El señor del agua
o que te decía, que lo único que llamó
mi atención de aquel pueblo, que no parecía una aldea, fue un artilugio
que se elevaba en medio de la explanada que hacía las veces de plaza mayor.
Algo que jamás había visto en mi vida. Hacía un ruido perturbador y continuo,
aunque el único inquietado parecía yo, porque los dos camellos y Wahid ni se
inmutaron al pasar junto al armatoste que funcionaba por la fuerza bruta de un
pollino con los ojos tapados que, atado a una larga y gruesa pértiga, daba
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vueltas alrededor de la máquina infernal mientras un anciano le miraba aburrido
y sentado en un murete. Veía caer el agua que venía en unas bolsas de cuero,
cangilones sé que se llaman hoy, sobre unas tablas puestas en uve que la
llevaban más allá de las tiendas, jaimas y pocas casas de adobe que cercaban la
plaza a gran distancia, acaso debido al ruido. En su primer tramo un hombre
montado a camello podía pasar por debajo de aquel armazón de madera sin agacharse. El
pueblo, al menos, era curioso. Lo componían, como ya he dicho, tiendas de
tuareg, otras más altas y lujosas, las jaimas, chozas y algunos edificios
hechos con ladrillos de adobe. Estos últimos lejos de la plaza. También había sotechados
donde distinguí animales de carga. Deduje, lógicamente, que era el agua lo que
daba vida a aquella pequeña ciudad. Seguramente el primero que llegó supuso que
el agua no iba a dar para mucho, y resultó que sí, que daba para muchos y mucho
tiempo. Son las incongruencias del desierto. Por arriba ni una gota en años,
por debajo ríos que nadie sabe donde van ni por donde se acercan a la arena.
Egipto, para que te hagas una idea, está encima de ciento cincuenta mil
kilómetros cúbicos de agua dulce subterránea. EnÁfrica hay agua, pero muy mal
repartida, vertical y horizontalmente, ¿verdad? Bon, volvamos. Yo nunca había
visto tantos hogares juntos y diferentes. Y en su centro la gran noria, Wahid la
llamó así muy orgulloso, y añadió que trabajaba constantemente. Luego sabría
que la jornada de trabajo de aquel burro, que daba vueltas, era de sol a sol.
La rueda hacía tanto ruido como bien. Al dejarla atrás me volví y me paré
porque dejé de oírla. Lo cierto es que no se oía otra cosa. Creí que me había
quedado sordo, hasta que escuché la voz de mi amo. «Ese es el problema, Dikembe, el nivel del agua. Ése y que necesitamos
todos los animales de tiro para trabajar. El agua y los camellos aquí son más importantes que cualquier individuo
de la comunidad, aunque menos importáis vosotros, los extranjeros». No
entendí la primera parte del comentario de Wahid, pero lo haría en breve. La
segunda parte la interpreté en el sentido que yo, al ser extranjero, formaba
parte de la capa más baja de aquella sociedad, por debajo de camellos, bueyes y
burros. No tardamos en entrar un patio con tapias de adobe. Mi amo me encargó
descargar y encargarme de los camellos. Señaló hacia una parte de la corraliza
donde un caballo y otro camello, más viejo, se guardaban del sol bajo un
techado de palmas que dejaban pasar rayos de sol a modo de los que instalamos
en mi cuarto de baño, ¿te acuerdas? Sé que, a veces, mis comparaciones son un
tanto absurdas, que juntan dos mundos dispares y paralelos. Me guía más el
interés, cara a que me entiendas, que dejar huella en la literatura española. Y
no te rías… Ya me has dicho más de una vez que mis metáforas son penosas. Lo
serán, pero sé que me entiendes. Y en el fondo, y que me perdone la RAE , es de lo que se trata.
¿Qué más da cómo construir las frases, si las ideas son claras y se difunden
sin dificultad? Bien está saber hablar, pero mejor está saber pensar, ¿no? Eh bien,
c'est ça, mon ami. Aunque siempre
habrá quien diga que van unidos. Incluso puede ser que para trasmitir un
sentimiento, sobre todo, las palabras no sirvan y haya que recurrir a un gesto
o a una caricia. Me acusas de afectivo cuando te abrazo todos los días que nos
vemos y ¿qué coño haces tú cuando te ves a tus amigos en tu casa o en la suya?
¿Les sacas la lengua? Eh bien, c'est ça,
mon ami. ¿Que más da decir “no puedo vivir sin ti” que “sin puedo ti no
vivir yo”, si acabas la frase con una caricia o un beso en la mejilla? Perdona,
parece que yo mismo, a falta de tus correcciones, me someto a análisis. Será
que echo de menos tus filípicas y me enrollo solo entre tus ideas y las normas
a seguir.
Nada más leer esta crítica soterrada de Dikembe a
nuestro común amigo José María, me di cuenta de que estaba equivocado. Cada
cultura tiene una forma de trato. Unos se besan, otros se dan la mano, otros se
frotan la nariz y otros no deben tocarse aunque puedan estar dentro de una
sauna desnudos, sean del sexo que sean. Pero le entiendo, porque ver el beso entre Erick Honecker y Leonidas Brezhnev también sorprendió a más de uno y alegró a otros. En cambio, criticar forma
parte de todas las sociedades, va en nuestros genes. No es circunstancial. Sí
la crítica, pero no el criticar. Los finos dicen que opinan sobre los demás y
añaden que lo hacen de personajes públicos, no de personas. Habrá que verlos en
sus comunidades de vecinos o lugares de trabajo. De hecho, yo estoy censurando
a quien critica y hasta ahora no había caído. La misma tabla aplico a los que
les gusta tan solo la constructiva y lo dicen muy ufanos. ¡Y un cuerno! A nadie
le gusta, porque una crítica siempre hiere. ¿Qué
sabrá este? ¡Qué se habrá creído! Esa es la respuesta ante cualquiera de esos
juicios cuando llega a nuestros oídos, sean constructivos o destructivos.
Bon, como te decía, estaba descargando a mi amigo,
el del culo bonito y conocido, cuando escuché a Wahid detrás de mí, me avisaba
de que tuviera mucho cuidado porque algunos objetos podían romperse, cosa que
ya me había advertido unas cuentas veces. Me avisaba de que, aunque pagara mi
espalda por ello, él perdería su mercancía. Si ya había puesto cuidado hasta
ese momento, como en los anteriores, el miedo a los latigazos me hizo poner
mimo al bajar los fardos del camello por última vez. Y más cuando me vinieron a
la mente aquellos trallazos que recibiera mi compañero sediento en el mercado
de esclavos. Mientras cumplía mi delicada misión, mi amo siguió con la charla y
supe que aquel corral sería mi nuevo hogar. Me volvió a recordar lo ya dicho,
que primero eran los animales, y luego yo. También me aconsejó que, antes de
llevar los bultos dentro de su casa, me deshiciera de todas la briznas de paja
que se habían pegado a la poca ropa y a mis pies, porque, si su mujer se
quejaba, lo pagaría asimismo mi espalda. El viejo Abdalla había vivido obsesionado
con mi entrepierna y este maduro señor lo parecía con mi espalda. Desde luego,
algo había cambiado en ese sentido, pero no pude juzgar en ese momento si para
bien o para mal. Lo haría más tarde y mi espalda me demostraría que sería para
mal. Al fin y al cabo, una caricia no deseada no habría las carnes como un
latigazo, sobre todo a personas que habían sido expropiadas de su dignidad. Si
te la extirpan, ahí ya no te duele, como pasa con las anginas. Si los demás te
ven como un objeto de su propiedad, terminas por aceptar ese rol. Tal es la
fuerza de una mentira repetida y remarcada hasta la saciedad y violentamente.
Cuando acabé de descargar, avié a los dos camellos para el descanso tal como me
habían ordenado. Después de sacudirme y remirarme la ropa y la planta de los
pies, introduje los bultos en la casa. Nunca había visto cosa semejante,
después de cruzar la cocina vi espacios y estancias llenas de alfombras y
cojines, paredes llenas de ventanas y cortinajes, preciosos objetos sobre mesas
y demás muebles… Me quedé atónito de tanto lujo y belleza. Por eso me gané una
colleja de un negro como yo que tuvo que ponerse de puntillas para asestarme el
golpe en la nuca. Y que sin mediar palabra me dejó claro que toda aquella profusión
de bellas piezas no estaban allí para ser admiradas por el último mono que
había llegado a la casa. El pigmeo me hizo una seña y le seguí cargado con el
primer paquete envuelto en pieles. Me llevó hasta otra habitación, pocas he
pisado tan grandes en mi vida, y en la que vi todo tipo de elementos ornamentales
muy vistosos. Si bien, vigilado por el sirviente, no osé mirar un objeto más de
un instante. Pero mi trabajo y su vigilancia, no impidieron que viera las pipas
de agua, las ricas telas, las sillas de montar enjoyadas, los tapices, las
alfombras y hasta un espejo que duplicaba los lujos de aquel almacén. Una vez
introducido el último fardo, se lo informé a mi guardia y guía. Debió de
entenderme porque me vi de nuevo ante mi amo. Repantigado sobre unos cojines y
acompañado por un anciano galano, también muy enjoyado, tomaba el té. Ellos
sentados y yo de pie, fue consentido mi descanso. También comería, Sinafasi,
que inclinó la cabeza al oír su nombre, me llevaría la comida a la cuadra, y
que con el sol más bajo o sin él mi amo me explicaría en qué consistiría mi
trabajo diario para el que, también Sinafasi, me daría vestido digno, pues iba
a representar a la casa de los Okoye ante todos los vecinos. No abrí la boca,
como ya había aprendido, y con una leve inclinación de cabeza, comencé a obedecer
a aquella mano llena de sortijas, mientras observaba cómo el anciano bebía su
té. La sugerencia dicha con un ligero y continuo movimiento de los dedos era
bien clara: aléjate. Y lo hice. Horas más tarde, y vestido con una túnica
blanca con bordados y un turbante para protegerme del sol y las posibles
tormentas de arena, me enteré que sería el responsable designado por mi señor
para mantener el suministro de agua de la población. «Tú serás quien representará a mi noble casa, Dikembe». Dicho así,
tal como me lo dijo Wahid, cualquiera hubiera hecho lo que yo, tomar aire y sacar pecho. Pensé en ese momento que
Mayifa estaría muy orgullosa de su biznieto, allá donde estuviera de charleta
con Jesucristo o con Imana. Yo iba a representar a una casa noble. Pero si nos
dejamos de circunloquios ostentosos y bellas túnicas llegamos a la conclusión
de que guiar a un pollino, con más años que el desierto, por una senda circular
que había que llenar de tierra todas las noches para que sus pezuñas no
llegaran a contactar con el núcleo de la Tierra , la cuestión variaba mucho y tomaba un
cariz de aburrimiento importante. Tampoco había que tener mucha fuerza para
frenar al animal cuando los canjilones volvieran vacíos. Ni ser muy listo para
darse cuenta de ello y esperar a que el gran pozo se recuperara hasta el nivel
que marcaba una soga que colgaba con una piedra en su extremo. Cuando esa
piedra desaparecía bajo el agua era el momento más difícil para el burro. El
pobre tenía las fuerzas y la autoestima más bajas que el fondo del pozo del que
sacaba la vida de aquella pequeña ciudad. Arrancar le costaba más que morir
como comprobé en mi primer día como representante de la casa de Wahid Okoye. Y
es que todas las familias de la nobleza tuareg debían hacerse cargo durante un
año de la supervisión y buen funcionamiento del sistema de abastecimiento de
las aguas del pozo. Aguas vitales para el consumo humano y animal, así como
para el regadío de los campos que les alimentaban a unos y a otros. Los
animales a su vez les daban la leche, aunque la carne, aquellas gentes, la
comían siempre vieja y dura, pues la causa de muerte animal más común era la
vejez y el sobreesfuerzo. Si le ocurría una desgracia a un animal joven,
dependiendo de su tamaño, se invitaba a un festín al resto de familias de la
aristocracia. Hubo alguna en la que los comensales no encontraron en sus
fuentes más que un trozo de camello tan pequeño como un dátil de la guarnición.
La segunda vez que una madre camella aplastó a un hijo, la costumbre cambió y
dejaron libertad al dueño del animal para que ajustara los invitados al tamaño
del cadáver a asar guiado por la jerarquía local. Te lo explico para que
entiendas que durante aquella etapa de mi vida me volví vegetariano, eso sí
ostenté mi primer y único cargo público. Ni más ni menos que el Señor de la Piedra
representante de la noble casa de los Okoye. Título que llegaría a odiar, como
podrás entender, porque levantarse antes del alba y estar todo el santo día
dando vueltas pendiente de que una piedra estuviera siempre sumergida es más
alienante que estar todo el día sexando pollos o viendo televisión. Recordarte
que sobre el desierto, las horas de luz rozan las dieciséis en verano y las
nueve en invierno. Una vez puesto el astro rey, había que liberar de su venda y
dar de beber al cansado y viejo animal, así como rellenar con arena la corona
circular que el buen burro hoyaba al recorrer sus muchos kilómetros diarios sin
moverse del sitio. Y esto me trae a la mente a esas personas que llamamos
conservadoras. También había que engrasar con sebo los engranajes y otras
partes de la noria, acaso la tarea más divertida y peligrosa, por lo que
siempre elegían jovencitos fuertes y extranjeros, como era mi caso. Por eso me
había echado el ojo Wahid. Solo descansaba el día que los herreros o
carpinteros apañaban una pieza. Por ello veía todos los días al anciano
enjoyado que conocí en casa de mi amo el primer día. Todas las mañanas se
acercaba a la noria y la estudiaba detenidamente. Por supuesto no me saludaba,
aunque yo era el señor de la Piedra, él era el señor de la noria, que era como
decir de la vida. Me llamó la atención el trabajo de aquellos artesanos que solo
reparaban las roturas por el día, porque por la noche hacían el mantenimiento.
Servían lo mismo para un roto que para un descosido. Pasaban de diseñar una
joya fina y delicada a templar una espada o a fundir y trabajar una pieza digna
de los mejores ingenieros y fundidores. En esos ratos de asueto, nunca más de
tres horas, mientras ellos trabajaban, yo me tumbaba junto a mi compañero de
trabajo y buscaba su sombra. Solo tenía que moverme un poco de vez en cuando
porque, del trío que formábamos el sol, él y yo, el único que variaba, aunque
te parezca mentira era el primero. Si él no se hubiera movido en el firmamento,
yo tampoco me hubiera corrido un milímetro. El que menos pintaba en la ecuación
era el animal que no se movía aunque lo empujaras. A veces, totalmente absorto,
me quedaba pensativo. Imaginaba con tristeza que mi futuro iba a ser como el
del pollino, envejecer dando vueltas a una noria y lleno de mataduras. El
asunto es que no tenía salida. Si hacía mal mi trabajo corría el riesgo de ser
azotado o ejecutado como le había pasado al anterior señor de la piedra que,
harto y desquiciado de dar vueltas, le dijo a su señor que había decidido
cambiarle el trabajo. A partir de ya el noble debía dar
vueltas y el señor de la piedra aumentaría el linaje de su señor con su hija
mayor. Y es que, si hacías bien tu trabajo la recompensa que recibías, si
excluimos que tu espalda continuara intacta y tú cuerpo siguiera en este mundo,
era ostentar tu cargo un día más. Es decir, que tu
aristócrata señor podía cederte a la familia que se hacía responsable de la piedra,
a cambio de lo que pactaran, ya fuera grano, animal, esclavo o joya. Trato que
normalmente se llevaba a cabo, por lo que el cargo era prácticamente vitalicio.
En cualquier caso, si lo hacías bien te morías dando vueltas como una peonza, y
si lo hacías mal también. Porque moría antes y a manos de tu señor que era el
único, curiosamente, que podía mandarte o tocarte. Como ocurrió conmigo porque,
como niño se me ocurrió ponerme a jugar con la cuerda que sujetaba la piedra
nivel, como la llamaban, una de las primeras mañanas mientras esperaba que se
recupera el pozo. Y tuve la mala suerte de que la cuerda, más vieja que el
burro, cediera y la piedra desapareciera entre las aguas. Cuando llegó la
revisión del día siguiente, se me hizo responsable a mí del fallo. Lo más
difícil era ajustar el largo de la cuerda. Yo, como un tonto, conté lo ocurrido
creyendo que me iban a creer y que iban a ver el incidente como un accidente
lógico. Pero no, con la piedra no se jugaba y lo aprendí en mis carnes. Y los
cinco latigazos que recibí, encima no me sirvieron ni para dejar de cumplir las
obligaciones de mi cargo. Tú no sé, pero yo no he vuelto a tener conocimiento
de un puesto como aquel. Eso sí, a más de uno deberíamos exigirle la vida por
desarrollar mal su trabajo y a otros prorrogársela por lo bien que lo hacen. Aunque,
evidentemente, no está en nuestras manos ni lo uno ni lo otro. Nada cambió
durante unos meses, salvo las horas de sol y que mi espalda se curaba. Entre
las primeras horas de la noche y las últimas, vivía a mi bola en la cuadra,
donde me llevaban las sobras, que muchas veces eran pocas. A veces pensaba lo
frágil que era la vida para aquellas gentes que, por arte de magia, recibían el
agua subterránea de sabe dios donde. ¿Qué pasaría si un día la piedra quedara
al aire para siempre y se callara la noria? Pues lo mismo que a mí si no seguía
cuerdo. Mi cordura era como su agua, necesaria para vivir. Y es que en el
fondo, tanto los ciudadanos como yo, dependíamos de la suerte. Fortuna que me
acompañó cuando, a través de Sinafasi Benga, pedí a mi amo volver a visitar
aquella gran estancia donde almacenaba sus mercancías. Tras informarme el
pigmeo de que Wahid estaba de viaje me agarré a esa tontería que escondía mi
deseo de verme de cuerpo entero en ese espejo que recordaba, pues no me conocía
tal cual era, sino como había sido reflejado en las aguas de un río. Unos días
más tarde, cuando me trajo la cena —yo tenía prohibido entrar en la casa salvo
que me llamaran— me dijo que nuestro señor estaba recién llegado y que mi
petición ya estaba en boca de nuestra señora, porque él no podía pedir nada
directamente a Wahid, a riesgo de ser castigado. Así que mi súplica dependía de
ella. Y como te digo, tuve suerte porque a los dos o tres días pude cumplir mi
deseo, cosa que ahora no haría, porque me quedé sin ilusión alguna. Lo que vi
en el espejo fue un joven delgado y alto, muy negro y con mucho pelo rizado y
sucio, pero bien vestido que sujetaba en una mano un turbante. En su cara
descubrí los despiertos ojos que Mayifa describiera así y muy acertadamente. No
me extrañó que a aquel cuerpo no le sobrara un gramo de grasa ya que la única
que introducía en él era al chuparme el dedo después de engrasar la maquinaria
de la noria. Mi figura, en conjunto, me pareció una aparición, pero seguramente
debido al efecto de la luz de la lámpara de aceite que sujetaba Sinafasi a ni
lado, sorprendido de verme a mí a su vez extrañado. Cuando vi al pigmeo
reflejado también en el cristal, me di cuenta de la diferencia de estatura
entre los dos. «¿Nunca te habías visto,
Dikembe?». Le contesté que no, que en el río sí, aunque nunca me viera
quieto, y hacía tanto que ya no me acordaba. Después me quité la túnica y me
giré sin dejar de mirarme y descubrí las cicatrices de mi espalda. «Yo también tengo, no te preocupes».
Trató de consolarse y consolarme Sinafasi. Esa noche soñé con aquel joven que
conocí en el espejo. En el sueño su aventura era otra que la mía. Un guerrero
que luchaba y siempre ganaba. Hasta Imana le encargó que se enfrentara a
Muerte. Cuando se encontraron en la batalla definitiva me desperté. Mi voluntad
se había rendido ante una rutina tal que si no cumplía el ritual diario mi
propio cuerpo me lo pedía, pensara mi mente lo que pensara. A pesar de que mi
tarea era mecánica y que cada día tenía que tirar más veces de aquel viejo
animal, soñaba poco e imaginaba menos. Después de bautizar al burro como
Toujoursoui(1JC) por su continuo movimiento de cabeza de arriba
a bajo al andar, ya no se me ocurrió nada imaginativo. Ni siquiera pensaba en
escapar. Hasta que cumplí el anhelo de verme en aquel gran espejo tenía una
ilusión. Al quedarme sin sueños mi cerebro se desajustó. Empecé a sentir de
nuevo el hastío de andar en círculo. La pérdida de autodefensas hizo que
enfermara, que el virus de la libertad entrara en mi corriente vital y llegara
a mi corazón. Algo, por otro lado, bastante normal si no eres un pollino. Por
más que me decía que gracias al señor de la piedra toda aquella gente podía
comer e intentar ser feliz, la fiebre del inconformismo me atacaba cada puesta
de sol. El sueño, que cada día me costaba más conciliar, reparaba, en parte,
las funciones corporales y mentales, pero esa componendas cada día duraban
menos. Y, claro, a mi cabeza le dio por buscar maneras de salir de allí y
renunciar a mi cargo que ya se me antojaba eso, una carga de por vida, como la
que soportaba Toujoursoui, fiel reflejo de mí mismo. Como es evidente, no hice
ningún amigo pues los niños tenían prohibido acercarse a la noria, así como
distraerme de mis tareas. Tampoco les vi muy interesados en ello. En cambio, yo
sí les miraba siempre que pasaban,
generalmente a la carrera y con gritos. La falta de roce diario con otras
personas, salvo con Sinafasi, me privaba de ello. Motu propio, él me había dicho
con cierto orgullo que estaba allí por su voluntad, aunque había sido esclavo,
ahora era sirviente. Yo no había subido ese escalón, pensé en aquel momento. Eso
nos colocaba a cada uno en su sitio. Mi convivencia se reducía a él y a los
herreros y carpinteros que mantenían en perfecto estado la noria. Y, como cada
vez venían unos distintos, no hice migas con ninguno, no hubo ocasión para
ello. Así que, imagino que el aislamiento empeoró mi estado mental. Y la
necesidad, que no el deseo, de salir de allí me inundó por completo. Pero la
cuestión era cómo. Tan solo tenía un amigo. Y no podía pedirle que se olvidara
de dar vueltas. No podía exigir al viejo animal que corriera como el viento
sobre las arenas del desierto, y así poner tierra de por medio entre la noria y
nosotros. Además, si lo hacía, corría el riesgo de no alejarme mucho, porque,
lo más seguro sería que Toujoursoui huyera en círculos, en vez de en línea
recta. El pesimismo me embargaba cada vez más. Esa era la consecuencia de la fiebre
que me afectaba. Lo que tienen las enfermedades es que pueden curarse y,
entonces, te quedas expuesto a sanar y aceptar las normas que te han impuesto.
Y como comía y bebía a diario me cree una necesidad, como la crean la
publicidad. Quería llegar a tener en mis manos las riendas de mi vida y así no
convertirme en un Siemprenó. Aquella tarde, la primera vez que Toujoursoui se
derrumbó y me dejó sin trabajo vespertino, no me fui a mi pesebre, sino que me
quedé con él. Me apoyé en el murete que defendía el agujero en la tierra y fijé la vista en la oscuridad del agua.
Daba vueltas a mis nulas posibilidades cuando acertó a pasar por allí mi amo.
Se quedó parado al ver a Toujoursoui derrengado. «No consigo levantarle», dije a modo de disculpa. Wahid no dijo nada
sobre la situación del animal, pero sí sobre la mía. Resulta que ya llevaba en
aquel oficio un año y con ello mi amo había cumplido su obligación para con su
pueblo. Así, de sopetón, se me curó mi enfermedad. Se había acabado el
suplicio. Pero, no, pronto rebrotó la fiebre con más virulencia al anunciarme
que, si bien su responsabilidad acababa esa noche, la mía no, porque, para
entendernos, su propiedad, yo, pasaba a manos de otro aristócrata para
beneficio de la familia Okoye, ganancia que por fin se producía después de un
año de alimentarme. Por eso había salido de su casa a esas horas, para
comunicárselo a mi nuevo dueño, pues, aunque ya estaba acordado, él no quería
error alguno en la transacción. Yo no debía volver esa noche a cenar y a dormir
a su cuadra. A partir de ese momento, debía causar gasto en casa de la familia Khalil
según la costumbre. Y fue en ese momento cuando mis despiertos ojos vieron una
salida, y mi labia entró en acción. Convencí a Sahid de que volviera al calor
de su hogar. Yo me haría cargo de tan banal encargo, indigno de mi señor al que
había servido tan bien como había podido todo este año. Si había allí un
recadero, ése era yo, no él. Que si me lo permitía me presentaría a mi nuevo
amo sin molestar más al antiguo al que quedaba muy agradecido. La vanidad es
una débil barrera con la que los soberbios fortifican su ego. A mí me costó muy
poco derribar el muro de Wahid para que delegara en mí aquello que debía
cumplir él para que no pasara lo que iba a pasar si todo me salía bien, porque
la inspiración fue como un fogonazo. Todo lo vi claro en ese momento. Me dio el
nombre de mi nuevo amo, las explicaciones para llegar hasta su mansión y por
último su espalda, y se marchó dando por cumplida la transacción de
responsabilidades que yo representaba así como reconociendo lo buen amo que era
y lo buen comerciante, pues ya había recibido el pago por mi persona. Cuando
quedé a solas con Toujorsoui, rumié un poco más el plan que se me había
ocurrido sobre la marcha. Le había pedido permiso a mi examo para volver al
pesebre a recoger mis pertenencias. Y, aunque me recordó que tanto la estera
como la manta mugrienta no eran mías sino suyas, y dando importancia a su
regalo me cedió la propiedad de esos objetos por mi buen comportamiento y “savoir-faire” durante el año que le
había pertenecido, que no servido. Le recordé que lo recogería después de mi
última misión bajo su imperial voluntad. Estas últimas palabras le encantaron.
Yo creo que se fue tan engañado como orgulloso de su sangre noble. Y yo quedé
más satisfecho de la que corría por mis venas, a sabiendas de que la golfería
no provenía de Delane, sino de su violador. Disimulé con el pollino para darle
tiempo a que se alejara con aires de conde, y así no intuir mis intenciones.
Antes de que desapareciera entre dos chozas, me puse en camino hacía la
dirección que me indicara Wahid por si se volvía, pero al alcanzar la primera
cabaña, la medio rodeé y encaminé mis pasos entre el resto de pequeños
edificios. Así, ayudado por las sombras, me deslicé en el pesebre para hacerme
con la manta y la estera de aquel viejo pervertido. Pero no fue por robar el entrar
de hurtadillas, porque permiso tenía de mi ex amo. Sabía que encima de
Toujoursoui no llegaría ni a avanzar un paso, y como me jugaba la vida, aposté
sin riesgo, y lo hice por el mehari
más joven y fuerte. No era otro que el camello al que me había hartado de ver
el trasero. No esperaba la cena, porque en aquella casa no pintaba ya nada. Por
eso me sorprendí al ver a Sinafasi con la escudilla de todas las noches y traté
de disimular como pude. Con la excusa de haber tenido un día de perros —te
confieso que no entiendo este refrán porque los perros aquí viven mejor que los
hombres de allí— exageré
mi hambre. El pigmeo, que era más largo que yo, me guiñó un ojo y me contestó
que si me demoraba un rato, podría llevarme las sobras de todas las cenas de
esa noche, que falta me harían para saciar mi apetito desmedido. «Estoy seguro
de que mañana también las necesitarás».
Entre el verbo llevar y su última suposición, Sinafasi me dio a entender que
sabía que me largaba de allí. Con la recomendación de que cenara y repusiera
fuerzas porque algunas noches en soledad se podían hacer muy largas, se marchó.
Le hice caso, cené y descansé. No tardó mucho en volver a aparecer con una
espuerta tapada con una esterilla redonda. La dejó ante mí y se despidió. «Yo, no he visto nada, Dikembe. No me
jodas». Esperé a que se largara, metí los
víveres en unas alforjas, manche con tierra la espuerta y ya puestos, y sin
hacer apenas ruido, me pertreché con un saco de grano y dos pellejos que llené
de agua de los cantaros de la cuadra. Todo se lo cargué al camello al que ya había
ensillado. Esperé a no ver luces en las ventanas de la casa de los Okeye, y
salí. Llegué junto a Toujoursoui que seguía tumbado. Le ofrecí un puñado de
granos. Con ello conseguí que se levantara y le dejé comer. Saqué un cubo de
agua del pozo y también bebió. Vacié y llené mis odres y se los cargué al
camello. Prefería agua fresca. Después solté al pollino del mayal. Yo no sabía
el trasiego que podría haber a esas horas, ya sin sol, en la explanada de la
noria, aunque por lógica debía ser mínimo por lo tarde que era. Pero al cargar
el segundo pellejo en el camello, escuché detrás de mí un ruido y después un
saludo ajustado a mi cargo. Me quedé paralizado agarrado a las cintas de cuero
del odre. Tras unos instantes de espera, apoyé mi frente sobre la piel del
camello y me rendí. Me habían pillado. Qué le iba hacer. No había ido muy
lejos, la verdad, pero lo había intentado. Mayifa lo sabría, no era un
guerrero. Pero luchaba. La voz insistió. Oí la peor pregunta que jamás hubiera
querido oír en esas circunstancias: «¿Dónde
va el señor de la piedra a estas horas?». Y eso mismo me decía yo: “Dónde
vas, Dikembe”. Me volví con los hombros y los ojos caídos y dispuesto a aceptar
mi castigo, pero durante el giro, escuché la voz de Mayifa que me hablaba de
los guerreros tutsi y hutu: «Tenían en
común que nunca se rendían…». “Y yo tampoco”, me dije. Así que, no terminé
de volverme y contesté con la verdad, en el sentido de lo que debía hacer y no
de lo que pretendía. Y, de espaldas, expliqué al desconocido, distrayendo mis
manos entre los aperos del camello, las órdenes del noble Okoye para
presentarme de la mejor manera ante mi nuevo señor, de la familia Khalil, por
cumplirse un año de la obligación del primero para con la ciudad que me había
acogido tan amablemente, donde sus habitantes me habían tratado tan bien y tan
amablemente, por lo que esperaba pasar mi últimos días en ella como
agradecimiento. Parece que todos los habitantes de aquel lugar cojeaban del
mismo pie. Y el desconocido, sin yo decir más, se montó su propia historia en
base al orgullo de sentirse afín con las dos familias nobles. El camello,
claro, era el presente que mi anterior señor, tan generoso como todos los vecinos,
ofrecía a mi nuevo amo. Y el gran detalle simbólico de entregarlo con agua y
grano rayaba con lo sublime. Escuché entonces el consejo de aprender de los
modales de los verdaderos señores del desierto. Después la voz se despidió y se
fue perdiendo en un mar de tranquilidad. Respiré y agradecí a mi Mayifa, no al
desconocido, su consejo de no rendirme. Sin más dilación mandé sentarse al
camello, tal y como había visto hacer a Wahid, me subí a la silla y empecé mi
artera huída con el paso cansino a la vez que majestuoso que estos animales
usan. No habíamos avanzado diez pasos cuando pensé en el pollino. No podía
dejarle allí. Toujousoui tenía derecho a realizar un trayecto, aunque fuera el
último, en línea recta. De perdidos, al río. Volví, quité un par de correas de
su apero y tirando un animal de otro reinicié mi escapada sin prisa alguna.
Correr no hubiera sido posible. De nuevo Toujoursoui sería mi contertulio
habitual, si bien incorporaríamos a
Bajada de pinterest, Lady VM
Hamal(2JC), recién bautizado así, a nuestros monólogos,
siempre y cuando pusiéramos tierra de por medio, mientras se descubría la farsa
que había montado. Tenía prácticamente la noche entera para perderme. Si no
volvería a ver a Mayifa. Muerte vista así no era tan incómoda en mi cabeza.
Esperaba que los movimientos de la arena del desierto disiparan las huellas de
aquellas bestias que en ese momento no me lo parecían tanto. De no ser por
ellos… Sabía que dejaba atrás una vida tan cómoda como estéril para mí, entre
otras cosas. Porque también dejaba atrás a Sinafasi y a la familia Okoye, a la que
nunca pertenecí, ni pertenecería. Pero no me alegraba, aún tenía en la cabeza
la tara que permite aceptar que una persona pertenezca a otra. Fue mucho más
tarde, al convivir con vosotros y leídos muchos textos, gracias a ti, que
erradiqué la esclavitud de lo deseable. Todavía recuerdo pasajes de El canto a
mí mismo que me leías, antes de que yo supiera, una y otra vez como contrapunto
a mis opiniones. Al principio, tu lectura me pareció otra forma de maltrato
psicológico que tenía que sufrir para sobrevivir. Era el precio que debía pagar
por tu comida y tu techo. Nunca te lo
había comentado y, ahora, aprovecho tu lejanía para confesártelo. No siempre
confié en ti, mon ami. ¡Ay qué a
gusto me he quedado! Ya no siento el peso del secreto. A partir del momento en
el que entendí el altruismo, he llevado esa carga que no me atrevía a revelar.
No es que me sintiera un traidor o un desagradecido, pero me incomodaba no atreverme
a contártelo. Sé que sabrás entenderlo, y más si te hago otra confidencia. Esa
molestia me ha servido siempre de acicate para conseguir todo aquello que me
proponías pensando en mi bien, tal como ir a la escuela, aprender español, leer
un libro cada semana y comentarle, buscar trabajo, hacerme mi hueco en una
sociedad que, aún hoy , no termino de entender como te pasa a ti según tus
palabras. Y de estudiar una carrera, ni hablamos. Creo que esta digresión no te
enfadará, también te digo que por hoy ya está bien de escribir. Las últimas
palabras no son de relleno, mon ami,
son el producto de abrir mi corazón más de lo que quizá se deba hacer ante un
semejante. Pero te lo debía, como tantas otras cosas. Regodearse en sentir
gratitud es una gozada. Es lo más alejado del odio y de la envidia, acaso los
sentimientos más nocivos para quien los alberga. Yo los dejé por el camino y
otros, por lo que leo en los periódicos y en Internet los han encontrado y
alimentado, y de qué manera…
El señor del agua
o que te decía, que lo único que llamó
mi atención de aquel pueblo, que no parecía una aldea, fue un artilugio
que se elevaba en medio de la explanada que hacía las veces de plaza mayor.
Algo que jamás había visto en mi vida. Hacía un ruido perturbador y continuo,
aunque el único inquietado parecía yo, porque los dos camellos y Wahid ni se
inmutaron al pasar junto al armatoste que funcionaba por la fuerza bruta de un
pollino con los ojos tapados que, atado a una larga y gruesa pértiga, daba
vueltas alrededor de la máquina infernal mientras un anciano le miraba aburrido
y sentado en un murete. Veía caer el agua que venía en unas bolsas de cuero,
cangilones sé que se llaman hoy, sobre unas tablas puestas en uve que la
llevaban más allá de las tiendas, jaimas y pocas casas de adobe que cercaban la
plaza a gran distancia, acaso debido al ruido. En su primer tramo un hombre
montado a camello podía pasar por debajo de aquel armazón de madera sin agacharse. El
pueblo, al menos, era curioso. Lo componían, como ya he dicho, tiendas de
tuareg, otras más altas y lujosas, las jaimas, chozas y algunos edificios
hechos con ladrillos de adobe. Estos últimos lejos de la plaza. También había sotechados
donde distinguí animales de carga. Deduje, lógicamente, que era el agua lo que
daba vida a aquella pequeña ciudad. Seguramente el primero que llegó supuso que
el agua no iba a dar para mucho, y resultó que sí, que daba para muchos y mucho
tiempo. Son las incongruencias del desierto. Por arriba ni una gota en años,
por debajo ríos que nadie sabe donde van ni por donde se acercan a la arena.
Egipto, para que te hagas una idea, está encima de ciento cincuenta mil
kilómetros cúbicos de agua dulce subterránea. EnÁfrica hay agua, pero muy mal
repartida, vertical y horizontalmente, ¿verdad? Bon, volvamos. Yo nunca había
visto tantos hogares juntos y diferentes. Y en su centro la gran noria, Wahid la
llamó así muy orgulloso, y añadió que trabajaba constantemente. Luego sabría
que la jornada de trabajo de aquel burro, que daba vueltas, era de sol a sol.
La rueda hacía tanto ruido como bien. Al dejarla atrás me volví y me paré
porque dejé de oírla. Lo cierto es que no se oía otra cosa. Creí que me había
quedado sordo, hasta que escuché la voz de mi amo. «Ese es el problema, Dikembe, el nivel del agua. Ése y que necesitamos
todos los animales de tiro para trabajar. El agua y los camellos aquí son más importantes que cualquier individuo
de la comunidad, aunque menos importáis vosotros, los extranjeros». No
entendí la primera parte del comentario de Wahid, pero lo haría en breve. La
segunda parte la interpreté en el sentido que yo, al ser extranjero, formaba
parte de la capa más baja de aquella sociedad, por debajo de camellos, bueyes y
burros. No tardamos en entrar un patio con tapias de adobe. Mi amo me encargó
descargar y encargarme de los camellos. Señaló hacia una parte de la corraliza
donde un caballo y otro camello, más viejo, se guardaban del sol bajo un
techado de palmas que dejaban pasar rayos de sol a modo de los que instalamos
en mi cuarto de baño, ¿te acuerdas? Sé que, a veces, mis comparaciones son un
tanto absurdas, que juntan dos mundos dispares y paralelos. Me guía más el
interés, cara a que me entiendas, que dejar huella en la literatura española. Y
no te rías… Ya me has dicho más de una vez que mis metáforas son penosas. Lo
serán, pero sé que me entiendes. Y en el fondo, y que me perdone la RAE , es de lo que se trata.
¿Qué más da cómo construir las frases, si las ideas son claras y se difunden
sin dificultad? Bien está saber hablar, pero mejor está saber pensar, ¿no? Eh bien,
c'est ça, mon ami. Aunque siempre
habrá quien diga que van unidos. Incluso puede ser que para trasmitir un
sentimiento, sobre todo, las palabras no sirvan y haya que recurrir a un gesto
o a una caricia. Me acusas de afectivo cuando te abrazo todos los días que nos
vemos y ¿qué coño haces tú cuando te ves a tus amigos en tu casa o en la suya?
¿Les sacas la lengua? Eh bien, c'est ça,
mon ami. ¿Que más da decir “no puedo vivir sin ti” que “sin puedo ti no
vivir yo”, si acabas la frase con una caricia o un beso en la mejilla? Perdona,
parece que yo mismo, a falta de tus correcciones, me someto a análisis. Será
que echo de menos tus filípicas y me enrollo solo entre tus ideas y las normas
a seguir.
Bajada de elpedroso.info |
Nada más leer esta crítica soterrada de Dikembe a
nuestro común amigo José María, me di cuenta de que estaba equivocado. Cada
cultura tiene una forma de trato. Unos se besan, otros se dan la mano, otros se
frotan la nariz y otros no deben tocarse aunque puedan estar dentro de una
sauna desnudos, sean del sexo que sean. Pero le entiendo, porque ver el beso entre Erick Honecker y Leonidas Brezhnev también sorprendió a más de uno y alegró a otros. En cambio, criticar forma
parte de todas las sociedades, va en nuestros genes. No es circunstancial. Sí
la crítica, pero no el criticar. Los finos dicen que opinan sobre los demás y
añaden que lo hacen de personajes públicos, no de personas. Habrá que verlos en
sus comunidades de vecinos o lugares de trabajo. De hecho, yo estoy censurando
a quien critica y hasta ahora no había caído. La misma tabla aplico a los que
les gusta tan solo la constructiva y lo dicen muy ufanos. ¡Y un cuerno! A nadie
le gusta, porque una crítica siempre hiere. ¿Qué
sabrá este? ¡Qué se habrá creído! Esa es la respuesta ante cualquiera de esos
juicios cuando llega a nuestros oídos, sean constructivos o destructivos.
Bon, como te decía, estaba descargando a mi amigo,
el del culo bonito y conocido, cuando escuché a Wahid detrás de mí, me avisaba
de que tuviera mucho cuidado porque algunos objetos podían romperse, cosa que
ya me había advertido unas cuentas veces. Me avisaba de que, aunque pagara mi
espalda por ello, él perdería su mercancía. Si ya había puesto cuidado hasta
ese momento, como en los anteriores, el miedo a los latigazos me hizo poner
mimo al bajar los fardos del camello por última vez. Y más cuando me vinieron a
la mente aquellos trallazos que recibiera mi compañero sediento en el mercado
de esclavos. Mientras cumplía mi delicada misión, mi amo siguió con la charla y
supe que aquel corral sería mi nuevo hogar. Me volvió a recordar lo ya dicho,
que primero eran los animales, y luego yo. También me aconsejó que, antes de
llevar los bultos dentro de su casa, me deshiciera de todas la briznas de paja
que se habían pegado a la poca ropa y a mis pies, porque, si su mujer se
quejaba, lo pagaría asimismo mi espalda. El viejo Abdalla había vivido obsesionado
con mi entrepierna y este maduro señor lo parecía con mi espalda. Desde luego,
algo había cambiado en ese sentido, pero no pude juzgar en ese momento si para
bien o para mal. Lo haría más tarde y mi espalda me demostraría que sería para
mal. Al fin y al cabo, una caricia no deseada no habría las carnes como un
latigazo, sobre todo a personas que habían sido expropiadas de su dignidad. Si
te la extirpan, ahí ya no te duele, como pasa con las anginas. Si los demás te
ven como un objeto de su propiedad, terminas por aceptar ese rol. Tal es la
fuerza de una mentira repetida y remarcada hasta la saciedad y violentamente.
Cuando acabé de descargar, avié a los dos camellos para el descanso tal como me
habían ordenado. Después de sacudirme y remirarme la ropa y la planta de los
pies, introduje los bultos en la casa. Nunca había visto cosa semejante,
después de cruzar la cocina vi espacios y estancias llenas de alfombras y
cojines, paredes llenas de ventanas y cortinajes, preciosos objetos sobre mesas
y demás muebles… Me quedé atónito de tanto lujo y belleza. Por eso me gané una
colleja de un negro como yo que tuvo que ponerse de puntillas para asestarme el
golpe en la nuca. Y que sin mediar palabra me dejó claro que toda aquella profusión
de bellas piezas no estaban allí para ser admiradas por el último mono que
había llegado a la casa. El pigmeo me hizo una seña y le seguí cargado con el
primer paquete envuelto en pieles. Me llevó hasta otra habitación, pocas he
pisado tan grandes en mi vida, y en la que vi todo tipo de elementos ornamentales
muy vistosos. Si bien, vigilado por el sirviente, no osé mirar un objeto más de
un instante. Pero mi trabajo y su vigilancia, no impidieron que viera las pipas
de agua, las ricas telas, las sillas de montar enjoyadas, los tapices, las
alfombras y hasta un espejo que duplicaba los lujos de aquel almacén. Una vez
introducido el último fardo, se lo informé a mi guardia y guía. Debió de
entenderme porque me vi de nuevo ante mi amo. Repantigado sobre unos cojines y
acompañado por un anciano galano, también muy enjoyado, tomaba el té. Ellos
sentados y yo de pie, fue consentido mi descanso. También comería, Sinafasi,
que inclinó la cabeza al oír su nombre, me llevaría la comida a la cuadra, y
que con el sol más bajo o sin él mi amo me explicaría en qué consistiría mi
trabajo diario para el que, también Sinafasi, me daría vestido digno, pues iba
a representar a la casa de los Okoye ante todos los vecinos. No abrí la boca,
como ya había aprendido, y con una leve inclinación de cabeza, comencé a obedecer
a aquella mano llena de sortijas, mientras observaba cómo el anciano bebía su
té. La sugerencia dicha con un ligero y continuo movimiento de los dedos era
bien clara: aléjate. Y lo hice. Horas más tarde, y vestido con una túnica
blanca con bordados y un turbante para protegerme del sol y las posibles
tormentas de arena, me enteré que sería el responsable designado por mi señor
para mantener el suministro de agua de la población. «Tú serás quien representará a mi noble casa, Dikembe». Dicho así,
tal como me lo dijo Wahid, cualquiera hubiera hecho lo que yo, tomar aire y sacar pecho. Pensé en ese momento que
Mayifa estaría muy orgullosa de su biznieto, allá donde estuviera de charleta
con Jesucristo o con Imana. Yo iba a representar a una casa noble. Pero si nos
dejamos de circunloquios ostentosos y bellas túnicas llegamos a la conclusión
de que guiar a un pollino, con más años que el desierto, por una senda circular
que había que llenar de tierra todas las noches para que sus pezuñas no
llegaran a contactar con el núcleo de la Tierra , la cuestión variaba mucho y tomaba un
cariz de aburrimiento importante. Tampoco había que tener mucha fuerza para
frenar al animal cuando los canjilones volvieran vacíos. Ni ser muy listo para
darse cuenta de ello y esperar a que el gran pozo se recuperara hasta el nivel
que marcaba una soga que colgaba con una piedra en su extremo. Cuando esa
piedra desaparecía bajo el agua era el momento más difícil para el burro. El
pobre tenía las fuerzas y la autoestima más bajas que el fondo del pozo del que
sacaba la vida de aquella pequeña ciudad. Arrancar le costaba más que morir
como comprobé en mi primer día como representante de la casa de Wahid Okoye. Y
es que todas las familias de la nobleza tuareg debían hacerse cargo durante un
año de la supervisión y buen funcionamiento del sistema de abastecimiento de
las aguas del pozo. Aguas vitales para el consumo humano y animal, así como
para el regadío de los campos que les alimentaban a unos y a otros. Los
animales a su vez les daban la leche, aunque la carne, aquellas gentes, la
comían siempre vieja y dura, pues la causa de muerte animal más común era la
vejez y el sobreesfuerzo. Si le ocurría una desgracia a un animal joven,
dependiendo de su tamaño, se invitaba a un festín al resto de familias de la
aristocracia. Hubo alguna en la que los comensales no encontraron en sus
fuentes más que un trozo de camello tan pequeño como un dátil de la guarnición.
La segunda vez que una madre camella aplastó a un hijo, la costumbre cambió y
dejaron libertad al dueño del animal para que ajustara los invitados al tamaño
del cadáver a asar guiado por la jerarquía local. Te lo explico para que
entiendas que durante aquella etapa de mi vida me volví vegetariano, eso sí
ostenté mi primer y único cargo público. Ni más ni menos que el Señor de la Piedra
representante de la noble casa de los Okoye. Título que llegaría a odiar, como
podrás entender, porque levantarse antes del alba y estar todo el santo día
dando vueltas pendiente de que una piedra estuviera siempre sumergida es más
alienante que estar todo el día sexando pollos o viendo televisión. Recordarte
que sobre el desierto, las horas de luz rozan las dieciséis en verano y las
nueve en invierno. Una vez puesto el astro rey, había que liberar de su venda y
dar de beber al cansado y viejo animal, así como rellenar con arena la corona
circular que el buen burro hoyaba al recorrer sus muchos kilómetros diarios sin
moverse del sitio. Y esto me trae a la mente a esas personas que llamamos
conservadoras. También había que engrasar con sebo los engranajes y otras
partes de la noria, acaso la tarea más divertida y peligrosa, por lo que
siempre elegían jovencitos fuertes y extranjeros, como era mi caso. Por eso me
había echado el ojo Wahid. Solo descansaba el día que los herreros o
carpinteros apañaban una pieza. Por ello veía todos los días al anciano
enjoyado que conocí en casa de mi amo el primer día. Todas las mañanas se
acercaba a la noria y la estudiaba detenidamente. Por supuesto no me saludaba,
aunque yo era el señor de la Piedra, él era el señor de la noria, que era como
decir de la vida. Me llamó la atención el trabajo de aquellos artesanos que solo
reparaban las roturas por el día, porque por la noche hacían el mantenimiento.
Servían lo mismo para un roto que para un descosido. Pasaban de diseñar una
joya fina y delicada a templar una espada o a fundir y trabajar una pieza digna
de los mejores ingenieros y fundidores. En esos ratos de asueto, nunca más de
tres horas, mientras ellos trabajaban, yo me tumbaba junto a mi compañero de
trabajo y buscaba su sombra. Solo tenía que moverme un poco de vez en cuando
porque, del trío que formábamos el sol, él y yo, el único que variaba, aunque
te parezca mentira era el primero. Si él no se hubiera movido en el firmamento,
yo tampoco me hubiera corrido un milímetro. El que menos pintaba en la ecuación
era el animal que no se movía aunque lo empujaras. A veces, totalmente absorto,
me quedaba pensativo. Imaginaba con tristeza que mi futuro iba a ser como el
del pollino, envejecer dando vueltas a una noria y lleno de mataduras. El
asunto es que no tenía salida. Si hacía mal mi trabajo corría el riesgo de ser
azotado o ejecutado como le había pasado al anterior señor de la piedra que,
harto y desquiciado de dar vueltas, le dijo a su señor que había decidido
cambiarle el trabajo. A partir de ya el noble debía dar
vueltas y el señor de la piedra aumentaría el linaje de su señor con su hija
mayor. Y es que, si hacías bien tu trabajo la recompensa que recibías, si
excluimos que tu espalda continuara intacta y tú cuerpo siguiera en este mundo,
era ostentar tu cargo un día más. Es decir, que tu
aristócrata señor podía cederte a la familia que se hacía responsable de la piedra,
a cambio de lo que pactaran, ya fuera grano, animal, esclavo o joya. Trato que
normalmente se llevaba a cabo, por lo que el cargo era prácticamente vitalicio.
En cualquier caso, si lo hacías bien te morías dando vueltas como una peonza, y
si lo hacías mal también. Porque moría antes y a manos de tu señor que era el
único, curiosamente, que podía mandarte o tocarte. Como ocurrió conmigo porque,
como niño se me ocurrió ponerme a jugar con la cuerda que sujetaba la piedra
nivel, como la llamaban, una de las primeras mañanas mientras esperaba que se
recupera el pozo. Y tuve la mala suerte de que la cuerda, más vieja que el
burro, cediera y la piedra desapareciera entre las aguas. Cuando llegó la
revisión del día siguiente, se me hizo responsable a mí del fallo. Lo más
difícil era ajustar el largo de la cuerda. Yo, como un tonto, conté lo ocurrido
creyendo que me iban a creer y que iban a ver el incidente como un accidente
lógico. Pero no, con la piedra no se jugaba y lo aprendí en mis carnes. Y los
cinco latigazos que recibí, encima no me sirvieron ni para dejar de cumplir las
obligaciones de mi cargo. Tú no sé, pero yo no he vuelto a tener conocimiento
de un puesto como aquel. Eso sí, a más de uno deberíamos exigirle la vida por
desarrollar mal su trabajo y a otros prorrogársela por lo bien que lo hacen. Aunque,
evidentemente, no está en nuestras manos ni lo uno ni lo otro. Nada cambió
durante unos meses, salvo las horas de sol y que mi espalda se curaba. Entre
las primeras horas de la noche y las últimas, vivía a mi bola en la cuadra,
donde me llevaban las sobras, que muchas veces eran pocas. A veces pensaba lo
frágil que era la vida para aquellas gentes que, por arte de magia, recibían el
agua subterránea de sabe dios donde. ¿Qué pasaría si un día la piedra quedara
al aire para siempre y se callara la noria? Pues lo mismo que a mí si no seguía
cuerdo. Mi cordura era como su agua, necesaria para vivir. Y es que en el
fondo, tanto los ciudadanos como yo, dependíamos de la suerte. Fortuna que me
acompañó cuando, a través de Sinafasi Benga, pedí a mi amo volver a visitar
aquella gran estancia donde almacenaba sus mercancías. Tras informarme el
pigmeo de que Wahid estaba de viaje me agarré a esa tontería que escondía mi
deseo de verme de cuerpo entero en ese espejo que recordaba, pues no me conocía
tal cual era, sino como había sido reflejado en las aguas de un río. Unos días
más tarde, cuando me trajo la cena —yo tenía prohibido entrar en la casa salvo
que me llamaran— me dijo que nuestro señor estaba recién llegado y que mi
petición ya estaba en boca de nuestra señora, porque él no podía pedir nada
directamente a Wahid, a riesgo de ser castigado. Así que mi súplica dependía de
ella. Y como te digo, tuve suerte porque a los dos o tres días pude cumplir mi
deseo, cosa que ahora no haría, porque me quedé sin ilusión alguna. Lo que vi
en el espejo fue un joven delgado y alto, muy negro y con mucho pelo rizado y
sucio, pero bien vestido que sujetaba en una mano un turbante. En su cara
descubrí los despiertos ojos que Mayifa describiera así y muy acertadamente. No
me extrañó que a aquel cuerpo no le sobrara un gramo de grasa ya que la única
que introducía en él era al chuparme el dedo después de engrasar la maquinaria
de la noria. Mi figura, en conjunto, me pareció una aparición, pero seguramente
debido al efecto de la luz de la lámpara de aceite que sujetaba Sinafasi a ni
lado, sorprendido de verme a mí a su vez extrañado. Cuando vi al pigmeo
reflejado también en el cristal, me di cuenta de la diferencia de estatura
entre los dos. «¿Nunca te habías visto,
Dikembe?». Le contesté que no, que en el río sí, aunque nunca me viera
quieto, y hacía tanto que ya no me acordaba. Después me quité la túnica y me
giré sin dejar de mirarme y descubrí las cicatrices de mi espalda. «Yo también tengo, no te preocupes».
Trató de consolarse y consolarme Sinafasi. Esa noche soñé con aquel joven que
conocí en el espejo. En el sueño su aventura era otra que la mía. Un guerrero
que luchaba y siempre ganaba. Hasta Imana le encargó que se enfrentara a
Muerte. Cuando se encontraron en la batalla definitiva me desperté. Mi voluntad
se había rendido ante una rutina tal que si no cumplía el ritual diario mi
propio cuerpo me lo pedía, pensara mi mente lo que pensara. A pesar de que mi
tarea era mecánica y que cada día tenía que tirar más veces de aquel viejo
animal, soñaba poco e imaginaba menos. Después de bautizar al burro como
Toujoursoui(1JC) por su continuo movimiento de cabeza de arriba
a bajo al andar, ya no se me ocurrió nada imaginativo. Ni siquiera pensaba en
escapar. Hasta que cumplí el anhelo de verme en aquel gran espejo tenía una
ilusión. Al quedarme sin sueños mi cerebro se desajustó. Empecé a sentir de
nuevo el hastío de andar en círculo. La pérdida de autodefensas hizo que
enfermara, que el virus de la libertad entrara en mi corriente vital y llegara
a mi corazón. Algo, por otro lado, bastante normal si no eres un pollino. Por
más que me decía que gracias al señor de la piedra toda aquella gente podía
comer e intentar ser feliz, la fiebre del inconformismo me atacaba cada puesta
de sol. El sueño, que cada día me costaba más conciliar, reparaba, en parte,
las funciones corporales y mentales, pero esa componendas cada día duraban
menos. Y, claro, a mi cabeza le dio por buscar maneras de salir de allí y
renunciar a mi cargo que ya se me antojaba eso, una carga de por vida, como la
que soportaba Toujoursoui, fiel reflejo de mí mismo. Como es evidente, no hice
ningún amigo pues los niños tenían prohibido acercarse a la noria, así como
distraerme de mis tareas. Tampoco les vi muy interesados en ello. En cambio, yo
sí les miraba siempre que pasaban,
generalmente a la carrera y con gritos. La falta de roce diario con otras
personas, salvo con Sinafasi, me privaba de ello. Motu propio, él me había dicho
con cierto orgullo que estaba allí por su voluntad, aunque había sido esclavo,
ahora era sirviente. Yo no había subido ese escalón, pensé en aquel momento. Eso
nos colocaba a cada uno en su sitio. Mi convivencia se reducía a él y a los
herreros y carpinteros que mantenían en perfecto estado la noria. Y, como cada
vez venían unos distintos, no hice migas con ninguno, no hubo ocasión para
ello. Así que, imagino que el aislamiento empeoró mi estado mental. Y la
necesidad, que no el deseo, de salir de allí me inundó por completo. Pero la
cuestión era cómo. Tan solo tenía un amigo. Y no podía pedirle que se olvidara
de dar vueltas. No podía exigir al viejo animal que corriera como el viento
sobre las arenas del desierto, y así poner tierra de por medio entre la noria y
nosotros. Además, si lo hacía, corría el riesgo de no alejarme mucho, porque,
lo más seguro sería que Toujoursoui huyera en círculos, en vez de en línea
recta. El pesimismo me embargaba cada vez más. Esa era la consecuencia de la fiebre
que me afectaba. Lo que tienen las enfermedades es que pueden curarse y,
entonces, te quedas expuesto a sanar y aceptar las normas que te han impuesto.
Y como comía y bebía a diario me cree una necesidad, como la crean la
publicidad. Quería llegar a tener en mis manos las riendas de mi vida y así no
convertirme en un Siemprenó. Aquella tarde, la primera vez que Toujoursoui se
derrumbó y me dejó sin trabajo vespertino, no me fui a mi pesebre, sino que me
quedé con él. Me apoyé en el murete que defendía el agujero en la tierra y fijé la vista en la oscuridad del agua.
Daba vueltas a mis nulas posibilidades cuando acertó a pasar por allí mi amo.
Se quedó parado al ver a Toujoursoui derrengado. «No consigo levantarle», dije a modo de disculpa. Wahid no dijo nada
sobre la situación del animal, pero sí sobre la mía. Resulta que ya llevaba en
aquel oficio un año y con ello mi amo había cumplido su obligación para con su
pueblo. Así, de sopetón, se me curó mi enfermedad. Se había acabado el
suplicio. Pero, no, pronto rebrotó la fiebre con más virulencia al anunciarme
que, si bien su responsabilidad acababa esa noche, la mía no, porque, para
entendernos, su propiedad, yo, pasaba a manos de otro aristócrata para
beneficio de la familia Okoye, ganancia que por fin se producía después de un
año de alimentarme. Por eso había salido de su casa a esas horas, para
comunicárselo a mi nuevo dueño, pues, aunque ya estaba acordado, él no quería
error alguno en la transacción. Yo no debía volver esa noche a cenar y a dormir
a su cuadra. A partir de ese momento, debía causar gasto en casa de la familia Khalil
según la costumbre. Y fue en ese momento cuando mis despiertos ojos vieron una
salida, y mi labia entró en acción. Convencí a Sahid de que volviera al calor
de su hogar. Yo me haría cargo de tan banal encargo, indigno de mi señor al que
había servido tan bien como había podido todo este año. Si había allí un
recadero, ése era yo, no él. Que si me lo permitía me presentaría a mi nuevo
amo sin molestar más al antiguo al que quedaba muy agradecido. La vanidad es
una débil barrera con la que los soberbios fortifican su ego. A mí me costó muy
poco derribar el muro de Wahid para que delegara en mí aquello que debía
cumplir él para que no pasara lo que iba a pasar si todo me salía bien, porque
la inspiración fue como un fogonazo. Todo lo vi claro en ese momento. Me dio el
nombre de mi nuevo amo, las explicaciones para llegar hasta su mansión y por
último su espalda, y se marchó dando por cumplida la transacción de
responsabilidades que yo representaba así como reconociendo lo buen amo que era
y lo buen comerciante, pues ya había recibido el pago por mi persona. Cuando
quedé a solas con Toujorsoui, rumié un poco más el plan que se me había
ocurrido sobre la marcha. Le había pedido permiso a mi examo para volver al
pesebre a recoger mis pertenencias. Y, aunque me recordó que tanto la estera
como la manta mugrienta no eran mías sino suyas, y dando importancia a su
regalo me cedió la propiedad de esos objetos por mi buen comportamiento y “savoir-faire” durante el año que le
había pertenecido, que no servido. Le recordé que lo recogería después de mi
última misión bajo su imperial voluntad. Estas últimas palabras le encantaron.
Yo creo que se fue tan engañado como orgulloso de su sangre noble. Y yo quedé
más satisfecho de la que corría por mis venas, a sabiendas de que la golfería
no provenía de Delane, sino de su violador. Disimulé con el pollino para darle
tiempo a que se alejara con aires de conde, y así no intuir mis intenciones.
Antes de que desapareciera entre dos chozas, me puse en camino hacía la
dirección que me indicara Wahid por si se volvía, pero al alcanzar la primera
cabaña, la medio rodeé y encaminé mis pasos entre el resto de pequeños
edificios. Así, ayudado por las sombras, me deslicé en el pesebre para hacerme
con la manta y la estera de aquel viejo pervertido. Pero no fue por robar el entrar
de hurtadillas, porque permiso tenía de mi ex amo. Sabía que encima de
Toujoursoui no llegaría ni a avanzar un paso, y como me jugaba la vida, aposté
sin riesgo, y lo hice por el mehari
más joven y fuerte. No era otro que el camello al que me había hartado de ver
el trasero. No esperaba la cena, porque en aquella casa no pintaba ya nada. Por
eso me sorprendí al ver a Sinafasi con la escudilla de todas las noches y traté
de disimular como pude. Con la excusa de haber tenido un día de perros —te
confieso que no entiendo este refrán porque los perros aquí viven mejor que los
hombres de allí— exageré
mi hambre. El pigmeo, que era más largo que yo, me guiñó un ojo y me contestó
que si me demoraba un rato, podría llevarme las sobras de todas las cenas de
esa noche, que falta me harían para saciar mi apetito desmedido. «Estoy seguro
de que mañana también las necesitarás».
Entre el verbo llevar y su última suposición, Sinafasi me dio a entender que
sabía que me largaba de allí. Con la recomendación de que cenara y repusiera
fuerzas porque algunas noches en soledad se podían hacer muy largas, se marchó.
Le hice caso, cené y descansé. No tardó mucho en volver a aparecer con una
espuerta tapada con una esterilla redonda. La dejó ante mí y se despidió. «Yo, no he visto nada, Dikembe. No me
jodas». Esperé a que se largara, metí los
víveres en unas alforjas, manche con tierra la espuerta y ya puestos, y sin
hacer apenas ruido, me pertreché con un saco de grano y dos pellejos que llené
de agua de los cantaros de la cuadra. Todo se lo cargué al camello al que ya había
ensillado. Esperé a no ver luces en las ventanas de la casa de los Okeye, y
salí. Llegué junto a Toujoursoui que seguía tumbado. Le ofrecí un puñado de
granos. Con ello conseguí que se levantara y le dejé comer. Saqué un cubo de
agua del pozo y también bebió. Vacié y llené mis odres y se los cargué al
camello. Prefería agua fresca. Después solté al pollino del mayal. Yo no sabía
el trasiego que podría haber a esas horas, ya sin sol, en la explanada de la
noria, aunque por lógica debía ser mínimo por lo tarde que era. Pero al cargar
el segundo pellejo en el camello, escuché detrás de mí un ruido y después un
saludo ajustado a mi cargo. Me quedé paralizado agarrado a las cintas de cuero
del odre. Tras unos instantes de espera, apoyé mi frente sobre la piel del
camello y me rendí. Me habían pillado. Qué le iba hacer. No había ido muy
lejos, la verdad, pero lo había intentado. Mayifa lo sabría, no era un
guerrero. Pero luchaba. La voz insistió. Oí la peor pregunta que jamás hubiera
querido oír en esas circunstancias: «¿Dónde
va el señor de la piedra a estas horas?». Y eso mismo me decía yo: “Dónde
vas, Dikembe”. Me volví con los hombros y los ojos caídos y dispuesto a aceptar
mi castigo, pero durante el giro, escuché la voz de Mayifa que me hablaba de
los guerreros tutsi y hutu: «Tenían en
común que nunca se rendían…». “Y yo tampoco”, me dije. Así que, no terminé
de volverme y contesté con la verdad, en el sentido de lo que debía hacer y no
de lo que pretendía. Y, de espaldas, expliqué al desconocido, distrayendo mis
manos entre los aperos del camello, las órdenes del noble Okoye para
presentarme de la mejor manera ante mi nuevo señor, de la familia Khalil, por
cumplirse un año de la obligación del primero para con la ciudad que me había
acogido tan amablemente, donde sus habitantes me habían tratado tan bien y tan
amablemente, por lo que esperaba pasar mi últimos días en ella como
agradecimiento. Parece que todos los habitantes de aquel lugar cojeaban del
mismo pie. Y el desconocido, sin yo decir más, se montó su propia historia en
base al orgullo de sentirse afín con las dos familias nobles. El camello,
claro, era el presente que mi anterior señor, tan generoso como todos los vecinos,
ofrecía a mi nuevo amo. Y el gran detalle simbólico de entregarlo con agua y
grano rayaba con lo sublime. Escuché entonces el consejo de aprender de los
modales de los verdaderos señores del desierto. Después la voz se despidió y se
fue perdiendo en un mar de tranquilidad. Respiré y agradecí a mi Mayifa, no al
desconocido, su consejo de no rendirme. Sin más dilación mandé sentarse al
camello, tal y como había visto hacer a Wahid, me subí a la silla y empecé mi
artera huída con el paso cansino a la vez que majestuoso que estos animales
usan. No habíamos avanzado diez pasos cuando pensé en el pollino. No podía
dejarle allí. Toujousoui tenía derecho a realizar un trayecto, aunque fuera el
último, en línea recta. De perdidos, al río. Volví, quité un par de correas de
su apero y tirando un animal de otro reinicié mi escapada sin prisa alguna.
Correr no hubiera sido posible. De nuevo Toujoursoui sería mi contertulio
habitual, si bien incorporaríamos a
Hamal(2JC), recién bautizado así, a nuestros monólogos,
siempre y cuando pusiéramos tierra de por medio, mientras se descubría la farsa
que había montado. Tenía prácticamente la noche entera para perderme. Si no
volvería a ver a Mayifa. Muerte vista así no era tan incómoda en mi cabeza.
Esperaba que los movimientos de la arena del desierto disiparan las huellas de
aquellas bestias que en ese momento no me lo parecían tanto. De no ser por
ellos… Sabía que dejaba atrás una vida tan cómoda como estéril para mí, entre
otras cosas. Porque también dejaba atrás a Sinafasi y a la familia Okoye, a la que
nunca pertenecí, ni pertenecería. Pero no me alegraba, aún tenía en la cabeza
la tara que permite aceptar que una persona pertenezca a otra. Fue mucho más
tarde, al convivir con vosotros y leídos muchos textos, gracias a ti, que
erradiqué la esclavitud de lo deseable. Todavía recuerdo pasajes de El canto a
mí mismo que me leías, antes de que yo supiera, una y otra vez como contrapunto
a mis opiniones. Al principio, tu lectura me pareció otra forma de maltrato
psicológico que tenía que sufrir para sobrevivir. Era el precio que debía pagar
por tu comida y tu techo. Nunca te lo
había comentado y, ahora, aprovecho tu lejanía para confesártelo. No siempre
confié en ti, mon ami. ¡Ay qué a
gusto me he quedado! Ya no siento el peso del secreto. A partir del momento en
el que entendí el altruismo, he llevado esa carga que no me atrevía a revelar.
No es que me sintiera un traidor o un desagradecido, pero me incomodaba no atreverme
a contártelo. Sé que sabrás entenderlo, y más si te hago otra confidencia. Esa
molestia me ha servido siempre de acicate para conseguir todo aquello que me
proponías pensando en mi bien, tal como ir a la escuela, aprender español, leer
un libro cada semana y comentarle, buscar trabajo, hacerme mi hueco en una
sociedad que, aún hoy , no termino de entender como te pasa a ti según tus
palabras. Y de estudiar una carrera, ni hablamos. Creo que esta digresión no te
enfadará, también te digo que por hoy ya está bien de escribir. Las últimas
palabras no son de relleno, mon ami,
son el producto de abrir mi corazón más de lo que quizá se deba hacer ante un
semejante. Pero te lo debía, como tantas otras cosas. Regodearse en sentir
gratitud es una gozada. Es lo más alejado del odio y de la envidia, acaso los
sentimientos más nocivos para quien los alberga. Yo los dejé por el camino y
otros, por lo que leo en los periódicos y en Internet los han encontrado y
alimentado, y de qué manera…
Bajada de pinterest, Lady VM |
Otro capítulo en la niñez de Dikembe. Un año en círculo del que ha sabido salir cada vez más sabio en busca de otra aventura, espero que no sea peor que la anterior.
ResponderEliminarA pesar de sus desgracias, tiene buen corazón como para no dejar al pollino atrás o como para que otro "amigo" le aporte un poco de comida para su nuevo viaje. Quizás eso sea lo que lo salve en su vida...
Espero que estés más animado, J.C., y sigas trayéndonos el resto de aventuras de este personaje. Abrazos
Aunque parezca lo contrario, yo siempre estoy "animado". Pero también he de reconocer que soy excesivamente sensible. Cuando un sentimiento se me rompe, como a todos, las heridas tardan en cicatrizar, pero el tiempo para esto es un gran aliado. Con Dikembe tengo tres frentes abiertos y, a veces, me pierdo. Uno es el capítgulo que pulo para publicar, el próximo hará la docena. Dos, el capítulo que estoy transcribiendco y desarrollando en el procesador de textos, voy por el catorce. Y tres, continuar con sus aventuras según paseo por las mañanas. Voy ya por el tercer cuaderno. Ah, y se me olvidaba otra cuarta: la documentación. Así que, no me aburro. Gracias, Ligia. Un abrazo, JC.
EliminarSalir de Guatemala para meterse en guatepeor. Pobre Dikembe.
ResponderEliminarAhora bien, en la vida se me hubiese ocurrido ese tipo de empleos a lo que se ve abocado. Veremos el siguiente capítulo.
Hasta el lunes J.C.
Y los que le quedan, jaja.
EliminarHasta el lunes, Varinia, JC.
Ésta vez voy a dejar a Dikembe en silencio para que no sea descubierto, a ver hasta dónde son capaces de llevarle sus pasos, pese a que haya tenido la suertuda de que nadie intuyera su huída. Y si, en teoría, se han hecho los suecos, tanto mejor.
ResponderEliminarMe uno a esos sentimientos rotos que dejan soledad y tristeza en el alma. Se nos pasará, sí, pero mientras eso ocurre dolerá, con un dolor sordo que sólo lo oye quien lo padece. No estás sólo en el camino, ¡je! qué más quisieras. La suerte, en éste caso, es poder y saber descargar ese peso en la pluma, hoy sería mejor decir, bolígrafo y más moderno aún, texto virtual. No lo cura, pero lo enmascara. ¡Jo!. Te lo curras de forma espléndida. Ya sé que se da mil vueltas a la cuestión hasta que parece estar lo mejor posible, entendible y documentado. Bueno que a mí me parece un rodaje estupendo y muy logrado JC. Se sabe que padezco de pesimismo “de botella medio vacía” de muchos “no” (no es) en mis comentarios o expresiones y cuando comenzaste tus cartas con Dikembe creí no poder seguirte: demasiado terrible, negro, dramático. Un añadido más a las adversidades diarias de la vida. Sin embargo has conseguido que finalmente me enganchara a las aventuras, mejor desventuras, del pobre niño. Eso tiene un significado para mí. Que realmente tienes madera. En contrapunto, te debe absorber mucho tiempo, pero si dispones de él, es el encuadre perfecto. Un voto por tu buen hacer e inspiración y seguimos contigo.
Besos.
En la virtualidad solamente puede contestarse a las palabras con palabras. Sea así por imposición, pero no por voluntad que me impulsa a una caricia, a un abrazo y me deja el camino único de dar las gracias. Un beso, Nita. Seguiremos con nuestra negra esperanza a la espera de lo que acaezca a Dikembe. JC.
EliminarPobre Dikembe, un aňo dando vueltas tiene que ser desesperante, mucha fortaleza tiene ese chiquillo para no volverse loco. Y qué decir del burrito...
ResponderEliminarSigo JC, gracias.
Besitos
Ánimo, creo que son un poco espesas las entregas y que debe costar leerlas. Yo tengo otra perspectiva y no puedo juzgar, pero así me lo parecen. Gracias, Amanda, un beso. JC.
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