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lunes, 29 de mayo de 2017

CAP. 55 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo



De cómo llegamos a la Península



rimero subió Nadim al barco. Al poco nos hizo una seña y subimos nosotros. A mí me temblaban las piernas. «Todo estás bien, solo hay soldadetes que se han licenciado». No entendimos más que el primer mensaje. Entonces, bajó y sacó nuestros pasajes para Algeciras. Desde la cubierta, apoyados en la borda, vimos pasar un jeep militar ocupado por dos jóvenes de uniforme y casco blanco en el que resaltaban dos letras: PM. Paraban a todo joven blanco que veían con el pelo corto. Pero no vimos que interpelaran a nadie que no cumpliera esos requisitos. Nadim nos explicó que aquella era la policía militar. Solo les importaba los soldados, porque no  tenía autoridad sobre los civiles. Pero como en Ceuta el 80% de sus habitantes eran soldados, casi todos obligados a servir a su patria tantos meses como perdían, los del casco blanco se movían como peces en el agua porque a ellos nadie les vigilaba. Viste a un destripaterrones de uniforme, dale poder y le convertirás en Napoleón. Los hombres son así. Raro es quien no saca provecho de esa circunstancia. Como le ocurría al jefe de Nadim, aquel teniente coronel que le daba trabajo gracias a sus negocios y chanchullos.

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No puedo negar que Dikembe lleva razón cuando dice que los hombres con uniforme se creen dioses, aunque la generalización nunca es exacta. Pero quién no ha tenido una mala experiencia con un uniformado, sea este del tipo que sea. En esa línea cabe decir también que cuanto menos rango tiene el Napoleón de turno, más grave es su soberbia. Y ahora soy yo quien generaliza. Una de mis frases más odiadas es aquella que pregunta: ¿Sabe usted con quien está hablando? Me asquea porque me parece una excusa de aquel que en ese momento va de paisano: Si fuera de uniforme no me hablaría usted así. ¿Y usted se cree que por llevar un uniforme es más que yo? Anda que no hay cazurros en todos los y las órdenes si excluimos la natural. Cierto es que uno sufre de stolifobia pero también es verdad que otros sufren del síndrome de Napoleón.

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También nos contó que la PM iban siempre en busca de algún caballa vestido de paisano. Los caballas son los españoles nacidos en Ceuta que, por el motivo que fuera, hacían la mili allí mismo. Dormían en casa, no en el cuartel, pero debían ir vestidos de uniforme por la calle. Estuve un tiempo engañado porque pensaba que caballa era la hembra del caballo. Cuando supe que era un pez, no me aclaró de donde venía ese hipocorístico. Luego supe que las aguas donde pescaban los ceutíes estaban infestadas de este pescado. Y que nosotros, de haber sido jóvenes hoy, hubiéramos sido atunes y presas de los atuneros, como lo fuimos de las mafias norteafricanas. La última información que nos pasó Nadim, junto con un macuto, nos hundió sin que La Paloma hiciera aguas ni zozobrara. Ceuta era un puerto franco por lo tanto no tenía aduana. Aunque no tendríamos que pasarla en Algeciras. Llevar, llevábamos los chalecos salvavidas debajo de las chilabas y también el dinero. Aparte de eso, nada, ni siquiera papeles para entrar en la Península. Por ello, antes de arribar al puerto de Algeciras, cuyas luces divisaríamos sin problema en la oscuridad, deberíamos lanzarnos al mar sin que nadie nos viera por babor o estribor, cerca de la amura y nunca por popa. Esto hubo de explicárnoslo Nadim con otras palabras: «La popa es la parte de atrás del barco, y allí están las hélices que lo mueven. La amura es eso que veis, donde empieza a estrecharse la cubierta para hacer el pico de la proa. Ese es el punto que más cerca está del agua.». Estaba claro. Babor y estribor eran los laterales del navío. Y la amura la teníamos a diez metros. Dentro del macuto, junto a algunas frutas, nos había metido un cabo por si en vez de saltar nos queríamos deslizar hasta el agua. Y por último nos dio una cartera de tejido encerado para meter el papel moneda. Después de oír todas aquellas aclaraciones, Adama bajó del barco por donde había subido sin decir una palabra. Nadim me miró con cara indagadora y sorprendida. Con tres palabras se lo expliqué: «No sabe nadar». Tras lo cual abandonamos la cubierta y bajamos a tierra tras mi amigo. Ya los tres juntos otra vez, Nadim, a su manera, pidió disculpas y se defendió: «Di por hecho que los dos sabíais nadar. Y nadie dijo que iba a ser fácil». Adama, nervioso, no dejaba de dar cortos paseos. Se alejaba y se acercaba a nosotros con movimientos de cabeza, como si negara la realidad, como si no creyese que había llegado hasta allí y que, por el miedo a ahogarse, se iba todo al traste. Tanto nadar para morir en la orilla, como decís vosotros. Al final debió de verlo claro, porque según se acercaba, dijo algo así: «Siempre hemos confiado uno en el otro…». Me puso la mano en el hombro, me miró a los ojos e hizo un acto de fe: «Vamos, Dikembe» y sin soltarme me arrastró de nuevo a bordo del navío que ya avisaba de su salida. Poco después, también a golpe de sirena, nos hicimos a la mar con el saludo de Nadim desde el muelle. Y con una advertencia que yo juzgué imprudente: «¡Cuidado con las hélices!». Pero de haberla interpretado el resto del pasaje no se la hubiera creído. Menos mal que se expresó en francés. He de aclararte que Nadim no era caballa, sino un marroquí asentado en la colonia española tan alegal como nosotros. El miedo por la vida de mi amigo, me arrancó el que yo sentía por la mía. Y la responsabilidad creció en mi interior según nos alejábamos de África y nos acercábamos a Europa. No nos movimos del punto más apropiado en toda la travesía. Los jóvenes que volvían a casa iban felices y alegres. Y lo expresaban de manera sonora y fogosa. Si no hubiera sido por lo que era, yo me hubiera sumado a ellos, aunque no conocía las canciones ni las bromas que compartían. Pero las risas sí. Las carcajadas forman parte del lenguaje ecuménico, como el llanto. ¡Qué fácil hubiera sido sin fronteras ni aduanas! Pero el mundo en el que pretendíamos vivir tenía sus exigencias. Nada había sido coser y cantar en nuestro periplo y esta ocasión no iba a ser una excepción. Acaso por quitarme de encima esa sensación de responsabilidad le dije a Adama que eligiera el momento de saltar: «…pero primero saltaré yo». Lo de la cuerda lo veía muy llamativo y lento. Podían descubrirnos a la primera, según nos deslizábamos por el costado del barco. ¿Y qué haríamos entonces, uno en cubierta y otro colgando? No, mejor sería saltar y que fuera lo que dios quisiera. Adama no contestó a nada, simplemente me sonrió y descubrí en sus ojos toda la confianza que me otorgaba. Recuerdo perfectamente que se me humedecieron los ojos. Y en la oscuridad le abracé. Era nuestra despedida porque ninguno de los dos creía que fuéramos a lograrlo. Y supe en esos momentos que quien se sentía responsable de la situación era él. Yo era, por el contrario, el encargado de llevarnos a buen puerto. Aquel hombre ponía su vida en mis manos con toda tranquilidad. Llevaba al extremo nuestra amistad. Había decidido sobre el muelle de Ceuta no ser el motivo de quedarnos en tierra. La vida usa mucha ironía con quien quiere vivirla. Las luces del puerto de Algeciras comenzaron a hacerse visibles entre la bruma. No tuvimos tiempo ni ganas de disfrutar nuestro primer crucero. Basta que no desees que llegue un momento para que el tiempo avance más deprisa que la propia luz. A causa del frío que se había levantado al acostarse el sol, no nos movimos ni un metro de la borda a la que nos recostamos al subir. Había llegado el momento de tomar decisiones. ¿Sería la última? Tú y yo ya sabemos que no. Pero en aquellos instantes nadie lo sabía. «Estará fría», afirmó Adama. Y nos echamos a reír los dos. Así eran y son sus bromas. Pero tras las risas nerviosas vino la muerte chiquita(1) que trajo de nuevo el silencio. Y el miedo por el otro me hizo tiritar. Ya se distinguían siluetas sobre el malecón algecireño. Las aguas, negras con puntillas blancas, no se dejaban ensillar. Aun así, un Adama desobediente subió un pie sobre el pasamanos del bordo y saltó al vacío. Antes de que oyera golpear su cuerpo contra las olas, el mío ya le seguía. Sin sacar la cabeza del agua ya le llamaba. Le busqué nervioso, pero no le ví. Al sobrepasarme el barco y tras el bamboleo que produjo su estela, me di con él. Enganché su ropa y tiré hacia mí. Su respuesta fue pegárseme como una lapa. Entre su peso y mi mal nadar empecé a sentir que nos hundíamos. Y grité como nunca había gritado: «¡Quédate quieto, quédate quieto!». Y esta vez obedeció. «Ponte boca arriba. Yo te sujeto». Y volvió a confiar en mí a pesar del pánico que me transmitía su cuerpo y sus manotazos contra el agua. Entonces pude ser dueño de mis extremidades mientras flotábamos gracias a los chalecos. Cambié mi presa y le agarré de la capucha y empecé a mover mis pies y mi brazo libre. Busqué las luces del puerto. Las encontré y hacia ellas me dirigí. «Así va bien, así va bien», le gritaba entre jadeo y jadeo, sin notar que avanzáramos. Pese al ejercicio empecé a notar el frío y la humedad. Por supuesto no me dirigí derecho al puerto. Dejé las luces a mi derecha. Cansado, imité la postura de Adama que preguntó sin mover un músculo: «¿Estás bien?». Le tranquilicé: «Solo cansado». Pero descansé poco. Era peor quedarse quieto, el frío de las aguas hacía que tus músculos se agarrotasen. Y pensé que mi amigo lo pasaba peor que yo, así que me puse en marcha otra vez, pero antes le dije que moviera las piernas hacia arriba y hacia abajo. Con ello buscaba que Adama no sufriera una hipotermia y me encontré con una ayuda para avanzar. Ya no era un peso muerto, aunque tampoco un motor fueraborda. Y volví a gritar: «Así va bien, Adama» para animarme a mí mismo. Cuando me faltó el aliento y me sobró el cansancio mis talones chocaron contra el suelo marino. Entonces, se me pasó todo: el frío, el miedo, el desaliento y la fatiga. «¡Hago  pie, hago pie!» aullé y solté a mi rémora amiga. Él asustado, no sabía qué era hacer pie, no terminó de decir mi nombre ya erguido y con el agua por la cintura. Salimos del mar a trompicones y en lucha con la resaca y la extenuación. Nos dejamos caer todo lo largo que éramos sobre la arena seca. Habíamos llegado. Yo, al menos, tiritaba. Caí en un duermevela hasta que sentí en mis ojos el color del sol. Estaba aún mojado sobre la blanca arena. No quise abrir los ojos porque me sentía bien. Recordé a Adama de pie sobre las olas y me despreocupé. Lo cierto es que no sentía preocupación alguna. Tan solo el ruido del mar y mi propia existencia. Si nos hubieran sorprendido en aquel momento me hubiera dado igual. Lo habíamos conseguido, quizás porque no sabíamos que era imposible. La voz de Adama me sacó del nirvana. «Vamos, remolón. Al menos date la vuelta para secarte el culo». Sin moverme y sin abrir los ojos pregunté aquello que ya sabía: «¿Estás bien?». «Mejor que tú». Sonreí por fuera y por dentro y me di la vuelta. Noté como la arena se desprendía de mis ropas y como la brisa la arrancaba de mi piel. Y recordé los consejos de Nadim, tarde pero me acordé. No debíamos estar al descubierto mucho tiempo. Y más si algún viajero de La Paloma había dado la voz de alarma. “Más vale tarde que nunca”, me dije. Me incorporé y quedé sentado: «Tenemos que marcharnos de aquí».  Pero segura-
mente nadie se habría dado cuenta de que dos negros habían saltado por la borda. Y si lo habían hecho tampoco les hubiera importado mucho. Es algo que no solo les acurre a los ciudadanos, también a los gobiernos. Y más si se trata de inmigrantes. Pero entonces nuestra lucha no era contra vecinos o gobernantes. Era contra nosotros mismos. Contra nuestros temores y retos y a favor de nuestros sueños y deseos. Me iba a quitar la ropa cuando Adama me advirtió. No sabíamos si en aquel país que creíamos España, la gente iba por la calle casi sin ropa. Y, además, aunque la playa no era grande, dos negros desnudos, destacaríamos bastante contra la arena. Y como tampoco nos preocupaban mucho, las prendas se secarían puestas. Aunque ya no tenía sentido, cruzamos la playa a la carrera. Después de caminar por una senda, acabamos en una carretera asfaltada y estrecha. A algún sitio nos llevaría y nos fijamos un  objetivo  inmediato:  llenar

la panza. Quedamos en que él no abriera la boca, no sin que yo aprovechara a lanzarle una pulla: «Aunque eso no te va a costar trabajo». Después de un buen rato en el cual dimos más motivos de comer a nuestros cuerpos, llegamos a un pueblo que resultaría ser Guadacorte. Y un olor desconocido nos llevó a la primera freiduría que pisaríamos en España. No tuvimos que buscar mucho porque, en la carretera que partía la blanca aldea en dos, un grupo de paisanos charlaba, fumaba y bebía delante de una cortina de rayas que nos llamó la atención. Y en aquel momento, estrené mi español: «Hola. ¿Dónde poder comer?». Evidentemente, nos invitaron a entrar por la cortina. Dentro, en una oscuridad clara, tras un mostrador, una mujer fregaba unos vasos y un hombre estaba sentado en un rincón. Volví a saludar: «Buenos días». Nos acercamos a la barra y me sorprendí de la cantidad de comidas diferentes que adornaban la mesa alta. No así de las moscas que pululaban sobre ellas. También, en un rincón, colgaban unas barras y otro colgante informe tapado con un paño que debía haber sido blanco algún día. La mujer contestó a nuestro saludo con la misma frase pero con distinto acento. Recorrimos la barra sin dejar de mirar el contenido de platos y fuentes. Solamente reconocimos las olivas. La camarera, una mujerona morena y con el pelo largo y rizado recogido en una coleta, al ver nuestra aptitud, empezó a enumerar, supusimos, todo aquello que podía ofrecernos: «… Ademá del embutío», y señaló los colgantes del rincón. Únicamente entendí esto último, pero como no sabíamos qué era el embutido, me dio lo mismo. Es decir, no nos enteramos de nada. En aquel momento pasé junto a algo que me olió fenomenal, me paré y volví a oler. «Esa e mi espesialidá». Como si me hubiera enterado dije que sí y señalé a Adama y después mi pecho. La señora, presta, cortó dos triángulos de aquella pequeña rueda amarilla y los puso en sendos platos. Nos los sirvió con un tenedor y con dos trozos de pan. Mi amigo me miró sin que yo entendiera su mirada. Cogí el tenedor y comencé a comer. Al ver mi cara tras engullir el primer bocado Adama corrió a imitarme. Aquello sabía a gloria. Aun hoy es mi plato favorito:  la tortilla de patatas.  Y también nos llevamos
otra alegría al probar ese pan con miga. Empeñados en comernos todo, la camarera nos preguntó algo que entendí a la perfección: «¿De beber?». «Agua», contesté. Y nos sirvió dos vasos de agua clara y transparente. A mí me llegó a tiempo porque el pincho de tortilla y el pan, por el ansia, se me habían quedado atravesados más abajo de la garganta. “Despacio, Dikembe”, me dije y me acordé de mi abuela Mayifa. Eran las palabras que decía ella cuando me veía zampar más que comer. También me decía, con toda la razón, que el hambre se va antes si se tarda en comer. Y me tomé la licencia de recomendárselo a Adama. «¿Y tú?». «Yo también, yo también». Pero tanto a él como a mí, la recomendación nos entró por un oído y nos salió por el otro. Acabó antes que yo, se limpió la boca con el dorso de la mano y eructó. Esperó a que yo acabara y me hizo una seña con los ojos. Me faltó tiempo para pedir otras dos raciones y otros dos vasos de agua. Y ya con menos prisas y ansiedades terminamos de matar el gusanillo que en realidad era un dragón de cinco cabezas. Llegó la hora de pagar. Me desaté las cintas de la bolsa encerada y saqué un billete al azar. Lo puse en el mostrador a la vez que pedía más agua «por favor». La señora miró el billete marrón y me dijo algo sobre más pequeño. Sin saber qué hacer, saqué todo el dinero y se lo ofrecí a la mujer para que eligiera. Y aprendí que los marrones eran de cien pesetas y los más chicos de una peseta. «Con este de sinco tenéi baztante». En un platillo blanco nos dejó unas monedas. Cuando estábamos ya junto a la cortina nos llamó. Nos dejábamos las vueltas. Volví al mostrador, cogí las monedas y di las gracias de nuevo. Fue la primera persona honrada que conocimos aquí. Conocimos y conozco a muchas personas, pero no todas lo son. En la calle miramos a derecha e izquierda. Frente a nosotros salía otro camino, este sin asfaltar. Y como siempre que no sabíamos qué hacer yo le miré a él y él me miró a mí. Siempre buscábamos la respuesta en el otro. Pero esta vez, no la teníamos ninguno. Así pues, volví a entrar en la taberna. La mujer había desaparecido y me acerqué al caballero de la esquina. «¿Madrid?». El hombre, absorto ante un vaso vacío levantó sus ojos vidriosos. «A la derecha, siempre a la derecha». Hoy me pregunto todavía si aquellas palabras escondían una queja. Los de fuera, que habían escuchado la breve conversación, aclararon que al menos tendríamos para seis jornadas. Así pues, nos pusimos en camino. De vez en cuando un vehículo pequeño rompía el silencio con su motor. Llegamos a un nuevo cruce donde, en un cartel, reconocí la palabra “MADRID” junto a unos números. El indicativo acababa en punta y esa dirección fue la escogida. «Hay que alejarse de los coches, Dikembe». «Espera», contesté. Estudié el sol y las sombras y me ubiqué. Madrid estaba hacia el norte. Y me hice una idea de por donde llegaríamos: por la mañana, el sol a la derecha, por la tarde, a la izquierda. «Bien, allons». Y nos alejamos de la carretera, pero no de su orientación. Nos encontramos con que el camino escogido era más incómodo y duro que el dejado. Nos surgió la duda de volver a la carretera. Ambos recordábamos los consejos de Nadim, pero… Teníamos que buscar un pueblo de donde partieran esos autocares que llevaban a Madrid. La única manera de encontrarlo era con preguntas. Y no íbamos a preguntar a los coches ni entre nosotros, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Para consultar hay que tener a quien. Y por donde caminábamos no nos habíamos encontrado con persona alguna. Los árboles, que parecían tener dolor de barriga por lo retorcidos que crecían, no hablaban. Los pájaros y los lagartos españoles tampoco. Optamos en principio por la seguridad y seguimos tras campo. En lo alto de una loma divisamos una figura humana. A su alrededor se movían otras que andaban a cuatro patas y que, al darles el sol, las pensamos cabras por su blancura. Resultaron ser ovejas. Saludamos de lejos y con gestos al pastor que nos devolvió el saludo igualmente con un movimiento de su cayado. Nos salió al paso un perro alegre y ladrador. A la voz de su amo volvió a su tarea. Cuando aquel hombre habló creí que no había aprendido nada de español. Hablaba tan raro como la otra señora. Yo creo que también le desconcertamos. Dos negros que surgían de la nada era para extrañar a cualquiera. Conseguí entender su pregunta. No, no nos habíamos extraviado. Y le informé de adonde íbamos. «Pos oz queda un casho». Tuvo que repetirlo, tras un par de silbidos que dirigió a sus animales, y yo me lo aseguré: «¿Lejos?». «Mu leho, zi zeñó». No veía yo que fuera a sacar mucho de aquel paisano, aunque hice la última intentona: «¿Autocar Madrid?». A partir de ahí ya no le entendí nada salvo una palabra que luego nos ayudaría: Ronda. Nos despedimos entre silbidos y “¡tus¡ ¡tus!” para llamar a su perro. Y entendí que nos marcaba la dirección a seguir con la cachava. Cruzamos tierras secas con árboles bajos, que más bien eran matorrales, aunque repartidos  homogéneamente por los campos. Luego sabríamos que eran viñedos. Probamos su fruto, redondo, pequeño y verde. No estaban en sazón y lo escupimos. Lo que me recuerda que mañana tengo que comprar uvas. Tras las tierras de cultivo nos dimos con un vallado que saltamos. Y en qué momento lo hicimos. ¡Madre mía! Nos encontramos con unos animales, que tampoco conocíamos, a los que admiramos de lejos: negros y cornúpetas. Nos parecieron mansos, pero no nos acercamos. El miedo a lo desconocido nos lo impidió. Menos mal que aparecieron un par de caballeros con sus correspondientes caballos y con sendas garrochas que llamaron nuestra atención por largas. Y, por supuesto, nosotros a ellos. Se dirigieron al trote hacia nosotros. Saludamos, pero ellos sin más, cuando llegaron a nuestra altura, y casi sin parar, nos tendieron el brazo libre y nos aupamos a la grupa de sus monturas. Dejamos atrás a los toros y nos apeamos frente a una puerta bien bonita de forja que resaltaba porque estaba soportada por dos pilares de piedra clara. Un arco, también de forja, las unía y sobre él un emblema que refulgía como el oro. La primera pregunta de aquellos hombres fue si estábamos locos. Yo argumenté aquello que el ovejero dijera, que nos habíamos perdido. Y añadí que un pastor nos había indicado que si seguíamos recto encontraríamos Ronda. «Pos en buena oz ha metío el hodío pastor». Y, a continuación, el caporal nos redirigió. Si seguíamos el camino que partía de la puerta, llegaríamos a una carretera empedrada que nos llevaría a Ronda si tomábamos a la izquierda. Y ya no dudamos más, iríamos por donde los carros y los automóviles. Eso, si, apartados de la cuneta y pisando la tierra. Y gracias a esta precaución, no caímos en manos de la autoridad competente. Los diferentes vehículos que pasaron, lo hicieron sin más. En la cima de una cuestecilla, a unos metros de nosotros, vimos de espaldas a una pareja armada, uniformados con la misma indumentaria verde y con sendos sombreros tan negros como raros y relucientes. Adama fue el primero en ver los fusiles colgados al hombro. Me agarró del brazo y me obligó a retroceder agachado. «¡Soldados!», susurró. Nos alejamos más del camino empedrado y buscamos refugio entre los árboles rechonchos. Una vez puesta tierra de por medio, decidimos esperar para que se alejaran. Y nos pilló la noche. Fue la primera que pasamos en España. Y fue cálida, así que no echamos de menos las mantas hasta el alba. Pero aquella no sería la única experiencia con la guardia civil. Ni qué decir tiene, cenamos olivas verdes y un poco amargas, pero llenamos el buche. No nos sentaron muy bien a ninguno. Por ello, la tortilla de patatas y el pan subirían más en nuestro ranking de comidas. Cuando nos levantamos sin esfuerzo, porque despiertos ya estábamos, decidimos pisar otra vez la carretera para acercarnos a Ronda. Suponíamos que los soldados ya se habrían alejado y no volveríamos a verlos. Error craso pues nos los encontraríamos de cara, aunque otra vez conseguiríamos que ellos no reparan en nosotros. Estaba claro que desconocíamos las costumbres de esta tierra. Solución: retirarnos de la aquella vía principal. Nadim tenía razón. Pero el encontronazo con los toros y lo cerca que sentíamos el pueblo nos habían hecho cometer un error que, gracias a una choza cercana al camino, no pagamos. Pero de nuevo nos dimos con otro cercado. Este blanco y sucio. Le rodeamos por la izquierda a sabiendas de que terminaríamos en el empedrado otra vez. Corrimos. Salimos de nuevo allí de donde habíamos huido. La curva era pronunciada y el badén notorio. Desde allí oímos un “¡So!” sostenido, un relinchar y una pregunta que ya habíamos oído: «¿Aónde vais?». Nos volvimos. Un hombre joven y moreno nos miraba bajo un paraguas atado al pescante del carro. «Ronda», contesté. «Pallá voy yo. Venga, parriba». Adama y yo nos miramos. Y aquel paisano insistió. No le entendimos, pero interpretamos su gesto. Así que yo me subí junto a él, tal como indicaba, y Adama sentado con las piernas colgadas en la parte trasera de la carreta. Diego, como se presentó el carretero, «pa zerví a uzté», debía ir aburrido porque no paró de preguntarme desde que me subí a su lado. Contestaba como podía a sus preguntas que, a veces, le obligaba a repetirme. Cuando miré hacia atrás, vi a mi amigo tumbado sin recoger las piernas. A pesar del traqueteo y de recibir el sol en los ojos, yo creo que se durmió. Y, como no hay dos sin tres, nos dimos de cara con otra o con la misma pareja de soldados. Los vi acercarse, pero las circunstancias no invitaban a huir. Saltar del pescante, empezar a correr por el campo y abandonar a Adama no era una salida. Así pues, aguanté allí subido con la sensación de que, al final, aquel par de guardias nos había pillado. Me tapé la cara con las manos y las escondí entre mis rodillas. Fue una reacción infantil, como si creyera que no me verían al no verlos yo. La flojera me entró cuando noté que nos deteníamos. «A la buenaz, caballeroz». «Buenos días, Diego. ¿Qué, a Ronda?». «Zí zeñó, como to lo día». Y llegó la pregunta que temía: «¿Y ese moreno?». «Ezte e buena hente, zeñó guardia». Siempre he pensado que ese fue el momento más crítico de nuestro viaje. Dependíamos de la opinión y del aval de un desconocido, cuya única defensa fue esa frase coloquial: Buena gente. Éramos buena gente. No sabía el peso que el parecer de un carretero tenía por aquel entonces sobre la autoridad, pero aquella humilde opinión nos salvó. La pareja dio por bueno aquel juicio porque sí, porque así lo decía Diego, el carretero. Era evidente que nos habíamos introducido en una cultura muy distinta a la nuestra y que tampoco tenía que ver con aquella que nos encontraríamos en Madrid. Era una cultura rural donde la palabra de un conocido y honrado vecino tenía más valor que la obligación de controlar al personal que deambulaba por los entornos. Adama, por supuesto, no se enteró de aquel encuentro. Cuando se lo conté me creyó a regañadientes. Y porque terminé por enfadarme y mandarle a la mierda. Para él todos los soldados eran enemigos y energúmenos. La alteración de mis pulsaciones se normalizó muy cerca de Ronda. Si hubiera tenido más confianza, le hubiera dado un beso al tal Diego por dos motivo. Uno el evidente y el otro porque me hizo creer que, de verdad, éramos buena gente. Y para que él siguiera creyéndolo, no incluí en mis contestaciones ninguno de los delitos que habíamos cometido hasta la fecha. O al menos los que yo creía. Diego disfrutó mucho, sobre todo con la historia de Dangara. Incluso hizo un comentario del tipo: «Pos ya tenía que ser bonita la mushasha». Se la describí tal como mi mente la imaginaba. Y ya sabes, la imaginación es la culpable de cualquier idealización. Pero dejemos la entrada en Ronda para la siguiente misiva. Solo decirte que esa fue una de las visiones más bonitas que he tenido. Aquella Ronda nada tiene que ver con la turística de hoy. Al menos, el ambiente que se respiraba no era el mismo. Un saludo,









(1VG) [↑][Volver] Muerte chiquita: coloq. Estremecimiento nervioso o convulsión instantánea que sobreviene a algunas personas. Fuente: DRAE.


Imagen 1. Foto bajada de minotauro.periodismohumano.com. ©Juan Medina (original en color). Retocada.
Imagen 2. Foto bajada de www.losbarrios.es.
Imagen 3. Foto de HombreDHojalata - Trabajo propio, CC BY-SA 3.0 es, bajada de commons. wikimedia.

6 comentarios :

  1. Primero, el relato. Dice el dicho "dale a Pablito un carguito".....
    Bueno es que empiecen a conocer buena gente. Me imagino la cara de Dikembe al ver los guardias civiles, en esa época supongo con tricornio. Y el gracejo de los andaluces.

    Ahora lo segundo. No te imaginas lo contenta que quedé con el detalle del relago de M.C. y tu misiva, entrañable. Leo tus relatos con mucho gusto, porque me gusta leer y porque me entretienen. Ya lo considero otra actividad más en mi vida. Los lunes, relato.
    Gracias y hasta el lunes J.C.

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    1. Simpático lo de Pablito.
      Mira, ya tenemos título para mi sección dentro de CosoQueTYeCoso: "Los lunes, relato".
      Gracias siempre a ti, Varinia. Un abrazo.

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  2. Hoy se me adelantó la doña...ja, ja. Yo también les doy las gracias a ambos, por una cosa y por otra...
    Y de Dikembe qué te digo? Que la experiencia ya es un grado para ellos y mal que bien, saben salir airosos de los tropezones. Totalmente de acuerdo con lo de los uniformes, por cierto, me acabo de acordar de "la madre" de una guardia civil de tráfico, ja, ja...
    Ronda es una ciudad muy bonita, y muy curioso el Tajo. Pero ellos mirando ya el cartel de Madrid, sí que llevan buenas miras...
    Bueno, J.C., hasta el próximo y abrazos

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    1. Ya están a "las puertas del cielo", ja, ja. Un abrazo, Ligia. JC.

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  3. Vaya que rápido se me pasó el relato de hoy, un buena manera de comenzar a disfrutar del día de Canarias.
    Que pena que a algunos se les suba a la cabeza el carguito, gracias a que Dikembe y Adama dieron con buena gente también y pudieran salir airosos.
    A la espera del siguiente capítulo me despido.
    Besitos y feliz semana.
    PD: hoy también impuntual aunque solo por un día ;) Gracias de nuevo por tus palabras JC!

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    1. Me alegra tu fiel impuntualidad. Y gracias siempre a ti, Amanda. JC

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