Seguidores

lunes, 17 de abril de 2017

CAP. 49 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo




De cómo llegamos a Fez



Estábamos en la plaza de Boulaajoul, verdad? Sí. Las calles de aquella aldea, como de tantas otras, convergían en la plaza. Y cómo no, en ella se alzaba una pequeña mezquita. A falta de imágenes de Alá y de su profeta, todos los locales que visitamos estaban presididos por la fotografía del rey Hassan II. Lo sabíamos hasta nosotros. Llegué a la idea de que aquel hombre debía ser muy querido entre su pueblo. Ante este comentario, Adama no opinaba lo mismo: «O temido». Podía ser. Ninguno conocía entonces la fuerza de la propaganda, aunque sí del terror. Tampoco sabíamos de la necesidad de las personas de no ir a peor, o bien de sufrir las consecuencias al hacer notar sus propias opiniones cuando estas no coinciden con los dogmas del poder. Para saber esto no hace falta estudiar la historia. Con tener dos dedos de frente, basta. Y yo, aunque muy justos, los tenía. Compramos otras alforjas y más comida. En una especie de tienda nos sirvieron un té moruno, hirviendo, como debe ser. Nos sentó de maravilla. Nos enseñaron como coger el vaso para no quemarnos los dedos. Se trata de poner el índice en el canto del culo y el pulgar en el borde de su boca, si bien, disponer de tazas es más cómodo. Tan sencillo como eso. Cuando salimos a la calle nos encontramos con parte de la manada de caracoles encabezados por el camionero. Y, aunque no fuera así, ese hombre parecía huir de quienes le precedían. Si le hubieran seguido para comerle la oreja, hubiera llegado a la plaza de Boulaajoul sin ninguna de las dos. Los aspavientos que hacía se debían más a su frustración que a las quejas de los viajeros que bastante tenían con usar sus fuerzas para transportar los bultos. Pararon en mitad de la plaza. Formaron un corro alrededor del conductor. Hasta nuestra posición, algo retirada, llegaron entonces las voces de los que todavía protestaban. Al poco, se acercó a esa maraña de turbantes un individuo pulcramente vestido, resplandeciente por la blanca chilaba que vestía, y, sin mucho esfuerzo, se hizo hueco hasta llegarse junto al chófer avasallado. No sé qué les diría, pero a mí su hablar de manos me dio miedo. Poco a poco el murmullo de los reunidos desapareció y fue sustituido por un silencio sepulcral porque todos los observadores también callamos. Y se oyó cantar a un gallo. Anunciaba a destiempo el inicio de un día que no volvería a nacer por mucho que se anunciara. Y para alguno podría ser el último si seguía con las protestas. Al menos eso nos comentaría después quien recibiera la pedrada. Aquel hombre de blanco hablaba en voz baja. De lejos se entendían mejor sus manoteos. Acabada la reunión, se deshizo el grupo. Tan solo quedó en medio de aquella plaza la brillante figura causante de la diáspora. Salimos al encuentro del marcado en la frente y en voz baja y queda, después de mucho insistir soltó la información velada. Si seguían en esa actitud alguno no acabaría el viaje. Y, encima, les habían subido el precio del billete. Alguien tenía que pagar la avería. Si querían lo tomaban, y si no, lo dejaban y perdían todo lo pagado hasta la fecha. Es decir, lentejas. «Son unos abusones». Esa fue mi infantil contestación a las palabras del herido. Menudo adjetivo elegí para calificar a unos mafiosos que trafican con la esperanza de unas personas que es lo único que les dejan, porque el resto se lo han dejado en su hogar o se lo han arrancado de las manos. Seguramente, todo aquel dinero expoliado formaba parte de la deuda de los que dejaban atrás. La inocencia es así. Ahora que me hace falta la echo de menos, aunque no me creas. Ser inocente e ingenuo ayuda a ser feliz más que el dinero. Al menos esa es hoy mi opinión. Si ves en todo doble intención o intereses ocultos, no te da tiempo a disfrutar de la vida, ni a ver el lado positivo de aquello que también discurre a tu alrededor. Si te cruzas con un crío y te sonríe, agradécelo. No te conviertas en uno de esos políticos al uso que en vez de gratificarse, levantan al niño para la foto. Y eso no es solo perjudicial para ellos, sino para aquellos que dudan de sus fines. Y no es que me importe esperar más tiempo a mi médico de cabecera, no. Es que cuando veo a mi médica saturada de trabajo, luchar contra el mal humor, contra la cantidad de burocracia que debe atender y la cantidad de trabas a salvar para curar a sus enfermos, me llevan los demonios. Y me llevan a un lugar en el que siento rabia y frustración. Aquella profesional, lo recuerdo perfectamente, era feliz al desarrollar su trabajo y no ahora, que tiene que despachar enfermos y píldoras cada dos minutos. ¿Cuál es la diferencia entre el ayer y el hoy? Poca, pero importante. La paz no es negocio. En ella crecen las personas y la igualdad entre ellas. Y también las economías de los países. El mundo no es monopolio de unos pocos. No hay miedo, no hay enemigo. Solo queda trabajar y mejorar. Medrar es más difícil en la paz, sin enemigos y sin  miedos. Y los poderosos ven peligrar su puesto en el ranking mundial. Los países emergentes ya no lo son tanto porque cumplen sus expectativas, pero aparecen los daños emergentes en los intereses del primer mundo. Y eso no lo pueden permitir. No pueden consentir que la igualdad se produzca. ¿Sabías que España es el séptimo país exportador de armas del mundo? Sí, el séptimo. ¿Qué puesto ocupa en cuanto a inversión en investigación? Somos el vigésimo séptimo según la ONU (1) . Vamos a dejarlo ahí, porque no se trata de nosotros, sino de mí.  Y lo que yo opine poco puede contra o a favor de algo. Calmados los ánimos la horda de fardos y cachivaches volvió a reunirse en torno al personaje gesticulante y radiante. Y nosotros también nos acercamos, al fin y al cabo éramos viajeros aunque los organizadores no lo supieran. Entonces, el mafioso se tomó la molestia de informar en vez de amenazar. Venía de camino otro camión que, de un tirón, llevaría al que pagara hasta las playas de Marruecos. Antes de que acabara de informar de las tarifas, Adama me dio un codazo y me preguntó afirmando: «¿Tú tienes prisa? Porque yo no». No me vino a la boca ninguna contestación porque estaba todo dicho: No teníamos prisa. Aun así le vi esperar mi contestación porque se repitió el suave golpe. «No, yo tampoco, claro». Y sin más, se volvió y empezó a alejarse del grupo. Yo le seguí. El pez muere por la boca. Sabíamos hacia donde tirar, no obstante lo confirmamos al preguntar a un pastor que sacaba sus cabras del pueblo. Ait Oufella quedaba hacia el norte que era el camino que él llevaba. Así lo ratificó al extender su brazo hacia delante. Pero volvimos al centro del pueblo. No teníamos muchas provisiones. Pero no las conseguimos. Nadie nos quiso vender nada. La sombra del señor luminoso era muy larga. Mientras estuvieran allí los viajeros, los comestibles habían quedado confiscados. Solo tenían permiso de manipulación de alimentos los canales de distribución mafiosos. Por lo tanto los precios, al no haber competencia, subieron hasta las nubes. Adama se negó a ser cómplice de aquellos abusos. Y el asunto debió empeorar más gracias a otro grupo de caracoles que entraban en  Boulaajoul cuando nosotros salíamos. El negocio, como siempre, era redondo y lo hacían, como siempre, los mismos. Al entrar en Marruecos no pensamos en que allí íbamos a pasar hambre. Sobre todo al seguir el río Ziz y bajar los montes del Atlas. Y mira tú por donde, en mitad de aquella fértil tierra nos imposibilitaban acceder a sus frutos. Esos eran mis pensamientos y supongo que los de muchos de los viajeros que dejábamos atrás. El miedo que aquel hombre de blanco había sembrado era la cizaña que no deja crecer la libertad ni la voluntad individual. En cambio, Adama era inmune al veneno de esa mala planta. No estaba dispuesto a aceptar las imposiciones que le perjudicaran. Yo hubiera tragado con todo. No supe porqué esta vez, salíamos en zigzag del pueblo hasta que Adama se paró ante un huerto, me arrancó las alforjas y me dijo: «Vigila». E hizo lo más lógico: coger todo lo posible de unos árboles frutales, como tantas veces habíamos hecho antes. Se me debió quedar cara de bobo, porque al volver Adama me dio un cachete en la frente y me dijo: «¿No ibas a vigilar?». Entonces me di cuenta de que no le había quitado ojo de encima a él y me volví y vigilé. A buenas horas mangas verdes. Esta vez el cachete me lo llevé en cogote y salimos con prisas, acaso por ello alcanzamos otra vez al pastor que confirmó mi poca diligencia: «Habéis hecho bien, muchachos. Porque las cabras no son mías, si no, os llevabais un cabritillo». Aquellas palabras no solo hicieron que me avergonzara, también me hicieron volver a la realidad y me dieron ánimos para seguir porque si él nos había visto, otros también hubieron podido. No es que Adama arrasara el huerto, pero si cogió lo suficiente como para que nos sintiéramos orgullosos de no pagar un precio abusivo por la fruta. Independiente de que yo no formara parte del acto de rebeldía. Y si nos hubieran pillado, hubiéramos corrido que fue lo que en definitiva hicimos. Así me sentía de triunfante ante la proeza de mi amigo y el ánimo del pastor. Como verás se hace notar otra vez mi ingenuidad porque si nos llegan a cazar, hubiéramos servido de escarmiento ante los demás y hoy seríamos los dos mancos, uno de una mano y el otro de las dos. Ait
Oufella no estaba lejos. Y menos si llegabas corre que te corre. No era más que una aldea fortificada entre lomas, residuo de alguna guerra pasada. No entramos dentro de sus murallas. Y no fue por miedo. Fue por el deseo de dejar atrás a esa gentuza y sentirnos dueños de nuestro propio destino. Sin ser conscientes, empezamos a manejar la idea de no depender de nadie para cruzar el estrecho que veíamos en el mapa todavía más pequeño. Si hubiéramos sabido la distancia entre estas murallas y la siguiente aldea no hubiéramos corrido ningún riesgo, o sí, quien sabe. Llegamos a Timahdite con lo puesto y salimos igual. Por aquellas pistas de tierra se caminaba rápido. Eso sí, en cuanto oíamos un motor a lo lejos algo parecido al miedo se me agarraba a la garganta. Al principio, nos tirábamos uno a cada cuneta y nos escondíamos entre las matas que nunca faltaban. Pero llegó un momento en el que tuvimos que decidir entre caminar o estar tumbados y medio escondidos. El tráfico no era intenso, pero ejecutar la orden de cuerpo a tierra cada cinco minutos sin tener la seguridad de que te van a disparar, cansa, te lo aseguro. Además, como disculpa, le dije a Adama que no creía yo que ningún hombre de blanco se subiría con sus clientes a ningún camión. Primero porque él no tenía necesidad y segundo porque, seguramente, le hubieran arrojado desde lo alto del vehículo a cualquier cuneta para que su cadáver se pudriera al sol. No hubiera durado mucho entre aquellos que, como nosotros, buscaban un sitio donde caerse muertos, eso sí, lo más tarde posible y no precisamente en el arcén de un camino que llevara a cualquier sitio que no fuera la miseria. Por eso dejamos de escondernos, por comodidad y porque el tiempo y la distancia, a veces, también pueden con el miedo. Tampoco creíamos que los excompañeros representaran un peligro. Seguro que si se cruzaban con nosotros nos saludarían. No sé si estuve acertado, pero una cuestión tengo por cierta después de aquello: el miedo siempre es subjetivo. No es más que un instinto de conservación que puedes usar o sufrir. Depende de ti. Y, desde luego, no es lo mismo que la aprensión. Esta es el recuerdo o el eco del miedo que es mejor olvidar. No así la lección que aprendes cuando lo sientes. Y, curiosamente, nos suele ocurrir lo contrario: Aquel miedo no nos trae las conclusiones sacadas sino una aprensión que no nos deja pensar. Pero los temores que no son subjetivos son aquellos que te meten en el cuerpo. Esos son los peores. Y lo son porque te deforman, coartan tu libre albedrío. Son riendas en manos de otros que dirigen tus pasos y te llevan donde ellos quieren. ¿Y quienes son ellos? Pues, por ejemplo, los fabricantes de bienes de consumo, los fabricantes de ilusiones, los fabricantes de dogmas, los fabricantes de moneda, los fabricantes de necesidades innecesarias, los fabricantes de armas… En definitiva, los fabricantes que solo buscan manejar tus miedos para sus intereses a partir de tu dinero, tu consumo, tus ilusiones, tu fe, tu seguridad, tu egoísmo… La publicidad y la propaganda, en este sentido, forman parte de tu vida. Llega un momento en que los eslóganes son tu motivación. Yo añadiría que por desgracia, pero bueno. Hay quien defiende que sin esa difusión de productos y servicios, herramienta nacida de la mercadotecnia, no tendríamos espectáculos multitudinarios, léase Formula 1 o fútbol. ¡Qué miedo! ¡Pobre Fifa! ¡Pobre señor Carey! ¡Qué íbamos a hacer los fines de semana! ¿Leer, escuchar música, ir al teatro, salir a la montaña, jugar con los niños…? Y, además, muchas personas perderían su medio de vida. Y esa es la bola de nieve sobre la que sustenta el capitalismo la sociedad del bienestar, el miedo a que pierdas tus prerrogativas de haber nacido donde has nacido. Me tacharás de anticapitalista, y no te lo niego, pero he aprendido de vosotros durante estos años de convivencia a ser antitodo. Y no es que os eche la culpa de todo, porque yo pude elegir, pero puede que errara en mi decisión. Todavía lo dudo y eso que el tiempo pasado ya es mucho. Cuanto más cercanos son los recuerdos, más me voy por los cerros de Úbeda. Pregunté a Adama porqué no nos habían cobrado billete a nosotros y me contestó que él suponía que era la manera de captar a incautos. Claro, el primer trayecto era gratis. En los siguientes te chupaban la sangre, como hace cualquier parásito que se precie. Tardaríamos en ver al camión aún más cargado que el anterior. Pero nadie nos saludó. Seguramente no había motivos y menos alegrías que compartir. Yo sí me alegré de no ir encima de aquellos bultos, por eso si levanté y moví las manos. Todavía era dueño de mis ilusiones. De momento dependía todo de mí. El ambiente que se respiraba en Timahdte nada tenía que ver con el de Boulaajoul. Allí los hombres de blanco no habían sentado plaza. Vi pasar un camello que tiraba de un crío que hablaba al animal como quejándose. Se me saltaron las lágrimas y Adama volvió a empujarme. Si no hubiera sido por esos empujones físicos y virtuales creo que no te escribiría hoy desde mi cocina. Espera, que llaman a la puerta… Te tengo que dejar. Es un exalumno. No pienses que eres segundo plato. La cercanía y la educación obligan. Bueno, ya estoy contigo otra vez. Te habrás preguntado el motivo por el que no hago puntos y aparte. Es muy sencillo. Primero se debe al ahorro de papel. Abusar de él no es bueno para nada. ¿Ahorrar renglones en blanco? ¿Y por qué no? En definitiva, los silencios en un escrito no tienen mucho sentido, salvo que escribas para el teatro o guión para representar. Y, por mucha puntuación que se use, el ritmo del texto normalmente lo pone el lector y no el escritor por muchas comas que use. Al igual que el tono. Es mucho más duro leer algo que escucharlo y ese condicionamiento ha causado más de un enfado y una mala interpretación. Y para no hacerme pesado con los puntos y comas  decirte que primo el fondo sobre la forma. Tal como pienso, te escribo y no puedo permitirme el lujo de pensar en otra cosa que no sean mis recuerdos y mis creencias. La pausa ha sido interesante y grata. Otro chaval que ha encontrado no solo un medio de vida, sino también la posibilidad de crecer personal y profesionalmente. Son estos momentos los que justifican el trabajo hecho. Si este joven supiera quien fue y qué hizo su profesor, no se lo creería. Si leyera el contenido de estas cartas, diría que es una novela que tengo entre manos, aun sabedor de que a mí me agrada más leer que escribir, como tú bien sabes. Y no es una indirecta. Todavía teníamos a nuestra espalda las montañas del Atlas. Verlas a lo lejos nos recordaba el frío que habíamos pasado. También empezamos a ver bicicletas. A mi amigo le gustaron mucho e incluso tuvo la oportunidad de caerse porque, en contra de su proceder normal, se enrolló con un joven, y este le permitió hacer una prueba que acabó en caída. No tuvo más consecuencias que una rodilla raspada y unas risas ajenas. «Ese será el vehículo del futuro, Dikembe». En esto no acertó ni de lejos. Pero puedo contarte que el primer dinero que le sobró, ya aquí en España, lo empleó en una bicicleta que aún conserva y usa. Que ya tiene mérito siendo manco. Como habrás deducido ya, aunque Adama y yo vivamos inmersos en la misma sociedad de consumo que tú, no ha conseguido tragarnos del todo. Desde tu punto de vista siempre seremos unos rácanos o unos cenaoscuras pero si me funciona la batidora, que me regalaste hace veinte años, ¿para qué la voy a cambiar? Los verbos usar y tirar, para nosotros, están separados por algo más que una simple “y”: Por el tiempo útil del objeto en sí. Porque la filosofía de throw-away (2) , llevada al extremo, y no es una elucubración, es el origen del desecho de trabajadores, obreros o ejecutivos cuando cumplen los cincuenta años. ¿No es cierto? Eh bien, c'est ça, mon ami. Otros muy distintos eran nuestros problemas en aquel entonces, como es lógico. Pero ya no los veíamos insalvables. En principio, llegar a Fez no era un problema. Y, una vez allí, tomar la decisión de ponernos en manos de alguien o intentar por nuestra cuenta la conquista de España, tampoco parecía muy difícil. Suena fuerte, pero era así. Y lo escrito, escrito está. Para Adama y para mí se trataba de eso, de una conquista que ni nos daría fama, ni nos permitiría saquear, pero de ella obtendríamos una posibilidad de ser aquello que queríamos ser: Personas. Al menos eso me trasmitió mi amigo en las contadas ocasiones que habló después de bajar del Atlas. Yo, más lento y menos ágil de mente, tenía que oír sus ideas para pensar las mías. Y, a veces, como en esta, coincidíamos al cien por cien. El término “neofilia (3) ” nos pillaba y nos pilla muy lejos. Y, además, engaña. La necesidad enfermiza de “lo nuevo” te niega la posibilidad de disfrutar de lo que tienes. No quedas satisfecho más que unos segundos, porque al minuto siguiente este capitalismo cruel ya ha creado otra novedad para que te diferencies de quien no puede adquirirla. Recuerdo que cuando llegaba a las mismas conclusiones que Adama era como si me inyectaran un chute de energía. Él me lo notaba y con una sonrisa irónica me lanzaba una pulla: «Parece que Dikembe piensa». No sé si te lo he dicho ya, pero no me importa repetírtelo. De no ser por Adama no sería quien soy. Y dentro de lo que cabe, me veo como Antonio Machado: “Soy, en el buen sentido de palabra, bueno”. Aunque actualmente me noto inquieto, como si me faltara algo por hacer y no acierto a tenerlo claro. Timahdte ya estaba bastante lejos de las montañas, pero aun así si nos volvíamos, como hacía buen tiempo, todavía las vislumbrábamos. Después de hablar con el pastor ya no volvimos a cruzar palabra con nadie. Nuestras últimas etapas fueron relativamente cómodas, a pesar del encuentro con la mafia. Pero habíamos decidido olvidarnos y no buscaríamos en Fez a nadie que nos pudiera “ayudar”. Simplemente seguiríamos adelante hasta darnos con el mar. Al menos, esa era la información que nos daba el mapa que, de ser actual, la masa de agua hubiera estado representada en azul y no en gris. Aquella época se dibujaba en blanco y negro. Pero no por el mismo motivo que la tuya, según tus palabras. A nosotros no nos marcaba el día a día la televisión, de donde nace tu expresión. Ni la conocíamos casi. Anda que no te ha costado entender que no compartimos recuerdos de infancia: “¡Ah!, ¿pero tú no jugabas a las chapas? ¿No sabes qué es una canica?”. Pues no, no lo sabía. No sabía que Bonanza era una serie de vaqueros ni me puedo acordar de su banda sonora. A veces, me resultas tan tonto como el Dikembe que recuerdo. El tiempo andaba un poco revuelto. No estábamos acostumbrados a que lloviera dos días seguidos a poquito. No estábamos preparados para mojarnos y sentir frío con la humedad. Siempre habíamos celebrado el aguacero. Pero de aquella manera no. No es grato andar contra el viento frío bajo una manta empapada, que nunca acaba de secarse, y sin ver el sol. Pero esa misma humedad dotaba a aquel valle de su verdor. Es una exageración, pero en algún momento echamos de menos el desierto. Por otro lado, descubrimos frutos y frutas que jamás habíamos visto o degustado, como le pasó a Colón cuando llegó a sus Indias. La fruta que más llamó nuestra atención fue la sandía. Por su tamaño y su sabor. Y también los melocotones. Ahora, no sé el motivo, se me viene a la cabeza Thais. ¿Te acuerdas? Esa anciana encorvada que me curó la rodilla en Salal y que tanto me recordaba y me recuerda a mi abuela Mayifa. Seguro que sí te acuerdas de ella. Fue muy importante para mí. De esa mujer aprendí a dar la importancia justa a mis actos. Y me hizo sentirme orgulloso de ellos. Hay que saber no darles importancia, pero sí valorarlos sin tener que compararte con nadie. Te lo cuento porque al venir de comprar el pan y los periódicos esta mañana, me he encontrado con unos vecinos y me he parado en la calle a charlar un rato con ellos. Ya no me miran con esos ojos de sorpresa como lo hacían antes. Ya no se asustan en la escalera. Ahora no es raro tener un vecino negro. Y más si da clases en la universidad y tiene el pelo blanco. Bueno, pues esta gente que sigue en la brecha y tira del carro como si tuviera treinta años, no se da la menor importancia. Tienen que hacer lo que hacen y no se cuestionan más. No saben que sin su esfuerzo, la educación de sus hijos, y de sus nietos, no hubiera sido posible. Ni tampoco la operación de próstata del señor Andrés, ni el parto doble de la Toñi. Gracias a su trabajo existe la Seguridad Social y yo cobro mi pensión, más de lo que necesito, por eso la comparto con Adama. A esas gentes les debemos las carreteras, los aeropuertos, el AVE, las vacaciones. Se lo debemos todo. Y en cambio ellos siguen con su lucha diaria, como aquel que ha bajado a tirar la basura al contenedor, sin darse importancia ninguna. Ignorantes, y a veces ignorados, de su valía. Saben que caminan al encuentro de Muerte y que esa batalla van a perderla, pero que «mientras el cuerpo aguante, señor Dikembe, ahí estaremos, ayudando a los hijos y buscándose el pan porque la pensión no da ni para pagar la luz». Han trocado cumplir sus sueños porque los cumplan sus descendientes: «Que disfruten ellos que están en edad». Se les olvidó aprender a disfrutar, nadie se lo recordó y cuando pudo ser no era tiempo de ello. Bueno, ¡basta ya! Si no, no voy a terminar nunca de llegar a España. Al menos es lo que tú pretendes, creo. Aunque no sé si tus deseos coinciden con los míos, porque acaso acabe antes o después de ese momento, no lo sé. Tras atravesar otros pueblos columbramos Fez. Lo supimos por la extensión de la ciudad. Nos recibió con una luz fuerte y clara que ensalzaba sus colores y su ajetreada vida. Fez es una ciudad vital con la calma de aquella gente que sabe que por correr no se llega antes.  No era la primera vez que veíamos esos gorros que parecen
tiestos invertidos con un penacho de hilos negros en su centro superior y rojos como tomates por el tinte que precisamente allí se elabora. Por eso se llama así: Gorro de Fez. Y no solo lo usan los marroquíes, sino también los tunecinos. Pero en esa ciudad parecían de uso obligatorio para los hombres. A mí me gustó tanto que a punto estuve de adquirir uno. Si le echabas imaginación, podías ver los gorros de Fez seguir la senda sinuosa de sus calles. Vías estrechas que se retuercen sobre sí mismas y que apenas dejan pasar a dos personas a la vez. Pero no toda la ciudad es un laberinto de callejas ocupadas por burros. Fez tiene tres ciudades dentro de ella. Y una de ellas, el-Bali, es un espacio inmenso por donde pasear y admirar las maravillas que contiene. De hecho, hoy sé que es la zona peatonal más grande del mundo, como así me pareció cuando la vi. Sé también que esta medina está declarada Patrimonio de la Humanidad desde 1981. Y es una ciudad dentro de otra porque Fez, a su vez, está amurallada.  Hay  otro barrio ju-
dío, que lo fue hasta que después de varios motines de islamistas exacerbados los hebreos hubieron de huir de Fez como desaparecieron de la España de los Reyes Católicos. Prácticamente ya no queda ninguno allí. Y es que Fez, no es disculpa sino explicación, es la capital cultural y religiosa del Marruecos musulmán, igual que lo fue también del reino antes que Rabat. Y también por esas razones se construyeron varias mezquitas, algunas muy bellas y monumentales. Fez, por tanto, es una ciudad imperial y como tal nos sorprendió tanto a Adama como a mí. No te mentiría si te dijera que es la ciudad que más me ha impresionado. Por eso volví en su momento, para confirmarlo y no dejar que se magnificara en mi imaginación con el paso del tiempo. Ya nos sorprendían menos las novedades, pero aun así, esta ciudad era distinta y sobre todo extensa. De hecho, no todas las casas eran bajas y los almiares de las mezquitas eran visibles desde cualquier punto. No cabía duda, tanto esta urbe como todas las anteriores eran musulmanas y tenían presente a su rey Hassan. Pensamos que íbamos a pasar desapercibidos, pero nos equivocamos. Lo cierto es que la gente, con la que nos cruzábamos, reparaba en nosotros. Estábamos de paso y las personas, que no son tontas, de alguna manera lo intuían. Iban más pendientes de su trabajo que de nosotros, a quienes, una vez vistos, quedábamos olvidados. Pero dentro de aquella grey también habitaban parásitos. Aquel movimiento y normalidad diarios eran, y son, el mejor caldo de cultivo para que estos bichos se desarrollasen y pasasen desapercibidos. Solo cuando creían descubrir un huésped al que chupar la sangre se descubrían ellos a su vez. Y así ocurrió el segundo día que deambulábamos por un zoco en busca de alimentos y ropa para disimular nuestra condición de parias, aunque no pudiéramos disimular que éramos advenedizos por nuestra piel, pero sin pretensiones desmedidas. Aunque el hábito no hace al monje, le ayuda a pasar inadvertido en el monasterio. Y, en el fondo, era lo pretendido. Aparte de los gorros típicos aquel mercado tenía un halo diferente a los visitados en ciudades anteriores. La plaza se extendía, rectangular, sin que hubiera un cinturón libre de puestos y  tiendas.  Este zoco se cerra-
ba con los comercios de los edificios que conformaban su perímetro. Estos extendían toldos que se juntaban en el centro de la plaza y exponían productos de manera que el comprador quedaba cautivado y sin ver la salida. Algo parecido a lo conseguido en las grandes superficies de aquí al eliminar las ventanas de la vista del consumidor. Nada debe distraer la atención de los posibles compradores. Aunque también es cierto que si haces los votos sabes que vas a entrar en un monasterio, en tu voluntad está entrar o no.
Nunca lo había pensado, pero es verdad. ¿Dónde están las ventanas de las grandes superficies o supermercados? ¿Cuál es la razón de que no las veamos? Por descarte solo se me ocurren un par de ideas. Una para que no haya accidentes no deseados. Y otra para que no se produzcan corrientes de aire. Pero me da la impresión que Dikembe va a tener razón. En estos comercios todo está pensado para que compres. Los chicles a mano mientras esperas la cola de la caja, los artículos más necesarios y consumidos en la esquina más alejada de las cajas, la temperatura agradable, fresquita en verano y acogedora en invierno… Claro que, no darse cuenta de este detalle, es difícil si has nacido ya con el acceso libre a estos centros comerciales.

Me he congratulado al leer estas cartas, a pesar de ciertos contenidos, porque me han hecho pensar. A veces tonterías, otras no tanto. De alguna manera han hecho engrosar mis defensas contra toda aquella información dirigida a convertirme en borrego y que tanto abunda hoy en día, leas el periódico que leas, oigas la emisora de radio que oigas o veas la cadena de televisión que veas. Es muy difícil formarse una opinión propia y válida sobre aquello que ocurre a nuestro alrededor. Y de lo cercano sobre todo. Y, además encuentro que este valor también justifica el hacer pública la vida de este africano español.
Los tenderetes quedaban dentro del cerco de tiendas y bajo el manto de la techumbre extendida, y dejaban claro que sus vendedores eran trashumantes. A nosotros nos tentaron más las tiendas. Parecían más consolidados y obligados con el comprador. Al menos podías volver para cambiar o reclamar. Además en el centro del zoco no había mucha oferta de ropa. Los puestos se los rifaban los agricultores para monetizar su esfuerzo diario. Trabajo que nada tiene que ver con escribir una carta, desde luego. Pero uno se cansa de todo y más cuando lleva en las alforjas tanto acumulado. La experiencia pesa, ya lo verás, porque a ti te falta poco. Seguiré en la siguiente. Y esta vez, te mando un abrazo.








(1)  [↑][Volver]   Leído en elpais.es. Dato de 2014. En diez años hemos bajado del 15º puesto al 27º.
(2)  [↑][Volver]  Usar y tirar (inglés). El 1 de agosto de 1955 la revista LIFE publicó un artículo titulado 'Throwaway Living (Cultura de usar y tirar)' Este artículo ha sido citado como la fuente que utilizó por primera vez el término "sociedad de usar y tirar". Fuente: Wikipedia.
(3) [↑][Volver] Este neologismo fue acuñado por el psicólogo y escritor Robert Anton Wilson en su tesis doctoral (1960). Oído en la cadena SER de labios de Neus Sulé.

Imagen 1. Foto bajada de www.google.es/maps. ©Wazo, feb-2014. Original en color.
Imagen 2. Foto bajada de viajesalmusafir.wordpress.com.
Imagen 3. Foto bajada de viajestic.atresmedia.com. Original en color.
Imagen 4. Foto bajada de saltaconmigo.com. Original en color.



6 comentarios :

  1. Lo de las ventanas en los supermercados yo tampoco lo había pensado...
    A veces se le ocurren "a Dikembe" cosas que me hacen reflexionar. Me imagino las situaciones por las que pasarán cada día miles de Dikembes que buscan un paraíso o un lugar mejor para vivir...
    Me ha parecido entrever que nuestros personajes (los dos) lo han conseguido porque yo dudaba con Adama...
    Bueno, J.C., abrazos y hasta la próxima.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. No he querido echar más tierra sobre la posible "pena" que dan los protagonistas. Era una opción, pero la descarté. Gracias Ligia. Un abrazo, JC

      Eliminar
  2. Pues estos dos, han pasados y mucho, para llegar a donde quieren. Lo malo, que las penas creo, no se han terminado.
    Al final, al menos, espero que haya recompensa.
    Hasta el lunes J.C.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pocas fatigas les quedan. la verdad. Y la recompensa será haber conseguido su meta, porque aquello que les espera, tampoco es el Edén. Gracias, Varinia. Hasta el lunes, JC

      Eliminar
  3. Y si encima una de las características de tu personalidad es la ingenuidad, pues más borrega aún jajaja.
    Prefiero no pensar mucho en el tema...
    Que pena que se acabe JC.
    Besitos

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. La ingenuidad es algo por lo que se debería luchar. Al menos eso opino yo. Lo malo es que una vez perdida jamás se recupera. No te preocupes, al menos faltan ocho semanas para que este par de golfos nos dejen. Gracias, Amanda. Un beso. JC

      Eliminar