De cómo supe sobre Adama
ienso que
ha llegado el momento de hablar de Adama y de las historias que me reveló
durante sus delirios, bien durante el viaje, bien en el hospital. No te las
puedo ni debo contar en la secuencia que me llegaron a mí porque sería un
galimatías tremendo. Así que anoche, mientras me dormía, me fabriqué, más o
menos, un guión que intentaré seguir en esta carta para que tengan sentido sus
palabras. Aunque ya te advierto que parte son deducciones y no confesiones del
protagonista. Si te lo cuento de oídas, además, es porque, para completar tu
historia y la mía, y poder entenderla,
necesitas de lo que vivió Adama conmigo y, anteriormente, sin mí. Antes de
comenzar, dos cositas. Primero, Adama, que de mayor disimularía su apariencia
de garbanzo pedrosillano con cabeza de garbanzo andaluz metido en agua, había
nacido en Mali o Malí, que también se dice así. En una aldea agrícola que
padecía los efectos del cambio climático, es decir, que se desertizaba. Adama
cierta vez me dijo que él solo había sufrido una hambruna que duró cuatro años
escasos, pero que sus abuelos llevaban ya sufridas cinco o seis seguidas. Estas
cosas son así, igual que vuestros pleitos o crisis económicas, sabes cuando
empiezan pero jamás cuando acaban. Y esta es una opinión tuya y no mía. Creo
que entenderás a qué me refiero, aunque debes multiplicarlo por diez por ser un
multiplicador fácil. En esos lugares el hambre es una constante en la ecuación
de la vida, ¿sabes? Yo lo he visto. Raro era, y es, el día que los pequeños
portadores de tripas hinchadas, que no llenas, no disminuían en número. Y, la
verdad, tampoco se notaba mucho esa mengua, porque otros venían a nacer para
mamar aire, ni siquiera cebolla, de los pechos de sus madres. Éstas no son
palabras exactas de Adama, pero se parecen mucho a las que dijo. Los padres,
mientras, bailaban. Pero no pienses que celebraban nada dentro de ninguna
discoteca como hacéis vosotros. No. Lo hacían al aire libre en un inveterado y
tradicional ritual para convencer al dios de las lluvias para que no fuera tan
tacaño. Y danzaban porque ya no podían hacer un sacrificio más grande a esa
deidad, hambrienta también, que les exigía a sus hijos como pago de unas
lluvias que no llegaban. En teoría, ese pago no hay dios que lo aguante, según la
jerga coloquial, pero esa frase hecha no se usa por mi país de origen, ni los
dioses de mi abuela Mayifa la entenderían. Y estas son palabras y deducciones
mías. Y la segunda cuestión es decirte que los hechos vividos por Adama, que te
voy a contar a continuación, pudieron producirse durante las mismas fechas que
el periplo sin retorno de mi familia, pero que las cuento ahora para el buen
entendimiento del relato, y porque esta no es una novela de misterio como bien
sabes. Aun siendo Adama de buen carácter, nunca me habló de aquellas
experiencias infantiles, ni antes, ni después de su enfermedad de una manera
consciente. No sé si ya te he dicho que yo sí le conté ciertas vivencias. Nunca
me lo preguntó, pero yo sí quise contarle algunos detalles sin importancia.
Aunque le advertí que eso no le obligaba a él a nada. En realidad, nadie quería
saber la historia de nadie. No nos importaba. Cada uno tenía su historia y era
suya, punto. Acaso era lo único que dejamos de compartir. Él nunca supo que mi
aldea había desaparecido, igual que ocurriera con la suya. Y como tantas otras
por todo el mundo, aunque por motivos diferentes. Según deduje todo ocurrió de
improviso como en mi caso, cuando ellos regresaban al poblado después de jugar
por los alrededores. Ponían trampas de lazo por allá y por acá por si algún
animal despistado y tonto o ciego caía, porque, según él, estaban muy mal
hechas y peor disimuladas. «Nunca cogimos
nada, pero nos divertíamos» fueron sus palabras exactas al respecto. La
escuela que la ONG
había montado con poco más que una maleta, como dicen los cooperantes, duraría
cuatro meses. Hasta que una incursión paramilitar acabara con ella. El error,
si es que lo hubo, fue que en dicha maleta, aparte del material escolar y de
estudio, alguien había introducido un crucifijo con la mejor de las
intenciones, supondremos. Aquel o aquella que incluyera la cruz no contaba con
que el símbolo del cristianismo, como otras tantas divisas, sobraba en un lugar
tan sensible a los signos religiosos o étnicos. Algo como lo que ocurrió en
Euskadi con la bandera española durante la época del terror impuesto por ETA. ¿Recuerdas
que lo comentamos y que estuvimos de acuerdo en que nadie está a salvo del
terrorismo? El caso fue que acertó a pasar por su aldea una jauría de combatientes
cansados y con intenciones neutras. En otras ocasiones ya habían pasado de
largo, pero al distinguir aquel crucificado de metal clavado en un poste que
presidía el chamizo que constituía la escuela, quien lo viera lo reconoció, y
lo entendió como una provocación. Se echó su kalashnikov al hombro y realizó un disparo al grito de «¡Alá es el único Dios!». Sus compinches
centraron su atención en el símbolo, y a pesar de ir arrastrando los pies y los
cuerpos, hicieron un pequeño esfuerzo y prendieron fuego a los cortavientos y
tejado de paja de la escuela con niños y maestro dentro. Los primeros corrieron
hacia sus hogares como alma que lleva el diablo y sin entender nada, pero el
maestro no tuvo esa opción, y no porque no tuviera choza o no supiera correr,
sino porque el que había errado el tiro a Jesús no falló otra vez, alcanzó al
joven cooperante francés en pleno pecho y le mató, acaso porque este estaba
vivo y porque era más grande que el primero al que apuntó. La ironía fue que
Paul, un joven nacido en Lyon y
estudiante de Psicología y Ciencias de la Educación como él contara a sus alumnos, entre
ellos Adama, era musulmán moderado, y evidentemente tolerante. Y tal cual, los
guerrilleros se largaron. En ese momento no les interesaba nada más. «Así que los niños tomamos vacaciones
forzosas», lo que no era raro para mi amigo, ni para el resto de críos y
crías. «Pero, al menos, conocí las letras
y los números». Y también las armas de fuego y, sin saberlo, el odio que
nace de la intransigencia propia del fanatismo, y que, en este caso sin
pretenderlo, abortó la posibilidad de perfeccionar el ajeno francés y conocer la
propia geografía y la universal
aritmética. Por ello los niños y niñas volvieron a llenar su infancia con los
juegos, como hacen los escolares mediterráneos cuando nieva a conciencia por
aquí. Unos más que otros ayudaban en los trabajos caseros y agrícolas. El
ganado ya se lo habían arrebatado otros que pasaron antes sin disparar sus
armas. Eso sí, jugaban un poco más temerosos hasta que el incidente pasó a su
subconsciente infantil. Al igual que ellos, ningún adulto del poblado pensó que
aquel incidente pudiera tener una continuidad, y menos violenta. Sabían que esa
gentuza llegaba, cogía lo que quería y se marchaba, pero era la primera vez que
habían vertido sangre sin razón aparente. Y al fin y al cabo, no había sido la
suya, sino la de un extranjero. La gente, en general, es buena y busca, por
interés, un motivo para no ver la maldad en los demás. En aquel caso fue que el
muerto no era vecino de la aldea, ni siquiera maliense, y al fin y a la postre
sólo habían quemado cuatro palos y unas pajas. No pensaron siquiera en el
crucifijo ni en la educación de sus hijos, sino en su seguridad. Como todos.
Además, a sus hijos e hijas les habían dejado en paz. Y eso, que ya habían oído
en boca de compatriotas cómo se las gastaban aquellos bárbaros, engendros del pueblo
nómada Tuareg convertidos en sedentarios islamistas que buscaban una
independencia contradictoria. Pero, a veces, las bombas caen dos veces, si no
en el mismo sitio, sí muy cerca unas de otras, porque escuela y poblado estaban
a quinientos metros con el fin de que los y las escolares no se distrajesen con
la actividad diaria de los adultos en la aldea. Todo ello lo balbucía Adama
bajo una mosquitera mientras sufría la malaria, otro de nuestros grandes males.
Relató más, unas veces me era imposible entenderle y otras parecía como si
estuviera dentro de una conversación en la que también participaba yo de
oyente. Entre escalofrío y escalofrío, refirió que los rebeldes volvieron a su
aldea para hacer su trabajo a conciencia. La siguiente visita no fue una
casualidad, sino el objetivo final. «Y, otra cosa no sabrán hacer esos animales, pero a matar, a violar y a
quemar no hay quien les gane, Boubakar. Matan hasta el hambre, violan hasta a
las bebés y queman hasta las piedras». Tenía razón, esa chusma no tiene
parangón, si acaso se pueden comparar a aquellos otros bestias que me habían
arrancado de mi hogar.
Pero yo siempre he visto la desgracia ajena más grande que la mía, no sé porqué. Al contrario que vosotros, que veis más grave una gripe propia que una epidemia ajena de ébola(1), salvo que el río se desborde e inunde vuestras ciudades, como Madrid o como en la que tú te hayas ahora, lejos, pero presente. En ese momento se convierte en noticia de primera plana. Mientras la enfermedad esté circunscrita a África, no tiene mayor interés. Las rotativas no pueden hacer las portadas tan grandes como gustaría a los periodistas. Además, no serían manejables ni las unas ni los otros. Debido a la alta fiebre Adama deliraba las más de las veces. Por eso su relato era anárquico y deslavazado, sin secuencia temporal. Volví al día siguiente como le había prometido, yo soy hombre de honor y de palabra. Por mis venas corre sangre hutu y tutsi y quien sabe si twa también. Sabía que, aunque preguntara a la enfermera en qué ayudaba, ella me contestaría que hiciera compañía a los enfermos que se dieran cuenta de ello. Yo lo hacía porque en un hospital de campaña, ¡ojalá no pises uno!, ni los niños tienen ganas de jugar ni los mayores de regañarles. He de aclararte que durante esos días, muchas veces me quedaba absorto y con la mirada perdida, como nuestro futuro y dejaba pa-
sar las horas muertas hasta que la enfermera me decía que me fuera. Esa tarde llegué justo en el momento en que el pobre Adama parecía revivir alguna de sus vivencias. Y no creas, no todas eran malas. Incluso algunas veces disfrutaba, yo creo que Adama se reía de mí, porque me hablaba como si yo fuera nuevamente su amigo. «Corre —me decía con una sonrisa en la boca—, creo que ha caído en la trampa del pozo un jabalí. Sí, sí, no te rías». Otras lloraba, como el día que me describió su encuentro con el GSPC(2), aunque él no lo supiera: «Mira, Boubakar. No, para, escucha. ¿Te acuerdas cuando mataron a Paul? Suena igual, corre, deja el lazo. Algo pasa en el poblado, vamos corre». Y entre lo que contó y lo que yo imaginé, esto fue lo que debió pasar aquel mal día: Entre trampa y trampa, corrían, imitaban a los animales más fieros y se peleaban como se pelean los amigos. «Incluso, alguna vez jugamos a la guerra. Claro, como la imaginábamos, porque verla no la habíamos visto nunca». Y así se acercaban al poblado, carrera va, carrera viene. Yo te doy, tú me das… Hasta que los ruidos llegaron a sus oídos. No eran los de costumbre, sonaban otros distintos al golpeo para machacar el poco mijo que recogían. Y aunque solo habían oído dos disparos de un arma de fuego, reconocieron las ráfagas. Y, entonces, dejaron el juego y corrieron directos hacia el centro de su aldea. Cuanto más se acercaban menos entendían. Separados por un instante y un metro, quedaron paralizados como estatuas de sal, según me contara mi madre que quedó la mujer de Lot en su viaje, también obligado, cuando salimos de mi aldea. La diferencia era que ellos miraban al frente y veían como su poblado se convertía en una Sodoma calcinada. Varios insurgentes con antorchas prendían los techos de las chozas mientras los cuerpos de los familiares y amigos de Adama les contemplaban inertes, en posturas imposibles. Era lo más horrible que sus ojos verían jamás. Hoy, Adama, no sé si tú te has dado cuenta, todavía me sorprende y se sorprende al romper un silencio consentido con una pregunta en susurros: «¿Por qué no hice nada?» . Él cree que nadie sabe a qué viene esa duda, pero nunca le he dicho que yo sé que su madre fue violada ante sus ojos y luego abatida de un machetazo, ni que presenció como sus dos hermanas menores, con los vestidos desgarrados y llenos de sangre, caían al suelo después de sendos culatazos del mismo guerrillero. Miliciano al que llamó al orden aquel otro con estrellas en la gorra. Y lo hizo a su manera y con sus maneras. Quiso recordar a los demás que «las mujeres jóvenes y las niñas no se matan porque son dinero», y sin más, descerrajó un tiro en la frente del asesino de sus hermanas. Tan impresionado quedó por el cuadro, que no sintió ni miedo cuando se le acercó otro soldado que se echó al cinto un machete ensangrentado y le cogió del cuello. Después le arrastró por todo el poblado a la voz de «¡Mira, mira bien todo!», como si no hubiera visto ya bastante. No sabría decir lo que Adama vio en ese recorrido macabro, pero esas escenas las vería una y otra vez repetidas en sueños, en vigilias y en delirios. Cuantas veces me he despertado en mitad de la noche y he visto a mi amigo en la misma actitud que yo tomaba con la mirada perdida, sentado ahí en la cocina, con la diferencia del gesto de dolor que armonizaba con las lágrimas que mojaban la mesa de formica. Me sentaba frente a él y me transportaba en el tiempo, también al dolor, a las lágrimas de madre. Yo secaba los ojos y el sudor de Adama con una gasa más húmeda ya que nuestros ojos, pero la enfermera sólo me daba una y me decía «Aprovéchala, Dikembe, no tenemos muchas». Pero, aun así no pude entender la magnitud de lo sufrido por aquel niño. Ni siquiera él lo entendía. Boubakar, que debía ser un amigo de su aldea, aparecía entre sus sueños aunque lo primero que me contó fue su muerte y, a partir de ahí, me pareció que, para Adama, Boubakar era yo. Se lo negué hasta la saciedad. Pero luego me pesó una y otra vez. Pero es que era imposible que la empatía funcionara con todos y a todas horas, porque todos merecían ser entendidos. Pero en lugar de ese sentimiento, mi alma había albergado el miedo. El mismo que Adama sentía ante cualquier adulto de piel oscura, fuera éste armado o con una Biblia en las manos. Poco después, sin contar que les cortaron la mano derecha a él y a todos sus amigos, Adama bromeaba entre fiebres y tiritonas, con que a los otros les habían jorobado más por ser diestros, porque él era zurdo. De ahí y por la falta de su mano derecha, deduje lo que supongo les ocurriera a sus brazos durante la última mañana en su aldea. Sí entendí algo: que les quemaban con un machete, pero no sé a qué se refería porque él no tenía más cicatriz externa que su amputación.
Pero yo siempre he visto la desgracia ajena más grande que la mía, no sé porqué. Al contrario que vosotros, que veis más grave una gripe propia que una epidemia ajena de ébola(1), salvo que el río se desborde e inunde vuestras ciudades, como Madrid o como en la que tú te hayas ahora, lejos, pero presente. En ese momento se convierte en noticia de primera plana. Mientras la enfermedad esté circunscrita a África, no tiene mayor interés. Las rotativas no pueden hacer las portadas tan grandes como gustaría a los periodistas. Además, no serían manejables ni las unas ni los otros. Debido a la alta fiebre Adama deliraba las más de las veces. Por eso su relato era anárquico y deslavazado, sin secuencia temporal. Volví al día siguiente como le había prometido, yo soy hombre de honor y de palabra. Por mis venas corre sangre hutu y tutsi y quien sabe si twa también. Sabía que, aunque preguntara a la enfermera en qué ayudaba, ella me contestaría que hiciera compañía a los enfermos que se dieran cuenta de ello. Yo lo hacía porque en un hospital de campaña, ¡ojalá no pises uno!, ni los niños tienen ganas de jugar ni los mayores de regañarles. He de aclararte que durante esos días, muchas veces me quedaba absorto y con la mirada perdida, como nuestro futuro y dejaba pa-
sar las horas muertas hasta que la enfermera me decía que me fuera. Esa tarde llegué justo en el momento en que el pobre Adama parecía revivir alguna de sus vivencias. Y no creas, no todas eran malas. Incluso algunas veces disfrutaba, yo creo que Adama se reía de mí, porque me hablaba como si yo fuera nuevamente su amigo. «Corre —me decía con una sonrisa en la boca—, creo que ha caído en la trampa del pozo un jabalí. Sí, sí, no te rías». Otras lloraba, como el día que me describió su encuentro con el GSPC(2), aunque él no lo supiera: «Mira, Boubakar. No, para, escucha. ¿Te acuerdas cuando mataron a Paul? Suena igual, corre, deja el lazo. Algo pasa en el poblado, vamos corre». Y entre lo que contó y lo que yo imaginé, esto fue lo que debió pasar aquel mal día: Entre trampa y trampa, corrían, imitaban a los animales más fieros y se peleaban como se pelean los amigos. «Incluso, alguna vez jugamos a la guerra. Claro, como la imaginábamos, porque verla no la habíamos visto nunca». Y así se acercaban al poblado, carrera va, carrera viene. Yo te doy, tú me das… Hasta que los ruidos llegaron a sus oídos. No eran los de costumbre, sonaban otros distintos al golpeo para machacar el poco mijo que recogían. Y aunque solo habían oído dos disparos de un arma de fuego, reconocieron las ráfagas. Y, entonces, dejaron el juego y corrieron directos hacia el centro de su aldea. Cuanto más se acercaban menos entendían. Separados por un instante y un metro, quedaron paralizados como estatuas de sal, según me contara mi madre que quedó la mujer de Lot en su viaje, también obligado, cuando salimos de mi aldea. La diferencia era que ellos miraban al frente y veían como su poblado se convertía en una Sodoma calcinada. Varios insurgentes con antorchas prendían los techos de las chozas mientras los cuerpos de los familiares y amigos de Adama les contemplaban inertes, en posturas imposibles. Era lo más horrible que sus ojos verían jamás. Hoy, Adama, no sé si tú te has dado cuenta, todavía me sorprende y se sorprende al romper un silencio consentido con una pregunta en susurros: «¿Por qué no hice nada?» . Él cree que nadie sabe a qué viene esa duda, pero nunca le he dicho que yo sé que su madre fue violada ante sus ojos y luego abatida de un machetazo, ni que presenció como sus dos hermanas menores, con los vestidos desgarrados y llenos de sangre, caían al suelo después de sendos culatazos del mismo guerrillero. Miliciano al que llamó al orden aquel otro con estrellas en la gorra. Y lo hizo a su manera y con sus maneras. Quiso recordar a los demás que «las mujeres jóvenes y las niñas no se matan porque son dinero», y sin más, descerrajó un tiro en la frente del asesino de sus hermanas. Tan impresionado quedó por el cuadro, que no sintió ni miedo cuando se le acercó otro soldado que se echó al cinto un machete ensangrentado y le cogió del cuello. Después le arrastró por todo el poblado a la voz de «¡Mira, mira bien todo!», como si no hubiera visto ya bastante. No sabría decir lo que Adama vio en ese recorrido macabro, pero esas escenas las vería una y otra vez repetidas en sueños, en vigilias y en delirios. Cuantas veces me he despertado en mitad de la noche y he visto a mi amigo en la misma actitud que yo tomaba con la mirada perdida, sentado ahí en la cocina, con la diferencia del gesto de dolor que armonizaba con las lágrimas que mojaban la mesa de formica. Me sentaba frente a él y me transportaba en el tiempo, también al dolor, a las lágrimas de madre. Yo secaba los ojos y el sudor de Adama con una gasa más húmeda ya que nuestros ojos, pero la enfermera sólo me daba una y me decía «Aprovéchala, Dikembe, no tenemos muchas». Pero, aun así no pude entender la magnitud de lo sufrido por aquel niño. Ni siquiera él lo entendía. Boubakar, que debía ser un amigo de su aldea, aparecía entre sus sueños aunque lo primero que me contó fue su muerte y, a partir de ahí, me pareció que, para Adama, Boubakar era yo. Se lo negué hasta la saciedad. Pero luego me pesó una y otra vez. Pero es que era imposible que la empatía funcionara con todos y a todas horas, porque todos merecían ser entendidos. Pero en lugar de ese sentimiento, mi alma había albergado el miedo. El mismo que Adama sentía ante cualquier adulto de piel oscura, fuera éste armado o con una Biblia en las manos. Poco después, sin contar que les cortaron la mano derecha a él y a todos sus amigos, Adama bromeaba entre fiebres y tiritonas, con que a los otros les habían jorobado más por ser diestros, porque él era zurdo. De ahí y por la falta de su mano derecha, deduje lo que supongo les ocurriera a sus brazos durante la última mañana en su aldea. Sí entendí algo: que les quemaban con un machete, pero no sé a qué se refería porque él no tenía más cicatriz externa que su amputación.
Como habréis notado, Dikembe es la primera y única
referencia que hace a la manquedad de su amigo. Incluso se permite la ironía de
incluir en el relato el buen humor con el que se toma el zurdo su condición de
manco. Tanto uno como otro parecen asumir sin ninguna extrañeza la salvajada y
sus consecuencias. Desde nuestro punto de vista, la pena derivada de la
crueldad sufrida por un niño que no quiere usar un machete contra un amigo o
familiar, no debe quedarse en lástima ni pararse ante la brutal amputación. Que
es lo que les ocurre a tantos Adama mutilados. Sino que debemos dar un paso y
plantearnos el daño psicológico que una mente infantil puede sufrir por ello. «Si no le cortas la mano a tu amigo, os la
corto yo a los dos». Esta justicia también es humana. Me cuesta escribir
estas palabras, pero son una realidad. Tan reales como los niños soldados que
terminan dependiendo de las drogas que les suministras animales con los que
compartimos el cien por cien del genoma, aunque a mí me cueste trabajo
admitirlo. No extraña que otras personas se jueguen su vida y la de sus hijos
por huir de ese terror. Horror que forma parte del día a día que no solamente
en el continente africano se vive. ¿Servirá para algo denunciarlo? ¿Servirá
para algo más que para sentir un escalofrío cuando imaginas la situación? Y eso
que con su huida del infierno no acaban sus miserias porque aquello que les
espera cuando han puesto tierra de por medio es la más cruel de las burocracias
que otros animales, menos violentos, han levantado para no compartir con nadie
la patria. Y yo me pregunto: ¿Qué patria es esa que convierte en culpables a
los inocentes? Argumentos tan peregrinos como que “nos quitan el trabajo”, “violan
a nuestras mujeres” o “todos son escoria y ladrones” no esconden, a mis ojos,
la necesidad y el derecho que todo hombre tiene, no ya a la felicidad, sino
simplemente a la paz.
No quiero dejar sin comentar,
que cuando llegué a vuestro mundo, bon,
cuando llegué no, sino unos años después, recordé aquella advertencia antes de
una ejecución que dijera el estrellado paramilitar y que a mí, en un principio,
me pareció humanitaria, aunque de humana tenía poco, si lo hubiera pensado
mejor en aquel entonces. Me refiero a las palabras sobre no matar a las mujeres
jóvenes y a las niñas. Claro que eran dinero, y mucho, porque aquellas
personillas son las que nutren de objetos sexuales vuestros burdeles, y las que
no, hacen la calle. Aquellas personas eran vendidas como cualquier otro
producto en el mercado negro. Las mafias prefieren traficar con carne tierna
mejor que con drogas. Una papelina de heroína se usa una vez, por ende sólo
produce una ganancia. Una virgen, independiente de que sea niña, adolescente o
mujer, la primera vez que se consume supera con creces el beneficio de una
papelina y a su vez es explotada una y otra vez hasta que ya no sirve ni para
ser persona(3). Llegará el día, fíjate lo
que te digo, que saldrá más rentable vender una negrita de doce años que una
cabeza nuclear, aunque quizá, pensándolo mejor, no, porque sin armas los que
quieren imponer sus reglas no podrían, y no me refiero sólo a las mafias, sino
también a los gobiernos. Estoy seguro de que Adama no supo interpretar aquellas
palabras del jefe de la horda, ni siquiera al ver a casi todas las niñas y
muchachas de su aldea juntas marchar con los terroristas. Pero yo, hoy,
insisto, lo tengo muy claro. Aquellas inocentes criaturas acabaron en las casas
de putas que deberon frecuentar los de tu generación, en Madrid, en Marsella,
en Roma o en cualquier otra ciudad europea que tan digna se siente. Independientemente
de que permiten que muchos de sus ciudadanos consuman el sexo corrompido, placer
que estas mafias, tan bien estructuradas y consolidadas, ponen a su disposición
tan cómodamente en perjuicio de las mujeres africanas y de cualquier continente,
que yo las he visto. No son sólo los secuestradores los únicos carentes de
conciencia, también las madames, los
intermediarios, los transportistas y los clientes son quienes las extorsionan. Tus
conciudadanos, esos hombres de a pie, con decir que la prostitución es el oficio
más antiguo del mundo y que no hay quien lo elimine sin exterminar a las
mujeres, tienen bastante. ¿Qué te parece?, como si fueran las mujeres las que
tienen montado el negocio. Ni la prohibición, ni la legalización, ni la
abolición de la prostitución, eso es verdad, podrá contra esas mafias, porque
hay zonas en el mundo que se desarrollan gracias a la trata de indígenas. ¿Te
parece mentira? Pues no miento, hay pueblos en Sudamérica en los que se
construyen carreteras, colegios, bibliotecas y comedores sociales gracias al
sacrificio por el bien común de unas jóvenes que se enrolan voluntariamente en
las huestes mafiosas de la explotación sexual. A cambio estos cárteles son
vistos como salvadores por los parroquianos que ven cómo parte de las ganancias
de estos capos se reinvierten en el desarrollo de su pueblo. Llegará un día, si
no lo impedimos, que haya granjas de vírgenes para exportar. Y a mí, a este
pobre e ignorante negro, ya viejo y cansado, y que curiosamente no sabe ya si
en vez de pensar sólo siente, se le ocurre luchar contra ello a través de sus
palabras y de una educación que nos enseñe a pensar, que nos enseñe que el respeto
es nuestro mejor aliado. Si uno se respeta, respetará al de al lado. Si uno
piensa, hará pensar al vecino. Contéstate a una pregunta, ¿qué estado, fallido
o no, está interesado en tener votantes que no sean borregos, que se respeten y
exijan respeto? Pero ya te digo, este que te cuenta sus cuitas y las de otros,
es un inmigrante que durante mucho tiempo ha robado un puesto de trabajo a un
compatriota tuyo y antes ha hurtado todo lo que ha podido para subsistir. ¡Qué
coño va a saber ese! Siento irme por la tangente y olvidar la historia que te
relataba, pero, no te preocupes que volveremos a ella. Perdona otra vez estas
digresiones, son propias de mi forma de ser y devienen agrandadas por la edad. Adama
aún tuvo que sufrir una tormenta de arena antes de alejarse del todo de su
aldea. Obligados por los guerrilleros, salieron del poblado y se encontraron un
desierto enfadado. Casi cubiertos de arena y con el muñón vendado con un trapo,
tuvieron que esperar, con las camisetas subidas hasta la frente y hechos un
ovillo, a que pasara el enfado de Oya, la diosa del viento yoruba que iba a
adueñarse del cementerio a cielo abierto en el que se había convertido su
aldea. Cuando dejaron de sentir el azote de la arena en su piel desnuda,
deshicieron el abrazo a sus piernas y se buscaron con la mirada. Y lo que
vieron fue la noche. Adama, según me contó en
delirios, jamás pensó que aquello fuera un sueño, pero cuando consiguió
limpiarse de tierra los ojos y ver nítidamente a sus amigos, tuvo un momento de
duda. Lo superó porque sabía que siempre que tenía uno de esos sueños se
despertaba lloroso, y en aquel momento tenía los ojos más secos que la arena
que veía a la luz de la luna. Sí llegó a pensar que habían sido alucinaciones
suyas, pero al ver la cara de Boubakar que le miraba como preguntándole ‘¿por
qué?’, supo que estaban más solos que la una, aunque fueran dos. Y la soledad
le llenó los pulmones y, en esos momentos sí, las lágrimas dibujaron en su polvorienta
cara dos cuencas verticales. Se limpió los churretes de la cara, le picaban, y
se puso de pie. La inercia hizo que encaminara sus pasos hacia el poblado, pero
Boubakar, tan solo con decir su nombre, corrigió su dirección. Lo que te cuento
es el resultado final que mi cabeza ha dado a lo balbuceado por mi amigo en
diferentes momentos. No creas que es una verdad inventada, ya sé que yo no
estaba allí y que parece lo contrario, pero contártelo y decir continuamente este
me dijo y aquel me contó, por eso tal y por eso cual…, me sería más difícil, a
la vez que engorroso. Es mejor juntar todos mis recuerdos y hacer una especie
de cuento, ¿no crees? Eh bien, c'est ça, mon ami.
Ahora, si lo prefieres, me lo haces saber y cambio la forma de describírtelo.
Ojalá pudiera cambiar los hechos así de fácil. Tu amigo,
(1VG)[↑][Volver] Ebola (río negro en lengua lingala). Este virus recibió su nombre gracias un error debido al cansancio del equipo médico del doctor Piot, allá por 1976. Una noche, en Yambuku (RDC), alrededor de una copa y antes de descansar este equipo se puso a buscar un nombre para el nuevo virus encontrado. Al pensar que estigmatizarían a ese pueblo si le bautizaban como Virus de Yambuku, donde fue aislado, pensaron, al consultar el mapa de la zona, que mejor sería llamarlo ‘Virus del Congo’, por referencia al gran río, pero uno de ellos advirtió que ya existía una enfermedad que contenía esa palabra, así que se pusieron a buscar otro río, y eligieron el Ébola aun no siendo el más cercano a ese pueblo congolés, pero ya era tarde y estaban exhaustos. Fuente: Olga Jęczmyk Nowak.
(2VG)[↑][Volver]
GSPC. Grupo
Salafista para la
Predicación y el Combate fue el origen de AQMI o Al Qaeda en
el Magreb Islámico, y se afilió a esta red de Al Qaeda en 2007. Fuente:
Instituto español de estudios estratégicos.
(3VG)[↑][Volver]
Según informe de Concepción Anguita Olmedo de la UCM (facultad de ciencias
políticas y sociales), escrito en 2007,
el volumen de negocio de la trata de blancas ascendía a 10.000.000.000$US como
máximo. Y estamos hablando del 2007, (leído en Nómada, revista crítica de
ciencias sociales y jurídicas, núm. 15). Compárese con el presupuesto de la RDC para 2002, que fue de 5.500.000.000$US (dato extraído del Boletín del
FMI, 13/10/2015). Aunque a estas cifras las separan 5 años no ha sido mi
intención manipular, son los únicos datos que he conseguido recavar, acaso por
torpe o no saber documentarme mejor).
Imagen 1. Foto bajada de elpais.es
Imagen 2. Foto bajada de www.tdg.ch. El pie de foto reza: Foto archivo AP.
Imagen 3. Foto bajada de www.eluniversaltv.com.mx
Ufff!! Cuando leo capítulos como el de hoy, echo de menos tantísimo a la Gertru, a la Reme, a don Mauro, etc... Ya sé que la realidad es más dura que la ficción, pero...
ResponderEliminarFeliz año y abrazos, J.C.
Hay que denunciarlo, por lo menos. Sé que es duro porque cuando te documentas sobre un tema como este se te cae el alma a los pies y no la recoges en tres días. Pero esa injusticia te hace seguir. Lo siento, pero es que este cuento sale desde muy dentro y con la fuerza de una tempestad. Gracias, Ligia, de todo corazón. JC.
EliminarPues si, duró pero que muy duro. Se queda uno sin palabras.
ResponderEliminarLas cosas irán mejorando, al menos ese es mi deseo.
Hasta el lunes J.C. y buenos reyes.
Sí, en cuento a crudeza creo que hemos tocado fondo, salvo algún detalle. Gracias, Varinia. Iguales deseos para ti. Un abrazo, JC.
EliminarQue duras las vivencias que nos cuenta Dikembe en este capítulo, pobre Adama, así es una persona de pocas palabras...
ResponderEliminarSigo leyendo, feliz semana JC.
Besitos
Gracias, Amanda. Me das una alegrías cada vez que me comentas. Un beso, JC.
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