De cómo encontré otra abuela Mayifa
nos cientos de metros más y entraríamos en Salal,
dejando sin pisar Tiré y Um Dukhun, al menos eso creo, porque ya sabes que he
reconstruido el viaje mucho después sobre el papel. Y como entraba en las
aldeas por donde nadie lo hacia, no sabía normalmente su nombre si no
preguntaba. Y más de una vez, he salido de alguno sin saberlo. En cambio, en
otras, donde decidía descansar un tiempo, sí me daba tiempo a conocer su
denominación actual y hasta la anterior, porque algunas tenían una larga
historia. Vida salpicada de conquistas y reconquistas en la que los aldeanos
pintaban menos que nada. Llegamos a este pueblo con las alforjas vacías, no así el pellejo que
había rellenado con agua de lluvia. Aunque decidí cambiarla porque al recogerla
estaba un poco turbia por el golpe de las gotas sobre el polvo. Muchos miraban
a Hamal con codicia, pero jamais me
planteé comerciar con él. Estábamos tan unidos como un ciego con su lazarillo,
fuera humano o cánido. Con la diferencia que, aunque yo fuera vidente, dependía
más del mío que los invidentes del suyo. Si no hubiera sido por él yo
estaría esclavizado o formaría parte de un grupo terrorista. Y al final, el
pasado siempre se hace presente, pues volvería a trabajar, esta vez libremente
en el sector hídrico de Salal. Y traigo a mi memoria aquel otro animal,
Tojoursoui, que conoció la libertad
tan solo unas horas. Y alguno dirá que dichoso él. Aquella aldea, como por
todas las que había pasado excepto Abéché, era un lugar silencioso si no
entrabas en el zoco. Solo se oían las llamadas a la oración, las campanadas que
llamaban a misa o el ladrido de algún perro. Porque allí convivían
perfectamente los animales con los humanos con sus distintas culturas y
religiones. La aldea parecía haber sido diseñada por un arquitecto antojadizo
que hubiera colocado cada casa caprichosamente sobre el polvo del desierto.
Aquí una casa de barro, allí una tienda tipo tuareg, ahí al lado una cabaña de
ramas. En fin, un pueblo abierto y limpio como él solo. Y posiblemente con el
mejor barrendero del mundo: el viento del desierto. Tan libre de suciedad como
jamás has imaginado tú en tu vida, mon
ami. Al igual que sus habitantes que también cuidaban su aseo y su presencia,
a pesar de los problemas de suministro de agua, por otro lado, tan normales por
la zona. Eso sí, no había una pared derecha, como si ese urbanista no conociera
los ángulos rectos, solo las curvas de las dunas. Que es lo que me ocurría a mí
cuando llegué allí. Como tampoco sabía que las curvas que forma el aire del
desierto son perfectas sin tener que ser circunferencias. Ya te digo, limpieza
y silencio, dos conceptos que vuestras ciudades parecen desconocer. Para ti sé
que es muy difícil concebir un lugar
habitado sin el ruido de los coches, los autobuses, las obras, la música
amplificada hasta el límite, las televisiones para sordos, pero te aseguro que
las hay. Y en ellas, personas que son felices y también desgraciadas, para qué
te voy a mentir. He tenido miedo a muchas cosas en mi vida pero jamás a la diversidad.
Sin ella, el mundo sería más que aburrido. ¿Por qué hay gente a quien mortifica
esa pluralidad? Es más, ¿por qué de todo el espectro de colores elige el negro
para odiar? Aunque en el fondo me da la impresión de que no es más que una
excusa boba, como lo puede ser el gen vasco.
Llegué a Salal un mediodía lleno de calor y de cansancio. Mi intención no era
ni quedarme ni alejarme enseguida, sino, simplemente, descansar. Pero algo
ocurrió, una nimiedad que, sin saberlo, me obligaría a tomar una decisión.
Verás. Como te decía, al entrar en la aldea hacía calor, pero al estar ya entre
las casas se levantó una brisa que venía del norte y algo mitigó la canícula.
Por lo que supongo que los menesterosos del lugar aprovecharon para salir de
sus casas. Piensa que la diferencia de temperatura entre que sople viento del
norte o del resto de los puntos, puede hacer oscilar la temperatura en cinco o
más grados Celsius. Así se explica que la extensa explanada que hacía las veces
de plaza y de zoco los días de mercado, estuviera, si no abarrotada, sí
transitada. Cuando pasaba, más o menos, por su centro, se cruzaron ante Hamal
una joven y un crío agarrados de la mano. Y quiso el dios Cupido, disfrazado de
brisa, que el velo que cubría el semblante de la joven volara de tan
privilegiado lugar, le hiciera soltar al niño, con lo cual ese rostro se volvió hacia mí. Miré el objeto que
oscurecía el sol: la cara de esa muchacha. Menos oscura que la mía, tanto el
color como la pureza de facciones era el marco perfecto para unos ojos verdes
que de llorar, escurrirían pétalos de rosa. ¿O eran azules? No lo sé, aún no me
he aclarado, pero sí sé que contenían el mundo. No sé si imaginé o vi que esos
dos mundos clavaban su mirada suplicante en mis ojos, a la vez que frené a
Hamal, que iba a lo suyo. Los acontecimientos debieron seguir a nuestro
alrededor, mientras aquella visión viajaba hasta un rincón de mí que jamás
había visitado. El resto de mis sentidos exigieron su parte. Mis dedos desearon
recorrer despacio aquellas pulidas mejillas. Mi nariz reclamó perderse entre la
frescura de aquel pelo azabache que, libre, tremoló al viento. Mi oído quiso
escuchar el susurro de su ropa al moverse como una ninfa por un bosque. Y mi
boca exigió también el derecho a saborear aquellos labios perfilados sobre una
perfecta curva. La conmoción fue tal que, cuando mi mente se hizo cargo de mi
cuerpo, aquella diosa desparecía detrás de una abombada esquina, acompañada por
alguien que no podría describir en absoluto. Hoy no sé si este recuerdo es lo
que pasó o se debe a mi imaginación. Y si es verdad que en un momento
determinado lo olvidé por un tiempo, volvió más tarde y más vívido que nunca.
Mitificado, dirás tú. Y tendrás razón, porque “no hay nada más bello que lonunca he tenido” como dice la canción(1JC)
de ese cantor que tanto te gusta y del que estas siempre tarareando alguna
melodía.
Dikembe pasa por esta canción y por su autor de puntillas.
No tiene porqué hacer lo contrario. Aunque él ya estaba en España en aquel año,
no estaría él para darle mucha importancia ni a uno ni a otra. Pero yo sí
quiero dársela, porque por aquel entonces me enamoraba, como él, de una diosa
que también sigue en la pelea por mantenerse intacta después de cuarenta y
cinco años, a pesar de la rutina acumulada y del tiempo citado. Yo como él, no
sé si viví o mitifico ahora aquellos años en los que susurraba a una oreja
deseada letras de ese LP que marcó a toda una generación de españolitos y
españolitas que se amaron junto al mar Mediterráneo sin tener que moverse de
sus ciudades de origen. Mitos aparte, a mí se me han caído muchos, tantos como
pelos, nadie puede negar la belleza de esas canciones que el catalán-aragonés
parió después y antes de negarse a ir a Eurovisión, tanto en catalán como en
español. Para los más, de Massiel queda eso, el festival, para el resto la obra
de este artesano de la música, y que, por los pelos no compartí con José María.
Y menos mal. En este caso, no puedo por menos que alegrarme. No me veo en una
pista de baile abrazado a su cintura. No podría haberle cantado a dúo con
Serrat en su oreja “la mujer que yo quiero no necesita bañarse cada noche enagua bendita/tiene muchos defectos dice mi madre/y demasiados huesos dice mi padre”.
Siempre me has preguntado qué doy a las mujeres por
cómo me miran, pero jamás me has preguntado qué me dan ellas a mí. Es tu modo
de ser machista. Ojalá fueran esos todos los comportamientos sexistas que se vieran
en el maquinal o voluntario comportamiento de los hombres con las mujeres. De
esto, y de todo, últimamente hablamos poco. De Pascuas a Ramos, diría yo. Si el
amor matara, yo hubiera sucumbido allí mismo, en aquella plaza o en cada
segundo de los muchos días que después evoqué mi encuentro con una diosa. Y
cada vez que lo rememoraba más grande se hacía el deseo. Al fin y al cabo es
para lo que está pensado el amor, no para morir, sino para todo lo contrario,
para dar vida en todas sus acepciones. Y si echas un vistazo al DRAE leerás que
son muchas las definiciones de la palabra “amor”. Y de paso también buscas la
entrada “revivir”, porque eso es lo que me ocurrió a mí, que volví a la vida.
Renació en mi interior la necesidad de un mañana. No de uno distinto, sino uno
sin calificar. El único que contemplaba desde que quedé solo y en el camino de
no sabía donde. Y, curiosamente, era la primera vez que pensaba en el mañana.
Fue Hamal quien por propia iniciativa se movió del centro de la explanada. Y
yo, por supuesto, con él. Noté que mi voluntad había dejado de ser mía. Si
aquellos ojos me hubieran pedido la luna, hubiera muerto en el intento de
ponérsela a los pies. Así que tuvo que ser el camello el que tomara las
decisiones que debía marcar yo desde su grupa. Se me quitó hasta el hambre. ¿Te
lo puedes creer? A un ser en plena efervescencia hormonal, se le pasaba la hora
de comer sin echarlo de menos. ¡Ay que ver lo que llena el amor, mon ami! Y esa necesidad es la que me
había hecho entrar en aquel pueblo que, con el tiempo, se convertiría en
ciudad. Hacía un par de días que mis provisiones sólidas se habían esfumado en
mi estómago. Aunque las de Hamal no, pues todo el camino hasta llegar a Salal
estaba jalonado de arbustos espinosos, los preferidos de estos animales. Y,
ahora que lo pienso, sería curiosa la figura que componíamos un muchacho
esquelético montado en un rollizo mehari. A lo mejor eso fue lo que llamó la
atención de mi Dulcinea. No sé… Aunque no sentía el sol sobre mis hombros,
Hamal sí, y buscó la sombra de un árbol. Allí se paró y también decidió
descansar por lo que dobló las patas y echó tripa al suelo. Descabalgué
mecánicamente por la postura del animal y, de igual manera, estiré los músculos
de piernas y brazos que no reconocía como míos. Los recordaba más pequeños. Pero
eso lo curaría el tiempo y terminarían encajando en el cuerpo que hoy todavía
visto. La naturaleza, ajena a todos los avatares personales, avanza en su
camino inexorablemente. Continuaba sin ver lo que tenía ante los ojos. Seguían
fijos en mi retina aquellos ojos que el viento me había regalado.
Instintivamente busqué en las alforjas, pero estaban tan vacías como mis
tripas. Por eso tardé muy poco. Me conformé con dos buches de agua. En otras
condiciones me hubiera puesto a pensar como llenar tanto las alforjas como mi estómago . Pero la borrachera de belleza me hizo dejar a Hamal
bajo el árbol y deambular como un zombi por aquella aldea que nunca se acababa
y en la que después de mucho tiempo, volví a oír el motor de un camión. Poco a
poco tomé conciencia de que aquella aldea no era tal. Se extendía y se extendía
a lo ancho y a lo largo. Comencé a ver chiquillos que jugaban como yo jugaba
con mis amigos. A ver burros cargados hasta lo insospechable que guardaban el
equilibrio de sus cargas como maestros equilibristas. Me di de bruces con un
abrevadero donde varios camellos saciaban su sed junto a sus dueños. Y me
acordé del mío. Corrí sin saber hacia donde hasta que pregunté por la plaza. Y
allí le encontré, tan campante, rumia que te rumia. Luego tuve que preguntar
por el pozo para que Hamal también se hartara de agua. Y volví. Mientras el
bebía yo miraba y aprendía. Por supuesto, nadie me dijo nada, ni yo pedí
permiso a nadie, tan solo cambiamos unos “Salam
malekum” y unos “Malekum salam” y punto. Cerca del pilón estaba la máquina
con la que se sacaba el agua. Observé como accionaban la bomba y me entraron
ganas de hacerlo a mí. Cuando me llegó el turno, me acerqué y accioné la
palanca de abajo arriba y viceversa. Lo hice con tanto brío que el agua salió
como un disparo y los presentes se volvieron por el ruido excesivo. Uno de
aquellos hombres, un anciano, me hizo un gesto con la mano para que pusiera
menos fervor. Estaba dura, pero se movía. Y me di cuenta de que la gente se
acercaba y llenaba sus recipientes mientras yo me esforzaba. Y después de la
pequeña sorpresa pensé que aquellas personas no extrañaban a nadie y me sentí a
gusto al colaborar como uno más. Estuve bastante tiempo dándole al manubrio,
hasta que entre los que se iban y los que vennía hubo un tiempo muerto. No
sabía cuando tenía que parar. Me dolían los brazos y lo dejé. Y con el trabajo
de una recia mujer llené yo mi odre y le di las gracias, esta vez en francés y
sin tono religioso. Era mi mejor manera de agradecer su esfuerzo. Ella, por supuesto,
no me contestó. Ya con un pie en la realidad y con el otro tras aquella
muchacha pregunté si había algún zoco. Me preguntaron a su vez que cual, y
respondí que el más cercano. Y entendí su extrañeza, porque me indicaron que a
la vuelta. Y es que Dikembe se había enamorado y no sabía ni donde teníamos la
mano derecha. Ah, el primer amor, ese que nunca se olvida, ese que se tiene
incluso más presente aun con Alzheimer. No había visto una mujer hasta no
entrar en Salal porque, aparentemente estaban todas allí. O bien es que no me
había fijado nunca o bien es que no había visto tal cantidad de velos juntos en
mi vida. De mil colores. Y el vientecillo los aireaba en un juego multicolor
que contrastaba contra el monótono tono de la arena y las casas bajas. Pero al
recorrer con la vista todo aquel gentío todos aquellos puestos y toda aquella
paleta de colores que conformaban los velos, los vestidos, las frutas, los
toldos, los cortavientos, el blanco de los vestidos de los hombres, las esteras
tendidas en el suelo con mil objetos y productos a la venta, confirmé mi
primera impresión. Si había más de un mercado Salal tenía que ser enorme.
Acostumbrado a las aldeas de cien o doscientas almas, salvo Abéché, donde no
hay que olvidar que fui de la mezquita al corral y del corral a la libertad,
aquella posibilidad me asustaba. Y más por lo impresionado que ya estaba. Yo
desconocía la creencia popular que provoca la migración a las grandes urbes. En
teoría se puede encontrar más oportunidades para subsistir (a mí me ha ido
bien, aunque yo tuve un buen padrino). Si bien subsistir y ser feliz son dos
cosas distintas. Esta diferencia, como todas, aumenta cuando hablamos de niños
o púberes. Un crío en un poblado es hijo de todos. En una ciudad, a veces, el
padre llega a desconocer al hijo. Aunque yo no sea un buen conocedor de la
paternidad. Ni he tenido oportunidad de ejercerla ni de sufrirla, a pesar de
Mbo. Vamos, que no conozco ni a mi padre. Allí, en el
mercado y agarrado a la jáquima de Hamal, oí las protestas insistentes de mis
tripas. Cada vez la realidad se imponía más y el encanto se retiraba a sus
cuarteles de invierno para aparecer en los sueños mientras duermes o mientras fantaseas.
Y pensé, a pesar de las malas experiencias, que, cuando recogieran los puestos
quedarían en el suelo frutos todavía aprovechables. Aunque también vi a más
niños de edades diferentes que parecían esperar lo mismo que yo. La última
diarrea ya se me había olvidado. ¡Para recordar males estaba yo…! De lo que sí
me acordé fue de mis intentos por conseguir algún alimento a cambio de acarreo.
Por eso descarté esa posibilidad. Gato escaldado del agua caliente huye. Hasta
que vi a una anciana, doblada sobre sí misma que, literalmente, arrastraba un
canasto. No me acerqué por sacar algo de provecho, sino porque me dio lástima.
Tampoco parecía que las cosas le fueran muy bien, porque tanto su vestimenta
como el estado de la cesta lo hacían patente. Até a Hamal a un madero y le
ordené que no se moviera. Como si el animal me pudiera entender. Pero es lo que
pasa cuando uno comparte todo con un bruto, que llegas a antropomorfizarlo.
Pero empezaba a cuestionarme que esa bestia era capaz de entenderme. Me acerqué
a la vieja y vi que colgaba de su cuello un crucifijo de madera que parecía tallado
por un borracho. Le saludé en francés.
No tenía pinta de musulmana. Giró el cuello para recorrer con su dulce mirada
mi persona de cabeza a pies y me preguntó qué buscaba, porque ella no tenía
nada. Eso mismo la contesté yo: «Nada», y añadí que me extrañaba que
nadie le ayudara. Y me lo aclaró. El asunto tenía que ver con las creencias
religiosas. Ella pensaba que era la única cristiana en aquel mar de aguas
árabes y ellos lo sabían. ¡Para no saberlo! El tamaño del péndulo era
desproporcionado respecto a su dueña. O bien se sentía muy orgullosa de ser seguidora
de Cristo o el tallador beodo era un gigante. Se sorprendió al oírme recitar el
trozo del padre nuestro del que me acordaba y que aún me sé. ¡Tú también!, me
dijo según se le iluminaban los ojillos. Y le conté que mis padres eran
católicos y que me habían educado en esa fe, aunque muchas veces lo había
ocultado. «Estoy hasta bautizado»,
rematé. La alegría de su visaje se trocó en comprensión. Y aceptó la ayuda que
le ofrecí. «Aunque poco vas a cargar,
hijo». Al verse libre del capacho su andar fue más coordinado porque podía
mover los brazos. Mientras el derecho iba, el izquierdo volvía y componían con
ese cuerpo encorvado una figura peculiar que no he podido olvidar jamais. Como niño que era, pensé en cómo
podría acostarse, desde luego boca arriba imposible. Y me reí según la
acompañaba. Imagino que las miradas que recibíamos se debían a la pareja tan
chocante que hacíamos. Una vieja morenita que levantaba del suelo poco más de
un metro, junto a un bigardón negrote que no le doblaba la altura por poco. O
eso o la cruz que cada vez oscilaba con más frecuencia y más libre. Le pregunté
si había acabado y me llamó tonto cariñosamente: «No ves que la bolsa va vacía. Ni he empezado a comprar ni voy a acabar
porque no tengo ni medio franco. No me puedo permitir ningún dispendio. Solo he
de recoger un fruto de parte del padre Enrico». Llegamos junto una estera
con coliflores y Thais anunció a la vendedora que venía de parte del párroco, y
esta le entregó el fruto más pequeño que encontró. «Ves», me dijo la anciana después de que yo metiera la minúscula
coliflor en el capacho. Después me reconoció que había aceptado mi compañía por
eso, por la compañía, no porque necesitara ayuda para llevar el peso. Todos los
viejos pensamos que podemos con todo, como cuando no lo éramos. Y añadió que
cada día tenía más miedo. También me pasa a mí ahora. Yo comenté que tenía el camello
atado a un poste, cosa que le extrañó. Y a mí ahora que lo releo, me resulta
fea esa frase, suena a: «Tengo el coche
en la esquina», ja, ja. Yo me retiraba un poco y miraba sus andares tan
particulares. Hasta que se dio cuenta. Me agarró de la mano y tiró hacia ella
para que me pusiera a su altura, cosa que no consiguió y me dijo que nadie puede
sentir vergüenza por el resultado de un trabajo honrado. La labor de toda una
vida en el campo le había ido dando forma, pero que «gracias a Dios, nuestro Señor, nunca le había faltado un plato en la
mesa mientras duró el trabajo». Ahora era otro cantar. Llegamos junto al
animal y le cargué el capacho. Se lo debió tomar a broma, porque al seguir el
paso de mi acompañante, lento, Hamal, que iba detrás de mí me empujaba con su
cabezota. Thais ni se daba cuenta de ello, no estaban a la altura de sus ojos los
empujones, pero sí cómo me trastabillaba. «¿Dónde
aprendiste a andar así, muchacho?», me preguntó. Y yo me reí y le dije mi
nombre. Ella señaló hacia delante y me dijo que no vivía muy lejos y que quien
tropieza siempre anda más deprisa, si no cae, pero que ella no estaba dispuesta
a trompicar como yo, porque no tenía ninguna prisa. Nadie la esperaba. Siempre
que podía comprar, que eran las menos veces, se acercaba a comprar a ese zoco,
no porque fuera más barato, sino porque estaba cerca de casa. Yo pensé que
comprar, comprar, podría comprar pero por aquellos andurriales, como imaginarás,
no había servicio gratuito a domicilio, aunque con el tiempo todo llegaría por
el bien del comercio. En cuanto una multinacional de la distribución olfateara
el negocio, el skyline de la ciudad cambiaría
y el zoco ya no tendría ni sentido ni sitio para ubicarse, porque seguro que
los técnicos elegirían su ubicación para levantar el nuevo centro comercial
donde “hasta podrás pasar el día fresquito con tu familia”. Ya me he vuelto a
perder. Mira que me gustan las ramas, parezco un chimpancé, aunque no por el
tamaño. Tardamos en llegar a su choza, pero no porque estuviera lejos. Hamal no
me dejó en paz todo el camino. Pero el caso es que estaba tan encantado con él
como Thais conmigo. La soledad sin compartir es muy amarga. Con alguien al
lado, parece que la llevas mejor. Y eso nos pasaba a los dos. Me refiero a la
mujer y a mí, claro. Descolgué el capacho y se lo metí en casa. Y si ella era
menuda su hogar era más. Desde fuera no lo parecía hasta que se explicó la
buena mujer. La cabaña, redonda, estaba dividida en tres viviendas. Cuando lo
supe me fijé y pude ver entre las cañas de las paredes los otros dos hogares.
Allí, de intimidad, poca. Y de espacio menos. Y solté la chorrada: «Me has mentido, no estás rota por trabajar,
sino por vivir aquí» y me reí. Ella también lo hizo, pero noté que lo hacía
para que yo no sintiera vergüenza de mi tonta broma. «¿Sabes, Dikembe? Tienes unos ojos muy despiertos, no los gastes en
mirar tonterías». Ya me dijo bastante. Pero en aquel momento solo me quedé
con que su opinión coincidía con la de mi abuela Mayifa. Todo lo que tenía
Thais estaba dentro de aquel tabuco. Que tenía hasta un rincón libre. Al ver
que lo contemplaba comentó: «también
tengo cama», y esta vez fue ella quien rió de su propia broma. Yo solamente
sonreí. Pasé la vista por sus pertenencias, una manta, una mesita baja, un
plato de madera con más grietas que el capitalismo y un cántaro. “¿Quién le
traería el agua?”, pensé. Y sin venir a cuento dije: «Yo solo tengo a Hamal». Estaba claro que soterradamente nos
ofrecíamos lo que teníamos. Sin saber que ya nos dábamos lo que necesitábamos.
Ah, se me olvidaba lo más llamativo, tenía colgado de una pared un crucifijo de
madera gris y una imagen en colores plasmada en papel del Sagrado corazón de
Jesús, un tanto ajado. Era muy parecido al que el padre Pierre tenía en su iglesia y como las paredes eran también
de ramas me acordé enseguida y le conté mi recuerdo. No vi más ropa que la
manta que te digo y la que llevaba encima. Al contrario que otras veces, no me
hice el remolón. No había acompañado a Thais para sacar una propina, así pues
con un “au revoire, nadame” me
despedí. Pero ella me dijo que echara el freno. Que ella tenía que corresponder
a mi buena acción. No tuvo que agacharse apenas para sacar del capacho la
pequeña coliflor. Lo hizo con las dos manos y me la entregó: «Toma, esto es para ti, estás muy delgaducho.
Dile a tu madre que no la cueza mucho, sino da muchos gases», y se sonrió.
Cogí aquella hortaliza y esta vez me despedí con un gesto de la mano. Salí de
allí con los mejores deseos de la anciana: «Que
la paz sea contigo y que Dios te acompañe, Dikembe». Cuando llegué hasta
Hamal, rematé la frase de Thais: ”Sí, con
una olla hierviendo, si no…“. Por primera vez en mi vida me veía bien
recompensado por un extraño y por una buena acción. Aunque el galardón no me
sirviera para nada. Pero, como todos sabemos, la necesidad agudiza el ingenio
y, a falta de madre que cocinara, aquella pelota rugosa envuelta en hojas
verdes serviría para otra cosa. No caí en que se quedaba sin comida. Me acerqué
al zoco otra vez, busqué un hueco entre los vendedores y estiré mi manta
tresdoblada. En medio de ella coloqué la coliflor, me puse de cuclillas, y
esperé. Antes había colocado detrás de mí a Hamal y le había ordenado que se
arrodillara. No tardó mucho en acercarse una mujer que me preguntó cuanto
pedía. Le contesté que por ser la última, pusiera ella el precio. Yo no tenía
ni idea de lo que podía valer aquello. Me miró un tanto escamada. «¿No será robada?». Le argumenté que de
serlo no estaría yo allí tan tranquilo con mi camello y a la vista de todo el
mundo. Pero volvió con sus dudas. «¿No
estará mala?». Terminé de convencerla al contestarla, sin mentir, que era
la mejor coliflor que jamás había tenido. No hay nada como decir la verdad para
que te crean. Me ofreció, ya no me acuerdo cuanto, y la dije que era muy
grande. Subió un poco la puja y acepté pero porque «es la última y me quiero ir a casa a hacer la comida». «¿No tienes padres?». Y volví a decir la
verdad. «Hace mucho que no. A mi padre ni
le conocí». Después de todo la mujer se portó, porque después de haberse
materializado la venta me dio otra moneda y me dijo que se había equivocado,
que me había dado menos de lo que había dicho. Esta vez callé y no le dije que
no entendía de aquellas monedas. ¿Para qué? Acabada la mercancía, recogí la
manta, la puse sobre Hamal y le animé a levantarse. Y como no podía moverme
entre los puestos con el al lado, le dejé junto allí mismo y me zambullí en el
mercado con las alforjas al hombro. Por primera vez como cliente y dispuesto a
comprar. Busqué el puesto de fruta más grande y con más clientes. Había barullo
y eso me interesaba. Ataqué por un costado y le pedí aun viejo que me diera
cuatro manzanas y tres tomates. El pobre no daba abasto porque las mujeres le
devolvían frutas con macas y el las cambiaba. Las cobraba por piezas. Yo me
metí encima y le enseñé las monedas para que se cobrara. «Coja usted que no puedo usar la otra mano. ¡Estas mujeres!». Me dio
la razón y cogió casi todo el dinero. A toda prisa, y por detrás del gentío,
metí la compra en las alforjas y acometí el otro flanco. Le pedí lo mismo que
había adquirido a un crío que atendía a otras tantas mujeres gritonas. Cuando
me dio la fruta le dije que ya le había pagado a su abuelo. El crío dudó y yo
grité al viejo enseñándole la fruta que ya se la había pagado: «¿Verdad?». Y el anciano confirmó y cantó
mi compra que, por supuesto coincidía con la anterior, con lo que el crío quedó
convencido y tranquilo. Y yo más. Poco dinero me sobró pero algo era, por lo
que deduje que aquella mujer me había calado por la parte positiva. A lo mejor
el hambre también se refleja en la mirada. Me comí las cuatro manzanas incluidas
sus simientes. El rabillo le deseché. Que yo recordara, era la primera vez que
manejaba dinero. Las veces que trabajé de crío lo cobraban el capataz y mi
padre. Yo, como decís aquí, no veía un duro. No sabía ni donde meterlo porque
me estorbaba en las manos. ¡Qué ironía! ¿no? Terminé por echarlo en las
alforjas, como todo. Pero lo hice con disimulo y sin que nadie me viera. El
dinero para el hombre es como la miel para el oso. Tampoco sabía donde ir, pero
sí sabía en qué pensar. Aquellos ojos no se me iban de la cabeza. Con mi
imaginación y mis recientes recuerdos me puse en marcha, supongo que por
inercia tomé el camino que había recorrido con la anciana. Cuando llegaba a la
altura de su cuchitril el agradecimiento suplió a mis sueños. Se me pasó por la
cabeza compartir el producto de mi fechoría. Bueno, parte de ello porque de las
cuatro primeras manzanas ya había dado buena cuenta. Al fin y al cabo, la vieja
me había dado su comida. Y no podría decirte quien estaba más flacucho, si ella
o yo. Así que pisé la jáquima de Hamal con una buena piedra delante de la
choza, me eché al hombro las alforjas y me asomé al interior de su hogar. No se
sorprendió mucho al verme. «No te has
dejado nada. Lo hubiera notado. ¿Quieres un caldo de raíces? Se está cociendo
fuera». Aquella mujer ofrecía más de lo que tenía sin saberlo. Abrí mi
alegato con un “la paz sea contigo” y le conté que a falta de madre que cociera
su coliflor, la había vendido y como nuestro Señor Jesucristo nos enseñara… Ahí
tuve que parar porque vi lágrimas en aquello ojillos empequeñecidos por las
arrugas y el sufrimiento. Y sin más, me agaché y volqué todo el contenido de
las árguenas en el suelo. «Esto es lo que
ha dado de sí tu coliflor, más otras cuatro que me he comido ya». Me sonrió
sin tener secas las mejillas tiró de mí y,
como pudo, me plantó un beso en la frente. Yo, desconcertado, la dejé hacer. No
recordaba la sensación tan agradable y confortable a la que te lleva ser besado
con cariño. Le animé a coger el dinero, ella no tenía prácticamente que
agacharse, pero se negó. Adujo que el párroco de su iglesia se enfadaría, que
mejor se lo diera a él. Quise saber el motivo y aquella buena cristiana me
mintió al decirme que el padre Enrico no consentía que en aquella humilde casa
entrara otro dinero que no fuera el del cepillo de los pobres. «Así que tuyo es porque te lo has ganado. Y
pobre del que has engañado. Pero si se lo das a los pobres Dios te perdonará».
Tomamos el caldo que no me supo a mucho pero que me calentó la tripa y ella, de
postre, se comió una manzana. Y en esos momentos, con el estómago caliente y al
ver cómo se peleaba con la manzana me sentí tranquilo y feliz. Miré por el vano
de la puerta y sonreí a Hamal. Noté que con aquella mujer, de pocos dientes,
había contraído una deuda impagable que nada tenía que ver con una coliflor. Y,
aunque no tuviéramos pan, hacíamos buenas migas. Me contó y le conté, y ninguno
de los dos nos sentimos solos, que ya era bastante. Para ella su religión lo
era todo, acaso por sentirse parte de una minoría. A mí, mi fe me importaba un
bledo, por lo que también formaba parte de un grupo al que solo pertenecía yo.
Al menos eso pensaba mientras hablaba con ella. Y llegó la noche sentados fuera
y apoyada la espalda contra las ramas de la choza. Y acabo esta carta con el
cuento que me contó, a partir de una música que empezó a sonar. Saludos. «¿Oyes eso, Dikembe?». Afirmé con la
cabeza. «¿Y sabes qué es?». Negué con
la cabeza. «Es el espíritu dulce de una
muchacha dulce». Pensé que Thais se había vuelto loca, porque yo escuchaba
música y no sabía cómo sonaban los espíritus, hasta que me preguntó si quería
escuchar una vieja historia. Confirmé otra vez con la cabeza y me la contó: «Dice la leyenda, que una delgada joven salió
a pasear, y antes de intentar atravesar el curso de un riachuelo, se agachó
para beber agua con las manos. Quiso Dios que en el momento que saciaba su sed,
la rama de un árbol cayera y le golpeara la nuca. La mató. Al morir, su cuerpo
se convirtió en el astil del berimbau, sus cabellos en la cuerda, su cabeza en
la caja de resonancia, su corazón en el caxixi y su espíritu en la música que
se oye cuando se toca este instrumento(2JC)». Y bajo estas palabras sí escuché un espíritu, era
mi abuela Mayifa que volvía para contarme leyendas de sus antepasados.
De cómo encontré otra abuela Mayifa
nos cientos de metros más y entraríamos en Salal,
dejando sin pisar Tiré y Um Dukhun, al menos eso creo, porque ya sabes que he
reconstruido el viaje mucho después sobre el papel. Y como entraba en las
aldeas por donde nadie lo hacia, no sabía normalmente su nombre si no
preguntaba. Y más de una vez, he salido de alguno sin saberlo. En cambio, en
otras, donde decidía descansar un tiempo, sí me daba tiempo a conocer su
denominación actual y hasta la anterior, porque algunas tenían una larga
historia. Vida salpicada de conquistas y reconquistas en la que los aldeanos
pintaban menos que nada. Llegamos a este pueblo con las alforjas vacías, no así el pellejo que
había rellenado con agua de lluvia. Aunque decidí cambiarla porque al recogerla
estaba un poco turbia por el golpe de las gotas sobre el polvo. Muchos miraban
a Hamal con codicia, pero jamais me
planteé comerciar con él. Estábamos tan unidos como un ciego con su lazarillo,
fuera humano o cánido. Con la diferencia que, aunque yo fuera vidente, dependía
más del mío que los invidentes del suyo. Si no hubiera sido por él yo
estaría esclavizado o formaría parte de un grupo terrorista. Y al final, el
pasado siempre se hace presente, pues volvería a trabajar, esta vez libremente
en el sector hídrico de Salal. Y traigo a mi memoria aquel otro animal,
Tojoursoui, que conoció la libertad
tan solo unas horas. Y alguno dirá que dichoso él. Aquella aldea, como por
todas las que había pasado excepto Abéché, era un lugar silencioso si no
entrabas en el zoco. Solo se oían las llamadas a la oración, las campanadas que
llamaban a misa o el ladrido de algún perro. Porque allí convivían
perfectamente los animales con los humanos con sus distintas culturas y
religiones. La aldea parecía haber sido diseñada por un arquitecto antojadizo
que hubiera colocado cada casa caprichosamente sobre el polvo del desierto.
Aquí una casa de barro, allí una tienda tipo tuareg, ahí al lado una cabaña de
ramas. En fin, un pueblo abierto y limpio como él solo. Y posiblemente con el
mejor barrendero del mundo: el viento del desierto. Tan libre de suciedad como
jamás has imaginado tú en tu vida, mon
ami. Al igual que sus habitantes que también cuidaban su aseo y su presencia,
a pesar de los problemas de suministro de agua, por otro lado, tan normales por
la zona. Eso sí, no había una pared derecha, como si ese urbanista no conociera
los ángulos rectos, solo las curvas de las dunas. Que es lo que me ocurría a mí
cuando llegué allí. Como tampoco sabía que las curvas que forma el aire del
desierto son perfectas sin tener que ser circunferencias. Ya te digo, limpieza
y silencio, dos conceptos que vuestras ciudades parecen desconocer. Para ti sé
que es muy difícil concebir un lugar
habitado sin el ruido de los coches, los autobuses, las obras, la música
amplificada hasta el límite, las televisiones para sordos, pero te aseguro que
las hay. Y en ellas, personas que son felices y también desgraciadas, para qué
te voy a mentir. He tenido miedo a muchas cosas en mi vida pero jamás a la diversidad.
Sin ella, el mundo sería más que aburrido. ¿Por qué hay gente a quien mortifica
esa pluralidad? Es más, ¿por qué de todo el espectro de colores elige el negro
para odiar? Aunque en el fondo me da la impresión de que no es más que una
excusa boba, como lo puede ser el gen vasco.
Llegué a Salal un mediodía lleno de calor y de cansancio. Mi intención no era
ni quedarme ni alejarme enseguida, sino, simplemente, descansar. Pero algo
ocurrió, una nimiedad que, sin saberlo, me obligaría a tomar una decisión.
Verás. Como te decía, al entrar en la aldea hacía calor, pero al estar ya entre
las casas se levantó una brisa que venía del norte y algo mitigó la canícula.
Por lo que supongo que los menesterosos del lugar aprovecharon para salir de
sus casas. Piensa que la diferencia de temperatura entre que sople viento del
norte o del resto de los puntos, puede hacer oscilar la temperatura en cinco o
más grados Celsius. Así se explica que la extensa explanada que hacía las veces
de plaza y de zoco los días de mercado, estuviera, si no abarrotada, sí
transitada. Cuando pasaba, más o menos, por su centro, se cruzaron ante Hamal
una joven y un crío agarrados de la mano. Y quiso el dios Cupido, disfrazado de
brisa, que el velo que cubría el semblante de la joven volara de tan
privilegiado lugar, le hiciera soltar al niño, con lo cual ese rostro se volvió hacia mí. Miré el objeto que
oscurecía el sol: la cara de esa muchacha. Menos oscura que la mía, tanto el
color como la pureza de facciones era el marco perfecto para unos ojos verdes
que de llorar, escurrirían pétalos de rosa. ¿O eran azules? No lo sé, aún no me
he aclarado, pero sí sé que contenían el mundo. No sé si imaginé o vi que esos
dos mundos clavaban su mirada suplicante en mis ojos, a la vez que frené a
Hamal, que iba a lo suyo. Los acontecimientos debieron seguir a nuestro
alrededor, mientras aquella visión viajaba hasta un rincón de mí que jamás
había visitado. El resto de mis sentidos exigieron su parte. Mis dedos desearon
recorrer despacio aquellas pulidas mejillas. Mi nariz reclamó perderse entre la
frescura de aquel pelo azabache que, libre, tremoló al viento. Mi oído quiso
escuchar el susurro de su ropa al moverse como una ninfa por un bosque. Y mi
boca exigió también el derecho a saborear aquellos labios perfilados sobre una
perfecta curva. La conmoción fue tal que, cuando mi mente se hizo cargo de mi
cuerpo, aquella diosa desparecía detrás de una abombada esquina, acompañada por
alguien que no podría describir en absoluto. Hoy no sé si este recuerdo es lo
que pasó o se debe a mi imaginación. Y si es verdad que en un momento
determinado lo olvidé por un tiempo, volvió más tarde y más vívido que nunca.
Mitificado, dirás tú. Y tendrás razón, porque “no hay nada más bello que lonunca he tenido” como dice la canción(1JC)
de ese cantor que tanto te gusta y del que estas siempre tarareando alguna
melodía.
Dikembe pasa por esta canción y por su autor de puntillas. No tiene porqué hacer lo contrario. Aunque él ya estaba en España en aquel año, no estaría él para darle mucha importancia ni a uno ni a otra. Pero yo sí quiero dársela, porque por aquel entonces me enamoraba, como él, de una diosa que también sigue en la pelea por mantenerse intacta después de cuarenta y cinco años, a pesar de la rutina acumulada y del tiempo citado. Yo como él, no sé si viví o mitifico ahora aquellos años en los que susurraba a una oreja deseada letras de ese LP que marcó a toda una generación de españolitos y españolitas que se amaron junto al mar Mediterráneo sin tener que moverse de sus ciudades de origen. Mitos aparte, a mí se me han caído muchos, tantos como pelos, nadie puede negar la belleza de esas canciones que el catalán-aragonés parió después y antes de negarse a ir a Eurovisión, tanto en catalán como en español. Para los más, de Massiel queda eso, el festival, para el resto la obra de este artesano de la música, y que, por los pelos no compartí con José María. Y menos mal. En este caso, no puedo por menos que alegrarme. No me veo en una pista de baile abrazado a su cintura. No podría haberle cantado a dúo con Serrat en su oreja “la mujer que yo quiero no necesita bañarse cada noche enagua bendita/tiene muchos defectos dice mi madre/y demasiados huesos dice mi padre”.
Siempre me has preguntado qué doy a las mujeres por
cómo me miran, pero jamás me has preguntado qué me dan ellas a mí. Es tu modo
de ser machista. Ojalá fueran esos todos los comportamientos sexistas que se vieran
en el maquinal o voluntario comportamiento de los hombres con las mujeres. De
esto, y de todo, últimamente hablamos poco. De Pascuas a Ramos, diría yo. Si el
amor matara, yo hubiera sucumbido allí mismo, en aquella plaza o en cada
segundo de los muchos días que después evoqué mi encuentro con una diosa. Y
cada vez que lo rememoraba más grande se hacía el deseo. Al fin y al cabo es
para lo que está pensado el amor, no para morir, sino para todo lo contrario,
para dar vida en todas sus acepciones. Y si echas un vistazo al DRAE leerás que
son muchas las definiciones de la palabra “amor”. Y de paso también buscas la
entrada “revivir”, porque eso es lo que me ocurrió a mí, que volví a la vida.
Renació en mi interior la necesidad de un mañana. No de uno distinto, sino uno
sin calificar. El único que contemplaba desde que quedé solo y en el camino de
no sabía donde. Y, curiosamente, era la primera vez que pensaba en el mañana.
Fue Hamal quien por propia iniciativa se movió del centro de la explanada. Y
yo, por supuesto, con él. Noté que mi voluntad había dejado de ser mía. Si
aquellos ojos me hubieran pedido la luna, hubiera muerto en el intento de
ponérsela a los pies. Así que tuvo que ser el camello el que tomara las
decisiones que debía marcar yo desde su grupa. Se me quitó hasta el hambre. ¿Te
lo puedes creer? A un ser en plena efervescencia hormonal, se le pasaba la hora
de comer sin echarlo de menos. ¡Ay que ver lo que llena el amor, mon ami! Y esa necesidad es la que me
había hecho entrar en aquel pueblo que, con el tiempo, se convertiría en
ciudad. Hacía un par de días que mis provisiones sólidas se habían esfumado en
mi estómago. Aunque las de Hamal no, pues todo el camino hasta llegar a Salal
estaba jalonado de arbustos espinosos, los preferidos de estos animales. Y,
ahora que lo pienso, sería curiosa la figura que componíamos un muchacho
esquelético montado en un rollizo mehari. A lo mejor eso fue lo que llamó la
atención de mi Dulcinea. No sé… Aunque no sentía el sol sobre mis hombros,
Hamal sí, y buscó la sombra de un árbol. Allí se paró y también decidió
descansar por lo que dobló las patas y echó tripa al suelo. Descabalgué
mecánicamente por la postura del animal y, de igual manera, estiré los músculos
de piernas y brazos que no reconocía como míos. Los recordaba más pequeños. Pero
eso lo curaría el tiempo y terminarían encajando en el cuerpo que hoy todavía
visto. La naturaleza, ajena a todos los avatares personales, avanza en su
camino inexorablemente. Continuaba sin ver lo que tenía ante los ojos. Seguían
fijos en mi retina aquellos ojos que el viento me había regalado.
Instintivamente busqué en las alforjas, pero estaban tan vacías como mis
tripas. Por eso tardé muy poco. Me conformé con dos buches de agua. En otras
condiciones me hubiera puesto a pensar como llenar tanto las alforjas como mi estómago . Pero la borrachera de belleza me hizo dejar a Hamal
bajo el árbol y deambular como un zombi por aquella aldea que nunca se acababa
y en la que después de mucho tiempo, volví a oír el motor de un camión. Poco a
poco tomé conciencia de que aquella aldea no era tal. Se extendía y se extendía
a lo ancho y a lo largo. Comencé a ver chiquillos que jugaban como yo jugaba
con mis amigos. A ver burros cargados hasta lo insospechable que guardaban el
equilibrio de sus cargas como maestros equilibristas. Me di de bruces con un
abrevadero donde varios camellos saciaban su sed junto a sus dueños. Y me
acordé del mío. Corrí sin saber hacia donde hasta que pregunté por la plaza. Y
allí le encontré, tan campante, rumia que te rumia. Luego tuve que preguntar
por el pozo para que Hamal también se hartara de agua. Y volví. Mientras el
bebía yo miraba y aprendía. Por supuesto, nadie me dijo nada, ni yo pedí
permiso a nadie, tan solo cambiamos unos “Salam
malekum” y unos “Malekum salam” y punto. Cerca del pilón estaba la máquina
con la que se sacaba el agua. Observé como accionaban la bomba y me entraron
ganas de hacerlo a mí. Cuando me llegó el turno, me acerqué y accioné la
palanca de abajo arriba y viceversa. Lo hice con tanto brío que el agua salió
como un disparo y los presentes se volvieron por el ruido excesivo. Uno de
aquellos hombres, un anciano, me hizo un gesto con la mano para que pusiera
menos fervor. Estaba dura, pero se movía. Y me di cuenta de que la gente se
acercaba y llenaba sus recipientes mientras yo me esforzaba. Y después de la
pequeña sorpresa pensé que aquellas personas no extrañaban a nadie y me sentí a
gusto al colaborar como uno más. Estuve bastante tiempo dándole al manubrio,
hasta que entre los que se iban y los que vennía hubo un tiempo muerto. No
sabía cuando tenía que parar. Me dolían los brazos y lo dejé. Y con el trabajo
de una recia mujer llené yo mi odre y le di las gracias, esta vez en francés y
sin tono religioso. Era mi mejor manera de agradecer su esfuerzo. Ella, por supuesto,
no me contestó. Ya con un pie en la realidad y con el otro tras aquella
muchacha pregunté si había algún zoco. Me preguntaron a su vez que cual, y
respondí que el más cercano. Y entendí su extrañeza, porque me indicaron que a
la vuelta. Y es que Dikembe se había enamorado y no sabía ni donde teníamos la
mano derecha. Ah, el primer amor, ese que nunca se olvida, ese que se tiene
incluso más presente aun con Alzheimer. No había visto una mujer hasta no
entrar en Salal porque, aparentemente estaban todas allí. O bien es que no me
había fijado nunca o bien es que no había visto tal cantidad de velos juntos en
mi vida. De mil colores. Y el vientecillo los aireaba en un juego multicolor
que contrastaba contra el monótono tono de la arena y las casas bajas. Pero al
recorrer con la vista todo aquel gentío todos aquellos puestos y toda aquella
paleta de colores que conformaban los velos, los vestidos, las frutas, los
toldos, los cortavientos, el blanco de los vestidos de los hombres, las esteras
tendidas en el suelo con mil objetos y productos a la venta, confirmé mi
primera impresión. Si había más de un mercado Salal tenía que ser enorme.
Acostumbrado a las aldeas de cien o doscientas almas, salvo Abéché, donde no
hay que olvidar que fui de la mezquita al corral y del corral a la libertad,
aquella posibilidad me asustaba. Y más por lo impresionado que ya estaba. Yo
desconocía la creencia popular que provoca la migración a las grandes urbes. En
teoría se puede encontrar más oportunidades para subsistir (a mí me ha ido
bien, aunque yo tuve un buen padrino). Si bien subsistir y ser feliz son dos
cosas distintas. Esta diferencia, como todas, aumenta cuando hablamos de niños
o púberes. Un crío en un poblado es hijo de todos. En una ciudad, a veces, el
padre llega a desconocer al hijo. Aunque yo no sea un buen conocedor de la
paternidad. Ni he tenido oportunidad de ejercerla ni de sufrirla, a pesar de
Mbo. Vamos, que no conozco ni a mi padre. Allí, en el
mercado y agarrado a la jáquima de Hamal, oí las protestas insistentes de mis
tripas. Cada vez la realidad se imponía más y el encanto se retiraba a sus
cuarteles de invierno para aparecer en los sueños mientras duermes o mientras fantaseas.
Y pensé, a pesar de las malas experiencias, que, cuando recogieran los puestos
quedarían en el suelo frutos todavía aprovechables. Aunque también vi a más
niños de edades diferentes que parecían esperar lo mismo que yo. La última
diarrea ya se me había olvidado. ¡Para recordar males estaba yo…! De lo que sí
me acordé fue de mis intentos por conseguir algún alimento a cambio de acarreo.
Por eso descarté esa posibilidad. Gato escaldado del agua caliente huye. Hasta
que vi a una anciana, doblada sobre sí misma que, literalmente, arrastraba un
canasto. No me acerqué por sacar algo de provecho, sino porque me dio lástima.
Tampoco parecía que las cosas le fueran muy bien, porque tanto su vestimenta
como el estado de la cesta lo hacían patente. Até a Hamal a un madero y le
ordené que no se moviera. Como si el animal me pudiera entender. Pero es lo que
pasa cuando uno comparte todo con un bruto, que llegas a antropomorfizarlo.
Pero empezaba a cuestionarme que esa bestia era capaz de entenderme. Me acerqué
a la vieja y vi que colgaba de su cuello un crucifijo de madera que parecía tallado
por un borracho. Le saludé en francés.
No tenía pinta de musulmana. Giró el cuello para recorrer con su dulce mirada
mi persona de cabeza a pies y me preguntó qué buscaba, porque ella no tenía
nada. Eso mismo la contesté yo: «Nada», y añadí que me extrañaba que
nadie le ayudara. Y me lo aclaró. El asunto tenía que ver con las creencias
religiosas. Ella pensaba que era la única cristiana en aquel mar de aguas
árabes y ellos lo sabían. ¡Para no saberlo! El tamaño del péndulo era
desproporcionado respecto a su dueña. O bien se sentía muy orgullosa de ser seguidora
de Cristo o el tallador beodo era un gigante. Se sorprendió al oírme recitar el
trozo del padre nuestro del que me acordaba y que aún me sé. ¡Tú también!, me
dijo según se le iluminaban los ojillos. Y le conté que mis padres eran
católicos y que me habían educado en esa fe, aunque muchas veces lo había
ocultado. «Estoy hasta bautizado»,
rematé. La alegría de su visaje se trocó en comprensión. Y aceptó la ayuda que
le ofrecí. «Aunque poco vas a cargar,
hijo». Al verse libre del capacho su andar fue más coordinado porque podía
mover los brazos. Mientras el derecho iba, el izquierdo volvía y componían con
ese cuerpo encorvado una figura peculiar que no he podido olvidar jamais. Como niño que era, pensé en cómo
podría acostarse, desde luego boca arriba imposible. Y me reí según la
acompañaba. Imagino que las miradas que recibíamos se debían a la pareja tan
chocante que hacíamos. Una vieja morenita que levantaba del suelo poco más de
un metro, junto a un bigardón negrote que no le doblaba la altura por poco. O
eso o la cruz que cada vez oscilaba con más frecuencia y más libre. Le pregunté
si había acabado y me llamó tonto cariñosamente: «No ves que la bolsa va vacía. Ni he empezado a comprar ni voy a acabar
porque no tengo ni medio franco. No me puedo permitir ningún dispendio. Solo he
de recoger un fruto de parte del padre Enrico». Llegamos junto una estera
con coliflores y Thais anunció a la vendedora que venía de parte del párroco, y
esta le entregó el fruto más pequeño que encontró. «Ves», me dijo la anciana después de que yo metiera la minúscula
coliflor en el capacho. Después me reconoció que había aceptado mi compañía por
eso, por la compañía, no porque necesitara ayuda para llevar el peso. Todos los
viejos pensamos que podemos con todo, como cuando no lo éramos. Y añadió que
cada día tenía más miedo. También me pasa a mí ahora. Yo comenté que tenía el camello
atado a un poste, cosa que le extrañó. Y a mí ahora que lo releo, me resulta
fea esa frase, suena a: «Tengo el coche
en la esquina», ja, ja. Yo me retiraba un poco y miraba sus andares tan
particulares. Hasta que se dio cuenta. Me agarró de la mano y tiró hacia ella
para que me pusiera a su altura, cosa que no consiguió y me dijo que nadie puede
sentir vergüenza por el resultado de un trabajo honrado. La labor de toda una
vida en el campo le había ido dando forma, pero que «gracias a Dios, nuestro Señor, nunca le había faltado un plato en la
mesa mientras duró el trabajo». Ahora era otro cantar. Llegamos junto al
animal y le cargué el capacho. Se lo debió tomar a broma, porque al seguir el
paso de mi acompañante, lento, Hamal, que iba detrás de mí me empujaba con su
cabezota. Thais ni se daba cuenta de ello, no estaban a la altura de sus ojos los
empujones, pero sí cómo me trastabillaba. «¿Dónde
aprendiste a andar así, muchacho?», me preguntó. Y yo me reí y le dije mi
nombre. Ella señaló hacia delante y me dijo que no vivía muy lejos y que quien
tropieza siempre anda más deprisa, si no cae, pero que ella no estaba dispuesta
a trompicar como yo, porque no tenía ninguna prisa. Nadie la esperaba. Siempre
que podía comprar, que eran las menos veces, se acercaba a comprar a ese zoco,
no porque fuera más barato, sino porque estaba cerca de casa. Yo pensé que
comprar, comprar, podría comprar pero por aquellos andurriales, como imaginarás,
no había servicio gratuito a domicilio, aunque con el tiempo todo llegaría por
el bien del comercio. En cuanto una multinacional de la distribución olfateara
el negocio, el skyline de la ciudad cambiaría
y el zoco ya no tendría ni sentido ni sitio para ubicarse, porque seguro que
los técnicos elegirían su ubicación para levantar el nuevo centro comercial
donde “hasta podrás pasar el día fresquito con tu familia”. Ya me he vuelto a
perder. Mira que me gustan las ramas, parezco un chimpancé, aunque no por el
tamaño. Tardamos en llegar a su choza, pero no porque estuviera lejos. Hamal no
me dejó en paz todo el camino. Pero el caso es que estaba tan encantado con él
como Thais conmigo. La soledad sin compartir es muy amarga. Con alguien al
lado, parece que la llevas mejor. Y eso nos pasaba a los dos. Me refiero a la
mujer y a mí, claro. Descolgué el capacho y se lo metí en casa. Y si ella era
menuda su hogar era más. Desde fuera no lo parecía hasta que se explicó la
buena mujer. La cabaña, redonda, estaba dividida en tres viviendas. Cuando lo
supe me fijé y pude ver entre las cañas de las paredes los otros dos hogares.
Allí, de intimidad, poca. Y de espacio menos. Y solté la chorrada: «Me has mentido, no estás rota por trabajar,
sino por vivir aquí» y me reí. Ella también lo hizo, pero noté que lo hacía
para que yo no sintiera vergüenza de mi tonta broma. «¿Sabes, Dikembe? Tienes unos ojos muy despiertos, no los gastes en
mirar tonterías». Ya me dijo bastante. Pero en aquel momento solo me quedé
con que su opinión coincidía con la de mi abuela Mayifa. Todo lo que tenía
Thais estaba dentro de aquel tabuco. Que tenía hasta un rincón libre. Al ver
que lo contemplaba comentó: «también
tengo cama», y esta vez fue ella quien rió de su propia broma. Yo solamente
sonreí. Pasé la vista por sus pertenencias, una manta, una mesita baja, un
plato de madera con más grietas que el capitalismo y un cántaro. “¿Quién le
traería el agua?”, pensé. Y sin venir a cuento dije: «Yo solo tengo a Hamal». Estaba claro que soterradamente nos
ofrecíamos lo que teníamos. Sin saber que ya nos dábamos lo que necesitábamos.
Ah, se me olvidaba lo más llamativo, tenía colgado de una pared un crucifijo de
madera gris y una imagen en colores plasmada en papel del Sagrado corazón de
Jesús, un tanto ajado. Era muy parecido al que el padre Pierre tenía en su iglesia y como las paredes eran también
de ramas me acordé enseguida y le conté mi recuerdo. No vi más ropa que la
manta que te digo y la que llevaba encima. Al contrario que otras veces, no me
hice el remolón. No había acompañado a Thais para sacar una propina, así pues
con un “au revoire, nadame” me
despedí. Pero ella me dijo que echara el freno. Que ella tenía que corresponder
a mi buena acción. No tuvo que agacharse apenas para sacar del capacho la
pequeña coliflor. Lo hizo con las dos manos y me la entregó: «Toma, esto es para ti, estás muy delgaducho.
Dile a tu madre que no la cueza mucho, sino da muchos gases», y se sonrió.
Cogí aquella hortaliza y esta vez me despedí con un gesto de la mano. Salí de
allí con los mejores deseos de la anciana: «Que
la paz sea contigo y que Dios te acompañe, Dikembe». Cuando llegué hasta
Hamal, rematé la frase de Thais: ”Sí, con
una olla hierviendo, si no…“. Por primera vez en mi vida me veía bien
recompensado por un extraño y por una buena acción. Aunque el galardón no me
sirviera para nada. Pero, como todos sabemos, la necesidad agudiza el ingenio
y, a falta de madre que cocinara, aquella pelota rugosa envuelta en hojas
verdes serviría para otra cosa. No caí en que se quedaba sin comida. Me acerqué
al zoco otra vez, busqué un hueco entre los vendedores y estiré mi manta
tresdoblada. En medio de ella coloqué la coliflor, me puse de cuclillas, y
esperé. Antes había colocado detrás de mí a Hamal y le había ordenado que se
arrodillara. No tardó mucho en acercarse una mujer que me preguntó cuanto
pedía. Le contesté que por ser la última, pusiera ella el precio. Yo no tenía
ni idea de lo que podía valer aquello. Me miró un tanto escamada. «¿No será robada?». Le argumenté que de
serlo no estaría yo allí tan tranquilo con mi camello y a la vista de todo el
mundo. Pero volvió con sus dudas. «¿No
estará mala?». Terminé de convencerla al contestarla, sin mentir, que era
la mejor coliflor que jamás había tenido. No hay nada como decir la verdad para
que te crean. Me ofreció, ya no me acuerdo cuanto, y la dije que era muy
grande. Subió un poco la puja y acepté pero porque «es la última y me quiero ir a casa a hacer la comida». «¿No tienes padres?». Y volví a decir la
verdad. «Hace mucho que no. A mi padre ni
le conocí». Después de todo la mujer se portó, porque después de haberse
materializado la venta me dio otra moneda y me dijo que se había equivocado,
que me había dado menos de lo que había dicho. Esta vez callé y no le dije que
no entendía de aquellas monedas. ¿Para qué? Acabada la mercancía, recogí la
manta, la puse sobre Hamal y le animé a levantarse. Y como no podía moverme
entre los puestos con el al lado, le dejé junto allí mismo y me zambullí en el
mercado con las alforjas al hombro. Por primera vez como cliente y dispuesto a
comprar. Busqué el puesto de fruta más grande y con más clientes. Había barullo
y eso me interesaba. Ataqué por un costado y le pedí aun viejo que me diera
cuatro manzanas y tres tomates. El pobre no daba abasto porque las mujeres le
devolvían frutas con macas y el las cambiaba. Las cobraba por piezas. Yo me
metí encima y le enseñé las monedas para que se cobrara. «Coja usted que no puedo usar la otra mano. ¡Estas mujeres!». Me dio
la razón y cogió casi todo el dinero. A toda prisa, y por detrás del gentío,
metí la compra en las alforjas y acometí el otro flanco. Le pedí lo mismo que
había adquirido a un crío que atendía a otras tantas mujeres gritonas. Cuando
me dio la fruta le dije que ya le había pagado a su abuelo. El crío dudó y yo
grité al viejo enseñándole la fruta que ya se la había pagado: «¿Verdad?». Y el anciano confirmó y cantó
mi compra que, por supuesto coincidía con la anterior, con lo que el crío quedó
convencido y tranquilo. Y yo más. Poco dinero me sobró pero algo era, por lo
que deduje que aquella mujer me había calado por la parte positiva. A lo mejor
el hambre también se refleja en la mirada. Me comí las cuatro manzanas incluidas
sus simientes. El rabillo le deseché. Que yo recordara, era la primera vez que
manejaba dinero. Las veces que trabajé de crío lo cobraban el capataz y mi
padre. Yo, como decís aquí, no veía un duro. No sabía ni donde meterlo porque
me estorbaba en las manos. ¡Qué ironía! ¿no? Terminé por echarlo en las
alforjas, como todo. Pero lo hice con disimulo y sin que nadie me viera. El
dinero para el hombre es como la miel para el oso. Tampoco sabía donde ir, pero
sí sabía en qué pensar. Aquellos ojos no se me iban de la cabeza. Con mi
imaginación y mis recientes recuerdos me puse en marcha, supongo que por
inercia tomé el camino que había recorrido con la anciana. Cuando llegaba a la
altura de su cuchitril el agradecimiento suplió a mis sueños. Se me pasó por la
cabeza compartir el producto de mi fechoría. Bueno, parte de ello porque de las
cuatro primeras manzanas ya había dado buena cuenta. Al fin y al cabo, la vieja
me había dado su comida. Y no podría decirte quien estaba más flacucho, si ella
o yo. Así que pisé la jáquima de Hamal con una buena piedra delante de la
choza, me eché al hombro las alforjas y me asomé al interior de su hogar. No se
sorprendió mucho al verme. «No te has
dejado nada. Lo hubiera notado. ¿Quieres un caldo de raíces? Se está cociendo
fuera». Aquella mujer ofrecía más de lo que tenía sin saberlo. Abrí mi
alegato con un “la paz sea contigo” y le conté que a falta de madre que cociera
su coliflor, la había vendido y como nuestro Señor Jesucristo nos enseñara… Ahí
tuve que parar porque vi lágrimas en aquello ojillos empequeñecidos por las
arrugas y el sufrimiento. Y sin más, me agaché y volqué todo el contenido de
las árguenas en el suelo. «Esto es lo que
ha dado de sí tu coliflor, más otras cuatro que me he comido ya». Me sonrió
sin tener secas las mejillas tiró de mí y,
como pudo, me plantó un beso en la frente. Yo, desconcertado, la dejé hacer. No
recordaba la sensación tan agradable y confortable a la que te lleva ser besado
con cariño. Le animé a coger el dinero, ella no tenía prácticamente que
agacharse, pero se negó. Adujo que el párroco de su iglesia se enfadaría, que
mejor se lo diera a él. Quise saber el motivo y aquella buena cristiana me
mintió al decirme que el padre Enrico no consentía que en aquella humilde casa
entrara otro dinero que no fuera el del cepillo de los pobres. «Así que tuyo es porque te lo has ganado. Y
pobre del que has engañado. Pero si se lo das a los pobres Dios te perdonará».
Tomamos el caldo que no me supo a mucho pero que me calentó la tripa y ella, de
postre, se comió una manzana. Y en esos momentos, con el estómago caliente y al
ver cómo se peleaba con la manzana me sentí tranquilo y feliz. Miré por el vano
de la puerta y sonreí a Hamal. Noté que con aquella mujer, de pocos dientes,
había contraído una deuda impagable que nada tenía que ver con una coliflor. Y,
aunque no tuviéramos pan, hacíamos buenas migas. Me contó y le conté, y ninguno
de los dos nos sentimos solos, que ya era bastante. Para ella su religión lo
era todo, acaso por sentirse parte de una minoría. A mí, mi fe me importaba un
bledo, por lo que también formaba parte de un grupo al que solo pertenecía yo.
Al menos eso pensaba mientras hablaba con ella. Y llegó la noche sentados fuera
y apoyada la espalda contra las ramas de la choza. Y acabo esta carta con el
cuento que me contó, a partir de una música que empezó a sonar. Saludos. «¿Oyes eso, Dikembe?». Afirmé con la
cabeza. «¿Y sabes qué es?». Negué con la cabeza. «Es el espíritu dulce de una muchacha dulce». Pensé que Thais se había vuelto loca, porque yo escuchaba música y no sabía cómo sonaban los espíritus, hasta que me preguntó si quería escuchar una vieja historia. Confirmé otra vez con la cabeza y me la contó: «Dice la leyenda, que una delgada joven salió a pasear, y antes de intentar atravesar el curso de un riachuelo, se agachó para beber agua con las manos. Quiso Dios que en el momento que saciaba su sed, la rama de un árbol cayera y le golpeara la nuca. La mató. Al morir, su cuerpo se convirtió en el astil del berimbau, sus cabellos en la cuerda, su cabeza en la caja de resonancia, su corazón en el caxixi y su espíritu en la música que se oye cuando se toca este instrumento(2JC)». Y bajo estas palabras sí escuché un espíritu, era mi abuela Mayifa que volvía para contarme leyendas de sus antepasados.
cabeza. «¿Y sabes qué es?». Negué con la cabeza. «Es el espíritu dulce de una muchacha dulce». Pensé que Thais se había vuelto loca, porque yo escuchaba música y no sabía cómo sonaban los espíritus, hasta que me preguntó si quería escuchar una vieja historia. Confirmé otra vez con la cabeza y me la contó: «Dice la leyenda, que una delgada joven salió a pasear, y antes de intentar atravesar el curso de un riachuelo, se agachó para beber agua con las manos. Quiso Dios que en el momento que saciaba su sed, la rama de un árbol cayera y le golpeara la nuca. La mató. Al morir, su cuerpo se convirtió en el astil del berimbau, sus cabellos en la cuerda, su cabeza en la caja de resonancia, su corazón en el caxixi y su espíritu en la música que se oye cuando se toca este instrumento(2JC)». Y bajo estas palabras sí escuché un espíritu, era mi abuela Mayifa que volvía para contarme leyendas de sus antepasados.
Capítulo tranquilo y con mucho amor. Hay que ver con que es feliz el pobre.
ResponderEliminarY mira por donde yo siempre había oído "gato escaldado de agua fría huye". Ahora que lo pienso más lógico es "caliente", no sé.
Bien, hasta el lunes J.C.
Jaja, puesx ahora que lo dices me lo cuestiono, pero por lógica, como tú dices, debe ser de la caliente. Gracias, Varinia. Saludos. JC.
EliminarVaya, Dikembe ya entrando en el mercado del dinero... y también en el del amor...
ResponderEliminarMás vale que no se unan porque daría una fuerte explosión... Parece que encontró esta vez un alma bondadosa... Abrazos y hasta la próxima.
De esas almas hay muchas, pero siempre es más fácil quejarnos de las otras, creo yo. Ya te echaba de menos, jaja. Un abrazo, JC.
EliminarMe alegra que por fin Dikembe encuentre un momento de paz y un alma caritativa que le ayude.
ResponderEliminarVeo que por necesidad sigue agudizando el ingenio =)
Besitos
Y a mí que te alegres tú, Amanda. Gracias y un beso. JC
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