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lunes, 27 de febrero de 2017

CAP. 42 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

ecuerdo que la última cerraba con la alegría y me regocijaba en ella. ¿Pues por qué no abrir esta de la misma manera? Es una buena forma de empezar una carta, ¿o no? Eh bien, c'est ça, mon ami, que en aquellos momentos de oscuridad, en los que, por hache o por be, te ves inmerso, la amistad y la compañía se elevan como un faro en mitad de la niebla. No es malo dudar de uno mismo, peor es dudar de tus demás, como me ocurriría cuando a punto estuve de contraer matrimonio. Pero bon, esa es una historia ya contada. Vayamos a la salida de Adrar, mientras curaba de nuevo la mano de Adama. Aquella noche nada más parar, me puse a hervir la hoja de llantén gracias a las matas que salpicaban el camino. Y ya puestos, aproveché para hervir unas verduras porque, aparte de provisiones, también habíamos adquirido una pequeña olla. Y fue una idea feliz, mía, pero acertada. La lata no me daba buena espina ni por la mano de Adama ni por la comida que pudiéramos cocinar en ella. Además era pequeña. Para un té valía, pero no para unas verduras. Nos tomamos hasta el caldo en dos cuencos de barro que también habíamos comprado en Adrar, junto con otro mapa y que nos durarían poco. Habíamos tirado la casa por la ventana aquella aciaga tarde. La acampada no empezó muy bien, porque volqué la olla después de haber preparado la cura y tuve que volver a empezar. Pero como te cuento, acabó mejor. Así que con los deberes hechos y la tripa caliente, nos acostamos junto al fuego que moría. Si bien antes, me di un paseo con Hamal para agradecerle su apoyo a solas. Me daba vergüenza hacerlo delante de Adama. No sé porqué. Aunque el camello, en vez de escucharme, se puso a mordisquear los arbustos que aguantaban como nosotros la desgracia de vivir que conlleva la alegría de estar vivo. Ellas, las plantas, acabarían en los estómagos de un camello o como combustible para hacer un té tuareg. Nosotros acabaríamos el día y la semana sin saber para qué habíamos nacido. Hoy siento que éramos daños colaterales de un sistema económico y social que no cuenta con todos. Yo más animado, Hamal como siempre y Adama más parlanchín que nunca, porque me dio las buenas noches, acabamos el día dormidos y en paz, como debe ser. Aunque Adama no sabía leer ni escribir, sí era capaz de localizar en el mapa las palabras que aparecían en los carteles a las entradas de los pueblos y aldeas. Siempre me preguntaba por ellos. Había manchado con un tizón los puntos que representaban los pueblos por donde habíamos pasado. Y te lo cuento porque tras un pequeño discurso busqué Adrar en el papel y pude explicarme su comentario. Si seguíamos hacia el noroeste y dejábamos la carretera no encontraríamos otro pueblo. Bon, había uno, pero muy lejano, Tabalbala. Silabeé el nombre y Adama lo repitió como un papagayo. «Es el pueblo más cercano hacia el oeste», le aclaré. Y como irónico ante mi indicación, él volvió a repetir: «Tabalbala». Evidentemente yo no podía aplicar la escala en el mapa para calcular la distancia entre Adrar y la otra ciudad. Si hubiera estado mejor preparado podríamos haber sabido que las separan 340 kilómetros de puro desierto. Pero, de nuevo como cada día desde que oyéramos el contenido de aquella carta fraternal, en el sentido de aconsejar insistentemente que se viajara hacia el noroeste, nosotros lo habíamos seguido a pies juntillas. Y no podíamos en ese momento volver atrás. Había que seguir hacia Tabalbala, estaba claro. No había otra. Pero también era cierto que no podíamos hacerlo con los alimentos que teníamos en las alforjas. Una opción era volver y hacernos con más provisiones y con más agua, aunque todo ello no sería ningún problema como sabíamos. Al final decidimos que si ya nos consideraban rateros de huerta, lo seríamos de verdad. Entraríamos ya anochecido en Adrar y asaltaríamos higueras sobre todo. Los higos, aunque pringosos, son los frutos más fáciles de hurtar. También pensamos en melones, pero su tamaño no nos permitiría pasarnos. Cogeríamos, a poder ser, más frutos sin madurar que maduros. Ya madurarían en las alforjas. No queríamos que nos ocurriera lo mismo que cuando me pasé al comprar dátiles camino a Tawrirt. Desde que había probado el melón, era mi fruta favorita. La de Adama, los albaricoques, aunque no los habíamos visto en aquellos huertos. Esa misma tarde emprendimos el regreso. Y la tarde siguiente, ya con Adrar a la vista, echamos siesta no fuera a ser que, en mitad del delito, nos quedáramos dormidos. Cuando despertamos quedaba poco para que el sol se ocultara. Y, como ya sabes, en África en cuanto desaparece el sol por el horizonte no tarda mucho en llegar la total oscuridad. Nos ayudaría la luna que apenas era un cuarto de su tamaño y las estrellas que en el desierto brillan más. Pero nos dimos tiempo para la cena. El miedo deforma la realidad, pues, a pesar de la escasez de luz, a mí, por lo menos, me parecía  que  el 
gajo de luna alumbraba más que el sol en su cenit. ¡Qué caprichosa es la percepción! Cuando deseas la oscuridad nunca desaparece la luz, cuando esperas la claridad hasta que no ves toda la circunferencia del sol no te das por satisfecho. Cuando mi amigo creyó oportuno comenzamos la marcha. Como estábamos muy cerca, nos aproximamos despacio por seguridad. El único extrañado era Hamal, aunque por mí hubiéramos andado como los cangrejos. Imaginaba a un Brahim voceador y con un alfanje entre las manos a la espera de dejarme tan manco como a mi amigo. Cuanto más nos acercábamos, más grande se hacía aquella espada curva e imaginada y más alto oía los rezos coránicos y los gritos fanáticos. ¡Vaya un delincuente estaba hecho! Cuando comprendí que mi compañía no parecía la más adecuada para perpetrar una fechoría, ideé un plan B. Siempre podíamos montar a Hamal y salir a toda pastilla de Adrar. Creo que fue la primera vez que pensé en una salida distinta de la pretendida. Empezaba a ser precavido y eso me animó y, además, mitigó el tremor que ya me cogía todo el cuerpo. Lo cierto es que aquella noche era más cerrada que la mente de un fascista. Y así terminé por reconocer que no podían vernos y más si íbamos desnudos, tal cual iba yo. Alguna ventaja había de tener ser negro, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Así que nosotros, que no éramos felinos, tampoco veíamos muy bien por donde caminábamos, aunque las luces de la ciudad, que no eran muchas, nos guiaban como un faro. Antes de pisar sus calles tuvimos que esperar y soportar una tormenta de arena. Seguramente en contra de tu parecer me alegré. Con aquel tiempecito y a aquellas horas nadie se movería de su casa. Y el que no tuviera qué comer se habría resguardo en algún lugar, incluso debajo de la tierra como yo había hecho alguna vez. La tormenta dejó un vientecillo que ponía la piel de gallina. No nos verían, seguro, pero quizás nos oyeran por los quejidos que soltábamos al tropezar. Ya dentro de un huerto grande, después de desestimar el hurto en uno pequeño y tras saltar un par de muretes de medio metro y dejar atrás a Hamal, avancé con las alforjas al hombro y ambos con los brazos extendidos hasta distinguir los árboles frutales, prácticamente, cuando los tocábamos. Había notado a Hamal un tanto incómodo. Lo mismo era consciente de ser un delincuente, como yo. Al verse solo en medio de aquella oscuridad, el animal empezó a llamarme y tuve que silbarle. No habíamos contado con eso. Pero es que él tenía la misma dependencia de nosotros que nosotros de él. Aprendí que el miedo no es privativo de los humanos. Pero Hamal, al escuchar mi silbo se tranquilizó. Al poco oímos voces y nos vimos rodeados de puntos de luz. Nos habían descubierto, cosa que era normal después de lo ocurrido. Entonces, mi amigo me exigió que sacara la cuerda de las alforjas. Antes de darle el rollo ya me empujaba para que me subiera a la higuera. Adama iba más deprisa con la mente que con la única mano que tenía. Al final hube de bajar y atarme la cuerda a la cintura según sus deseos. Después nos atropellamos al subir a la higuera los dos, uno por cada lado de su tronco. El jodío trepaba mejor que yo con una mano sola. Una vez arriba agarró la cuerda, me dio carrete y su ramal lo lío a una gruesa rama. Y con los pies apoyados en el tronco y con la cabeza lo más paralelo posible al suelo, me coloqué como si fuera la rama más gruesa de aquel árbol. En vez de negarme, me eché a reír al imaginar mis partes nobles sometidas al efecto de la gravedad. Pero Adama me urgió y me lanzó las alforjas para que me las colgara del cuello. Las antorchas estaban ya muy cerca. Y no tuve más remedio que confiar otra vez en el arcano plan de mi amigo. Agarrado a otra rama y después a la cuerda me deslicé hasta quedar de cara al suelo a unos dos metros. La cintura me ardía como si llevara puesto un  cinturón de fuego y notaba como la madera se clavaba en mis pies. Cuando mi amigo vio cerca una luz me susurró que moviera los brazos y las manos despacio para no perder el equilibrio. Y yo sumé el meneo lento y acompasado de cuello que hizo oscilar las alforjas. Poco tardaron en llegar. Primero lo hizo un chaval. Con una mano sujetaba un candil y con la otra la traílla de un perro que tiraba hacia mí y que, al descubrirme, empezó a ladrar como un descosido. La lucecilla de la lamparilla titilaba tanto como yo tiritaba. Aquella llama, apenas iluminaba su cara infantil y morena. Eran más las sombras deformes que sacaba de los objetos más cercanos. Al verme, el crío soltó tanto el perro como el candil, gritó como un demonio y le vi malamente alejarse a la carrera y gritando. Pero no tardó mucho en presentarse el grueso del cuerpo de guardia. No pude ni deshacer la incómoda y dolorosa postura. Vi varias luces que se acercaban entre las ramas de los frutales más o menos a mi altura. Eso sí, lo hacían muy despacio. Lo mismo se movían un tanto que se quedaban quietas otro rato, como si su portador saltara y luego, tras una brusca parada, continuara el desplazamiento unos instantes. Paré el movimiento pendular del cuello con todos sus músculos en tensión y lastimados, y lo giré para decirle a Adama que aquellos tíos nos iban a pelar como a dos gallos. Él me dio ánimos también a susurro limpio: «¡Tú aguanta, chaval! Que de esta salimos, ya verás». Y aguanté. ¿Qué otra posibilidad había? ¿Soltarse de la cuerda y caer de bruces al suelo? Eh bien, c'est ça, mon ami. Menos mal que la antorcha que vi acercarse no llegó a mi altura, si no, hubieran visto a un mozo desnudo subido a un árbol en un gesto tonto y ridículo, y con más miedo que vergüenza ardiendo como una tea. Pero aquel fuego,  al  estar unos  momentos debajo 
de unas ramitas las prendió. Y ya sabes, el fuego es tan avaro como los brokers de Walt Street. Las llamas trataban de hacerse con todo ayudadas por el viento. Pronto se olvidaron de nosotros y del fantasma que había visto el crío al grito de: «¡Fuego, fuego!». Aprovechamos la confusión y las llamas para deshacer la postura y bajar del árbol. Nos alejamos del incendio en dirección a Hamal, al que subimos desde el murete de tierra. Me extrañó que Adama se sentara delante de mí y tomara la rienda, pero antes de subirse me advirtió: «Lo guío yo». Así que me subí detrás y me abracé a él, como él hacia conmigo. Al ver que se metía en el huerto de donde habíamos salido, me entró el pánico y pensé que se había vuelto loco. Ante la imposibilidad de hacer otra cosa, me pegué a su espalda como una lapa. Buscaba protección. Cuando llegamos a poca distancia de la gente, que trataba de apaciguar el fuego con ramas mientras llegaba el agua, me ordenó que les preguntara en árabe si necesitaban ayuda. Nos gritaron que no porque llegaban más vecinos y más medios. Y entonces entendí el plan de mi amigo en su totalidad. ¿Cómo era capaz aquella mente de crear en un instante de apuro tal maquinación? La respuesta me daba y me da igual porque yo siempre me he beneficiado de esa capacidad creativa de Adama. Porque, como habrás adivinado, ahí no acabó la cosa, porque con la mitad de los vecinos de Adrar dedicados a contener el fuego, nosotros llenamos las alforjas tranquilamente en otro huerto. Después de todos los miedos y todas las dificultadas pasadas cometimos el hurto y pudimos recolectar a nuestro gusto y criterio los frutos. Por eso te he dicho tantas veces que no soy ningún santo ni tampoco un ejemplo a seguir. Sí reconozco que hasta que fui profesor de universidad luché con uñas y dientes por sobrevivir, pero eso lo hacen muchos todos los días. Pero en este caso acontece que tú conoces a fondo al protagonista. Y ahora más. Espero que no cambies de opinión, que motivos te estoy dando para ello. También cogimos agua, y aunque fue del ramal de los campos era la más clara que jamás habíamos bebido. Y tampoco estorbamos la sofocación del incendio. Siempre he considerado este episodio como un accidente, pero ahora me doy cuenta que si nosotros no hubiéramos sido unos ladrones no hubiéramos perjudicado a nadie. Las conciencias son tan plásticas como las mentes. En eso estaremos de acuerdo, supongo. Y más después de haber leído a Quevedo. Durante la recolección, siempre que miraba a mi amigo a la cara me parecía descubrir en ella una sonrisa de satisfacción. Gesto que terminó por dibujarse también en la mía al desaparecer la angustia acumulada durante nuestra actuación circense. Y tan campantes tomamos el camino que nos sacaba de los huertos y nos alejaba de Adrar. Cuando estuvimos lo suficientemente lejos, mi amigo empezó a convulsionarse. Pero no me dio tiempo a preocuparme porque a la vez me llegaron sus carcajadas que me invitaron a compartir su alegría sin saber de qué reía. No teníamos otra cosa que hacer, por eso dejamos que Hamal marcara la dirección de nuestro caminar, siempre que no nos acercara a Adrar. Nos volvimos y vimos su resplandor reflejado en lo alto. «Habrán apagado el incendio, ¿no?», comenté. Pero aunque era más un deseo que una pregunta, la contestación me llegó como un tren de mercancías a cien kilómetros por hora: «¿Ahora te preocupas?». Tenía razón. Lo hecho, bien o mal, ya estaba hecho. Y evidentemente era malo porque me remordía la conciencia. Levanté la vista hacia Sirio y la estrella polar, corregí el rumbo del camello. Acampábamos cuando la estrella más cercana se asomaba al horizonte y comenzaba a descubrir los tonos de la arena. Por ello montamos un toldo que nos ocultara, comimos y nos echamos a descansar. Cuando nos dormimos, la noche solo continuó en nuestros sueños. No lo sabíamos aunque mirábamos todos los días el mapa, pero según la dirección seguida desde hacía unos días, el siguiente oasis que nos podíamos encontrar estaba a unos cientos de kilómetros. A nuestro paso, tardaríamos unos treinta días en llegar como mínimo. Eso si no nos distraíamos. Te puedes imaginar que, de haberlo sabido, hubiéramos tomado otra dirección. Un odre para una persona llegaba muy, pero que muy justito. Y así fue, aunque yo calculo que tardamos un mes y medio en avistar Tabalbala. Por supuesto llegamos sin comida y con dos gotas de agua en cada pellejo. Se nos hizo interminable y fue un camino lleno de dudas sobre ir en la buena dirección, a pesar de que ni el sol ni el resto de estrellas nos mentían. Cuantas veces me pregunté “¿Dikembe, estás seguro?”. Quizá por ello Adama no lo hiciera ni una sola vez. Yo creo que confiábamos más en el otro que en nosotros mismos. Desde luego yo se lo tenía reconocido a Hamal, pero no así a Adama. Ahora me doy cuenta de ello. No te creas, que al revivir todo aquello yo también aprendo y corrijo, no solo tú conoces. Por eso te detallo tanto, porque no sé donde puede haber un error que corregir,  una idea que retomar o  una historia  que acabar.
Sé que en estas cartas que te escribo hay algo oculto que no se me muestra. No consigo dar con ello. Pero sé que al final lo descubriré. En tanto, sigamos. Vimos unos picos negros que se elevaban al cielo. Fue grato porque rompían la monotonía del paisaje y un poco más tarde, distinguimos unas murallas del mismo color que la tierra que ocupaban. Era la ciudad de Tabalbala. Antes de entrar encontramos entre unos altos de roca un pozo de donde nos servimos agua a nuestro antojo. Si no, no sé si hubiéramos llegado a entrar a la ciudad. Hamal, como siempre, se portó y nos hizo más llevaderos muchos tramos en los que nos llevó a cuestas. También bebió lo suyo a la vez que disfrutábamos nosotros. Simplemente con no tener la espada de Damocles sobre la cabeza, “¿nos dará el agua?, ya era un descanso infinito. Si a eso le sumas sentirla sobre tu piel y no tener miedo a que te falte llegas a disfrutar de la situación y a descansar la mente. Ahora a las presiones de las preocupaciones se las llama estrés y a las marcas que te deja una guerra le añaden el adjetivo postraumático, que queda muy chulo. No sé si recuerdo bien, pero no deja de ser curioso que de la única ciudad que no he huido y a la que he vuelto en paz es esta, Madrid. Ya en Tabalbala supimos que estábamos cerca de otro país sin necesidad de mirar el mapa. También supimos, después de mirarnos y reír, que debíamos mudar la ropa. Y no es que estuviera sucia, es que estaba destrozada. A mi amigo se le veía una nalga y yo parecía recién salido de una pelea con un felino. Te preguntarás, porque te conozco, porqué no llevábamos ropa en las alforjas. Y en esa supuesta pregunta está la diferencia entre el mundo que vivo hoy y aquel otro. Y aun así, hoy no puedo asumir la cultura de consumo que usáis aquí. A mí no me han metido por los ojos o el oído desde crío la necesidad de tener o comprar. A mí, a nosotros los africanos, también nos gusta tener objetos, como a todo el mundo. Pero pregúntate como sonarían entre Adama y yo los mensajes publicitarios a los que dices no hacer caso. Pensar que sin Coca-Cola no hay verano, hubiera sido muy triste. Yo creo que han conseguido implantaros un chip, que pronto llevaremos en los genes, a través del cual manipularán nuestras necesidades. Pero el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Si yo en Gwane o en Karuba hubiera recibido tal bombardeo publicitario y propagandístico en el que se dibuja un prójimo enemigo para mantener el círculo del sistema económico, seguro que también adoraría al dios consumo. Y no es que defienda mi cultura original, porque lo que llega desde mis tierras y su entorno, aunque manipulado, no oculta una verdad indeseable. La vida de cualquier persona no puede estar basada en pisar a los demás para subir un peldaño en el entramado socioeconómico, como tampoco en la exterminación de una tribu rival. La sociedad civilizada y la sociedad primitiva. Aunque ambas se den en todos los continentes. Y hemos llegado, más unos que otros, a un punto en el que para vivir ya no nos importa lo que le pase al otro, salvo que esté muy lejos. Los africanos no hemos dejado de ser salvajes a pesar de vuestros “intentos”, pero sí habéis llevado a vuestras colonias la cultura del consumo y no la cultura pacifista de los Verdes, aunque hay gratas excepciones. Trajisteis todos vuestros valores, pero nos quedamos con lo peor y vosotros tampoco hicisteis mucho por evitarlo. Os interesaba el enfrentamiento. Divide y vencerás. Nos hemos quedado con el maltrato de ríos, la caza furtiva, el deseo de poder, los prejuicios religiosos y étnicos, estigmatizamos al diferente, la esclavitud, etc. O quizá esté equivocado y todo eso estaba ya instaurado antes de que llegarais vosotros. No lo sé. De una cosa no hay duda, para bien o para mal, vuestra intervención modificó nuestro futuro para siempre. No hay que olvidar que el calentamiento global quien más lo sufre es quien menos contamina. Y eso si es que existe tal calentamiento global y no es otra plaga que nos manda vuestro dios por no creer en él. No te extrañe oír esto en breve. Da igual el origen, el caso es que los paganinis somos nosotros, pues la desertización y la eliminación de la vida se producen en nuestra tierra, en nuestros ecosistemas que no aguantan tanto humo como las ciudades y los urbanitas. Y si no, los estados aflojan vuestros bolsillos para comprar más aire que polucionar. Todo lo tenéis enfocado para que seamos desiguales en el sentido de parecer unos mejores que los otros, cuando la sonrisa o el llanto de un niño, sea de donde sea, iguala a todos. No es más feliz quien más produce y más consume. Hay culturas en las que es más importante cantar que fabricar. Y ahí siguen, cantando. Alguno dirá que con una esperanza de vida muy baja, a lo que yo añado que, a lo mejor, es una vida corta, pero plena. No como esas de las que están llenas vuestras residencias para mayores. Este pensamiento no es mío, pero lo comparto. Me lo expresó un personaje vestido muy raro, con melena y barba blancas, que nos encontramos en mitad de una tormenta de arena y en mitad del desierto. Y lo recuerdo porque al llegar junto a él, aunque la tormenta seguía a nuestro alrededor, la arena no impactaba contra nosotros. Fue muy curioso, tanto el hecho como el pensamiento, si tenemos en cuenta el cuando y el donde se produjo. También le recuerdo con unas gafas estrafalarias. ¿Sabes que un niño, según él, sonríe 350 veces al día? ¿Y sabes cuanto sonríe un adulto? Pues cuatro veces. ¿Eso qué te dice? A mí que perdemos mucho al hacernos adultos, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. También nos contó que en España el motivo por el que mueren más jóvenes es el suicidio(1). Alucinante, ¿verdad? ¿Cómo sabría aquel tipo que acabaríamos en España? Ah, y añadió que se cambia antes el curso de un río que el carácter de una persona, por eso la infancia también es importante. No sé el motivo pero me recordó a mi abuela Mayifa.
Cuantas veces ocurre que conoces mejor a una persona cuando se ha ido. ¿Será porque se piensa más ella? ¿Porque se recuerdan más sus vivencias? ¿Porque la ausencia agranda lo perdido? Es el caso de Dikembe cuando se refiere a Mayifa. Quizá por ello no es capaz de aclarar en su corazón si ella fue su madre, su abuela o su bisabuela. Y no me refiero a esta carta en particular. Es una conclusión debida a la lectura de todas sus cartas. Sí entiendo que fuera la persona que más le marcara. Aunque, a este respecto, pienso que no hay una única persona, ni tienen que ser familiares aquellos que dictan tu conciencia o condicionan tus decisiones. No veo a Dikembe distinto de mí. Es más, le noto muy cercano en ese asunto. Y, cada vez, al releerle más despacio, más cercano le siento. Y si hablamos de Adama, aunque le juzgo más inteligente y esclarecido que a su amigo, entiendo que una de esas personas que le marcaron fue él, el propio Dikembe. Otro asunto son las circunstancias vividas. Incluso me atrevería a decir que Adama sentía a través de Dikembe, porque, entre líneas, leo que a ese niño que fue Adama le arrancaron el corazón cuando debía sentirse inmortal. Su mente no fue capaz de suturar el tajo que provocó su orfandad y su desarraigo. Por otro lado Dikembe, acaso por la constante alusión a Muerte, pierde gradualmente esa sensación de inmortalidad. Creo que, mientras vivió estas andanzas que cuenta a su amigo José María, no era consciente de su invulnerabilidad. En cambio, cuando las escribe es cuando asume tajantemente la convicción de su inmortalidad. En ese momento, en el que yo le imagino muy mayor, es cuando menos vulnerable es un hombre ante la muerte. Ya no siente miedo. El tiempo y las ausencias son como la noche, mitifican y multiplican todo, en especial los sueños.
No me acuerdo ya a qué venía esto, pero bueno, ya me conoces. Hablemos de Tabalbala. Nos sorprendió su ordenamiento urbano. Las casas, en mayor número que las chozas, se aglutinaban en una zona, sin que se vieran otras dispersas. Los huertos y las zonas verdes se hallaban relativamente lejos del centro urbano. Nada tenía que ver con Adrar. No hace falta que te aclare porqué aquellas gentes también se dedicaban a la agricultura, pero sin olvidar la ganadería. Sobre todo vimos cabras. Ya sabrás que una cabra se come hasta las piedras si no tiene otra cosa a mano. Y, por supuesto, camellos que ya sabes también que sirven para todo y que si les dejas sueltos se buscan la comida como las cabras, aunque son más selectivos. Yo diría que es el equivalente a vuestro cerdo con la mejora evidente del trabajo que te pueden aportar. Vimos a unos extranjeros que bajaban de un coche muy peculiar que parecía militar, pero que no lo era. Al apearse les vimos abanicarse y resoplar, como sorprendidos del calor que les recibía en mitad del desierto. Aunque no sé qué esperaban, ¿las temperaturas del Ártico? Sacaron sus cámaras, fijaron sus recuerdos y siguieron camino. No sé hacia donde, bueno, sí lo sabía porque era evidente, hacía donde nos encaminábamos nosotros también, porque a Adrar no llegarían en una jornada ni con vehículo. Y no te olvides que por aquel entonces el único turismo que se hacía era el de hotel. Ya dentro de la ciudad, no tuvimos dificultad en encontrar un lugar donde descansar. Había muchos árboles que no estaban encerrados en huertas valladas. Tampoco nos costó nada encontrar agua y un zoco. Pero allí, si excluimos los cuatro extranjeros que habíamos visto, no encontramos más que vecinos. Nuestro dinero no había mermado, pero la verdad es que tampoco habíamos tenido la oportunidad de aumentarlo. Y era lógico porque al seguir la ruta del emigrante nos limitaba las posibilidades en ese sentido. Aunque no lo sabíamos, el goteo de personas como nosotros era constante, pero no era ni por asomo la riada que años después llegaría a ser como todos hemos visto. Hasta el extremo de que se ha convertido en una forma de vida más para los que no la eligieron. Si bien no estábamos intoxicados, tampoco éramos conscientes de todo lo que ocurría en el mundo. Era como si nosotros, que teníamos los ojos más abiertos que las ganas de comer, también fuéramos sordos, o mejor dicho, como si viviéramos dentro de una campana de cristal. No sé, pero si los africanos hubiéramos conocido antes nuestro futuro inmediato, este hubiera sido de otra manera. No lo sé te digo, porque África está muy atomizada. Ni siquiera los árabes consiguieron, o no quisieron o no pudieron, bajar más al sur. Prefirieron conquistar hacia el norte que, curiosamente, es otro sur para los europeos. Y por no saber, no sabíamos quien era Martin Luther King, y eso que por aquellos años(2) le premiaron con el Nobel de la Paz. Y todavía tengo la duda: ¿Mejor estar mal informado o mejor ignorar? Bendita es la ignorancia, pero el conocimiento es poder. El comentario es radical, pero en aquella época los grises no se tenían muy en cuenta. Ahí te dejo mi duda, para que pienses en ella y me cuentes cuando vuelvas. Un saludo.

 









(1VG) [↑][Volver] Dato dado por Javier Urra el 11/07/2016 a las 11:15 h. en el programa Hoy por Hoy de la SER.
(2VG) [↑][Volver] 1964.


Imagen 1. Foto bajada (y retocada) de www.travelblog.org ©David Vincent.
Imagen 2. Foto bajada de www.extremaduramente.com.
Imagen 3. Foto bajada de www.panoramio.com ©Ramón Azorín.

6 comentarios :

  1. Cómo se nota que van agudizando el ingenio para sobrevivir, uno más que otro, bien es verdad... En Google encuentro "Tabelbala" (Béchar), supongo que será lo mismo... Si van por ahí, todavía les queda trecho para llegar a España... Esperemos que no sea muy duro. Hasta la próxima, J.C. y abrazos.

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    1. A mí en GoogleMaps me aparece como Tabalbala (Argelia) y en Wikipedia también: "La provincia [Béchar] está dividida en 12 dairas (distritos), que a su vez se dividen en 21 comunas (ciudades); que son: Abadla, Béchar, Beni Abbes, Beni Ikhlef, Beni Ounif, Boukais, El Ouata, Erg Ferradj, Ighil, Kenadsa, Kerzaz, Ksabi, Lahmar, Mechraa Houari Boumedienne, Meridja, Mogheul, Ouled Khoudir, Tabalbala, Taghit, Tamtert y Timoudi". Por ahí anda el trío. Y sí, les falta bastante. Por mi parte estoy liado con el capítulo 52 y en él ya andan cerca del Mediterráneo. Gracias por tu interés, Ligia. Un abrazo.

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  2. Vaya par de tunantes y ladronzuelos están hechos. Más les vale que pongan a bailar otra vez a Hamal si quieren reunir dinero rápido.
    Hasta el lunes J.C.

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  3. La verdad es que bien hizo Dikembe en escribir sus anécdotas porque verdaderamente tenía para escribir un libro, cada día una aventura!
    Seguimos.
    Besitos

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    1. Gracias, Amanda. Seguís ahí. ¡Menos mal! Un beso, JC.

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