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lunes, 9 de enero de 2017

CAP. 35 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo









De cómo lo pasamos en el hospital


na vez desvelados los orígenes y las vivencias infantiles de mi amigo Adama tengo la leve sensación de haberle traicionado. No tanto por contártelo a ti como por la forma en que me enteré yo. Pero volvamos al pasado, porque los acontecimientos que de nuevo viviríamos en Tamanrasset, no tienen desperdicio alguno. Desde luego puede que él descargara su alma, pero el peso que se quitó, si es que consiguió despojarse de él, me abatía a mí según oía aquel dolor día tras día. Y si no me cayó encima todo aquel lastre, fue gran parte el que compartimos. Todas las tardes esa angustia se agarraba a mi garganta y, durante el trayecto de vuelta hacia los  arrabales  que  ya  conocia-

mos, conseguía que mis ojos se quejaran en forma de lágrimas. Bon, cuando llegué al hospital, todo fueron problemas hasta que les dije que tenía dinero y les enseñé los dólares que habíamos ganado entre los tres. No todos por supuesto. A partir de ahí todo el personal que me reodeaba e iba vestido con bata blanca se centró en mi amigo. Una vez que le vi atendido hube de preocuparme de Hamal. Le había dejado de cualquier manera en la puerta del hospital. Según salía me dio un aguijonazo al pasárseme por la cabeza que podía quedarme sin mis dos amigos de golpe. Después de quitarle de encima las angarillas y deshacerme de los palos, guardé las cuerdas y las mantas en las alforjas y me puse a buscar un pesebre o una cuadra donde poder dejarle. Se hizo tarde y cuando volví al hospital no me dejaron entrar porque ya eran horas. Entonces tuve la morbosidad de volver al punto en el que Abdelkader muriera, pero no vi ningún rastro de Muerte. Todo seguía igual que cuando habíamos tenido que abandonar el lugar. Ya no me importaba estar de nuevo allí. Nadie nos buscaría en un hospital, aunque sí podría reconocernos cualquiera de aquella cuadrilla de indeseables. Creí más oportuno no dejarme ver por la ciudad, ni comprar la comida en la misma tienda que soliamos. Así que lo hacía en unos puestos que me encontraba camino del alfoz, después de volver del hospital, donde dormía entre paredes pero a la vista de las estrellas y con el pensamiento en Adama, por la congoja que me embargaba. Al día siguiente volví temprano cargado con todo lo que poseímos en las alforjas.  Me  dejaron  en-
trar y vi a Adama en un gran habitáculo donde yacía con otros tantos enfermos en unas camas bajas, algunas con mosquitera. Vi también estacas de las que colgaban unos recipientes unidos a los enfermos por un largo tubito. Adama era uno de ellos. Tenía los ojos cerrados y me acerqué al frasco invertido y me llamó la atención como caía el líquido transparente por el tubo que desaparecía bajo unos esparadrapos pegados en su brazo. Retiré la sábana que le cubría y vi que estaba desnudo y que le habían lavado. Me agradó. Pero enseguida se me fue esa buena sensación ya que mi amigo seguía sudando. Le tapé y percibí que sus párpados hacían unos guiños muy suaves. Al poco, apareció una enfermera sonriente que, salvo por los cuernos que no tenía, parecía una vaca blanca y preñada. Me dijo que pronto pasaría el doctor para ver al paciente y hablar conmigo. Después me ofreció la posibilidad de alquilar un asiento: «Para no estar todo el santo día de pie». Le contesté que si me cansaba, me sentaría en la tierra, que de ahí no me caería y me saldría más barato. Y de hecho me senté en el suelo. La vache qui rie se retiró al ver venir por el pasillo y entre las camillas a una pareja de caballeros. Uno con bata blanca y otro vestido a la moda de aquí, con traje, corbata y gafas de pasta. Retirada la enfermera, este último se acercó, yo me levanté, y me preguntó: «¿Usted es…?». «Dikembe, y él es mi hermano Adama». Se presentó como el doctor Marcel Morandé, responsable del hospital y me informó de que las asistencias a mi hermano ya habían provocado una serie de gastos que debían ser cancelados. «Para el bien de todos. Pero antes quisiera que escuchara al doctor Levallois sobre el estado de su hermano. Una cosa no quita la otra». Toda esa palabrería me sonó a chantaje, pero lo que me importaba oír, todavía no se había dicho y me preparé para escuchar lo peor. «A ver, su hermano está muy grave. Sus constantes vitales son muy irregulares y distan mucho de su mejor estado basal. Le he pedido unos análisis y estoy a la espera de los resultados. Aquí disponemos de muy pocos medios. En tanto llegan, estamos tratando de estabilizarle y preveer posibles infecciones con antibiótico de amplio espectro. Yo pienso que sufre de malaria, pero no podremos estar seguros hasta que lo confirmen o no los análisis. Más, no le puedo decir. Y si me perdonan, me retiro, tengo muchos pacientes que atender». Me tendió la mano, eso para mí era nuevo y dudé, pero terminé por cogerle despacio la suya. El otro no perdió el tiempo para advertirme que había una vía de urgencia que podría abrirse con dinero y más si se ofrecía una previsión de fondos al establecimiento, ya que ofrecía la confianza en el paciente y familia. De la misma forma que de las palabras del médico, que me acuerdo perfectamente, aun sin comprenderlas del todo entendí poco, tan solo que estaba grave y que había que esperar, de la cháchara del trajeado entendí que con dinero existía la posibilidad de que fuera mejor cuidado. De modo que le contesté que estaba dispuesto a abrir cualquier puerta para que Adama se recuperara. Entonces me invitó a que le siguiera a su tienda y cumplimentar los papeles necesarios. Aunque lo que estaba claro era que aquel hombre no quería que me largara sin pagar. Si a Adama le pasaba lo peor, no quería cargar ni con el muerto ni con la deuda. Luego pensaría que ser materialista no impide ser educado, y este médico era las dos cosas. Quizás por obligación más que por vocación. Por lo tanto, esos papeles firmados con una cruz por mi parte eran también papel mojado, porque no reflejaban el importe sino mi obligación de hacerlo efectivo. Y que me buscaran, no iban a ser los únicos. Cuando me cuantificó el importe ya adeudado, más la provisión de fondos, me sonó a una cantidad que jamás tendría yo en mi vida, sin saber cuanto era por mi incultura e ignorancia, ya que a mí me daba lo mismo diez mil quinientos que quinientos diez mil. Pero regateé, me refugié en nuestra pobreza y nuestras carencias. Monsieur Morandé no rebajó un franco, pero incluyó servicios que seguramente ya estaban incorporados desde un principio como un asiento para un familiar, el cambio de sábanas semanal, la dedicación plena del doctor Levallois, todos los análisis realizados hasta la fecha y la alimentación intravenosa del paciente. Ah, y una mosquitera. Ante eso mentí como un bellaco o como un administrador de hospital de campaña. Aduje que no llevaba tal cantidad encima y que trataría de reunirla lo antes posible. Y pedí que me escribieran el importe, hoy pediría una factura, y así lo hicieron, en un trozo de papel y a lápiz. Al menos ganaría tiempo para que siguieran con los cuidados a Adama hasta enterarme de si teníamos el suficiente dinero o teníamos que ir a la cárcel por culpa de la enfermad de mi amigo. Cuando me hicieron la última pregunta no mentí, pero no me pilló por sorpresa y solo engañé a medias: «Somos católicos».  El caballero, con corbata y gafas de pasta, sonrió y me dio la enhorabuena porque en aquel hospital apolítico y aconfesional (como todo negocio que se precie) colaboraban unas monjitas católicas que sin costo adicional hacían más llevadera la enfermedad o la muerte de los pacientes. Y no sé qué me asustó más si la ayuda para sanar o para morir, porque me alegró saber que algo era gratis. No sé qué hubiera pasado si me hubiera declarado ateo. «Ya pasaré yo la nota y le buscarán ellas». Toda aquella conversación comercial me sirvió para entender las escenas que ya había visto dentro del hospital y otras que vería: gente durmiendo en el suelo junto al enfermo, enfermos quejándose de dolores, pacientes sobre camas sin vestir, otros sin dientes que roían una fruta… Durante el tiempo que estuve allí, me fue imposible intimar con alguien, y eso que el dolor nos hace más humanos y empáticos. Un hospital siempre facilita la amistad entre los familiares de los enfermos. Pero para eso se necesita un poquito de tiempo, tiempo que no existía entre aquellas personas, porque tanto enfermos como familiares, cambiaban cada dos días. Eso sí, no sé decirte si el índice de altas era espectacular o el de mortandad se ajustaba al de una guerra. El caso es que se llevaban al enfermo de al lado, y volvía la camilla vacía, aunque duraba así dos minutos. Sí, por el contrario, conocí más mi supuesta religión. Un día, cuando llegué, vi a los pies de la cama de Adama a una mujer que parecía esperar. Vestía muy raramente de un blanco inmaculado  con  una  toca  negra.  Se presentó  en  francés  como
soeur Monique de la congregación de Nuestra Señora de África. Y no sé porqué le dije que no teníamos nada que dar. Y ella, dulcemente me explicó que su congregación pedía en Europa y daba en África, que no me preocupara. Sin apenas esfuerzo por ninguna de las dos partes, la monja de cara dulce y hablar suave, se puso al día sobre mi vida. No le extrañó nada de mi narración. Más tarde deduje que habría visto y oído cosas peores. Tampoco es que le contara mucho, pero sí lo suficiente para que no se fiara de mí, aunque su postura era la contraria. «Habrá que cambiar ciertas cuestiones en vuestro caminar, Dikembe. ¿Qué me cuentas de tu hermano?». «Nada que no le haya contado ya de mí, hermana», contesté. «Hijo, es que os parecéis tan poco en lo físico…». Entonces tuve que aclararle un punto en el que no mentí: «Yo no conozco a mi padre, el sí». «Ah, bon, dejémoslo entonces». Estaba claro, y hacía bien, que le importaba más nuestro futuro que nuestro pasado. Con la promesa de rezar por Adama, cosa que yo también debía hacer, y de que siempre estaría a nuestro servicio en la tienda-iglesia junto al hospital: «Ya sabes, la que tiene la cruz de Nuestro Señor», sor Monique se despidió con una sonrisa y una caricia sobre mis manos. Fue la única relación, si se le puede llamar así, que monté en aquel lugar donde, ahora que me doy cuenta, era más fácil que te contagiaran algo que te curaran. Adama seguía con la fiebre y con los delirios, y yo con ellos montaba una historia con los retazos dislocados y corrompidos por la calentura ajena y mis propias vivencias y fantasías. Las que ya te he contado. Todos los días me acercaba a la tienda del señor Morandé y le soltaba algo de pasta para no levantar ninguna sospecha y le prometía más al día siguiente. Como cumplía, se daba por satisfecho. Eso sí, pedía otra vez que me apuntaran en el mismo papel el resto de la deuda. Tampoco quería que explotaran a Hamal, así que de vez en cuando, y también para distraerme, me acercaba a verle. Había llegado a un acuerdo con el dueño de las cuadras para que pudiera usar a mi camello en las excursiones que montaban por el desierto. De esa manera, me salía gratis que estuviera cuidado. Aprovechaba y le contaba las pocas novedades que se nos presentaban, que es tanto como decir que no le hablaba casi, tan solo le acariciaba y abrazaba su gran cabezota. No sé si él tenía ganas de jugar, pero yo no. Y durante aquellos abrazos era cuando sentía más cercanas las lágrimas. Echaba de menos tanto a uno como al otro. Echaba de menos nuestra libertad y nuestros juegos. Igual que lo hago ahora, la verdad sea dicha. Ni hombre ni animal me pedían nada, solo me aportaban y me daban. Ninguno hablaba pero ahí estaban siempre los dos, a mi lado. Mohamed se había disuelto con la enfermedad de Adama, como si no existiera. De hecho no sentiría ningún temor hasta mucho después de llegar al hospital. Después de luchar por mis tías aquella fue la otra vez que me había centrado en otro asunto que no era yo mismo. Al tercer día de estar ingresado, Adama despertó como si no hubiera pasado tiempo alguno. Todavía no teníamos un diagnóstico oficial, pero la vache qui rie y compañía opinaban que si veníamos del sur lo más seguro es que a mi amigo le hubiera picado una mosquita y le hubiera trasmitido el paludismo. Yo no sabía que enfermedad era la malaria, a pesar de que donde yo había nacido mucha gente había muerto por ella. Pero cuando se es niño, no se presta atención a Muerte, ni cuando la ves cara a cara, salvo en los cuentos. Intenté informarme a la vez que contaba a mi amigo la historia de cómo habíamos llegado hasta allí y demás, aunque omití sus delirios y las palabras del doctor Levallois sobre la posible enfermedad. No le mentí, solo le dije que los resultados de los análisis de sangre todavía no habían  llegado. Y lo dije como si supiera en qué consistían esas pruebas. Sí le dije, en cambio, que mientras había estado “atontado” había dicho muchas tonterías que nadie había entendido y que le estaban administrando quinina, también como si supiera yo lo que era. Supongo que él pensaría como yo que era una medicina. Cuando le hablé sobre los gastos, realmente fue él quien me lo preguntó, puso muy mala cara, peor de la que tenía días atrás. Cambié de conversación y le conté qué había hecho con Hamal y que prácticamente vivía en el hospital, con él. Cuando cayó en que estábamos en Tamanrasset le faltó saltar de la camilla y salir corriendo. Esa noche cenamos fruta que yo había comprado al volver de ver al camello. Le sentó tan bien que, azuzado por todo lo contado, me dijo que le ayudara a levantarse, se arrancó aquella goma, se mareó, esperamos a que se le pasara y salimos danzando sin que nadie nos viera por el mismo camino que habíamos llegado la segunda vez. Como realmente era yo quien le daba con una cucharilla la medicina de un frasco que se mantenía en una repisita de madera clavada al poste de su cabecera, arramplamos con ellas. Lo único, que no sabíamos era cuando pasaban ocho horas, porque a mi me avisaba aquella enfermera gorda. «Dikembe, dale la medicina a tu hermano». Pero nos daba igual. Así que recogimos a Hamal como si fuéramos ladrones de camellos, le ayudé a subirse en él y nos alejamos de la ciudad sin más. Nos quedó claro a los dos que las mafias no buscaban clientes en el entorno hospitalario. Al menos el hospital se salvaba de ese germen maligno. Fue más tarde, muchísimo más tarde, cuando Adama consiguió los papeles aquí en España, que se confirmó aquella enfermedad. Los resultados de los análisis tardaron veinte años, ¿qué te parece? No es como ahora, que tardan tres años en hacerte una prueba. El médico se extrañó al saber que su paciente había contraído esa enfermedad en la juventud y todavía siguiera vivo sin ser tratado. Lo achacó a su naturaleza y supinos que yo no había corrido ningún peligro al estar junto a él, porque «si la malaria fuera contagiosa, ya no quedaría ningún africano. La trasmite un mosquito, y en todo caso solo las mosquitas y se contagia únicamente de la madre al feto, ¿entienden?». Entendimos perfectamente: Adama está vivo de milagro. Sabedores de que a dos jornadas podríamos avituallarnos, no nos preocupó dejar atrás la ciudad con las alforjas vacías. Pero una vez en Silet, cambiamos la dirección, no nos dirigimos otra vez a Gao. Sino hacia Abalessa para luego tomar rumbo norte. Me preocupé tanto de que tomara la medicina mientras duró, como de que descansara más tiempo del que viajábamos. También le obligaba a comer más que yo, y bromeaba con su aspecto escuchimizado, que ya no lo era tanto porque había pegado un buen estirón. Estaba muy desmejorado, parecía un africano que anunciara una ONG. Él lo arreglaba todo con un “Dikembe, tú eres tonto”. Y tenía razón. Ninguno de los dos sabíamos en aquel momento que es más fácil combatir a un león que a un mosquito. El enemigo que no ves es el peor. Creíamos que los enemigos de los hutus eran los tutsis y viceversa, pero no. Los enemigos de los africanos son también esos otros países, esas otras economías que no son visibles ni en África ni en otros continentes, mientras esquilman sus recursos sin tener en cuenta a los esquilmados. Sus intereses traen armas y guerras que permiten gobiernos títeres que ellos mueven. Pero de vacunas y de medicinas, ¿qué? ¿Alguna noticia que no sea propiciada por una ONG en este sentido? De los laboratorios farmacéuticos, pertenecientes a los mismos grupos empresariales que explotan nuestra tierra y ayudan a Muerte, no hay noticias. Claro, la investigación hay que amortizarla, sino, ¿para qué se hace?, ¿para curar a los seres humanos? No, hombre, no. Ese tiempo ya ha pasado. Ahora es tiempo del coltan, de los diamantes de sangre y de una larga lista de materias primas, y digo primas no porque sean las básicas, sino porque provienen de primos como nosotros y que sirven para la fabricación de todo tipo de objetos “necesarios” en el primer y único mundo. Así no hay quien pueda ser feliz. Si bien, nosotros, los africanos, tampoco es que lo sepamos hacer muy bien. Acaso si nos dejaran en paz, con la ayuda de algunos colegios, llegaríamos por nosotros mismos a ella. Pero como pensamos todos con el culo, y con otras partes del cuerpo que no son el corazón ni la cabeza, así nos va a todos. Perdóname, pero es que mis luces solo me dan para hacer demagogia de la mala, igual que los políticos de moda que lo achacan todo a la invasión de extranjeros y que aluden al sentimiento nacional para salvar una crisis que es económica y producto del capitalismo salvaje.
El mismo día que releía esta carta y la ensamblaba en la historia que el mismo protagonista cuenta, llegaba el señor Trump a la Casa Blanca para sorpresa y preocupación de muchos. Pero no para mí que ni me sorprendía ni me preocupaba. Estoy convencido de que poco va a cambiar mi vida esa elección por parte de los estadounidenses que tanto revuelo está causando en los medios informativos y en las bolsas. Y no me sorprende al analizar el lenguaje. Creo que el cambio que se está produciendo en los resultados de las elecciones de los países hacia los nacionalismos retrógrados, tiene algo que ver con la palabra “demócrata” en su sentido literal. Me explico. Los votantes al ver que los líderes de los partidos tradicionales no pueden con la crisis que solo les afecta a ellos (a los votantes) y llevar una vida oyendo que los caciques de los partidos se proclaman los más “demócratas” del mundo, en contra de lo que hacen dentro y fuera de sus partidos, han reflexionado: Si “esos” que hacen todo “eso” son “demócratas”, yo ya tengo escusa para no serlo. Está claro que no queremos ser como nuestros políticos (el famoso establishment). Llevamos en los genes el egoísmo, porque la democracia es cuestión de aprendizaje, de educación y de convicción. No hay que mirar más que a nuestros hijos o acordarnos de cuando éramos pequeños: Todo era nuestro. La repudia al sistema que nos abruma, que nos hace más pobres no se explicita más que en las urnas, en el voto secreto contra esos “demócratas de pacotilla”, amén de que en algunos países ser de izquierdas es delito o inconcebible, luego no es una salida. Está muy mal visto decir en voz alta: “No soy demócrata” sin matizar lo antes apuntado, que no somos iguales que los políticos. Nos hemos puesto los primeros en la lista: Primero yo y luego los demás, y en particular todos esos demás que llegan de “dios sabe donde”. Ha triunfado el “nos quitan el trabajo”, el brexit y un showman. Y eso sin meternos en la Europa continental donde los partidos xenófobos, homófobos y todófobos campan a sus anchas y lanzan consignas de nosotros primero que nos lo merecemos por serlo. La globalización se vuelve contra quienes la crearon. Y, según mi criterio, a ello ha ayudado no sentir vergüenza por no ser demócratas al uso. Vaya usted a saber donde acabará esto y si tengo alguna razón. Yo, de momento he llegado a ser racionalmente “demócrata” y visceralmente revolucionario. Y digo más: Me encanta que haya a mi alrededor gente diferente a mí.
El caso es que en Abalessa descansamos y a los dos nos vino muy bien. Allí también pudimos comer caliente porque una mujer, tendera de un puesto de verduras, se ofreció a alimentarnos a cambio de dinero. El que nos pidió me pareció muy bien, así es que aceptamos, aunque fuera yo el que tomó la decisión. A Adama todavía le dolía lo gastado por causa de su hospitalización, pero también era consciente de que no podía con su alma. Mientras él descansaba  en  la cabaña  de la familia Mostefa, Hamal y yo salía-

mos a ver la ciudad y sus alrededores. Y, por supuesto, volvimos a nuestros juegos, en los que mi amigo se hacía con los terrones de azúcar que compraba para él y para Adama. Eran igual de golosos los dos. Y jugábamos sin público que es como nos sentíamos más cómodos. De paso, nos encargábamos también de suministrar agua a la casa y de adquirir los productos que Nassim, el cabeza de familia no recogía en su pequeño huerto. Cuando el herido se empezó a encontrar mejor, acompañaba a la mujer y a dos de sus hijos al mercado. Allí se pasaba la mañana entre sol y sombra, y distraído con la venta de las hortalizas. La familia estaba muy contenta con él porque notó que los ingresos diarios aumentaban. Cuando se trataba de vender, Adama hablaba como solía, poco pero atinado. Así conseguía que los clientes mercaran los productos a mejor precio. Mi amigo, sin leer a Antonio Machado, sabía que de necios es confundir valor y precio. Defendía que el valor de sacar adelante unos frutos en aquellas condiciones era superior al precio que pagaban los clientes por ellos. Con su brevedad y concisión no entraba al trapo del regateo directamente, sino que llevaba la puja a la vida cotidiana, a lo difícil que era mantener una familia que trabajaba la tierra con un escupitajo de saliva. Normalmente solía ganar y era su precio el que se aplicaba. Por eso los Mostefa estaban encantados con los dos. Además de los dineros que recibían por mantenernos y cobijarnos, Adama despachaba mejor que ellos y yo no aparecía por casa salvo para comer, dormir, llevarles el agua y pagar lo estipulado. Los críos más pequeños nos miraban con admiración y nosotros con cariño. Yo les dejaba jugar un rato con Hamal y se divertían de lo lindo. Lo que no sabían es que yo también disfrutaba de sus juegos. Como Adama al sentirse útil. Hacía mucho tiempo que a mí se me habían olvidado los sentimientos hacia mi familia y con aquel clan despertaron. Aunque todos, menos los pequeños, sabíamos que llegaría el día en que nos iríamos, nadie hablaba de ello. Vivíamos el momento, como no puede ser de otra manera para quien no cree tener futuro. Y a los dos también nos vino bien alejarnos uno del otro. El sentimiento de Borges: “Yo era chico, yo no sabía de muerte, yo era inmortal(1)” no era compartido por nosotros. Todos sabíamos y vivíamos tan cerca de Muerte que cuando pasaba la saludamos y cuando nos llamaba ni nos impresiona porque, a veces, ni la hacíamos caso. Yo soy testigo de ello y, a pesar de que siempre ha pasado de largo, alguna vez que otra, nos hemos cruzado, me ha mirado a los ojos con interés e incluso hemos hablado: «Llegas temprano». «Sea. Pero no te olvides: tarde o temprano, siempre llego». Ahora y antes, he vivido como si el hoy fuera el día que Muerte se lleve el gato al agua. Si bien es verdad que por motivos diferentes. Allí, en África, porque la inercia de cualquier ser humano es sobrevivir. Y ahora, aquí, contigo, porque no le puedo pedir más a la vida. Ni siquiera otro día. Todos los que quedan serán un regalo, si bien se me pasa por la cabeza usarlos de otra manera. Pero dejemos que se forme del todo ese pensamiento antes de expresarlo. El asunto es que he llegado hasta aquí y me siento querido por pocos pero mucho. Perdona, me estoy poniendo melodramático y eso no va conmigo, ya lo sabes. Supongo que es el precio por llegar a viejo. Para cerrar esta digresión, te diré que cuando esté muerto, me reiré de todas mis desgracias. Como te decía, llegó el día en el que Adama y yo decidimos seguir camino. Si no fue la primera, fue la segunda vez que dejamos atrás un pueblo sin la necesidad de huir. Acaso por ello, y por estar tan a gusto, dilatamos nuestra salida. Éramos tratados como emires. También influyó el gasto, no estábamos, yo nunca lo he estado, acostumbrados a gastar. Y más en algo que podíamos solucionarnos nosotros mismos. En realidad no era en absoluto caro el precio que pagábamos por la manutención y el alojamiento, pero éramos dos y no ingresábamos nada. Y sobre todo, Adama estaba tan bien de salud como antes, aunque el jarabe ya se había terminado hacia tiempo. El tercero en discordia no había vivido mejor etapa en toda su vida. Lucía una joroba y unas ancas como nunca. Había acumulado tal cantidad de grasa que estoy seguro que hubiera podido cruzar el desierto sin comer. De tal forma que tuve que ajustar la silla para volver a montarle porque durante aquellas vacaciones no nos subimos ni un día encima de él. Solo los niños, pero junto al cuello y sin que Hamal se moviera. Hasta Adama habló de ello, dijo que mi tripa y su joroba no tenían nada que envidiarse. Con ese humor, y con las comidas que nos hizo la cabeza de familia envueltas en hojas de palmera, abandonamos Abalessa. Pero mi satisfacción no era exclusivamente por eso, sino que estaba basada en la mejoría de mi amigo. Se había recuperado estupendamente, aunque el futuro volvería a traernos otra verdad: volvería a sufrir sus fiebres muchas veces. Nos informamos y con el mapa tomamos rumbo norte. Y como efecto de no huir, supimos donde nos dirigíamos. Al menos yo. Nuestro siguiente destino era Im Manguel. Otra aldea que cruzaban siempre las caravanas tuaregs. Pero los miedos ya se habían disipado del todo. El tiempo, la distancia y la auto-exculpación habían hecho su tarea. Otra vez el camello estaba en su elemento. Otra vez dormíamos bajo las estrellas. Aún lo hecho de menos, aunque no te lo creas. Otra vez caminábamos junto a un amigo, sabedores de que sí fallaban las fuerzas siempre podíamos acudir al otro o al animal, según fuera la necesidad del momento. Incluso, a veces, le montábamos por gusto, por volvernos a sentir dueños del mundo desde su joroba, con la brisa contra la cara, la boca tapada y los ojos medio cerrados, retando al desierto, mientras subíamos y bajábamos por las dunas. Pero el mundo es un pañuelo, incluso el africano y a pesar de la inmensidad del desierto. Primero nos cruzamos con una pequeña caravana que viajaba hacia el sur. Compartimos con sus integrantes té y descanso. Se dirigían a Tamanrasset, a visitar a unos parientes. Como nunca habían estado allí antes, nos tiramos, mejor dicho, me tiré el moco y les expliqué esto y lo otro. Adama solo abrió la boca para tomarse el té bien cargado de azúcar al que ellos nos invitaron, después de los obligados saludos entre viajeros del desierto. Porque hablaba poco, pero nunca ha sido un maleducado. Aunque él nunca se alegraba de cruzarse con nadie, por eso me había chocado la afabilidad con la que había admitido a la familia Mostefa. Pero cada uno tiene sus motivos, aunque no los comparta. Y, la verdad, es la primera vez que me lo medio planteo. El te acabó con un dulce que me gustó tanto como a Adama. Y pedí permiso al obsequiador para dar un poco a mi camello. A él también le gustó y tuve que mandarle alejarse porque no se separaba de nosotros por si le caía algo más. Así que también el animal sacó algo del encuentro. Y ahora recuerdo que he comprado esta mañana unas tartitas de manzana alemanas que me están llamando desde el frigorífico. Además mi estómago parece como si atenazara mi mano para no seguir con la escritura, así que firmo esta y me pongo con la cena, que ya son horas. Un saludo,









(1VG) [↑][Volver] Del poema Isidoro Acevedo, dedicado por Jorge Luis Borges a su abuelo materno. 



Imagen 1. Foto bajada de www.efeverde.com, EFE-Antonio Lacerda©
Imagen 2. Foto bajada de www.juventudrebelde.cu
Imagen 3. Foto bajada de en.wikipedia.org, madre María Salomé.
Imagen 4. Foto bajada de www.odyssei.com

4 comentarios :

  1. Menos mal, un remanso de paz. Razón tiene en decir que era su hermano. Y tener el cariño incondicional de Hamal, eso no es pago.
    Veremos que le depara la vida después de esta alegría.
    Hasta el lunes J.C.

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    1. Ves, también hay guiños a la alegría. Gracias, Varinia y hasta el lunes. JC.

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  2. Un capítulo algo más tranquilo viene bien después de tanto sufrimiento =)
    Sigo... Besitos

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    1. Y yo que me alegro que sigas. Gracias, Amanda. Un beso, JC.

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