untos en aquella oscuridad, ¿recuerdas?, nos sentíamos seguros. Por ello trate de acercarme a la oreja de Adama y con la mano en la boca, a modo de sordina, exclamé más que pregunté: «¿Y Hamal?». Tardó en contestar, y, cuando lo hizo, no renunció a su parquedad: «No sé». Y no estoy seguro si me preocupó más la pregunta que la respuesta. Pero no hice nada, solo escuchar cómo nuestras respiraciones se normalizaban hasta dejar de oírlas. Pero entonces fueron sustituidas por un griterío que cada vez se oía más cerca. Yo me apreté más contra la pared en la que apoyaba los riñones. En contra de la opinión de mi amigo, me asomé prudentemente a la callejuela y miré a ambos lados. Me quedé con la vista clavada en la esquina izquierda pues vi la cabeza de Hamal asomar y luego como se arañaba las costillas al pasar con dificultad su corpachón por lugar tan estrecho. Aun así consiguió sortear el obstáculo y mantener la ventaja que sacaba a los que aparecieron después con gritos y risas en fila india. Algunos hacían ruido al golpear con estacas las paredes. El animal parecía tan asustado como nosotros. Pero gracias a él pudimos salir de ese lío. Antes de que llegara a mi altura, silbé y me dejé ver. Reconoció mi llamada y a su emisor y se paró junto a mí. Le ordené agacharse y después grité hacia dentro de la oscuridad. Adama apareció mientras yo montaba al mehari y enseguida me imitó. Ya estaba muy cerca la purrela de chavales que, al vernos, gritó más alto y corrió más deprisa, al menos el primero, el supuesto jefe, que era al único que veíamos. La orden de erguirse y trotar no se hicieron esperar y Hamal salió como una bala, no sé si por mis órdenes o espoleado por el miedo y los gritos de sus perseguidores. Valoré la posibilidad de dar la vuelta y encararnos con la caterva de chiquillos. Y eso mismo me gritó Adama agarrado a mí. Pero era imposible darse la vuelta, no había espacio. Así que huimos hacia delante, pero hete aquí que vi salir a una mujer de un portal. Se me pusieron de corbata, como decís aquí. Tiré de la jáquima de Hamal y este, al sentir la orden, se detuvo y por llevar el doble de peso se le fueron las patas traseras y metió el culo debajo de una arcada que se abría a nuestra derecha. Y se me ocurrió tirar de la rienda hacia la izquierda, con lo que Hamal siguió con su giro involuntario. Dejé de ver a la mujer que ya se había asustado y vi venir de cara a quien ya se paraba al ver de frente al perseguido animal. Por allí la coz de un camello se tiene muy en cuenta. Y de perseguidos pasamos a perseguidores. La pandilla se dio la vuelta y más de uno fue pisoteado. Yo no quise azuzar mucho al mehari e hice bien, porque aparte de evitar una grave desgracia me dio tiempo a ver como se pisoteaban entre ellos. Alguno se llevó hasta algún estacazo de sus colegas. Pero nosotros tampoco salimos ilesos. Al girarse Hamal, Adama se llevó un buen porrazo en la espalda con la arista curva de la arcada, golpe que le haría cojear durante unos días. No me preguntes cómo, pero tras ver como desaparecían uno a uno los muchachos salimos a cielo abierto, y dejamos atrás tanto el barrio viejo de Agadez como todos los peligros que nos habían acechado por nuestra curiosidad. Hoy pienso que fueron los mismos perseguidos quienes buscaron la salida de ese laberinto. Y, como no sabíamos lo que era la justicia y los uniformes, ambos nos ponían de los nervios. Por eso no dijimos nada a nadie de lo visto. ¿A nosotros qué nos importaba que un pillo hiciera pillaje? Nada, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Pero, claro, dos mozalbetes subidos a un camello no pasan desapercibidos y tampoco pueden esconderse. Ni nos paramos a comer ni nada. El miedo a que nos reconociera alguno de aquellos granujillas y apareciera con algún bribón nos inquietaba. Otra vez las circunstancias nos alejaban de otro lugar. Subidos los dos a Hamal, cosa que no habíamos hecho nunca hasta esos momentos de peligro, salimos de Agadez. Dejamos atrás aquella curiosa mezquita cuyo minarete no olvidaré en la vida y no solo por su rareza. Es curioso, no me cansaré de decirlo, que un hombre deba más a un animal que a un semejante, pero en aquellos momentos en que nos alejábamos de aquellos delincuentes de poca monta me sentía seguro a lomos de aquella bestia. Amén de protegido y agradecido. No sé cuanto nos alejamos, pero, cuando decidí parar, el sol, que hería mis ojos, comenzaba a bajar y nuestras alargadas y estrechas sombras superaban nuestra altura real. Estaba claro que llevábamos dirección oeste. Sin venir a cuento, o sí, no sé, pensé que no era extraño que la humanidad endiosara al sol. A mí su constancia se me hace eterna. Aunque ahora sé que, como todo, llegará el momento en que se rinda al tiempo, nuestro mejor y peor aliado. Incluso él, por difícil que sea imaginar, también tendrá su final. ¿En qué se transformará el tiempo? Ahí te dejo otra perla sobre la que pensar. No seremos los primeros ni los últimos que se lo planteen. Alguien encontrará una respuesta, si es que su discurrir se lo permite. Con él todo es posible y sin él todo es inexistente. Pero dejemos la metafísica. Desde luego no es lo mío. Y creo que lo tuyo tampoco. Al bajar del mehari noté el hambre más que la urgencia de huir. Me di por satisfecho de la distancia ganada. Y Adama no puso un pero. Cuando nos sentamos en la arena uno frente al otro, coincidimos en gesto y opinión. Un soplido con aleteo de labios fue el suyo y un aleteo vertical de la mano con la muñeca doblada fue el mío: “De menuda nos habíamos librado”. Sí, nos habíamos salvado de milagro, prodigio que tenía nombre: Hamal. Nos tranquilizamos durante la cena y por la presencia de uno y otro y el de más allá, que andaba a lo suyo, como nosotros a lo nuestro. Me empezaba a dar cuenta de que juntos sumábamos y no nos estorbábamos. Esa noche mi amigo me hizo una pregunta extraña. Primero por estar donde estábamos y, segundo, porque ni tuvo continuación ni explicación: «Dikembe, ¿sabes nadar?». Le contesté afirmativamente. Mis escarceos en el río de mi aldea con mis amigos sirvieron para que varios aprendiéramos, aunque, desde luego no hubiéramos ganado una carrera ni a un chihuahua. Mucho más tarde me enteraría del motivo de su pregunta. Adama nunca daba una puntada sin hilo. Tampoco me aclaró, hubiera sido un exceso verbal, si él sabía o no. Tampoco se lo pregunté, no me iba a aclarar nada en aquel momento. Además era imposible mantener, aunque fuera corta, una conversación con él desde que nos encontráramos por segunda vez. Así que perdí la oportunidad. Y hoy me pregunto: “¿La oportunidad para qué?”. ¿Para conocerle más y mejor? Esa parece la respuesta más adecuada. Pero yo ya sabía todo lo que necesitaba conocer de Adama. Y como, al contrario que él, no formaba parte de mis planes (yo no tenía ninguno) aumentar mis conocimientos sobre él para lo único que podían servir mis preguntas era para empañar nuestra incipiente amistad. ¿Para qué contarse las penas y las desgracias? Esa es una de las normas que aprendí de él: No des pena, porque si no, darás dolor. Entenderás ahora mi renuencia a compartir contigo, o con cualquiera, mis vivencias que, para bien o para mal, han hecho que sea tal como soy. Y como desconozco el origen de la mitad de mis genes, que no deben ser de buen linaje por provenir del violador de una niña, me sorprende que me considere una no mala persona, aun teniendo en cuenta todo el mal que he hecho y todo el bien que he dejado de hacer. Vamos, que he sido lo que muchos consideran un delincuente negro sin papeles, aunque por un tiempo. Y con lo temporal me refiero a ser un malhechor “alegal”, no a mi color. Aunque esos muchos hoy no hayan cambiado de opinión simplemente porque su color de piel es distinto al mío. Eso sí, si uno de nosotros gana una medalla de oro en unas olimpiadas la cuentan como propia. ¿Si Andrés Iniesta fuese negro, algún futbolero y patriota pensaría de él malamente después de que su gol sirviera para ganar un mundial de fútbol? Así son las cosas y así hay que aceptarlas, aunque también hay que luchar contra la injusticia y contra lo que no tiene explicación, porque a ese Andrés Iniesta si metiera un gol al Real Madrid, algunos madridistas le llamarían mono. ¿Tiene explicación? Eh bien, c'est ça, mon ami. Como tampoco la tiene que la Declaración de Derechos Humanos y las propias constituciones de los países no sirvan para nada. Tú y yo sabemos que hay mucho papel mojado, tanto como espaldas.
Difiero muy poco de la opinión de Dikembe, porque
el papel maché sirve para modelar. Y además creo que hay más papel mojado que
mexicanos que hayan conseguido pasar a Estados Unidos cruzando a nado el río
Bravo. Pero aun así permitir que ese tipo de documentos se mojen y pierdan su
identidad me parece un delito. Y más cuando se presume continuamente tanto de las
declaraciones internacionales como de las nacionales, que hasta se festejan, y
solo se cumplen cuando se aplican a cortapisas impuestas por intereses
exteriores y referidas al cumplimiento de déficits económicos. Una vergüenza,
vamos. Como sigamos mojando papeles de tamaño calibre, cualquier día veremos
como se retiran los tejados de las bibliotecas, con lo que perderemos nuestra
memoria más común y objetiva. Nos quedaremos sin Historia, y a ver entonces qué
coño hacemos los que queremos aprender de nuestros errores y del acierto de los
demás.
Que eso, que tampoco necesitábamos contarnos
nuestras miserias. Al menos yo. Y todos las tenemos, pero me daba a mí la
impresión que los dos teníamos las mismas, porque alguna noche, a la luz de la
luna, había visto como se movía su manta de una forma acompasada para acabar en
frenética, como hacía la mía también de vez en cuando. Es lo que tiene la
adolescencia. No entiendes qué le pasa a tu cuerpo ni a tu entorno, y buscas
respuestas allí donde se produce el cambio, aunque sea imposible asimilar para
qué te sirve aquello sin la dueña de aquellos ojos que no me dio tiempo a
encontrar. Relajados y confiados, después de nuestra charla, dormimos como
niños. Los nervios y la tensión cuando desparecen dejan la misma huella que una
dura jornada de trabajo en el campo para el que no está acostumbrado.
Amanecimos frescos y con fuerzas renovadas, aunque suplimos los ánimos por las
ganas de alejarnos más de aquel resplandor que también contemplamos la noche
anterior por última vez. Ya no me sentía solo porque no lo estaba. Durante la
etapa que abrimos ese día fue la primera vez que me sentí apoyado por alguien
que no fuera un animal. Noté que tras de mí había otra persona que respondería
cuando me fuera necesario. Y digo detrás de mí porque fue allí donde estuvo
Adama toda la mañana, pues repetimos la experiencia de cargar a Hamal con el
peso de los dos. El animal no protestó en ningún momento. No sentí nada
diferente de lo ya experimentado porque ya había tenido la necesidad de
proteger y defender a mi familia, a mis hermanas, que en realidad eran mis
tías. Más tarde caminaríamos uno al lado del otro y el otro al lado del animal.
Cruzamos varias aldeas durante aquellos días. Después de la tormenta, ya sabes,
llega la calma. No ocurrió nada digno de mención en ninguna crónica. Le enseñé
a Adama las monedas que, en su momento, había usado para contar los días. Me
respondió que ya solo me servirían para eso. No me dijo ni el motivo. Pero no
las tiré. A pesar de que hasta entonces el dinero no había formado parte de mi
vida, esas monedas ya eran un talismán. Y no me equivocaba como descubriríamos
después. Bon, nosotros y cualquier
persona del mundo al que nos dirigíamos. El papel moneda es la mayor droga de
este primer mundo, y aún del segundo. Y no digo que siempre se le deba
comparar, por ejemplo, a la heroína, pues también, a veces, pude ser comparada
con la penicilina porque salva vidas y no genera vicios y dependencia. El
dinero es mucho más popular que el sexo, porque hasta muchos niños y muchos
ancianos lo veneran. Ya nadie se plantea un mundo sin él. No se puede, ni se
debe generalizar, pero me atrevo a decirte a ti, en petit comité, que cuanto más tenemos más queremos. Y como te haga
prisionero de su poder, la has cagado, mon
ami. Pero nosotros en aquellos momentos no conocíamos todavía ni su
reciedumbre ni su efectividad. Incluido yo que había estado a sueldo durante un
periodo de mi infancia. Pero como ya te he contado no vi un duro. No iba a
trabajar por lo que me pagarían, sino porque mi supuesto padre me había vendido
al capataz como fuente de ingresos compartida. Y Adama tampoco parecía muy
interesado en los cuartos. Por lo que hay deduzco que tampoco había visto ni
usado mucho. Cada día nos acercábamos a la ciudad en la que más tiempo
pararíamos, precisamente al aprender aquello que desconocíamos y porque se nos
presentaría la oportunidad de ahorrar. Sí, no solo de ganarlo, sino también de
no saber muy bien qué hacer con él. Luego nos serviría. ¡Vaya si nos serviría!
Como a todo el mundo. Aquella ciudad llegaría a acogernos hasta el extremo de
llegar a pensar que era el destino final de mi huida hacia delante. Lo primero
que vimos de ella fue su resplandor contra la oscuridad del cielo, como nos había
pasado con Agadez. Pero esta vez ni nos intrigó ni nos llamó la atención. Ya
sabíamos de lo que se trataba. Por ello, en principio, no nos agradó mucho. Los
recuerdos, aunque tienen su intríngulis y su mecánica, parecen funcionar a su
aire. Y, aunque no nos vengan a la memoria, tienen gran peso en nuestras sensaciones
y decisiones, sean estas de peso o inanes. La fuerza de las imágenes, evocadas
o no, es tanta como aquella que tienen los olores y los sonidos que asociamos a
vivencias. Las comidas saboreadas, las pieles acariciadas… Por todo ello creo
que los recuerdos multiplican por cinco el peso sobre los momentos ya vividos.
Y no importa que tu cerebro sea capaz de ubicarte allí donde sentiste la
primera sensación. A la mente no le hace falta recordar porque ya lo ha
aprendido. Ha creado los mecanismos para salivar cuando hueles un guiso que
comías en tu infancia. Sin olvidar que en algún momento nuestra voluntad es
consciente de que debemos tomar las riendas de la situación, bien para
evadirnos o gozar de aquella experiencia. Y eso mismo ocurre con las
aprensiones que no miedos. Confundir el uno con la otra es muy común. El
sentimiento de ambos al ver aquel nuevo fulgor fue recelo, no temor.
Simplemente porque en aquel momento no corríamos peligro. ¿Entiendes? El miedo
es aquello que sentimos al ser perseguidos. Es un mecanismo de supervivencia,
no un escrúpulo. La aprensión nos lleva a ser cautos. Por eso, al despertar esa
mañana ninguno de los dos dio señales de querer acercarse a la desconocida ciudad
que, en mi opinión, parecía más grande que Agadez. Aunque tú ya sabes que tanto
el miedo como la aprehensión deforman nuestra percepción. Aun así, nos
acercamos. Y al entrar ya noté la diferencia. Había tráfico de vehículos, con
motor y sin él. Circulación que fue en aumento según nos adentrábamos en Gao. Esta
urbe era distinta a todo lo visto hasta entonces. Tanto Adama como yo nos
encogimos ante aquel bullicio y ajetreo. No estábamos acostumbrados a ellos.
Hasta Hamal parecía afectado. De vez en cuando tenía que tirar de él para que
nos siguiera, cosa que nunca había tenido que hacer antes. Cuando
pasábamos por debajo de los carteles suspendidos sobre las carreteras, nos
agachábamos. Entenderás que para quien ha andado toda la vida bajo el sol,
tener algo sobre la cabeza asusta. La
situación pareció normalizarse para todos cuando, ya en el corazón de la
ciudad, los animales sustituyeron a las máquinas que abandonaban la ciudad.
Todo tipo de animales tiraba de todo tipo de inventos con ruedas. Los burros,
los caballos, los camellos y los cebúes parecían despreocupados de todo lo que
ocurría a su alrededor, solo se ocupaban de tirar hacia donde les indicaba su
guía para no recibir latigazos. Eran ellos los que marcaban el ritmo de la
circulación. Vimos hasta un perro que tiraba de un carrito trabajosamente. Lo
conducía un niño más joven que nosotros que parecía hablar continuamente con el
can. A Adama le extrañó, pero a mí no. Porque aquella escena la había
protagonizado yo con un camello. Y tan listo o tan tonto es un perro como un
camello. Y ninguno de los dos animales entiende el francés, te lo aseguro. Otra
cosa es el valor que demos a su obediencia o fidelidad. Pero eso se consigue
con paciencia y cariño más el binomio premio-castigo. El hombre ha sojuzgado a
muchos animales, incluso a sus semejantes. Y eso sin contar con la esclavitud
de la mujer dentro del matrimonio desde hace todos los siglos y hasta extremos
insospechados. En fin, que allí estábamos, en medio de aquel sin sentido como
lo entendíamos nosotros. «¿Dónde irá
toda esta gente», pensé en voz alta. Por lo que esta vez no me sorprendió
el silencio de mi amigo. No entendía que, ante la presencia de los vehículos
motorizados, tuvieran que ser aquellos pobres animales, que no podían algunos
con su alma, quienes tirasen de las mercancías y las personas. ¿Tan lejos iban
aquellos otros? Acaso serían como nosotros, pensé. Pero al poco lo desestimé.
Con aquellas máquinas, viajar por el Sahel o el desierto era harto difícil,
sino imposible. Pero, claro, tampoco es que uno estuviera acostumbrado a pistas
de tierra o carreteras empedradas. Como Hamal y yo siempre íbamos trasmonte,
imaginaba que todos lo hacían. Para mí las calles solo existían en las
ciudades. Los edificios también nos empequeñecían. Ya sabíamos que las
mezquitas se elevaban al cielo, pero no en bloque, sino tan solo su minarete.
En cambio, allí era todo el edificio el que se elevaba tres pisos y alguno más.
Y unos pegados a otros, sin espacio ni patio entre ellos. Parecían apoyarse
unos en otros. Eso sí, su colorido alegraba la vista. Y de pronto, se acabaron
las casas y apareció otra vez la estéril tierra del Sahel. Solo una lengua de piedras,
por la que circulaban los vehículos y los animales, se abría paso entre la
tierra y hacia el horizonte, aunque en algún punto desapareciera el empedrado
por el polvo que allí se levantaba tras una loma. Nos consultamos con la mirada
y decidimos seguir a los vehículos. No éramos los únicos que acompañábamos a un
animal. Incluso un pastor con sus cabras seguía nuestro camino. Eran ellas las
que más estorbaban el tráfico. Algún que otro conductor nos pitaba y gritaba
para que nos apartáramos. Aquellos camiones y aquellas camionetas no eran como
las que ahora podemos ver por las calles de Madrid. Eran tartanas tuneadas,
como dirían tus hijos, de mil colores, con las cajas abiertas y varas
verticales que sujetaban toldos o simplemente la carga. Ventanillas sin
cristales y alguno que otro sin parabrisas, con lo que el camionero tragaba más
polvo que nosotros, los peatones. Enseguida habían dejado de extrañarnos por la
cantidad de ellos que nos sobrepasaban. Y la sorpresa se había trocado en
molestias, por el ruido y por el humo negro de olor inaguantable y asfixiante
que nos hacía toser de vez en cuando. Por eso abandonamos la pista y no por las
protestas de los conductores. Andábamos peor por allí pero dejó de oler a
rayos, dejamos de toser y de marearnos. Igual que habíamos dejado atrás las
viviendas nos dimos con otras. No podía ser otra ciudad. Estaban demasiado
cerca los dos núcleos y sus habitantes y ambientes parecían los mismos. Nos
vimos en una calle con edificios a un solo lado. Estaba repleta de comercios y
tenderetes. Como ya habíamos hecho más de una vez, mientras yo distraía a la
vendedora y usaba a Hamal de estorbo y despiste, Adama se hacía con unas piezas
de fruta o cualquier otra cosa comestible. Así me enteré de donde estábamos: en
el barrio de Sosso-Koira, que nosotros habíamos confundido con ciudad porque
ese concepto, barrio, era desconocido para nosotros. También lo era que alguien
había visto nuestras artimañas para hacernos con lo que no era nuestro. Pero
esto te lo aclararé más adelante. Poco tardamos en pelar las bananas y en
comérnoslas frente a un edificio de barro que nos recordaba a aquel otro de
Agadez en forma de pirámide
con maderos clavados en su fachada. Como pude leí el texto en francés que aparecía junto a otros en idiomas que no conocía, salvo el árabe. Entre uno y otro saqué una conclusión, y se lo conté a Adama: aquel monumento era una antigua tumba de un tal Askias. Sus alrededores también nos recordaron a aquellos otros de la mezquita citada porque había muchos extranjeros con sus cámaras y su curiosidad por todo. Mi amigo puso cara de incrédulo, quizá porque habíamos notado que todos aquellos ciudadanos debían adorar a Alá y los musulmanes que conocíamos no enterraban así. Pero no hubo discusión, con Adama era imposible reñir, porque hasta hablar con él era difícil. Como para polemizar. Otra sensación que noté en la piel y que no identifiqué, no era otra cosa que la humedad que desprendía el gran río que descubrimos enseguida. Y nos atrajo como la mierda a las moscas. Era impresionante, y visto a pie de orilla, todavía más. Aunque nos costó lo nuestro llegar a mojarnos los pies. Desde allí vimos muchos barcos y barcas que navegaban. Y al fondo, una zona llena de grúas que descargaban las embarcaciones más grandes, mientras otros eran cargados a su vez. No sé el tiempo que estuvimos allí clavados, pero lo cierto es que yo me hundí en el cieno y los pies desaparecieron bajo el negro y licuado barro. Cuando me di cuenta chapoteé y los rescaté del lodo. Pero íbamos de sorpresa en sorpresa. La siguiente fue en forma de puente que cruzaba el ancho río y unía las dos orillas de aquella gran ciudad que seguía con su habitual ritmo de vida como demostraron las dos mujeres que llegaron junto a nosotros y se pusieron a lavar su
ropa. Era curioso, pero no lejos de donde se cargaban y descargaban las mercancías, había otros edificios muy parecidos que lucían ajados y abandonados. Allí no se veía actividad alguna, salvo varias barcas pequeñas y varadas que se movían con el oleaje. Aunque alguna parecía en tan mal estado como los edificios. No salíamos de nuestro asombro y no parábamos de mirarnos para compartirlo. Ahora sé que aquel gran río es el Níger y aquella ciudad portuaria Gao. Estábamos en Malí, en el país de Adama, junto al río que nace cerca del mar y se aleja de él para no morir nonato. Nos terminamos por meter en el agua, no como las amas de casa, sino como niños que quieren disfrutar de ella. Pero no salimos muy limpios porque tuvimos que volver a pisar el cieno de la orilla. Aunque lo cierto es que no se nos notaba mucho. Negro sobre negro no destaca. Y, a veces, sobre blanco tampoco. Quisimos cruzar el puente y lo hicimos. Tardamos bastante en llegar a la otra orilla por nuestra gran curiosidad. Bien porque cualquier detalle nos llamaba la atención bien porque topábamos con un rebaño de cebúes. Se nos notaba a la legua que éramos recién llegados. Yo no paraba de decir: «¡Mira, Adama», sorprendido a cada paso. Y él no hacía más que abrir más sus ya de por sí grandes ojos. Esos ojos sí que querían mirar y tenían los oídos muy finos. Aprendía de cualquier situación por nimia que fuera y siempre la tenía presente. A mí, por el contrario, me costaba más. Una vez aquí, ya entre vosotros, las veces que me habrá reprochado: «Pero no aprendiste nada de lo que pasó cuando…». Yo vivía, pero no sacaba conclusiones de ello. Él, a la chita callando, enriquecía sus opiniones. Pero, al final y sin proponérmelo, aprendí a aprender y a pensar, a aplicar lo vivido a los nuevos desafíos. Pero Adama siempre me ha superado. Mientras yo me hacía con sus virtudes, él aprendía hasta escarmentar en cabeza ajena, en contra de lo que dicta el refrán. Algo que yo jamás he conseguido. Una vez cruzado el río, nos metimos por unas calles saturadas de casas. Nos llamó la atención un edificio distinto, raro. No parecía ni una mezquita ni un palacio, pero tenía empaque y distinción. En él entraban muchos extranjeros que hacían cola. Y, claro, nos acercamos. Muchos turistas, tantos como muchachos, pululaban a su alrededor. De vez en cuando se oía un grito y se veía correr a uno de esos chicos. Y no ocurrió una vez. La segunda vez me fijé y vi como seis o siete de aquellos chiquillos estorbaban a las víctimas con el fin de evitar la posible persecución de su cómplice pero con disimulo. Todo estaba perfectamente orquestado. Desde la distracción inicial en la que esa misma purrela de críos rodeaba a la descuidada víctima mientras otro se acercaba con la mano extendida, hasta el cierre de filas para facilitar la huida de ese mismo pilluelo ya con el botín entre las manos. Pero los robos no levantaron la polvareda que ya habíamos vivido en Agadez. Y no me explicaba como una y otra vez aquellos bobalicones blancos caían en la misma trampa, se descolgaban el bolso y prácticamente se lo ofrecían a su ladrón que solo tenía que tirar y salir zumbando. Hoy sí me lo explico. El sentimiento de culpa y la mala conciencia de esos viajeros, entendida como pena, no les permitían obviar las peticiones de aquellos pobres negritos. Al enfrentarse cara a cara con las necesidades de aquellos pueblos, bajaban la guardia por más avisados que estuvieran. Entre tanto trasiego de gente que entraba, salía y revoloteaba frente a aquellas puertas de cristal que parecían abrirse solas, puse la oreja y me enteré de que era un museo, aunque ya lo había leído en unas grandes letras que lo anunciaban en su fachada. Pero ni mi amigo ni yo sabíamos qué era un museo, y menos uno etnográfico, palabra que por muchas vueltas que le di entonces no entendí. Seguíamos con los sustos y los bocinazos o gritos porque yo me paraba en mitad de la calle cada dos por tres. Me olvidaba del tráfico rodado y animal. Y Hamal no es que fuera fácil de sortear. Y entonces nos sobrepasó un vehículo extremadamente largo y limpio con colores que nada tenían que ver con los chabacanos que lucían las tartanas de la carretera. También era alto y con todos los cristales que no dejaban ver el interior, aunque el sol les diera de pleno. Se paró ante el museo y vimos como se apeaban los turistas, de uno en uno. «¡Mira, Adama!». Y Adama miraba hacia donde le señalaba con el dedo. Y tomaba nota, no como yo que simplemente me divertía ver como el autobús vomitaba uno a uno sus ocupantes. Nos comimos las última bananas y mientras satisfacíamos nuestra hambre saciábamos también nuestra curiosidad. Muchos de los vecinos con los que nos cruzábamos me recordaban a mis amos anteriores. Sus vestidos, sus turbantes, sus caras tapadas con los velos índigos, sus amuletos… En cambio, las mujeres iban con la cara descubierta, pero con tantos amuletos como ellos. Ellas vestían de colores más alegres. No sabía yo que también eran tuaregs. Pero estos habían renunciado a viajar por el desierto y el Sahel y habían caído en el sedentarismo. Por eso me chocaba tanto la semejanza y su idioma que llegué a reconocer. Y cuando me di cuenta de que muchas conversaciones se mantenían en tamaseq un viento frío me cruzó el alma y se lo dije a Adama. Me contestó con un gesto que interpreté como un “olvídate”. Y como confiaba en él, me olvidé. ¿Quién iba a reconocerme allí? Además, ya había pasado bastante tiempo desde la muerte de Itri, aunque jamás dejaría de pesar en mi ánimo. Había compartido con Adama el fatal accidente en el campamento tuareg. Por eso al verle tranquilo, como siempre, se me pasó la preocupación, pero no así el sentimiento de culpa. Ese no se iría jamás. No obstante me prometí que en la primera ocasión que tuviera me haría con un turbante y, aunque no vestía túnica, me taparía la cara como hacían ellos. Quien evita la ocasión, evita el peligro. Y yo no distinguía aún entre miedo y pesar. Nuestra siguiente parada fue el puerto. Si no hubiéramos sido unos muchachos negros y mal vestidos, podríamos haber pasado por turistas. Todo nos llamaba la atención, todo nos parecía nuevo. Qué te voy a contar, si una aglomeración de personas y un nuevo y reluciente autocar nos habían sorprendido, imagínate los barcos y las grúas que movían toda clase de objetos, incluso animales suspendidos de redes. Nos alejamos impactados y seguimos el río hasta darnos con esos otros edificios abandonados donde reinaba un silencio sepulcral. Reconocimos lo que fuera en su momento el pequeño puerto primitivo. Aquel que había sido el lugar de descarga de la sal y el oro, ahora veía de lejos, toda clase de mercancías. Gao había sido uno de los puntos neurálgicos del comercio africano. Pero dejemos descansar allí y aquí a Dikembe, todos tenemos derecho a ello, ¿no te parece? Eh bien, c'est ça, mon ami. Hasta la próxima. Un saludo
con maderos clavados en su fachada. Como pude leí el texto en francés que aparecía junto a otros en idiomas que no conocía, salvo el árabe. Entre uno y otro saqué una conclusión, y se lo conté a Adama: aquel monumento era una antigua tumba de un tal Askias. Sus alrededores también nos recordaron a aquellos otros de la mezquita citada porque había muchos extranjeros con sus cámaras y su curiosidad por todo. Mi amigo puso cara de incrédulo, quizá porque habíamos notado que todos aquellos ciudadanos debían adorar a Alá y los musulmanes que conocíamos no enterraban así. Pero no hubo discusión, con Adama era imposible reñir, porque hasta hablar con él era difícil. Como para polemizar. Otra sensación que noté en la piel y que no identifiqué, no era otra cosa que la humedad que desprendía el gran río que descubrimos enseguida. Y nos atrajo como la mierda a las moscas. Era impresionante, y visto a pie de orilla, todavía más. Aunque nos costó lo nuestro llegar a mojarnos los pies. Desde allí vimos muchos barcos y barcas que navegaban. Y al fondo, una zona llena de grúas que descargaban las embarcaciones más grandes, mientras otros eran cargados a su vez. No sé el tiempo que estuvimos allí clavados, pero lo cierto es que yo me hundí en el cieno y los pies desaparecieron bajo el negro y licuado barro. Cuando me di cuenta chapoteé y los rescaté del lodo. Pero íbamos de sorpresa en sorpresa. La siguiente fue en forma de puente que cruzaba el ancho río y unía las dos orillas de aquella gran ciudad que seguía con su habitual ritmo de vida como demostraron las dos mujeres que llegaron junto a nosotros y se pusieron a lavar su
ropa. Era curioso, pero no lejos de donde se cargaban y descargaban las mercancías, había otros edificios muy parecidos que lucían ajados y abandonados. Allí no se veía actividad alguna, salvo varias barcas pequeñas y varadas que se movían con el oleaje. Aunque alguna parecía en tan mal estado como los edificios. No salíamos de nuestro asombro y no parábamos de mirarnos para compartirlo. Ahora sé que aquel gran río es el Níger y aquella ciudad portuaria Gao. Estábamos en Malí, en el país de Adama, junto al río que nace cerca del mar y se aleja de él para no morir nonato. Nos terminamos por meter en el agua, no como las amas de casa, sino como niños que quieren disfrutar de ella. Pero no salimos muy limpios porque tuvimos que volver a pisar el cieno de la orilla. Aunque lo cierto es que no se nos notaba mucho. Negro sobre negro no destaca. Y, a veces, sobre blanco tampoco. Quisimos cruzar el puente y lo hicimos. Tardamos bastante en llegar a la otra orilla por nuestra gran curiosidad. Bien porque cualquier detalle nos llamaba la atención bien porque topábamos con un rebaño de cebúes. Se nos notaba a la legua que éramos recién llegados. Yo no paraba de decir: «¡Mira, Adama», sorprendido a cada paso. Y él no hacía más que abrir más sus ya de por sí grandes ojos. Esos ojos sí que querían mirar y tenían los oídos muy finos. Aprendía de cualquier situación por nimia que fuera y siempre la tenía presente. A mí, por el contrario, me costaba más. Una vez aquí, ya entre vosotros, las veces que me habrá reprochado: «Pero no aprendiste nada de lo que pasó cuando…». Yo vivía, pero no sacaba conclusiones de ello. Él, a la chita callando, enriquecía sus opiniones. Pero, al final y sin proponérmelo, aprendí a aprender y a pensar, a aplicar lo vivido a los nuevos desafíos. Pero Adama siempre me ha superado. Mientras yo me hacía con sus virtudes, él aprendía hasta escarmentar en cabeza ajena, en contra de lo que dicta el refrán. Algo que yo jamás he conseguido. Una vez cruzado el río, nos metimos por unas calles saturadas de casas. Nos llamó la atención un edificio distinto, raro. No parecía ni una mezquita ni un palacio, pero tenía empaque y distinción. En él entraban muchos extranjeros que hacían cola. Y, claro, nos acercamos. Muchos turistas, tantos como muchachos, pululaban a su alrededor. De vez en cuando se oía un grito y se veía correr a uno de esos chicos. Y no ocurrió una vez. La segunda vez me fijé y vi como seis o siete de aquellos chiquillos estorbaban a las víctimas con el fin de evitar la posible persecución de su cómplice pero con disimulo. Todo estaba perfectamente orquestado. Desde la distracción inicial en la que esa misma purrela de críos rodeaba a la descuidada víctima mientras otro se acercaba con la mano extendida, hasta el cierre de filas para facilitar la huida de ese mismo pilluelo ya con el botín entre las manos. Pero los robos no levantaron la polvareda que ya habíamos vivido en Agadez. Y no me explicaba como una y otra vez aquellos bobalicones blancos caían en la misma trampa, se descolgaban el bolso y prácticamente se lo ofrecían a su ladrón que solo tenía que tirar y salir zumbando. Hoy sí me lo explico. El sentimiento de culpa y la mala conciencia de esos viajeros, entendida como pena, no les permitían obviar las peticiones de aquellos pobres negritos. Al enfrentarse cara a cara con las necesidades de aquellos pueblos, bajaban la guardia por más avisados que estuvieran. Entre tanto trasiego de gente que entraba, salía y revoloteaba frente a aquellas puertas de cristal que parecían abrirse solas, puse la oreja y me enteré de que era un museo, aunque ya lo había leído en unas grandes letras que lo anunciaban en su fachada. Pero ni mi amigo ni yo sabíamos qué era un museo, y menos uno etnográfico, palabra que por muchas vueltas que le di entonces no entendí. Seguíamos con los sustos y los bocinazos o gritos porque yo me paraba en mitad de la calle cada dos por tres. Me olvidaba del tráfico rodado y animal. Y Hamal no es que fuera fácil de sortear. Y entonces nos sobrepasó un vehículo extremadamente largo y limpio con colores que nada tenían que ver con los chabacanos que lucían las tartanas de la carretera. También era alto y con todos los cristales que no dejaban ver el interior, aunque el sol les diera de pleno. Se paró ante el museo y vimos como se apeaban los turistas, de uno en uno. «¡Mira, Adama!». Y Adama miraba hacia donde le señalaba con el dedo. Y tomaba nota, no como yo que simplemente me divertía ver como el autobús vomitaba uno a uno sus ocupantes. Nos comimos las última bananas y mientras satisfacíamos nuestra hambre saciábamos también nuestra curiosidad. Muchos de los vecinos con los que nos cruzábamos me recordaban a mis amos anteriores. Sus vestidos, sus turbantes, sus caras tapadas con los velos índigos, sus amuletos… En cambio, las mujeres iban con la cara descubierta, pero con tantos amuletos como ellos. Ellas vestían de colores más alegres. No sabía yo que también eran tuaregs. Pero estos habían renunciado a viajar por el desierto y el Sahel y habían caído en el sedentarismo. Por eso me chocaba tanto la semejanza y su idioma que llegué a reconocer. Y cuando me di cuenta de que muchas conversaciones se mantenían en tamaseq un viento frío me cruzó el alma y se lo dije a Adama. Me contestó con un gesto que interpreté como un “olvídate”. Y como confiaba en él, me olvidé. ¿Quién iba a reconocerme allí? Además, ya había pasado bastante tiempo desde la muerte de Itri, aunque jamás dejaría de pesar en mi ánimo. Había compartido con Adama el fatal accidente en el campamento tuareg. Por eso al verle tranquilo, como siempre, se me pasó la preocupación, pero no así el sentimiento de culpa. Ese no se iría jamás. No obstante me prometí que en la primera ocasión que tuviera me haría con un turbante y, aunque no vestía túnica, me taparía la cara como hacían ellos. Quien evita la ocasión, evita el peligro. Y yo no distinguía aún entre miedo y pesar. Nuestra siguiente parada fue el puerto. Si no hubiéramos sido unos muchachos negros y mal vestidos, podríamos haber pasado por turistas. Todo nos llamaba la atención, todo nos parecía nuevo. Qué te voy a contar, si una aglomeración de personas y un nuevo y reluciente autocar nos habían sorprendido, imagínate los barcos y las grúas que movían toda clase de objetos, incluso animales suspendidos de redes. Nos alejamos impactados y seguimos el río hasta darnos con esos otros edificios abandonados donde reinaba un silencio sepulcral. Reconocimos lo que fuera en su momento el pequeño puerto primitivo. Aquel que había sido el lugar de descarga de la sal y el oro, ahora veía de lejos, toda clase de mercancías. Gao había sido uno de los puntos neurálgicos del comercio africano. Pero dejemos descansar allí y aquí a Dikembe, todos tenemos derecho a ello, ¿no te parece? Eh bien, c'est ça, mon ami. Hasta la próxima. Un saludo
Imagen 1. Foto bajada de www.viamichelin.it
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El sentimiento de culpa perdura en Dikembe... Todo lo que ven les parecerá algo asombroso, me da la impresión de que a él más que a Adama, lo veo más curtido. No sé si Hamal tendrá cabida en la "civilización" hacia donde se están dirigiendo...
ResponderEliminarBueno, hasta el próximo capítulo. Abrazos, J.C.
Lees muy bien entre líneas, jodía (cariñosamente). Gracias, Ligia. Un abrazo. JC.
EliminarMientras todo transcurra como hasta ahora, todo bien. Y el estar juntos, les sirve a los dos de apoyo mutuo.
ResponderEliminarHasta el lunes, entonces. J.C.
Un spoiler: se mantendrán juntos hasta el final del viaje. Gracias, Varinia y un abrazo, JC.
EliminarEstando junto a Adama parece que el camino le fue más fácil a Dikembe, aunque aquel no fuera muy charlatán.
ResponderEliminarA ver que les deparan los nuevos descubrimientos...
Besitos
Gracias, Amanda. Seguro que, a la chita callando, Adama le echa un cable a Dikembe y viceversa. Un beso, JC.
Eliminar¡Holaaaaa! Por fín llegué a alcanzar el ritmo, !uff! Me fuí con un Dikembe niño y ya es un joven casi adulto. La verdad es que por el comienzo de la historia pensé no la acabaría, pero lo cierto es que me atrapó. Es interesante también observar tus opiniones personales a medida se van desplegando las cartas. Puntos en los que coincides con el propio protagonista. No es extraño que te atrapara de buenas a primeras por su humanidad, realidad y otros valores con la tendencia como tu, dispuestos a hacerse preguntas de las que a veces no sabemos contestar. En otro aspecto, también sirve para que te conozcamos un poquito más. Es bueno, que nuestro personaje haya encontrado un amigo, sea como sea, es más llevadera la carga diaria, los infortunios y alegrías. "Las penas compartidas son menos penas" y " la alegría compartida es más alegría". Como en otro pasaje se define, a pesar de sus calamidades es un privilegiado, por tanto de algo le va a servir haber sufrido tanto.
ResponderEliminarYo también he dotado (en la fantasía)a mi amineko de un amigo para sus aventuras. La soledad no debe ser excesivamente larga, y en muchos de los casos, hoy más que nunca, puede ser malsana. Nos vemos. Besos.
Hola, Nita. ¡Qué alegría "oírte"! Dices verdades, así, para qué más. Muchas gracias por tus comentarios y tus ánimos. Al fin y al cabo, escribir, para mí, es descubrirme. Un beso, JC.
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