ta. Y eso fue lo primero que nos encontramos. Y en esa cueva, se supone, porque como sabes esto nunca sucedió, está enterrado Abdelkader. Durante el trayecto de ida, como en el de vuelta, ninguno de los dos pronunciamos una palabra. Pero al llegar al punto fatídico, detrás de nuestro hogar, y mientras Adama echaba más arena sobre una sombra de sangre que había surgido otra vez, dijo: «Hay que cambiar de hotel, Dikembe». Y argumentó que quizá alguien supiera donde se había citado con nosotros, no dijo quien, y allí es donde empezarían a buscarle. No convenía estar cerca, desde luego. Como teníamos pocos trastos para la mudanza, nos fuimos enseguida, si bien Adama insistió en echar arena sobre arena, hasta hacer un montículo que desharía el viento, sobre las últimas huellas de la visita de Abdelkader. Parece que le critico, pero es al contrario, siempre he admirado su precaución. Todavía hoy siento el contacto del metal frío en mis manos y el olor a pólvora que llegó a mi nariz después del disparo. Y, a continuación, me entra un tembleque del que me tienen que sacar. Aunque ahora solo sean las piernas las que bailan a su antojo. La primera vez que me eché a tiritar y a llorar, me sacó de esa situación Adama con un abrazo. Único que he recibido de él, porque las siguientes solo le hice hablar: «Tienes que olvidarlo, chaval». Acaso porque esa primera vez, él también lo tenía reciente. Por supuesto, no hemos vuelto a hablar del accidente que nunca ocurrió. ¿Para qué? Si nos teníamos que inventar hasta las leyes.
No sé a vosotros, pero a mí me encanta la forma en
que Dikembe cuenta a su amigo el delito por el que nadie le condenaría. Pero
hace bien en enfocarlo desde la probabilidad de que no haya ocurrido. Nunca se
sabe. Y su última frase me da mucho que pensar: “Si nos
teníamos que inventar hasta las leyes”. Pero eso no les pasaba solo a ellos por
aquel entonces. Me pasa a mí ahora. Porque, si bien la ley no admite su
desconocimiento para incumplirla, ¿quién narices conoce todas las leyes? Si no
te las inventas, se las inventan interpretándolas. Y no me refiero solo a las
penales, también a las civiles y administrativas. En cualquier caso tanto ellos
como nosotros, a veces, nos sentimos abandonados por quienes deberían
cuidarnos. Aunque los de mi generación tenemos menos problemas porque, cuando
empezábamos a vivir, todo estaba prohibido, hasta hablar con el conductor y
escupir en el autobús o el metro. También es verdad que éramos más ignorantes y
pensábamos como Dikembe que era mejor inventarnos nuestras leyes que
cumplirlas. La necesidad siempre dictará aquello que puedes o no puedes hacer.
Al menos, a mí. Y si me tocara juzgar a alguien, a lo cual me niego, lo haría
desde ese punto de vista, no con el código oportuno entre las manos.
Y nos
volvimos a dividir el trabajo. Yo seguía con mi búsqueda de la plaza perfecta y
él, abandonó las ganas de contactar con otro mafioso y se propuso encontrar
otro piso, aunque cualquier agujero nos serviría. Quedamos en la puerta de la mezquita
cuando el sol se empezara a ocultar. Llegué yo primero y sin solventar mi
encargo. Él apareció también en las mismas condiciones. Siempre teníamos la
opción de dormir al raso en el desierto. No nos preocupamos demasiado. Allí la
temperatura no bajaba tanto y habíamos “heredado” de Emmanuel una manta que
incorporamos a nuestro ajuar. Antes de que saliéramos de la zona habitada, se
nos acercó un anciano y nos preguntó si conocíamos a un tal Emmanuel. Le
dijimos que sí y nos pidió que le siguiéramos. En principio íbamos un tanto
recelosos hasta que llegamos a un café que tenía mesas y sillas dispares en la
calle. A una de ellas estaba sentado un hombre que, por su atuendo era muy
difícil de reconocer. El viejo, a una distancia prudencial, nos señaló al desconocido
y desapareció. Adama se le acercó mientras yo ataba a Hamal al poste de una
techumbre, le ordené tumbarse sobre la tripa y me fui hacia ellos. Cuando
llegué ya hablaban y me dediqué a escuchar. Citaban sin nombrarle a nuestro
compañero de habitación. El extraño no tenía muy buena opinión de él y hablaba
en pasado. Se quejaba de que había dejado una deuda que ya no podría cobrar.
Adama, no es que le defendiera, pero como le agradecía la manta que nos había
dejado, no tenía mal parecer del desaparecido. Era evidente que se usaba a
Emmanuel para romper el hielo, ya que era lo único que teníamos en común con
aquel hombre que escondía su cara con el típico pañuelo tuareg y unas gafas
oscuras que, con el turbante y la llegada de la noche, hacían que su cara no
existiera. La deuda de nuestro amigo, como dijo aquel personaje, tenía su
origen en su pueblo y en un viaje que debía continuar hasta Europa. Y ese
trayecto es el que nos ofreció recorrer a nosotros porque, aunque fuéramos dos,
podríamos sustituirle ya que había más plazas vacantes. Y que nos costaría
doscientos cincuenta dólares americanos a cada uno. Para convencernos nos habló
de otra “agencia de viajes” que ofrecía el mismo servicio pero a mayor precio
y, además, los organizaban muy mal. «Son
unos chapuceros», fueron sus palabras. Y matizó: «Digamos que durante el trayecto hacen sufrir a los viajeros.
¿Entendéis?». Vamos que si entendíamos, perfectamente. Adama, con los
recientes recuerdos de Abdelkader en la cabeza, se refirió al encuentro mantenido
con él durante el cual nos ofreció ese mismo viaje. Y que su precio, mintió mi
amigo, era sensiblemente inferior al que él pedía. Aquel hombre, estaba claro,
no iba al grano, sino a embaucar porque, olvidándose de habernos dicho un precio, nos explicó aquello que también nos
contara Emmanuel, que en el fondo el precio lo ponía cada viajero, porque cada
uno sabía lo que podía pagar y que no todos teníamos la misma ilusión y las
mismas necesidades, amén de que los servicios durante el viaje se podían ajustar
a las circunstancias personales. Vamos, que aquel hombre era un charlatán que
pretendía liarnos más de lo que estábamos. Ahora recuerdo que conoceríamos a
otro charlatán en España, este menos peligroso. Adama, aprendida la lección, le
contestó «Si llevas tiempo en esto,
sabrás que los que llegamos a Tamanrasset lo hacemos con una mano delante y
otra detrás». Pero aquel tipo se lo negó: «Estás equivocado, chaval. Te sorprendería saber el dinero que traéis
los viajeros». Y a continuación, quizás por hacerse con el mando de la
conversación o por despistar, nos amenazó con una sencilla pregunta sobre quien
era Adama y quien Dikembe. Satisfecha su curiosidad, Adama no se cortó un pelo
y le preguntó por su nombre. No lo descubrió, pero añadió que podíamos llamarle
Mohamed, que es tanto como aquí, en España, te dijera que le llamaras José. Luego
miró a Hamal y preguntó si era nuestro. «Sí,
es de este», contestó Adama, y agregó: «Es
lo único que tiene y no se lo puede comer porque tendría que ir a pata, como todos.
Pero que no se vea en la necesidad…». Entendí que mi amigo quería dejar
claro que el animal era mío, que no teníamos nada más y que si alguien se lo
quería comer, antes nos lo comeríamos nosotros. También, inteligentemente,
dejaba abierta la negociación con el último pero. «¿No tenéis dinero?». «Poco».
«¿Y esas túnicas?». «Robadas, como el camello». Y ahí salté
yo porque me sentí ofendido, aunque Adama llevara razón: «De eso nada, Hamal es el pago a un trabajo que no cobré». Yo
también tenía razón y me di cuenta en aquel momento ante esa mi contestación. Y
mi enfado me llevó a contrariar a mi amigo al decirle que nos fuéramos. Pero no
fue él quien recogió velas, sino Mohamed que con un tono amable trató de
retomar el negocio: «Vamos, vamos,
muchachos, que así no nos vamos a entender». Y mi amigo me frenó entonces
al agarrarme del brazo. «A ver, ¿de
cuanto dinero disponéis?». Al ver en peligro la venta tuvo que ir al grano.
«Entre los dos doscientos dólares». «Con eso no tenéis ni para uno». A partir
de ese momento, Mohamed no dejó de mirar a Hamal, es más, hizo una seña a otro
hombre sentado a otra mesa que se levantó e hizo una revisión de dientes al
camello. Cuando acabó, miró a su jefe y asintió con la cabeza. Este levantó el
dedo en dirección a mí y me dijo: «Podrías
pagar el resto con él, parece que está sano y es joven. Pero como has dicho lo
que has dicho…». Y entonces Adama jugó las cartas que se había guardado
para cuando hicieran falta. «Él no te ha
hablado nada sobre el camello, he sido yo el que ha dicho que no se vea en la
necesidad de desprenderse de él. El dirá sus condiciones…». Mi amigo me
mandaba un mensaje, a la vez que la oportunidad de contradecirle. Ya habíamos
tenido un disgusto por el tema y no quería otro. Creí entenderle y acepté el
hecho que algún día tenía que ocurrir: «Por
mi amigo soy capaz de renunciar a Hamal, pero cuando lleguemos al final del
viaje. Todos sabemos lo que es el desierto y yo no estoy dispuesto a
atravesarlo otra vez a patita». Mohamed salió entonces con que tenía que pensárselo
y que se pondría en contacto con nosotros, pero nos adelantó, que, además del
camello, teníamos que aportar, al menos, otros cien dólares más. En total
trescientos. Adama no tardó en contestar: «Entonces
nos tendrá que dar más tiempo para conseguirlos». «Tenéis todo el tiempo del mundo, a quien le interesa el viaje es a
vosotros. Y si no encontráis forma de ganar ese dinero, yo os puedo ayudar
también. Y ahora idos, ya está bien de charla». Y nos fuimos, claro. A
partir de ese momento nos sentimos vigilados. Aunque esa sensación la
compartiríamos más tarde al discutir sobre qué debíamos y queríamos hacer.
Adama expresó su miedo si aparecíamos con todo el dinero sin más. Podrían
pensar que habíamos mentido y que teníamos mucho más, y les saliera a cuenta
darnos el último viaje y quedarse con Hamal y con el dinero. Teníamos que
volver a representar nuestro número y hacer ver que teníamos ingresos. Porque,
como ya habíamos sospechado no nos quitaban ojo. Por eso nos unimos en la
búsqueda del escenario propicio. Y lo que no había conseguido yo en varios
días, lo consiguió él en una mañana, frente a un hotel. Nos costó arrancar
porque no nos hacían mucho caso. Y Adama, recordando al guía de Gao, me propuso
que habláramos con el hombre que siempre estaba en la puerta del hotel. Iba
vestido muy pulcramente al estilo árabe y se dedicaba a abrir y cerrar puertas,
tanto del hotel como de los coches que llegaban ante él. Aunque lo curioso de
su vestimenta era que llevaba una gorra de plato verde, como de militar, con
una chapa sobre la visera donde se leía “HOTEL”. También ayudaba con las
maletas de los turistas, todos en pantalón corto, tanto ellos como ellas, cosa
que a mí me llamó mucho la atención. Pero sus mejores dotes las usaba para
alejar argelinos de sus dominios y poner la mano para recibir propinas, aunque
el “merci” y el “thank you” tampoco se le daban mal. El billete de un dólar, tan
reconocible para nosotros, apenas se veía un instante antes de cambiar de
manos. Era increíble la maña que se daba. Llegué a decirle a Adama que
aprendiera a coger dinero rápidamente y se rió después de decir: «Si yo tuviera una gorra así, la llenaba».
No puso buena cara al ver como nos acercábamos pero al ver el billete de dólar
que Adama sostenía entre dos dedos cambió
el gesto. Mi amigo fue directamente al grano, aunque la conversación sufrió
tres interrupciones de a dólar cada una. En un primer momento el portero se
subió a la parra. Nos pidió la cuarta parte de los ingresos y se fue a cargar
un coche con maletas y un matrimonio. Ese momento le dio tiempo a Adama para
pensar. Volvió guardando algo por la abertura de la chilaba y Adama le contó
preocupado que al señor Mohamed, el de los viajes, no le iba a gustar que
participara en nuestros ingresos con menos. Esta vez fue un grupo que bajaba de
un autobús al que se fue a atender nuestro futuro socio. Lo que en ese caso le
sirvió a él para pensar en el tal Mohamed. «Está
bien, Abdul no va a ser más que Mohamed. Yo me quedo con la misma parte que él».
Otra interrupción la motivaron unos chavales que se pusieron a alborotar
delante del hotel. Esta vez, no volvió tan contento, porque a falta de dólar,
recibió sus mofas y chuflas. Le dije a Adama que le ofreciera un cinco porque
eso sabía que no era mucho. Ya te he dicho que yo llegaba hasta el diez. Y eso
hizo cuando volvió el espanta niños. «Vale,
pero todos los meses un fijo de tres pavos». Adama aceptó, se dieron la
mano y esa misma mañana empezamos a trabajar al otro lado de la carretera que
separaba hotel y explanada. Ya te he dicho que tuvimos muy poco público y menos
recaudación si cabe. Pero había que empezar y dar tiempo a Abdul para que
hiciera su trabajo de relaciones públicas. Cada día congregábamos a más
personal, uno o dos, no te creas. Pero la tendencia era al alza. También,
durante esos días conseguimos localizar a nuestro particular vigilante. Ya ni
se escondía, ni disimulaba. Un día hasta se acercó al corro que nos rodeaba y
yo le saludé. Con la primera liquidación Abdul no quedó muy contento. Adama le
contestó que eso era lo que había, que estábamos al principio de nuestra
carrera artística y que tuviera paciencia. Y, además, que su trabajo consistía
en eso precisamente, en mandarnos grupos, no matrimonios sueltos. Entonces, el
portero cometió un error al descubrir una información que le perjudicaba. Si
tratábamos con los guías de las excursiones, aquellos que manejaban la ruta y
las paradas en los autocares, aumentaríamos los ingresos. Y eso es lo que
ocurrió. Mi amigo, mientras yo hacía la compra, se quedaba en la explanada a la
espera de que llegaran los autocares para dejar en el hotel a los
excursionistas para que comieran. Allí les abordaba y les ofrecía las mismas
condiciones que al portero. Unos aceptaban, otros decían que lo pensarían y los
menos aceptaban. El motivo para tan pocos acuerdos era que ya no podían hacer
más largas las excursiones, ni hacer más paradas. Adama convenció a alguno al
proponerle que esa fuera la primera parada, ya que no se necesitaba la espera porque
la representación se hacía ante el hotel. Podía decir a sus clientes que
bajaran un cuarto de hora antes de salir y verían algo diferente y exclusivo
para los alojados en el hotel. Ese buen razonamiento no se le ocurrió el primer
día, y dio pie a que muchos de los que dijeron que se lo iban a pensar,
aceptaran después. El lío lo teníamos nosotros que no sabíamos a quien
pertenecía el dueño del dólar que nos soltaban los turistas. Pero eso tuvo
solución. Y nos la dio nuestro vigilante. A los guías no les pagaba nadie. Por
lo cual siempre aparecían a primera hora para controlar a sus clientes y contar
a aquellos que nos soltaban la gallina. Ellos nos hacían la cuenta. Adama
separaba desde el primer día de mes los dólares que nos pagaban. Así sabía la
recaudación del mes. Pero como no sabíamos contar, tuvo la idea de involucrar
en las cuentas a nuestro supervisor. Un día, mientras volvía solo, entabló
conversación con él al hacerle una trampa mientras le seguía. Le preguntó si
sabía contar y el chaval le dijo que por supuesto, que había asistido a la
escuela hasta hacía bien poco y eso porque se tenía que ganar la vida, si no,
hubiera seguido con los estudios. Entonces le propuso, escondiendo el motivo,
que hiciera de notario ante los guías y el portero. Entonces Adama descubrió que
Brahim también trabaja para este último porque le había encargado contar a los
que salían del hotel y hablaban con él mientras les indicaba y mandaba hacía
nosotros. Con ello se ganaba un dólar al mes, y como tenía que estar allí de
todas maneras, no le costaba trabajo. Quedaron en contar todos los días lo
recaudado y que el otro lo apuntara para luego a fin de mes cuadrar las
cuentas. También se tenía que encargar del calendario y avisarnos cuando
acababa un mes y empezaba otro, porque nosotros no teníamos ni idea del día en
que vivíamos. Ni falta que nos hacía. Aunque eso me pasa a mí también ahora,
que ni sé en qué día ni en qué hora vivo. Y te diré que son las dos de mañana,
supongo, porque fuera no hay más luz que la de las farolas. Por eso cierro esta
carta y ya seguiremos. Un saludo,
Imagen 1. Lo siento, he perdido el enlace por un cuelgue del PC y soy incapaz de encontrar la imagen otra vez porque la recorté un poco..
Ay, vaya con los negociantes!! Lo mismo se encuentran con un caritativo que con dos aprovechados... Cuando yo trabajaba en la AEAT, poníamos por bandera a los pobres contribuyentes aquello de que "El desconocimiento de la Ley no le exime de responsabilidades...", sin tener en cuenta lo de "Quién narices conoce todas las leyes?". Pero es así, estamos cogidos por uebos...
ResponderEliminarHasta la próxima entrega, J.C. Abrazos
Ja, ja. Y por algún sitio más. Un abrazo, Ligia. Y gracias. JC.
EliminarBonito porvenir y bonito panorama. No aciertan ni una.
ResponderEliminarYo me subía al camello, lo espoleaba y hasta donde llegará.
Hasta el lunes J.C.
Ja, ja. Yo al revés: ¡QUE PAREN ESTO QUE YO ME BAJO! Gracias, Varinia, hasta el lunes. JC.
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