De cómo hacer camino y recuerdos
afir. Sí, Maison Zafir se llamaba el comercio donde
entramos en aquel zoco marroquí. Con su olor característico producido por las
emanaciones de los tintes y los productos usados para curtir el cuero. ¿Quién,
que no ha estado en un bazar marroquí, no recuerda ese aroma que a unos gusta y
a otros disgusta? A mí, la verdad, ni lo uno ni lo otro, pero me quedé prendado
de unas alforjas de cuero repujado. No hacía más que acariciarlas embobado
hasta que la voz de mi Pepito Grillo particular habló: «Pesan mucho, Dikembe». Y, como siempre,
aquella conciencia ajena tenía razón. Para un animal no era peso, para un
hombre sí. Aun así, la sopesé sin dudar del resultado. Sería un estorbo, pero
los caprichos no atienden a razones. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Abandoné el primer antojo y me fijé en
el segundo: el gorro de Fez. Me probé varios hasta que encontré uno de mi talla,
pero messieur Zafir me corrigió la
inclinación del gorro y confirmó su conformidad con la cabeza. Entonces, me
acerqué a mi amigo y le sonreí de oreja a oreja. Abrí los brazos con las manos
extendidas en busca de su opinión. Práctico y parco exclamó muy serio: «Llamativo». Y se me pasaron las ganas de
gorro. Debíamos pasar desapercibidos como los desheredados, no llamar la
atención como la nobleza. Y no solo en Fez, en cualquier lugar que pisáramos. Inclusive
en medio del mar. Y allí un gorro rojo no ayudaría más que a resguardarme del
sol y para eso ya era suficiente con la capucha de la chilaba porque ese punto de
color se vería desde la costa. Y más pragmático me puse a buscar, junto a
Adama, una chilaba vulgar que no destacara. Mientras estábamos en ello, salió
de la trastienda un personaje cuyo semblante se hubiera hecho famoso en cualquier
cárcel. Una profunda cicatriz le cruzaba la cara. Y podía estar contento
porque, si bien le faltaba parte de la nariz el tajo no había afectado a
ninguno de sus ojos. Después del pequeño susto me acordé del viejo-tuerto-mudo
que me posibilitó alejarme de Abu Dahrr. Pero el grato recuerdo se amargó. Nos habían calado, pensé. Otra vez las mafias.
El extraño se sentó detrás de una mesita en un rincón de la tienda, en tanto el
muchacho se ubicó en la entrada y nos dio la espalda. Cuando hubimos elegido,
no me quedó otra que encararme con el malcarado y preguntarle el precio. La
pregunta tenía más interés que la respuesta porque pretendía aclarar la duda y
ubicarnos, y no en la tienda: «¿En qué
moneda queréis pagar?». Esta vez mi amigo no leyó entre líneas y, por una
vez, contestó él a la pregunta: «En
dólares». Y entonces vino la declaración de intenciones: «Pues si es así, no solo buscáis atuendo,
sino también donde lucirlo. Os saldrían gratis las dos chilabas». Al oírla,
Adama dio un respingo porque cayó en la cuenta de que el cebo que nos habían
puesto le habíamos mordido a pesar de ser de papel. Y debió pensar que era
mejor no darse por enterado y hacerse el tonto porque contestó que era nuestra
última compra antes de volver a casa, a Thamidanté. El cariacuchillado no se lo tragó. Era evidente que no habíamos
comprado nada y que nuestro acento no era de los alrededores. E insistió en la propuesta:
«No encontraréis a nadie que os lleve
mejor a puerto y en las mejores condiciones». Entonces la contestación de
Adama fue irónica y rotunda pero educada: «Pero
es que, monsieur, nosotros no somos gente de mar, solo queremos volver a
nuestro pueblo que, como sabe usted, no está muy lejos». El mafioso, que no
cejaba en su empeño, también usó la ironía en su respuesta, aunque incluyó una
amenaza soterrada: «Y que no me entere yo
de que compráis otras chilabas más baratas». Después de lo cual se levantó
y gritó al muchacho que nos cobrara y desapareció detrás de la cortina. Pagamos
y nos pusimos las prendas allí mismo. Al salir comenté a mi compañero que nos
habían echado el ojo. «No se les escapa
nadie, eh. ¿Qué vamos a hacer?». Me contestó que nada. Preocupado le advertí
que debíamos tener bien abiertos los ojos. «¿Y
cuándo los hemos cerrado, Dikembe?». Y, la verdad, en aquella ocasión Adama
se equivocaba, aunque solo fuera en parte, porque yo siempre estaba al loro,
como él. Y, aun así, tampoco las cogía todas al vuelo, porque hasta bien
entrada la mañana no nos dimos cuenta de que nos seguía un crío. Estaba claro
que aquel tipejo, feo y malencarado, velaba por sus potenciales clientes. Y,
como quiera que había más de una “agencia de viajes”, no quería que se le escapase
ninguna venta. Cuando Adama me hizo notar la presencia del mozalbete, no le di
la menor importancia, aunque a poco estuve de encararme con el pequeño
vigilante, no recuerdo el motivo pero sí el sermón que me dedicó Adama en
cuatro palabras: «No es culpa suya».
Era verdad. En múltiples lugares y en múltiples circunstancias los niños son
convertidos en herramientas y, aunque yo no lo supiera por aquel entonces,
también en víctimas, aunque se salvaran del trabajo. Allí ya sabes cómo, y
aquí, por ejemplo, para que el mensaje comercial cale más profundamente en
vuestras mentes porque, me dirás qué tiene que ver un teléfono móvil con un
bebé, por ejemplo. Ya le podían echar más imaginación para transmitir la idea
de la facilidad de uso o la inocuidad de un producto. En fin, dejemos ese mundo
virtual y volvamos a una realidad pasada. No me sentía cómodo en aquella
situación, con alguien pegado al culo todo el tiempo por
aquellas
calles estrechas y atiborradas de personas y burros. No sabía comportarme. Tropezaba
con todo y con todos. Andaba hasta con un ojo puesto en nuestro vigilante. Como
si tuviera que demostrar algo. Como si tuviera que responder de mis actos ante
el mafioso. Es lo más cerca que he estado de sentir la presencia de un dios
justiciero. Pero de esto me doy cuenta ahora. En aquel momento me azaraba, me
ponía nervioso. No le veía, pero sabía que el carichato aquel rondaba por donde
estuviéramos. Tanto me pesaba que, aunque la ciudad me fascinaba le insistía a
Adama en que nos fuéramos de allí cuanto antes, pese a que la ciudad me tenía
fascinado. Él, con paciencia, gestos y breves comentarios me daba largas. Y
así, después de la compra de alimentos y de mucho ver y andar, llegó la noche,
el espía desapareció, Adama encontró un lugar donde planchar la oreja y yo me
relajé un tanto. Bon, mucho, porque
no tardé en dormirme. Me despertó el ruido de un motor y las voces que daban
unos hombres que descargaban unos sacos junto a nuestro dormitorio. Adama no
estaba, pero su manta, ya recogida junto a mí, sí. Había ido a mear y como el
cuarto de baño estaba un poco retirado tardó unos minutos en volver. Al asomar
la gaita por la esquina para saber a qué se debían tantas voces, descubrí al
sustituto del crío celador del día anterior. Eso creí y acerté porque al dejar la
habitación tomó nuestro camino. Y no es que yo fuera un gran observador, es que
este otro vigilante ejercía su trabajo con el mayor descaro. Por ello llegué a
la conclusión de que tan importante era nuestro control como que sintiéramos la
presión para no contactar con otros agentes de viajes. Desde luego conseguían
ambos fines: controlar y presionar. A ello también ayudaban las calles de Fez,
estrechas, largas y retorcidas de las
que disfruté mucho después porque volví durante unas vacaciones, como sabes por los gorros que traje para todos. El de Adama le guardo junto al mío porque me lo tiró a la cabeza. Aunque no me extrañó por los antecedentes que te he contado. Verle con él me hubiera sorprendido más que verle en una piscina. Y he de confesarte que no encontré el “hotel” en el que pasamos la noche aquella. Y eso que la ciudad no había cambiado mucho en 25 años. Más había cambiado yo, desde luego. Sí reconocí el bazar donde acaricié las alforjas, pero ya no se llamaba Maison Zafir, aunque se dedicara a vender los mismos productos. Observé un buen rato su puerta mientras tomaba un café sentado en una terraza de un bar y tuve la impresión de que la agencia de viajes seguía abierta, aunque el hombre que atendía el negocio oficial nada tenía que ver ni con el muchacho, ni con aquel truhán de cara cortada. Debían seguir con la venta de pasajes de patera a juzgar por la cantidad de personas que, sin nada en las manos, entraron y salieron durante aquel rato en el que también recordé a los dos críos que nos espiaron como yo hacía. Por supuesto, muchos llevaban prisa y todos eran de mi color de piel. Vamos que, como decís vosotros, todos eran negros. Quedé convencido de que aquel local se mantenía como un centro de operaciones clandestinas de explotación de viajeros y vaya usted a saber de qué más. Y también de que no era yo el único que lo sabía. Pero, no te voy a dar la charla sobre quien tiene o no la culpa de la existencia de estas mafias. Sería pura elucubración y pura demagogia, aunque, por otro lado, creo que ya lo he hecho. En definitiva, aunque no lo parezca, las migraciones son asunto de todos. Tanto de los que vienen como de los que van. No se salva ni el Tato, como decían mis primeros alumnos. Bon, al final logré convencer a Adama de que siguiéramos viaje. Me costó un par de: «Pesado», pero lo conseguí. Y atrás dejamos aquello que luego buscaría en aquellas vacaciones. No tenía nada que ver el trasiego de personas y vehículos que encontramos a la salida de Fez con el que habíamos visto durante el camino. Pensé que quizás se debía a que la pista de arena se había convertido en una señora carretera asfaltada. Pensamiento que se debía a mi simple forma de entender mi entorno. Hoy he complicado mi existencia, he perdido la simpleza y, a la vez, el enfoque optimista que de joven tuve. No obstante, no es culpa mía, sino del entorno tan complejo en el que os movéis y que yo me encontré. Mientras pisé África solo se trataba de vivir o morir. Pero al asentarme en España el asunto no resultó tan sencillo. Cuando en parte eres responsable de la formación de unos semejantes, el conocimiento que has de transmitir, la curiosidad que debes inculcar y las herramientas para saciarla deben referirse al terreno que pisan aquellos que te escuchan. Si no, nada de lo que digas servirá para nada. Transmitir a aquellos alumnos mis conocimientos sobre raíces comestibles del desierto, hubiera sido una gilipollez. La misma que se pretende cuando las humanidades no acompañan a las ciencias, o viceversa, en la formación de las personas. Pero ahora, claro, el mercado de trabajo demanda especialistas en acelgas, y si has dedicado tu tiempo al conocimiento de todas las plantas hortenses sabrás menos de ellas que quien se ha dedicado a estudiarlas siempre. Pero lo malo es que con este último, solo puedes hablar de acelgas porque desconoce que la gente también come zanahorias o que una coma cambia el sentido de una frase, o un simple acento. Pero mal vamos por este camino. Me está saliendo el profesor Dikembe y la vamos a jorobar. Así que es mejor que me centre en la salida de Fez, ciudad tan monumental como suspendida en el tiempo desde que se fundara, allá a finales del siglo VIII, si es que no recuerdo mal.
que disfruté mucho después porque volví durante unas vacaciones, como sabes por los gorros que traje para todos. El de Adama le guardo junto al mío porque me lo tiró a la cabeza. Aunque no me extrañó por los antecedentes que te he contado. Verle con él me hubiera sorprendido más que verle en una piscina. Y he de confesarte que no encontré el “hotel” en el que pasamos la noche aquella. Y eso que la ciudad no había cambiado mucho en 25 años. Más había cambiado yo, desde luego. Sí reconocí el bazar donde acaricié las alforjas, pero ya no se llamaba Maison Zafir, aunque se dedicara a vender los mismos productos. Observé un buen rato su puerta mientras tomaba un café sentado en una terraza de un bar y tuve la impresión de que la agencia de viajes seguía abierta, aunque el hombre que atendía el negocio oficial nada tenía que ver ni con el muchacho, ni con aquel truhán de cara cortada. Debían seguir con la venta de pasajes de patera a juzgar por la cantidad de personas que, sin nada en las manos, entraron y salieron durante aquel rato en el que también recordé a los dos críos que nos espiaron como yo hacía. Por supuesto, muchos llevaban prisa y todos eran de mi color de piel. Vamos que, como decís vosotros, todos eran negros. Quedé convencido de que aquel local se mantenía como un centro de operaciones clandestinas de explotación de viajeros y vaya usted a saber de qué más. Y también de que no era yo el único que lo sabía. Pero, no te voy a dar la charla sobre quien tiene o no la culpa de la existencia de estas mafias. Sería pura elucubración y pura demagogia, aunque, por otro lado, creo que ya lo he hecho. En definitiva, aunque no lo parezca, las migraciones son asunto de todos. Tanto de los que vienen como de los que van. No se salva ni el Tato, como decían mis primeros alumnos. Bon, al final logré convencer a Adama de que siguiéramos viaje. Me costó un par de: «Pesado», pero lo conseguí. Y atrás dejamos aquello que luego buscaría en aquellas vacaciones. No tenía nada que ver el trasiego de personas y vehículos que encontramos a la salida de Fez con el que habíamos visto durante el camino. Pensé que quizás se debía a que la pista de arena se había convertido en una señora carretera asfaltada. Pensamiento que se debía a mi simple forma de entender mi entorno. Hoy he complicado mi existencia, he perdido la simpleza y, a la vez, el enfoque optimista que de joven tuve. No obstante, no es culpa mía, sino del entorno tan complejo en el que os movéis y que yo me encontré. Mientras pisé África solo se trataba de vivir o morir. Pero al asentarme en España el asunto no resultó tan sencillo. Cuando en parte eres responsable de la formación de unos semejantes, el conocimiento que has de transmitir, la curiosidad que debes inculcar y las herramientas para saciarla deben referirse al terreno que pisan aquellos que te escuchan. Si no, nada de lo que digas servirá para nada. Transmitir a aquellos alumnos mis conocimientos sobre raíces comestibles del desierto, hubiera sido una gilipollez. La misma que se pretende cuando las humanidades no acompañan a las ciencias, o viceversa, en la formación de las personas. Pero ahora, claro, el mercado de trabajo demanda especialistas en acelgas, y si has dedicado tu tiempo al conocimiento de todas las plantas hortenses sabrás menos de ellas que quien se ha dedicado a estudiarlas siempre. Pero lo malo es que con este último, solo puedes hablar de acelgas porque desconoce que la gente también come zanahorias o que una coma cambia el sentido de una frase, o un simple acento. Pero mal vamos por este camino. Me está saliendo el profesor Dikembe y la vamos a jorobar. Así que es mejor que me centre en la salida de Fez, ciudad tan monumental como suspendida en el tiempo desde que se fundara, allá a finales del siglo VIII, si es que no recuerdo mal.
Dikembe, impresionado por la monumentalidad
de Fez, en tan solo dos días conecta con ella, y es capaz de ver algo más que
una cultura ajena. Y eso que tiene el miedo metido en el cuerpo. Las ciudades
que se han mantenido vírgenes al paso de los siglos, pertenecen a aquellos que
las fundaron. Y, curiosamente, esto se cumple porque aquellos que vivieron
después respetaron sus orígenes. Ello no quiere decir que todos sus edificios,
calles, plazas y esquinas han disfrutado del lado luminoso de la humanidad. Los
poderosos, por capricho o presunción, dotaron a sus feudos de elementos que aún
los distinguen y embellecen. Con ello demostraron su poder. Antes las ciudades
tenían olores propios. Estas de las que hablo aún los mantienen. Y con ello no
quiero decir que todos los aromas fueran agradables. La artesanía y los
animales no conseguían solamente que los vecinos les compraran alimentos y
utensilios, también que se alegraran de que llegara el buhonero o las caravanas
de comerciantes con sus novedades. El alma de estas ciudades está acuñada por
su historia, por los bárbaros que las arrasaron y por los oriundos que las
reconstruyeron. Y por aquellos otros que se refugiaron en ellas y echaron
raíces. No niego la personalidad y el carácter de las modernas, pero nadie les
ha insuflado aún ese soplo de eterna remembranza. Y si no me equivoco, la
memoria colectiva no es otra cosa que nuestra historia. Aquel joven Dikembe del
que habla en sus cartas el propio Dikembe anciano no es culto, pero no hace
falta cultura para ser sensible a ella. La sensibilidad forma parte de nuestro
equipamiento al nacer. Luego, la vida nos modela, pero no nos dota de esa
facilidad para sentir, salvo que la cultivemos a destajo. Y esta cualidad, por
otro lado, es imprescindible para llegar a empatizar e instalarse dentro de
cualquier sociedad en movimiento continuo. Porque las sociedades cambian según
evolucionan sus individuos. Algunos quisieran detener ese cambio y mantener las
ciudades fortaleza como tales, pero las que han sobrevivido ya no pertenecen a
un poderoso, no son baluartes de nadie, en todo caso bastiones de la cultura.
Esta sí que debería ser global y no los mercados financieros. Y aunque la
sensibilidad y la empatía no hacen que otras culturas, que no son la tuya, te gusten,
sí te ayudan a respetarlas. Y esa sí es una tarea universal. Y tan obligado
está quien trae una cultura como quien se encuentra otra. Sin esto, la famosa
“aldea global” nunca podrá existir.
De la misma manera que en el camino hasta Fez se jalonaban pueblos cada
poco, ocurrió lo contrario al dejarla atrás, hacia el norte. Y menos mal que no
bajamos la guardia a la hora de aprovisionarnos. Si no, otra vez que nos
hubiera tocado pasar hambre. Dejamos la carretera porque después de dar un giro
inesperado hacia el oeste, distinguimos que más adelante giraba hacia el sur.
Si bien hicimos el primer giro, a pesar de la oposición de Adama, en el segundo
me quedé sin argumentos. Y no es que se anduviera mal a campo través, no era
como hundirte en la arena, pero por el asfalto te clavabas menos piedras en la
planta del pie. No dejé de mirar hacia atrás hasta convencerme de que los
secuaces del cariacuchillado no nos seguían. Aunque Adama no lo expresara
claramente, lo cierto es que Fez también le había impresionado. Nadie que
visite esa ciudad puede quedar indiferente. Pasamos varias jornadas sin ver a
nadie. Desde que habíamos abandonado la carretera parecíamos los únicos
habitantes de la Tierra. Por eso, al ver un rebaño de cabras que pastaba en una
ladera, nos alegramos. Y cambiamos el rumbo para encontrarnos con los dos
pastores que las cuidaban. Sus dos perros salieron a saludarnos con ladridos de
bienvenida. Eran, serían, digo yo ahora, abuelo y nieto, por la edad que les
separaba y porque el crío no hacía más que jugar con los perros. Le expresé al
viejo mi inquietud por no encontrar pueblos en el camino y Hafiz me contestó
que Marruecos era así, que solo había aldeas y pueblos donde manaba el agua. Y
que si en vez de seguir en línea recta, hubiéramos serpenteado por las orillas
del río, hubiéramos encontrado más de uno. Fue la primera vez en la que acerté
de pleno, porque la idea de coger el
mayor atajo había sido de Adama. Pero la verdad que no tuvo la menor
importancia Los ríos en esa parte de Marruecos no corrían de norte a sur, sino
de oeste a este. O sea, que volvíamos a equivocarnos porque lo práctico y
oportuno hubiera sido seguir la senda del asfalto para encontrarnos con núcleos
de población. Terminamos por pasar la noche con aquella pareja tan desigual.
Aquellas gentes fueron muy hospitalarias y tuve que reconocer a Hafiz que
odiaba el queso para que me dejara tirar de nuestras reservas. Alimentos que el
supuesto nieto no tuvo reparo en aceptar, a pesar de la mala cara que le puso
su mayor. El lugar que eligió el pastor para meter a sus cabras y pasar
nosotros la noche hubiera pasado inadvertido a nuestros ojos. Después de que
perros y niño se alejaran y este trajera ramas y hojarasca, Hafiz prendió una
hoguera que alimentó con leña seca que apañó Adama. La oquedad en la roca tenía
hasta tejadillo. Y fue lo más parecido a un hogar en el que habíamos estado tras
abandonar la casa de Kassem. Incluso calentamos el estómago con un té dulce como
la miel que no dudamos ni tardamos en aceptar. Pasamos una noche estupenda. El
chaval, tras cenar por dos, cayó dormido al calor del fuego y arropado junto a
su supuesto abuelo. Yo creo que este se alegraba de tenernos allí. Después de
una charla en la que Adama no metió baza y en la que Hafiz solo preguntó, nos
dispusimos a dormir todos. Despertamos con el sol. Y sin comer nada nos
despedimos y seguimos nuestro camino. Y tal como nos dijo Hafiz, no encontramos
un pueblo hasta no haber andado varias jornadas. Adama había aprovechado la cena
del día anterior para cambiar fruta por queso, cosa que a mí no me hizo mucha
gracia, aunque comprendía el motivo del trueque: el crío se había puesto ciego
a higos, a dátiles y a uvas. El pastor también lo tuvo en cuenta y el
intercambio de alimentos le perjudicó, porque un queso no se paga con una
docena de dátiles y otra de higos, aunque les sumes un racimo de uvas
espachurradas. Ni allí, ni en ningún sitio. A mi amigo le costo aceptar aquella
pastilla grande y redonda que olía igual que todo el rebaño de cabras. Y,
claro, tuve que comer queso. Si no quieres una taza, toma dos, porque cada día
que pasaba su sabor se hacía más fuerte y más picante. En cada comida me
apetecía menos, pero pensaba en como había disfrutado aquel chaval con nuestra
fruta y, sin masticar mucho, me lo tragaba sin ponerle un pero a mi amigo que
sonreía al verme sufrir. Cruzamos el río y repusimos los odres de agua. Y como
este fluía hacia el este, le dejamos atrás después de darnos un chapuzón que no
fue largo porque el día no acompañaba, aunque hacía sol. Y con su calor secamos
cuerpos y ropas. Aunque las chilabas no vieron el agua, todavía eran nuevas
para nosotros. Adama no hacía más que consultar el ya sobado mapa. Intuía algo,
pero no lo compartía conmigo. Lo cierto es que yo también notaba algo diferente
en el ambiente, una densidad distinta y
un aroma que no era capaz de reconocer. Si hubiéramos tenido más experiencia,
hubiéramos sabido que la brisa del mar, en lucha con las montañas, nos creaba
esa sensación desconocida. Pero ni él ni yo habíamos olido en nuestras andanzas
el mar. Sí sabíamos de los cambios de fauna y flora, incluso orográficos y
climatológicos, pero no conocíamos la influencia tan brutal del Mediterráneo. Y,
llegado el momento, volvimos a encontrarnos con los montes, mejor dicho:
volvíamos a acercarnos a ellos, porque nuestro camino iba derechito a ellos. Por
más que Adama mirara el mapa y los señalara, los montes no se movían del sitio.
Eso de que la fe mueve montañas no se cumplió en su caso. Claro que en la frase
proverbial no se define el tipo de fe, ni yo sabía por aquellas fechas que el
origen de la frase está en la Biblia(1) El primer pueblo que encontramos fue Uezán. Toda
aquella región, alrededor del río Sebú era verde y como una alfombra. Tiempo
después sabría que habíamos caminado por la región de Gharb, la zona más fértil
de Marruecos. Allí crecía de todo y todo lo que se sembrara, brotaba. Aún sigue
siendo una comarca ubérrima. Y yo me alegro, por ello. Uezán nos sorprendió
porque pudimos ver al cruzarla que tenía dos partes muy diferenciadas. Una de
ellas la veríamos justo al pisar España. Sí, aunque no te lo creas, la zona sur
de Uezán coincide en arquitectura con Andalucía.
Hoy sé a qué se debe. Ni más ni menos que a los judíos
que fueron expulsados del sur de España y que mantuvieron su cultura y su
religión. En esa ciudad se aposentaron, junto a los oriundos musulmanes con los
que convivieron varios siglos en paz y armonía. De hecho Uezán, que recibe
otros nombres, es una ciudad santa para ambas religiones, a la que peregrinan
tanto sufistas como judíos. Aunque lo cierto es que nosotros ya no vimos judío
alguno. Allí intenté trabar amistad con un perro sin rabo. Y me puse a jugar
con él. A mí ya se me había olvidado la mala experiencia con nuestro pequeño
amigo Monamí en Gao. Pero a Adama no. Y el palo que yo tiré al animal para que
lo trajera, fue seguido de una piedra que tiró Adama y que, con gran acierto,
golpeó en la cabeza del chucho que, después de quejarse, no volvimos a ver n i
a oír. Mi desplante fue contestado con una frase pragmática que escondía los
sentimientos de mi amigo: «Los perros
comen, Dikembe. ¿O ya lo has olvidado?». Quien no había olvidado era él. Pero
como tenía razón en ambos sentidos, no le contesté. En Uezán no vimos nada ni a
nadie que nos recordara a los mafiosos. Acaso porque era un gran pueblo
agrícola donde conocimos la miel que se vendía en casi todos los puestos del
zoco. Y porque sus habitantes parecían dedicarse en su totalidad a cultivar la
tierra y a vender sus productos, en vez de hacer negocio con las necesidades y
sueños de los demás. La libertad, al igual que la educación y la salud, no
deberían ser objeto de lucro. Y no es que los maestros y los médicos no deban
ganar dinero, al contrario, deberían ser de los profesionales mejor pagados
dentro de una sociedad “avanzada”. Y matizo lo de “avanzada” porque en las otras no se ven ni unos ni
otros, salvo los que van por voluntad propia, sin cobrar y con cargo a sus
propios peculios o a las arcas de una ONG. Y ya es lo último tener que jugarse
la vida para salvar o formar vidas. Pero, dejemos la demagogia que nunca
soluciona nada. Desde que entráramos en Marruecos sin saberlo, habíamos cogido
carnes progresivamente y también, por disponer de ríos, andábamos más limpios
que nunca. Se conoce que, también sin saberlo, nos preparábamos para entrar en
el primer mundo como es debido. Informados de los montes que veíamos en el
horizonte. Eran las montañas del Rif, de tan triste recuerdo para los españoles
pobres, porque allí murió mucha gente que no pudo pagar para quedarse en su
casa. Si no pagabas un sustituto con dinero, pagabas con la vida en el frente
el patrioterismo de otros. ¿O no? Eh bien,
c'est ça, mon ami. La historia se escribe con la sangre del perdedor.
Pero la dictan los ganadores. Porque en el desastre de Annual finaron cerca de
10.000 españolitos sin que ningún soldado fuera señorito. El pueblo paga la deuda de sus
dirigentes y el empingorotado hace negocio. Y eso ha pasado siempre. Las guerras
las promueven quienes tienen intereses en apropiarse de algo, quienes quieren
disimular una situación nacional, quienes quieren ser Alejandro Magno o quienes
fabrican muerte en forma de armas. Y las llevan a cabo actualmente los patriotas
convencidos de que solo hay una patria o quienes no han encontrado otra salida
laboral que la milicia, sean patriotas o inmigrantes. Las fuerzas armadas, como
son demócratas no tienen en cuenta la nacionalidad del que quiere ser soldado. Sé
que es una opinión muy parcial y subjetiva e incluso infundada, porque mi
experiencia militar es tan escasa como todo aquel que ha hecho la mili. Mi
mayor experiencia es aquella que da el vivir y que comparto con todo aquel que
tiene más espolones que un gallo. Y no deja de ser curioso que cuando estás
mejor preparado para disfrutar de todo, peor estás físicamente. Creo que en este
asunto, la naturaleza se ha hecho un lío y se ha equivocado. Seguro que este
pensamiento lo comparto con todos los viejos del mundo. Quizá porque nos
neguemos a que suene nuestra hora y punto. Pero aquellos días de los que tanto
te escribo quedan muy lejos, aunque sean tan cercanos como añorados. Nuestro
tiempo no es que haya pasado, es que ha envejecido con nosotros. Como una
pareja que siempre ha sido y será fiel: Tú y tu tiempo. Pero por mucho que te insista
en la vejez solo la entenderás cuando tu tiempo llega a ella. Por eso hay
viejos de todas las edades. No tiene nada que ver con esto, pero, ¿sabes cuándo
me di cuenta de que estaba totalmente inmerso en vuestro mundo? Cuando compartí
vuestros miedos. Esos miedos, precisamente, son la causa de la gran diferencia
entre aquel mundo y este. ¿O piensas que aquel Dikembe temía no llegar a fin de
mes? Eh bien, c'est ça, mon ami. Aquí
he sentido más temores de los que allí imaginaba que podían existir. Y no
olvides que las sociedades tienen sus propios recelos, que no tienen porqué
coincidir con los individuales. Y ahora dejo el coro y me voy al caño. Como era
nuestra costumbre impremeditada, al llegar a cualquier pueblo grande, hicimos
noche en Uezán, aunque lo mismo nos hubiera dado acampar en
cualquier punto del camino, porque árboles y agua no faltaban. Y eso que el sol
no molestaba mientras hacia madurar los frutos. Se le echaba de menos por las
noches, eso sí. No como por el desierto, aunque allí las noches eran más frías.
A mí me llamó fuertemente la atención las parras adornadas con prietos racimos
de uvas. Allí, en Gharb, toda la uva que se vendimiaba se comía o se exportaba.
Como entenderás no hay cultura enológica. No deja de ser curioso el efecto que
la religión tiene sobre el tejido económico de un país, tanto o más que este
sobre el clima. Supimos que estábamos cerca de Chefchauen por un cartel de la
carretera. También figuraban los kilómetros que faltaban pero no supimos
leerlos. Y si avisaban de ese pueblo no podían estar muy lejos. Echamos un
vistazo a las provisiones y decidimos racionarlas. Pero ni Adama ni yo
estábamos formados en logística. Así pues la única salida era prevenir. En eso
ya nos habíamos doctorado. No sabíamos cuanto avanzábamos al día. Dividir no
sabíamos ni lo que era, salvo que fuera entre dos y antes entre tres. Aunque lo
cierto es que esa división se acercaba más a compartir porque dividir, dividir…
No tuvimos en cuenta que entre aquella señal y aquel pueblo podría haber otras
aldeas. Lo supimos cuando nos dimos de cara con el primero. Zoumi era más
recogido que los anteriores y más humilde. Eso sí, vimos más cabras y por tanto
más pastores. Las tierras que rodeaban el pueblo, salteadas de matas, permitían
el pastoreo sin tener que trabajarlas. La hierba tampoco faltaba y era un gusto
caminar descalzo sobre ella. Sobre todo a primera hora, cuando el rocío la
perlaba. Ese matrimonio hacía que nuestros pies se tiñeran de verde. Y a mí,
aquello me hacía gracia y así se lo decía a mi amigo: «Nunca
hubiera pensado que un negro como tú llegara a tener los pies verdes», y me
echaba a reír sin importarme si Adama me contestaba o no. Y ahora sigo con la
sonrisa y con la suerte de ser uno de los pocos mortales que han visto a un
hombre con los pies verdes, que yo sepa. Como ves, también hay recuerdos muy
gratos. ¿Quién me iba a decir a mí que aquellas momentos tan triviales iban a
ser recuerdos tan importantes? Y con ellos me quedo aunque también espero que
te lleguen. Un saludo,
Imagen
1. Foto bajada de www.destinationequateur.info (original en color).
Imagen
2. Foto bajada de www.lejournalinternational.fr (original en color).
Imagen 3. Foto bajada de www.yaqada.com (original
en color).
Imagen 4. Foto bajada de sobremarruecos.com (original
en color).
(1VG)
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Mateo,
17:20.
Algunos recuerdos son entrañables, aunque en el momento en que suceden no nos demos cuenta, y nos parezcan sin importancia. La verdad es que a mí también me sorprende que, a pesar de la "incultura" de nuestros personajes, sean capaces de adaptarse rápido a las nuevas situaciones y lugares a los que llegan... Supongo que eso ha sido un plus para que su destino lo supongamos halagüeño...
ResponderEliminarHasta la próxima, J.C. Abrazos.
Creo que una buena definición de inteligencia es: Cualidad que nos hace comprender nuestro entorno. Y he querido dotar a ambos amigos de ella. A Dikembe hay que sumarle su inocencia. Si bien Adama es inteligente, él es más bien "listo/pillo". Gracias, Ligia. Un abrazo. JC.
EliminarUf, que vuelco me dió el corazón con el caracortada, pensé que volvían los malos momentos.
ResponderEliminarCuando uno piensa en momentos pasados, aún no siendo muy buenos, tienen otro color.
Hasta el lunes, J.C.
Al final los recuerdos se modelan según quiere nuestra mente. Hasta el lunes y gracias, Varinia. JC.
EliminarQue acertado es Adama con tan pocas palabras.
ResponderEliminarEn cuanto a los recuerdos, hay que ver como se suavizan con el tiempo, cosas que en el momento de vivirlas te parecen muy difíciles de alcanzar y cuando pasa el tiempo parece que no costó tanto...
En fin, sigo leyendo JC.
Besitos
Gracias, Amanda. Un saludo. JC.
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