que leí esta carta. Puede ser simplemente consecuencia de un estado
de ánimo puntual. No lo sé. El caso es que he decido editarla por respeto a mí
mismo y a los sentimientos que los pensamientos de Dikembe despiertan en mí.
La
noche fue más larga de lo normal, aunque amaneciera antes. Íbamos hacia el
verano. No dudé sobre si lo ocurrido había sido una pesadilla. Aquel
habitáculo, encalado y sobrio, era tan real como mi apetito, que de nuevo
volvía con mayor fuerza. Eché una mirada a la cantarilla y, aun sabiéndola vacía,
me acerqué y volqué su contenido en mi boca. Una gota cayó en mi lengua y me di
por satisfecho. Es curioso lo poco que alimenta el agua y lo imprescindible que
es para la vida. Y justo cuando me recostaba otra vez contra la pared, se abrió
la puerta y un brazo entró en mi dormitorio y dejó otra jarra similar a la que
se llevó, junto con una escudilla con cuscús viudo y escaso. No me dio tiempo
ni a dar las gracias, aunque no era esa mi intención. Me abalancé sobre la
sémola cocida y di cuenta de ella de golpe. Después de un sorbo de agua, me
sentí mejor. Aunque la exigua comida estaba tan fresca como el agua, me sentó
bien. Al final reconocí que mi situación no era tan mala, estaba vivo y además
disponía de agua y había almorzado, cosa que no había ocurrido todos lo días de
mi vida. Eso sin contar con lo guapo que me habían vestido. Aunque echara de
menos tanto a Adama como a Hamal. Había dado por supuesto que, al oír el roce
de la llave en la cerradura, estaba cerrada. Probé a abrirla, pero confirmé lo
evidente. Pero, según Adama, no hay que dar nada por cierto hasta que lo
compruebas. La lógica y la verdad no tienen que ir por fuerza de la mano, como
el hambre y la sed. El sentido común falla muchas veces. Como la puerta no
tenía un agujero ni una grieta por donde mirar, salvo la cerradura por donde no
se veía nada, no tuve que representar mi mahometismo. Ya tenía bastantes
problemas como para que aquella gente descubriera que era un infiel. Aunque, a
lo mejor, si a aquel que escudillaba la historia le hubiera confesado mi condición
de bautizado, me hubiera descartado como padre de su nieto, a pesar del
capricho de aquel almíbar consentido. Bueno, por lo menos aquella habitación
estaba limpia y aireada. Oí ruidos tras la puerta y ante mí apareció el
sirviente con la daga en la faja. «Ven
conmigo y no preguntes». Y, a través de otros pasillos y es-
tancias, me llevó a la misma habitación donde había hablado con la bella gacela y con su madre. Nos cruzamos con varios soldados que iban a lo suyo. Uno de ellos me dio un buen golpe con la culata del arma que llevaba. Esta vez había más luz en el cuarto, pero del animalillo no vi ni un cuerno. Estaba la madre sola. Al ver su cara por primera vez dudé de mis malos pensamientos y di una oportunidad a la genética. La muchacha podía ser guapa porque Yasmine también lo era. Pero la opinión de una tendera es siempre una buena opinión y has de tenerla en cuenta. Por boca de la madre me enteré del motivo por el que estaba allí: «Tiene que verte antes de ir al colegio, por eso estás aquí, Dikembe». Pero el caso es que yo no vi a Fátima y no pude aclarar mis dudas. Y por la misma boca me enteré que mi futura esposa tenía prohibido aparecer ante mí hasta que su padre no diera vía libre a nuestra relación. «Así que mejor harás en parecer el mejor hijo. La opción de la mina te advierto que es peor». Y fue recordar la amenaza solapada de su hija y estas palabras el motivo por el que quise saber más. Pero tan solo amplié mis conocimientos en que «mi señor es el hombre más orgulloso que conozco». Y no sé porqué dejé a un lado mi curiosidad. Y me recogí en mi miedo. Desde luego lo último que quería era volver a ser esclavo a la vez que minero. Intenté camelarme a la doña para ver si sacaba algo de provecho como un puñado de dátiles, pero fue imposible. Volví a mi celda tal como había salido: prácticamente en ayunas y con más temores. Recién encerrado volvió a oírse la cerradura. Esta vez entró el chófer excitado y nervioso. «Ya te estás quitando eso, que llevo prisa». Si no se hubiera tirado de la solapa de la chaqueta cruzada, no hubiera sabido a qué se refería, pero adiviné que aludía a la ropa «¿Y la sortija, qué has hecho con ella?». «Me la arrancó anoche el otro». Al parecer no le gustó nada mi respuesta porque me dio un cachete y me recordó que las sandalias y el turbante también. Lo único que no me pudo quitar fue la cobardía y el canguelo que me cogía todo el cuerpo, porque de haber querido le hubiera podido dar una paliza y largarme porque no llevaba la pistola. Pero ni caí en ello, ni mi disposición era la apropiada. Así que allí me quedé, en paños menores y con más miedo que vergüenza. Pero cual fue mi sorpresa que, cerca del medio día, se abrió la puerta y apareció un anciano, al que seguía un soldado, con las mismas prendas que me habían quitado pero más limpias y sin arrugas. El viejo me ayudó con el turbante y una vez satisfecho desapareció y volvió a cerrarse la puerta. Y pensé que el del arma montaba guardia delante de mi puerta. No recriminé en esta ocasión mi inacción. Aunque el anciano no tenía ni media hostia, el de la puerta no andaba corto de recursos letales. Y al rato abrió este individuo la puerta y me hizo una seña para que le siguiera. Por parecer otra vez un príncipe, aunque sin anillo, intuí que esta vez era el espurio sultán quien me reclamaba. Y acerté. Aquel hombre exigía una contestación a su propuesta antes de que su niña volviera de la escuela. Yo pensé, por el contrario, que estaba claro que tenía que contestar antes de comer. «Bueno, ya has tenido tiempo suficiente como para pensártelo. ¿Qué has decidido?» Contesté que había descartado ser minero. Contestación que le llenó de alegría y a mí me llevó a conocer a toda la familia que vivía en palacio. Por lo que después de conocer a todas sus mujeres, a las hijas de estas, y a las madres de aquellas, ya estaba arrepentido de haber confirmado mi disposición de semental. Y más cuando Yasmine comentó «Pobrecitas, todas estas pequeñas son huérfanas de padre. Menos mal que son nietas de mi señor». De entre todos los familiares del hipotético sultán no había ni uno varón. Aquello encendió una luz roja en mi cabeza que me hizo pensar más en mi vida que en mi hambre. Hubiera dado igual mi decisión, el padre del nieto del sultán acabaría mal. Me sedntí el
macho de una mantis religiosa. Después de la improvisada recepción en mi honor no me devolvieron a la celda como yo esperaba. Me sentaron ante una mesa larga llena de manjares dulces, salados, conocidos y desconocidos, frutos secos, frutos de sartén jarras de zumos, miel y leche. En aquellos momentos no sentí la responsabilidad de estar comprometido con Fátima, ni con nadie, y tampoco noté en el estómago el poco cuscús que había ingerido. Bebí más leche que comí. Ya sabía por aquel entonces que después de tener algún tiempo las tripas vacías hay que comer con prudencia y, si se puede, ingerir los alimentos en estado líquido a temperatura ambiente. Por el contrario no pude resistirme al Kesra(2). Me gustaba demasiado y sabía que llenaba las tripas. A medio atracón
de leche y pan, pensé en llenarme los bolsillos del caftán de frutos secos, pero aquel otro optimista que anda por mi cabeza me preguntó: “¿Para qué?, si vas a ser el yerno de un sultán. ¿No lo ves?”. A pesar de su opinión ganó el pesimista y nueces, anacardos, avellanas y demás terminaron en mis bolsillos. Eso sí, actué disimuladamente, como solía hacer cuando robaba, aunque aquello era a prevención de faltas futuras. Este tipo de frutos duran tiempo en cualquier sitio y alimentan mucho, como supongo que sabes por la moda que impera en tu cultura, contraria a nuestros hábitos. No sé qué demostráis con vuestra delgadez, nosotros al menos presumimos de carnosidad porque implica abundancia y riqueza. Y, desde luego, la mayoría de vosotros no lo hace por motivos de salud, igual que nosotros cuando estamos delgados tampoco lo hacemos por ese motivo. Eso lo compartimos. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. El caso es que debí de decir en voz alta la palabra “sultán” porque el camarero que atendía la mesa y me servía la leche me corrigió: «El amo todavía no lo es. Si lo fuera no habría tanto soldado armado por aquí». No me callé. Yo tenía ya más rango social que él y le contesté: «Yo sé lo que me digo». Al ver la facilidad de palabra de aquel sirviente, aproveché para tirarle de la lengua sobre el asunto que me preocupaba al pasar a último lugar el de la comida: «¿Qué sabes de los yernos de tu amo?». Nada, me contestó. «Yo solo piso las cocinas, esta es la primera vez que monto y atiendo una mesa. Por eso estoy tan contento». “Y parlanchín”, pensé yo. «Y de su hija Fátima, ¿qué me cuentas?». Pero por sus palabras no supe más que aquello que ya sabía: antojadiza y lamerona. Pero después, se agachó y se acercó a mí sin mover los pies, bajó la voz, se tapó media boca con la mano hueca y me dijo: «Los sirvientes que la asisten y las viejas cocineras dicen que es muy fea, que es igual que su padre si fuera gordo. Pero yo no la he visto». «Así que no me puedes confirmar nada, ¿no? ¿No será que no quieres? Piensa que en breve seré de la familia Hachemí». «No, se lo juro amo, no. Lo único que sé es que le gusta mucho el dulce. Al menos todo lo que se le prepara de comida lleva miel y azúcar». Bon, algo nuevo me contó el mozo aquel: que Fátima era gorda. Pero eso en mi cultura es un piropo, no una humillación como recién te he contado. Le pregunté su nombre al levantarme de la silla y me contestó que «Ahmed, hijo de Fares». Y en aquel momento me sentí mal. Yo no podía decir de mí lo mismo, y no porque no me llamara Ahmed, sino porque no sabía el nombre de mi jodido y desconocido padre. Tardé mucho tiempo en no sentirme inferior a todo el que tenía enfrente y citaba a su padre, como me ocurrió con este sirviente. Siempre me deslizaba por la pendiente de la inferioridad, al contrario de aquellos que se van arriba por ser blancos ante un negro. Aunque para ellos otra cosa sería verse como un blanco entre negros. Esta seguridad que ves en mí y que, a veces, criticas, la he adquirido durante mi formación y no solo en la universitaria. Es muy diferente pisar el campus con todo tu cabello sano y en flor que hoyarlo con canas. En ese momento, tu futuro se ha convertido en presente y las tonterías han quedo en el pasado. A pesar del ágape pantagruélico simplemente por decir un “sí, quiero”, acabé en la misma celda en la que estaba cuando lo pensaba. Estaba claro que el engreído sultán, del que nunca supe el nombre, no se fiaba de su mantis religioso. Con mi consentimiento no había conseguido mi libertad, pero algo había logrado. ¿No crees? Eh bien, c'est ça, mon ami. Me había hartado a comer y beber y tenía los bolsillos llenos de frutos secos. Era un iluso al pensar que me iban a dejar suelto por el palacete. Y para sus intereses hacían bien, porque de no estar allí encerrado, estaría buscando a Adama y a Hamal para largarnos de allí lo más rápido posible. O, vete tú a saber, si lo hubiera hecho al revés, primero poner tierra de por medio y luego buscar a mis amigos. Porque no sé qué futuro me daba más miedo, si el de los difuntos yernos del sultán o el mío con Fátima. Para alejarme de los temores quise recordar cuantas veces se había abierto aquella maldita y cerrada puerta que veía. Me entretuve un rato, hasta que la conciencia pesimista me dijo “qué más da, Dikembe. Estás encerrado y punto”. Y me contesté en voz alta: «Pero tengo nueces». Y mira tú, me apetecen ahora. Y como compré el sábado en el mercadillo, pues es lo que voy a cenar hoy. Así que te dejo porque no se pueden comer nueces sin pelar y escribir a la vez. Y entenderás que elija las nueces. Supongo. Un saludo,
tancias, me llevó a la misma habitación donde había hablado con la bella gacela y con su madre. Nos cruzamos con varios soldados que iban a lo suyo. Uno de ellos me dio un buen golpe con la culata del arma que llevaba. Esta vez había más luz en el cuarto, pero del animalillo no vi ni un cuerno. Estaba la madre sola. Al ver su cara por primera vez dudé de mis malos pensamientos y di una oportunidad a la genética. La muchacha podía ser guapa porque Yasmine también lo era. Pero la opinión de una tendera es siempre una buena opinión y has de tenerla en cuenta. Por boca de la madre me enteré del motivo por el que estaba allí: «Tiene que verte antes de ir al colegio, por eso estás aquí, Dikembe». Pero el caso es que yo no vi a Fátima y no pude aclarar mis dudas. Y por la misma boca me enteré que mi futura esposa tenía prohibido aparecer ante mí hasta que su padre no diera vía libre a nuestra relación. «Así que mejor harás en parecer el mejor hijo. La opción de la mina te advierto que es peor». Y fue recordar la amenaza solapada de su hija y estas palabras el motivo por el que quise saber más. Pero tan solo amplié mis conocimientos en que «mi señor es el hombre más orgulloso que conozco». Y no sé porqué dejé a un lado mi curiosidad. Y me recogí en mi miedo. Desde luego lo último que quería era volver a ser esclavo a la vez que minero. Intenté camelarme a la doña para ver si sacaba algo de provecho como un puñado de dátiles, pero fue imposible. Volví a mi celda tal como había salido: prácticamente en ayunas y con más temores. Recién encerrado volvió a oírse la cerradura. Esta vez entró el chófer excitado y nervioso. «Ya te estás quitando eso, que llevo prisa». Si no se hubiera tirado de la solapa de la chaqueta cruzada, no hubiera sabido a qué se refería, pero adiviné que aludía a la ropa «¿Y la sortija, qué has hecho con ella?». «Me la arrancó anoche el otro». Al parecer no le gustó nada mi respuesta porque me dio un cachete y me recordó que las sandalias y el turbante también. Lo único que no me pudo quitar fue la cobardía y el canguelo que me cogía todo el cuerpo, porque de haber querido le hubiera podido dar una paliza y largarme porque no llevaba la pistola. Pero ni caí en ello, ni mi disposición era la apropiada. Así que allí me quedé, en paños menores y con más miedo que vergüenza. Pero cual fue mi sorpresa que, cerca del medio día, se abrió la puerta y apareció un anciano, al que seguía un soldado, con las mismas prendas que me habían quitado pero más limpias y sin arrugas. El viejo me ayudó con el turbante y una vez satisfecho desapareció y volvió a cerrarse la puerta. Y pensé que el del arma montaba guardia delante de mi puerta. No recriminé en esta ocasión mi inacción. Aunque el anciano no tenía ni media hostia, el de la puerta no andaba corto de recursos letales. Y al rato abrió este individuo la puerta y me hizo una seña para que le siguiera. Por parecer otra vez un príncipe, aunque sin anillo, intuí que esta vez era el espurio sultán quien me reclamaba. Y acerté. Aquel hombre exigía una contestación a su propuesta antes de que su niña volviera de la escuela. Yo pensé, por el contrario, que estaba claro que tenía que contestar antes de comer. «Bueno, ya has tenido tiempo suficiente como para pensártelo. ¿Qué has decidido?» Contesté que había descartado ser minero. Contestación que le llenó de alegría y a mí me llevó a conocer a toda la familia que vivía en palacio. Por lo que después de conocer a todas sus mujeres, a las hijas de estas, y a las madres de aquellas, ya estaba arrepentido de haber confirmado mi disposición de semental. Y más cuando Yasmine comentó «Pobrecitas, todas estas pequeñas son huérfanas de padre. Menos mal que son nietas de mi señor». De entre todos los familiares del hipotético sultán no había ni uno varón. Aquello encendió una luz roja en mi cabeza que me hizo pensar más en mi vida que en mi hambre. Hubiera dado igual mi decisión, el padre del nieto del sultán acabaría mal. Me sedntí el
macho de una mantis religiosa. Después de la improvisada recepción en mi honor no me devolvieron a la celda como yo esperaba. Me sentaron ante una mesa larga llena de manjares dulces, salados, conocidos y desconocidos, frutos secos, frutos de sartén jarras de zumos, miel y leche. En aquellos momentos no sentí la responsabilidad de estar comprometido con Fátima, ni con nadie, y tampoco noté en el estómago el poco cuscús que había ingerido. Bebí más leche que comí. Ya sabía por aquel entonces que después de tener algún tiempo las tripas vacías hay que comer con prudencia y, si se puede, ingerir los alimentos en estado líquido a temperatura ambiente. Por el contrario no pude resistirme al Kesra(2). Me gustaba demasiado y sabía que llenaba las tripas. A medio atracón
de leche y pan, pensé en llenarme los bolsillos del caftán de frutos secos, pero aquel otro optimista que anda por mi cabeza me preguntó: “¿Para qué?, si vas a ser el yerno de un sultán. ¿No lo ves?”. A pesar de su opinión ganó el pesimista y nueces, anacardos, avellanas y demás terminaron en mis bolsillos. Eso sí, actué disimuladamente, como solía hacer cuando robaba, aunque aquello era a prevención de faltas futuras. Este tipo de frutos duran tiempo en cualquier sitio y alimentan mucho, como supongo que sabes por la moda que impera en tu cultura, contraria a nuestros hábitos. No sé qué demostráis con vuestra delgadez, nosotros al menos presumimos de carnosidad porque implica abundancia y riqueza. Y, desde luego, la mayoría de vosotros no lo hace por motivos de salud, igual que nosotros cuando estamos delgados tampoco lo hacemos por ese motivo. Eso lo compartimos. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. El caso es que debí de decir en voz alta la palabra “sultán” porque el camarero que atendía la mesa y me servía la leche me corrigió: «El amo todavía no lo es. Si lo fuera no habría tanto soldado armado por aquí». No me callé. Yo tenía ya más rango social que él y le contesté: «Yo sé lo que me digo». Al ver la facilidad de palabra de aquel sirviente, aproveché para tirarle de la lengua sobre el asunto que me preocupaba al pasar a último lugar el de la comida: «¿Qué sabes de los yernos de tu amo?». Nada, me contestó. «Yo solo piso las cocinas, esta es la primera vez que monto y atiendo una mesa. Por eso estoy tan contento». “Y parlanchín”, pensé yo. «Y de su hija Fátima, ¿qué me cuentas?». Pero por sus palabras no supe más que aquello que ya sabía: antojadiza y lamerona. Pero después, se agachó y se acercó a mí sin mover los pies, bajó la voz, se tapó media boca con la mano hueca y me dijo: «Los sirvientes que la asisten y las viejas cocineras dicen que es muy fea, que es igual que su padre si fuera gordo. Pero yo no la he visto». «Así que no me puedes confirmar nada, ¿no? ¿No será que no quieres? Piensa que en breve seré de la familia Hachemí». «No, se lo juro amo, no. Lo único que sé es que le gusta mucho el dulce. Al menos todo lo que se le prepara de comida lleva miel y azúcar». Bon, algo nuevo me contó el mozo aquel: que Fátima era gorda. Pero eso en mi cultura es un piropo, no una humillación como recién te he contado. Le pregunté su nombre al levantarme de la silla y me contestó que «Ahmed, hijo de Fares». Y en aquel momento me sentí mal. Yo no podía decir de mí lo mismo, y no porque no me llamara Ahmed, sino porque no sabía el nombre de mi jodido y desconocido padre. Tardé mucho tiempo en no sentirme inferior a todo el que tenía enfrente y citaba a su padre, como me ocurrió con este sirviente. Siempre me deslizaba por la pendiente de la inferioridad, al contrario de aquellos que se van arriba por ser blancos ante un negro. Aunque para ellos otra cosa sería verse como un blanco entre negros. Esta seguridad que ves en mí y que, a veces, criticas, la he adquirido durante mi formación y no solo en la universitaria. Es muy diferente pisar el campus con todo tu cabello sano y en flor que hoyarlo con canas. En ese momento, tu futuro se ha convertido en presente y las tonterías han quedo en el pasado. A pesar del ágape pantagruélico simplemente por decir un “sí, quiero”, acabé en la misma celda en la que estaba cuando lo pensaba. Estaba claro que el engreído sultán, del que nunca supe el nombre, no se fiaba de su mantis religioso. Con mi consentimiento no había conseguido mi libertad, pero algo había logrado. ¿No crees? Eh bien, c'est ça, mon ami. Me había hartado a comer y beber y tenía los bolsillos llenos de frutos secos. Era un iluso al pensar que me iban a dejar suelto por el palacete. Y para sus intereses hacían bien, porque de no estar allí encerrado, estaría buscando a Adama y a Hamal para largarnos de allí lo más rápido posible. O, vete tú a saber, si lo hubiera hecho al revés, primero poner tierra de por medio y luego buscar a mis amigos. Porque no sé qué futuro me daba más miedo, si el de los difuntos yernos del sultán o el mío con Fátima. Para alejarme de los temores quise recordar cuantas veces se había abierto aquella maldita y cerrada puerta que veía. Me entretuve un rato, hasta que la conciencia pesimista me dijo “qué más da, Dikembe. Estás encerrado y punto”. Y me contesté en voz alta: «Pero tengo nueces». Y mira tú, me apetecen ahora. Y como compré el sábado en el mercadillo, pues es lo que voy a cenar hoy. Así que te dejo porque no se pueden comer nueces sin pelar y escribir a la vez. Y entenderás que elija las nueces. Supongo. Un saludo,
(1VG) [↑][Volver]
Entra, entra, por favor.
Entra, muchacho (francés).
(2VG) [↑][Volver] Pan argelino,
posiblemente el más antiguo del mundo, hecho a base de sémola.
Imagen 1. Foto bajada de www.doordesigns.us
Imagen 2. Foto bajada de
lizyes12.blogspot.com.es
Imagen 3. Foto bajada de www.dimensionvegana.com
Imagen 4. Foto bajada de karabanchel.com
Hoy se me hizo un poco tarde, disculpe usted, ja, ja... Pero bueno, Dikembe yerno de un sultán? No me lo creo... Este chico no sabe donde meterse... Me imagino a la pobre Fátima "gorda" y a Dikembe capaz de aceptarla... No, no me lo creo... Esperaré a ver cómo continúa el relato... Abrazos.
ResponderEliminarHaces bien en esperar, jaja, porque todo llegará. Yo imagino a "la Fátima" también gorda y fea, jaja. Un abrazo, JC.
EliminarDicen que uso nacen con estrella y otros estrellados. No se yo a que grupo pertenece Dikembe. Jajaja
ResponderEliminarHasta el lunes J.C.
Esa es, creo, la sensación que él tiene (o yo quiero que tenga, jaja. Y espero que se note esa duda en el relato). Hasta el lunes, Varinia. Jc.
EliminarYa imagino a Dikembe planeando su huida, espero que no le cueste mucho...
ResponderEliminarBesitos
Esta vez, se la facilitan, ja, ja. Un beso, Amanda. Y gracias. JC.
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