omo te decía, a los guías no les
pagaba nadie. Vivían de las propinas y de las comisiones que les daban los
comerciantes de las tiendas donde llevaban a los grupos. Operaban en
connivencia con los recepcionistas de los hoteles a los que también les llegaba
su parte. También algún agente de viajes se beneficiaba bajo cuerda porque las
empresas en las que trabajaban organizaban las excursiones. Las agencias sacaban
suficiente con aquellas que diseñaban a medida para los turistas más adinerados
que no querían ir en grupo como borregos, sino a su aire. De alguna manera
sacaban pingües beneficios de muchos que querían significarse y no ser
confundidos con sus iguales. Durante todo ese tiempo no fuimos capaces de
encontrar un lugar de nuestro gusto donde dormir. Hasta que se lo comentamos a
Abdul que también resultó ser dueño de
un aprisco a las afueras de la ciudad. Nos lo ofreció por cinco dólares al mes
que Adama consiguió rebajar a tres. Firmado el contrato de alquiler con un
apretón de manos, esperamos y seguimos al portero esa noche. El lugar no era el
palacio de un califa, pero sí un sitio fuera de las calles y del desierto donde
cobijarnos. Una verja que parecía un somier funcionaba de puerta y daba paso a
un rectángulo de tierra con un chamizo en su centro. Nos dijo que podíamos
hacer fuego, eso sí, fuera de la enramada, y usar cualquier cosa que hubiera
por allí, aunque no se veía mucho trasto por el medio. Le preguntamos por el
agua, él nos había vendido que la tendríamos cerca. Nos explicó que siguiendo
el camino, en la primera hondonada, había un pozo que tenía hasta un pequeño
brocal con cubo. Eso sí muy visitado por el día por camellos y camelleros, pero
que nosotros no destacaríamos por el nuestro. A Hamal pareció gustarle el hotel
porque, antes de que se fuera Abdul, ya había encontrado un lugar donde asentar
sus reales. Esa noche solo limpiamos por encima el rincón donde dormiríamos. Ya
tendríamos tiempo y luz para más. Lo del fuego nos gustó porque podríamos cocer
algo y comer caliente, aunque fuera por las noches. Incluso hacer té que a
Adama le gustaba mucho si estaba muy dulce, como cualquier otra cosa. Con todo
ello entramos otra vez en una etapa tranquila y ordenada. Y cumplimos aquel
deseo de cenar caliente que, para nosotros, era un verdadero lujo. Y por
supuesto, ni la sal ni el azúcar nos faltaron. El té lo hacíamos en una lata
que encontramos y la comida en una perola de barro que compramos con tapa y
todo. El primer día que le dio el fuego cambió de color y se puso como
nosotros. Lo vimos al día siguiente que, para desayunar, calentamos los restos
de la cena. El agua lo
cogíamos por la noche, al otro lado de la loma, muy cerca como había dicho Abdul. Apenas había gente a esas horas, y había días que no encontramos a nadie. Un día, después de pasar el bote tras el espectáculo, se nos acercó Brahim y nos dijo que Mohamed quería vernos esa misma tarde y en el mismo bar. Nos extrañó porque para nosotros estaba todo hablado hasta que dispusiéramos del dinero oportuno. Comimos, descansamos y nos acercamos al lugar de la cita, sin muchas prisas, con cierta curiosidad y con mucha precaución. Tanta, que dejamos el dinero enterrado en nuestro jardín. Mientras Adama lo enterraba, yo vigilaba por si alguien nos veía. A mi amigo le daba mala espina la llamada del mafioso: «Me da que este quiere más dólares, verás». Y tenía razón. ¿Qué iba a querer si no? Entre las informaciones verídicas que nuestro supervisor le pasaba, veraces porque Brahim no se la podía jugar, y el resto de informantes, entre ellos el propio Abdul, Mohamed había deducido que la cosa no nos iba mal, a pesar del reparto de ingresos. Había olido, que, si bien la lata no se llenaba todos los días de billetes estadounidenses, sí caían los suficientes para que no fuera un mal negocio. Por ende, no tendríamos mucho problema en pagar la última suma que nos pidió. Según él, las circunstancias políticas y militares habían cambiado en los últimos días y, en consecuencia, los pasajes habían experimentado una variación al alza. «Ya os dije que los trescientos no eran seguros y que tenía que pensármelo. Ahora son doscientos por cabeza más tu camello, claro». Esto último no había variado. Nunca pensé que Hamal tuviera tantos novios. Y me atreví a preguntar cuanto habría que pagar para quedarnos con el animal. Pero no me contestó Mohamed, sino Adama: «¿Todavía no te has dado cuenta de que han echado el ojo al camello porque saben que no te lo puedes llevar a Europa? Da igual el dinero que puedas ofrecer, dinero que no tenemos, porque siempre estará incluida la coletilla: ‘más el camello’». Después de intentar abrirme los ojos, Adama trató de cerrar con nuestro agente el nuevo precio. Desconfiaba de que no hubiera más subidas. Y lo hizo de una forma muy decidida y directa: «Bien, ¿cuándo pagamos y cuándo salimos?». A Mohamed no le gustaron esas prisas ni esas exigencias. Y argumentó que aquello no funcionaba así, que cuando surgiera la ocasión para viajar se nos comunicaría y añadió con retintín: «Por medio de vuestro amigo el vigilante». Que no nos durmiéramos porque podía ser cualquier día y a cualquier hora. Incluso de urgencia porque se dieran las circunstancias oportunas. Y acabó haciéndose valer: «No creáis que no hay que trabajar para montar estas excursiones». Adama se había dado cuenta que había metido la pata al haberle ido con exigencias a nuestro agente de viajes. Y con un aire más humilde le preguntó si se podía saber cuanto podía faltar, más o menos, para nuestra partida, porque todavía no teníamos el suficiente dinero. «Entonces, ¿para qué vienes con esas prisas? Cuando lo tengáis podréis decir algo, mientras tanto a callar. Y ahora idos». Durante el camino de vuelta a casa la cara de mi amigo cada vez reflejaba más su preocupación. Cuando llegamos le pregunté y él contestó: «Nos van a exprimir, Dikembe». Sí, nos iban a sacar hasta los ojos. Los mafiosos eran tan listos como avariciosos. Querían todo aquello que tuviéramos y pudiéramos producir. Por eso el precio iba a subir cada vez que nos viéramos con Mohamed. Ellos no tenían prisa, no les costaba nada esperar. Nosotros éramos quienes teníamos el tiempo en contra. Ellos sabían que íbamos a conseguir el dinero. Lo extraño es que todavía no nos hubieran pedido una señal para reservar los pasajes. Pero todo se andaría. La competencia había sentido la baja de Abdelkader y todavía no le habían encontrado sustituto. Y eso también lo sabían. Teníamos que pensar en algo porque aquella gente nunca iba a tener suficiente, siempre querrían más. No querían una parte del pastel como Abdul, querían la tarta entera, como sufrían todos aquellos que hacían tratos con ellos. Habíamos tenido suerte al dejar fuera de combate al enterrado en el desierto, pero con Mohamed no íbamos a tener la misma fortuna. O la misma desgracia, según como lo vieras. No nos desharíamos de él. Era como un cocodrilo que cuando muerde una presa no la suelta hasta que no da el giro de la muerte y la despedaza. Con esos pensamientos y deducciones me entró de nuevo el terror en el cuerpo porque el miedo le sentía todos los días. Lo cierto es que no podíamos vivir tranquilos durante mucho tiempo. Hoy creo que sin la ignorancia que nos sobraba y la inocencia que todavía nos quedaba no hubiéramos podido salir adelante. Durante esa etapa y las siguientes esos ojos soñados se me olvidaron, aunque no para siempre, menos mal, porque después empecé a sublimarlos. Decidimos seguir como si nada pasara ni pensáramos. Nadie debía notar los recelos que había levantado la última entrevista con Mohamed. Los dos, Adama y yo, conocíamos la solución, pero ninguno la expresa en voz alta. De hecho, nunca la explicitaríamos, ni cuando la llevamos a cabo siquiera. Sí hablamos de la forma de llevar a la práctica esa resolución consensuada en silencio. No podíamos adquirir de golpe grandes cantidades de alimentos, llamaríamos la atención de aquellos soplones, porque sabían que comprábamos a diario. No sentíamos resquemor por Brahim, él tenía sus problemas y nosotros los nuestros. Además, aunque interesadamente, nos había ayudado. Decidimos engordar la despensa poco a poco sin que se notara. Lógicamente, los comestibles no podían ser frescos, pero eso nos daba igual. A los dos nos chiflaban las galletas, sobre todo a Adama si llevaban azúcar o miel por encima. También acudimos a los frutos secos, sobre todo nueces, que no abultaban mucho y saciaban el hambre, como las de cola, de mondongo, de boabab y de madula. Cambia-
mos la costumbre de comprar una vez cada día por días alternos, así, con la mayor compra pasaría desapercibido el volumen de más. Nadie se extrañaría porque ya teníamos casa donde dejar los alimentos. Y comprar frutos secos era normal para picar durante el día. No nos fiábamos ni del tendero. Se nos planteó un problema logístico. ¿Dónde almacenar las provisiones? A este que te escribe, tan lúcido como siempre, se le ocurrió que las enterráramos. Menos mal que Adama no era tan soso como yo. «Dikembe, ¿pero no sabes que estas frutas son semillas?». Pues no, no lo sabía, ni tenía porqué. Me imagino haberlas enterrado y que hubiera florecido un árbol nuevo cruce de todas las simientes. Todavía me río, aunque la cosa no hubiera tenido ninguna gracia después de todo el esfuerzo. Tampoco podíamos dejarlas en el suelo porque entonces las hormigas se las hubieran llevado, créeme. Así que compramos una tela, que podía ser para dormir o cualquier otra cosa por el estilo, echábamos en ella la compra y hacíamos un hato que anudábamos y colgábamos dentro del chamizo. Luego los tapábamos con ramas por si a alguien se le ocurría echar un vistazo dentro. También, todas las noches, no sé porqué, desenterrábamos el tesoro, le uníamos la recaudación del día y volvíamos a enterrarlo. Aunque poco tiempo pasó hasta alegrarnos de nuestra decisión. Y acertamos de pleno. Porque verás, una tarde, casi noche, al volver de la compra Adama y yo solos, a Hamal le habíamos dejado en nuestro jardín, nos salieron al paso en un descampado, ya cerca de casa, media docena de jóvenes. Unos mayores que nosotros y otros, más o menos, de nuestra edad. Algunos llevaban unos buenos garrotes que lucían con gestos chulescos y uno, quien habló, además, un cuchillo muy ostentoso metido en la cintura de sus pantalones. No se conformaron con quitarnos la compra, también se llevaron parte de nuestra ropa y nos instaron a entregarles todo lo que llevábamos, que por suerte y por la precaución de Adama, no fue mucho: las vueltas de la compra y poco más. Por supuesto, se lo entregamos todo sin rechistar y, como autodefensa, nos comportamos más acojonados de lo que estábamos. Después de que nos cachearan ninguno de aquellos esbirros pareció defraudado por el botín. Ninguno protestó por el escaso botín. Por lo que dedujimos que no era un atraco, sino una operación de reconocimiento o intimidación. Fue el único susto que sufrimos mientras hacíamos acopio de todos los productos que creíamos necesarios para nuestro viaje por libre. También compramos dos mantas nuevas y las viejas las usamos como toldos para resguardar a Hamal del sol. A Adama se le ocurrió comprar un mapa. Dijo que nos serviría de mucha ayuda y yo accedí por ignorancia y porque confiaba en él. Pero el problema era donde y como adquirirlo. Brahim no nos quitaba ojo de encima y tampoco sabíamos si en las tiendas también tenía ojos aquella mafia. Y claro, si nos veían comprar ese tipo de cosas, saltarían todas las alarmas y se volverían contra nosotros. Salvo que la atención estuviera fijada en otra cosa. «¿Pero en qué?», preguntó mi amigo. Le contesté que en Hamal. Y le expliqué lo fácil que era que un camello llamara la atención o metiera el miedo en el cuerpo a la gente. Por lo que solo quedaba localizar una tienda donde vendieran ese tipo de cosas. Dedicamos las tardes a recorrer calles que no conocíamos, como si paseáramos, en busca de algún comercio donde viéramos un mapa. No éramos tontos, sino ignorantes, porque ese lugar lo teníamos enfrente todas las mañanas: El hotel. Pero no lo sabíamos. Al final quien se lo imaginó, o lo dedujo, fue Adama, al ver como más de un turista desdoblaba el suyo y lo consultaba. Pero claro en el hotel de Abdul no podíamos entrar, era como ir a decírselo a Mohamed. Así pues tuvimos que elegir otro. No nos costó encontrarlo. Al día siguiente, durante la comida hicimos los planes. Y salimos un poco más tarde. A partir del encuentro con aquella pandilla, no volvíamos nunca a casa sin sol y siempre acompañados de Hamal. Cuando íbamos a abandonar las calles, si íbamos andando, nos subíamos los dos y hacíamos el último tramo hasta llegar a casa montados en él. Eso se me ocurrió a mí. A dios lo que es de dios y al Cesar lo que es del Cesar. Mientras caminábamos hacia el hotel le dije a Adama que no comprara él el mapa, que se lo pidiera a un o una turista con la excusa de que a nosotros no nos lo querían vender. Así si el recepcionista pertenecía a la nómina de Mohamed, nuestra compra pasaría inadvertida. «Buena idea Dikembe. Pero tendrás que alargar la locura de Hamal». «Por eso no te preocupes, Adama». De nuevo los juegos con el camello me ofrecieron la oportunidad de salir de un apuro. Ahora me parece mentira la cantidad de asuntos que resolvimos, y resolví, gracias al juego con el mehari. Aunque después de leer y ver documentales sobre la vida animal no me extraña, porque el juego es la única manera que tienen los cachorros de parecerse a sus padres. Y si no, obsérvalo. Bon, que nos encaminamos hacia el hotel seguidos por Brahim, como no. Tanto les interesaba vernos como que supiéramos que éramos vistos. Y he de reconocer que la presión funcionaba a las mil maravillas, aunque nuestro vigilante también fuera nuestro contable. Antes de llegar nos separamos Adama y yo, como si fuéramos a diferentes lugares. Dio la casualidad que yo fui el seguido, acaso porque iba con Hamal. Aunque en realidad no importaba mucho porque yo esperaba que en un momento determinado todo el mundo miraría al camello. La calle del hotel no era muy larga, pero sí lo suficiente para que hiciéramos el numerito. Bon, en este caso solo el animal, porque yo me limitaría a sorprenderme y asustarme. A mí era el juego con el que más disfrutaba y era el que más le había costado aprender a Hamal. No habíamos incluido este sketch en nuestra representación por miedo a que algún turista se asustara y pudiera salir golpeado. Pero en aquella ocasión, si se producía alguna situación no deseada, no afectaría al negocio y parecería fortuito. Y hasta podría venirnos bien. Era muy simple, consistía en lo siguiente: Yo gritaba: «¡Está loco!», y Hamal empezaba a actuar como tal, es decir, corría, se paraba, se volvía, se tiraba al suelo, iba de un lado a otro sin orden ni concierto, berreaba e incluso echaba baba espumosa por la boca. Hasta que yo no le silbaba no paraba. Y todo eso ocurrió en aquella calle cuando vi a Adama que se acercaba a la puerta del hotel. La gente que pasaba por la calle se pegó a las paredes de los edificios, unos se metieron en los comercios y en el hotel. Los que venían hacía nosotros se pararon y por supuesto todos miraron al animal que corría y berreaba de un sitio para otro. Quienes mejor lo pasaron fueron un par de grupitos de niños que, ajenos al peligro, reían con la reacción del camello que menos mal no causó ni daño ni desperfecto alguno. Al fin y al cabo, para él era un simple juego. Cuando al rato vi salir a mi amigo, silbé y el espectáculo concluyó. La vida en esa calle volvió a la normalidad si bien, cuando sujeté la jáquima al camello y empecé a andar con él todo el mundo se apartaba, excepto los chavales que se acercaron para mirarle más de cerca y preguntarme qué le había pasado. Les contesté que no sabía, les sonreí y seguí mi camino. Cuando nos encontramos Adama y yo me dijo con una sonrisa en los labios: «Todo bien. Pero menuda la has liado». «Yo no he sido, ha sido él», contesté divertido y seguro de que nadie en aquella calle había advertido la presencia de Adama en el hotel. Al final, el plano lo había comprado un botones al que convenció mi amigo con uno de
nuestros billetes. Poderoso caballero es don dinero. Cuando llegamos a casa me lo enseñó y lo desplegamos. Aunque impreso en blanco y negro, era precioso. Yo leía cosas en francés y hasta aparecía la Méditeraneé y l’Espagne. Aquel papel se convirtió en un tesoro que ocultábamos a todo el mundo. Nadie lo vería jamás en aquella ciudad. Estaba a la altura del dinero, y junto a él lo enterramos. Al visualizar parte de Europa la decisión adoptada por Adama tomó más peso. Quería llegar allí como fuese. Y yo la racionalicé. Fui consciente de mi deseo de salir de África, porque Europa existía. Ya lo había visto. Todas las noches, al desenterrar para volver a enterrar todo el dinero junto, lo sacábamos y nos regodeábamos con el camino a seguir. Y hasta localizamos Tamanrasset a la luz de una vela. Y ese punto quedó marcado por una mancha que hice yo al señalar en el mapa para indicárselo a Adama. Fue lo primero que buscamos juntos. Bon, lo primero que nos preguntamos donde estaba en el mapa, porque él no sabía leer y a mí me costaba lo mío. Nos llevamos una gran alegría al encontrarlo. Fue una sensación muy curiosa aquella de 'saberse allí'. Y ese primer día con mapa nos acostamos más tarde por su culpa. Ahora, cuando veo a alguien con cara de tonto y absorto, con la mirada fija en un mapa me viene a la memoria la cara de Adama durante aquellas noches. Como no teníamos conocimiento sobre el concepto de escala nos teníamos que imaginar las distancias que en el papel aquel se reflejaban. Aunque nos daba igual. Sí nos llamó la atención que hubiera más pueblos junto a la zona del mar que no alrededor de Tamanrasset, por lo que llegamos a la conclusión que en la zona central de Argelia estaba el desierto, porque sabíamos que había que cruzarlo para llegar a Europa. Quizá sea por esas vivencias que me gustan tanto los atlas geográficos. Tú lo sabes bien, porque me has regalado más de uno. Recuerdo tus palabras: «Europa ya no es como era. Toma». Y eso me hacía preguntarme cómo cambiaba el orden mundial de los países y la rapidez de esos cambios. Si no fuera por las guerras, es fascinante lo fácil que aparecen nuevos países y desaparecen otros. Cómo se mueven las fronteras. Un ejemplo es el mío, bon, de mío tiene poco porque tampoco tengo muy claro donde me parieron ni quien es mi padre. Menos mal que Mayifa me dio unos orígenes que, aunque inventados o reales, me sirvieron para no caer en una de esas milicias entretejidas con odios, fanatismos y exclusiones extremistas. Allí es donde acababan la mitad de los críos que son arrancados de sus hogares como creo que le pasó a Adama. Los otros eran como yo, niños sin pasado, sin presente y sin futuro a los que les daban drogas y un arma, y les decían que se hicieran con lo que era suyo en nombre de algo que no sabían ni qué era. Y hoy ocurre lo mismo, pero por otros motivos muy diferentes y más cercanos a mis problemas de identidad. Si no te sientes perteneciente a un grupo te juntas con quien sea. Y más si eres un adolescente al que le das un motivo para vivir o morir. Porque eso es lo que hoy ocurre todos los días aquí, entre nosotros. Personas que viven en sus países con la nacionalidad alquilada porque sus padres han mantenido su cultura, extraña a la que sus hijos están inmersos, y por la que, precisamente, son rechazados. No son de ningún sitio. Donde han nacido les llaman extranjeros y de donde vienen no les conocen. Gentes que no ven una mínima oportunidad de futuro, que se sienten acorralados y hasta enemigos de sus paisanos, de aquellos otros jóvenes que les niegan el saludo y les marginan, como las propias autoridades. ¿Cuándo se enterará el primer mundo que la mejor arma contra la violencia y el terrorismo es la educación? Pero la de todos, hasta de los que se creen educados. Un ejército de maestros mandaba yo y me quedaba con la soldadesca para que buscara en sus propios países a los hipócritas que trafican con las armas que matan, cuyos beneficios viven en paraísos fiscales o no, creados por esas mismas gentes que se dicen soporte de una sociedad que se sabe avanzada para cualquier cosa que les beneficie, sin que les importe el precio que otros pagan. Son los daños colaterales de los negocios genocidas. Sí, me acabo de enfadar. Estoy cabreado por las noticias que oigo en los medios y en la calle. La cantidad de inocentes que pagan con su vida, o simplemente con su bienestar, la avaricia de un sistema de vida que alimenta el odio a cambio de poder, que alimenta la confrontación en busca de votos, porque si hay “malos” a los que matar, tendrá que haber “buenos” que los maten. Y claro, esos “buenos” son ellos, a los que debes tú tu puesto de trabajo, si es que lo tienes, a los que debes tu felicidad, tus vacaciones y tu tranquilidad, si es que las disfrutas, y si no, es por tu culpa, por haber estudiado la carrera equivocada, el máster equivocado y el posgrado erróneo o haber confundido la vida con un juego que podías ganar. Hay que hablar idiomas te dice el gobernante de turno que solo habla, y mal, tu idioma. Pero claro, siempre que no pertenezcas a una minoría. Esos grupos estorban porque no aceptan la globalización, porque están a gusto y orgullosos de ser diferentes. Y ya sabes, si sacas la cabeza, te la cortan. Déjame que me desahogue, incluso que llore si me dan las ganas por tanto niño ahogado y no solo en el agua, en su propia hambre, por sus propios padres o por las lágrimas de los que piden consuelo. Acabo de dar un grito sin dejar de escribir, que supongo ha sorprendido a la vecina, porque doña Carmen me tiene por un profesor sesudo y educado. Pobre mujer, qué engañada está. Cuando veo el mundo desde esta perspectiva, me convierto en otro animal más, en otro terrorista que arramplaría con todo y con todos. No sé cual es el mecanismo que nos permite a los humanos vivir con estas contradicciones, pero bienvenido sea, porque si no, sería imposible intentar ser un poco justo y engañar a nuestros jóvenes con la posibilidad de alcanzar una felicidad material y que, de adultos, no podrán comprar ni aquellos que se fuguen a esos paraísos donde solo existe el dinero o el poder. Sí ese poder para hacer con el dinero lo que quieras, hasta comprar conciencias a precios de ganga y pujar por dignidades en almoneda. Si somos capaces de vender honestidades y subastar honras más vale que no nos juzgue nadie. No merecemos la pena porque somos una especie fallida. Y, desde luego, no me mueve el pesimismo porque me declaro utópico convencido. Pero los hechos que yo conozco me muestran una realidad, sin negar que haya otras, con la que no me alineo. Aunque otros, como ya te he dicho, lo hagan. Sí, que hagan cambiar el mundo a base de matar a una mitad para que sea feliz la otra mitad, la suya. Y, después, ¿qué, a ser felices sin nadie a quien odiar? Por propia definición y por la experiencia nazi es una solución que se autodescarta sola. Lo siento. Me he ido arriba y me he olvidado del objeto de estas cartas, aunque motivos hay para distraerse de cualquier objetivo. Pero sigo sin explicarme cómo una vida puede ser ilegal o alegal. Hay días que me entran ganas de desandar el camino, de buscar a Hamal y dedicarme a jugar con él por el Sahel. En serio te lo digo. Sin ver, sin oír y sin decir nada. Como verás tanto las personas como sus sueños cambian y yo no me he librado de esa metamorfosis. Y aquí lo dejo porque lo tengo que dejar, si no esta se va a convertir, si no la he convertido ya, en un mitin sin valor alguno, en un brindis al sol. Un saludo,
cogíamos por la noche, al otro lado de la loma, muy cerca como había dicho Abdul. Apenas había gente a esas horas, y había días que no encontramos a nadie. Un día, después de pasar el bote tras el espectáculo, se nos acercó Brahim y nos dijo que Mohamed quería vernos esa misma tarde y en el mismo bar. Nos extrañó porque para nosotros estaba todo hablado hasta que dispusiéramos del dinero oportuno. Comimos, descansamos y nos acercamos al lugar de la cita, sin muchas prisas, con cierta curiosidad y con mucha precaución. Tanta, que dejamos el dinero enterrado en nuestro jardín. Mientras Adama lo enterraba, yo vigilaba por si alguien nos veía. A mi amigo le daba mala espina la llamada del mafioso: «Me da que este quiere más dólares, verás». Y tenía razón. ¿Qué iba a querer si no? Entre las informaciones verídicas que nuestro supervisor le pasaba, veraces porque Brahim no se la podía jugar, y el resto de informantes, entre ellos el propio Abdul, Mohamed había deducido que la cosa no nos iba mal, a pesar del reparto de ingresos. Había olido, que, si bien la lata no se llenaba todos los días de billetes estadounidenses, sí caían los suficientes para que no fuera un mal negocio. Por ende, no tendríamos mucho problema en pagar la última suma que nos pidió. Según él, las circunstancias políticas y militares habían cambiado en los últimos días y, en consecuencia, los pasajes habían experimentado una variación al alza. «Ya os dije que los trescientos no eran seguros y que tenía que pensármelo. Ahora son doscientos por cabeza más tu camello, claro». Esto último no había variado. Nunca pensé que Hamal tuviera tantos novios. Y me atreví a preguntar cuanto habría que pagar para quedarnos con el animal. Pero no me contestó Mohamed, sino Adama: «¿Todavía no te has dado cuenta de que han echado el ojo al camello porque saben que no te lo puedes llevar a Europa? Da igual el dinero que puedas ofrecer, dinero que no tenemos, porque siempre estará incluida la coletilla: ‘más el camello’». Después de intentar abrirme los ojos, Adama trató de cerrar con nuestro agente el nuevo precio. Desconfiaba de que no hubiera más subidas. Y lo hizo de una forma muy decidida y directa: «Bien, ¿cuándo pagamos y cuándo salimos?». A Mohamed no le gustaron esas prisas ni esas exigencias. Y argumentó que aquello no funcionaba así, que cuando surgiera la ocasión para viajar se nos comunicaría y añadió con retintín: «Por medio de vuestro amigo el vigilante». Que no nos durmiéramos porque podía ser cualquier día y a cualquier hora. Incluso de urgencia porque se dieran las circunstancias oportunas. Y acabó haciéndose valer: «No creáis que no hay que trabajar para montar estas excursiones». Adama se había dado cuenta que había metido la pata al haberle ido con exigencias a nuestro agente de viajes. Y con un aire más humilde le preguntó si se podía saber cuanto podía faltar, más o menos, para nuestra partida, porque todavía no teníamos el suficiente dinero. «Entonces, ¿para qué vienes con esas prisas? Cuando lo tengáis podréis decir algo, mientras tanto a callar. Y ahora idos». Durante el camino de vuelta a casa la cara de mi amigo cada vez reflejaba más su preocupación. Cuando llegamos le pregunté y él contestó: «Nos van a exprimir, Dikembe». Sí, nos iban a sacar hasta los ojos. Los mafiosos eran tan listos como avariciosos. Querían todo aquello que tuviéramos y pudiéramos producir. Por eso el precio iba a subir cada vez que nos viéramos con Mohamed. Ellos no tenían prisa, no les costaba nada esperar. Nosotros éramos quienes teníamos el tiempo en contra. Ellos sabían que íbamos a conseguir el dinero. Lo extraño es que todavía no nos hubieran pedido una señal para reservar los pasajes. Pero todo se andaría. La competencia había sentido la baja de Abdelkader y todavía no le habían encontrado sustituto. Y eso también lo sabían. Teníamos que pensar en algo porque aquella gente nunca iba a tener suficiente, siempre querrían más. No querían una parte del pastel como Abdul, querían la tarta entera, como sufrían todos aquellos que hacían tratos con ellos. Habíamos tenido suerte al dejar fuera de combate al enterrado en el desierto, pero con Mohamed no íbamos a tener la misma fortuna. O la misma desgracia, según como lo vieras. No nos desharíamos de él. Era como un cocodrilo que cuando muerde una presa no la suelta hasta que no da el giro de la muerte y la despedaza. Con esos pensamientos y deducciones me entró de nuevo el terror en el cuerpo porque el miedo le sentía todos los días. Lo cierto es que no podíamos vivir tranquilos durante mucho tiempo. Hoy creo que sin la ignorancia que nos sobraba y la inocencia que todavía nos quedaba no hubiéramos podido salir adelante. Durante esa etapa y las siguientes esos ojos soñados se me olvidaron, aunque no para siempre, menos mal, porque después empecé a sublimarlos. Decidimos seguir como si nada pasara ni pensáramos. Nadie debía notar los recelos que había levantado la última entrevista con Mohamed. Los dos, Adama y yo, conocíamos la solución, pero ninguno la expresa en voz alta. De hecho, nunca la explicitaríamos, ni cuando la llevamos a cabo siquiera. Sí hablamos de la forma de llevar a la práctica esa resolución consensuada en silencio. No podíamos adquirir de golpe grandes cantidades de alimentos, llamaríamos la atención de aquellos soplones, porque sabían que comprábamos a diario. No sentíamos resquemor por Brahim, él tenía sus problemas y nosotros los nuestros. Además, aunque interesadamente, nos había ayudado. Decidimos engordar la despensa poco a poco sin que se notara. Lógicamente, los comestibles no podían ser frescos, pero eso nos daba igual. A los dos nos chiflaban las galletas, sobre todo a Adama si llevaban azúcar o miel por encima. También acudimos a los frutos secos, sobre todo nueces, que no abultaban mucho y saciaban el hambre, como las de cola, de mondongo, de boabab y de madula. Cambia-
mos la costumbre de comprar una vez cada día por días alternos, así, con la mayor compra pasaría desapercibido el volumen de más. Nadie se extrañaría porque ya teníamos casa donde dejar los alimentos. Y comprar frutos secos era normal para picar durante el día. No nos fiábamos ni del tendero. Se nos planteó un problema logístico. ¿Dónde almacenar las provisiones? A este que te escribe, tan lúcido como siempre, se le ocurrió que las enterráramos. Menos mal que Adama no era tan soso como yo. «Dikembe, ¿pero no sabes que estas frutas son semillas?». Pues no, no lo sabía, ni tenía porqué. Me imagino haberlas enterrado y que hubiera florecido un árbol nuevo cruce de todas las simientes. Todavía me río, aunque la cosa no hubiera tenido ninguna gracia después de todo el esfuerzo. Tampoco podíamos dejarlas en el suelo porque entonces las hormigas se las hubieran llevado, créeme. Así que compramos una tela, que podía ser para dormir o cualquier otra cosa por el estilo, echábamos en ella la compra y hacíamos un hato que anudábamos y colgábamos dentro del chamizo. Luego los tapábamos con ramas por si a alguien se le ocurría echar un vistazo dentro. También, todas las noches, no sé porqué, desenterrábamos el tesoro, le uníamos la recaudación del día y volvíamos a enterrarlo. Aunque poco tiempo pasó hasta alegrarnos de nuestra decisión. Y acertamos de pleno. Porque verás, una tarde, casi noche, al volver de la compra Adama y yo solos, a Hamal le habíamos dejado en nuestro jardín, nos salieron al paso en un descampado, ya cerca de casa, media docena de jóvenes. Unos mayores que nosotros y otros, más o menos, de nuestra edad. Algunos llevaban unos buenos garrotes que lucían con gestos chulescos y uno, quien habló, además, un cuchillo muy ostentoso metido en la cintura de sus pantalones. No se conformaron con quitarnos la compra, también se llevaron parte de nuestra ropa y nos instaron a entregarles todo lo que llevábamos, que por suerte y por la precaución de Adama, no fue mucho: las vueltas de la compra y poco más. Por supuesto, se lo entregamos todo sin rechistar y, como autodefensa, nos comportamos más acojonados de lo que estábamos. Después de que nos cachearan ninguno de aquellos esbirros pareció defraudado por el botín. Ninguno protestó por el escaso botín. Por lo que dedujimos que no era un atraco, sino una operación de reconocimiento o intimidación. Fue el único susto que sufrimos mientras hacíamos acopio de todos los productos que creíamos necesarios para nuestro viaje por libre. También compramos dos mantas nuevas y las viejas las usamos como toldos para resguardar a Hamal del sol. A Adama se le ocurrió comprar un mapa. Dijo que nos serviría de mucha ayuda y yo accedí por ignorancia y porque confiaba en él. Pero el problema era donde y como adquirirlo. Brahim no nos quitaba ojo de encima y tampoco sabíamos si en las tiendas también tenía ojos aquella mafia. Y claro, si nos veían comprar ese tipo de cosas, saltarían todas las alarmas y se volverían contra nosotros. Salvo que la atención estuviera fijada en otra cosa. «¿Pero en qué?», preguntó mi amigo. Le contesté que en Hamal. Y le expliqué lo fácil que era que un camello llamara la atención o metiera el miedo en el cuerpo a la gente. Por lo que solo quedaba localizar una tienda donde vendieran ese tipo de cosas. Dedicamos las tardes a recorrer calles que no conocíamos, como si paseáramos, en busca de algún comercio donde viéramos un mapa. No éramos tontos, sino ignorantes, porque ese lugar lo teníamos enfrente todas las mañanas: El hotel. Pero no lo sabíamos. Al final quien se lo imaginó, o lo dedujo, fue Adama, al ver como más de un turista desdoblaba el suyo y lo consultaba. Pero claro en el hotel de Abdul no podíamos entrar, era como ir a decírselo a Mohamed. Así pues tuvimos que elegir otro. No nos costó encontrarlo. Al día siguiente, durante la comida hicimos los planes. Y salimos un poco más tarde. A partir del encuentro con aquella pandilla, no volvíamos nunca a casa sin sol y siempre acompañados de Hamal. Cuando íbamos a abandonar las calles, si íbamos andando, nos subíamos los dos y hacíamos el último tramo hasta llegar a casa montados en él. Eso se me ocurrió a mí. A dios lo que es de dios y al Cesar lo que es del Cesar. Mientras caminábamos hacia el hotel le dije a Adama que no comprara él el mapa, que se lo pidiera a un o una turista con la excusa de que a nosotros no nos lo querían vender. Así si el recepcionista pertenecía a la nómina de Mohamed, nuestra compra pasaría inadvertida. «Buena idea Dikembe. Pero tendrás que alargar la locura de Hamal». «Por eso no te preocupes, Adama». De nuevo los juegos con el camello me ofrecieron la oportunidad de salir de un apuro. Ahora me parece mentira la cantidad de asuntos que resolvimos, y resolví, gracias al juego con el mehari. Aunque después de leer y ver documentales sobre la vida animal no me extraña, porque el juego es la única manera que tienen los cachorros de parecerse a sus padres. Y si no, obsérvalo. Bon, que nos encaminamos hacia el hotel seguidos por Brahim, como no. Tanto les interesaba vernos como que supiéramos que éramos vistos. Y he de reconocer que la presión funcionaba a las mil maravillas, aunque nuestro vigilante también fuera nuestro contable. Antes de llegar nos separamos Adama y yo, como si fuéramos a diferentes lugares. Dio la casualidad que yo fui el seguido, acaso porque iba con Hamal. Aunque en realidad no importaba mucho porque yo esperaba que en un momento determinado todo el mundo miraría al camello. La calle del hotel no era muy larga, pero sí lo suficiente para que hiciéramos el numerito. Bon, en este caso solo el animal, porque yo me limitaría a sorprenderme y asustarme. A mí era el juego con el que más disfrutaba y era el que más le había costado aprender a Hamal. No habíamos incluido este sketch en nuestra representación por miedo a que algún turista se asustara y pudiera salir golpeado. Pero en aquella ocasión, si se producía alguna situación no deseada, no afectaría al negocio y parecería fortuito. Y hasta podría venirnos bien. Era muy simple, consistía en lo siguiente: Yo gritaba: «¡Está loco!», y Hamal empezaba a actuar como tal, es decir, corría, se paraba, se volvía, se tiraba al suelo, iba de un lado a otro sin orden ni concierto, berreaba e incluso echaba baba espumosa por la boca. Hasta que yo no le silbaba no paraba. Y todo eso ocurrió en aquella calle cuando vi a Adama que se acercaba a la puerta del hotel. La gente que pasaba por la calle se pegó a las paredes de los edificios, unos se metieron en los comercios y en el hotel. Los que venían hacía nosotros se pararon y por supuesto todos miraron al animal que corría y berreaba de un sitio para otro. Quienes mejor lo pasaron fueron un par de grupitos de niños que, ajenos al peligro, reían con la reacción del camello que menos mal no causó ni daño ni desperfecto alguno. Al fin y al cabo, para él era un simple juego. Cuando al rato vi salir a mi amigo, silbé y el espectáculo concluyó. La vida en esa calle volvió a la normalidad si bien, cuando sujeté la jáquima al camello y empecé a andar con él todo el mundo se apartaba, excepto los chavales que se acercaron para mirarle más de cerca y preguntarme qué le había pasado. Les contesté que no sabía, les sonreí y seguí mi camino. Cuando nos encontramos Adama y yo me dijo con una sonrisa en los labios: «Todo bien. Pero menuda la has liado». «Yo no he sido, ha sido él», contesté divertido y seguro de que nadie en aquella calle había advertido la presencia de Adama en el hotel. Al final, el plano lo había comprado un botones al que convenció mi amigo con uno de
nuestros billetes. Poderoso caballero es don dinero. Cuando llegamos a casa me lo enseñó y lo desplegamos. Aunque impreso en blanco y negro, era precioso. Yo leía cosas en francés y hasta aparecía la Méditeraneé y l’Espagne. Aquel papel se convirtió en un tesoro que ocultábamos a todo el mundo. Nadie lo vería jamás en aquella ciudad. Estaba a la altura del dinero, y junto a él lo enterramos. Al visualizar parte de Europa la decisión adoptada por Adama tomó más peso. Quería llegar allí como fuese. Y yo la racionalicé. Fui consciente de mi deseo de salir de África, porque Europa existía. Ya lo había visto. Todas las noches, al desenterrar para volver a enterrar todo el dinero junto, lo sacábamos y nos regodeábamos con el camino a seguir. Y hasta localizamos Tamanrasset a la luz de una vela. Y ese punto quedó marcado por una mancha que hice yo al señalar en el mapa para indicárselo a Adama. Fue lo primero que buscamos juntos. Bon, lo primero que nos preguntamos donde estaba en el mapa, porque él no sabía leer y a mí me costaba lo mío. Nos llevamos una gran alegría al encontrarlo. Fue una sensación muy curiosa aquella de 'saberse allí'. Y ese primer día con mapa nos acostamos más tarde por su culpa. Ahora, cuando veo a alguien con cara de tonto y absorto, con la mirada fija en un mapa me viene a la memoria la cara de Adama durante aquellas noches. Como no teníamos conocimiento sobre el concepto de escala nos teníamos que imaginar las distancias que en el papel aquel se reflejaban. Aunque nos daba igual. Sí nos llamó la atención que hubiera más pueblos junto a la zona del mar que no alrededor de Tamanrasset, por lo que llegamos a la conclusión que en la zona central de Argelia estaba el desierto, porque sabíamos que había que cruzarlo para llegar a Europa. Quizá sea por esas vivencias que me gustan tanto los atlas geográficos. Tú lo sabes bien, porque me has regalado más de uno. Recuerdo tus palabras: «Europa ya no es como era. Toma». Y eso me hacía preguntarme cómo cambiaba el orden mundial de los países y la rapidez de esos cambios. Si no fuera por las guerras, es fascinante lo fácil que aparecen nuevos países y desaparecen otros. Cómo se mueven las fronteras. Un ejemplo es el mío, bon, de mío tiene poco porque tampoco tengo muy claro donde me parieron ni quien es mi padre. Menos mal que Mayifa me dio unos orígenes que, aunque inventados o reales, me sirvieron para no caer en una de esas milicias entretejidas con odios, fanatismos y exclusiones extremistas. Allí es donde acababan la mitad de los críos que son arrancados de sus hogares como creo que le pasó a Adama. Los otros eran como yo, niños sin pasado, sin presente y sin futuro a los que les daban drogas y un arma, y les decían que se hicieran con lo que era suyo en nombre de algo que no sabían ni qué era. Y hoy ocurre lo mismo, pero por otros motivos muy diferentes y más cercanos a mis problemas de identidad. Si no te sientes perteneciente a un grupo te juntas con quien sea. Y más si eres un adolescente al que le das un motivo para vivir o morir. Porque eso es lo que hoy ocurre todos los días aquí, entre nosotros. Personas que viven en sus países con la nacionalidad alquilada porque sus padres han mantenido su cultura, extraña a la que sus hijos están inmersos, y por la que, precisamente, son rechazados. No son de ningún sitio. Donde han nacido les llaman extranjeros y de donde vienen no les conocen. Gentes que no ven una mínima oportunidad de futuro, que se sienten acorralados y hasta enemigos de sus paisanos, de aquellos otros jóvenes que les niegan el saludo y les marginan, como las propias autoridades. ¿Cuándo se enterará el primer mundo que la mejor arma contra la violencia y el terrorismo es la educación? Pero la de todos, hasta de los que se creen educados. Un ejército de maestros mandaba yo y me quedaba con la soldadesca para que buscara en sus propios países a los hipócritas que trafican con las armas que matan, cuyos beneficios viven en paraísos fiscales o no, creados por esas mismas gentes que se dicen soporte de una sociedad que se sabe avanzada para cualquier cosa que les beneficie, sin que les importe el precio que otros pagan. Son los daños colaterales de los negocios genocidas. Sí, me acabo de enfadar. Estoy cabreado por las noticias que oigo en los medios y en la calle. La cantidad de inocentes que pagan con su vida, o simplemente con su bienestar, la avaricia de un sistema de vida que alimenta el odio a cambio de poder, que alimenta la confrontación en busca de votos, porque si hay “malos” a los que matar, tendrá que haber “buenos” que los maten. Y claro, esos “buenos” son ellos, a los que debes tú tu puesto de trabajo, si es que lo tienes, a los que debes tu felicidad, tus vacaciones y tu tranquilidad, si es que las disfrutas, y si no, es por tu culpa, por haber estudiado la carrera equivocada, el máster equivocado y el posgrado erróneo o haber confundido la vida con un juego que podías ganar. Hay que hablar idiomas te dice el gobernante de turno que solo habla, y mal, tu idioma. Pero claro, siempre que no pertenezcas a una minoría. Esos grupos estorban porque no aceptan la globalización, porque están a gusto y orgullosos de ser diferentes. Y ya sabes, si sacas la cabeza, te la cortan. Déjame que me desahogue, incluso que llore si me dan las ganas por tanto niño ahogado y no solo en el agua, en su propia hambre, por sus propios padres o por las lágrimas de los que piden consuelo. Acabo de dar un grito sin dejar de escribir, que supongo ha sorprendido a la vecina, porque doña Carmen me tiene por un profesor sesudo y educado. Pobre mujer, qué engañada está. Cuando veo el mundo desde esta perspectiva, me convierto en otro animal más, en otro terrorista que arramplaría con todo y con todos. No sé cual es el mecanismo que nos permite a los humanos vivir con estas contradicciones, pero bienvenido sea, porque si no, sería imposible intentar ser un poco justo y engañar a nuestros jóvenes con la posibilidad de alcanzar una felicidad material y que, de adultos, no podrán comprar ni aquellos que se fuguen a esos paraísos donde solo existe el dinero o el poder. Sí ese poder para hacer con el dinero lo que quieras, hasta comprar conciencias a precios de ganga y pujar por dignidades en almoneda. Si somos capaces de vender honestidades y subastar honras más vale que no nos juzgue nadie. No merecemos la pena porque somos una especie fallida. Y, desde luego, no me mueve el pesimismo porque me declaro utópico convencido. Pero los hechos que yo conozco me muestran una realidad, sin negar que haya otras, con la que no me alineo. Aunque otros, como ya te he dicho, lo hagan. Sí, que hagan cambiar el mundo a base de matar a una mitad para que sea feliz la otra mitad, la suya. Y, después, ¿qué, a ser felices sin nadie a quien odiar? Por propia definición y por la experiencia nazi es una solución que se autodescarta sola. Lo siento. Me he ido arriba y me he olvidado del objeto de estas cartas, aunque motivos hay para distraerse de cualquier objetivo. Pero sigo sin explicarme cómo una vida puede ser ilegal o alegal. Hay días que me entran ganas de desandar el camino, de buscar a Hamal y dedicarme a jugar con él por el Sahel. En serio te lo digo. Sin ver, sin oír y sin decir nada. Como verás tanto las personas como sus sueños cambian y yo no me he librado de esa metamorfosis. Y aquí lo dejo porque lo tengo que dejar, si no esta se va a convertir, si no la he convertido ya, en un mitin sin valor alguno, en un brindis al sol. Un saludo,
No quería dejar de aprovechar estas últimas palabras de Dikembe, porque a mí, al leerlas también se me ha acelerado un tanto el pulso. De hecho tengo una nota de cuando leí esta carta por primera vez, referida a la defensa de los muros que separan los mundos y a las personas: Las vallas son neutras, no son asesinas, como quienes las fabrican, a pesar de estar dotadas de elementos contra quien quiera traspasarlas para herirlos o matarlos: cuchillas, "concertinas", altura, anti-escalada, etc. Los asesinos son quienes deciden usarlas para evitar que otras personas, tan dignas como ellas, puedan moverse libremente y busquen no ya el lujo, sino un trabajo para sostener a una familia que se ve obligado a abandonar y que en equis meses se morirá de hambre. Y, encima, esos asesinos tienen la desfachatez de acogerse a la defensa del bienestar de sus gobernados. Porque no es equiparable una vida a un bienestar. Y yo estoy seguro que algunos, o muchos, de esos votantes que les han puesto ahí, no se sienten precisamente bien por la existencia de esas vallas. Eso sí cuando les recuerdan que están ahí para lo que están. Erigidas por asesinos para disuadir a cualquiera que tenga necesidad de saltarlas. No, ni los muros ni las vallas disuaden, está más que demostrado, pero si pueden matar y evitar que muchos peleen por la vida de otros. Eso lo saben hasta los chinos.
Imagen 1. Foto bajada de www.laaventuraeslaaventura.com
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Qué malos tragos pasan estos dos (no cuento al camello...) personajes!! Qué vida más complicada, sin un poquito de cariño aunque sea... Espero que algún día les lleguen las buenaventuras... Hasta la próxima, abrazos.
ResponderEliminarSe tienen a ellos y al camello. Hay quien tiene menos, jaja. Gracias, Ligia. JC
Eliminar¿Y te parecía tan mal que se subiese al camello y saliese a escape?
ResponderEliminarVamos, más pronto que volando. Cuanto "fresco" a su alrededor.
De ahí sus ansias para pasar a Europa.
Hasta el lunes J.C.
Me encanta eso de "más pronto que volando". Gracias, Varinia. HAsta el lunes, JC.
EliminarHola preciosa, paso a darte las gracias por enviarme a mi blog el enlace. Para después de las Navidades espero saber hacerlas, ya las verás si Dios quiere.
ResponderEliminarUn besazo guapa y Feliz Navidad!
Menos mal que los chicos salieron avispados, espero que pronto puedan llevar a cabo su plan!
ResponderEliminarBesitos
Eso pienso yo, pero todavía les queda para llegar a buen puerto. Ja, ja. Gracias, Amanda. Un beso, JC.
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