Seguidores

lunes, 12 de diciembre de 2016

CAP. 31 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

Enlace a LISTA DE PERSONAJES











De  cómo el peligro está a la vuelta de la esquina


ablábamos de cómo habíamos contactado con los mafiosos. Y que fui yo, quien no los buscaba, el que al final los encontró. Los planes que he hecho en mi vida jamás se me han cumplido, por eso ya no los hago. Te acordarás de mis contestaciones cuando me preguntas por ellos, ¿no? Los planes se disuelven antes de cumplirse como azucarillos en el café. Dime cuantos de tus planes no se han torcido por uno u otro motivo. Los planes son como los programas electorales de los partidos políticos. Hay un dicho proverbial o popular que dice algo así como que si le cuentas tus planes a dios, este se ríe. Pues estoy de acuerdo con él. Con la ocurrencia, no con dios, con el que espero no coincidir nunca, por otro lado. Yo hubiera creado al hombre con más paciencia y cariño, acaso porque lo soy. ¿Pero quién soy yo para contradecir a tanto dios como hay por ahí y a los que atribuyen nuestro existir? En cambio las mafias cumplen sus objetivos porque cuando echan sus redes atrapan cualquier pez. Cuando entré en la tienda, después de otro fracaso en mi búsqueda de escenario, compraba un joven mayor que yo, muy bien vestido, de buen ver que se dice. Tardó poco en ser despachado. Pagó, pero no se fue. Me cedió el sitio ante el mostrador y se asomó a la calle a través del cristal del escaparate. Mientras yo pedía se sentó en un banco, como solían hacer los clientes para charlar con el tendero. Yo acabé y salí. Metí la compra en las alforjas y me puse en camino hacia nuestra desvencijada casa sin subirme a Hamal porque intuí que todavía era temprano. Allí comeríamos los tres, porque tanto Adama como yo éramos incapaces de hacerlo ante la mirada fija de Emmanuel. En él pensaba cuando me preguntaron si me dirigía hacia el barrio fantasma. Contesté que sí y al volverme, reconocí al cliente de la tienda. «¿El camello es tuyo?». Claro que Hamal era mío. Siempre que alguien me preguntaba eso, me enervaba. Nunca he tenido desarrollado el sentimiento de posesión, salvo con él. Aunque no creo que fuera eso, sino que me fastidiaba que alguien dudara de nuestra amistad. Por eso me puse en guardia, pero sus siguientes palabras me tranquilizaron. Es muy difícil sustraerse a un halago. Expresaban la suerte que tenía y la admiración que sentía por un animal tan bello. Su padre era criador de camellos y sabía juzgar esos animales. Eso decía él. Después dio un giro la conversación y volvió al arrabal al que me dirigía. «¿Y estás de paso, no?», afirmó más que preguntó con el argumento de que todos los vecinos de aquellas casas paraban poco en la ciudad porque después de un largo viaje embarcaban rumbo a Europa. Entré como un cascote: «Yo todavía no lo tengo claro del todo, aunque mi amigo sí». Se alegró de que tuviera un amigo y que no anduviera solo por ahí, aunque el motivo fuera otro. Mejor dos clientes que uno. Y, después de alegrarse, se unió a la idea de Adama, claro: «Esta ciudad no acoge a nadie. Solo escupe, pero menos mal que lo hace muy lejos». Antes de despedirse, me preguntó mi nombre y me dijo el suyo: «Abdelkader». Con la excusa del camello quedó en visitarnos en nuestros aposentos: «Un día de estos». Y con esa condición nos despedimos. Llegué a casa. Nuestro vecino estaba, pero mi amigo todavía no, aunque no tardó mucho en llegar. Me contó que no había conseguido contactar con nadie con un simple “nada” y yo le relaté mi encuentro con aquel hombre joven y unas cuantas palabras más. Él, más avispado que yo, en contra de lo que creía mi abuela Mayifa, y a pesar de no oír la conversación que le conté, supo que yo había contactado con aquellos que se citaban en la carta leída tantas noches. Cuando dije el nombre, Abdelkader, Emmanuel se sorprendió y se coló en nuestra conversación, cosa que normalmente no hacía: «Ese es como los hombres que me tienen aquí hasta que me pague el pasaje». Él llevaba mucho tiempo en la ciudad y sabía de lo que hablaba. Yo, por si acaso describí al supuesto contacto mafioso y él no dudó: «Sí, así es, todo vestido de blanco y resplandeciente. Aparenta ser rico. Y lo será gracias a gente como nosotros». Adama se puso muy contento y de pie, y nos exhortó a salir enseguida a buscar a ese tal Abdelkader. Yo me resistí porque ni siquiera habíamos acabado de comer. Y también en este caso ganó la opinión ajena: «A ese solo se le ve cuando le interesa a él». Y yo reforcé esa idea al relatar nuestra despedida y su futura visita. Los comentarios hicieron mella en Adama que volvió a sentarse resignado. Después de dar cuenta de los higos dejó claro que creía que perdíamos el tiempo: «Aquí dentro, a pesar de lo que decís, nadie nos va a buscar». Fue una de las pocas veces que vi a Adama enfadado de verdad y con prisa. Estaba nervioso y superado por sus deseos. Acabamos de comer y me levanté sin decir nada aunque mi amigo no tenía razón. Yo había visto el interés de Abdelkader. Salí del zaquizamí sin techo casi y tras de mí salió Adama. Y con Hamal, que era un buen reclamo reconocible, nos acercamos al centro de la ciudad. Se empeñó en que diéramos vueltas, pero siempre teníamos que volver a pasar por delante de la puerta de la tienda donde comprábamos. Pero como él decía cuando llegaba a casa: “Nada”. Esa noche Adama se debió dormir contrariado. Yo intenté quitar hierro al asunto y no sé yo si no eché más leña que agua al fuego. No conseguí nada salvo desazonar más a mi amigo. Lo que no sabíamos, ni uno enojado ni el otro preocupado por enojarle más, es que Emmanuel trabajaba también de confidente para una de las mafias que por allí se movían. Así también rebajaba la deuda para proseguir su viaje. Pero como Emmanuel no veía una moneda, se encontraba con el dilema de comer y cenar o ponernos en contacto con sus jefes y que voláramos de allí. El pobre pagaría caro su silencio. Aquella gente no tenía, ni tiene, escrúpulo alguno. Ven la sociedad como un mercado y a sus individuos como un producto. No se paran ante nada ni nadie. Si algo les interesa van a por ello. Si algo les falla o les estorba lo eliminan. Es un planteamiento muy simple y productivo. La ley no es un problema para ellos, sino una oportunidad comercial. Si por legislación europea se cierran las fronteras, su volumen de negocio aumenta. Si se prohíbe la prostitución, mejor para ellos. Suben los precios en el mercado de la trata de blancas y negras. En fin, que llegó el mediodía de la visita. Y la primera noticia fue la explicación a la ausencia de nuestro compañero de piso que hacía dos días que no aparecía. Curiosamente, supimos del asesinato de Emmanuel por boca de Abdelkader. El difunto no trabajaba para él, sino para su competencia. Y no nos explicábamos como sus jefes no se habían puesto en contacto con nosotros. Aunque yo me lo imaginaba. Ya te lo he explicado, o comía o se moría, porque pagar el pasaje nunca lo iba a pagar. Las negociaciones pusieron en peligro la sólida amistad que mantenemos Adama y yo. Y fue cuando el mafioso abrió la posibilidad de que pagáramos parte del billete con Hamal. Me dijo que de verdad que le gustaba el camello y que no le importaría comprármelo, claro, sin pagar nada. Aquello, y Abdelkader lo sabía, iba a producir un enfrentamiento. En cualquier caso él sabía que no iba a salir perjudicado, tanto si nos separaba como si se hacía con el animal. Sabía que la unión hace la fuerza y no le interesábamos fuertes. Y he de reconocer que, en aquel momento, el mafioso tenía razón: ¿Dónde íbamos con un camello, a una patera con rumbo a Europa? ¿Y si hubiéramos encontrado sitio en el bote para el camello qué, a dar nuestro espectáculo en mitad de la plaza de San Marcos? Desde luego a Europa no íbamos a llevar a Hamal. Eso estaba claro. ¿Pero era yo quien quería ir allí? Así nos hacíamos daño Adama y yo. En aquel momento si hubiera tenido que eligir entre una persona y Hamal, la elección, sin dudarlo, hubiera sido Hamal. Y tuve que escuchar unas palabras que hoy me hacen daño: «Creía que eras mi amigo, Dikembe». Y tenía razón, era su amigo, pero yo creía que estaba más unido a mi camello. En fin, que quien había encendido la mecha de la disputa aportó una solución que no obligaba a ceder de inmediato a ninguno de los dos y que tampoco le perjudicaba a él: «Podéis entregarme el camello después de cruzar el desierto, si queréis». Y como ambos estábamos deseosos de encontrar un pretexto para no seguir con la discusión, pero sin que se nos viera el plumero, lo dejamos ahí. Mejor dicho, lo dejaríamos allá, junto al mar. Si es que se daba el caso, pensé yo. La necesidad de usar al querido bruto como moneda de cambio se hizo más evidente cuando Adama se cerró en banda y le dijo a Abdelkader que quien tenía que poner el precio del servicio y las condiciones del mismo era quien lo prestaba, no quien lo usaba. Yo le secundé porque confiaba en él a pesar de todo, y, además, el tipejo ese cada vez me gustaba menos por haber sacado a la palestra a Hamal. Parecía hablarnos como un padre protector que todo lo podía y sabía. Pero notaba que tras esas palabras y ese tono paternalistas había un interés en el que nosotros no éramos tenidos en cuenta. Cuando conseguimos que pusiera precio a nuestras cabezas yo me quedé atónito, pero Adama puntualizó: «Quinientos dólares americanos los dos, ¿no?». «No, muchacho, cada uno. Ah, más el mehari». La contestación de Adama no me sacó de mi asombro: «Si quieres me levanto la túnica y también me das por el culo, no te jode». Aunque sí pasé a un estado de incredulidad al oír sus palabras. Era un Adama que yo desconocía y que tampoco se espera Abdelkader, que tardó poco en contestar: «Es lo que hay, amigo, pero no tengo ningún interés por ti». Aquello dio pie a mi amigo para asestarle otro golpe verbal: «Eso lo tenemos claro, a pesar de que antes parecía que tu única preocupación era nuestra felicidad. Según tú, solo podemos conseguirla en Europa. Pero si es así, no sé qué cojones pintas tú aquí». Adama se había pasado tres pueblos como dicen tus hijos. El mafioso le cogió del cuello y trató de suspenderle en el aire. Mi corpachón reaccionó al ver como le agredían. Y esto que a continuación te cuento, podría haber o no haber ocurrido. Digamos que no ocurrió, pero que pudo acaecer. Agarré el brazo que sujetaba a Adama e hice retroceder a su dueño con un empellón. Mi amigo no logró soltarse de la presa pero, por la inercia del empujón, atacante y atacado, trastabillados, rodaron por los suelos y se separaron. Ayudé a quien debía a levantarse y cuando me preocupé del otro ya empuñaba una pistola. No tuve tiempo de sentir terror ante el arma porque Adama, todavía entre mis brazos, me usó de fijación para levantarse agarrado a mí y propinar una buena patada en la mano a Abdelkader. La pistola salió por los aires. Quiso el azar que cayera más cerca de nosotros que de su dueño y que mi amigo se hiciera con ella. Adama no era fuerte, pero nos demostró ser muy ágil y rápido. «Toma», me dijo y me entregó la pistola. Tardó lo suficiente para que el desarmado se me echara encima y empezamos a forcejear. Adama se sumó a la trifulca, le daba todas las patadas que podía donde podía a nuestro enemigo. En el tira y afloja el arma se disparó y Abdelkader cayó al suelo como un fardo. Sorprendidos y asustados nos quedamos con la vista clavada en aquel cuerpo inerte. Nos miramos incrédulos ante lo que había ocurrido. Él fue el primero en reaccionar. Me arrancó de las manos la pistola y me ordenó que acercara a Hamal. Nunca me dijo porqué me dio el arma a mí. Como ya estábamos solos en el piso compartido, yo había dejado dentro del cuchitril al camello, a la poca sombra que daba el poco tejado que quedaba, mientras nosotros, al aire libre, nos aprovechábamos de la sombra que los muros, aún en pie, producían detrás del destruido edificio. Sin dar la vuelta, me colé en él y saqué a Hamal por lo que fuera la puerta. Entre los dos cargamos el cadáver sobre el camello, echamos tierra con las manos sobre la sangre que empapaba la arena y nos alejamos hacia fuera del barrio, hacia el desierto. Desde luego, o nadie había oído la detonación del disparo o todo el mundo pasaba de los asuntos de los demás. Yo creo que fue esto último lo que permitió que el homicidio de Abdelkader quedara impune y en el más absoluto de los secretos. Tamanrasset estaba rodeada de un paisaje particular que la arena, el sol, el viento y antes del agua habían construido a su antojo. Lo mismo aparecía tras una duna una gran piedra rectangular que una formación rugosa y hueca con varios ojos a modo de ventanas y otro más grande a modo de puer
ta. Y eso fue lo primero que nos encontramos. Y en esa cueva, se supone, porque como sabes esto nunca sucedió, está enterrado Abdelkader. Durante el trayecto de ida, como en el de vuelta, ninguno de los dos pronunciamos una palabra. Pero al llegar al punto fatídico, detrás de nuestro hogar, y mientras Adama echaba más arena sobre una sombra de sangre que había surgido otra vez, dijo: «Hay que cambiar de hotel, Dikembe». Y argumentó que quizá alguien supiera donde se había citado con nosotros, no dijo quien, y allí es donde empezarían a buscarle. No convenía estar cerca, desde luego. Como teníamos pocos trastos para la mudanza, nos fuimos enseguida, si bien Adama insistió en echar arena sobre arena, hasta hacer un montículo que desharía el viento, sobre las últimas huellas de la visita de Abdelkader. Parece que le critico, pero es al contrario, siempre he admirado su precaución. Todavía hoy siento el contacto del metal frío en mis manos y el olor a pólvora que llegó a mi nariz después del disparo. Y, a continuación, me entra un tembleque del que me tienen que sacar. Aunque ahora solo sean las piernas las que bailan a su antojo. La primera vez que me eché a tiritar y a llorar, me sacó de esa situación Adama con un abrazo. Único que he recibido de él, porque las siguientes solo le hice hablar: «Tienes que olvidarlo, chaval». Acaso porque esa primera vez, él también lo tenía reciente. Por supuesto, no hemos vuelto a hablar del accidente que nunca ocurrió. ¿Para qué? Si nos teníamos que inventar hasta las leyes.
No sé a vosotros, pero a mí me encanta la forma en que Dikembe cuenta a su amigo el delito por el que nadie le condenaría. Pero hace bien en enfocarlo desde la probabilidad de que no haya ocurrido. Nunca se sabe. Y su última frase me da mucho que pensar: “Si nos teníamos que inventar hasta las leyes”. Pero eso no les pasaba solo a ellos por aquel entonces. Me pasa a mí ahora. Porque, si bien la ley no admite su desconocimiento para incumplirla, ¿quién narices conoce todas las leyes? Si no te las inventas, se las inventan interpretándolas. Y no me refiero solo a las penales, también a las civiles y administrativas. En cualquier caso tanto ellos como nosotros, a veces, nos sentimos abandonados por quienes deberían cuidarnos. Aunque los de mi generación tenemos menos problemas porque, cuando empezábamos a vivir, todo estaba prohibido, hasta hablar con el conductor y escupir en el autobús o el metro. También es verdad que éramos más ignorantes y pensábamos como Dikembe que era mejor inventarnos nuestras leyes que cumplirlas. La necesidad siempre dictará aquello que puedes o no puedes hacer. Al menos, a mí. Y si me tocara juzgar a alguien, a lo cual me niego, lo haría desde ese punto de vista, no con el código oportuno entre las manos.
Y nos volvimos a dividir el trabajo. Yo seguía con mi búsqueda de la plaza perfecta y él, abandonó las ganas de contactar con otro mafioso y se propuso encontrar otro piso, aunque cualquier agujero nos serviría. Quedamos en la puerta de la mezquita cuando el sol se empezara a ocultar. Llegué yo primero y sin solventar mi encargo. Él apareció también en las mismas condiciones. Siempre teníamos la opción de dormir al raso en el desierto. No nos preocupamos demasiado. Allí la temperatura no bajaba tanto y habíamos “heredado” de Emmanuel una manta que incorporamos a nuestro ajuar. Antes de que saliéramos de la zona habitada, se nos acercó un anciano y nos preguntó si conocíamos a un tal Emmanuel. Le dijimos que sí y nos pidió que le siguiéramos. En principio íbamos un tanto recelosos hasta que llegamos a un café que tenía mesas y sillas dispares en la calle. A una de ellas estaba sentado un hombre que, por su atuendo era muy difícil de reconocer. El viejo, a una distancia prudencial, nos señaló al desconocido y desapareció. Adama se le acercó mientras yo ataba a Hamal al poste de una techumbre, le ordené tumbarse sobre la tripa y me fui hacia ellos. Cuando llegué ya hablaban y me dediqué a escuchar. Citaban sin nombrarle a nuestro compañero de habitación. El extraño no tenía muy buena opinión de él y hablaba en pasado. Se quejaba de que había dejado una deuda que ya no podría cobrar. Adama, no es que le defendiera, pero como le agradecía la manta que nos había dejado, no tenía mal parecer del desaparecido. Era evidente que se usaba a Emmanuel para romper el hielo, ya que era lo único que teníamos en común con aquel hombre que escondía su cara con el típico pañuelo tuareg y unas gafas oscuras que, con el turbante y la llegada de la noche, hacían que su cara no existiera. La deuda de nuestro amigo, como dijo aquel personaje, tenía su origen en su pueblo y en un viaje que debía continuar hasta Europa. Y ese trayecto es el que nos ofreció recorrer a nosotros porque, aunque fuéramos dos, podríamos sustituirle ya que había más plazas vacantes. Y que nos costaría doscientos cincuenta dólares americanos a cada uno. Para convencernos nos habló de otra “agencia de viajes” que ofrecía el mismo servicio pero a mayor precio y, además, los organizaban muy mal. «Son unos chapuceros», fueron sus palabras. Y matizó: «Digamos que durante el trayecto hacen sufrir a los viajeros. ¿Entendéis?». Vamos que si entendíamos, perfectamente. Adama, con los recientes recuerdos de Abdelkader en la cabeza, se refirió al encuentro mantenido con él durante el cual nos ofreció ese mismo viaje. Y que su precio, mintió mi amigo, era sensiblemente inferior al que él pedía. Aquel hombre, estaba claro, no iba al grano, sino a embaucar porque, olvidándose de habernos dicho un  precio, nos explicó aquello que también nos contara Emmanuel, que en el fondo el precio lo ponía cada viajero, porque cada uno sabía lo que podía pagar y que no todos teníamos la misma ilusión y las mismas necesidades, amén de que los servicios durante el viaje se podían ajustar a las circunstancias personales. Vamos, que aquel hombre era un charlatán que pretendía liarnos más de lo que estábamos. Ahora recuerdo que conoceríamos a otro charlatán en España, este menos peligroso. Adama, aprendida la lección, le contestó «Si llevas tiempo en esto, sabrás que los que llegamos a Tamanrasset lo hacemos con una mano delante y otra detrás». Pero aquel tipo se lo negó: «Estás equivocado, chaval. Te sorprendería saber el dinero que traéis los viajeros». Y a continuación, quizás por hacerse con el mando de la conversación o por despistar, nos amenazó con una sencilla pregunta sobre quien era Adama y quien Dikembe. Satisfecha su curiosidad, Adama no se cortó un pelo y le preguntó por su nombre. No lo descubrió, pero añadió que podíamos llamarle Mohamed, que es tanto como aquí, en España, te dijera que le llamaras José. Luego miró a Hamal y preguntó si era nuestro. «Sí, es de este», contestó Adama, y agregó: «Es lo único que tiene y no se lo puede comer porque tendría que ir a pata, como todos. Pero que no se vea en la necesidad…». Entendí que mi amigo quería dejar claro que el animal era mío, que no teníamos nada más y que si alguien se lo quería comer, antes nos lo comeríamos nosotros. También, inteligentemente, dejaba abierta la negociación con el último pero. «¿No tenéis dinero?». «Poco». «¿Y esas túnicas?». «Robadas, como el camello». Y ahí salté yo porque me sentí ofendido, aunque Adama llevara razón: «De eso nada, Hamal es el pago a un trabajo que no cobré». Yo también tenía razón y me di cuenta en aquel momento ante esa mi contestación. Y mi enfado me llevó a contrariar a mi amigo al decirle que nos fuéramos. Pero no fue él quien recogió velas, sino Mohamed que con un tono amable trató de retomar el negocio: «Vamos, vamos, muchachos, que así no nos vamos a entender». Y mi amigo me frenó entonces al agarrarme del brazo. «A ver, ¿de cuanto dinero disponéis?». Al ver en peligro la venta tuvo que ir al grano. «Entre los dos doscientos dólares». «Con eso no tenéis ni para uno». A partir de ese momento, Mohamed no dejó de mirar a Hamal, es más, hizo una seña a otro hombre sentado a otra mesa que se levantó e hizo una revisión de dientes al camello. Cuando acabó, miró a su jefe y asintió con la cabeza. Este levantó el dedo en dirección a mí y me dijo: «Podrías pagar el resto con él, parece que está sano y es joven. Pero como has dicho lo que has dicho…». Y entonces Adama jugó las cartas que se había guardado para cuando hicieran falta. «Él no te ha hablado nada sobre el camello, he sido yo el que ha dicho que no se vea en la necesidad de desprenderse de él. El dirá sus condiciones…». Mi amigo me mandaba un mensaje, a la vez que la oportunidad de contradecirle. Ya habíamos tenido un disgusto por el tema y no quería otro. Creí entenderle y acepté el hecho que algún día tenía que ocurrir: «Por mi amigo soy capaz de renunciar a Hamal, pero cuando lleguemos al final del viaje. Todos sabemos lo que es el desierto y yo no estoy dispuesto a atravesarlo otra vez a patita». Mohamed salió entonces con que tenía que pensárselo y que se pondría en contacto con nosotros, pero nos adelantó, que, además del camello, teníamos que aportar, al menos, otros cien dólares más. En total trescientos. Adama no tardó en contestar: «Entonces nos tendrá que dar más tiempo para conseguirlos». «Tenéis todo el tiempo del mundo, a quien le interesa el viaje es a vosotros. Y si no encontráis forma de ganar ese dinero, yo os puedo ayudar también. Y ahora idos, ya está bien de charla». Y nos fuimos, claro. A partir de ese momento nos sentimos vigilados. Aunque esa sensación la compartiríamos más tarde al discutir sobre qué debíamos y queríamos hacer. Adama expresó su miedo si aparecíamos con todo el dinero sin más. Podrían pensar que habíamos mentido y que teníamos mucho más, y les saliera a cuenta darnos el último viaje y quedarse con Hamal y con el dinero. Teníamos que volver a representar nuestro número y hacer ver que teníamos ingresos. Porque, como ya habíamos sospechado no nos quitaban ojo. Por eso nos unimos en la búsqueda del escenario propicio. Y lo que no había conseguido yo en varios días, lo consiguió él en una mañana, frente a un hotel. Nos costó arrancar porque no nos hacían mucho caso. Y Adama, recordando al guía de Gao, me propuso que habláramos con el hombre que siempre estaba en la puerta del hotel. Iba vestido muy pulcramente al estilo árabe y se dedicaba a abrir y cerrar puertas, tanto del hotel como de los coches que llegaban ante él. Aunque lo curioso de su vestimenta era que llevaba una gorra de plato verde, como de militar, con una chapa sobre la visera donde se leía “HOTEL”. También ayudaba con las maletas de los turistas, todos en pantalón corto, tanto ellos como ellas, cosa que a mí me llamó mucho la atención. Pero sus mejores dotes las usaba para alejar argelinos de sus dominios y poner la mano para recibir propinas, aunque el “merci” y el “thank you” tampoco se le daban mal. El billete de un dólar, tan reconocible para nosotros, apenas se veía un instante antes de cambiar de manos. Era increíble la maña que se daba. Llegué a decirle a Adama que aprendiera a coger dinero rápidamente y se rió después de decir: «Si yo tuviera una gorra así, la llenaba». No puso buena cara al ver como nos acercábamos pero al ver el billete de dólar que Adama  sostenía entre dos dedos cambió el gesto. Mi amigo fue directamente al grano, aunque la conversación sufrió tres interrupciones de a dólar cada una. En un primer momento el portero se subió a la parra. Nos pidió la cuarta parte de los ingresos y se fue a cargar un coche con maletas y un matrimonio. Ese momento le dio tiempo a Adama para pensar. Volvió guardando algo por la abertura de la chilaba y Adama le contó preocupado que al señor Mohamed, el de los viajes, no le iba a gustar que participara en nuestros ingresos con menos. Esta vez fue un grupo que bajaba de un autobús al que se fue a atender nuestro futuro socio. Lo que en ese caso le sirvió a él para pensar en el tal Mohamed. «Está bien, Abdul no va a ser más que Mohamed. Yo me quedo con la misma parte que él». Otra interrupción la motivaron unos chavales que se pusieron a alborotar delante del hotel. Esta vez, no volvió tan contento, porque a falta de dólar, recibió sus mofas y chuflas. Le dije a Adama que le ofreciera un cinco porque eso sabía que no era mucho. Ya te he dicho que yo llegaba hasta el diez. Y eso hizo cuando volvió el espanta niños. «Vale, pero todos los meses un fijo de tres pavos». Adama aceptó, se dieron la mano y esa misma mañana empezamos a trabajar al otro lado de la carretera que separaba hotel y explanada. Ya te he dicho que tuvimos muy poco público y menos recaudación si cabe. Pero había que empezar y dar tiempo a Abdul para que hiciera su trabajo de relaciones públicas. Cada día congregábamos a más personal, uno o dos, no te creas. Pero la tendencia era al alza. También, durante esos días conseguimos localizar a nuestro particular vigilante. Ya ni se escondía, ni disimulaba. Un día hasta se acercó al corro que nos rodeaba y yo le saludé. Con la primera liquidación Abdul no quedó muy contento. Adama le contestó que eso era lo que había, que estábamos al principio de nuestra carrera artística y que tuviera paciencia. Y, además, que su trabajo consistía en eso precisamente, en mandarnos grupos, no matrimonios sueltos. Entonces, el portero cometió un error al descubrir una información que le perjudicaba. Si tratábamos con los guías de las excursiones, aquellos que manejaban la ruta y las paradas en los autocares, aumentaríamos los ingresos. Y eso es lo que ocurrió. Mi amigo, mientras yo hacía la compra, se quedaba en la explanada a la espera de que llegaran los autocares para dejar en el hotel a los excursionistas para que comieran. Allí les abordaba y les ofrecía las mismas condiciones que al portero. Unos aceptaban, otros decían que lo pensarían y los menos aceptaban. El motivo para tan pocos acuerdos era que ya no podían hacer más largas las excursiones, ni hacer más paradas. Adama convenció a alguno al proponerle que esa fuera la primera parada, ya que no se necesitaba la espera porque la representación se hacía ante el hotel. Podía decir a sus clientes que bajaran un cuarto de hora antes de salir y verían algo diferente y exclusivo para los alojados en el hotel. Ese buen razonamiento no se le ocurrió el primer día, y dio pie a que muchos de los que dijeron que se lo iban a pensar, aceptaran después. El lío lo teníamos nosotros que no sabíamos a quien pertenecía el dueño del dólar que nos soltaban los turistas. Pero eso tuvo solución. Y nos la dio nuestro vigilante. A los guías no les pagaba nadie. Por lo cual siempre aparecían a primera hora para controlar a sus clientes y contar a aquellos que nos soltaban la gallina. Ellos nos hacían la cuenta. Adama separaba desde el primer día de mes los dólares que nos pagaban. Así sabía la recaudación del mes. Pero como no sabíamos contar, tuvo la idea de involucrar en las cuentas a nuestro supervisor. Un día, mientras volvía solo, entabló conversación con él al hacerle una trampa mientras le seguía. Le preguntó si sabía contar y el chaval le dijo que por supuesto, que había asistido a la escuela hasta hacía bien poco y eso porque se tenía que ganar la vida, si no, hubiera seguido con los estudios. Entonces le propuso, escondiendo el motivo, que hiciera de notario ante los guías y el portero. Entonces Adama descubrió que Brahim también trabaja para este último porque le había encargado contar a los que salían del hotel y hablaban con él mientras les indicaba y mandaba hacía nosotros. Con ello se ganaba un dólar al mes, y como tenía que estar allí de todas maneras, no le costaba trabajo. Quedaron en contar todos los días lo recaudado y que el otro lo apuntara para luego a fin de mes cuadrar las cuentas. También se tenía que encargar del calendario y avisarnos cuando acababa un mes y empezaba otro, porque nosotros no teníamos ni idea del día en que vivíamos. Ni falta que nos hacía. Aunque eso me pasa a mí también ahora, que ni sé en qué día ni en qué hora vivo. Y te diré que son las dos de mañana, supongo, porque fuera no hay más luz que la de las farolas. Por eso cierro esta carta y ya seguiremos. Un saludo,








Imagen 1. Lo siento, he perdido el enlace por un cuelgue del PC y soy incapaz de encontrar la imagen otra vez porque la recorté un poco..

4 comentarios :

  1. Ay, vaya con los negociantes!! Lo mismo se encuentran con un caritativo que con dos aprovechados... Cuando yo trabajaba en la AEAT, poníamos por bandera a los pobres contribuyentes aquello de que "El desconocimiento de la Ley no le exime de responsabilidades...", sin tener en cuenta lo de "Quién narices conoce todas las leyes?". Pero es así, estamos cogidos por uebos...
    Hasta la próxima entrega, J.C. Abrazos

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ja, ja. Y por algún sitio más. Un abrazo, Ligia. Y gracias. JC.

      Eliminar
  2. Bonito porvenir y bonito panorama. No aciertan ni una.
    Yo me subía al camello, lo espoleaba y hasta donde llegará.
    Hasta el lunes J.C.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ja, ja. Yo al revés: ¡QUE PAREN ESTO QUE YO ME BAJO! Gracias, Varinia, hasta el lunes. JC.

      Eliminar