a estoy más sosegado. Desde luego no he nacido para líder.
Hubiera llevado a mis gentes al desastre. Arengar sí que les hubiera arengado
bien, pero una sola vez. ¿No te parece? Bon,
que como ni Adama ni yo habíamos madurado, y yo dudo, todavía hoy, de haberlo
hecho, con mirar el mapa por las noches teníamos bastante. Es más, con ello
alimentábamos nuestros sueños. También, tanto el mapa como nustras nuestras
miradas nos parecían acercarcarnos más a nuestro lejano destino. Por ello
andábamos contentos y con miedo, aunque a esto último ya nos habíamos
acostumbrado. Seguíamos con nuestras actuaciones, como no podía
ser de otra manera. En ese momento las acababamos con el numerito de la
enajenación mental de Hamal pero de una forma menos llamativa y violenta. De
tal guisa, me preguntó Brahim si lo ocurrido en las calles había sido el ensayo de la escena final.
Le dije que sí y se sorprendió: «Pues yo me lo creí. Pensé que tu camello se
había vuelto loco de verdad». Se nos ocurrió que, para aflojar más el
bolsillo de los espectadores, los artistas acompañaríamos a Adama cuando pasara
el bote ante ellos. El buen camello había aprendido a abrir y cerrar las
narinas no solo cuando había tormenta de arena, sino cuando veía que yo metía
un billete en
el bote. Con ello divertía más, y en primer plano, a los turistas. Yo les decía que era la forma que él tenía de dar las gracias. Y algunos metían un segundo billete para ver como movía rápido las dos alas nasales. Lo cierto es que a mí también me hacia gracia. No sé qué hubiera sido de mí si no me hubiera fugado con él o si nos hubiéramos encontrado en aquel momento con su anterior dueño, Wahid Okoye. Me unía a aquel animal algo más que cariño y agradecimiento, pero jamás he encontrado las palabras para describir ante los demás esa sensación, porque, a lo mejor, no se han inventado todavía. O yo soy un exagerado y todas se me quedan cortas. No sé. O también puede que haya sentimientos que no seamos capaces de racionalizar con palabras. Acaso formen parte del mundo de las caricias y los besos. Yo, al menos, creo que viven allí donde mi abuela Mayifa esté. Fíjate que hoy en día tengo seguramente más años que ella, pero sigo viéndola mayor que yo. Es como si hubiésemos cumplido años los dos a la par. Es justo lo contrario que me pasa con Kama, el chico de la gorra que sirvió de alimento a un león, ¿recuerdas? Este, desde que desapareció, no ha cumplido un año en mi memoria. ¡Qué raros son los sentimientos y los recuerdos! Cómo deforman a su antojo la realidad de cada uno y de cada otro. Son como los sueños. Lo mismo nos ciegan que nos hacen abrir los ojos como platos. Dentro de la otra actuación, para no descubrir nuestra futura huida, cada vez temíamos más que nos cazaran. Y era porque teníamos mucho que perder. Ya no podíamos ocultar el dinero porque era evidente, ante los ojos de Brahim y Abdul, que todos los días llenábamos el bote. Y aunque Adama trataba de ocultar algunos billetes, nuestro contable espía se podía ir de la lengua en cualquier momento. Y tampoco era cuestión de subirle el sueldo. Le daríamos pie a la extorsión y, al entrar el miedo ajeno en la ecuación, se nos iría el asunto de las manos. Si la siguiente vez que nos asaltaran no nos encontraban encima los dólares, nos preguntarían por ellos. Fueran o no sicarios mafiosos nos daría igual, no pararían hasta que les dijéramos donde escondíamos los ahorros. Ya sabes, el dinero no se puede esconder en ningún sentido porque si consigues ocultarlo no sirve para nada. Además los avariciosos suelen ser también exagerados e impacientes. Solo cabía una solución, y, claro, fue la que ya habíamos adoptado. Teníamos que volver a huir. Y esta vez la culpa era nuestra, por haber buscado a quien no teníamos que buscar porque, al final lo encuentras. Eso sí, teníamos que preparar nuestra fuga para tomar ventaja sobre nuestros perseguidores. Sería otra vez Adama el cerebro de la operación. Y en este caso, llevó al límite la situación. Si algo fallaba lo perderíamos todo, inclusive nuestras vidas. Aquella gentuza no podía dejarse engañar ante los ojos de los demás. Su dominio se basaba en el terror, y eso pasaba por escarmentar a quien no se sometía o a quien intentaba engañarles. El plan, en sí mismo, era muy sencillo. Verás. Primero pediríamos una cita a Mohamed a través de Brahim. Le comunicaríamos nuestra firme intención de comenzar cuanto antes nuestro viaje porque ya habíamos reunido el dinero. Por supuesto sabíamos que nos pediría más con cualquier excusa. Querría seguir explotando el camello de los huevos de oro. ¡Uy, qué mal suena eso! Pero lo escrito, escrito está. Yo tenía que negarme a pagar más y Adama trataría de convencerme sin negar ninguno que teníamos más dólares. Al final yo tenía que decir que no, que no estaba dispuesto a perder al camello. Eso debía dejarlo claro. Y mi amigo pediría a Mohamed que lo dejara en sus manos, pero que como yo era tan tozudo le diera dos días para convencerme. Y que como además de cabezón era desconfiado debía retirar la vigilancia de Brahim. Y que si yo veía algo extraño se acabaría el juego. Mohamed dudó. Eran muchas condiciones y una apuesta fuerte y arriesgada. Y todo por dejarnos dos días a nuestro aire a cambio de hacer un mejor negocio. Contábamos con que los informadores, a los que conocíamos de sobra, hubieran exagerado un poco respecto al número de turistas que aflojaban la mosca en el bote. Mohamed cruzaba la información de Abdul y Brahim, seguro, y ellos lo sabían. Así que no se la podían jugar y siempre tendían ponerse de acuerdo para agradar a su jefe. No supimos si fue por eso, por avaricioso o por ver ya cerca el final de nuestra operación, que tras dos sorbos de té aceptó los términos del acuerdo que le habíamos propuesto. Dos días para reunir todo el dinero, previo convencimiento de una de las partes que seguía negándose a pagar los cuatrocientos dólares por cabeza y a ceder a Hamal. Precio que había alcanzado aquella tarde nuestra libertad. Porque, en el fondo, se trataba de eso y de robarnos al mehari. Nos despedimos dándome Adama un empujón. Habíamos quedado en reflejar así nuestras desavenencias. Pero yo debía estar muy atento a Mohamed. Porque debía ver a quien hacía la seña para encargarle que nos siguiera. Eso era primordial. Y reconocí al nuevo soplón como uno de los que nos habían atracado con garrotes, justo el que llevaba al cinto el cuchillo tan reconocible. Ya sabíamos a quien teníamos que despistar, aunque no iba a ser fácil. Estábamos seguros que Mohamed no dejaría en ojos de Brahim nuestra vigilancia. Ya valíamos mucho para confiar en un crío recién incorporado a filas. Y también sabíamos que el del cuchillo andaba con los del garrote. No, fácil no iba a ser, pero, como dicen ellos, siempre hay que confiar en Alá. Y verás porqué. No teníamos tiempo que perder. La noche anterior, ayudados por la oscuridad y el sigilo, habíamos desenterrado todos nuestros tesoros y se los habíamos confiado a nuestro mejor aliado: Hamal. Él llevaría bajo la silla los dólares y el mapa. Si alguien quisiera echarle el guante, yo solo tenía que silbar para que corriera y me esperara lejos. Era como jugar al escondite, porque, a veces, cuando depuraba con él su aprendizaje parecía que se escondía como haría cualquier crío. Era gracioso verle como se alejaba para meterse detrás de una duna o de un árbol cuando yo empezaba a contar en voz alta y le avisaba de que empezaba a buscarle con un silbido especial. Lo singular era el tiempo que era capaz de esperar a que le encontrara. Tenía más paciencia que el santo Job. Y lo aburrido era que siempre la ligaba yo, porque él ni sabía contar, ni sabía silbar. Ahora en serio, pensamos que el camello era el mejor dotado para defender nuestra pequeña fortuna, aunque nosotros nos metimos algunos billetes entre los nuevos turbantes que habíamos tenido que comprar. Si te atracan es mejor que te encuentren algo. No vaya a ser que pagues más caro la frustración de los maleantes. Recuerda que a mi abuelo le quitaron la vida por eso precisamente, porque solo llevaba su vida encima. Y lo curioso fue que era lo único que tenía, aparte de su familia. Pero claro, eso el ladrón no lo sabía pero tampoco le serviría de nada. Como te avancé, nos agarramos a Alá para podernos deshacer de la vigilancia de Mohamed y compañía. Bien es verdad que también se lo debimos a Abdul y su hijo, aunque mejor dicho, también se lo pagamos a ellos. Nos costó la broma veinticinco dólares y convencerle de que, de todas formas, nos largábamos. Aunque estoy seguro que fue el dinero el motivo por el cual terminó por aparcar sus miedos. Total, hijos tenía para dar y regalar sin que se le acabasen. Como habrás observado, todo el mundo en Tamanrasset jugaba a dos o más bandas. Nos llegó por fin la noticia de que saldríamos de viaje hacia Europa. Lo haríamos desde la puerta de la mezquita, al salir el sol. Antes debíamos pagar los billetes, pero Adama se negó en base a mi desconfianza. Lo haríamos justo en el momento de partir. Tuviera, lo que tuviera pensado, a Mohamed no le quedó más remedio que aceptar. Después de verle, fuimos a nuestro solar. Nos la teníamos que jugar al dejar solo a Hamal allí. Era la única grieta que tenía nuestro plan. Si alguien se lo llevaba o le daba por seguir a un camello nos chafaría la fuga. Le propuse al camello jugar al escondite y le hice salir por la linde contraria a la puerta. Tuvo que destrozar un seto, pero salió y se escondió sabe dios donde. Nosotros, cambiamos nuestros turbantes por otros mucho más llamativos que habíamos comprado a la par que los blancos que usábamos para sustituir a los robados y, con la cara tapada, nos acercamos a la mezquita. La intención era atraer la atención sobre nosotros. Es decir, sobre nuestros nuevos turbantes que destacaban contra nuestras blancas túnicas. Al salir de casa y antes de entrar en la mezquita, comprobamos que nuestro amigo, el del puñal bonito, nos seguía, como era de esperar. Entramos y allí estaban Abdul y su hijo, ambos también vestidos de blanco pero con turbantes negros. Todos esperamos a que cayera la noche, unos rezando a Alá por su vida y otros porque no nos pillaran. Llegada la oscuridad, intercambiamos los turbantes y nuestros anzuelos salieron a la calle, con la cara tapada, y se dirigieron a su hacienda, que no era otra que nuestro domicilio. Allí dormirían aquella noche. Nosotros, que vigilábamos a nuestro vigía, vimos cómo les seguía. Se había tragado la artimaña de los turbantes. Lo cierto es que cualquiera hubiera hecho lo mismo. Suponíamos que cuando nos creyera dormidos, él haría lo mismo. Y, entonces, Abdul y su hijo regresarían a su hogar. Pero eso ya no nos importaba a nosotros. Era el riesgo que corría el portero del hotel por los veinticinco dólares. Por eso esperamos a que nuestros suplentes continuaran con la farsa y se durmieran. La prueba de que durante la noche, mientras dormíamos, no nos vigilaban ya la habíamos hecho porque Hamal y yo habíamos ido a por agua al pozo a unas horas intempestivas y nadie nos había seguido. Y así se lo hicimos saber a Abdul. Él sabría lo que tenía que hacer para salvar el pellejo. Nosotros por nuestra parte dimos un rodeo y yo silbé para que Hamal apareciera. No tardó y le di un par de terrones de azúcar. Se los había ganado de largo. Esperamos por ver si mi silbido había alertado a alguien pero en los alrededores no se veía ni se movía nada. Y allí comenzamos nuestra huida real. No sabríamos nunca si el portero de hotel disfrutaría de los veinticinco dólares o de una buena muerte. Y en aquellos momentos, ¿a quién le hubiera importado?, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. A nosotros no, desde luego. Y así, a hurtadillas y sin pensar en qué o quien dejábamos atrás, salimos de Tamanrasset rumbo al suroeste, que es de donde habíamos llegado, para luego virar hacia el norte, según habíamos decidido ante nuestro mapa. Íbamos con más miedo que dejábamos porque el nuevo enemigo era mucho más cruel y fuerte que Mohamed. Nos esperaba ni más ni menos que el Sahara. Teníamos que cruzarlo de sur a norte con la única ayuda de un mapa de tres dólares, un camello y las viandas y agua que cargaba aquel animal que no tenía precio. Y por mucho dinero que escondiera bajo la silla, allí donde íbamos, no nos serviría de nada porque en el desierto no hay merenderos. Habíamos elegido esa dirección porque de buscarnos, nos buscarían directamente hacia el norte. Pensamos que hasta que se les pasara la perra deberíamos dar un pequeño rodeo antes de arrostrarnos contra ese otro animal de arena. También era verdad que si conseguíamos llegar a otros pueblos, podríamos hacernos con más víveres, aunque correríamos el riesgo de ser reconocidos por alguien a quien podrían haber puesto en alerta. Jamás he achicado a nadie, y menos a un enemigo, aunque sí me he achicado yo muchas veces. En aquel momento no teníamos muy claro hasta donde alcanzarían los tentáculos de estas mafias. Si solo cubrían áreas que, como los leones, defienden a muerte o, por el contrario, eran multinacionales como los mercados de la droga. Sí sabíamos que les habíamos herido y una fiera herida es mucho más peligrosa. De ahí nuestra prudencia que confundíamos con el miedo que no nos abandonaba nunca del todo. No sé si te he dicho ya que por el desierto se viaja mejor de noche que de día. Eso sí, tienes que saber donde vas y leer en el cielo. Mi arte de leer palabras y estrellas estaba a la misma altura. Ambas se me resistían pero siempre sacaba algo en claro. Y como Adama confiaba en mí, más que yo mismo, no tuve más narices que tomar decisiones, algo imprescindible para vivir. Como disponíamos de Hamal, pudimos montar una estructura de viaje que nos hacía avanzar más rápido que si hubiéramos viajado sin él. Aunque mejor sería hablar de alejarnos y no de avanzar o viajar, la verdad. El sistema consistía en que quien montaba el camello debía dormir. Para lo cual iba atado a la silla para no caer. Hamal descansaba poco. Así nos acercábamos a Silet, pueblo que habíamos evitado en nuestro camino a Tamanrasset. Allí mentimos respecto de nuestro punto de origen, pero sí fuimos fieles a nuestro destino, el norte. Y fueron los propios paisanos los que entonces hablaron de la ciudad de donde huíamos. No notamos nada extraño. Es más, nos recomendaron ir a allí porque sabían que desde aquella ciudad, que pillaba a cinco o seis días de camino, salían caravanas hacia el norte con jóvenes como nosotros que buscaban algo más de lo que aquella tierra hostil ofrecía. Por ello dedujimos que Silet estaba libre de parásitos explotadores que, aunque tuvieran el “Salam malekum” todo el día en la boca, la paz interior te la robaban de un mordisco en cuanto tenían ocasión. Parece mentira que de una religión, en que la paz interior e individual es tan importante, nazcan grupos tan extremistas y violentos que, encima, vendan atajos para ver a Alá. Me recuerdan, salvando las distancias, a aquellos buleros que en la Edad Media hacían negocio mientras vendían parches para saltarse la ley de dios sin pecar. Hay que estar ciego o alucinado para creerse que es viable cualquier atajo que incluya inmolarse. Si todos los musulmanes acudieran a esa senda, el Islam desaparecería de la faz de la tierra por falta de fieles. Si a eso le sumamos que debían llevarse por medio a todos los infieles que pudieran, quizás muchos de esos héroes no encontrarían ya ningún descreído que les acompañara si sus antecesores hubieran hecho las cosas bien. Pero bueno, dejemos que cada uno crea lo que quiera, a condición de que no nos metan en la cabeza sueños imposibles como ganar la gracia pagando, y menos si es con la vida de uno mismo o de otros. ¿Qué dios lo aceptaría? Hombres sí que los hay, ¿pero un dios? Vive y deja vivir, gran frase utópica. Lástima que no haya una tecnología o una droga para convertir ese deseo en un hecho real y ecuménico. Yo, a mi lado, llevaba a quien mejor cuajaba con aquello deseado. Y verás el motivo. En Silet, como te digo, negamos la mayor. No nos interesaba ninguna caravana que saliera hacia el norte desde una gran ciudad. Por una vez dije una media verdad, que era tunecino e iba de regreso a mi casa con un amigo. Nos dijeron que su pueblo no era pisado por muchos viajeros, pocos y despistados como nosotros, pero que un poco más al sur, se encontraba Timiaouine, dejando al este Abalessa y que por allí sí pasaban expediciones, pues formaba parte de la ruta de la sal alternativa, cuando Tamanrasset entraba en conflicto. Aunque insistieron en que el mejor punto seguía siendo aquella otra ciudad, que era de donde veníamos, confirmé yo. Y ahí metí bien la pata al negar y luego afirmar de donde procedíamos. Vi la cara de extrañeza de los, hasta ese momento, amables ancianos. Algo había roto entre ellos y nosotros al mentirles. Quizá la confianza y la hospitalidad que se ofrece al viajero perdido. La mentira te convierte en indeseable, en un foco de duda que nadie busca ni necesita. Así pues, cuanto antes nos fuéramos de allí mejor. Y eso es lo que hicimos. Solo repusimos la poca agua gastada y salimos hacia Abalessa por donde nos habían indicado, porque tampoco quisimos que vieran nuestro mapa. Nada más quedarnos solos reconocí ante Adama mi metedura de pata y le pedí perdón. Supongo que me perdonaría porque, aunque no dijo nada, seguimos juntos y nada cambió entre nosotros. Por eso te digo que mi amigo era fiel reflejo del vive y deja vivir. ¿Tengo o no tengo razón? Eh bien, c'est ça, mon ami. Sabíamos que íbamos contra corriente, pero si no quieres pagar en sal, tenías que pagar con azúcar. A falta de padrino, al final siempre se paga. Aunque, como en nuestro caso, es más barato apoquinar con lo que te sobra, el tiempo, que con aquello que te falta, el dinero. Luego sabría que el dinero solo es útil si lo gastas. Si lo guardas, lo único que te da son problemas. Salvo que lo uses tú para eso mismo, para crear problemas a otros y así tener más. Ese nunca fue el caso de Adama, ni el mío. Y menos en aquella época, que pensábamos que el dinero lo compraba todo. La felicidad y el dolor se ven mejor cuando no hay riquezas de por medio. Tanto una como otro están desnudos ante los ojos de los demás y ante los tuyos poco disimula, aunque sí crees que te parapeta. En fin, que ya en camino, le prometí a Adama que en siguiente pueblo no abriría mi bocaza. Me miró dubitativo, como que no se lo creía del todo y dijo: «Todos tenemos boca, Dikembe». Lo más al suroeste que llegamos fue precisamente a Timiaouine. Y allí fue donde fungí de mudo con gran sentimiento de mi parte y al suyo, porque tuvo que ser él quien preguntara a pesar de que se quejaba de fuertes dolores de cabeza. Todos las indicaciones coincidían en Tamanrasset, aunque también sacamos en claro que había dos rutas definidas. De las dos solo reconocimos una por incluir el único país europeo del que yo, al menos, tenía noticias: “La France”. Decidimos seguir ese ramal, porque allí era donde, en principio, quería llegar Adama. Aunque nunca llegaríamos a pisar ese país, como verás más adelante. Bon, sí, pero no durante aquel viaje. Y no serían los Pirineos la barrera que nos frenaría. Fue algo más sutil, más cercano y más común. Fueron los españoles como tú. Pero eso, dentro del relato es futuro, aunque sea pasado. Por el momento decirte que no tuvimos mucha suerte al entrar en Timiaouine. Adama tuvo que hacerlo montado y atado a la silla de Hamal, no podía con su cuerpo porque ya no era un crío escuchimizado. Sudaba como no lo había hecho jamás. Tiritaba. Tenía los ojos hundidos y rojos, como la tierra al salir el sol. No comía casi y lo poco que le obligaba yo a ingerir lo devolvía. Solo bebía y sin tino, algo extraño en él. Además, las pocas palabras que decía no eran más que disparates. Nada tenían que ver con la situación ni con las circunstancias que vivíamos. Y se me vino el mundo encima. Mi amigo estaba enfermo y el suyo no podía hacer nada por él. La impotencia solo me dejó una salida a elegir entre conformarme o acercarme a la fe, que, al fin y al cabo es lo mismo. Opté por la segunda y antes de acercarme a la mezquita, instalé lo mejor que supe a Adama debajo de un árbol y de las dos mantas. El pobre no estaba para muchos trotes y yo encima le abrigaba. Le dejé a mano un pellejo de agua y me llevé el otro para rellenarlo. Llegué a la mezquita envuelto en mis vivencias de aprendiz de almuecín. Me abrieron todas las puertas y me ordenaron llevar a mi amigo cuanto antes. Cada vez que le movía sentía como si le diera una paliza. Si bien me decía que era por su bien. Y con eso me quitaba un poco el sentimiento de hacerle sufrir innecesariamente. Allí, en la mezquita, nos dieron cobijo y bajaron la fiebre de quien decía llamarse Adama en vez de Alí, no conocer a su dios Alá, el único dios en el que siempre había creído, no querer saber nada de mí y que no decía más que tonterías: «Es como si se hubiera vuelto loco». El almuecín me explicó que eran delirios provocados por las altas fiebres. Y que tendría suerte si volvía a ser el Alí que yo había conocido. Cada equis tiempo le sumergían en un baño de piedra con agua fría y le dejaban un rato. Jamás habló tanto Adama ni tan a la ligera y sin sentido. Citaba a gente que yo ni conocía como un tal Abbas y los mezclaba con Hamal, conmigo, con Emmanuel, con Mohamed sin orden ni concierto. En su momento, los estudios médicos en la cultura musulmana y árabe fueron punteros, los más avanzados del mundo conocido, pero desde las apropiación de los números árabes por occidente, empezó su declive y aquellos califas y emires de antaño, tampoco dieron mucha importancia a la salud de sus súbditos, moda que empieza a aparecer otra vez por estos tiempos. Poco más que hidratar y aliviar el estado febril pudieron hacer el muecín y familia. Otro fiel me propuso que llevara a mi amigo al único hospital que conocían en todo el entorno. Se encontraba en las afueras de Tamanrasset y era un hospital de campaña que había montado la Media Luna Roja. La otra alternativa era un sanador que, a través de plantas, ofrendas y rezos a dios, mejoraba a los enfermos. Ese estaba más cerca. Lo más fácil hubiera sido lo más seguro, alejarnos de aquella maldita ciudad, pero Adama me importaba un poco más que volver a encontrarme otra vez con Mohamed o su gente. Y me decanté por lo más peligroso para mí y lo más seguro para Adama: El hospital. Antes de trasladarle, construimos unas parihuelas con dos palos, unas cuerdas y nuestras mantas. Colgada la camilla portátil de la silla de Hamal, este tiraría de ella y mi amigo podría ir tumbado y tapado con una tela que trajo una mujer que también le puso algo a Adama en la frente. Nunca había visto nada igual y me pareció un gran invento para la comodidad de Adama, que seguía con fiebre y con los delirios. «Date prisa, muchacho. Porque si es malaria cuanto antes llegues al hospital, mejor». Fue el último consejo que me dieron. Cuando estaba subido en el camello me di cuenta de que aquella gente se había portado muy bien con nosotros. Me quité el turbante, le hice un lío y se lo tiré al imán: «Es para agradecerles su hospitalidad y sus cuidados. Entre la tela encontrará otra cosa. Salam malekum». E inicié el camino de vuelta a Tamanrasset. Ellos quedaron pagados y tranquilos, porque la enfermedad nunca es bienvenida ni aunque se la espere. Entre la aldea de Timiaouine y el hospital se encontraba la aldea donde pasaba consulta el curandero, si bien tenías que hacer una pequeña excursión hacia el sur. Eso me explicó la mujer de uno de aquellos paisanos que nos ayudaron, al leer en mis ojos los miedos y las dudas. En realidad cuando me subí en Hamal ni yo mismo sabía donde me iba a dirigir. Durante la marcha, en la que exigí al camello todo, me paré muchas veces para dar de beber a Adama y cambiarle el paño mojado que aquella mujer le pusiera sobre la frente al salir de Timiaouine. Las dudas no se aclaraban en mi cabeza. Era mucho lo que nos jugábamos al volver junto a Mohamed. Todo eso se lo contaba a Hamal que parecía entenderlo porque, cuando parábamos para que mi amigo bebiera, el bicho no se meneaba ni un milímetro. Y así llegué al punto crítico donde debía decidir entre el curalotodo y el hospital. Entenderás que en aquella situación la incultura pesara lo suyo, porque hoy no habría titubeado.
Dikembe se tacha de inculto por dudar entre la medicina y la hechicería, pero, de ser así la duda por ignorancia, incultos seríamos casi todos los seres humanos. Unos en primera intentona porque van derechos al hechicero y otros en último término porque, o bien los médicos nos dicen que ya no pueden hacer más, o bien porque nos piden el dinero que no tenemos para seguir. El caso es que el ser humano todavía no se ha arrancado de la cabeza al brujo primitivo. Pero es que es imposible. Si consiguiera erradicar ese recuerdo, se lo inventaría porque si con algo no puede el ser humano es con la certeza de que Muerte, como dice nuestro amigo, siempre gana. Si a un hombre o una mujer le quitas la esperanza lo hundes por más que sea o por más que tenga. Pero, como todo, la esperanza tiene otra cara. A veces es perversa y se camufla de conformismo. Hay que tener mucho cuidado y hay que tener muy claro que no siempre la espera nos va a reportar la felicidad.
La referencia para desviarme era un pequeño oasis que, de no ser por una notoria y solitaria palmera me hubiera pasado desapercibido,
aunque estuviera avisado por los paisanos que habían cambiado la ruta por la que nosotros habíamos llegado al pueblo. El agua no estaba a la vista, había que arrancarla del interior de la tierra a base de subir una bolsa de cuero. El pozo estaba tan bien cuidado que daba pena usarlo, aunque es un decir. Antes de sacar agua, limpié las facciones de Adama tal y como había visto hacer a aquella buena musulmana con el paño. Usé el agua de los pellejos sin miramientos y dejé a mi amigo a la sombra de la palmera, mientras yo mismo me refrescaba y bebía a placer. Y aproveché para ponerme yo el turbante de Adama. Después de rellenar los pellejos para lo que tuve que sacar tres bolsas, le llegó el turno a Hamal que también lo agradeció. Como el pozo no tenía brocal, era un simple agujero en el suelo, puse sumo cuidado, pero no por el peligro de caerme, sino para no echar tierra dentro. No quise librar a Hamal del peso de Adama por no ser capaz luego de volver a colgar de la silla las angarillas. Lo que hice fue decirle al mehari que comiera, que no importaba que se moviera. Me entendiera o no, no se movió ni un ápice de debajo de la palmera. Vi que la soga del pozo andaba algo deteriorada por el punto donde rozaba más con la tierra. Me vinieron a la cabeza imágenes de cuando fungí de Señor de la Piedra. Y cuando volví en mí, el desperfecto de la cuerda estaba solucionado y Adama estaba al sol tapadito con el fino paño, como si la palmera fuera otro enemigo a tener en cuenta. Y era verdad, en el desierto cualquier aliado puede convertirse en adversario por cualquier circunstancia mínima. Acabada la parada obligada, descansado un poco el animal, yo refrescado y Adama como había llegado o peor, hube de decidirme entre el medicastro, que me recordaba a Makondele, y el peligro de Mohamed, que me recordaba la muerte. Me jodió que Adama estuviera en otra dimensión. No tomé la decisión porque mi valentía me apoyara, sino porque mi amigo se merecía correr el peligro. Aun con todos mis prejuicios tuve claro que eran mejor las medicinas que los rezos. Quizá porque mis oraciones jamás habían servido para nada y Adama se merecía el mejor trato. Como verás tu amigo tiene razón cuando dice que un socio se puede convertir en tu peor rival, porque a partir de ahí todo lo que ocurrió fue culpa de mi único amigo en aquel momento. En vez de tirar hacia Tinzaouten, donde vivía el curandero, tome la carretera que iba hacia el noreste y que me metía de lleno en la boca del lobo. Observé que, a pesar de la presencia del sol, la luna se resistía a reinar solo durante la noche. Como si asomara durante el día por coquetería. Y me pareció más hermosa que cuando paseaba junto a las estrellas. A ella sí se la podía admirar sin cerrar ni guiñar los ojos. Tampoco supe el motivo, pero Selene me llenó de esperanzas y buenos presentimientos al verla enfrentada a su hermano Helios. Este jamás osaría interrumpir la hegemonía de la luna durante la noche, mientras que ella tenía la desfachatez de airearse en pleno dominio solar. No voy a caer en el machismo de acabar este pequeño cuento con la típica frase: “Las mujeres son así”. He aprendido que aunque luches contra ese prejuicio, siempre se te cuela tu actitud de supremacía que te han inculcado contra las mujeres y que tanto daño hace a nuestra sociedad machista y segregacionista. Mandé parar a Hamal y descabalgué sin que se agachara. Efectivamente, mi amigo se movía bajo aquel lienzo negro. Medio incorporé al enfermo y le di de beber. Tenía los ojos abiertos y vidriosos. Hablaba y movía levemente las manos como si quisiera explicar algo, pero no a mí, porque no me hacía ni puto caso. Le refresqué la cara y se la tapé con la tela para que el sol no le hiriera en los ojos. Y me quedé con la mirada fija en aquella silueta negra que seguía habla que te habla. Y en aquel momento empecé a entenderle, hablaba de su propia vida, de la que jamás había mencionado nunca. Contaba a cualquiera que le oyera, las peores vivencias que aquel joven tuviera jamás. No sé yo si la naturaleza aprovechaba la enfermedad de aquel lacayo para que su mente y su espíritu no se pudrieran entre sinrazones vividas en la niñez. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión. Por hoy ya está bien, amigo. Un saludo,
el bote. Con ello divertía más, y en primer plano, a los turistas. Yo les decía que era la forma que él tenía de dar las gracias. Y algunos metían un segundo billete para ver como movía rápido las dos alas nasales. Lo cierto es que a mí también me hacia gracia. No sé qué hubiera sido de mí si no me hubiera fugado con él o si nos hubiéramos encontrado en aquel momento con su anterior dueño, Wahid Okoye. Me unía a aquel animal algo más que cariño y agradecimiento, pero jamás he encontrado las palabras para describir ante los demás esa sensación, porque, a lo mejor, no se han inventado todavía. O yo soy un exagerado y todas se me quedan cortas. No sé. O también puede que haya sentimientos que no seamos capaces de racionalizar con palabras. Acaso formen parte del mundo de las caricias y los besos. Yo, al menos, creo que viven allí donde mi abuela Mayifa esté. Fíjate que hoy en día tengo seguramente más años que ella, pero sigo viéndola mayor que yo. Es como si hubiésemos cumplido años los dos a la par. Es justo lo contrario que me pasa con Kama, el chico de la gorra que sirvió de alimento a un león, ¿recuerdas? Este, desde que desapareció, no ha cumplido un año en mi memoria. ¡Qué raros son los sentimientos y los recuerdos! Cómo deforman a su antojo la realidad de cada uno y de cada otro. Son como los sueños. Lo mismo nos ciegan que nos hacen abrir los ojos como platos. Dentro de la otra actuación, para no descubrir nuestra futura huida, cada vez temíamos más que nos cazaran. Y era porque teníamos mucho que perder. Ya no podíamos ocultar el dinero porque era evidente, ante los ojos de Brahim y Abdul, que todos los días llenábamos el bote. Y aunque Adama trataba de ocultar algunos billetes, nuestro contable espía se podía ir de la lengua en cualquier momento. Y tampoco era cuestión de subirle el sueldo. Le daríamos pie a la extorsión y, al entrar el miedo ajeno en la ecuación, se nos iría el asunto de las manos. Si la siguiente vez que nos asaltaran no nos encontraban encima los dólares, nos preguntarían por ellos. Fueran o no sicarios mafiosos nos daría igual, no pararían hasta que les dijéramos donde escondíamos los ahorros. Ya sabes, el dinero no se puede esconder en ningún sentido porque si consigues ocultarlo no sirve para nada. Además los avariciosos suelen ser también exagerados e impacientes. Solo cabía una solución, y, claro, fue la que ya habíamos adoptado. Teníamos que volver a huir. Y esta vez la culpa era nuestra, por haber buscado a quien no teníamos que buscar porque, al final lo encuentras. Eso sí, teníamos que preparar nuestra fuga para tomar ventaja sobre nuestros perseguidores. Sería otra vez Adama el cerebro de la operación. Y en este caso, llevó al límite la situación. Si algo fallaba lo perderíamos todo, inclusive nuestras vidas. Aquella gentuza no podía dejarse engañar ante los ojos de los demás. Su dominio se basaba en el terror, y eso pasaba por escarmentar a quien no se sometía o a quien intentaba engañarles. El plan, en sí mismo, era muy sencillo. Verás. Primero pediríamos una cita a Mohamed a través de Brahim. Le comunicaríamos nuestra firme intención de comenzar cuanto antes nuestro viaje porque ya habíamos reunido el dinero. Por supuesto sabíamos que nos pediría más con cualquier excusa. Querría seguir explotando el camello de los huevos de oro. ¡Uy, qué mal suena eso! Pero lo escrito, escrito está. Yo tenía que negarme a pagar más y Adama trataría de convencerme sin negar ninguno que teníamos más dólares. Al final yo tenía que decir que no, que no estaba dispuesto a perder al camello. Eso debía dejarlo claro. Y mi amigo pediría a Mohamed que lo dejara en sus manos, pero que como yo era tan tozudo le diera dos días para convencerme. Y que como además de cabezón era desconfiado debía retirar la vigilancia de Brahim. Y que si yo veía algo extraño se acabaría el juego. Mohamed dudó. Eran muchas condiciones y una apuesta fuerte y arriesgada. Y todo por dejarnos dos días a nuestro aire a cambio de hacer un mejor negocio. Contábamos con que los informadores, a los que conocíamos de sobra, hubieran exagerado un poco respecto al número de turistas que aflojaban la mosca en el bote. Mohamed cruzaba la información de Abdul y Brahim, seguro, y ellos lo sabían. Así que no se la podían jugar y siempre tendían ponerse de acuerdo para agradar a su jefe. No supimos si fue por eso, por avaricioso o por ver ya cerca el final de nuestra operación, que tras dos sorbos de té aceptó los términos del acuerdo que le habíamos propuesto. Dos días para reunir todo el dinero, previo convencimiento de una de las partes que seguía negándose a pagar los cuatrocientos dólares por cabeza y a ceder a Hamal. Precio que había alcanzado aquella tarde nuestra libertad. Porque, en el fondo, se trataba de eso y de robarnos al mehari. Nos despedimos dándome Adama un empujón. Habíamos quedado en reflejar así nuestras desavenencias. Pero yo debía estar muy atento a Mohamed. Porque debía ver a quien hacía la seña para encargarle que nos siguiera. Eso era primordial. Y reconocí al nuevo soplón como uno de los que nos habían atracado con garrotes, justo el que llevaba al cinto el cuchillo tan reconocible. Ya sabíamos a quien teníamos que despistar, aunque no iba a ser fácil. Estábamos seguros que Mohamed no dejaría en ojos de Brahim nuestra vigilancia. Ya valíamos mucho para confiar en un crío recién incorporado a filas. Y también sabíamos que el del cuchillo andaba con los del garrote. No, fácil no iba a ser, pero, como dicen ellos, siempre hay que confiar en Alá. Y verás porqué. No teníamos tiempo que perder. La noche anterior, ayudados por la oscuridad y el sigilo, habíamos desenterrado todos nuestros tesoros y se los habíamos confiado a nuestro mejor aliado: Hamal. Él llevaría bajo la silla los dólares y el mapa. Si alguien quisiera echarle el guante, yo solo tenía que silbar para que corriera y me esperara lejos. Era como jugar al escondite, porque, a veces, cuando depuraba con él su aprendizaje parecía que se escondía como haría cualquier crío. Era gracioso verle como se alejaba para meterse detrás de una duna o de un árbol cuando yo empezaba a contar en voz alta y le avisaba de que empezaba a buscarle con un silbido especial. Lo singular era el tiempo que era capaz de esperar a que le encontrara. Tenía más paciencia que el santo Job. Y lo aburrido era que siempre la ligaba yo, porque él ni sabía contar, ni sabía silbar. Ahora en serio, pensamos que el camello era el mejor dotado para defender nuestra pequeña fortuna, aunque nosotros nos metimos algunos billetes entre los nuevos turbantes que habíamos tenido que comprar. Si te atracan es mejor que te encuentren algo. No vaya a ser que pagues más caro la frustración de los maleantes. Recuerda que a mi abuelo le quitaron la vida por eso precisamente, porque solo llevaba su vida encima. Y lo curioso fue que era lo único que tenía, aparte de su familia. Pero claro, eso el ladrón no lo sabía pero tampoco le serviría de nada. Como te avancé, nos agarramos a Alá para podernos deshacer de la vigilancia de Mohamed y compañía. Bien es verdad que también se lo debimos a Abdul y su hijo, aunque mejor dicho, también se lo pagamos a ellos. Nos costó la broma veinticinco dólares y convencerle de que, de todas formas, nos largábamos. Aunque estoy seguro que fue el dinero el motivo por el cual terminó por aparcar sus miedos. Total, hijos tenía para dar y regalar sin que se le acabasen. Como habrás observado, todo el mundo en Tamanrasset jugaba a dos o más bandas. Nos llegó por fin la noticia de que saldríamos de viaje hacia Europa. Lo haríamos desde la puerta de la mezquita, al salir el sol. Antes debíamos pagar los billetes, pero Adama se negó en base a mi desconfianza. Lo haríamos justo en el momento de partir. Tuviera, lo que tuviera pensado, a Mohamed no le quedó más remedio que aceptar. Después de verle, fuimos a nuestro solar. Nos la teníamos que jugar al dejar solo a Hamal allí. Era la única grieta que tenía nuestro plan. Si alguien se lo llevaba o le daba por seguir a un camello nos chafaría la fuga. Le propuse al camello jugar al escondite y le hice salir por la linde contraria a la puerta. Tuvo que destrozar un seto, pero salió y se escondió sabe dios donde. Nosotros, cambiamos nuestros turbantes por otros mucho más llamativos que habíamos comprado a la par que los blancos que usábamos para sustituir a los robados y, con la cara tapada, nos acercamos a la mezquita. La intención era atraer la atención sobre nosotros. Es decir, sobre nuestros nuevos turbantes que destacaban contra nuestras blancas túnicas. Al salir de casa y antes de entrar en la mezquita, comprobamos que nuestro amigo, el del puñal bonito, nos seguía, como era de esperar. Entramos y allí estaban Abdul y su hijo, ambos también vestidos de blanco pero con turbantes negros. Todos esperamos a que cayera la noche, unos rezando a Alá por su vida y otros porque no nos pillaran. Llegada la oscuridad, intercambiamos los turbantes y nuestros anzuelos salieron a la calle, con la cara tapada, y se dirigieron a su hacienda, que no era otra que nuestro domicilio. Allí dormirían aquella noche. Nosotros, que vigilábamos a nuestro vigía, vimos cómo les seguía. Se había tragado la artimaña de los turbantes. Lo cierto es que cualquiera hubiera hecho lo mismo. Suponíamos que cuando nos creyera dormidos, él haría lo mismo. Y, entonces, Abdul y su hijo regresarían a su hogar. Pero eso ya no nos importaba a nosotros. Era el riesgo que corría el portero del hotel por los veinticinco dólares. Por eso esperamos a que nuestros suplentes continuaran con la farsa y se durmieran. La prueba de que durante la noche, mientras dormíamos, no nos vigilaban ya la habíamos hecho porque Hamal y yo habíamos ido a por agua al pozo a unas horas intempestivas y nadie nos había seguido. Y así se lo hicimos saber a Abdul. Él sabría lo que tenía que hacer para salvar el pellejo. Nosotros por nuestra parte dimos un rodeo y yo silbé para que Hamal apareciera. No tardó y le di un par de terrones de azúcar. Se los había ganado de largo. Esperamos por ver si mi silbido había alertado a alguien pero en los alrededores no se veía ni se movía nada. Y allí comenzamos nuestra huida real. No sabríamos nunca si el portero de hotel disfrutaría de los veinticinco dólares o de una buena muerte. Y en aquellos momentos, ¿a quién le hubiera importado?, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. A nosotros no, desde luego. Y así, a hurtadillas y sin pensar en qué o quien dejábamos atrás, salimos de Tamanrasset rumbo al suroeste, que es de donde habíamos llegado, para luego virar hacia el norte, según habíamos decidido ante nuestro mapa. Íbamos con más miedo que dejábamos porque el nuevo enemigo era mucho más cruel y fuerte que Mohamed. Nos esperaba ni más ni menos que el Sahara. Teníamos que cruzarlo de sur a norte con la única ayuda de un mapa de tres dólares, un camello y las viandas y agua que cargaba aquel animal que no tenía precio. Y por mucho dinero que escondiera bajo la silla, allí donde íbamos, no nos serviría de nada porque en el desierto no hay merenderos. Habíamos elegido esa dirección porque de buscarnos, nos buscarían directamente hacia el norte. Pensamos que hasta que se les pasara la perra deberíamos dar un pequeño rodeo antes de arrostrarnos contra ese otro animal de arena. También era verdad que si conseguíamos llegar a otros pueblos, podríamos hacernos con más víveres, aunque correríamos el riesgo de ser reconocidos por alguien a quien podrían haber puesto en alerta. Jamás he achicado a nadie, y menos a un enemigo, aunque sí me he achicado yo muchas veces. En aquel momento no teníamos muy claro hasta donde alcanzarían los tentáculos de estas mafias. Si solo cubrían áreas que, como los leones, defienden a muerte o, por el contrario, eran multinacionales como los mercados de la droga. Sí sabíamos que les habíamos herido y una fiera herida es mucho más peligrosa. De ahí nuestra prudencia que confundíamos con el miedo que no nos abandonaba nunca del todo. No sé si te he dicho ya que por el desierto se viaja mejor de noche que de día. Eso sí, tienes que saber donde vas y leer en el cielo. Mi arte de leer palabras y estrellas estaba a la misma altura. Ambas se me resistían pero siempre sacaba algo en claro. Y como Adama confiaba en mí, más que yo mismo, no tuve más narices que tomar decisiones, algo imprescindible para vivir. Como disponíamos de Hamal, pudimos montar una estructura de viaje que nos hacía avanzar más rápido que si hubiéramos viajado sin él. Aunque mejor sería hablar de alejarnos y no de avanzar o viajar, la verdad. El sistema consistía en que quien montaba el camello debía dormir. Para lo cual iba atado a la silla para no caer. Hamal descansaba poco. Así nos acercábamos a Silet, pueblo que habíamos evitado en nuestro camino a Tamanrasset. Allí mentimos respecto de nuestro punto de origen, pero sí fuimos fieles a nuestro destino, el norte. Y fueron los propios paisanos los que entonces hablaron de la ciudad de donde huíamos. No notamos nada extraño. Es más, nos recomendaron ir a allí porque sabían que desde aquella ciudad, que pillaba a cinco o seis días de camino, salían caravanas hacia el norte con jóvenes como nosotros que buscaban algo más de lo que aquella tierra hostil ofrecía. Por ello dedujimos que Silet estaba libre de parásitos explotadores que, aunque tuvieran el “Salam malekum” todo el día en la boca, la paz interior te la robaban de un mordisco en cuanto tenían ocasión. Parece mentira que de una religión, en que la paz interior e individual es tan importante, nazcan grupos tan extremistas y violentos que, encima, vendan atajos para ver a Alá. Me recuerdan, salvando las distancias, a aquellos buleros que en la Edad Media hacían negocio mientras vendían parches para saltarse la ley de dios sin pecar. Hay que estar ciego o alucinado para creerse que es viable cualquier atajo que incluya inmolarse. Si todos los musulmanes acudieran a esa senda, el Islam desaparecería de la faz de la tierra por falta de fieles. Si a eso le sumamos que debían llevarse por medio a todos los infieles que pudieran, quizás muchos de esos héroes no encontrarían ya ningún descreído que les acompañara si sus antecesores hubieran hecho las cosas bien. Pero bueno, dejemos que cada uno crea lo que quiera, a condición de que no nos metan en la cabeza sueños imposibles como ganar la gracia pagando, y menos si es con la vida de uno mismo o de otros. ¿Qué dios lo aceptaría? Hombres sí que los hay, ¿pero un dios? Vive y deja vivir, gran frase utópica. Lástima que no haya una tecnología o una droga para convertir ese deseo en un hecho real y ecuménico. Yo, a mi lado, llevaba a quien mejor cuajaba con aquello deseado. Y verás el motivo. En Silet, como te digo, negamos la mayor. No nos interesaba ninguna caravana que saliera hacia el norte desde una gran ciudad. Por una vez dije una media verdad, que era tunecino e iba de regreso a mi casa con un amigo. Nos dijeron que su pueblo no era pisado por muchos viajeros, pocos y despistados como nosotros, pero que un poco más al sur, se encontraba Timiaouine, dejando al este Abalessa y que por allí sí pasaban expediciones, pues formaba parte de la ruta de la sal alternativa, cuando Tamanrasset entraba en conflicto. Aunque insistieron en que el mejor punto seguía siendo aquella otra ciudad, que era de donde veníamos, confirmé yo. Y ahí metí bien la pata al negar y luego afirmar de donde procedíamos. Vi la cara de extrañeza de los, hasta ese momento, amables ancianos. Algo había roto entre ellos y nosotros al mentirles. Quizá la confianza y la hospitalidad que se ofrece al viajero perdido. La mentira te convierte en indeseable, en un foco de duda que nadie busca ni necesita. Así pues, cuanto antes nos fuéramos de allí mejor. Y eso es lo que hicimos. Solo repusimos la poca agua gastada y salimos hacia Abalessa por donde nos habían indicado, porque tampoco quisimos que vieran nuestro mapa. Nada más quedarnos solos reconocí ante Adama mi metedura de pata y le pedí perdón. Supongo que me perdonaría porque, aunque no dijo nada, seguimos juntos y nada cambió entre nosotros. Por eso te digo que mi amigo era fiel reflejo del vive y deja vivir. ¿Tengo o no tengo razón? Eh bien, c'est ça, mon ami. Sabíamos que íbamos contra corriente, pero si no quieres pagar en sal, tenías que pagar con azúcar. A falta de padrino, al final siempre se paga. Aunque, como en nuestro caso, es más barato apoquinar con lo que te sobra, el tiempo, que con aquello que te falta, el dinero. Luego sabría que el dinero solo es útil si lo gastas. Si lo guardas, lo único que te da son problemas. Salvo que lo uses tú para eso mismo, para crear problemas a otros y así tener más. Ese nunca fue el caso de Adama, ni el mío. Y menos en aquella época, que pensábamos que el dinero lo compraba todo. La felicidad y el dolor se ven mejor cuando no hay riquezas de por medio. Tanto una como otro están desnudos ante los ojos de los demás y ante los tuyos poco disimula, aunque sí crees que te parapeta. En fin, que ya en camino, le prometí a Adama que en siguiente pueblo no abriría mi bocaza. Me miró dubitativo, como que no se lo creía del todo y dijo: «Todos tenemos boca, Dikembe». Lo más al suroeste que llegamos fue precisamente a Timiaouine. Y allí fue donde fungí de mudo con gran sentimiento de mi parte y al suyo, porque tuvo que ser él quien preguntara a pesar de que se quejaba de fuertes dolores de cabeza. Todos las indicaciones coincidían en Tamanrasset, aunque también sacamos en claro que había dos rutas definidas. De las dos solo reconocimos una por incluir el único país europeo del que yo, al menos, tenía noticias: “La France”. Decidimos seguir ese ramal, porque allí era donde, en principio, quería llegar Adama. Aunque nunca llegaríamos a pisar ese país, como verás más adelante. Bon, sí, pero no durante aquel viaje. Y no serían los Pirineos la barrera que nos frenaría. Fue algo más sutil, más cercano y más común. Fueron los españoles como tú. Pero eso, dentro del relato es futuro, aunque sea pasado. Por el momento decirte que no tuvimos mucha suerte al entrar en Timiaouine. Adama tuvo que hacerlo montado y atado a la silla de Hamal, no podía con su cuerpo porque ya no era un crío escuchimizado. Sudaba como no lo había hecho jamás. Tiritaba. Tenía los ojos hundidos y rojos, como la tierra al salir el sol. No comía casi y lo poco que le obligaba yo a ingerir lo devolvía. Solo bebía y sin tino, algo extraño en él. Además, las pocas palabras que decía no eran más que disparates. Nada tenían que ver con la situación ni con las circunstancias que vivíamos. Y se me vino el mundo encima. Mi amigo estaba enfermo y el suyo no podía hacer nada por él. La impotencia solo me dejó una salida a elegir entre conformarme o acercarme a la fe, que, al fin y al cabo es lo mismo. Opté por la segunda y antes de acercarme a la mezquita, instalé lo mejor que supe a Adama debajo de un árbol y de las dos mantas. El pobre no estaba para muchos trotes y yo encima le abrigaba. Le dejé a mano un pellejo de agua y me llevé el otro para rellenarlo. Llegué a la mezquita envuelto en mis vivencias de aprendiz de almuecín. Me abrieron todas las puertas y me ordenaron llevar a mi amigo cuanto antes. Cada vez que le movía sentía como si le diera una paliza. Si bien me decía que era por su bien. Y con eso me quitaba un poco el sentimiento de hacerle sufrir innecesariamente. Allí, en la mezquita, nos dieron cobijo y bajaron la fiebre de quien decía llamarse Adama en vez de Alí, no conocer a su dios Alá, el único dios en el que siempre había creído, no querer saber nada de mí y que no decía más que tonterías: «Es como si se hubiera vuelto loco». El almuecín me explicó que eran delirios provocados por las altas fiebres. Y que tendría suerte si volvía a ser el Alí que yo había conocido. Cada equis tiempo le sumergían en un baño de piedra con agua fría y le dejaban un rato. Jamás habló tanto Adama ni tan a la ligera y sin sentido. Citaba a gente que yo ni conocía como un tal Abbas y los mezclaba con Hamal, conmigo, con Emmanuel, con Mohamed sin orden ni concierto. En su momento, los estudios médicos en la cultura musulmana y árabe fueron punteros, los más avanzados del mundo conocido, pero desde las apropiación de los números árabes por occidente, empezó su declive y aquellos califas y emires de antaño, tampoco dieron mucha importancia a la salud de sus súbditos, moda que empieza a aparecer otra vez por estos tiempos. Poco más que hidratar y aliviar el estado febril pudieron hacer el muecín y familia. Otro fiel me propuso que llevara a mi amigo al único hospital que conocían en todo el entorno. Se encontraba en las afueras de Tamanrasset y era un hospital de campaña que había montado la Media Luna Roja. La otra alternativa era un sanador que, a través de plantas, ofrendas y rezos a dios, mejoraba a los enfermos. Ese estaba más cerca. Lo más fácil hubiera sido lo más seguro, alejarnos de aquella maldita ciudad, pero Adama me importaba un poco más que volver a encontrarme otra vez con Mohamed o su gente. Y me decanté por lo más peligroso para mí y lo más seguro para Adama: El hospital. Antes de trasladarle, construimos unas parihuelas con dos palos, unas cuerdas y nuestras mantas. Colgada la camilla portátil de la silla de Hamal, este tiraría de ella y mi amigo podría ir tumbado y tapado con una tela que trajo una mujer que también le puso algo a Adama en la frente. Nunca había visto nada igual y me pareció un gran invento para la comodidad de Adama, que seguía con fiebre y con los delirios. «Date prisa, muchacho. Porque si es malaria cuanto antes llegues al hospital, mejor». Fue el último consejo que me dieron. Cuando estaba subido en el camello me di cuenta de que aquella gente se había portado muy bien con nosotros. Me quité el turbante, le hice un lío y se lo tiré al imán: «Es para agradecerles su hospitalidad y sus cuidados. Entre la tela encontrará otra cosa. Salam malekum». E inicié el camino de vuelta a Tamanrasset. Ellos quedaron pagados y tranquilos, porque la enfermedad nunca es bienvenida ni aunque se la espere. Entre la aldea de Timiaouine y el hospital se encontraba la aldea donde pasaba consulta el curandero, si bien tenías que hacer una pequeña excursión hacia el sur. Eso me explicó la mujer de uno de aquellos paisanos que nos ayudaron, al leer en mis ojos los miedos y las dudas. En realidad cuando me subí en Hamal ni yo mismo sabía donde me iba a dirigir. Durante la marcha, en la que exigí al camello todo, me paré muchas veces para dar de beber a Adama y cambiarle el paño mojado que aquella mujer le pusiera sobre la frente al salir de Timiaouine. Las dudas no se aclaraban en mi cabeza. Era mucho lo que nos jugábamos al volver junto a Mohamed. Todo eso se lo contaba a Hamal que parecía entenderlo porque, cuando parábamos para que mi amigo bebiera, el bicho no se meneaba ni un milímetro. Y así llegué al punto crítico donde debía decidir entre el curalotodo y el hospital. Entenderás que en aquella situación la incultura pesara lo suyo, porque hoy no habría titubeado.
Dikembe se tacha de inculto por dudar entre la medicina y la hechicería, pero, de ser así la duda por ignorancia, incultos seríamos casi todos los seres humanos. Unos en primera intentona porque van derechos al hechicero y otros en último término porque, o bien los médicos nos dicen que ya no pueden hacer más, o bien porque nos piden el dinero que no tenemos para seguir. El caso es que el ser humano todavía no se ha arrancado de la cabeza al brujo primitivo. Pero es que es imposible. Si consiguiera erradicar ese recuerdo, se lo inventaría porque si con algo no puede el ser humano es con la certeza de que Muerte, como dice nuestro amigo, siempre gana. Si a un hombre o una mujer le quitas la esperanza lo hundes por más que sea o por más que tenga. Pero, como todo, la esperanza tiene otra cara. A veces es perversa y se camufla de conformismo. Hay que tener mucho cuidado y hay que tener muy claro que no siempre la espera nos va a reportar la felicidad.
La referencia para desviarme era un pequeño oasis que, de no ser por una notoria y solitaria palmera me hubiera pasado desapercibido,
aunque estuviera avisado por los paisanos que habían cambiado la ruta por la que nosotros habíamos llegado al pueblo. El agua no estaba a la vista, había que arrancarla del interior de la tierra a base de subir una bolsa de cuero. El pozo estaba tan bien cuidado que daba pena usarlo, aunque es un decir. Antes de sacar agua, limpié las facciones de Adama tal y como había visto hacer a aquella buena musulmana con el paño. Usé el agua de los pellejos sin miramientos y dejé a mi amigo a la sombra de la palmera, mientras yo mismo me refrescaba y bebía a placer. Y aproveché para ponerme yo el turbante de Adama. Después de rellenar los pellejos para lo que tuve que sacar tres bolsas, le llegó el turno a Hamal que también lo agradeció. Como el pozo no tenía brocal, era un simple agujero en el suelo, puse sumo cuidado, pero no por el peligro de caerme, sino para no echar tierra dentro. No quise librar a Hamal del peso de Adama por no ser capaz luego de volver a colgar de la silla las angarillas. Lo que hice fue decirle al mehari que comiera, que no importaba que se moviera. Me entendiera o no, no se movió ni un ápice de debajo de la palmera. Vi que la soga del pozo andaba algo deteriorada por el punto donde rozaba más con la tierra. Me vinieron a la cabeza imágenes de cuando fungí de Señor de la Piedra. Y cuando volví en mí, el desperfecto de la cuerda estaba solucionado y Adama estaba al sol tapadito con el fino paño, como si la palmera fuera otro enemigo a tener en cuenta. Y era verdad, en el desierto cualquier aliado puede convertirse en adversario por cualquier circunstancia mínima. Acabada la parada obligada, descansado un poco el animal, yo refrescado y Adama como había llegado o peor, hube de decidirme entre el medicastro, que me recordaba a Makondele, y el peligro de Mohamed, que me recordaba la muerte. Me jodió que Adama estuviera en otra dimensión. No tomé la decisión porque mi valentía me apoyara, sino porque mi amigo se merecía correr el peligro. Aun con todos mis prejuicios tuve claro que eran mejor las medicinas que los rezos. Quizá porque mis oraciones jamás habían servido para nada y Adama se merecía el mejor trato. Como verás tu amigo tiene razón cuando dice que un socio se puede convertir en tu peor rival, porque a partir de ahí todo lo que ocurrió fue culpa de mi único amigo en aquel momento. En vez de tirar hacia Tinzaouten, donde vivía el curandero, tome la carretera que iba hacia el noreste y que me metía de lleno en la boca del lobo. Observé que, a pesar de la presencia del sol, la luna se resistía a reinar solo durante la noche. Como si asomara durante el día por coquetería. Y me pareció más hermosa que cuando paseaba junto a las estrellas. A ella sí se la podía admirar sin cerrar ni guiñar los ojos. Tampoco supe el motivo, pero Selene me llenó de esperanzas y buenos presentimientos al verla enfrentada a su hermano Helios. Este jamás osaría interrumpir la hegemonía de la luna durante la noche, mientras que ella tenía la desfachatez de airearse en pleno dominio solar. No voy a caer en el machismo de acabar este pequeño cuento con la típica frase: “Las mujeres son así”. He aprendido que aunque luches contra ese prejuicio, siempre se te cuela tu actitud de supremacía que te han inculcado contra las mujeres y que tanto daño hace a nuestra sociedad machista y segregacionista. Mandé parar a Hamal y descabalgué sin que se agachara. Efectivamente, mi amigo se movía bajo aquel lienzo negro. Medio incorporé al enfermo y le di de beber. Tenía los ojos abiertos y vidriosos. Hablaba y movía levemente las manos como si quisiera explicar algo, pero no a mí, porque no me hacía ni puto caso. Le refresqué la cara y se la tapé con la tela para que el sol no le hiriera en los ojos. Y me quedé con la mirada fija en aquella silueta negra que seguía habla que te habla. Y en aquel momento empecé a entenderle, hablaba de su propia vida, de la que jamás había mencionado nunca. Contaba a cualquiera que le oyera, las peores vivencias que aquel joven tuviera jamás. No sé yo si la naturaleza aprovechaba la enfermedad de aquel lacayo para que su mente y su espíritu no se pudrieran entre sinrazones vividas en la niñez. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión. Por hoy ya está bien, amigo. Un saludo,
Imagen 1. Foto bajada de www.viralizalo.com
Imagen 2. Foto bajada de todofondos.com
Pobre Dikembe, qué responsabilidad!
ResponderEliminarEspero que Adama se recuperara y juntos pudieran continuar su huida...
Besitos y feliz semana JC
Para no desvelar nada, al menos Dikembe seguirá, si no, se nos acaba el cuento, ja, ja. Gracias, Amanda. Un beso, JC.
Eliminar"A perro flaco, todo son pulgas" Espero que se recupere y que puedan conseguir llegar a su destino sin problemas... Hasta en Navidad estamos en un Ay!... A ver si para el Año Nuevo cambia la situación. Para ti, J.C., unas felices fiestas y muchos abrazos.
ResponderEliminarEs curioso como nuestros sentimientos coinciden. En ambos casos, con Dikembe y Amanda, y con los buenos deseos con todos. Toda la felicidad para ti también, Ligia. Y gracias. JC.
EliminarQué duro tener que volver a la boca del lobo. Se debería recuperar, aunque sólo sea para acompañar a Dikembe, que todavía le falta madurez.
ResponderEliminarAprovecho para desearte un feliz Año Nuevo, ya que me despisté con las Navidades.
Hasta el próximo año. J.C.
No te preocupes, Varinia, no soy muy navideño. Feliz año también para ti. Y gracias. Hasta 2017. JC.
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