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De cómo triunfar
De cómo triunfar
a policía no ponía mucho interés en resolver ni parar esos delitos, esos
hurtos que no llegaban a robo porque no había intimidación. Así que aquellos
raterillos campaban a sus anchas entre los turistas de los que se alimentaban
ellos y sus familias porque, a veces, se topaban con algún incauto que no se
fiaba de la seguridad del hotel donde se alojaba y creía que su dinero estaba
más seguro con él, en contra de las veces que era advertida, tanto en origen
como en destino, de la ley que imperaba en esos lugares. Y así formaban parte
de los espectáculos que todos los días se daban en las calles de esa ciudad. Y
luego estaban aquellos otros que hacían su agosto y fungían de agentes de bolsa
y cambio. Quienes cambiaban con usura los dólares tanto sustraídos como
necesitados para una compra que no se había previsto en el hotel. Tú suelta un
cerdo entre gentes hambrientas, verás lo que pasa. La necesidad siempre
agudizará el ingenio. Y si no, que se lo pregunten a Adama que, con un paraguas
roto, resolvió un problema alimenticio. Pero nosotros no podíamos formar parte
de aquel tejido que sustentaba a muchas familias locales. No teníamos a ningún
miembro infantil que pusiera cara de pena y la diera ante quien podía pedir un chicle o
un caramelo. Y tampoco éramos una jauría, tan solo una pareja de adolescentes
que más que pena, dábamos miedo. Teníamos que ajustar la táctica a nuestra
infraestructura. Éramos dos muchachos y un camello. Y en base a ese trío
teníamos que construir nuestros planes. Y no teníamos mucho tiempo. Adama era
pesimista por naturaleza, decía que no conocíamos el terreno, ni los riesgos
que corríamos en el pillaje. Pero le convencieron, no mis palabras, sino las
consecuencias que se desprendían de ellas: «¿Y qué comemos, porque muchas tiendas no he
visto, solo puestos de fruta que no tienen ni mostrador ni nada?». Había
que estrujarse la cabeza, para que no lo hicieran nuestras tripas. Y, además,
había que hacerlo ya. Y, la verdad, mi amigo era más apto para ese tipo de
labor que yo. Aunque aquella vez sería yo el que diera con la solución. Me vino
a la cabeza aquella pregunta que una guía me hiciera en Agadez: “¿Lo alquilas?”.
Y eso es lo que propuse a Adama. No le veía ningún riesgo. No engañaríamos a
nadie. No robaríamos. Y mi amigo me recordó cómo me había tomado la pregunta. «Es como si te hubieran pinchado cuando te
aclararon que se trataba de montar tu camello». Como entenderás me defendí.
Para ello aduje que ya sabía que con el orgullo no se come y que a Hamal no le
importaría colaborar en nuestros planes para comer todos los días. «De eso estoy más que seguro». No nos fue
difícil llegar a un entente, más que nada porque el camello no tenía voto. Solo
encontramos un problema: no podíamos ofrecer nuestros servicios delante del
museo, no había espacio para que el camello paseara a los turistas. Teníamos
que buscar otro sitio desde el que Hamal pudiera salir al desierto para que el
turista lo viera como una aventura y pudiera hacerse fotos con él. Y ahí estuvo
fino Adama. Ya te he dicho que solía tener mejores ideas que yo. Propuso cobrar
más si querían inmortalizar al camello. Ya sabíamos qué eran y para qué servían
aquellas máquinas que todos los turistas se echaban a la cara. Ese día lo
dedicamos a pasar hambre y a buscar ese lugar donde ubicar nuestro nuevo y
legal negocio. Y lo hicimos a lomos del mehari.
Buscamos aquellos vehículos tan impresionantes en los que se movían nuestros
posibles clientes. Les seguimos para ver qué ruta hacían. Era fácil porque no
podían ir muy deprisa por las calles de Gao. Mientras nos movíamos de un sitio
a otro nos surgió otro asunto que resolver. El precio y la duración del
trayecto en camello. Estábamos perdidos, ni siquiera teníamos reloj. Pero es
que, además, no conocíamos el valor del dinero. Pero mi amigo volvió a
solucionar estas pegas que a mí se me hacían insalvables por más que le pidiera
a mi caletre. El tiempo sería controlado por el propio cliente. Le
advertiríamos que no cumplir el horario tenía una penalización. Y en cuanto al
dinero, haríamos lo mismo hasta coger experiencia y conocimiento sobre la
moneda y los billetes. Dejaríamos a discreción del turista la tarifa. Eso sí,
teníamos que poner cara de pena y decir siempre que nos parecía poco, pero no
forzar mucho el regateo. Si todos los negocios se hubieran planteado así,
todavía estaríamos en la edad de piedra, ¿verdad? También decidimos que sería
yo quien acompañaría a Hamal durante la pequeña excursión. Como habíamos sido
precavidos y no habíamos agotado el botín de nuestro hurto, esa noche pudimos
cenar. Así que, al día siguiente, comenzaríamos de nuevo desde cero. Pero con
la ilusión del que empieza una nueva empresa a la espera de grandes beneficios.
Y para nosotros las ganancias se referían a comer una vez al día. Con eso
tendríamos bastante. No nos distinguíamos en nada de esos jóvenes empresarios
que ahora llamáis emprendedores: sin un duro, sin ninguna ayuda y con la fe
puesta en una idea que no sabíamos si iba a funcionar. Aunque en honor a la
verdad he de reconocer que nosotros estábamos más despistados y peor
preparados. No sabíamos ni contar. Dormimos como casi siempre, bien. Estábamos
más que acostumbrados a tener solo ilusiones. Eso sí, dormimos acompañados de
un chucho que apareció por allí mientras cenábamos y al que no dimos ningún
motivo para quedarse, porque, entre otras cosas, no dejamos ni sobras. Ese nuevo
día hasta nos lavamos la cara en el río. Nos colocamos el turbante, nos
sacudimos las túnicas. Nos juzgamos uno a otro y nos dimos la aprobación. Y sin
decir una palabra, como acostumbrábamos, nos decidimos a ganarnos la vida como
casi todo bicho viviente. El lugar elegido fue junto a aquella tumba tan rara
de barro con estacas clavadas reconvertida en mezquita. Cumplía perfectamente
todos los requisitos. Y, como habíamos visto el día anterior, todos los
autocares se paraban también allí para descargar a decenas de turistas. La gran explanada
se fundía con el desierto por uno de sus lados. Según vimos al ir hacia la
mezquita,, todavía se vendía la sal en losetas. Los saleros todavía
no habían llegado. Llegamos a la tumba-mezquita tras seguir a uno de aquellos autocares que avistamos al cruzar el puente. Cuando vimos que otro aparcaba, nos acercamos. Al ver bajar a los turistas abrazados a sus bolsos y mochilas les ofrecimos nuestros servicios. Seguramente, les acababan de recordar las mínimas precauciones ante los hurtos y que no se dejaran nada de valor en el vehículo. Adama en la puerta de atrás y yo situado ante la delantera. Previamente le había ordenado a Hamal que se agachara detrás de mí para que no estorbara y funcionara de reclamo. «Voulez-vous louer un chameau? (1)», decíamos a todo el que se apeaba. Según pasaban por delante de mí, notaba una brisa fresquita que salía del interior del autobús. Aquella fue nuestra muletilla durante unos minutos. Pero no tuvimos suerte. Nadie nos entendió y nadie se interesó por Hamal, ni por nosotros. Parecía como si solo les importaran sus bolsos. Y lo mismo nos ocurrió con la siguiente tropa que se apeó ante nosotros. Llegamos a la conclusión, después del tercer fracaso, que el momento de la llegada no era el más indicado para ofrecer nuestros servicios, sin plantearnos siquiera el problema del idioma. No insistimos más y dejamos en paz a los turistas que cada vez llenaban la explanada y que se dedicaban a observar y fotografiar aquel monumento, curioso hasta para nosotros. Si hubiéramos sabido que la visita se hacía con cita previa y tras la cual los guías daban una hora libre a su ganado, no hubiéramos madrugado tanto. Al no saberlo pensamos que algo hacíamos mal. No sabíamos qué. Aburridos nos hicimos a un lado, nos llevamos a Hamal junto a la sombra de una pared de barro y nos sentamos. No podíamos hacer otra cosa. Adama se dedicó a tirar granos de arena al camello que ni se inmutaba. Pero yo no encontraba forma de dejar a un lado el aburrimiento y el fracaso. Así que, me levanté y le dije a mi amigo animal: «Vamos a jugar». Nada más oír el verbo jugar, Hamal se levantó y se acercó a mí. Era más listo que el hambre. Y eso que quien más la pasaba era yo y no él. Y nos pusimos a jouer. Pronto, ante las monadas que hacía Hamal, se formó un corrillo a nuestro alrededor. Y no solo eran turistas los que se sumaban al público espectador. También había niños y vecinos de Gao que disfrutaban con las travesuras del mehari. La gente, cada vez que acabábamos una pirueta, aplaudía. Ante tanta expectación se me vino la vergüenza encima y cuando iba a dejarlo, Adama se me acercó y me dijo en bajito: «Sigue, sigue, Dikembe». Y seguí, claro. El momento álgido de nuestra actuación fue cuando me alejé del camello unos pasos y puse entre los dientes un guijarro. El animal corrió hacia mí, se frenó y con todo cuidado cogió la piedra entre sus carnosos labios, se fue hasta donde había iniciado la carrera y la escupió hacia mí. La gente se volvió loca con aquello. Hicimos dos tonterías más y, después de mirar a Adama, grité que el espectáculo se había acabado. Estaba cansado de ser el hazmerreír de aquella gente. A mí me gustaba jugar con Hamal, pero en la intimidad. Cual no sería nuestra sorpresa cuando varias mujeres se me acercaron y me dieron un billete. Adama los cazó al vuelo, y con las manos en forma de cuenco las pasó ante la gente que todavía no se había apartado. Y alguna moneda y algún billete le cayeron. Siguió su recorrido entre los que estaban un poco más lejos, en su mayoría turistas, que ya no abrazaban sus bolsos. Y Adama hubo de hacer un receptáculo con su túnica para recibir los billetes que caían. Él, muy educadamente, cada vez que recibía algo agachaba la cabeza y repetía un “merci monsieur” o un “merci madame” según correspondiera. Yo observaba que las mujeres daban más que los hombres. Deshecho el corro, se nos acercó una mujer joven y rubia y en su idioma nos dijo algo que no entendimos. Yo, muy en mi lugar, contesté en francés que no le entendía. Y se fue, pero volvió con un hombre vestido al estilo árabe al que sí entendí. La señora en cuestión quería montar en camello. Y quería saber cuanto le costaría dar una vuelta. Confesé que nunca había alquilado a Hamal y que no sabía qué cobrar. Y entonces el guía me planteó un negocio. Yo debía cobrar mil francos locales por viajero. De esos, quinientos serían para mí y quinientos para él. Adama se inmiscuyó en la conversación y dejó claro que eso sería tan solo con los turistas que llegaran de su mano. Y que el reparto sería un cuarto para él y el resto para nosotros. Siguió un pequeño regateo hasta que llegamos a un acuerdo. Y nos informó de que la moneda que manejaban la mayoría de turistas era el dólar americano y cuantos correspondían al precio en francos. Yo no le entendí, pero Adama sí. Entonces, ordené a Hamal que se sentara y ayudamos a la rubia a subirse a la silla. «Que se agarre bien la señora. Y que no se asuste cuando se levante el camello, si no se caerá», le dije al guía. Le dio tiempo a la turista a decir que no le daba miedo porque había visto la función y le había parecido un animal encantador. Pero desde que Hamal se puso de rodillas hasta el tercer envite que le llevó a estar a cuatro patas la mujer no dejó de gritar. Menos mal que me hizo caso y se sujetó bien, si no, hubiera mordido el polvo del desierto y, a lo mejor, nuestro negocio se hubiera ido al traste con ella. Porque has de saber que estos animales hacen tres movimientos tanto para agacharse como para ponerse a cuatro patas. Pero, bueno, ¿a ti que más te da si no vas a subirte en camello? Si supieran los animales cómo los tratamos se nos tirarían a la yugular. El caso es que ante nuestro estupor por los gritos, el nuevo socio exclamó: «No os preocupéis, estos turistas son así». Desoués de la aclaración del guía se puso a conversar con Adama. Me imaginaba que aquella charla resultaría interesante y provechosa para nosotros. Me dirigí hacia fuera de la explanada por donde la ciudad no se había extendido aún. La excursionista iba encantada. Cuando volvía vi que el guía me
no habían llegado. Llegamos a la tumba-mezquita tras seguir a uno de aquellos autocares que avistamos al cruzar el puente. Cuando vimos que otro aparcaba, nos acercamos. Al ver bajar a los turistas abrazados a sus bolsos y mochilas les ofrecimos nuestros servicios. Seguramente, les acababan de recordar las mínimas precauciones ante los hurtos y que no se dejaran nada de valor en el vehículo. Adama en la puerta de atrás y yo situado ante la delantera. Previamente le había ordenado a Hamal que se agachara detrás de mí para que no estorbara y funcionara de reclamo. «Voulez-vous louer un chameau? (1)», decíamos a todo el que se apeaba. Según pasaban por delante de mí, notaba una brisa fresquita que salía del interior del autobús. Aquella fue nuestra muletilla durante unos minutos. Pero no tuvimos suerte. Nadie nos entendió y nadie se interesó por Hamal, ni por nosotros. Parecía como si solo les importaran sus bolsos. Y lo mismo nos ocurrió con la siguiente tropa que se apeó ante nosotros. Llegamos a la conclusión, después del tercer fracaso, que el momento de la llegada no era el más indicado para ofrecer nuestros servicios, sin plantearnos siquiera el problema del idioma. No insistimos más y dejamos en paz a los turistas que cada vez llenaban la explanada y que se dedicaban a observar y fotografiar aquel monumento, curioso hasta para nosotros. Si hubiéramos sabido que la visita se hacía con cita previa y tras la cual los guías daban una hora libre a su ganado, no hubiéramos madrugado tanto. Al no saberlo pensamos que algo hacíamos mal. No sabíamos qué. Aburridos nos hicimos a un lado, nos llevamos a Hamal junto a la sombra de una pared de barro y nos sentamos. No podíamos hacer otra cosa. Adama se dedicó a tirar granos de arena al camello que ni se inmutaba. Pero yo no encontraba forma de dejar a un lado el aburrimiento y el fracaso. Así que, me levanté y le dije a mi amigo animal: «Vamos a jugar». Nada más oír el verbo jugar, Hamal se levantó y se acercó a mí. Era más listo que el hambre. Y eso que quien más la pasaba era yo y no él. Y nos pusimos a jouer. Pronto, ante las monadas que hacía Hamal, se formó un corrillo a nuestro alrededor. Y no solo eran turistas los que se sumaban al público espectador. También había niños y vecinos de Gao que disfrutaban con las travesuras del mehari. La gente, cada vez que acabábamos una pirueta, aplaudía. Ante tanta expectación se me vino la vergüenza encima y cuando iba a dejarlo, Adama se me acercó y me dijo en bajito: «Sigue, sigue, Dikembe». Y seguí, claro. El momento álgido de nuestra actuación fue cuando me alejé del camello unos pasos y puse entre los dientes un guijarro. El animal corrió hacia mí, se frenó y con todo cuidado cogió la piedra entre sus carnosos labios, se fue hasta donde había iniciado la carrera y la escupió hacia mí. La gente se volvió loca con aquello. Hicimos dos tonterías más y, después de mirar a Adama, grité que el espectáculo se había acabado. Estaba cansado de ser el hazmerreír de aquella gente. A mí me gustaba jugar con Hamal, pero en la intimidad. Cual no sería nuestra sorpresa cuando varias mujeres se me acercaron y me dieron un billete. Adama los cazó al vuelo, y con las manos en forma de cuenco las pasó ante la gente que todavía no se había apartado. Y alguna moneda y algún billete le cayeron. Siguió su recorrido entre los que estaban un poco más lejos, en su mayoría turistas, que ya no abrazaban sus bolsos. Y Adama hubo de hacer un receptáculo con su túnica para recibir los billetes que caían. Él, muy educadamente, cada vez que recibía algo agachaba la cabeza y repetía un “merci monsieur” o un “merci madame” según correspondiera. Yo observaba que las mujeres daban más que los hombres. Deshecho el corro, se nos acercó una mujer joven y rubia y en su idioma nos dijo algo que no entendimos. Yo, muy en mi lugar, contesté en francés que no le entendía. Y se fue, pero volvió con un hombre vestido al estilo árabe al que sí entendí. La señora en cuestión quería montar en camello. Y quería saber cuanto le costaría dar una vuelta. Confesé que nunca había alquilado a Hamal y que no sabía qué cobrar. Y entonces el guía me planteó un negocio. Yo debía cobrar mil francos locales por viajero. De esos, quinientos serían para mí y quinientos para él. Adama se inmiscuyó en la conversación y dejó claro que eso sería tan solo con los turistas que llegaran de su mano. Y que el reparto sería un cuarto para él y el resto para nosotros. Siguió un pequeño regateo hasta que llegamos a un acuerdo. Y nos informó de que la moneda que manejaban la mayoría de turistas era el dólar americano y cuantos correspondían al precio en francos. Yo no le entendí, pero Adama sí. Entonces, ordené a Hamal que se sentara y ayudamos a la rubia a subirse a la silla. «Que se agarre bien la señora. Y que no se asuste cuando se levante el camello, si no se caerá», le dije al guía. Le dio tiempo a la turista a decir que no le daba miedo porque había visto la función y le había parecido un animal encantador. Pero desde que Hamal se puso de rodillas hasta el tercer envite que le llevó a estar a cuatro patas la mujer no dejó de gritar. Menos mal que me hizo caso y se sujetó bien, si no, hubiera mordido el polvo del desierto y, a lo mejor, nuestro negocio se hubiera ido al traste con ella. Porque has de saber que estos animales hacen tres movimientos tanto para agacharse como para ponerse a cuatro patas. Pero, bueno, ¿a ti que más te da si no vas a subirte en camello? Si supieran los animales cómo los tratamos se nos tirarían a la yugular. El caso es que ante nuestro estupor por los gritos, el nuevo socio exclamó: «No os preocupéis, estos turistas son así». Desoués de la aclaración del guía se puso a conversar con Adama. Me imaginaba que aquella charla resultaría interesante y provechosa para nosotros. Me dirigí hacia fuera de la explanada por donde la ciudad no se había extendido aún. La excursionista iba encantada. Cuando volvía vi que el guía me
hacía señas para que me acercara. Me acerqué y dijo
algo que yo no entendí, pero que al parecer mi amigo sí. Mandé sentarse a
Hamal, pero, antes de hacerlo, la turista empezó a repetir: «Stop, stop, stop», y luego: «Photo,
photo, photo» y a hacer señas a alguien. Otra mujer, mayor que la rubia, se
acercó en una carrera graciosa, se le voló el sombrero que tuvo que ir a buscar,
y terminó por enfocar su cámara sobre Hamal y su carga. Cuando este empezó las
maniobras de aproximación al suelo esperé oír los gritos, que esta vez fueron
grititos, de nuestra primera clienta. Después ayudamos a que descabalgara. Y tras
el guía indicarle el importe de la cabalgada nos pagó con dos billetes
desconocidos para nosotros, y las dos mujeres, madre e hija según el guía, se
fueron tan contentas con su grupo, no sin dejarnos una sonrisa y un “thanks”. La joven, según se alejaba, se
volvió, levantó el dedo pulgar y dijo: «Okay».
Esa mañana tuvimos tres clientes más de aquel que, si bien se aprovechaba de
nuestra ignorancia, también nos ayudaba a dejarla a un lado. Adama en un alarde
de generosidad verbal me resumió todo lo que había aprendido de la conversación
con Bakaye, como me dijo que se llamaba el guía. Debíamos guardar los billetes
con los que pagaban los extranjeros. Eran dólares y en todos los sitios valían
más que la moneda local. Cuestión que le discutí por la experiencia tenida con
aquel tendero al que estafamos. Según él en Gao solo valían los billetes de
allí. Pero me convenció de que no era así, aunque mientras estuviéramos en la
ciudad, debíamos gastar primero los francos. También me comentó que el dinero
también se vendía, como cualquier otra cosa. Pero eso ya no lo entendí. ¿Cómo
se iba a vender el dinero? El dinero solo valía dinero y se usaba para comprar
comida, ropa y todo eso. ¿Para qué lo ibas a vender? Ni mi inteligencia ni mi
formación daban para más por aquel entonces. Lo entendería mucho después, justo
antes de dar el salto a España. Pero eso vendrá después. Y como no entendía
nada de nada dejé que Adama llevara los asuntos financieros de nuestro recién
inaugurado negocio. También ese día nos dimos dos festines. Uno a la hora de la
comida y otro durante la cena. Hasta compramos dulces. Sin contar que el chucho que
volvió a visitarnos por la noche también cenó. A Hamal también le compramos
terrones de azúcar. Le gustaron mucho. Y saqué la conclusión que ya los había
probado porque nada más verlos se tiró a por ellos y casi me arranca la mano el
muy animal. Al acostarme decidí sustituir la piedra por un terrón en el
numerito final de nuestra actuación. Aunque estaba seguro de que no lo escupiría.
Estábamos exultantes. Se nos habían abierto las puertas del cielo de par en
par. Pero lo que no sabíamos es que nuestro espectáculo y nuestro éxito iba a
despertar el interés de más de uno y que nos iban a llover socios protectores
por todos lados. Pero eso te lo cantaré más adelante, en su momento. Ahora
déjame disfrutar de estos buenos recuerdos porque no son tantos de este sesgo
los que almaceno en mi memoria. Es más, voy a servirme un café con el que
degustaré estas felices evocaciones. Luego sigo con el relato de los
tropezones, no te preocupes.
iziyiziyiziyi
Llegado a este punto de la lectura de las cartas
de Dikembe me planteo el asunto de la felicidad. Tal como describe él sus
momentos dichosos, escasos y por motivos tan primarios diría yo, no tienen nada
que ver con los míos. Yo necesito más motivos para alcanzar ese estado que
todos buscamos continuamente. Y no me refiero solo a esos momentos en su
juventud, sino también a los que se desprenden cuando escribía las cartas.
Parece no necesitar mucho para disfrutar de la alegría de sus recuerdos, por
ejemplo. Incluso tiene la capacidad de pararse y tomarse un café con ellos.
Parece afirmar esa frase que anda por ahí y que no sé a quien se debe, aunque
creo que es anónima: No es más rico el que más tiene, sino el que menos
necesita. Y yo entiendo como rico a quien es feliz. Al menos es mi
interpretación. Es cierto, en contra de lo que nos dicta la publicidad y el
resto de la mercadotecnia que nos abruma, para ser feliz se necesita muy poco.
En el caso de nuestro protagonista, con comer tenía suficiente. Y esto a mí no
me lleva a la felicidad, sino al sentimiento contrario, porque me planteo que yo
como todos los días, que yo leo todos los días, que yo paseo todos los días, que yo todos los días... Como dice Sabina existen “más de mil motivos para no cortarse de un tajo las
venas” y no nos damos cuenta porque la rutina convierte en polvo todo aquello
que no nos recuerdan en spots televisivos, en cuñas de radio o en carteles por
las calles.
iziyiziyiziyi
Bien,
ya estoy aquí otra vez. Retomemos el hilo. A la mañana siguiente nos
desayunamos como nunca. Tras lo cual, Adama salió al muelle de carga abandonado
y, al rato, volvió con una lata oxidada, bastante deteriorada, pero sin
agujeros: «¿Y eso?», le pregunté
extrañado. «Para llenarla de billetes»,
me contestó con una amplia sonrisa. Y sin prisas nos fuimos hacia la explanada,
si bien antes, sacamos brillo a la silla de Hamal con un extremo de mi turbante
y junto al río. No cambiaríamos nuestro programa. Primero actuaríamos Hamal y
yo, Adama pasaría la lata, y después, si Bakaye no aparecía con clientes, los
buscaríamos nosotros porque Adama había aprendido del guía: «Rentacamel(2)». Introduciríamos dos variantes en la actuación anterior.
La que ya te he contado del terrón de azúcar, que bien se lo ganaba el animal y
que sería el broche. Y el otro que, antes de anunciar el final, le
pediría al mehari un beso, que
esperaba que me lo diera, como tantas otras veces había hecho delante de mi
otro amigo. Esto se le ocurrió a él porque me aseguró que eso aflojaría más el
bolsillo de los turistas. Y como ni a Hamal ni a mí nos importaba, lo incluimos
sin más en la representación. Seguimos así un periodo de tiempo durante el cual
los tres engordamos, Adama, el perrillo y yo, porque Hamal siguió igual a pesar
del azúcar. La buena vida se nos venía a la cara. Hasta que un día, el coche de
policía o de soldados, yo no los distinguía, que de vez en cuando aparecía por
la explanada, se daba una vuelta, echaba un vistazo y se iba, tardó mucho en
irse. No nos preocupó. Éramos conscientes de no cometer un delito con nuestra
actuación y nuestro negocio turístico. Así opinaba por lo menos Bakaye: «No os preocupéis, no creo que os digan nada»,
había sido su comentario. Y hasta esa mañana tuvo razón. Cuando acabamos con el último paseo, como hacíamos todos los días, nos acercamos a la tienda donde
habíamos dado nuestro primer golpe. Ya éramos clientes habituales y como a
tales nos trataba aquel tendero que desconocía nuestro hurto. Comprábamos a
capricho, pagábamos y salíamos para encaminarnos a nuestro rincón donde el perro
nos esperaba como un clavo todos los días. Pero, al salir vimos que Hamal
estaba muy bien custodiado. Dos policías le flanqueaban y nos esperaban. «¿Sois vosotros quienes hacéis negocio en la
explanada de la mezquita?», preguntaron, supongo que por decir algo, porque
lo sabían perfectamente. Adama contestó que si se referían a actuar ante los
turistas que sí, que éramos nosotros. Después de darnos coba por cómo teníamos
enseñado al animal, llegaron al motivo de su visita. Las representaciones
estaban prohibidas junto a la mezquita. No eran respetuosas. Tanto mi amigo
como yo nos quedamos de piedra. Y a mí casi se me cae la compra al suelo. Ante
la falta de reacción oral por nuestra parte, el orondo agente tomó de nuevo la
palabra. Estaban restringidas y sujetas a la aprobación municipal y al pago de
las tasas correspondientes. Yo seguí con la boca abierta pero incapaz de decir
nada. En cambio Adama, que entendió la indirecta, preguntó de qué importe estábamos
hablando, y dio por hecho que teníamos los permisos oportunos. El policía
flaco, se acercó a él y le enseño los tres dedos centrales de su mano derecha. «¿Tres francos?», preguntó. Y el otro
agente de la ley le aclaró que eran tres dólares. «Diarios», remató el policía que aún movía la mano delante de la
cara de Adama. Aunque en realidad quien nos dio la puntilla fue el gordo: «A partir de hoy», mientras el otro nos
intimidaba: «Si no…», y señaló el
coche verde con la palabra “police”
en grandes letras mayúsculas. Y mira tú por donde, me imaginé a Hamal metido en
el coche y sacando el cuello por la ventanilla. Y, claro, me eché a reír y a
punto estuve otra vez de tirar la compra. Me cayó una bofetada a la vez que una
pregunta retórica: «¿Y tú, de qué te ríes, imbécil?». La visión
se esfumó enseguida. Y para que la situación no fuera a mayores, Adama se rascó
el bolsillo. Como sabía contar hasta tres, lo hizo y entregó los billetes al
flacucho. No dijeron más que un hasta mañana que nos dejó claro que habíamos
encontrado, como ya te adelanté, a unos socios protectores. Con la cabeza gacha
y muy afectados por el inesperado giro de los acontecimientos, dejamos que el
coche policial se largara y tomamos el camino del puerto abandonado. No
habíamos llegado cuando salió a nuestro encuentro el chucho, un socio que daba
cariño a cambio de unas sobras que ahora éramos capaces de generar, aunque con
la llegada de los nuevos e improductivos asociados, podría ser que disminuyeran
notablemente. Pero Monamí(3), que
así le bauticé el tercer día, no entendía de negocios y seguía con sus
alharacas y saltos de alegría. Es muy grato que alguien te espere en casa y se
alegre de tu llegada. Esa era mi interpretación de los pequeños ladridos, movimientos de cola y saltos que nos regalaba. En particular a Adama. Acaso porque era quien le daba más sobras. Aunque tenía claro que su alegría era por ver llegar a quienes le alimentaban, aunque hubiera algo más. Eso es lo que me ha mordido siempre la conciencia. Y fíjate, ahora mismo lo hace después de tantos años. Y mañana más, porque no entiendo como se puede estar agradecido a aquel que te da de comer por propio interés para eso, para que se lo agradezcas y sigas dentro del rebaño que él guía y domina. Aunque no era el caso. Yo alimentaba a Monamí porque me veía en él, no para manipular su libertad, si es que un perro puede ser libre. No me ocurría lo mismo con Hamal porque yo no le alimentaba, normalmente él se buscaba la vida. Segundo porque era consciente que si alguien cuidaba a alguien era él a mí. Y tercero, porque le sentía parte de mí mismo. No hay asunto que más una que huir y pasarlas canutas juntos. En esos momentos la empatía se desborda. Y esa realidad la contrasté cuando, en su momento, me paré a pensar sobre la relación que tuve y tengo con Adama. Los amigos de juergas duran lo mismo que ellas. Los amigos en el sufrimiento, un poco más. A Monamí le cayó un tomate un poco pocho que le entretuvo mientras nosotros llegamos a nuestro rincón. Aunque no tardó en aparecer y sentarse junto a Hamal a esperar algo más. Vamos, que le duró tanto como a mí la alegría de verlo, porque enseguida se me vinieron a la cabeza aquellos dos jodidos policías. Me di cuenta que los dos animales se obviaban mutuamente. A lo mejor era por el tamaño, como nos pasa a nosotros con las hormigas. O como les pasa a los gobernantes con los gobernados por otro motivo que no es el tamaño, sino la distancia entre los mundos que viven. Y eso que aquellos no son conscientes de la grandeza de quienes les han elegido. De todo se puede aprender o, al menos, sacar una conclusión positiva o negativa. Y yo, a este respecto, debo reconocer dos puntos. Primero, que esa actitud se la debo a Adama. Y segundo, que casi todas mis deducciones son negativas, aunque me sirvan tanto como las positivas a la hora de tomar decisiones, eso es verdad. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Todos menos Hamal comimos. Por las tardes, normalmente Adama se quedaba con sus pensamientos mientras los dos animales y yo nos íbamos a dar una vuelta por ahí, a jugar y a que el camello se alimentara si le apetecía, que también se lo curraba y tenía derecho a ello. Mientras él mordisqueaba las plantas espinosas que tanto le gustaban, Monamí y yo jugábamos. Y si no, jugábamos los tres. Aunque en realidad ellos lo hacían por separado conmigo. El mehari y yo satisfechos, y el perrillo deshecho. Y eso que no sabía el precio que iba a pagar por nuestra amistad. Si no, no hubiera vuelto. Y hablando de volver, quienes regresaban todos los mediodías eran los dos recaudadores de impuestos municipales, a veces de uniforme y en coche, y otras de paisano y a pie. Pero no faltaban a la cita. Eran buenos y leales cumplidores de las leyes impositivas, como verás. Y nosotros buenos ciudadanos y empresarios responsables. Yo no entendía su diligencia diaria y su cambio de indumentaria hasta que Adama me informó de que la gente no trabajaba todos los días como hacíamos nosotros. Y se me vino a la cabeza que tampoco todo el mundo trabaja tres horas diarias y sin jefes. Aunque esta última cuestión mi amigo la puso en duda: «¿Eso crees tú, que no tenemos jefes?». Y como no sabía a qué se refería, no se me ocurrió qué contestarle. Aunque era evidente. Tanto como que no te mereces todo mi tiempo diario, así que aquí echamos hoy el cierre. Ya te contaré como acaba este asunto que cada vez se enredó más, aunque no nos fue tan del todo. Un saludo,
alegre de tu llegada. Esa era mi interpretación de los pequeños ladridos, movimientos de cola y saltos que nos regalaba. En particular a Adama. Acaso porque era quien le daba más sobras. Aunque tenía claro que su alegría era por ver llegar a quienes le alimentaban, aunque hubiera algo más. Eso es lo que me ha mordido siempre la conciencia. Y fíjate, ahora mismo lo hace después de tantos años. Y mañana más, porque no entiendo como se puede estar agradecido a aquel que te da de comer por propio interés para eso, para que se lo agradezcas y sigas dentro del rebaño que él guía y domina. Aunque no era el caso. Yo alimentaba a Monamí porque me veía en él, no para manipular su libertad, si es que un perro puede ser libre. No me ocurría lo mismo con Hamal porque yo no le alimentaba, normalmente él se buscaba la vida. Segundo porque era consciente que si alguien cuidaba a alguien era él a mí. Y tercero, porque le sentía parte de mí mismo. No hay asunto que más una que huir y pasarlas canutas juntos. En esos momentos la empatía se desborda. Y esa realidad la contrasté cuando, en su momento, me paré a pensar sobre la relación que tuve y tengo con Adama. Los amigos de juergas duran lo mismo que ellas. Los amigos en el sufrimiento, un poco más. A Monamí le cayó un tomate un poco pocho que le entretuvo mientras nosotros llegamos a nuestro rincón. Aunque no tardó en aparecer y sentarse junto a Hamal a esperar algo más. Vamos, que le duró tanto como a mí la alegría de verlo, porque enseguida se me vinieron a la cabeza aquellos dos jodidos policías. Me di cuenta que los dos animales se obviaban mutuamente. A lo mejor era por el tamaño, como nos pasa a nosotros con las hormigas. O como les pasa a los gobernantes con los gobernados por otro motivo que no es el tamaño, sino la distancia entre los mundos que viven. Y eso que aquellos no son conscientes de la grandeza de quienes les han elegido. De todo se puede aprender o, al menos, sacar una conclusión positiva o negativa. Y yo, a este respecto, debo reconocer dos puntos. Primero, que esa actitud se la debo a Adama. Y segundo, que casi todas mis deducciones son negativas, aunque me sirvan tanto como las positivas a la hora de tomar decisiones, eso es verdad. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Todos menos Hamal comimos. Por las tardes, normalmente Adama se quedaba con sus pensamientos mientras los dos animales y yo nos íbamos a dar una vuelta por ahí, a jugar y a que el camello se alimentara si le apetecía, que también se lo curraba y tenía derecho a ello. Mientras él mordisqueaba las plantas espinosas que tanto le gustaban, Monamí y yo jugábamos. Y si no, jugábamos los tres. Aunque en realidad ellos lo hacían por separado conmigo. El mehari y yo satisfechos, y el perrillo deshecho. Y eso que no sabía el precio que iba a pagar por nuestra amistad. Si no, no hubiera vuelto. Y hablando de volver, quienes regresaban todos los mediodías eran los dos recaudadores de impuestos municipales, a veces de uniforme y en coche, y otras de paisano y a pie. Pero no faltaban a la cita. Eran buenos y leales cumplidores de las leyes impositivas, como verás. Y nosotros buenos ciudadanos y empresarios responsables. Yo no entendía su diligencia diaria y su cambio de indumentaria hasta que Adama me informó de que la gente no trabajaba todos los días como hacíamos nosotros. Y se me vino a la cabeza que tampoco todo el mundo trabaja tres horas diarias y sin jefes. Aunque esta última cuestión mi amigo la puso en duda: «¿Eso crees tú, que no tenemos jefes?». Y como no sabía a qué se refería, no se me ocurrió qué contestarle. Aunque era evidente. Tanto como que no te mereces todo mi tiempo diario, así que aquí echamos hoy el cierre. Ya te contaré como acaba este asunto que cada vez se enredó más, aunque no nos fue tan del todo. Un saludo,
(1VG) [↑][Volver] ¿Quiere alquilar un
camello?, en francés.
(2VG)
[↑][Volver]
'Rentacamel' de 'rent a camel', alquilar un camello, en inglés.
(3VG) [↑][Volver] Monamí, de ‘mon ami’, mi amigo, en francés.
(3VG) [↑][Volver] Monamí, de ‘mon ami’, mi amigo, en francés.
Imagen 1. Foto bajada de losviajesdeali.com
Imagen 2. Foto bajada de www.egypttailormade.net
Imagen 3. Foto bajada de www.eltesorodelajumentud.info
"La policía fiscal"... Qué cruz!! Ya me imaginaba que se iban a terminar algunas de las "libertades" que tenía Dikembe antes de entrar en sociedad... Y tendrán que pasar por el aro si quieren seguir comiendo legalmente... Bueno, esta es la civilización que tenemos. Hasta el próximo capítulo, J.C. Abrazos
ResponderEliminarA veces, la civilización es una losa. Gracias, Ligia, un abrazo. JC
EliminarTodo lo que hay que hacer para comer.
ResponderEliminarLa felicidad no tiene la misma medida para todo el mundo. Pero deberíamos aprender a disfrutar más de los pequeños momentos,
Hasta el lunes J.C.
Creo que hay muchos que compartimos esa idea. Hasta el lunes, Varinia, y gracias. JC
EliminarA veces a nosotros que lo tenemos "todo" nos cuesta apreciar lo verdaderamente importante...
ResponderEliminarSiempre "todo" es poco, para unos y para otros. Gracias, Amanda, un saludo, JC.
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